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1. Introducción
Fundamentalmente es a partir del auge adquirido por la teoría del "life span" o ciclo vital, cuando
la literatura gerontológica abandona el modelo decremental de la vejez. En su lugar se tiende a
considerar la vejez como una etapa más del desarrollo del individuo, que representa una continuidad
dentro de su existencia. Es una etapa en la que los sujetos que en ella se encuentran están sujetos a
problemas, lo mismo que quienes se encuentran en otros grupos de población. Ello no es óbice para
poder admitir que (al igual que ocurre en la infancia, la adolescencia o la madurez) en la senectud van
a tener lugar una serie de cambios y acontecimientos (que se producen a niveles biológicos,
psicológicos y sociales) que asignan a esta etapa unas características propias y distintivas.
De entre todos esos cambios experimentados en esta etapa evolutiva, parecen ser las modificaciones
biológicas aquellas sobre las que el sujeto puede conseguir ejercer un menor grado de control. Ello es
debido a que en el caso del anciano, las modificaciones físicas dependen de variables y factores que
escapan a sus posibilidades de intervención, en mayor grado que en otras etapas evolutivas anteriores.
Es innegable que" los cambios morfológicos que ocurren durante el envejecimiento van a contribuir
en gran medida a que el sujeto se perciba en mayor o menor grado a sí mismo como un anciano. Pero,
sin embargo, también parece demostrado que son los cambios ambientales y sociales los que ejercen
una mayor presión para hacer que el gerente asuma y adopte o no, el rol de viejo.
Una primera y fundamental circunstancia que justifica cuanto venimos diciendo, es el hecho de que
la mayor parte de los hitos y acontecimientos asociados al envejecimiento son considerados, particular-
mente desde otros grupos de edad, como necesariamente adversos y estrechamente relacionadas e
identificados con aquellas pérdidas que tienden a ocurrir más frecuentemente en la última parte de la
vida. Unas pérdidas que en muchos casos pueden ser reales, entre las que se incluyen pérdidas de
contactos familiares y sociales, la pérdida de la ocupación laboral y/o sus consecuentes pérdidas
económicas, el deterioro fisiológico y de la salud, el decremento en el status social y cultural o la
disminución general de la autoestima, entre otros. Pero en otros casos se trata de pérdidas que no pasan
de ser algo que tiene una gran probabilidad de que llegue a suceder, aunque todavía no hayan ocurrido,
ni sea obligatorio que tenga que ocurrir, por ejemplo, la pérdida de la independencia, el abandono del
hogar, etcétera. En otros casos, se trata de pérdidas únicamente fantaseadas; es decir, de pérdidas que
en realidad sólo existen en la mente del anciano y que pueden no tener ninguna justificación objetiva
y real como, por ejemplo, la pérdida del respeto y del cariño de los demás, la pérdida de la capacidad
mental, etcétera. (Santodomingo, 1976).
Lógicamente, todas estas modificaciones y pérdidas (aunque no siempre los cambios tengan que
implicar necesariamente pérdidas), obligan al anciano a ir reformulando la apreciación, el concepto de
sí mismo y de su propia identidad personal. Reformulación ésta que, como decíamos, puede hacerse
de una forma positiva y satisfactoria, o de tal forma que genere malestar, sufrimiento y mala calidad
de vida; o que incluso potencie, secundariamente, su deterioro físico y/o mental.
Es pues determinante en cualquier forma de intervención, el que ésta vaya orientada de forma
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definida a potenciar aquellos recursos personales y sociales que ayuden al anciano a afrontar
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de los mismos parámetros que los que utilizan sujetos que pertenecen a otros grupos de edad. Incluso
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cuando los ancianos comparan su estado actual de salud con las expectativas negativas anticipatorias
que mantenían, el resultado es generalmente positivo, con lo que aumenta su nivel de satisfacción y
autovaloración a pesar de las limitaciones físicas objetivas que puedan existir. Esto contribuye a que
puedan adoptar una actitud más activa y positiva ante la resolución de los problemas y el afrontamiento
de las situaciones estresantes.
La estrecha relación que existe entre la percepción del nivel de salud, el autoconcepto y la capacidad
para afrontar los problemas, queda demostrada por trabajos como el de Castro-Bolaño, Nuñez, Otero-
López y cois. (1996). En su estudio sobre la relación entre la percepción del propio estado de salud
como positivo o negativo y las estrategias de afrontamiento que los ancianos adoptan ante las
situaciones estresantes, encuentran que son aquellos ancianos que valoran más positivamente su estado
de salud los que adoptan estrategias más activas y encaminadas a una resolución práctica e inmediata
de los problemas. Mientras que quienes valoran su estado de salud de forma negativa, generalmente
por padecer algún tipo de enfermedad musculoesquelética asociada con dolor, desarrollan estrategias
de afrontamiento más pasivas y más prioritariamente centradas en los aspectos emocionales. Al tiempo
que estos individuos presentan un mayor retraimiento social.
Es, sin embargo, el ingreso en un centro hospitalario, motivado generalmente por la agudización de
alguna patología orgánica que pueda presentar el anciano, el factor que afecta más drástica e intensa-
mente el autoconcepto físico de los ancianos. Así se demuestra en estudios como el realizado por
Franco, Sanmartín, Antequera y cois. (1994) sobre el autoconcepto físico en ancianos hospitalizados
versus el que mantienen ancianos que residen en instituciones geriátricas, quienes también presentan
distintos grados de pluripatología, pero que pueden ser atendidos en su residencia habitual. Las
diferencias entre ambos grupos no sólo se producen en los aspectos relacionados con la vivencia de
enfermedad, sino también en otros aspectos no vinculados directamente con ella.
Así, se comprueba que la aparición de la enfermedad hace que el anciano presente un deterioro de
la imagen de sí mismo y de su autoestima y que aparezca entonces como despreocupado y desinteresa-
do por su propio aspecto físico. En este aspecto, son de destacar entre los resultados del citado trabajo,
las notables discrepancias encontradas en función del sexo. Contrariamente a lo esperable, ese
descenso generalizado en la autoestima física no parece tan acentuado en el caso de las mujeres. Lo
que, para los autores, podría estar justificado por el hecho de que en la mujer el descenso en el concepto
corporal ocurra antes que en el hombre, de forma brusca y manifiesta y en estrecha relación con otros
aspectos más extrínsecos. Así ocurre con circunstancias tales como las actuales vivencias de pérdida
de utilidad o de autonomía -propia de los ancianos institucionalizados en residencias geriátricas que
integran su muestra- o factores intrínsecos tales como las experiencias biofisiológicas previas,
asociadas al proceso menopáusico.
En lo que se refiere a la estima de uno mismo, se ha demostrado que la modificación de las funciones
sociales, ocasionadas por el acontecimiento que supone la jubilación, por la percepción de la vejez que
tienen las personas ancianas y también por la percepción que se tiene de este nivel de edad por parte
del resto de la sociedad, provocan el que la consistencia interna de los diversos elementos del concepto
de sí mismo resulte perturbada. Esto ocurre, por lo menos durante el período más crítico, que es el que
se sitúa entre los 64 y los 69 años.
Uno de los principales determinantes de la autoestima (y no en sentido positivo, habitualmente)
entre los ancianos, es el de etiquetarse a sí mismos como viejos, cosa que puede fácilmente ser debida
a las connotaciones no positivas que este término acostumbra a conllevar en nuestros días y en nuestro
entorno. Una persona comenzará a considerarse vieja cuando perciba en sí misma algunos de los
atributos que, en función de su modelo personal de vejez, caracterizan a esta etapa evolutiva. Unos
modelos y atributos que han sido asumidos a partir de las expectativas y estereotipos culturales, de las
experiencias propias e incluso de la observación vicaria del envejecimiento de otros.
Precisamente, algunos de los posibles parámetros de interés para la comprensión de los criterios
utilizados para asumir la realidad de ser viejo fueron descritos por Furstenberg (1989) en función de
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Además de la teoría del mecanismo compensatorio, se han ido desarrollando otras distintas teorías
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para explicar el aparente incremento del autoconcepto en ancianos. Cuando se alcanza la vejez, el
sujeto suele haber tenido la oportunidad de enfrentarse con un mayor número de situaciones y de haber
desempeñado distintos roles. Ello le podría haber ido generando una imagen de sí mismo lo
suficientemente estable y positiva como para que pueda permanecer en su sentido favorable. Al tiempo
que puede haber ido desarrollando una tendencia a prestar atención prioritaria y selectivamente, hacia
tan sólo aquellos aspectos que están de acuerdo con el marco conceptual o perceptivo preexistente. Y
consecuentemente, es previsible que el anciano pueda tender a centrarse más en valorar aquellos
aspectos de sí mismo que son positivos que los que le resultan negativos (Holtzclae, 1985).
En el mismo sentido de lo anterior, hemos de considerar que, por otra parte y conforme el sujeto
envejece, suele mantenerse en ambientes suficientemente estables, que le resultan familiares y que le
permiten desempeñar actividades que le son cotidianas y que puede efectuar con éxito. Todo lo cual,
una vez más, disminuye los conflictos y favorece la cohesión y valoración positiva de su autoconcepto.
Tan sólo la aparición de determinadas crisis de identidad pueden truncar dicho sentimiento. O mejor
dicho: la interpretación y el significado que de tales acontecimientos efectúa el anciano es lo que puede
llevarle a una merma de su propia valoración. Entre estos acontecimientos se destacan, nuevamente,
la aparición de enfermedades físicas incapacitantes, la pérdida de seres queridos o la posibilidad de
perder la independencia y el control sobre su propia vida y actividad (Atchley, 1982).
Lógicamente es algo utópico considerar que todos los ancianos llegan a la vejez con una elevada
autoestima. En esta ocasión, los que tienden a experimentar un descenso de su autoestima son aquellos
ancianos que a lo largo de la evolución de su vida han desarrollado un autoconcepto más vulnerable,
lo han apoyado en uno o dos dominios o ámbitos (posición social, aspecto físico, poder adquisitivo,
etcétera) y que al desaparecer o disminuir la ejecución o el control del sujeto sobre ellos, le llevan a
padecer un drástico descenso de su autoestima.
Por lo que respecta a la dimensión social del concepto de anciano, ésta se encuentra en nuestros días
caracterizada por matices claramente peyorativos. Matices que en la mayoría de los casos se han
originado de observaciones parciales, indebidamente generalizadas, o de falsas interpretaciones de
determinados datos. De unos datos que, a veces, resultaban excesivamente individualizados, o mal
interpretados. Pero que, en cualquier caso, son datos que presuponen una actitud de rechazo personal
y un disgusto hacia el hecho de envejecer, hacia la falta de salud (entendida como aquello que se tiene
en la juventud), hacia la incapacidad, etcétera. Lo mismo que ocurre con el miedo a la debilidad, la
inutilidad y la muerte (Snyder y Swann, 1978; Rodin, 1980).
Las etiquetas negativas y la estigmatización de los ancianos pueden contribuir a hacer frecuentes
en la actualidad conductas que confirman los prejuicios vigentes y que disminuyen tanto la autoestima
como la posible sensación de control que pudiera tener el anciano. Dado que los estereotipos y los
juicios sociales son, en sentido simple, la suma de las expectativas culturales, se justifica el que tales
actitudes pueden ser asumidas por todos los componentes del grupo social, incluidos los interesados,
los ancianos. Si estos estereotipos son claramente peyorativos, como es el caso de los ancianos, la
consecuencia lógica es que, al asumirlos, disminuyan consecuentemente en su autoestima.
Pero, como continuación de lo anterior, podemos anticipar que, cuando la autoestima decrece,
también la creencia en la propia capacidad para ejercer control sobre el ambiente declinará (Rodin y
Langer, 1980). Los ancianos pueden de esta manera, llegar fácilmente a sobrestimar las mermas de sus
capacidades. Unas mermas que pueden entonces ser vivenciadas como causas de poseer unos valores
o unos rendimientos que, en vez de ser considerados como característicos del sujeto, son valorados en
lo que tengan de discrepantes con los considerados y consensuados como estándares de conducta
competente (Bandura, 1971). Los efectos de esta creencia pueden ser más devastadores que el cambio
objetivo en sí mismo (Langer, 1979). Su potencial efecto negativo radica en el hecho de que, sin un
mínimo de autoestima, objetiva y razonable, no es posible que sea operativa una motivación que
posibilite enfrentarse con las dificultades, las pérdidas y los cambios que surgen en los últimos períodos
de la vida (Krause, 1987).
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En un momento posterior y dado que el compartir la estigmatización social existente hacia los
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ancianos ejerce un efecto tan devastador en su propio concepto, la posición reactiva y defensiva
adoptada en muchos casos, suele ser la de la negación. La de resistirse a aceptar que uno pertenece a
ese grupo social. De hecho son varias las investigaciones que demuestran que los ancianos no suelen
calificarse a sí mismos como viejos (Linn y Hunter, 1979; Baum y Boxley, 1983) y que incluso son
mucho menos condescendientes y son más críticos y exigentes en sus valoraciones para con las
actuaciones y/o errores de otros ancianos que con las de otros más jóvenes.
Por otro lado, el pertenecer a un entramado social y gozar del reconocimiento de aquellas personas
con las que el sujeto interactúa ayuda a mantener un elevado autoconcepto (Thoits, 1985; Krause,
1987). Sin embargo es en la vejez donde se rompen muchos de los vínculos sociales como
consecuencia, fundamentalmente, de la jubilación, la pérdida de seres queridos y la
institucionalización. Es por ello que, tradicionalmente, se ha venido considerando que el autoconcepto
de los ancianos institucionalizados en comparación con el de aquellos que continúan viviendo en el
hogar familiar se va a caracterizar por un mayor descenso en la autoestima, una mayor degradación y
unas menores expectativas con respecto a su posible capacidad para enfrentarse con sus circunstancias
y con el mundo exterior (Sward, 1945; Dodge, 1961; Tobin, 1978).
Entre los motivos apuntados para dar cuenta de las causas del descenso del autoconcepto de los
ancianos cuando son institucionalizados, encontramos los siguientes (Tobin, ob. cit.):
a. Porque disminuye el sentimiento de poder controlar sus propias vidas ya que el internamiento
supone la pérdida de la independencia que les quedaba, aunque en muchos casos ya fuera escasa en la
realidad y aunque se la consideraba como algo potencial. Así como el tener que someterse al
reglamento de la institución.
b. Porque interpretan la institucionalización como una demostración del rechazo y el abandono
de sus familiares,-de sus últimos vínculos y la pérdida del papel social. Además de representar la
pérdida de los únicos lazos afectivos de los que, en muchos casos, disponían ya.
c. Porque les hace enfrentarse con la idea de su propia muerte. Los ancianos ven el traslado a una
residencia como el último cambio que realizarán antes de su muerte, como el ir al sitio en que se está
esperando la muerte. Y ello es algo que genera miedo y hostilidad, que el sujeto podrá enfocar hacia
los demás o bien hacia sí mismo.
De cualquier manera son varias las matizaciones que, a estas afirmaciones generales, debemos
efectuar. Principalmente, la de que sabemos que, en la realidad, más que la institucionalización per se,
inciden en la disminución del autoconcepto otras variables secundarias relacionadas con ésta. Entre
ellas se pueden citar el tipo y las características de la institución, la calidad de la asistencia que en la
misma se ofrezca al anciano, o las distintas vivencias biográficas y sociales de los ancianos que se
encuentran institucionalizados. Así, cuando en el citado estudio de Antequera, Santín y Blanco Picabia
(1994) se compararon ancianos que residían en ambientes residenciales muy diferentes en cuanto a
políticas asistenciales, recursos económicos e infraestructura, las principales diferencias no se
producían precisamente entre los ancianos internados y los ancianos que vivían en el ambiente familiar.
Por el contrario, las mayores diferencias se produjeron entre los ancianos que residían en una
institución de beneficencia de escasos recursos y el conjunto constituido, por un lado, por los
internados en una residencia de ancianos con una política asistencial más liberal y que contaba con
mayor asistencia de personal y mejores servicios y, por otro lado, los ancianos que residían en sus
hogares. Es de destacar que entre estos dos últimos grupos no se produjeran diferencias que resultaran
significativas estadísticamente en los parámetros evaluados.
Asimismo, de manera genérica e independientemente del lugar y del tipo de residencia, eran
aquellos ancianos solteros, con un menor nivel de ingresos y que se sienten viejos quienes manifiestan
un mayor descenso de su autoconcepto. Así pues, parece ser que son aquellos ancianos que poseen y
han poseído un menor grado de apoyo familiar y social, que no han formado nunca una familia propia
ni tampoco han desempeñado una profesión estable y de manera permanente, los que experimentan en
su vejez una mayor disminución de su auto- valoración. Si bien consideramos que desligar la variable
tipo de institución y características sociodemográficas y personales, sobre todo en el caso de los
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ancianos, es tremendamente difícil. La dificultad proviene, fundamentalmente, del hecho de que cada
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institución tiene unos criterios de selección para admitir el ingreso de los ancianos y por tanto, aunque
similares en características tales como la edad, el nivel cultural, el ejercicio profesional, etcétera, sus
vivencias y condiciones sociales, económicas y familiares, tanto actuales como pasadas, difieren no-
tablemente.
En los últimos años, las investigaciones se han centrado en conceptos que estaban relacionados, que
derivaban y eran afines al de auto- concepto. El interés de los investigadores estaba motivado en gran
parte por la relación que repetidamente habían mostrado dichos elementos como mediadores de las
respuestas de estrés. Entre estos constructos destacaban reiteradamente dos, como los más
determinantes: el de autoeficacia y el de percepción de control. La delimitación conceptual de ambos
términos resulta en ocasiones bastante difícil. Por el contrario, sí parece claro en todos los estudios el
hecho de que el principal punto común entre ambos era el que los dos eran situacionalmente
específicos. Por ello, ambos constructos se pueden conceptualizar como elementos más eficaces para
afrontar problemas y circunstancias concretas que las otras características disposicionales (Bandura,
1982; Litt, 1988).
Son varios los marcos teóricos desde los que se ha intentado definir el control o la percepción de
control. Así por ejemplo, desde las teorías de la indefensión aprendida, el control es concebido en
función del grado de contingencia entre una respuesta y sus resultados (Seligman, 1975; Seligman,
Maier y Solomon, 1971). Mientras que, para los teóricos del aprendizaje social como Bandura (1971),
el concepto de percepción de control estaría fuertemente relacionado con el de autoeficacia.
Pero a pesar de las distintas perspectivas que se pueden adoptar a la hora de definir este concepto,
debemos dejar dicho que nosotros lo utilizaremos aquí entendiéndolo como la creencia que el sujeto
tiene de que dispone de la respuesta oportuna y adecuada para permitirle influir sobre los aspectos
aversivos de un suceso o de una situación (Thompson, 1981). Desde esta perspectiva, para que la
percepción de control sea efectiva no hay necesidad de que el control sea real o ejercitado, sino tan
sólo de que el individuo crea poseerlo.
Por otra parte y en relación con este mismo tema, hemos de tener en cuenta también, que se han
diferenciado distintos tipos de control y que dependiendo de a cuál nos refiramos, en cada momento la
percepción que se tenga del mismo, podrá variar. Así entre otros y por ser de mayor interés para nuestro
tema, resaltaríamos los propuestos por Averill (1973), Miller (1979) y Thompson (1981):
a. control conductual, o la creencia de disponer de una respuesta concreta que puede modificar la
situación;
b. control cognitivo, o suponer que se dispone de la capacidad para el procesamiento de la
información con el fin de convertirla en accesible y menos estresante;
c. control decisional, o el pensar que se puede disponer de la oportunidad de elegir entre varias
opciones de actuación, y
d. control retrospectivo, o el conjunto de creencias referentes a las causas de los sucesos pasados.
Otro aspecto de esta cuestión -y no menos trascendentees el que se refiere a la relación entre el
anteriormente citado tema de la salud y el de la percepción de control. Parece claro que la percepción
de control puede afectar tanto a la salud física como mental gracias a su influencia sobre la aparición
y la resistencia al estrés, sobre su intervención en la determinación de las respuestas fisiológicas y
también sobre su relación con las conductas relacionadas con la salud (Rodin, 1986). Pero también la
percepción de control está asociada con los niveles de bienestar, con la probabilidad de modificar los
patrones conductuales y también con las posibilidades de incrementar rendimientos en distintas áreas
(Thompson y Spacapan, 1991).
Pero, por otra parte, y suplementariamente a lo que venimos diciendo, se da la circunstancia -y eso
es lo que nos interesa en nuestro caso-, de que la relación entre percepción de control y los niveles de
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salud parece hacerse más estrecha a medida que el sujeto va envejeciendo. Algo que podría deberse
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Sin embargo y a pesar de que se acepta que la percepción de control tendría una influencia reductora
del estrés, tal relación parece ser más compleja de lo que en un primer momento se consideró. Hoy
conocemos que el control no siempre tiene unos efectos benéficos para el bienestar del sujeto, máxime
cuando se trata de un anciano. ¿Cómo podría justificarse esto? Se plantean cuatro explicaciones no
alternativas sino, a nuestro juicio, complementarias.
En primer lugar, hemos de tener presente que, como afirma Litt (1988), la creencia de que existen
posibilidades de controlar un suceso sólo es beneficiosa para el sujeto cuando esa posibilidad de control
es acorde con sus preferencias. Así, dotar de posibilidades de control a un anciano que a lo largo de su
vida ha manifestado una mayor tendencia a atribuir la causa de los acontecimientos estresantes y/o
conflictivos a factores externos y que, por tanto, no acostumbra a asumir las responsabilidades
derivadas de la toma de decisiones, podría ser tan perjudicial como retirar toda posibilidad de control
a sujetos que están acostumbrados a actuar eficientemente para modificar sus circunstancias, cosa que
ocurre con mayor frecuencia en ancianos procedentes de estratos socioculturales medio-altos.
En segundo lugar, para aquellos ancianos que a lo largo de su desarrollo han mantenido una elevada
percepción de control sobre gran parte de sus circunstancias vitales, puede ser más perjudicial el dejar
de percibirla, que en el caso de quien nunca tuvo tal control. Es el caso de aquellos ancianos que han
estado acostumbrados a dirigir sus propias vidas, a llevar una vida independiente y a asumir notables
e importantes responsabilidades y que, llegado un momento, ya sea por la aparición de una enfermedad
invalidante o por la pérdida de alguna facultad, tienen que pasar a depender de otras personas o,
sencillamente, que por carencia de posibilidades sociales, sus decisiones pasan a no tener capacidad
de influencia alguna.
En tercer lugar, hay situaciones en las que el anciano percibe una elevada posibilidad de control
pero que, simultáneamente, conllevan un excesivo sentimiento de responsabilidad. Sentimiento que,
por excesivo, puede resultar perjudicial, máxime cuando existe un elevado riesgo de equivocarse o
implica para el anciano demasiado gasto de energías o esfuerzos (Rodin, 1986).
En cuarto lugar, tampoco resulta adaptativo el mantener unas excesivamente elevadas expectativas
de control en situaciones donde objetivamente no es posible ejercer el mismo. Es decir, la percepción
de control tan sólo sería adaptativa cuando en realidad fuera posible ejercer satisfactoriamente el tipo
de control adecuado y deseado.
Todo ello justifica el que, en general, los ancianos informen disponer de menor control que los
jóvenes (Wolinsky y Stump, 1996), especialmente en las áreas social y de salud y más particularmente
a partir de los 70 años (Nelson, 1993). Así Haug (1979) ya había comprobado que los ancianos solían
tender, con mayor frecuencia que en otras edades, a adoptar un rol pasivo ante las decisiones de los
médicos, sin tratar de discutir su autoridad. Como consecuencia de ello, las personas añosas tendrían
tendencia a efectuar demasiadas pocas preguntas a los profesionales de la salud acerca de su
enfermedad, su tratamiento y su pronóstico.
La tendencia a la disminución en la percepción del control todavía disponible, en relación con la
salud, podría estar motivada por muy diversas causas, de entre las cuales Rodin (1986), y
posteriormente Mirowsky (1995), destacan tres:
a. el incremento del número e intensidad de las experiencias sociales negativas (jubilación, muerte
de seres queridos, etcétera);
b. el deterioro objetivo que, a niveles físicos, experimenta el anciano. Deterioro que le hace
cuestionarse su propia eficacia y capacidad para resolver efectivamente las situaciones problemáticas
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Sin embargo, las afirmaciones anteriores se refieren a la percepción de control sobre los sucesos.
Pero quizá los resultados sean distintos si se centraran en la percepción del control sobre las
consecuencias. Sabemos que cuando las personas se enfrentan con situaciones sobre cuya ocurrencia
o eliminación tienen pocas posibilidades de control, pueden optar por considerar que es posible evitar,
mitigar o neutralizar las consecuencias negativas de tales acontecimientos (Thompson, Sobolew-
Shubin, Galbraith y cois., 1993). De esta manera si bien es cierto que los ancianos no pueden, objetiva
y realmente modificar la aparición de acontecimientos adversos y estresantes (especialmente en lo que
se refiere al área de la salud), sí pueden controlar las consecuencias negativas que se derivan de las
mismas, como por ejemplo, esforzándose en continuar realizando las pequeñas actividades cotidianas.
En tales situaciones en las que cabe una escasa, cuando no nula posibilidad de control, los ancianos
pueden reaccionar de diversas formas. Una consiste en centrarse en otras áreas o aspectos de la vida,
en los cuales sí sea posible ejercer tal control y mantener de esta manera una elevada percepción de
control (Schulz, Heckhausen y Lecher, 1991). Otra manera de mantener esta elevada percepción en
situaciones de incontrolabilidad, consiste en efectuar atribuciones externas, específicas e inestables de
las mismas. Lo cual permite al anciano seguir manteniendo la confianza sobre sus posibilidades
personales de actuación en otras situaciones estresantes o de bajo control (Seligman, Abramsom,
Semmel y von Baeyer, 1979).
La mayor parte de los programas de intervención que se basan en la modificación de la percepción
de control se han centrado en mejorar el bienestar de ancianos institucionalizados. Estos ancianos, no
sólo muestran peor rendimiento intelectual y menores niveles de actividad, así como un estado anímico
negativo (Avorn y Langer, 1982; Rodin y Langer, 1977), sino que experimentan también sentimientos
de pérdida de control lo cual, para autores como Seligman (1975), podría implicar la aparición de
sentimientos de indefensión y una menor posibilidad de conformidad y satisfacción con sus propias
vidas (Eddington, Piper, Tanna y cois., 1990). Por consiguiente, es de esperar que si se incrementan
las posibilidades de elección y de ejercer control sobre las circunstancias que se dan en los ambientes
institucionales, los ancianos muestren mayor número de interacciones sociales, mejor adaptación al
ambiente institucional (Moos, 1981; Moos e Igra, 1980), e incrementen el bienestar psicológico y físico
(David, Moos y Kahn, 1981). Por eso, los programas realizados para incrementar la posibilidad de
control en ancianos institucionalizados, o para dotarlos de estrategias eficaces para afrontar los
problemas, han mostrado que a los ancianos a los que se permite mayores posibilidades de asumir
responsabilidades, se muestran más activos, sanos y felices que aquellos otros cuyo cuidado es asumido
en mayor grado por el personal (Langer y Rodin, 1976; Schulz, 1976: Banziger y Roush, 1983).
En general, precisamente los programas de intervención en personas ancianas institucionalizadas a
los que nos venimos refiriendo han consistido tradicionalmente en conseguir que los residentes en esas
instituciones asuman algunas pequeñas responsabilidades y, sobre todo, en dotarlos de la sensación de
que pueden ejercer algún tipo de control sobre los acontecimientos cotidianos.
De esta forma y a modo de ejemplo, en el estudio realizado por Langer y Rodin (1976) se
diferenciaron dos grupos de residentes: a uno de ellos se le explicó -por parte del director del centro-
que podían desempeñar un papel importante en el buen funcionamiento de la institución, ofreciéndoles
la posibilidad de modificar algunos aspectos físicos y funcionales del centro, por ejemplo, en lo
referente a la distribución y decoración de sus habitaciones, en lo concerniente a cómo emplear el
tiempo visitando amigos en su habitación o en la de ellos, salir fuera, ver la televisión, escribir, etcétera,
o en lo referido a la posibilidad de expresar quejas y sugerencias. También se les ofrecía la posibilidad
de cuidar o no algunas de las plantas existentes en la institución. Al otro grupo se le dijo que podían
solicitar cualquier cosa que necesitasen y se les asignó una planta que, en cualquier caso, sería cuidada
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por el personal. Los sujetos del primer grupo se mostraron notablemente más activos, felices,
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independientes y participaron en más actividades sociales que los del segundo. Resultados que se
mantenían dieciocho meses después (Langer, 1977). Además, en el primer grupo había disminuido la
tasa de mortalidad en un 10 % con respecto al segundo que presentaba una tasa de mortalidad un 5%
superior a lo que es considerado normal en ancianos de su edad y nivel de salud.
En otros casos, como es el de la intervención efectuada por Schultz (1976), la variable con la que
se incrementó la sensación de control de los internados fue la posibilidad de conocer previamente o
elegir el número de visitas de estudiantes colaboradores que querían recibir, cuándo se producirían las
mismas y cuánto tiempo durarían. Los efectos de esta intervención fueron equiparables a los de la
realizada por Langer y Rodin (ob. cit.).
Por su parte, Berkowitz, Waxman y Yaffe (1988) desarrollan un programa de autoayuda para
ancianos institucionalizados en el que, con el apoyo de asistentes sociales y voluntarios, los ancianos
recibían información sobre la posibilidad de realizar y organizar distintas actividades recreativas, se
los asesoraba en la resolución de problemas y se facilitaban las reuniones de grupo. Los ancianos eran
los encargados y responsables de organizar dichas actividades (creación de una revista interna,
actuaciones teatrales, grupos de ayuda a otros ancianos...) rotando sucesivamente por los puestos
directivos. Además, semanal- mente, una enfermera los asesoraba sobre su estado de salud y sobre
cómo podían mejorarlo. Una vez más, los resultados de esta intervención muestran el desarrollo de
elevados niveles de independencia, pero también de implicación en actividades sociales, así como de
cohesión entre el grupo, de la satisfacción vital y de los incrementos en la misma.
4. La autoeficacia en ancianos
Por su parte, la autoeficacia podría ser definida como la percepción o la seguridad que el individuo
tiene de poder realizar una conducta determinada. Como apunta Bandura (1977) hay que diferenciar
entre las expectativas de autoeficacia (o la creencia de que se dispone de los recursos personales para
poder efectuar correctamente una determinada conducta) y las expectativas de resultados (o creencia
de que la conducta que se trata de desarrollar puede producir los resultados deseados). Este autor
distingue tres dimensiones en las expectativas de autoeficacia: la magnitud, la fuerza y la generalidad:
a. la magnitud hace referencia a la estimación personal que realiza un sujeto sobre cuál es el mejor
rendimiento posible para él en ese momento y circunstancia,
b. la fuerza se refiere a la confianza que experimenta la persona en cuanto a poder alcanzar un
rendimiento dado, y
c. la generalidad, que se refiere al grado en que el individuo considera que dispone de los recursos
precisos para poder solucionar cualquier situación, o de ser eficaz tan sólo ante algunas circunstancias
concretas y específicas.
Por lo tanto, cuando el individuo mantiene una razonable expectativa de resultados, será la fuerza
de la expectativa de autoeficacia la que determine si será o no intentada una conducta, cuánto esfuerzo
requerirá o cuánto tiempo deberá ser mantenido el esfuerzo. La expectativa de autoeficacia, por
consiguiente, se convierte en una característica del sujeto que es predictora de la iniciación, duración
y extensión de determinadas conductas de afrontamiento en situaciones concretas o genéricas,
mostrándose incluso mejor predictora de las mismas que las experiencias previas (Bandura, 1977).
Por otro lado, la valoración que el anciano efectúa de su autoeficacia dependerá, por un lado, de las
expectativas que mantenga sobre sus propias habilidades y aptitudes, y por otro, de la valoración que
haga de las dificultades asociadas a la tarea específica.
A su vez, la evaluación del grado de dificultad de la tarea vendrá determinada por las experiencias
anteriores que el sujeto haya tenido en cuanto a la realización de las mismas; así como de la
información y apoyo que le sean aportados por otras personas (Rodin, 1989; Abeles, 1990). Así pues,
aunque uno de los principales determinantes de la percepción de autoeficacia es la experiencia directa
(a través de haber experimentado la sensación de dominar esa tarea concreta); también inciden en la
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misma, aunque en menor grado, las experiencias vicarias, las expectativas sociales y el estado físico
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del individuo (Bandura, 1982). Es precisamente esa sensación de dominio la que hace que el sujeto
intente o no actuar efectivamente en situaciones que son subjetivamente problemáticas o amenazantes,
aunque objetivamente carezcan de dificultad o de peligro real.
La autoeficacia ha mostrado una estrecha relación con los estados depresivos en el caso de los
ancianos (Davis-Berman, 1988), así como con los cuadros de ansiedad previos a la jubilación (Fretz,
Kluge, Ossana y cols., 1989) e incluso con un aumento en la disposición de apoyo social (Holahan y
Holahan, 1987). Al tiempo que el saber que se dispone del necesario apoyo social, el sentir que otras
personas confían en sus aptitudes para realizar una acción, puede incrementar el sentido de autoeficacia
(Antonucci y Jackson, 1987; Riquelme y Buendía, 1996).
Han sido varios los programas de intervención diseñados para incrementar la autoeficacia en áreas
concretas, fundamentalmente en el ámbito cognitivo. Aunque también se han desarrollado otros
destinados a actividades más específicas, como por ejemplo (aunque sólo sea a título ilustrativo), el
trabajo desarrollado por Clark, Patrick, Grembowski y Durhamn (1995) destinado a incrementar la
actividad física (ejercicio físico) a través de un aumento de la autoeficacia, dentro del marco de
promoción de la salud en ancianos.
Para Welch y West (1995), el declive de la autoeficacia cognitiva que puede aparecer en ancianos
está provocado por factores tanto personales como sociales. La observación de pequeños fallos o erro-
res, generalmente relacionados con la memoria, pueden hacer que el anciano, influenciado por las
expectativas y estereotipos sociales, sobrevalore dichos errores sin considerar la posibilidad de que
otros factores posibles y alternativos hayan podido incidir en los mismos (distracción, escasa
motivación, etcétera). De tal manera que los cambios cognitivos asociados al envejecimiento, los
estereotipos sociales y la disminución de las experiencias de dominio actúan simultáneamente
facilitando la disminución de la autoeficacia (West y Berry, 1994).
Esta reducción de la expectativa de autoeficacia a la que venimos refiriéndonos, a su vez, puede
incidir negativamente sobre los intentos conductuales de los ancianos ocasionando el que, por ejemplo,
rechacen las oportunidades de adquirir nuevos aprendizajes y/o reduzcan sus esfuerzos cognitivos. Se
justifica así la disminución de sus rendimientos cognitivos y el comienzo de la inhibición y la
derivación de sus actividades y responsabilidades hacia otras personas.
Los programas de intervención destinados a incrementar la autoeficacia cognitiva, generalmente,
parten del principio de que cualquier intento de intervención en este terreno debe tomar en
consideración las posibilidades reales y objetivas del anciano con el fin de no fomentar en él
expectativas irreales. Por ello, no sería adecuado pretender que todos los ancianos que formen parte de
un programa alcancen un mismo nivel predeterminado (Welch y West, 1995). Teniendo presente estos
elementos, los programas desarrollados se han basado fundamentalmente en el reforzamiento y el
feedback de los pequeños objetivos alcanzados. De forma que resulten potencialmente incrementados
tanto el nivel de motivación como el sentimiento de autoeficacia del sujeto (Schunk, 1983). De manera
que, tal y como decíamos, la autoeficacia y la percepción de control deben ser consideradas como
características individuales que están íntimamente relacionadas. Esta relación es la que justifica el que,
para que un sujeto crea que puede modificar una situación (percepción de control), tenga previamente
que confiar, de una manera consistente, en que puede ejercerlo de manera efectiva (expectativa de
autoeficacia).
Sin embargo, aunque en general el incremento en uno de estos dos constructos (autoeficacia y/o
percepción de control) suele redundar en un aumento del otro, no siempre ocurre así. Puede darse el
caso de que un determinado individuo mantenga un elevado sentido de la autoeficacia pero considere
que las circunstancias ambientales no le van a permitir realizar la conducta (percepción de control
baja). O también puede ocurrir que, aunque un individuo considere que se dan las circunstancias
necesarias para poder realizar una determinada conducta, no crea reunir las habilidades personales
necesarias para poder efectuarla adecuadamente. Por todo ello, podemos esperar que sean los
individuos con autoeficacia alta quienes elijan la opción de intentar el control, cuando se presente como
una posibilidad y los que experimenten menores niveles de estrés. Todo ello, junto a disponer
realmente de una mayor capacidad para afrontar directamente los problemas y conflictos.
Finalmente, consideramos que existen otros varios factores que, asimismo, pueden incidir en la
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relación entre percepción de control y autoeficacia. Así, por ejemplo, el nivel socioeconómico puede
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