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La traición de los intelectuales

Agosto 1999, Nº 2 Por Edward W. Said

Nadie podrá ponerse jamás en el lugar de un desplazado, de un perseguido. Pero las


excusas de la OTAN para intervenir en Kosovo desnudan la dimisión de la mayor parte
de los "formadores de opinión" , que han colocado a la nación y el patriotismo por
encima de su conciencia crítica.

Nadie puede dudarlo: la brutalidad de Slobodan Milosevic y la respuesta de la Alianza Atlántica


(OTAN) empeoraron la situación de Kosovo respecto de antes de los bombardeos. Los
sufrimientos humanos fueron horribles y hará falta por lo menos una generación para reparar la
tragedia de los refugiados y la destrucción de Yugoslavia. Como puede atestiguar cualquiera que
haya sido desplazado y desposeído, volver a casa nunca es tan simple como parece. Y nada
puede compensar la pérdida de su casa, de su sociedad, de su entorno, aun cuando a veces la
venganza simple y brutal crea una ilusión de satisfacción.

A pesar o gracias a la propaganda de uno y otro lado, sin duda nunca sabremos con exactitud la
proporción de responsabilidad que les cabe a Serbia y a la OTAN en este desastre. Lo que es
seguro, en cambio, es que destruyeron para siempre la esperanza de una convivencia de las
diferentes comunidades de Kosovo. Algunos periodistas honestos admitieron que todavía no se
puede establecer, si no es con fines políticos, el papel respectivo de los bombardeos de la OTAN,
de las acciones del Ejército de Liberación de Kosovo y las atrocidades individuales o colectivas de
los serbios en la limpieza étnica de la que los albanófonos fueron víctimas.

Nadie puede poner en duda que los bombardeos ilegales agravaron y aceleraron el éxodo de la
población de Kosovo. Es seguro que la alta jefatura de la OTAN nunca creyó que la cantidad de
refugiados disminuiría una vez comenzado el conflicto. Ni William Clinton ni Anthony Blair
conocieron personalmente los horrores de la guerra, no combatieron ni hicieron la experiencia
directa de lo que significa la búsqueda desesperada de la protección y la supervivencia. Los dos
dirigentes occidentales están expuestos a una condena moral y, en lo que concierne al
presidente de Estados Unidos, a una acusación por crímenes de guerra, habida cuenta de las
acciones estadounidenses en Sudán, Afganistán e Irak. Clinton no solamente infringió la
Constitución de su país al comprometer a Estados Unidos durante dos meses en una guerra sin
el aval del Congreso, sino que también violó la Carta de las Naciones Unidas.

Nos lo enseña la moral elemental: si queremos intervenir para calmar el sufrimiento o aliviar la
injusticia (de acuerdo con la idea de intervención humanitaria que numerosos progresistas -
liberales- occidentales invocaron para justificar los bombardeos), es preciso ante todo
asegurarse de que los medios empleados no agravarán la situación. Los dirigentes de la OTAN
descuidaron esta lección: se precipitaron a la guerra de una forma atolondrada, sin preparación
ni información suficientes. Sellaron así a sangre fría la suerte de cientos de miles de kosovares,
expulsados y obligados a huir, víctimas de la venganza serbia o de la intensidad de los
bombardeos, a pesar de las grotescas afirmaciones sobre la precisión de los ataques.

Centenares de miles de refugiados regresan actualmente a sus hogares sin saber qué futuro les
espera. ¿Autodeterminación? ¿Autonomía bajo soberanía serbia? ¿Ocupación militar de la OTAN?
¿Partición? ¿Soberanía compartida? ¿Según qué programa? ¿Quién pagará? ¿Quién protegerá a
los serbios de Kosovo? Estos interrogantes parecen superar las capacidades de comprensión y de
análisis de los dirigentes de la OTAN. Pero lo que más me preocupa, como ciudadano y como
estadounidense, es lo que esta crisis presagia para el futuro del orden internacional. Tal como lo
indicó el jurista internacional Richard Falk, la estructura de estas guerras "limpias" y "seguras"
en que el personal y equipamiento de Estados Unidos son prácticamente invulnerables a los
ataques del enemigo, se asemeja a la de la tortura: mientras el interrogador-torturador dispone
de todos los poderes, primero para elegir y luego para utilizar los métodos que cree
convenientes, su víctima, librada a la buena voluntad de su perseguidor, no tiene ninguno. El
status actual de los Estados Unidos en el mundo se parece al de un tirano un poco estúpido,
pero capaz de infligir más daños que cualquier otra potencia en la historia.

Medios complacientes

El presupuesto militar estadounidense es 30 por ciento superior al del conjunto de los otros
miembros de la OTAN. Más de la mitad de los países del planeta fueron sometidos -o se vieron
amenazados- a sanciones económicas o comerciales decretadas por Washington. Estados como
Irak, Corea del Norte, Sudán, Cuba o Libia, "parias" unilateralmente definidos como tales por
Washington, fueron o son las víctimas de la ira estadounidense. Uno de ellos, Irak, sufrió un
ajuste de carácter genocida debido a un embargo cuyos objetivos ya no obedecen a una lógica
razonable, excepto la satisfacción de la virtuosa ira de los Estados Unidos.

El mensaje que nos transmiten estos hechos sobre la potencia estadounidense no tiene nada que
ver con la seguridad, el interés nacional o con objetivos estratégicos definidos claramente: es un
mensaje de fuerza bruta. La arrogancia no tiene límites cuando el presidente Clinton se dirige a
los iraquíes o a los serbios para informarles que no recibirán ayuda alguna del país que ha
destruido al suyo, salvo que cambien a sus dirigentes.

El Tribunal Internacional que calificó a Milosevic de criminal de guerra perderá su credibilidad si,
de acuerdo con los mismos criterios, se abstuviera de acusar a Clinton y Blair, a Madeleine
Albright, a Sandy Berger, al general Clark y a todos aquellos que violaron simultáneamente toda
forma de decencia y las leyes de guerra. Comparado con lo que Clinton hizo sufrir a Irak,
Milosevic es casi un aficionado. Y la manera que tiene de cubrir su infamia de piedad y empatía
acrecienta aún más su responsabilidad. Es preferible un conservador franco a un "progresista"
cínico.

Los medios contribuyeron a agravar una situación ya perjudicial. En lugar de entrevistas


desapasionadas, tuvimos derecho a ver testimonios parciales de actores sumergidos en la locura
y la crueldad de la guerra. Durante los setenta y nueve días de bombardeos, vi unas treinta
conferencias de prensa de la OTAN: no recuerdo que más de cinco o seis periodistas hayan
cuestionado, ni siquiera parcialmente, las necedades del vocero de la organización, Jamie Shea,
o de Javier Solana, secretario general de la Alianza, quien entregó su alma "socialista" a la
hegemonía global estadounidense.

Los medios resistieron casi siempre a la tentación de la duda. No hicieron más que "aclarar" las
posiciones de la OTAN, utilizando los militares retirados -nunca a mujeres- para explicar todas
las finezas de los bombardeos del terror. Del mismo modo, los editores y los intelectuales
"progresistas" , que hicieron suya la guerra, llevados por la idea entusiasta de que "nosotros"
hacemos finalmente algo contra la limpieza étnica, simplemente apartaron los ojos ante la
destrucción de la infraestructura de Yugoslavia, estimada en 136 mil millones de dólares. Peor
aún, los medios cubrieron de mala gana -cuando lo hicieron- los movimientos de oposición a la
guerra en Estados Unidos, Italia, Grecia y Alemania.

¿Conservaban un mínimo recuerdo de lo que sucedió en Ruanda hace tan sólo cinco años, del
éxodo de 350 mil serbios víctimas de las exacciones de las tropas croatas del presidente Franjo
Tudjman, de la persistencia de las atrocidades turcas contra los kurdos, de la muerte de 560 mil
civiles iraquíes? Sin siquiera volver sobre una de las primeras limpiezas étnicas de posguerra, la
de 1948, de la que Palestina fue testigo y víctima, y que aún prosigue en nuestros días...

En la posguerra fría, sigue planteada la pregunta: ¿Estados Unidos y su política económico-


militar, conducida por el beneficio y el oportunismo, seguirá dirigiendo al mundo, o podemos
todavía encarar una poderosa resistencia, tanto intelectual como moral, a esta hegemonía? Para
aquellos de entre nosotros que vivimos en Estados Unidos o somos sus ciudadanos, la primera
obligación es desmistificar el lenguage y las imágenes utilizadas para justificar las prácticas
asimétricas de Washington, establecer un nexo entre la política seguida en Birmania, en
Indonesia, en Irán y en Israel, y la aplicada en Europa, demostrar que remiten a una misma
estrategia, aun cuando se intenta hacerlas aparecer como diferentes.

No puede haber resistencia sin memoria y sin universalismo. Si la limpieza étnica es un mal en
Yugoslavia -¿quién lo pondría en duda?-, entonces es también un mal en Turquía, en Palestina,
en Africa y en cualquier otro lugar. Las crisis no se terminan cuando la CNN deja de cubrirlas. Si
la guerra es cruel y costosa, lo sigue siendo aunque los pilotos estadounidenses estén a cinco mil
metros de altura. Si la diplomacia es siempre preferible a los medios militares, entonces es
preciso utilizar la diplomacia cualquiera sea su precio. Si la vida humana es sagrada, entonces
no hay que sacrificarla, aun cuando la víctima no sea ni blanca ni europea.

La resistencia comienza siempre en casa, frente a un poder sobre el que podemos ejercer
influencia como ciudadanos. Cuando el nacionalismo se enmascara en patriotismo y pretende
obedecer a un enfoque moral, cuando coloca la lealtad a la propia nación por encima de todo,
cuando se revela más fuerte que la conciencia crítica, se han consumado la traición de los
intelectuales y su bancarrota moral.

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