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Visité al niñopa y no lo encontré

Desde hace mucho tiempo había querido visitar al patrón de Xochimilco. El niñopa no es
una imagen más del niño dios sino la esfinge de una tradición católica antigua y
perseverante. Tímido bajo su vestido pero dominante rodeado de miles de personas, su
figura rigue a toda una delegación al sur de la Ciudad de México.

Tal fama y misterio hicieron me decidiera y por fin, un día entre semana, ir a visitarlo.
Había escuchado los rumores; las puertas de la casa dónde está permanecen abiertas al
visitante y no fue hasta aquel día que lo comprobé.

El origen del niñopa es incierto. Algunos investigadores creen que proviene de la época
colonial; momento de unión entre la culturas indígenas y la española. La figura, hecha de
madera de colorín, ha jugado un papel protagónico en la historia de Xochimilco desde
hace siglos.

Inicialmente era resguardado en el convento de San Bernardino de Sena, en el centro de


la delegación, pero surgió la tradición de que una familia lo hospedara en su casa durante
un año completo para que, al finalizar, cambie de domicilio y continúa así hasta ahora.

A las personas que lo reciben en su casa se les conoce como mayordomos. Ellos deben
cumplir con los aspectos requeridos por el convento para poder hospedar al niño. Hoy en
día la espera para recibirlo es de más de cuarenta años.

La dirección no la conocía con exactitud, sólo sabía que estaba muy cerca del centro de la
delegación. Al llegar al lugar, sin embargo, perdí el miedo a nunca encontrar la casa pues
al inicio de la calle un enorme arco color azul me indicó que acababa de entrar a tierra
santa.

Con un marco rosa, dorado y blanco y detalles de flores y estrellas, el arco tiene en el
centro una pequeña figura del niñopa y arriba un letrero que pareciera informar al visitante
que ahí —sí, ahí— está el famoso niño de Xochimilco. A los costados hay dos figuras
cuyo estilo recuerdan claramente al pasado prehispánico de la zona. Una cruz dorada en
la parte superior finaliza el portón como alusión de que ésta es una tradición
completamente católica.

Cruzar el umbral es entrar a un Xochimilco mágico. Las casas y locales recién pintados y
las hileras de papel picado color azul y blanco trasladan a un pueblo de provincia, lejano a
la gris y enredada urbe mexicana.

Mientras caminaba me di cuenta de que la perseverancia con la que la gente busca


mantener sus tradiciones vivas provocan que esta delegación sea distinta al resto. Aquí
existe un imaginario colectivo y privado, inmutable pero en constante renovación. Similar
al fervor que gran parte del país siente por la Virgen de Guadalupe, la gente de
Xochimilco es completamente devota al niñopa.

Seguía sin saber la dirección exacta, sin embargo, noté que en varias casas fueron
pintados cuidadosamente a mano letreros en los cuales leí: «Bienvenido Niñopa» y que
en los postes estaban colgados ramos de flores azules. Di otro vistazo rápido a la calle y
advertí que dominaba ése y el color blanco.
Pensé que seguro estaría en la casa más grande; obtener la mayordomía significa tener
un hogar lo suficientemente grande como para recibir a las visitas y ofrecer misas. De una
puerta salió un hombre al que decidí por fin preguntarle dónde estaba el niñopa. Me
señaló el lugar exacto pues, como yo esperaba, la gente a varios kilómetros a la redonda
saben dónde y cuándo está. “Pero entre semana siempre sale”—agregó.

Comprendí entonces mi ingenuidad al creer que el niñopa estaría en su casa. Una figura
así de importante es requerida por muchas personas y las visitas forman parte de las
actividades que el mayordomo debe cumplir. Diariamente es trasladado a todos los
rincones de Xochimilco; sus innumerables barrios y pueblos, pero también a otras
delegaciones, como ese día que estaba en Azcapotzalco.

Por lo menos los rumores eran ciertos; los mayordomos tenían las puertas abiertas a
pesar de que el niñopa no estaba ahí. Entré sigilosa sin querer asustar a nadie y a la
espera de ser detenida como cualquiera que entra a una casa sin tocar la puerta.
Acostumbrados a las visitas los mayordomos me permitieron pasar y preguntaron qué se
me ofrecía.

—Conocer al niñopa—contesté con un rostro derrotado pues, después de dar una


inspección rápida a la casa noté que —efectivamente— no estaba a quien yo buscaba.

El lugar era amplio. Al fondo de un jardín está la entrada de la casa donde, gracias a las
ventanas de suelo a techo, advertí estaba el altar del niñopa. Rodeado de flores frescas y
cómodamente iluminado, la habitación esperaba emocionada a que el protagonista de la
escena volviera.

—Ahorita no está, entre semana sale—respondió uno de los mayordomos; una señora de
avanzada edad que estaba sentada en una banca. A lado de ella dos personas la
acompañaban, una mujer que por la similitud comprendí era su hija y un hombre mucho
más alto, robusto y joven.

Pregunté a qué hora llegaría y la señora respondió, como madre abnegada por el horario
alocado de su hijo, que siempre estaba en casa a las ocho de la noche después de sus
visitas. Al llegar se le dedica un rosario y posteriormente es llevado a su habitación
privada.

Cada que el niñopa se traslada, sea a donde sea, va acompañado de sus fervientes
seguidores los chinelos; danzantes enmascarados con sombreros y capas de colores
cuyo origen es disputado por varios estados y que es seguro no proceden de Xochimilco,
sin embargo, fueron adoptados como eternos acompañantes de las procesiones.

La llegada a las ocho de la noche probablemente iría acompañada de ellos junto a sus
músicos y uno que otro cohete. La calle cerraría para dejar pasar a una multitud seguidora
que, sumada a la gente que sale a esa hora de la estación de transporte público —a
menos de una cuadra— será bastante y, por supuesto, desordenaría el ya de por sí
caótico tráfico de la delegación.

La señora amablemente me dijo que los domingos a las diez de la mañana ofrecían una
misa con el niñopa presente. La actitud cautelosa de los otros mayordomos me transmitió
que, aunque acostumbrados a las visitas, sabían que la suya no era tarea sencilla y que
informar a alguien sobre los horarios del niñopa resulta banal comparado con las miles de
dificultades a las que deben enfrentarse.
Cuando el niñopa está en su mayordomía miles de personas acuden a verlo. Xochimilco
entero se vuelca en aquella casa para venerarlo. La figura, que milagrosamente ha sido
preservada durante los cuatro siglos que tiene de historia, debe ser cuidada con recelo
para evitar que sea dañada o destruída.

Al respecto el INAH emitió algunas recomendaciones: pocos lo pueden tocar, sólo


algunos pueden cargarlo, no puede estar expuesto directamente al sol, acercarlo al humo
o a cualquier tipo de humedad está prohibido y no se deben tomar fotos con flash.

Hay gente que le pide milagros y si son cumplidos le confeccionan sus emperifollados
vestidos. No cualquiera puede vestirlo pues representa un gran honor y, por supuesto,
orgullo entre los demás fieles. Los vestidos, de distintos colores, tamaños, estilos,
volúmenes y tocados, cambian día con día y según el clima y la ocasión.

Cada 2 de febrero, día de la candelaria, seguido por una peregrinación de tambores,


trompetas, chinelos, globos, cohetes y seguidores, el niñopa cambia de mayordomía. Esta
es una de las fiestas más grandes de Xochimilco en la que también es costumbre vestir
figuras del niño dios y, como cualquier otro mexicano, comer tamales.

Miré a la señora frente a mí y entendí que ella llevaba esperando este año desde hace
más de treinta. Lo que anteriormente fue su decisión hoy pasa a ser de sus hijos y nietos.
Ella planificó con prodigiosa cautela la mayordomía pues cree fervientemente en la
divinidad del niñopa. Su devoción trasciende el plano terrenal y llega hasta el cielo mismo.

Salí de la casa. No encontré al niñopa pero sí su presencia; en el enorme y colorido arco


de la calle, en el papel picado y en los letreros de las casas, en los que viven alrededor y
saben que aquella casa los mayordomos lo esperan en el umbral como madres
preocupadas, en la mirada piadosa de la señora, en la estrofa que leí en la fachada de la
casa al salir:

«Niño lindo, niño hermoso,


niño gallardo, niño amoroso.
A pedirle vengo, como generoso,
que esta pena que traigo,
me la vuelvas gozo,
pues tú eres mi padre
y mi Dios bondadoso.»

Regresé el domingo a la misa. La gente rebasaba los límites de la casa y llegaba hasta la
calle. Entre empujones finalmente conocí al niñopa. Es irónico como una figura tan
pequeña rija toda una delegación, ser la esfinge de una tradición mantenida desde hace
siglos y que, en vez de desaparecer, crece y se fortalece día con día. Miré a mi alrededor
y me di cuenta que el misterio no está en la imagen sino en la fe de la gente.

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