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Malos Aires Buenos Aires
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Laura de los Santos
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Libro Primero: Ellos
Seguí hacia mi trabajo por el camino que hago todos los días. La plaza es la primera de las
postas. Me gusta llamarlas así porque es como si determinaran puntos claves en mi camino.
Luego de atravesar la plaza llego a la siguiente posta que es la iglesia. En la puerta de la
iglesia siempre hay gente mendigando. Si no está la señora que da pena con su criatura, está el
anciano que muestra su bastón para que comprendamos lo injusta que fue la vida con él. Y
parece que les funciona, porque la gente siempre pasa por ahí y les tira una moneda. Treinta
metros más atrás hay un vagabundo pidiendo unas monedas, pero la gente lo ignora. Sólo a
medida que se acercan a la iglesia se vuelven más generosos, como si el magnánimo Dios
estuviera esperando en las escalinatas con su dedo avizor, listo para discriminar a las personas
en grupos de generosos y avaros. Sé generoso con tu semejante entregándole una dádiva en la
puerta de la iglesia, pero no derroches tu dinero en aquellos que no lo merecen, por no
depositar su fe en un espectro.
Por eso yo sólo le dejo mis monedas al mendigo. No seré uno más de esta multitud de
ciegos ignorantes, que sólo ven lo que les muestra una institución. Mi tarea es mucho más
noble. El mendigo sabe de quién viene plata que recibe. Él puede ver a quien admira; puede
palparlo; puede escucharlo; y puede saber que lo estará escuchando cuando le exprese sus
palabras de gratitud. Eso es lo que llamo un respeto bien merecido. Esta es mi posta preferida
en el camino. Más allá de que jamás he cruzado una palabra con él, sé que me está agradecido.
La siguiente posta es odiosa. Ese ilusionista pintado de payaso no tiene nada mejor que
hacer que molestar a las personas en los semáforos. Cada vez que lo veo me dan ganas de
comprarme un auto, para no tener que cruzarlo todos los días en mi camino hacia el trabajo.
Pero después me pongo a pensar y me doy cuenta de que si no tengo un auto es porque no
quiero, y no porque no puedo. Me gusta caminar hasta el trabajo y me molesta que este sujeto
influya en mis decisiones.
Siempre con esa carita de felicidad dibujada. Eso es lo que es. Un dibujo. Estoy seguro de
que debajo de todo ese maquillaje no hay nada más que tristeza, por más que siempre me
sonría cuando paso por su lado.
Al final me doy cuenta de que esta ciudad está llena de envidiosos. Ellos se creen que es
muy fácil. Que uno entra a las nueve a la oficina y sale a las seis con un fajo de billetes en el
bolsillo. Nadie sabe lo que pasa ahí dentro, pero tampoco quieren averiguarlo. Porque claro,
quejarse es siempre mucho más fácil que mirar un poco más allá de las simples apariencias.
Este tipo me mira raro. Siempre me mira raro. Pero, a decir verdad, no es muy diferente
de la mirada del mendigo, o del otro enmerengado de la plaza. No es fácil descubrir qué hay
detrás de sus miradas, pero tampoco me sorprende el parecido en ellas. Saben que soy un
hombre que se mueve en círculos de poder, porque yo tampoco me preocupo en esconderlo. Y
a nosotros, la gente siempre nos mira con esa mirada. Una mirada que va más allá incluso de
sus propios límites de comprensión, pero que yo, con mi experiencia, puedo arriesgar a llamar
respeto. Lo sé perfectamente porque es la misma mirada que recibo de mis empleados, a
En realidad, la empresa no es mía. Pero es casi como si lo fuera, porque el jefe no está
nunca y el que mueve los hilos ahí adentro soy yo. Él me llama por teléfono todos los días a
las cinco en punto para que le pase el parte diario. Con nadie más tiene un trato tan directo
como conmigo. Y me resulta encantador saber que también me he ganado su confianza.
La línea de llegada, luego de mis postas, es la puerta de la empresa. Después de 12 años
de trabajar aquí, no hubo un solo día en que disfrutara un momento del día más que éste. El
momento en que llego a la empresa, cruzo el hall de entrada con sus pisos, paredes y columnas
de mármol importado, saludo a Santillán, el guardia de seguridad del edificio, que siempre me
devuelve una sonrisa, y me dirijo hacia los ascensores. Siete enormes ascensores de espejos en
los que me encanta mirarme para corroborar mi presencia antes de enfrentarme con mis 172
empleados a cargo directo. Bueno, 171 en realidad. No tengo que dar explicaciones de porqué
lo eché, porque no le doy explicaciones a nadie más que a mi jefe. Pero los comentarios dicen
que se lo tenía bien merecido, y que fue una excelente decisión.
Llega uno de los ascensores. Me subo y lentamente paseo mi mano por los botones hasta
el piso 19. Cada uno de esos pisos fue una gota de sudor. Mi jefe tiene la oficina en el piso 20,
que es el último. Más arriba no se puede ir. Y en el piso 19 sólo trabajamos yo, Julieta, mi
secretaria desde hace diez de los doce años que llevo acá adentro; y Rubén y Mario, que son
mis asesores. El ambiente es muy tranquilo y la vista de mi oficina es espectacular.
Julieta es mi más fiel confidente y quien mejor me conoce. Todo lo que mis asesores
tengan que decirme, pasa siempre primero por los oídos de Julieta, quien también lee todos los
informes, antes de que lleguen a mis manos. Diez años de este excelente trabajo en equipo me
han garantizado el puesto que tengo.
Por supuesto que antes de que la información llegue a Julieta, Rubén y Mario revisan todo
y se lo filtran y ordenan según la importancia y urgencia del tema a tratar.
Hoy, por ejemplo, llega de Turín, Italia, el dueño de Valmont -mi empresa-, uno de los
ingenieros más importantes del mundo en lo que a desarrollo automotriz respecta. Jamás voy a
olvidar las palabras que mi jefe me dijo justo después de darme la noticia de que sería yo
quien lo recibiría. “Observá todos sus movimientos. Escuchá todo lo que dice, pero prestá
mucha más atención a lo que no dice. Tomá nota mental de todo lo que le veas hacer. No le
extiendas tu mano si él no lo hace primero. Y no hables, a menos que sea él quien te haga una
pregunta.”
Memoricé esas palabras en el segundo siguiente al que fueron pronunciadas. Este es un
momento clave en mi carrera. Jamás puso su empresa tan en mis manos como ahora. Por eso
ya sé lo que me espera del otro lado del ascensor. Un Rubén y un Mario ansiosos y exaltados,
con treinta papeles en sus manos, y las eternas expresiones de pánico contenido. Julieta
Ahí está. Ese sonido aterrador. Cada vez que suena ese teléfono pego un salto. No sé
cómo hace, pero siempre consigue la manera de comunicarse conmigo cuando estoy pensando
en él; o siempre estoy pensando en él y de vez en cuando me llama. Todavía no sé bien cuál es
la verdadera, pero el caso es que me asusta cada vez. Ese teléfono es el directo a mi oficina. El
único que llama por esa línea es él. Todos los demás llamados pasan antes por los oídos de
Julieta.
Seguramente quiera comentarme algunas cosas antes de que yo salga para Ezeiza. No le
gusta que lo deje sonar más de dos veces, así que no tengo más opción que atenderlo.
-Buen día, señor Da Silva.
-¿Cómo van los preparativos?
Jamás, en 10 años, me dijo “buen día”. Siempre va al grano directo, como si una
costosísima cuenta telefónica fuera a generarle problemas para llegar a fin de mes.
-Bien -le dije, tratando de que no se me notara la vibración en la voz. -Ya está todo
arreglado.
-¿Te pasó la información tu secretaria?
Me molesta que la llame „tu secretaria‟. A ella nunca la llamó por su nombre en 10 años.
Aunque rara vez me llamó a mí por el mío, así que tampoco es de extrañar. En estos
momentos es cuando más me doy cuenta de que hay un abismo entre el piso 19 y el piso 20;
un abismo insondable, como si arriba de mi oficina estuviese la terraza y muchos metros por
encima del aire, recién apareciera el piso 20. Todavía tengo muchas cosas que aprender de él.
Por cada cosa que alguna vez me molestó de sus actos, eventualmente terminé comprendiendo
las razones. Y ahora pienso que si él no llama a algunas personas por su nombre, mientras que
a otras todavía las trata de „usted‟, debe ser por algún código que escapa a mi comprensión. A
pesar de que nunca me dijo „buen día‟, hoy está poniendo la empresa entera en mis manos, al
permitirme recibir al ingeniero en lugar de hacerlo él mismo. Tengo que dejar de prestar tanta
atención a esas tonterías y tomar nota de lo que realmente importa.
-Sí, señor. Ya está todo organizado para la llegada del ingeniero Van Olders hoy y para su
llegada mañana.
-Perfecto. Nos estaremos viendo. Hasta entonces -dijo.
Y cortó.
Me quedé un instante con el tubo en la mano antes de colgarlo. Muy cierto era que no
había más que decir; sin embargo, todavía me sorprende la frialdad de su trato. Las cosas
siempre salen mejor cuando son solicitadas de buena manera. Y al final me termina quedando
la sensación de que le estoy haciendo un favor, en lugar de un trabajo en equipo.
Sonó el interno.
-¿Sí, Julieta?
-Llegó la limusina, señor.
Camino al aeropuerto, abro el maletín y veo, encima de todos los papeles, un cartel que
dice “INGENIERO VAN OLDERS”. Me parece un tanto absurdo tener que cargar con ese
cartel. A pesar de que nunca lo vi en persona, no hace falta prestar mucha atención para saber
quién es él. Más de una vez lo vi en las noticias, hablando frente a una docena de periodistas.
Y el escándalo de la Ford le otorgó cierto protagonismo; sobre todo en esas revistas que ponen
todo su interés en difamar a la gente importante. Es lógico que el chofer no conozca al
ingeniero y que lleve un cartel si va a buscarlo solo. Pero estando yo para recibirlo, me suena
un poco exagerado. Pareciera que el único propósito de ese cartel es el de subrayar la palabra
„Ingeniero‟, para que sea lo primero que él vea al llegar y sienta orgullo por sí mismo,
mientras que yo, que voy a ser quien sostenga el cartel, dé la sensación de estar repitiendo
„gracias‟ como un disco rayado. De todas formas, el cartel sí mantiene cierta distancia y hace
resaltar el respeto protocolar que se debe mostrar al ver por primera vez a la persona más
importante de la empresa. Y ahorra cualquier eventual confusión que pueda ser producto de
los nervios y la emoción. El jefe sabe lo que hace, y es mejor hacer lo que él dice primero y
cuestionarlo después, cuando esté en mi casa, solo.
Mirar el resto de los papeles dentro del maletín me ayuda a distraerme, y a pensar por un
rato en algo que no sea la llegada del ingeniero. Julieta me deja notitas “post it” pegadas la
comienzo de cada juego de papeles, con comentarios sobre lo que dicen. También me deja una
hoja donde resume la información, detallando las cosas más importantes y las consecuencias
inmediatas de dichas cosas para la empresa. Es una mujer muy eficiente y me siento muy a
gusto de tenerla trabajando para mí; sobre todo porque tiene el potencial suficiente para
trabajar de cualquier otra cosa, pero siempre se mantiene un paso abajo mío, diciendo que le
gusta más trabajar para mí que para cualquier otro. En esta empresa no le va mal y tiene todas
las comodidades necesarias para moverse libremente. Siempre que me consultó por algún
cambio en la rutina, o me sugirió modificar cosas, fueron para aprovechar más los tiempos y
distribuir mejor los espacios.
Llegué al aeropuerto y no pude creer lo que vieron mis ojos. Tenía aún la inocente
esperanza de que toda esa multitud de periodistas y camarógrafos hubieran ido a Ezeiza por
algún motivo que nada tuviera que ver con mi empresa. Pero me pisotearon la esperanza
cuando se lanzaron hacia el auto como si estuvieran largando una maratón.
Lo primero que pensé fue que la limusina había sido una pésima idea; que tal vez lo mejor
hubiese sido un auto sencillo, que pasara desapercibido. Por no querer dejar mal parada a la
empresa, terminé cometiendo un error terrible. Tampoco pensé que el artículo iba a tener tanta
importancia. Rubén, Mario y Julieta son unos malditos imbéciles. No tienen la menor idea de
lo que es asesorar a una persona con un grado de importancia tan alto como el mío. ¡Inútiles!
¡Inservibles! ¡¿Con qué cara le explico todo esto al jefe?!
El chofer se detuvo delante de la puerta de arribos.
-¡Continúe la marcha, por Dios Santo! ¡No se detenga! -le grité.
-Pero es que por aquí va a salir el ingeniero -me contestó sin comprender lo que estaba
pasando.
-¡Eso ya lo sé! ¡¿O por qué cree que está toda esa gente ahí parada?!
“Pensar... Pensar... Pensar... Tengo que pensar. Ya pasé por situaciones como estas
muchas otras veces”, me dije. No entiendo por qué siempre me agarran estos ataques de
pánico. Cada vez que me pasa esto reacciono de la misma manera, sólo para descubrir al final
que hay una manera posible de solucionarlo. No sé cuál es esa manera ahora, pero está. Sé que
está. Julieta viene para acá y voy a tener que decirle algo. ¿Qué le digo? Todo parece una
excusa. No quiero hablar. Siento que me va a mirar con esa cara de incredulidad sin importar
lo que le diga, como si dictase su sentencia por adelantado, y ya nada pudiese hacerle cambiar
de opinión. Pero, ¿por qué tengo que darle explicaciones a ella? ¿Quién es? ¡¿Quién se cree
que es para venir a juzgarme a mí?! Ahora, después de todos estos años que compartimos,
después de todo lo que hice por ella. ¡¿Así me lo agradece?! Ahí viene. Ahora va a ver lo que
le espera.
Sonó mi celular y quedé paralizado. Veía a Julieta acercarse a lo lejos con los brazos
colgando a los costados, así que no era ella quien llamaba. No quise creer lo obvio, pero no
podía dejar de atender. Sin mirar el teléfono me lo llevé a la oreja al tiempo que apretaba la
traicionera tecla “send”.
-Buenas tardes... señor Da Silva. -dije con el poco aire que pasaba a través del nudo de mi
garganta.
-¿Qué pasó?
-El... ingeniero... nunca llegó...
Había una eternidad entre cada palabra.
-Eso ya lo sé. Me llamó desde Italia.
-¿Qu... é le d... ijo? -pregunté con espanto, sin querer realmente escuchar la respuesta.
“¿Qué?”, escuché decir a alguien. Y me pregunté porqué me habían vibrado las cuerdas
vocales al escuchar eso. Entonces me di cuenta de que el sonido había salido de adentro mío.
Pero no podía reaccionar. Vi a Julieta levantar la mano y al mozo acercarse.
-Tráigale un vaso de agua -dijo Julieta.
El mozo asintió y se dio vuelta como para irse.
-No, espere -se arrepintió Julieta. Me miró y luego dijo -Mejor tráigale un whisky doble.
Sin hielo.
El mozo se la quedó mirando asombrado por el repentino cambio de parecer. Miró a
alguien que debí haber sido yo, se encogió de hombros y se fue.
-Tómese esto, rápido -dijo Julieta de pronto.
Y yo no sabía a qué se refería hasta que vi el vaso sobre la mesa. Me pregunté para qué
me había pedido ella un whisky si ya tenía uno sobre mi mesa. El tiempo... que pasó... se
elipsó. Y se seguía elipsando a cada instante. De pronto Julieta estaba parada, luego sentada,
luego tomaba un café, luego éste desaparecía de la mesa como por arte de magia.
-Enseguida se va a sentir mejor -dijo Julieta.
Pero yo no tenía conciencia de estar mal. No tenía conciencia de nada.
Pero me empecé a sentir mejor y me pregunté si esta mujer se habría equivocado alguna
vez en su vida. El whisky había sido un cachetazo. Y arriba de la limusina empecé a recobrar
el sentido del tiempo y del espacio. Quería sentirme miserable, pero no tenía la fuerza
suficiente para despreciarme. En mi cabeza empezaron a rondar las primeras preguntas obvias.
Las más evidentes. ¿Por qué Da Silva había esperado hasta ahora para decirme que Van
Olders no había viajado? Venía desde Italia. Si no viajó, ayer ya tendría que habérmelo
comunicado. ¿Por qué dejó que siguiera con lo planeado hasta último momento? ¿Me estaría
probando? Todo daba vueltas en mi cabeza. Y lo peor de todo es que jamás iba a tener
respuesta para esas preguntas. Si realmente era una prueba, no podía mencionarlas. Lo único
que no necesitaba ahora era que encima el jefe se enterara de que lo estaba juzgando por sus
decisiones. Miré por la ventanilla y observé cómo el chofer pagaba para salir de Ezeiza. Ya no
quería pensar. Escuché que Julieta me decía que mandaría a alguien a buscar el otro auto.
¿Qué… demonios… me importaba… eso ahora…? Yo… la autopista… luces…
Llegamos a la puerta de Valmont Southern. Cuando bajé, sentí que la luz me cegaba, y me
sentí un idiota por ser tan sensible. Y me sentí pequeño. Terriblemente pequeño. Conduje mi
mirada hacia arriba por la pared del edificio y no conseguí encontrar un solo hecho que
hubiera justificado mi ascenso a lo largo de los doce años que habían pasado.
“Es una crisis”, pensé, “tal vez la peor de mi vida. Todo va a pasar”. A medida que
caminaba hacia la entrada del edificio recordé la satisfacción que sentía cada día al llegar.
Pensé que jamás volvería a sentir semejante dicha. Julieta caminaba a mi lado sin hacer
preguntas, sin juzgar. Cuando me detuve a mirar hacia arriba se detuvo conmigo como si fuera
lo más natural del mundo, como si de pronto resultara extraño y absurdo no hacerlo.
Entramos al ascensor y miré los números sin poder tocarlos. Julieta presionó el 19 y
cuando nos empezamos a mover sentí que cada círculo del tablero que se iluminaba agregaba
un poco de presión sobre mis hombros.
El piso 19 estaba vacío. Rubén y Mario ya se habían ido. Las luces estaban apagadas y
Julieta sólo fue prendiendo las necesarias para iluminar el pasillo hasta mi oficina. Abrió la
puerta y me dejó entrar primero.
-¿Quiere que lo deje solo? -preguntó.
-No digas estupideces, ¿querés? -le contesté con brusquedad.
Pero ella pareció no inmutarse, como si mis palabras fueran dirigidas no a ella sino a
alguien parado detrás suyo.
Tiré el maletín sobre el sofá y caminé hacia la silla con el esfuerzo de Cristo por el Vía
Crucis. Me senté. Junté el poco valor que me quedaba y miré a Julieta. Ella se había quedado
de pie, con la misma expresión en su rostro que la primera vez que la vi.
-¿Estamos perdidos? -dije.
No había querido que sonara como una pregunta; no valía la pena mentirme y ya no me
quedaban esperanzas. Julieta se quedó en silencio un instante, todavía sin comprender si mi
comentario requería una respuesta. Suspiré y bajé la mirada hacia el escritorio. Sobre él estaba
todavía el artículo de la revista Al Volante, y cada una de las letras que componían la frase
„VALMONT SOUTHERN PONE FRENO DE MANO‟ se reía de mí descaradamente. Agarré
el recorte, lo arrugué y lo tiré con violencia al tacho.
-Me gustaría que por una vez cerraran la boca esos malditos -dije, sin violencia y sin
énfasis.
-¡Eso es! -dijo Julieta. -¡Qué gran idea, jefe!
Miré a Julieta extrañado. Su cara se había transformado.
-¿Yo? ¿Qué idea? -pregunté aburrido.
Sacó de su cartera la libretita donde siempre tomaba notas y la recorrió de adelante para
atrás como buscando algo, hasta que se detuvo.
Esa noche dormí profundamente; todo mi pesar se había extinguido. Pero nunca imaginé
lo que iba a ocurrir al siguiente día.
Me despertó el teléfono a las 7:30 de la mañana. Era Julieta. Levanté el auricular y cuando
me lo llevé a la oreja, no me dio tiempo para decirle nada.
-Prenda el televisor, en canal 13 -me dijo.
No terminé de definir el tono de su voz, así que no sabía si eran buenas o malas noticias.
Busqué el control remoto entre las sábanas con una actitud perezosa. Todavía estaba
sorprendido de lo profundo que me había dormido. Encontré el aparato y prendí la tele. La
Nos subimos al auto de Da Silva y salió arando del garaje. Tenía un estado de excitación
que jamás le conocí. Hablaba con voz fuerte, gesticulando, y pasándole fino a los peatones.
Van Olders estaba inmutable. Escuchaba atentamente todo lo que mi jefe decía y cada tanto
musitaba “sí”, o “ahá”.
-¡Y qué sorpresa se habrá llevado el careta ese cuando se despertó con los flashes dándole
en la jeta! –decía Da Silva. -¡Qué vuelta de rosca! ¡Cómo me gustan los medios! ¡Una
verdadera obra maestra, Guillermo!
Era la primera vez que el jefe me llamaba por mi nombre. Hace casi dos años que yo pasé
a ser el gerente general de la empresa y nos mudamos al piso 19. En todo ese lapso de tiempo,
debo haber escuchado mi propio apellido un par de veces. Y mi nombre, nunca. Sólo ahora, al
oírlo, era realmente conciente del tiempo que había pasado. Ni siquiera recordaba quién lo dijo
por última vez; incluso fuera del trabajo. Creo que fue mi madre. No lo sé.
En fin... no era momento para pensar en esos detalles. Aquí estaba ahora, cumpliendo el
sueño de todo gerente. Paseando en una belleza, siendo admirado por todos los transeúntes. Al
observarlos desde esta perspectiva pude comprender que mis esfuerzos no habían sido en
vano. Todas mis frustraciones y dudas estaban ahora lejanas, guardadas en algún cajón.
Recordé el acontecimiento de Dalmasso y me reí de la ironía del destino. Ahora las palabras
de satisfacción provenían de los labios de mi jefe y me llenaban de dicha. Ahora sentía que
estaba confiando en mí. Mi nombre... pronunció mi nombre; y hasta hace cinco minutos atrás
no sabía de hecho si él lo conocía. Y lo pronunció como si lo dijera todo el tiempo. El gran
paso estaba ahí, esperando ansiosamente para ser dado. Y aquí me encontraba, entre dos
grandes, sintiendo que tenía toda mi vida por delante.
Da Silva clavó los frenos y casi pasamos a ser tres los sentados en la parte delantera del
auto. Apenas si llegué a colocar mi mano en el respaldo del asiento de Van Olders, y
enseguida una fuerza me impulsó nuevamente hacia atrás. Los tres quedamos bastante
sorprendidos. El ingeniero y yo nos quedamos callados. El jefe bajó la ventanilla y le vociferó
algunos insultos al que se puso a hacer malabares delante del auto; no lo arrollamos de
casualidad. Luego subió otra vez el vidrio y dijo:
-Me tienen harto. No tienen nada mejor que hacer que estorbar el camino. Si no es uno
que te pasa un limpiavidrios mugriento, son estos imberbes que se piensan que somos todos un
populacho de circo. Y encima si no les das una moneda te escupen el vidrio. Y si lo piso, lo
tengo que pagar por nuevo. -Hizo una pausa y luego concluyó: -Insolentes.
La recepcionista que nos acompañó hasta la mesa portaba una elegancia que sembraba
rosas. Tenía la mirada fascinada de quien está convencido de que no hay mejor manera de
vivir que estar al servicio de los ricos.
Nos acomodó en un box con vista al río. Nos sonrió y, cuando se dio vuelta para irse, se
quedó con la vista clavada en mi jefe por una milésima de segundo que alcancé a percibir,
pero que Van Olders pareció ignorar. “Por suerte”, pensé yo. Pero Da Silva la siguió con una
Perfecto hubiese sido que el chef se llamara José. Lamentablemente no era José. El
hombre que se acercó tampoco fue el chef, y hasta puedo llegar a arriesgar que su nombre no
era José. Pero se convirtió en José cuando levantó su mirada por encima del hombro del
asustado comís, que casi había ido a llorarle su renuncia, y vio una gran propina en potencia.
Se acercó convencido de su nuevo nombre, dispuesto a ofrecernos la especialidad de la noche
en cualquier idioma que se nos antojara pedirle. Me miró y nos entendimos enseguida. Él
estaba perfectamente acostumbrado a este tipo de situaciones. Sabía cómo hacer quedar bien a
Dos noches seguidas de encantador sueño ligero y reparador es mucho más de lo que
puede esperar una persona, y que el gerente general de una empresa de la magnitud de
Valmont Southern ni siquiera puede imaginar. Sin embargo, me tocaron a mí.
Recordé la experiencia del día anterior, casi sospechando que había sido un sueño. “Fue
real”, me convencí orgulloso. Sonreí mientras me adelantaba al día de hoy. Me encanta hacer
eso. Imagino cómo va a ser mi día, las conversaciones que voy a tener con mis empleados, las
expresiones de admiración y respeto de todos ellos al escucharme. Creo que voy a tener que
conseguirles un tranquilizante a mis asesores porque seguramente hoy van a estar más
ansiosos que nunca.
Salí a la calle y me sentí levitar. Comencé a caminar hacia el trabajo y vi que en la calle
justo enfrente de m casa había una marca de llanta sobre el asfalto. “Cómo le gusta hacer ruido
a este jefe”, pensé, mientras caminaba por encima de la huella, sintiendo todavía mi espalda
presionando contra el cuero del Rolls Royce, debido a la velocidad.
Tal vez pudiera acceder yo también a tener un auto como ese; después de todo sí trabajo
en una empresa que se dedica a la compra/venta de vehículos. Lo único que tengo que hacer es
convencerlo a Da Silva de que la imagen es todo y que no puedo andar caminando por la calle
teniendo la posibilidad de lucir nuestros mejores autos. Y no estaría equivocado. Sin embargo,
me gusta esta sensación del asfalto bajo mis pies. Hay que conocer el terreno para saber qué
tipo de llanta necesita cada auto, y cuál es el modelo más indicado para cada persona. Esto es
lo que siempre le digo a mis empleados; sobre todo a los que trabajan en el departamento de
marketing. Todo el tiempo les recomiendo que se tomen un rato de cada día para caminar por
los distintos terrenos, y que imaginen que son un auto, y que sus pies ruedan, comulgando con
el suelo al que la gravedad los une. De hecho ese fue el slogan de una campaña hace algunos
años atrás. No recuerdo bien si la idea fue mía o de Julieta. Creo que fue mía. Sí. Por lo menos
las notas de los distintos diarios decían que sí.
Al llegar a la plaza vi que en el mismo banco de la otra vez, un hombre estaba sentado con
una niña. En un principio me pareció que eran padre e hija, pero al mirar un poco más
detenidamente, era como si ella estuviese regañándolo. La pequeña estaba apoyada de costado
contra el respaldo del banco con un brazo por encima de éste, mientras que el otro caía al
costado y se apoyaba sobre la pierna que colgaba sobre la otra doblada. Su pierna se
balanceaba porque no llegaba a tocar el suelo. Por su parte, el hombre estaba encorvado, con
las manos colocadas debajo de sus piernas, como si lo hubiesen descubierto robando un
caramelo. Miraba al suelo mientras la nena le hablaba. “¡Qué momento!”, pensé de pronto.
Cualquiera que pasara por delante de ellos se reiría en la cara del sujeto. De hecho yo miré
Cuando Van Olders estuvo en Buenos Aires la vez anterior a esta, recuerdo que yo estaba
trabajando en el piso 8. Venía ascendiendo en la empresa como helio en el aire. Ya tenía
varios empleados a cargo y trataba de quedar bien con todos ellos. Para entonces, Da Silva era
como un prócer; esa figura que todos saben que existe pero que nadie conoce. Y Van Olders...
Me resultó más fácil de lo que pensé disimular mi ansiedad delante de Rubén y de Mario.
Es cierto que ellos siempre están ansiosos, así que es más fácil pasar desapercibido. Creo que
es por eso que delante de Julieta me cuesta disimular más. Ella vive en un eterno estado de
serenidad. Y sin embargo, aunque me conoce tal como soy y jamás ha dicho o hecho nada al
respecto, me cuesta bajar la guardia; y al final me doy cuenta de que doy demasiadas vueltas
para mostrarle algo que vio desde el comienzo en mi mirada. En esos momentos me doy
cuenta de lo mucho que disfruto su compañía. Siento que puedo ayudarla en muchos aspectos
que todavía veo que anda un poco floja.
No la miro demasiado a los ojos. Sólo un par de gestos para que comprenda que sé que
está presente en la oficina, aunque Mario y Rubén la opaquen con sus mil palabras. Ella me
mira más. Siempre me mira más. Todo el tiempo me mira. Incluso cuando los otros dos le
hablan directamente, les contesta mirándome, como si esperara mi aprobación a todo lo que
dice.
Sólo cuando vi la puerta cerrarse detrás de los dos hombres y quedamos solos ella y yo,
me relajé un poco y le revelé algo de mi emoción debido a los recientes acontecimientos. Tal
vez era este un buen momento para darle algunas instrucciones, para que comprenda un poco
mejor el manejo de los grandes empresarios.
-Todo marcha estupendamente -le dije, mientras me levantaba de mi asiento y me
acercaba al ventanal.
No la miré directamente pero vi de reojo que ya sacaba su libretita y se ponía a anotar
cosas. Levanté un poco la vista y fruncí el ceño.
-¿Qué es lo que escribís siempre ahí? -le pregunté.
Recién entonces se dio cuenta de que la estaba mirando. Levantó la vista y me miró por
un instante. Luego se encogió de hombros y con total naturalidad me dijo:
-¿Acá? Cosas...
Noté que la respuesta fue bastante evasiva. Si había algo que era evidente era que escribía
„cosas‟. Pero no dijo nada más y no quise seguir indagando. Simplemente asentí con la cabeza
y miré hacia la ventana.
Escuché que alguien golpeaba la puerta. Me di vuelta instintivamente, pero no hablé.
Julieta se acercó a la puerta y abrió. Del otro lado apareció Da Silva, que no había pisado mi
alfombra más que dos veces en dos años. Julieta dio un paso atrás para dejarlo entrar y vi
cómo de reojo le miraba los pechos. Ni siquiera llevaba un escote prominente; tenía una
camisa, como siempre, abotonada hasta la clavícula. Pero se ve que a Da Silva le pareció más
que suficiente para dedicarle una mirada. Yo no sabía bien si se había vuelto un libidinoso de
golpe, o si era esa su manera de esconder la excitación de estar cara a cara con Van Olders, o
qué. Lo que sí me pareció extraño fue ese segundo de más que duró el intercambio de miradas
entre él y Julieta. Se sonrieron en silencio.
-¿Café? -dijo Julieta.
Y nos volvió a la realidad a los dos.
Esa noche, sin embargo, me quedé un rato mirando al techo, tratando de establecer una
relación entre las tres situaciones que habían logrado descolocarme. Pensé en la pareja de la
plaza que vi la primera vez, luego en lo que supongo que debe haber sido un matrimonio con
una nena y después en el padre con la que podría ser su hija adolescente. No pude establecer
un punto de contacto entre ellos aparte del hecho de que en todos los casos, la persona que
agradecía estaba llorando.
Al final pensé que no eran más que situaciones azarosas que me tocó vivir ahora, como
tantas otras veces me tocó atravesar otras. No merecían que les siguiera dedicando mi
atención. Así que agarré el control remoto y prendí la tele para despejarme un poco.
Van Olders decidió hacer un viaje a Rafaela, en Santa Fe. Todo el mundo que está en este
negocio sabe que esa ciudad es una de las que más autos mueven en el país. Así que se subió a
su jet privado y se las tomó. Por suerte no le pidió a Da Silva que lo acompañe, porque me
hubiera retorcido sólo de pensar que él pasaba tantos días con el dueño de la empresa mientras
yo me quedaba acá, con todas las pelotitas en el aire como el ilusionista del semáforo. Pero,
ahora que lo pienso, no sé qué es peor; si eso o que esté merodeando por el edificio todo el día.
El edificio en el que vivo tiene portero las 24 horas. No hace mucho que vivo acá. Antes
vivía en Villa Urquiza, así que para llegar a la oficina tenía que tomarme el subte y luego
caminar unas cuantas cuadras. Pero el directorio llegó a la conclusión de que el gerente
general de la empresa no podía seguir viviendo en la casa de sus padres, a una hora del trabajo,
si no iba a querer un auto o un chofer designado. Ellos consideraron pertinente asignarme un
departamento y la verdad que no me negué porque es cierto que me queda mucho más
cómodo. Además el lugar resulta ser demasiado lindo como para rechazarlo. En este edificio
también viven tres miembros del directorio. Yo no tenía idea de que en Buenos Aires existían
lugares así; fue todo un hallazgo. La empresa también se encargó de la mudanza y cuando
quise darme cuenta ya estaba instalado.
Sólo con cruzar la puerta de entrada a mi casa ya se puede ver todo lo que hay en el
interior. Eso es lo que me gusta de este tipo de construcciones de estilo loft. Parece que los
espacios son más amplios que lo normal. Aunque no es que sea realmente necesario en este
particular lugar. Entre los dos pisos, este departamento tiene cubierta una superficie de casi
200 metros cuadrados, lo que significa que podría vivir cómoda una familia de más de 6
integrantes con perro y todo. Para mí, que vivo solo, a veces parece demasiado grande. Pero
no me puedo quejar. Es cierto que soy una de las personas más importantes de la empresa y es
de esperar que viva en un lugar como este. Desde la ventana que da al balcón se puede ver
todo el teatro Colón y la plaza que está al costado. También puedo ver casi todo el camino que
hago para ir al trabajo. Sin darme cuenta, lo recorrí mentalmente, acordándome de las postas,
como me gusta llamarlas. Me puse a pensar en el mendigo que siempre se sienta cerca de la
iglesia y al que me gusta brindarle mi generosidad. Muchas veces lo relaciono con los
cartoneros y me doy cuenta de que probablemente él haga mucho más dinero extendiendo su
mano para pedir limosnas que los otros que se la pasan caminando la ciudad toda la noche
discriminando basura. Sin embargo creo que el cartonero cuenta con un grado de dignidad
mucho más elevado que el mendigo. Al menos él está haciendo algo productivo con su vida.
Es cierto que yo, al dejarle dinero al mendigo, no lo estoy ayudando a que se levante y cambie
A la mañana siguiente me levanté como cualquier otro día de mi vida. En algún lugar de
mi mente sabía que era sábado y que, por lo tanto, no tenía que ir a la oficina. Sin embargo, en
algunas actividades diarias, la rutina se apoderó de mi vida y, casi sin darme cuenta, me
encontré saliendo de la ducha, listo para afeitarme. Delante del espejo no pude evitar hacer un
repaso de las cosas que ocurren diariamente en la empresa. Ya me ponía a pensar en lo que
tenía que hacer la semana que viene, día por día, para no olvidarme de ningún detalle. Por
supuesto que con las presencias de Rubén y de Mario, es imposible que algo que tiene que
suceder no suceda, aunque me gustaría poder decir que tampoco ocurre lo que no tiene que
ocurrir, pero eso sería un milagro cada día. Siempre ocurre algo inesperado que escapa a las
manos de todos los que trabajamos ahí adentro. Julieta es la que más dominio tiene en este
campo, pero igual algo ocurre; algo siempre aparece que no estaba anotado en ninguna
agenda. Aunque, ahora que lo pienso, tendría que leer la libretita esa en la que Julieta anota
todo. Estoy seguro de que fue víctima de algún conjuro inexplicable y ahora no tiene más
remedio que predecir el futuro a gusto y piacere de su dueña.
Se supone que el fin de semana sirve para descansar, para despejarse del trabajo y
dedicarse a hacer otras cosas que uno no tiene oportunidad de hacer durante la semana. A mí
me cuesta mucho desenchufarme igual. No imagino una vida fuera de esta empresa y me da la
sensación de que el más mínimo suspiro que se me ocurra hacer va a derrumbar el edificio
entero. Cuando uno tiene la cantidad de responsabilidades que yo tengo no puede darse el lujo
de descansar. Ni siquiera consigo frenar del todo en las vacaciones, con lo cual, pensar que el
fin de semana puede estar dedicado a alguna actividad diferente es algo con lo que dejé de
soñar hace algún tiempo ya. Siempre hay trabajo atrasado. Siempre hay algo que hacer.
Al salir a la calle y ver la hermosa limusina que nos estaba esperando me acordé
inmediatamente del episodio del aeropuerto y de las palabras de Da Silva. „Que no planeó este
viaje para ser la sensación de los diarios‟ había dicho entonces por el teléfono. Al ver este
tremendo coche me pareció que quizás a Van Olders no le molestaba tanto ser la sensación de
los diarios. De hecho había algunos fotógrafos faranduleros haciendo fotos y esperando a que
Van Olders saliera del edificio. Íbamos a salir en las revistas; no había duda de eso. Pero él
bien podría haber venido en un auto mucho menos ostentoso y sin embargo no lo hizo. Y mis
sospechas se terminaron de confirmar cuando, al ver a los fotógrafos, en lugar de esconderse,
Van Olders los saludó abiertamente. Yo me sentí como el caniche con el collar de diamantes
que acompaña siempre a las ricachonas de la farándula. Pero no podía demostrar mi pavor.
Probablemente no iba a poder escondérselo a Van Olders, pero las fotos no podían saberlo.
Así que también sonreí a las cámaras, aunque me zambullí adentro de la limusina bastante más
rápido que mi acompañante.
El poco tiempo que estuve solo adentro de la limusina me bastó para hacerme, al menos,
unas preguntas. ¿Qué había pasado realmente con el viaje de Van Olders? ¿Sería cierto que
había retrasado su viaje un día por el escándalo de los medios o había ocurrido algo
completamente ajeno a nosotros y Da Silva aprovechó el momento para hacerme sentir un
microbio? Tenía que saberlo. No se lo iba a preguntar directamente, pero tenía al menos unas
cuantas horas para averiguarlo. Unas horas que pasaríamos solos Van Olders y yo. Un sueño
hecho realidad. Algo que jamás hubiera osado imaginar. Lo imposible convertido no sólo en
probable, sino en un hecho que ahora los fotógrafos estaban confirmando. Da Silva es un
insolente, una persona cuyos códigos se extienden a la categoría de „lo único que me importa
es mi propio pescuezo‟, un ser que haría cualquier cosa por salvarse, sin importar a cuántos
haya que pisar para lograrlo. Pero, ¿sería capaz de poner en boca de Van Olders palabras que
quizás él nunca mencionó? Sería algo demasiado arriesgado pero, ¿quién podría confirmarlo?
No creo que los hechos de hoy hayan entrado en sus planes. ¿Cuántas serían realmente las
posibilidades de que yo compartiera tanto tiempo a solas con Van Olders? Esta era mi
oportunidad. No de hacer algo en contra de Da Silva, ni serrucharle el piso, ni mucho menos.
Simplemente sería una oportunidad de ver hasta dónde es capaz de llegar este hombre
patético, y hasta dónde hago bien en temerle.
Van Olders entró en la limusina acompañado de toda su tranquilidad. Los fotógrafos no le
incomodaban para nada. Tenía una dignidad intachable y, aunque Dalmasso trató incontables
veces de molestarlo con algún chimento, nunca logró confirmar nada ni convencer al público
con sus nefastas palabras. Así que aquí estábamos los dos, sentados cómodamente en este lujo
de coche, listos para compartir un día juntos. Qué increíble. Qué maravilloso acontecimiento.
La importancia que tiene un momento como este en mi vida es tan grande que me cuesta
trabajo esconder mi alegría a los ojos de este dios que me acompaña; aunque probablemente
ya se haya dado cuenta, claro. Por supuesto que nada tiene que ver con un aumento de sueldo,
Salir de capital, desde el obelisco, hacia el Tigre, en un día de semana, a esta hora -
alrededor de las 10 de la mañana- puede tomar al menos una hora, teniendo en cuenta el
tráfico general, más el trayecto por la panamericana. Pero un sábado a la mañana,
considerando que el microcentro se encuentra prácticamente desierto, salir de la ciudad nos
tomó no más de 15 minutos. Agarramos 9 de Julio, empalmamos con la autopista y, cuando
nos quisimos acordar, ya estábamos doblando por General Paz. Desde ahí fueron otros 15
minutos hasta la bifurcación hacia el Tigre y en menos de 5 minutos, estábamos llegando al
puerto de frutos. Así que no hablamos demasiado durante el viaje, porque llegamos más rápido
de lo que pensamos. Pero no importaba, total teníamos el resto del día para pasear juntos.
Pensé que quizás, durante el almuerzo, iba a poder averiguar por qué se retrasó su vuelo a
Buenos Aires.
Si uno tiene ganas de visitar el Tigre, lo mejor es hacerlo un viernes, ya que los fines de
semana se llena de turistas. Pero, si las circunstancias se dan como las nuestras, la mejor
recomendación es llegar temprano. Encontrar un lugar para estacionar después de las 12 del
mediodía es imposible. No que sea realmente un problema para nosotros, considerando que
venimos en limusina con chofer, pero a la hora del almuerzo es intransitable este lugar, por lo
que siempre conviene llegar temprano.
Le indiqué el recorrido al chofer hasta el fondo del camino. Afortunadamente, el Tigre sí
es un lugar que visito a menudo. „A menudo‟, en mi caso, significa dos o tres veces al año,
pero es mucho más que lo que puedo decir de otros lugares. El río siempre me atrajo y es una
excelente manera de despejarse un poco. No sé si Van Olders estará al tanto de mis
conocimientos, pero por alguna razón, me da la sensación de que nada se le escapa, y que
siempre elige la mejor opción para cada cosa que necesita.
Me gustaría haber podido decir que el resto del día fue tan excitante como suponía que iba
a ser esta mañana, pero no fue así. Da Silva no se despegó de Van Olders en todo el día. Ni
siquiera se levantó para ir al baño durante el almuerzo. Yo estaba listo para volver a capital
desde el momento en que el entrometido se apareció en el Tigre, pero como Van Olders estaba
disfrutando tanto, no me animé a preguntarle cuánto tiempo más estaríamos ahí. Al final nos
quedamos como hasta las 5 de la tarde, momento para el cual, el dueño de la empresa ya
estaba convencido de que no había nada más que quisiera comprar. La verdad es que no sé si
quedaba algo, ya que me dio la sensación de que se llevó al menos un modelo de cada cosa
que vendían. Como quien no quiere la cosa, a través de un par de llamados telefónicos, arregló
para que le lleven todo a Retiro para mandar por barco una parte a Italia y otra por avión a su
-Qué tenga buen viaje de regreso -le dije, mientras me bajaba del auto.
Pero de pronto se me ocurrió. No tenía más tiempo. Era ahora o nunca. Tenía que decirlo.
-Siento mucho lo que sucedió con su viaje de ida -arriesgo. -No volverá a ocurrir.
Y su cara lo dijo todo. No necesitó pronunciar palabra. Por una vez lo agarré
desprevenido y pude ver su desconcierto. Lo que preguntó a continuación era lo que yo quería
oír, y lo que Da Silva más hubiera temido si hubiese estado aquí ahora.
-¿Qué quieres decir?
O sea que no sabía. O sea que yo tenía razón. O sea que Da Silva había inventado todo. O
sea que acabo de quedar como un boludo delante de Van Olders. Pero no me importa. Tenía
que arriesgarme. Puse mi mejor cara de obviedad y dije:
-Lo que ocurrió con la revista Al Volante… ¿cómo intentaron difamarlo…?
A propósito lo hice sonar como una pregunta. Quería significar que había sido algo obvio
y que se suponía que él estaba al tanto de todo. No tuve que leerle la mente para saber qué
estaba pensando. Incluso puedo decir el orden en que fueron surgiendo sus recuerdos. Pensó
en el viaje, en la llegada a Argentina, luego en Dalmasso y, finalmente, en Da Silva. La
expresión en su rostro se iba transformando rápidamente y se detuvo en „resignación‟ cuando
llegó a mi jefe. No iba a poder desmentir lo que yo le estaba diciendo porque haría quedar mal
al presidente de la compañía, quien además, no había que olvidar que era el cuñado de su
propio hijo; pero como su rostro dijo todo lo que yo necesitaba saber, sonrió y dijo:
-Sí… no ha sido la primera vez, ¿verdad? Esperemos que le haya servido de lección.
Yo sonreí, mientras afirmaba con mi cabeza. No supe bien si esa última oración había
sido para Dalmasso o para Da Silva, considerando que Van Olders sabía perfectamente por
qué yo le había pedido disculpas hace un instante. Me miró con la misma expresión con que lo
hizo el otro día en el restaurant, cuando sabía que yo estaba haciendo uso de mi ingenio para
lidiar con el hecho de que no tenía idea qué recomendarle para comer. Se notaba que esta
situación también lo estaba divirtiendo, aunque también sabía yo que no podía pretender que
él desacreditara a Da Silva. Así que me conformé con saber que Da Silva había inventado todo
para quedar él bien parado frente a Van Olders, mientras me hacía quedar a mí como un lego,
incapaz de llevar adelante una empresa tan importante como Valmont. Realmente hubiera
deseado pedirle las disculpas a Van Olders durante el almuerzo, pero sé que lo hubiese
incomodado a él más que a Da Silva, si eso fuera siquiera posible, y que lo que quedaba del
día no hubiera sido todo lo agradable que terminó siendo para el dueño de la empresa.
Aún no termino de comprender por qué Da Silva hace todas estas cosas. No puedo creer
que, estando en la posición en la que está, piense que yo puedo ser una amenaza para él. Tal
vez sea por esos negocios turbios en los que intentó meterme y que siempre rechacé. O quizás
crea que si yo llegué remando hasta donde lo hice, puedo seguir remando un poco más. Él
Esa noche me quedé despierto un buen rato mirando el techo, mientras sonaba de fondo
Bill Evans, que, de ahora en adelante, me haría recordar a Van Olders. Y el hecho de que haya
sonreído delante del cuadro del living le aumentó radicalmente el valor, como si no fuera una
pintura, sino una fotografía de él autografiada.
Recordé cada minuto del día que pasamos juntos, desde la sorpresa que me llevé a la
mañana cuando me tocó el timbre, la limusina de ida, el funesto encuentro con Da Silva, las
compras compulsivas de Van Olders y el viaje de vuelta, donde pude comprobar una más de
mis tantas sospechas con respecto a las actitudes de mi jefe. Ahora que estoy más tranquilo y
puedo hacer una evaluación más generalizada de los acontecimientos, pienso que fue un gran
día. Y sé que, más allá de lo que Da Silva haga de ahora en adelante, no tengo necesidad de
perder la calma.
Pienso también en las fotos que nos sacaron antes de salir para el Tigre y no puedo evitar
sonreír, porque ahí todavía estábamos solos, y, como no vi que nos hayan seguido, o que
estuvieran presentes durante el día, no hay manera de que Da Silva aparezca en esas fotos. Es
la primera vez que me alegra que Dalmasso busque siempre la manera de meter púa. Es más
que obvio que algo va a decir respecto del hecho de que Van Olders estuviera conmigo y no
con Da Silva. Y por más gente que tenga metida en el bolsillo mi jefe, Dalmasso lo detesta a él
tanto como cada uno de nosotros desea que esa revista deje de existir; y no va a poder ir a
chantajearlo para que pegue su estúpida cara al lado de Van Olders con el Photoshop.
Mañana, lamentablemente, es domingo. Me hubiera gustado que fuera un día hábil para
ver las expresiones en los rostros de Mario y de Rubén cuando la tinta de las revistas todavía
esté fresca. Voy a tener que aguardar hasta el lunes, pero igual ya los veo esperándome del
otro lado del ascensor, listos para admirar cada una de mis facciones.
Cuando abrí los ojos, la luz ya estaba entrando a chorros por la ventana. Caí en la cuenta
de que debían ser más de la 9 y me sorprendió que haya conseguido dormir tanto y tan bien.
Lo primero que hice fue pensar en Van Olders. Sabía que todavía estaba en la ciudad y,
después del milagro que ocurrió ayer, comencé a soñar con que ocurriera algo similar hoy.
Pero fue mucho pedir, porque, para la hora del almuerzo, me encontraba bañado, afeitado,
vestido y listo para salir, pero el timbre no sonaba. “¿Qué estará haciendo?”, pensé. “¿Adónde
irá a almorzar hoy, que es su último día?” Considerando que el sol estaba brillante y el cielo,
Al taxista le dije que baje derecho por Corrientes, que era el camino que tenía pensado
hacer caminando. Cuando llegamos a Moreau de Justo me pareció que ya había pasado el
peligro con el chorro y decidí bajarme a caminar un rato. Del lado del río se pueden ver las
partes de atrás de los distintos restaurantes, con las mesas afuera. Si tenía suerte, por ahí me
encontraba con Van Olders „de casualidad‟ como hizo Da Silva. Quizás, si yo también tuviera
a todos los choferes en mi bolsillo, sabría dónde estaba ahora, y la verdad es que no puedo
evitar pensar que probablemente Da Silva haya aprovechado para verlo también hoy y
disfrutar con él un día entero solos, como iba a ser mi oportunidad ayer; mi día; mi buena
suerte.
En estos restaurantes y en días soleados como este, resulta ser una buena idea reservar con
anticipación para almorzar un domingo. Eso fue algo que yo no hice, así que probablemente
en cualquier lugar que entre, me encuentre teniendo que hacer una cola de al menos media
hora. Recuerdo hace unos años atrás, cuando todavía no era alguien importante dentro de la
empresa, que venía hasta acá caminando y me sentaba a comer un sándwich de milanesa en
uno de los bancos que dan al río. Ahora ya no puedo hacer más eso. No queda bien visto que
el gerente general de la empresa pise Puerto Madero sin hacer alarde de todo su dinero. Tal
vez lo más conveniente sea que me compre un perro carísimo y lo traiga a pasear por aquí. Esa
es la única excusa que puede llegar a servir para estar sentado en un banco en este lugar. Un
poco de compañía tampoco me vendría mal. Qué estupideces estoy diciendo, por favor. Debo
estar a punto de pescarme un resfrío y algo así, porque de otra forma, no entiendo de dónde
sale toda esta lastimera autocompasión. Qué idiotez, pensar que alguien como yo puede estar
necesitando compañía. Como si no fuera completamente evidente que si estoy solo es porque
quiero, porque decido dedicarme enteramente a mi empresa. ¿Qué pensaría una mujer si se da
cuenta de que me importa más mi trabajo que ella? Tal vez no al comienzo de la relación, pero
a largo plazo se terminaría revelando mi auténtica forma de ser. Y la verdad es que yo no
encuentro nada de malo en eso. Sé que sería la principal fuente de conflicto entre nosotros.
Terminaría deseando nuevamente mi soledad en un período no mayor a un año.
Ya caminé aproximadamente 10 cuadras. Los restaurantes estaban cada vez más
espaciados y, por lo que pude ver de reojo, Van Olders no se encontraba en ninguno de ellos.
Decidí volver a echar un último vistazo antes de entrar en el que menos gente tenga, a comer
algo.
Cuando estaba a punto de darme vuelta, me di cuenta de que alguien me llamaba. Su voz
era de mujer y no necesitó decir precisamente lo que dijo para saber de quién se trataba,
aunque ninguna otra mujer diría mi nombre de esa manera desde tan lejos.
-¡Señor Domínico!
A lo lejos, Julieta movía su brazo para que la viera. Yo me detuve y la miré mientras se
acercaba a mí. Estaba sola y llevaba puesto un vestido de seda que le sentaba a la perfección.
Algo que nunca le vi puesto, ya que jamás estuve con ella fuera del ámbito laboral. No vivía ni
remotamente cerca de Puerto Madero, pero no era raro encontrármela por acá un domingo. No
soy el único que puede hacer alarde de su dinero en este lugar. Ahora me pongo a pensar en lo
Esa noche no logré dormir ni la mitad de bien que había dormido la noche anterior, luego
de pasar un día entero con Van Olders. Me resultó un poco extraño, considerando que también
había disfrutado el domingo. Me puse a pensar en Julieta y en su oportunidad de aprender de
mis experiencias, pero me encontré sintiendo que quizás ella tampoco logró dormir esa noche,
considerando la manera en que habían terminado las cosas. Ahora puedo ver toda la situación
desde una perspectiva más alejada y me doy cuenta de que mi decisión fue la mejor que pude
haber tomado, que nuestra relación empresarial es demasiado importante como para que la
arruinemos en una sola noche, llevados por el efecto de dos botellas de vino. Seguramente
Julieta llegó a la misma conclusión que yo, luego de pensar más detenidamente la situación,
sin permitir que los sentimientos se interpongan en el camino.
Cuando salí de mi casa hacia el trabajo, me acordé de la situación de ayer, que me hizo
olvidar de comprar las revistas para ver qué habían publicado estos faranduleros, y pensé que
no podía haber nada que desvíe mi atención hoy, ya que de ninguna manera podía llegar al
trabajo y encontrarme con las ansiedades de Rubén y de Mario sin saber con detalle a qué se
debían.
Por suerte la plaza estaba más transitada que ayer y la posibilidad de que me encontrase
con el chorro se reducía ampliamente. Así que la crucé tranquilo hasta el puesto de diarios y
me detuve un instante a ver las revistas. Instintivamente agarré Al Volante primero, para ver si
realmente Dalmasso había considerado el evento del sábado lo suficientemente irrelevante
como para evitarlo o si Julieta había pormenorizado la situación para no preocuparme. Pero no
había ni una sola mención del evento y, de alguna manera, me resulta sospechoso. Quizás Da
Silva hubiera logrado chantajearlo para que no publicara nada. Más allá de la situación en que
se encuentre mi jefe en relación a Van Olders, también hay otra razón para que mi suposición
tenga relevancia: El padre de Da Silva todavía existe y le vive haciendo sombra para evitar
que se mande alguna cagada que manche el apellido. Y no creo que a él le simpatice
demasiado que su propio consuegro haya elegido a una persona que no sea su hijo para pasar
el día. ¿Qué explicación le daría Da Silva? No creo que simplemente le diga que es un
incompetente, bueno para nada, que no tiene la más mínima habilidad para entretener a Van
Olders -aunque, honestamente, me encantaría verlo lloriquearle a su papi-. Al pensarlo de esta
forma, quizás sí haya conseguido hablar con Dalmasso antes de que a éste se le haga agua la
boca, pensando en el escándalo que podría ocasionar. Pero, ¿qué puede ser más tentador para
Dalmasso que eso? Me dio un poco de miedo pensar qué le pudo haber ofrecido Da Silva para
que él se haga a un lado y así mantener a su padre en la ignorancia. En fin, no pudo haber
hablado con todos los editores de las revistas cholulas al mismo tiempo. Alguien tuvo que
haber publicado algo interesante, si no, ¿cómo se enteró Julieta? Pero al ojear las revistas,
cada vez me desesperaba más, ya que no veía que hubiese algo interesante en ninguna; de
hecho, no veía nada publicado, ni una sola foto. Comencé a sentir esa ansiedad que suele
provocar mis ataques de pánico. Sentí cómo el sudor frío recorría mi cuerpo. De pronto vi lo
Al pasar por las distintas postas, observé que nada había cambiado en ellas. El ilusionista
volvió a su semáforo habitual y estaba haciendo malabares tan habilidosamente como siempre
y, cuando pasé por su lado, me sonrió de la misma forma en que lo hace usualmente. El
mendigo estaba sentado cerca de la iglesia, como de costumbre. Su mano estaba extendida
para pedir limosna, a pesar de que el 90% de la gente que pasa por su lado lo ignora y le deja
plata a los que piden en las escalinatas de la iglesia. Yo, por supuesto, le dejé un poco de plata
El resto del día fue todo lo monótono que me imaginé que sería cuando me desperté esta
mañana. El proyecto ya estaba conversado y las reuniones, organizadas. Lo único que me
quedaba era esperar a que la rueda comenzara a girar para no tener tiempo de pensar en nada
más que eso, ya que, por el momento, mi mente paseaba entre los recuerdos del fin de semana
con Van Olders y con Julieta. Me hubiera gustado decir que era el dueño de la empresa el que
más lugar ocupaba en mi cerebro, pero, lamentablemente no era así. Y encima ahora me volvía
a la mente ese mail que justo me tuvo que llegar a mí, y que justo se tuvo que abrir
automáticamente, y justo lo vino a hacer nada menos que delante de Julieta. ¿Es que el destino
estaba empecinado en hacerme la vida imposible? Desde el primer momento que oí esa frase
en la plaza, sentí que mi vida estaba siendo afectada por esa moda new age que las viejas
adineradas se encargan de promover para tratar de encontrarle un sentido a sus vidas
atiborradas de vacío. Y no sólo resulta ser que tengo que venir a lidiar con esto, sino que
parece que sin importar lo que haga, alguien va a terminar saliendo perjudicado. ¿Por qué
tenía que haber sucedido ese encuentro casual con Julieta? ¿Por qué no podrían las cosas
simplemente seguir su curso, como todos los días? Todo el tiempo escucho decir a las
personas que, cuando un cambio importante se aproxima en sus vidas, siempre pueden
Camila se despertó sola alrededor de las 6 de la mañana. Me dijo que tenía que irse para
no llegar tarde a la oficina. Yo había conseguido dormir tan profundamente que todavía no
sabía dónde me encontraba. Asentí y, aún medio dormido, me senté en la cama para bajar a
abrirle la puerta; pero se me adelantó y me dijo que no había problema, que podía ver la puerta
de salida desde aquí arriba, que la había pasado muy bien y que estaba agradecida por todo.
Me dejó su tarjeta personal sobre la mesita de luz y un momento después, había desaparecido.
Todavía me quedé sentado en la cama, tratando de comprender lo que había pasado demasiado
rápido. “Me usó como un juguete sexual”, pensé. Y enseguida sonreí. “Excelente”. Me recosté
de nuevo en la cama y, con esa sonrisa, me volví a dormir.
Cuando volví a abrir los ojos ya eran más de las 8. Observé la almohada que estaba a mi
lado y, al ver cómo todavía tenía el centro hundido, recordé lo que había vivido la noche
anterior y me invadió un sentimiento de satisfacción. Ducharme y afeitarme no fue ni por
Cuando la puerta del ascensor se abrió en el piso 19, Julieta me estaba esperando, como
todos los días que no había noticias y que, por lo tanto, Rubén y Mario encontraban razones
ajenas a mi persona para mantenerse preocupados.
-Buen día, señ-- dijo Julieta, pero se frenó de golpe y se acercó a mi cuello, asustada. -
¡Señor! ¿Qué le pasó?
Instintivamente llevé mi mano al cuello y vi que tenía un corte, tan pequeño que ya se
había secado, pero no antes de dejar correr un poquito de sangre que me alcanzó la camisa, y
que yo no sentí debido a la tensión del momento del robo. No quería tener que contarle a nadie
de la oficina lo que me había ocurrido, sobre todo porque nada había ocurrido en realidad y no
había razón para alarmarse. Pero, considerando que la única que estaba ahí era Julieta, decidí
decirle la verdad.
-Un tipo trató de robarme -dije, con toda la naturalidad posible.
Fue peor. A Julieta se le agrandaron aún más los ojos.
-¡¿Qué?! Pero, ¿se encuentra bien?
-Sí. Nada grave. No sé por qué se arrepintió y me dejó ir sin robarme. -Le expliqué.
Julieta frunció el ceño sin comprender.
-Yo tampoco entendí -le dije, al ver su cara. -Pero ya está. Por suerte no pasó nada. No
quiero que se arme un escándalo por esto.
Julieta entendió perfectamente que estaba queriendo decirle que esta conversación iba a
quedar entre nosotros.
-Ya vuelvo -dijo. Y se subió al ascensor antes de que las puertas se cerraran.
Yo me quedé un instante mirándola y luego volví a prestar atención a la marca que me
había dejado el chorro. Dejé las cosas en mi despacho y me fui directo al baño a verme en el
espejo. Efectivamente, no era una herida grande, capaz de provocar una infección, pero
probablemente iba a dejar una marca. Eso hizo que se desatara mi furia otra vez, al pensar en
ese drogón de cuarta. Se me mezclaban las emociones. A la vez que me tranquilizaba ver que
sólo era un cortecito al lado de lo que pudo haber sido, me invadía la impotencia de vivir en
La reunión con el piso 18 pasó tan rápido que, cuando me quise acordar, ya estábamos en
la hora del almuerzo. A todos les fascinó la idea del reality show y, como sucede con todo
gran proyecto, enseguida comenzaron a tirar ideas geniales para ponerlo en marcha. Ya lo
veían como un hecho y, al igual que nosotros, sintieron que iba a ser un gran aporte para
Valmont.
López comenzó a llamar a todos sus contactos de todos los canales de televisión y de
radio que tenía. Zubiría hizo los diseños de los logos pertinentes, slogans pegadizos y hasta le
puso un nombre al reality tan bueno y tan de prisa que, por un momento, pareció que venía
trabajando en el proyecto hacía meses. Noir, mientras tanto, dijo que la gente de su
departamento se iba a encargar de hacer los presupuestos y organizar las fechas y horarios de
las entrevistas con los futuros participantes del concurso. Entre una cosa y la otra, nos
conectamos entre todos y, en tan sólo un par de horas, “Rodados deMentes” ya estaba en
marcha. Esa misma tarde, Noir se encargó personalmente de registrar todo. Y yo no perdí
oportunidad de decirle que me ponga como responsable, bajo pretexto de que registrar marcas
a nombre de empresas era un trabajo mucho más arduo y caro que si nos remitíamos a una sola
persona. En realidad no tenía idea si eso era cierto o no. Lo único que estaba tratando de evitar
era que Da Silva me robara el proyecto. Aunque después también me pareció una buena idea
que López, Zubiría y Noir formen parte del registro. Si Da Silva iba a intentar quitarme el
proyecto de las manos una vez que éste estuviera realizado, iba a tener que pasar por encima
de los cuatro, no sólo de mí. Y cuando le sugerí a Noir que ponga también los nombres de
ellos, le gustó tanto la idea que ni siquiera se molestó en verificar si lo que decía de la empresa
era cierto o no.
Julieta me había organizado la reunión con Oviedo para las 3 de la tarde, lo que me dejaba
un buen rato para almorzar. Y como no tenía nada que hacer, decidí convertir la reunión en un
almuerzo.
-Julieta -llamé por el intercomunicador.
-Sí, señor -me dijo.
“¿Habrá algún momento en que Julieta no esté en su escritorio cuando la necesito?”,
pensé, “¿Qué, esta chica no tiene necesidades naturales como todo el mundo?”
-¿Me comunicás con Oviedo, por favor? -le pregunté.
No era realmente una pregunta, sino una orden. Pero siempre me parece que los buenos
modales ayudan a mantener buenas relaciones. Y aparte todavía tengo miedo de que renuncie.
-Enseguida -me dijo, y cortó.
Un segundo después tenía a Oviedo en la línea. Considerando que era Julieta quien
intentaba localizarlo, calculo que hubiera logrado comunicarme con él así estuviera en el
Tíbet.
Le pregunté al viejo si tenía mucha molestia en encontrarse conmigo para almorzar y me
dijo que no, que era un placer. Esto era algo que yo ya estaba esperando, por supuesto. Desde
que lo llamé para que publique la nota del episodio del aeropuerto, en contra de Dalmasso,
como que lo tengo a disposición cuando yo quiero. Todavía no comprendo por qué Julieta me
sugirió que le cuente acerca del proyecto. Si bien es cierto que Dalmasso va a sacar los
Dos días más tarde, el directorio me hizo la entrega oficial del Chrysler 300c, así que el
jueves ya me retiré de la oficina motorizado. Si en el auto de Camila me había sentido
cómodo, esto era una nave espacial. No existía nada más en el mundo que este vehículo y yo
adentro de él. Ya cuando lo vi en la puerta de Valmont me quedé anonadado, como el 90% de
la gente que pasaba caminando por la calle. Lo habían pintado de un azul tan oscuro que casi
parecía negro, pero revelaba su secreto cuando lo tocaba el sol. Todos sus vidrios estaban
polarizados, menos el del parabrisas delantero, que venía de fábrica con una película
fotosensible. Para el momento en que finalmente pude subirme, ya me había estudiado el
manual de memoria y había recorrido todos los foros de internet en donde se discutiera
cualquier cosa acerca del vehículo. O sea que cuando me encontré sentado al volante ya sabía
que el asiento tenía distintas posiciones no sólo para el respaldo, sino para la altura de toda la
butaca; eso sin mencionar que la pedalera también podía acercarse o alejarse a gusto del
conductor, y lo mismo sucedía con el volante. Tenía sistema de aire acondicionado
personalizado para cada pasajero y una computadora tan hermosa que se acercaba mucho a
una obscenidad. Tenía acceso a internet, un GPS tan preciso que tenía un error de menos de un
metro, 40 GB de memoria para música y películas; aparte venía con un listado de más de mil
músicas programadas de todos los estilos; también mostraba la visión trasera del vehículo
cuando uno ponía reversa; y por supuesto que se podía controlar la intensidad de las luces y la
velocidad de los limpiaparabrisas con ella. Este coche tenía tantos chiches que me iba a tomar
un buen rato familiarizarme con él. Da Silva podría andar por el mundo en un Rolls Royce,
pero este juguetito también tenía lo suyo y ya no podía esperar para sacarlo a la ruta. Se me
ocurrió llamar a Camila esta misma tarde para invitarla a pasar el fin de semana conmigo a
Mar del Plata, pero después me acordé de que a ella le dije que ya tenía auto, con lo que no iba
a poder mostrarle toda la emoción que ahora estaba sintiendo. Y todavía faltaban algunas citas
más antes de poder programar un viaje. Por lo pronto, más vale que comience por hacerme
amigo de este coche, ya que no puede parecer que me acabo de subir en él por primera vez.
El masaje me dejó completamente renovado y, esa noche, dormí como un bebé. Cuando
me desperté a la mañana siguiente, todavía me estaba preguntando porqué la luz estaba
entrando a la habitación por el lado completamente opuesto al de mi casa. Sólo cuando miré a
mi alrededor y vi la gran habitación en la que me encontraba, recordé que había venido a Pilar.
Por un instante pasó por mi mente el hecho de tener que volver a capital en remís y me dio
ganas de quedarme. Pero enseguida se me vino a la mente el espectacular cochazo que estaba
durmiendo en el garaje y no pude evitar sonreír de satisfacción. Qué poco trabajo costaba
acostumbrarse a la vida lujosa. A pesar de que no estoy acá precisamente para que todos vean
cuánto dinero tengo, las comodidades son tantas que uno rápidamente empieza a considerar
vivir así todos los días. Otra de las cosas que me encantan de estos hoteles de primera
categoría es el desayuno. Cuando bajé al salón comedor, ya comencé a sentir el olorcito a café
recién filtrado y a tostadas recién horneadas. Aparte era viernes, y los viernes todo el mundo
se despierta de buen humor. La mayoría de la gente estaba más relajada aún porque, si estaban
acá un viernes a la mañana, era probable que ya se quedaran todo el fin de semana. Las
personas que trabajan y que están parando en este hotel por negocios, suelen tener sus
reuniones aquí mismo. Debo ser la única persona que tiene que volver a capital esta mañana y
la verdad es que con gusto me quedaría si no me estuviera esperando mi auto nuevo, listo para
llevarme otra vez a volar.
La reunión con el directorio fue mucho más corta de lo que pensé. Ya nos habíamos
puesto todos de acuerdo en cuáles serían los puntos más probables que los viejos intentarían
atacar, en la reunión del viernes. El hecho de que sean anticuados los vuelve vulnerables a la
predicción. Preparamos una estrategia de batalla tan buena que sólo les escuché decir
alrededor de 10 ó 12 „peros‟, lo cual, considerando las personas con las que estábamos
lidiando, era una muy buena señal. Al final, absolutamente no convencidos, por supuesto,
tuvieron que dar el brazo a torcer y dejarnos seguir adelante. Y cuando quedamos del lado de
afuera de la sala de reuniones, les dije a Noir, a López y a Zubiría que almorzaríamos todos en
mi oficina, para festejar. Lo que más me gustó de eso no fue la expresión de alegría en sus
rostros, sino el hecho de saber que, esta vez, la idea sí había sido mía, y no una sugerencia de
Julieta.
Dejamos el protocolo de lado y, en menos de media hora, estábamos todos sentados en los
sillones que decoraban mi oficina, pero que poco uso tenían, comiendo hamburguesas con
papas fritas de McDonald‟s y tomando gaseosa diluida en hielo derretido. Qué lindo era poder
agarrar la comida con las manos cada tanto. No tener que estar pendiente de que un mozo
atento aparezca y vuelva a colocar bebida en mi copa, de que me pregunten si no necesito nada
más, y de que todos sean tan fastidiosamente serviciales. Éramos simplemente nosotros,
disfrutando no sólo de lo que ya habíamos logrado, pero sino también de todo lo que vendría
de ahora en adelante.
-Podríamos hacer una fiesta de inauguración, ¿no? -dijo López, después de comerse una
papa frita mojada en kétchup.
A mí me pareció una excelente idea.
-Podríamos… -dije. -Veamos… -agregué, acercándome al bibliorato con el proyecto del
reality que había dejado sobre el escritorio y abriéndolo. -¿Para cuándo está programado el
casting?
-Los mails están llegando a torrentes -dijo Noir.
-¿Ya? -pregunté, asombrado.
-Las noticias vuelan -agregó Zubiría. -Ya desde la semana pasada se empezaron a correr
rumores.
Qué increíble. Esto era mejor de lo que pensé. Mis vacaciones estaban más cerca de lo
que había imaginado.
Esperé a que se hicieran las 5 de la tarde con ansiedad. Últimamente miraba con
demasiada frecuencia la hora de salida, cosa que no me había pasado nunca antes. Si bien no
tenía un horario que cumplir, las tardes cada vez se me hacían más largas. Cada día que pasaba
tenía una nueva razón para dejar rápidamente la empresa, aunque me encontré sintiendo que
eso, en lugar de molestarme, me gustaba. Como que empezaba a mirar con más respeto esos
lugares de after office, ya que cada vez sentía más la necesidad de irme que la de llegar. Y
ahora que encima ya no podía caminar más hacia aquí y recorrer mis postas, la satisfacción de
saber que la cima de esta imponente torre me aguardaba, se volvía obsoleta. Aparte tenía que
Las piernas todavía me temblaban cuando bajé las escaleras de mi casa para preparar el
desayuno. Hacía rato que no conseguía canalizar tan bien tantas pasiones. Me sentía renovado.
Quizás mi jefe no se había suicidado, pero estoy seguro de que no pudo disfrutar ni un poco de
todo lo que yo sabía que Julieta podía llegar a entregarle si sólo tuviera la delicadeza de
pedírselo. Ya lo veía saliendo de la casa de Julieta y disparando derecho a lo de Tamara, para
poder descargar un poco de todos sus asquerosos fluidos. Julieta iba a salir lastimada; eso
estaba asegurado desde el momento en que aceptó su regalo de cumpleaños. Pero nada le iba a
ocurrir de lo que no fuera plenamente consciente. Ella trabaja en Valmont hace casi tantos
años como yo, por lo que conoce la vasta trayectoria de mi jefe tanto como cualquier otro
empleado. Incluso, ahora que lo pienso, probablemente haya estado al tanto de su amorío con
Tamara. ¿Qué clase de valores maneja esta mujer? O peor, ¿qué tan desesperada está por
recibir afecto? Pobre. La verdad es que me da pena. Al final, comienzo a creer que es cierto
eso de la inteligencia laboral, distinta de la emocional. Como secretaria es una empleada
ejemplar, pero como mujer no hace otra cosa que mandarse cagadas. Una lástima, de verdad,
que yo haya decidido no entablar relación social con ella; quizás la hubiera llevado por un
mejor camino. Aunque, cualquier alternativa que no incluya a Da Silva es un mejor camino.
Justo con él se vino a meter. ¿Cuánto tardará en abrir los ojos y darse cuenta de que nada de lo
que está haciendo le conviene? Incluso mudarse al piso 20 es una mala idea. Bueno… ella
sabrá por qué lo hace.
La pava eléctrica indicó que el agua había hervido. “Vaya”, pensé, “no hace más de 10
segundos que la puse”. Mi mente se había ido a vagar y otra vez lo hacía por culpa de Julieta.
“No puedo creer que aún esté ella en mi mente, teniendo a una mujer por demás excitante,
-¿Julieta?
-Sí, señor -dijo por el intercomunicador.
-Necesito que me consigas un boleto ida y vuelta a Italia, por favor.
Su voz estaba más tensa que nunca y cada vez que entraba a mi oficina, el aire se cortaba
con cuchillo, pero eso no iba a hacer que yo dejara de ser cortés; después de todo, las cagadas
se las estaba mandando ella, no yo.
-¿Para qué fecha? -preguntó.
A ver… hoy es lunes 3, el viernes es la fiesta. ¿El lunes que viene? ¿Demasiado pronto?
No. Me quedan justo 10 días antes de que arranque el primer capítulo de Rodados deMentes.
Perfecto.
El miércoles a tarde terminaron de llegar los 12 participantes del interior del país, así que
los reunimos con los 8 de Buenos Aires y, junto con la gente del piso 18, más Julieta -
lamentablemente-, y Oviedo, junto a su equipo de reporteros, nos fuimos todos a San Telmo
para que conozcan la casa y se fueran haciendo amigos. El reality iba a comenzar en dos
semanas, pero decidimos que lo mejor iba a ser dejarlos venir unos días antes para que
conozcan las instalaciones y así poder saber qué les iba a servir traer y qué no, cuando
volvieran definitivamente por cuatro meses. La idea fue de Noir, pero estaba tan emocionada
que ni se dio cuenta cuando hablé de nosotros en general ante los reporteros de Oviedo. López
se había encargado de preparar una pequeña fiesta antes de la inaugural del viernes, sólo para
nosotros. La gente de Living Cars ocupo gran parte del tiempo en hacerles notas especiales a
cada uno de los participantes y de paso aprovecharon para sacarles unas cuantas fotos.
Cuando llegué a mi casa, todavía estaba en el aire esa sensación extraña por lo ocurrido en
el ascensor. No sabía bien a qué se debía, así que decidí restarle importancia. Me fui derecho
al baño, me saqué toda la ropa y me quedé un rato debajo de la ducha, para liberarme de todas
las tensiones. Hubiera podido disfrutar más de este momento de haber sabido que sería la
última vez que me bañaría en un buen tiempo. Por el momento no parecía más que rutina y por
alguna razón que escapó a mi consciencia, por más que intentara relajarme, parecía que con
cada gota la tensión crecía. De todas formas suspiré e hice a un lado esas premoniciones sin
importancia. Esta noche tenía que verme espléndido, aún -y sobre todo- porque sabía que
Julieta iría acompañada de Da Silva y que, probablemente, él iba a hacer una entrada triunfal,
como si la idea, el proyecto y el reality fueran todos de su autoría y sudor. Por un lado, quería
llegar lo más tarde posible, con tal de no tener que vivenciar su llegada; pero, por el otro, no
podía ser uno de los últimos en llegar, por el simple hecho de que todos estarían esperándome.
Ojalá Oviedo también llegue temprano, así tengo, al menos, a una persona de confianza a mi
lado. Además, como éramos nosotros los organizadores, tenía que llegar temprano para ver
que todo estuviera en orden y que los invitados llegasen a horario. No creo que pueda esperar
hasta que se me acabe el agua caliente; voy a tener que salir y volver a la realidad. Todavía
tenía ganas de llamarla a Camila y pedirle que me acompañe. ¿Estaré a tiempo? No. No
puedo. No me va a venir bien que la gente comience a chusmear dentro de la empresa cuando
yo no esté. Aunque, por otro lado, podría sacrificar eso, con tal de ver a Da Silva otra vez
idiotizado delante de Camila. No sé. Tanta gente. No. No puedo. Voy a estar demasiado
ocupado andando de un lugar para otro y lo único que me falta es que, por dejar demasiado
sola a Camila, el otro pervertido comience a acosarla. No; si la llevo es para que se divierta, no
para que la pase mal. Sí. La veré mañana.
Saqué del ambo el esmoquin y comencé a ponérmelo delante del espejo. Tenía
demasiadas prendas, entre la camisa, el pantalón, los tiradores, el chaleco, el moño y el saco,
así que me tomé mi tiempo para vestirme. Hacía un buen rato que no me ponía uno de estos,
mucho menos con moño. Era una linda oportunidad para lucirme delante de mis empleados.
La gente estaba citada para las 10 de la noche, así que, siendo las 9, creo que es una buena
idea ir saliendo para estar al tanto de los últimos preparativos.
Se ve que Noir se tomó más a pecho de lo que yo le dije eso de que busque un lugar
grande. Gracias a su diplomacia y carisma, había conseguido que el dueño de un boliche
llamado Pachá cerrara sus puertas un viernes a la noche, aún sabiendo que es uno de los días
en los que más dinero ingresa, y nos lo dejara exclusivamente a nosotros. No sé cuánto le
habrá costado eso a Valmont, pero no creo que haya sido poco. El lugar estaba ubicado sobre
Figueroa Alcorta, a unas cuadras de Costa Salguero. Era demasiado grande e imponente como
para que alguno de los invitados se perdiera. En la parte más alta de la fachada estaba escrito
el nombre del boliche y, al lado de éste, Noir se había encargado de que colocaran unos
enormes carteles de neón que decían: invita a… Valmont Southern, con lo que si uno miraba
de lejos, parecía que decía „Pachá invita a… Valmont Southern‟. De esa manera quedaba tan
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue una luz de tubo fluorescente que estaba
parpadeando, como si estuviera luchando con la corriente para seguir funcionando. Lo único
que se escuchaba era el chirrido clásico que emite ese tipo de luz cuando ya está a punto de
acabar con su vida útil. En el aire había un intenso olor a humedad que relacioné con las
paredes amplias de cemento que rodeaban todo el lugar. En el piso había unas líneas amarillas,
dibujadas prolijamente en dirección perpendicular a las paredes. Y entre raya y raya, las
paredes tenían dibujados números correlativos. ¿Qué estaba haciendo en un estacionamiento
desierto? ¿Por qué no había coches aquí? ¿Dónde estaba? Y de pronto… ¡Pluf! El fluorescente
dejó de luchar. Quedé en plena oscuridad y me pregunté si sería ésta la sala de espera al
infierno. Pero lo que más me sorprendió fue que no sentía miedo; de hecho, no sentía nada.
Estaba acostado en el suelo, pero ni siquiera sentía el frío del cemento debajo de mi cuerpo.
Quise incorporarme, pero cuando apoyé una de mis manos, no pude evitar soltar un alarido de
¿Por qué tenía que despertar? ¿Por qué no podía simplemente morir? Morir la más
horrible de todas las muertes. Morir cualquier muerte. Simplemente morir. Pero, ¿qué-- ¿por
qué no podía mover mis brazos? ¿Habré perdido la sensibilidad, debido a los continuos golpes
contra el cemento? ¿Dónde estaba? Todo el escenario había cambiado de lugar. Ya no era un
estacionamiento. Parecía como… una habitación. Una luz lejana la mantenía en penumbras.
Ahora estaba acostado sobre una cama, aunque la feta de gomaespuma que tenía debajo de mí
difícilmente podía ser considerada colchón. Todavía olía a humedad. Miré a los costados y
entonces descubrí la verdadera razón de la inmovilidad de mis brazos. Cada uno de ellos
estaba atado a un costado de la cama por las muñecas. Qué bien. Ahora mi martirio pasaba de
los recuerdos insoportables a la experiencia de Cristo en la cruz. Ya no tenía ninguna duda.
Esto era el infierno.
La misma mujer de antes entró en la habitación y prendió la luz cuando me escuchó
forcejear con la cama. Yo me quedé quieto y la miré sin poder hablar. En su mano traía una
bandeja con un plato de comida y un vaso de metal. Me acercó un tenedor envuelto en fideos a
Pero desperté, lamentablemente. Y fue peor, porque ahora había recuperado toda la fuerza
necesaria para sentirme completamente indigno. Ya no era el sentimiento débil que me había
acompañado. No, señor. Ahora tenía plena consciencia de situación y de realidad, y eso me
hacía sentir aún peor. Al menos las imágenes se habían vuelto efímeras. Reaparecían
continuamente, pero ahora no me impedían respirar. Ahora me dejaban lugar suficiente para
reemplazar esa angustia por vergüenza. Ya no me sentía morir; me sentía patético. Y cualquier
cosa que alguien intentara hacer por mí me recordaba lo indigno que era y me hacía sentir aún
más vergüenza. ¿Cuál era el propósito de atravesar todas estas etapas? ¿Cuál sería la
siguiente? Ya había sentido angustia, ahora me invadía la repugnancia. ¿Qué ocurriría a
continuación? ¿Llegaría a odiarme lo necesario como para lograr el suficiente rechazo en esta
mujer y hacer que me libere? Quizás entonces pueda terminar definitivamente con todo esto.
La mujer entró en la habitación y prendió la luz. Yo hubiera mostrado alguna emoción en
mi rostro si pudiera sentirme algo más que una rata. Me mantuve quieto, mirando hacia el
techo, plenamente dispuesto a dejarme morir de inanición. Se acercó a mí y entonces pude ver
de reojo que no era para nada la mujer que yo pensaba; pero no podía creer lo que mis ojos
veían. El que estaba ahí era un hombre, nada más y nada menos que el chorro. Ese que había
querido robarme una vez y no había podido porque había un cana; el mismo que me encontró
distraído la segunda vez, pero tampoco me robó. Qué bien. Ahora podría preguntarle por qué
mierda no me mató entonces. Si lo hubiese hecho, no estaría acá ahora, teniendo que
enfrentarlo de nuevo. Lo haría, si tan solo pudiera hablar. Traté de mirarlo con el mismo asco
con que lo había hecho las dos veces anteriores, pero resultaba ser que ahora no encontraría,
sobre la faz de la Tierra, a una persona más patética que yo. Así que simplemente le entregué
una mirada vacía. Espero que le alcance. Se acercó a mí hasta que quedó a unos 20
centímetros de mi cara y me miró sin pestañear durante algún tiempo. Yo intenté desviar mi
mirada, pero no conseguí hacerlo. Sin embargo, tampoco lograba sorprenderme su actitud. No
creo que existiera algo capaz de sorprenderme ya nunca más. El otro asintió y sonrió
levemente. Agarró mis muñecas y las liberó de las ataduras. Yo me quedé inmóvil. Ni siquiera
intenté volver los brazos hacia mi cuerpo o sentarme en la cama. Por mi mente pasaban cada
vez menos preguntas. Poco a poco iba sintiendo menos y menos ganas de averiguar por qué
estaba ahí, o qué pretendía esta gente conmigo. Ni siquiera tenía la voluntad necesaria como
para levantarme e irme. Simplemente me quedé mirando al techo, sin hacer nada. El chorro me
Cuando abrí los ojos me encontraba otra vez solo y con mucha más vitalidad de la que,
por supuesto, me sentía merecedor. Estaba mirando al techo, recordando una vez más algunas
de las cosas de mi vida que había hecho a un lado por temor, por vergüenza y por soberbia,
cuando Romina entró en la habitación con el kit de limpieza para mis manos. Desvié mis ojos
del techo y encontré su mirada. Después de haber escuchado la experiencia que atravesó para
ayudar a su marido con la adicción al paco, comencé a respetarla bastante. Pero también
recordé que, entre todas las injusticias que le habían tocado vivir al hombre, aún así el destino
había sido más generoso con él que conmigo. Él tenía una motivación para salir adelante. Esta
mujer era evidentemente su ángel personal y él finalmente lo había sabido aprovechar,
mientras que yo, por otro lado, eliminé toda posibilidad cuando la rechacé aquella vez junto al
río en Puerto Madero. Ahora la había perdido para siempre y ni siquiera deseaba sentirme tan
afortunado como esta pareja; no me iba a permitir desear nada nunca más; no me lo merecía.
Romina sacó las vendas y las puso al costado de la cama mientras llevaba su atención
hacia el baldecito con agua. En ese momento aproveché para mirar de reojo mis manos,
aunque con el temor de que me hiciera recordar la cara machacada de Da Silva. Sentí una
molestia en mi pecho, pero nada que no mereciera. Intenté mover una de las manos para
apreciar mejor el circo de colores y pude notar que el violeta que había predominado la vez
anterior estaba virando levemente hacia el amarillo. La hinchazón era pesada todavía, pero al
menos ahora se distinguían algunas venas. Los huesitos inmovilizados de los dedos estaban
volviendo progresivamente a su lugar, como si quisieran olvidar el violento episodio del que
formaron parte, cosa que mi cerebro no sería ya nunca capaz de hacer. Pero todavía me dolían.
Todavía estaba demasiado presente en mis manos el dolor como para imaginar siquiera que
algún día dejaría todo este episodio detrás de mí. Volví a mirar a Romina y ella me sonrío
Estaba tan perdido en mis pensamientos que no me di cuenta de que Romina ya había
terminado de curarme y de que ya se había ido. Hubiese querido agradecerle, pero mi voz
estaba debajo de un nudo, así que hubiera sido incapaz en cualquier caso. Me di cuenta de que
había evolución en mi deplorable estado, ya que comencé a sentir nuevamente curiosidad por
las cosas de la vida. Siempre consideré una virtud al incesante cuestionamiento acerca de todo
lo que me rodeaba. Me ayudaba a descubrir algo diferente y novedoso donde nadie más lo
hacía, y creo que fue eso lo que terminó haciendo que estudiara ingeniería. Pero ahora, en este
momento y en este lugar, preguntarme cualquier cosa significaba que estaba volviendo a
encontrarme con esa necesidad de vivir y no era algo que estuviera realmente dispuesto a
considerar. No quería querer vivir porque cuando otro lo deseó, me encargué de anulárselo. Y
ahora yo me encontraba ante la injusta situación de querer morir y tener que lidiar con un
hombre que me dijo abiertamente que me obligaría a vivir. Y sí, lo ideal sería que pudiera
vivir para tener que enfrentarme a la sociedad y recibir la merecida condena, que ya sería una
broma al lado de mi propia consciencia, pero aún. Y sí, sería bueno también enterarme de lo
que estaba ocurriendo con el mundo que había continuado girando después de mi partida. Y sí,
vivir tenía muchas pesas de su lado de la balanza. Pero morir… morir era simplemente lo que
merecía, y contra eso no había nada que pudiera hacerle frente. ¿Qué ocurriría a continuación?
Esa era una pregunta que no quería hacerme realmente, y que, algunos días atrás, no hubiera
podido considerar por el temor que me habría ocasionado. Así que estaba evolucionando. Hoy
estaba lo suficientemente fuerte como para escuchar a mi mente. Aunque la respuesta no me
generara satisfacción alguna. ¿Qué ocurrirá una vez que mi estómago deje de quejarse y mi
pensamiento termine de ordenarse? ¿Podría darme el lujo de volver a pensar en todas esas
personas que quedaron heridas gracias a mí sin sentirme morir en el intento? Y la pregunta que
no quería tener que hacerme nunca traicionó a mi curiosidad y apareció en mi mente como una
desubicada: ¿Podré… volver a verlos… alguna vez? Ay. Mi pecho. No. No puedo pensar en
eso; al menos no todavía. Y ni siquiera merezco pensar en „todavía‟. No merezco que esa
palabra me ofrezca una posibilidad de cambio. No merezco nada del futuro que me pueda traer
satisfacción. No merezco estar cerca de esa gente. No merezco estar cerca de nadie. Soy
peligroso. Y más vale que me vaya haciendo a la idea, porque el cerebro se acostumbra rápido
a lo cómodo y, por el bien de cualquiera que se me acerque, tengo que ser el primero en
recordar siempre que nadie está a salvo conmigo. Bien. Otra vez me invade la angustia. Tengo
que aprender a vivir con ella. Tengo que lograr sentirme cómodo en ella para que mi cerebro
se acostumbre y deje de luchar por superarla. Si vivo en la desesperación, al menos nadie va a
querer acercarse y voy a poder protegerlos de mi desquiciado deseo de corromper vidas. Jamás
hubiera considerado esta idea como algo que puede surgir de una mente sana; pero también es
cierto que mientras me consideré recto, maté. Así que quizás sí sea una buena idea comenzar a
analizar como lógicos los pensamientos de la gente perturbada. Si termino enloqueciendo y me
Otra vez este hombre. Otra vez un plato de comida. Otra vez la lucha interna entre el
dolor físico y la satisfacción de mi cerebro por sentirlo. La verdad es que me da un poco de
pena pensar en todo lo que está haciendo este hombre por mí, sólo para que cuando finalmente
tenga la fuerza suficiente como para salir de acá, vaya y me tire de la terraza de un edificio.
Ahora que estoy empezando a hacerme amigo de la angustia, puedo ver que hay distintos
rubros adentro de ella. Nunca me había dado cuenta. Parece mentira, pero aún sintiéndome
una mierda puedo sentir pena por otros. Y ese esfuerzo inútil que está haciendo este hombre
por mantenerme vivo no va a parar al mismo lugar al que van mis pensamientos y emociones
acerca de mí mismo. No termino de definir bien el lugar, pero no es tanto al pecho; es, quizás,
algo más cerca de los ojos. Sí, creo que es eso. Creo que tiene que ver con que es algo que está
entrando por mis ojos y que en realidad no tengo deseos de ver, o que me duele presenciar.
Quizás sea este el momento de enfrentarme con el castigo griego de Edipo y, aunque por otros
motivos, me termine sacando los ojos para no tener que seguir viendo esto. La mirada de este
hombre vuelve a ser inquisidora. Pero, ¿qué me va a hacer si no como? Qué bien. Ahora mi
desasosiego empieza a sentir curiosidad por lo sádico. Me reiría de él si no hubiese decidido
acostumbrarme a la angustia, si no fuera la risa una manera muy eficaz de escaparle a la
tristeza. O, si sintiera por él algo menos que un profundo respeto. Igual me invadía cierta
curiosidad. Ya me lo estaba imaginando tratando de sujetar mis brazos y abriendo mis
mandíbulas con un cricket para tratar de pasar la comida en contra de mi voluntad. Era lo
suficientemente bizarro como para rayar en lo gracioso. Pero no. No podía seguir pensando en
eso porque me daba cuenta de que era mi cerebro el que estaba actuando para distraerme de mi
propósito y lidiar con la angustia que comenzaba a amenazar a mi instinto de supervivencia.
Noté que las cejas del hombre se juntaron levemente y que intentaba dilucidar, por mi
expresión, qué demonios estaba pasando por mi mente en ese momento. No iba a poder
obtener una respuesta de mi parte a sus cuestionamientos, ya que lejos estaba yo de poder
volver a emitir un sonido. Tendría que bastarle su propia experiencia en comparación con la
mía para responderse a sí mismo. Aunque quizás estemos llegando a esa instancia en la que él
jamás me iba a comprender por dos motivos; el primero era que él había decidido atravesar su
propio infierno, mientras que a mí me obligaron a hacerlo; y el segundo era que yo no tenía
ninguna motivación para salir de esto y que me hubiera dejado morir de inanición si él no me
hubiese amenazado y que me suicidaría en el mismísimo momento en que descuidara su
atención y pudiera escaparme. Espero que le sirva de consuelo que al menos me entregó la
opción de elegir matarme. Hacerlo unos cuantos días atrás no hubiera sido una elección para
mí, sino una necesidad. OK. Gracias por haberme ayudado a pasar por esta crisis. Es más, me
gustaría decírselo para que se quedara tranquilo. Espero que eso sea suficiente para ayudarlo a
encontrar esa libertad que la „frase‟ promete luego de brindarle la libertad a otro. Todavía
puedo escribir, ¿no? Quizás si le agradezco aunque sea por escrito, me deje ir antes y todo esto
termine en cuestión de unas horas. De paso puedo ganar unos minutos más de tiempo para
disfrutar con el dolor ardiente de mi estómago. Le hice una seña con mi brazo para que
entendiera que quería una birome y un papel, pero era complicado con la mano vendada. Así
GRACIAS
Pero me parece que no fue una buena idea, porque esa palabrita de mierda hizo que, por
algún motivo que me tomó de sorpresa, me sintiera inmediatamente aliviado de mi pesar. Yo
sabía que agradecer era siempre una buena idea. Cada vez que alguno de mis empleados hacía
algo para mí, por más insignificante que fuera, yo lo agradecía. Pero nunca pensé que iba a
tener un efecto tan devastador sobre la angustia. Mierda. Y encima yo ni estaba siendo del
todo sincero con él. Sólo quería acortar los tiempos de recuperación para que me deje en paz
para poder ir a suicidarme tranquilo. Lo miré a los ojos y lo que vi fue aún peor. Estaban
brillantes y ni siquiera parecía tener intenciones de luchar contra las lágrimas que estaban en
camino. Increíblemente, mi angustia se desvaneció. Lo único que sentí en ese momento fue
alegría. Aunque no lo quería admitir. No quería volver a sentir eso nunca. No lo merecía. Por
primera vez en muchos días sentí que nada frenaba el aire que pasaba hacia mis pulmones. Me
sentí liberado y me di cuenta de que esa no era una buena idea para nada. Me cago en esa frase
de mierda que no sólo me vengo a enterar de que le salvó la vida a un hombre gracias a que yo
la pronuncié sino que ahora, la impertinente, estaba tratando de ayudarme a mí. Por más que
intentaba buscar en algún lugar de mi cuerpo a dónde había ido a parar el dolor, no conseguía
ubicarlo y, para colmo, cada vez que lo miraba a él, me hacía sentir aún mejor. Esto no era una
buena señal. No era una buena señal para nada. Tenía que volver a encontrarme con mi
angustia antes de que me acostumbrara nuevamente al bienestar del ignorante y pusiera en
peligro la vida de más personas. Sin pensarlo dos veces, agarré el pedazo de papel y lo arrugué
con toda la habilidad que me permitían mis manos inútiles. Lo tiré al suelo y pensé en darme
Gracias a mi última convicción, los subsiguientes días presentaron una evolución en mis
heridas que me llevaron a creer que es cierto lo que dicen esos ladrones del new-age: que el
poder de la mente puede lograr cosas asombrosas, sobre todo en lo referente a nuestro propio
cuerpo. Incluso le escuché a Romina comentarle a su marido que estaba sorprendida de la
imposible repentina mejoría de mis manos. Ahora podía indicarle a mi mente que moviera un
dedo específico y sentía cómo mi mano, dentro de los vendajes, intentaba obedecer
torpemente. El dolor fue decayendo progresivamente, lo cual me dificultaba aferrarme a mi
angustia cada vez que me despertaba más fortalecido y más atento al mundo. En tanto mis
manos comenzaban a recordar lo que era estar sanas, mi mente intentaba convencerme de que
ya era hora de superar el episodio de Da Silva. „No hay nada que se pueda hacer ahora‟, me
inventaba la descarada, y gracias a mi instinto de supervivencia, por momento le creía. Pero
Abrí los ojos porque algo me estaba haciendo cosquillas en la nariz. Ya había aprendido a
convivir con las cucarachas y las moscas que me seguían constantemente por el olor que
desprendía, así que supuse que sería alguna de ellas la causante. Pero lo que vi en ese
momento fue una de las cosas más aterradoras de toda mi vida. No porque lo fuera de hecho,
sino porque en este momento y en este lugar era lo último que deseaba encontrar: un niño. Un
niño era la peor de mis pesadillas y por un momento esperé despertarme, como solía hacerlo
cuando me invadían, que era bastante a menudo. Pero nada sucedió y el niño no sólo no se
desvaneció sino que se asustó más que yo, que en un solo movimiento quedé sentado y
arrinconado contra la pared. Quería decirle que se alejara, que me dejara en paz, que yo era
peligroso e incontrolable y que podía hacerle mucho daño. Pero no podía emitir sonido. Oh,
no. No un pequeño niño. Cualquier cosa menos eso. No podría seguir viviendo si llego a
herirlo. Ay, mi pecho. Por favor que alguien me salve de esta situación. Por favor, no me
mires. No, no con esa ternura. No con esa compasión. Por favor. No merezco tu inocencia ni
tu atención. Alejate de mí, por favor. ¿Qué hago? ¡¿Qué hago?! Ay, Dios mío, si llegara a
tocarlo. Por favor no. ¿Qué demonios está haciendo este pendejo acá? ¿Es que acaso no sabe
el peligro que está enfrentando? No te acerques, por favor. No. ¡NO! Me corría en la cama
cada vez más contra la pared, haciendo fuerza con mis piernas absurdamente una y otra vez
como si fuera acaso posible mover el bloque de hormigón. Bien. Al menos se detuvo. No
avances más hacia acá, por favor. Ni siquiera puedo mirarte. Ay, no puedo respirar.
-¡Ramón! -escuché decir al Turco, gracias a Dios.
El enano se dio vuelta asustado por la presencia del padre y cuando quiso escabullirse, el
otro le dio un correctivo en la cabeza antes de dejarlo salir.
-¡Te dije que no vengas a jugar acá! ¡Rajá para arriba! -agregó con una autoridad que
aumentó mi respeto por él mínimo dos veces.
Después de seguirlo con la mirada hasta que se perdió de vista por las escaleras, el Turco
se dio vuelta y suspiró, negando con la cabeza.
-Perdoname -dijo. -No te preocupe‟ que eso no va a volver a pasar.
Yo seguía respirando agitado, aún perturbado por el momento. Quise volver a sentarme en
la cama pero estaba petrificado hecho una bolita contra la pared, y todavía temblaba. El Turco
suspiró otra vez al ver mi actitud y se sentó en el borde la cama. Mirando al suelo, dijo:
-Yo tardé casi do‟ mese‟ en poder volver a verlos.
Y no tuvo que aclarar a quién para que yo comprendiese al instante que se refería a sus
propios hijos.
-Romina me decía una y otra ve‟ que era un boludo, que no los iba a lastimar, ¿me
entendé‟? -siguió. -Pero yo no podía correr el riesgo.
Hizo una pausa y volví a sorprenderme de lo bien que este hombre conocía la experiencia
que yo estaba atravesando.
-De solo pensar que mis manos eran las de un asesino me desesperaba. No podía
arriesgarme a tocarlos, ¿me entendé´? -dijo, y me miró antes de seguir. -Pero si estaba
decidido a salir adelante me iba a tener que enfrentar con ellos. Y ya ve‟. Aunque vo‟ no „tés
preparado todavía, algún día va‟ a poder vivir sin miedo. „ceme caso.
Los días que siguieron al episodio de la escalera comencé a notar la forma en que
progresivamente se iba instalando nuevamente la expresión de preocupación en el rostro del
Turco. Nunca más dije que sí a su oferta de bajar a comer con ellos, ya que consideraba mi
hediondez como una falta de respeto hacia Romina. Me convencí fervientemente de que si él
realmente estaba dispuesto a mantenerme vivo, entonces iba a tener que traerme la comida
todos los días al cuarto. Yo no volvería a bajar las escaleras, mucho menos intentaría subirlas.
Me quedaría allí para siempre, hasta que mi cuerpo decidiera dejar de luchar. Continué con
mis caminatas diarias, porque sí seguía firme mi decisión de ser plenamente consciente de mi
existencia para poder vivir mi condena con todas las luces encendidas. Atravesar la más
extrema de las rutinas se parecía mucho a una cárcel y si el Turco no estaba dispuesto a
entregarme a la policía, se convertiría en mi guardia privado. De hecho esa había sido su
primera idea cuando me golpeó y me trajo hasta aquí, así que no veo por qué razón dejaría de
serlo ahora. Cada día venía y me ofrecía ir afuera y cada día se llevaba de mí ni siquiera una
negativa, sino una simple ignorancia. No lo volví a mirar y cada vez me costaba menos ignorar
a Romina, aunque a ella aún le sonreía, casi en contra de mi voluntad y a favor de mi
educación cristalizada. Me comía sin chistar cualquier cosa que me trajeran en la bandeja y me
levantaba sólo para caminar o ir al baño. Me estaba convirtiendo de a poco en eso que había
pretendido ser si alguna vez volvía al mundo real: un ente, un voyeaur. La angustia rara vez
me invadía en esta rutina y ya casi no sentía dolor en la mano izquierda. Un par de días
después, cuando Romina me quiso vendar nuevamente la mano luego de limpiarla, no se lo
permití. Me levanté y salí del cuarto a caminar, dando por terminada la última sesión de aseo
por parte de ella.
Pasó una semana entera antes de percibir en el tono de voz del Turco lo que su rostro ya
me venía mostrando; que estaba muy preocupado con mi manera de actuar. Varias veces me
preguntó qué me pasaba o si había algo que pudiera hacer por mí, y ni un solo día dejó de
insistir con que lo acompañara afuera. Por mi parte lo que más me sorprendió fue mi
capacidad para tolerar esta cárcel subjetiva. Creí que me volvería loco a los pocos días, pero
me di cuenta de que era perfectamente capaz de lidiar con mi condena y, por primera vez en
todo este tiempo, me sentí bien conmigo mismo por haber superado mis propios límites. Era el
Turco quien estaba enloqueciendo y por un momento me gustó que la situación se le escapara
de las manos. Ahora podría comprobar que nuestras historias habían sido similares sólo hasta
cierto punto, pero era éste el lugar en donde las motivaciones hacían que los rumbos
cambiaran de dirección. Un poco me apenaba también, ya que hacían casi dos meses que él
Cuando abrí los ojos estaba de nuevo en la piecita. Lo primero que me vino a la mente fue
la asquerosidad en la que me había dormido y me llevé instintivamente las manos a la cara y al
pelo. Pero no había signos de nada extraño. Cuando bajé la mirada para verme el cuerpo me
asusté al ver una figura sentada al borde de la cama. Era Romina. Y lloraba. Inspiré rápido y
me tensioné de golpe, esperando al dolor que solía aparecer en mi pecho cada vez que la veía
sufrir. Misteriosamente, la emoción no llegó. Y en su lugar pude comprobar que lo único que
había en todo mi ser era indignación. Y no tuve que esperar a comprender a qué se debía. Lo
sabía perfectamente. Era el único sentimiento aceptable para relacionar todo este episodio con
la pareja que lo había llevado a cabo. ¿Cómo podía existir en el mundo gente tan enferma,
capaz de dejarle creer a uno que es un asesino, sabiendo perfectamente que no es verdad? Y
sobre todo viniendo de un hombre que había atravesado la misma experiencia. ¿Es que en
realidad estaba ofendido con el mundo y quería desquitarse con alguien? ¿Qué demonios
El cuartito que había servido tan bien para mi recuperación y que, de alguna manera,
había aprendido a querer, se volvió de pronto obsoleto cuando comprendí que ya había
terminado de obrar sobre mí toda su magia alquímica. El Turco me preguntó si quería esperar
antes de subir con él o si prefería hacerlo directamente. No tuve que contestarle para que
comprendiera que ya no necesitaba estar ahí y que el mundo exterior había cobrado para mí un
nuevo sentido existencial. Sólo necesitó ver la curiosidad presente en mi mirada para recibir su
respuesta. Me apretó el hombro con su mano y con una sonrisa llena de esperanza en su rostro.
Cuando llegamos al pie de la escalera, una vez más él se detuvo para dejarme pasar
primero. Todavía pude sentir un dejo del pánico que me generaban y me sorprendió que
hubiera pasado tan poco tiempo desde entonces. No había realmente un temor que me frenara,
pero justo cuando iba a pisar el primer escalón me detuve en seco con el pie aún en el aire.
Algo se me vino de pronto a la mente y no pude creer cómo no lo había considerado antes.
Mientras corría por mi ser la desesperación de tener que aprender a lidiar con el hecho de que
era un asesino, nunca había sido una posibilidad, sino un hecho. Pero ahora que Da Silva
estaba vivo, las cosas habían cambiado radicalmente y no tenía el mismo destino que
consideraba seguro luego de haberlo golpeado hasta la muerte. ¿Qué sucedería entonces? La
cárcel no hubiera sido una elección si yo hubiese cometido un homicidio. Pero, ¿ahora? Ahora
que Da Silva estaba vivo, todavía existía la posibilidad de que hubiese levantado una demanda
en contra de mí. Dos, si me detenía a pensarlo más detalladamente; una penal y una civil.
Según las explicaciones de Romina, el hombre había quedado hecho una ruina y de ninguna
manera me iba a poder escapar de las garras de la justicia si Da Silva decidía venírseme
encima con todos sus abogados feroces. Y en realidad no era tanto él quien me preocupaba
ahora, sino su padre. Porque aún si mi -ahora ex- jefe hubiera decidido callarse la boca por su
propia conveniencia, no creía poder correr la misma suerte con su padre. Era un hombre
demasiado poderoso y, aunque no podía decidir demandarme por su hijo, encontraría los
medios pertinentes para convencerlo a él de hacerlo. Pero también pensaba... si Da Silva padre
hubiera realmente decidido encontrarme, con su determinación y su fortuna, no hubiera
existido lugar en el mundo en el que yo pudiera esconderme. ¿Qué había sucedido desde
Por supuesto que nada de lo que mi mente imaginaba que iba a ocurrir sucedió realmente.
Antes de cruzar la puerta tenía la sensación de que me encontraría con una ciudad nueva,
transformada, diferente. Pero no. Nada de eso. El lugar era exactamente el mismo. Ni siquiera
pude mentirme a mí mismo que ahora que me había renovado, vería las cosas desde otro punto
de vista. No. La puerta esa daba al costado de la plaza. Sólo había que subir unos escaloncitos
más al aire libre y estaría caminando por ella como cualquier otro día de mi vida. Recién
entonces pude comprender a qué se refería el Turco cada vez que decía „acá arriba‟. Era
literalmente „acá arriba‟. Por un momento no pude creer que no me había movido más de 50
metros en todo este tiempo en el que mi mente, en cambio, había viajado por tantos lugares y
Cuando salí nuevamente a la calle me di cuenta de varias cosas. La primera fue que no
había sido cierto que no tenía hambre; cosa que comprobé después del primer tenedor de arroz
que introduje en mi boca. La segunda fue que, si bien me sentía renovado gracias a esa ducha
helada, mi condición de vagabundo seguía intacta. Ni siquiera el guardia de seguridad me
reconoció cuando salí, y eso que yo estaba dispuesto a agradecerle como si fuera un gran
amigo por haberme mirado directamente a los ojos cuando me vio llegar. La tercera y más
sorprendente tuvo que ver con mi pasado, y me hizo estremecer. En el preciso momento en
que pisé la vereda y me di cuenta de que mi mente tenía ahora un amplio espacio que antes
había estado ocupado por el olor que acarreaba, no tuve que mirar demasiado para caer en la
cuenta de que la ciudad estaba forrada con los mismos carteles publicitarios. De la misma
manera en que ocurre cuando una superproducción de Hollywood llega a Buenos Aires, todos
los postes verdes para fijar carteles característicos de esta ciudad y todas las paredes que así lo
permitían, estaban ocupadas con el mismo anuncio. De fondo había una gran foto con unas
diez personas en ella que me resultaban extrañamente familiares, todas mirando a la cámara y
sonriendo. Y por encima de ellas, la inscripción me hizo recordar inmediatamente de dónde las
No sabía dónde buscarlo, menos a estas altas horas de la noche. La única referencia que
tenía era el semáforo en el que siempre lo veía hacer sus actos de ilusionismo. Su „lugar de
trabajo‟, su „oficina‟, como lo llamaría el Turco. Por supuesto que estaba desierto. A esta hora,
cualquiera concluiría que es una pérdida de tiempo trabajar, teniendo tanto tráfico durante el
día. Pero no tenía otra pista así que decidí quedarme a esperar ahí. De todas formas, era lo
mismo quedarme sentado acá que en la plaza. Al menos de este lado de la 9 de Julio tenía un
poco más de distracción, aunque por algún motivo, no podía evitar sentirme apretado por los
edificios. Este semáforo era la última de mis postas cuando trabajaba de gerente y me ocasionó
cierta ansiedad saber que estaba ahora tan cerca del edificio de Valmont. Una ansiedad
bastante parecida al temor. Una ansiedad que conduce directamente al pánico si no es
sostenida a tiempo. Me dije a mí mismo que estaba bien disfrazado. Recordé las palabras del
Romina me despertó con el desayuno. Todavía me costaba trabajo lidiar con el hecho de
que aún en uno de los lugares más peligroso del mundo existieran personas cargadas de
esperanza y amor. Ella no sabía en qué momento vendría su marido a darle una terrible
noticia, aunque no cabía la menor duda de que cada día que terminaba sin novedades
agradecía a todos los santos. Tanto su vida como la de aquellos por quienes vivía era una
lotería y, en lugar de preocuparse, o pensar en una solución, se dedicaba a cuidarlos -
cuidarnos- y a entregarse plenamente a su propio destino. Era un ángel. No había duda de ello.
No importaba qué tipo de vida eligiera cada persona, ella acompañaba sin juzgar.
-¿Qué hora es? -pregunté.
Como si importara, ¿no? ¿Cuál sería la diferencia entre un momento del día y otro en un
lugar como este?
-Alrededor de las 10 -me contestó.
Pero sí importaba. Importaba porque a esta hora, ya podía comenzar a tener esperanza -
una mala idea para cualquiera en esta realidad, probablemente- de que Oviedo haya leído mi
mail. Me senté en la cama y le sonreí a Romina cuando dejó la bandeja y se fue. Tenía en mi
memoria un vago recuerdo de todo lo que había ocurrido ayer y de las posteriores
conclusiones a las que había llegado. Pero nada pisaba tan fuerte en mi cerebro como la
creciente necesidad de volver a ver a Julieta. No existía manera de que pudiera lograrlo sin la
ayuda de Oviedo -a quien también desesperaba por ver- así que me comí el pan duro y me
tomé el cocido frío, llevé las cosas a la cocina y subí casi corriendo los dos pisos de nuevo al
exterior.
Pero de pronto no fue tan buena idea. Buenos Aires no era en este momento del día la
misma ciudad que había sido de noche. Yo lo sabía. Pero lo había olvidado. El ruido fue lo
primero que chocó contra mi percepción y enseguida recordé aquellos informes en el noticiero
acerca de la contaminación auditiva que siempre me habían parecido absurdos. ¿Cuántas cosas
más iban a modificar mi manera de ver la vida? Ya no era una cuestión de comparar el
presente con el pasado, sino de aceptar irremediablemente que el mundo real era éste, y no el
que había englobado mi existencia previamente. Esta pesadilla comenzaba a ser cada día más
real y el pasado se sumergía dentro de una nebulosa más cercana a lo onírico que a los
recuerdos. Experimentar este caos con todos mis sentidos a la misma vez, en esta vestimenta y
en esta situación, me hacían dudar de mi propia memoria. ¿Habría sido todo un sueño y recién
ahora estaba despertando? Sí. Ojalá fuera tan afortunado.
El Turco me pasó el brazo por encima del hombro y pegué un salto. Me di cuenta de que
demasiada realidad me había dejado atónito y que no lo había visto acercarse.
-Me alegra verte -dijo, mientras me sacudía un poco.
No pude comprender si me estaba hablando para que volviera a la realidad o si decía eso
porque pensó que otra vez decidiría quedarme ahí encerrado. De cualquier forma, en el
instante posterior al que recuperé mis sentidos, se me vino a la mente Oviedo. Y sabía de
antemano que no tendría ni remotamente la misma suerte que había tenido anoche y que en
El cuartito no me resultó menos amenazante que la vez anterior. El intenso olor a diario
era nauseabundo. Pero al menos ahora estaba solo y no tuve que esconder ninguna de las
emociones que me invadieron al tener que enfrentarme de golpe con toda mi vida pegada en
las paredes. Y tenía tiempo. Al menos el suficiente para poder ponerme al día con dos meses
de existencia puesta en espera. Luego de echar el primer vistazo, me encontré con dos
opciones. O el Turco había estado muy aburrido o su obsesión había superado ampliamente los
límites de la cordura. De pronto se me vino a la memoria su historia y lo difícil que le había
resultado encontrar una actividad que lo mantuviera alejado de las drogas. Esto demostraba
que el esfuerzo que realizó para atravesar su crisis y retomar su vida lo convertían en una de
las personas más fuertes y valientes que había conocido en mi vida, y eso aumentó aún más el
respeto que ya le tenía.
Los recortes estaban organizados por fecha, por tema y por nombre del diario que los
había publicado, como un cuadro de triple entrada. Si hubiera vivido en la época de
Mendeleiev, se hubiese llevado los honores por haber inventado él mismo la tabla periódica de
los elementos. Y aunque mi consciencia me repetía una y otra vez „no juzgues, no juzgues, no
juzgues‟, no podía evitar pensar lo mismo que mi padre había pensado una vez de mí: que su
gran intelecto estaba siendo desperdiciado. Porque para poder lidiar tan habilidosamente con
cuadros de triple entrada se necesita un coeficiente intelectual algo superior al medio: Lo sé
porque me costaban gotas gordas de sudor en mis épocas de estudio. Y acá estaba él, muy
tranquilamente, sin haber estudiado en su vida este método organizacional, y sin embargo
aplicándolo inconscientemente como una de las cosas más naturales del mundo.
-¿Todavía tenés esa computadora? -le dije al Turco directamente en cuando salí del
estacionamiento y caminé decidido hasta él.
Mi consciencia no sólo me recordaba que estaba siendo un hipócrita, sino que ahora me lo
estaba gritando. Por nada del mundo quería ignorarla y ella aprovechaba para retrucarme que
era exactamente lo que estaba haciendo. Pero me convencí a mí mismo que le compraría una
computadora a ese hombre más adelante, aunque sabía que era lo más absurdo que se me
podía ocurrir. Al menos silenciaba momentáneamente a mi consciencia. Aparte había otra cosa
que era cierta: el Turco ya había dado la orden y ahora era tarde para volver atrás. Él asintió
con la cabeza como si yo nunca hubiera intentado darle una lección de moral un rato atrás.
Caminó hasta el „campamento‟ y sacó la computadora de adentro de una bolsa.
-Tenés poco tiempo. Ya la vendí. La están viniendo a busca‟ -me dijo el Turco con toda la
naturalidad del mundo.
„¿Escuchaste? ¿Escuchaste?‟ me decía mi consciencia. „¿Ves? Al final sos un hipócrita‟.
Pero la posibilidad de comunicarme con Oviedo estaba demasiado cerca y ya no tenía fuerza
para seguir lidiando con esta realidad. Era una tortura. Necesitaba respirar y volver a sentir un
poco de la esperanza que sabía que existía en mí, pero que este lugar intentaba machacar a
mazazos a cada instante. Levanté la tapa y encendí la computadora. Tampoco sabía si tendría
la cantidad de batería suficiente como para revisar el correo. Quizás la persona a la que había
pertenecido este aparato la había utilizado recientemente y la había consumido. ¿Qué estará
pensando esa persona? ¿Habrá ido a la comisaría a hacer la denuncia? Ay, Dios. Esto era
terrible. Sólo de pensar en la impotencia que ese hombre o mujer estaría sintiendo en este
momento me revolvía el estómago y me llenaba de culpa. Oviedo... Oviedo... Oviedo... Sí.
Mejor. Focalizate. Y de paso... callate. Suspiré y esperé a que el sistema terminara de cargar.
¿Para qué? La reputa madre. ¿Era realmente necesario que apareciera una foto de una pareja
con un bebé en el fondo de pantalla? Me cago en la puta madre. Una pareja... luchando por
sobrevivir en esta selva de cemento de mierda... Es injusto. ¿Por qué tengo que formar parte de
esto? Ay, mi pecho. Tira tanto la culpa. Pero no. Oviedo. Necesito a Oviedo. No mires. No
mires. Internet. Internet. Toda esta ciudad estaba condenada a morir de cáncer con la cantidad
de ondas eléctricas que nos atravesaban. Parecía mentira que pudiera acceder a cualquier parte
del mundo sin necesidad de conectarme a ningún lado, contando sólo con ondas de wifi. Sí...
bien... pensá en otra cosa... Usuario... contraseña... la hora de la verdad... Tic tac... tic tac... o
debería mejor decir blup tup... blup tup... blup tup... ¡UN CORREO NUEVO! ¡SÍ! ¡¿SERÁ
DE ÉL?! ¡¿ME HABRÁ ENCONTRADO?! Tranquilo... vas a hiperventilar.
¡SIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII! Ay, Dios. Era todo lo que necesitaba. Sólo el hecho de saber que
Tuve que releer varias veces el mail para poder terminar de comprenderlo, ya que las
lágrimas que comenzaron a caer de mis ojos en el instante posterior al que leí la palabra
„Querido‟ no me dieron tregua y tuve que esforzarme y limpiarme los ojos cada varios
segundos antes de poder seguir avanzando con la lectura debajo de la continua catarata. Y para
el momento en que llegué a „su fiel amigo‟, no me quedaron más fuerzas. Tuve que dejar a un
costado la máquina para que no generara un cortocircuito y que el Turco me puteara. Pero a él
no pareció importarle demasiado el aparato. Se arrodilló en frente de mí más asustado que
nunca.
-¿Estás bien? ¿Qué te pasó? -suplicaba. -¡Decime algo!
Yo no hacía otra cosa que negar con mi cabeza. “No es cierto. No es posible. Estoy
soñando”, me decía. Y sólo cuando el Turco comenzó a zamarrearme fue que me di cuenta de
que sólo estaba exultante por dentro; por fuera sólo se veían lágrimas y un constante
movimiento lateral de cabeza.
-Por favor... por favor -repetía el Turco como si estuviera rezando.
Quizás, de alguna manera, sí lo estaba haciendo. Le estaba pidiendo a todas las fuerzas
sobrenaturales que no me dejaran entrar otra vez en crisis.
-Estoy bien -le dije y me dije.
Pero no podía creerlo aunque lo escuchaba salir de mi boca y volver a entrar en mi
cerebro desde afuera.
-Estoy bien... estoy bien... -trataba de convencerme más a mí que a él. -Me contestó
Oviedo. ¡Estoy salvado!
Pero de pronto me di cuenta de que eso podría insultar al Turco; después de todo él había
sido mi salvador en primera instancia. Y con ese comentario sólo parecía decir que no
valoraba ninguno de sus esfuerzos. Lo miré algo preocupado, pero en la imagen distorsionada
por las lágrimas que me llegó al cerebro de su rostro no parecía ofendido. Igual no quise correr
riesgos.
-Gracias, Turco -le dije rápidamente. -Gracias por todo lo que me diste. Por tu tiempo, por
tu dedicación, por tu fe y por tu experiencia. Por tu paciencia y por devolverme mi propia
consciencia.
Lloraba. Negaba con la cabeza, pero me reía.
-No me van a alcanzar tres vidas para devolverte todo lo que hiciste por mí estos dos
meses.
Pensar en la entrada de de Living Cars como la mejor opción para reencontrarnos no fue
la idea más feliz que le escuché a Oviedo. La calle era Esmeralda y el edificio era el que daba
casi a la esquina de Rivadavia. O sea... una de las más transitadas del microcentro a esta hora
del día. El sol estaba casi encima de la ciudad y la gente comenzaba a salir a almorzar. O sea...
peor aún. No sólo porque el tránsito de peatones se volvía demasiado grueso como para poder
esconderme y descubrir a Oviedo a la misma vez, sino también porque otra vez estaba
teniendo que lidiar con la ignorancia pobremente disimulada de las personas que pasaban por
mi lado. Otra vez intenté convencerme de que al menos no se alejaban por mi mal olor. Al
menos algo de positivo había. Me paré en la vereda de enfrente e intenté mirar por encima de
la gente a ver si pescaba la cara de Oviedo entre la multitud.
Pasó una hora... Dos... La gente comenzaba a volver hacia sus trabajos para continuar con
la segunda parte del día laboral y sin embargo aún no percibía ni la más mínima señal de su
presencia. Otra vez comenzaba a sentirme dentro de un sueño. ¿Quién no había soñado alguna
vez que estaba desnudo en medio de una multitud de caras asombradas que lo señalaban a uno
mientras se reían del hilarante espectáculo? Ese era básicamente el grado de vergüenza que
estaba sintiendo. Y como en todo gran sueño, no podía faltar la parte en que todas las personas
se convertían de pronto en la misma multiplicada cientos de veces. La ansiedad me hacía ver
la cara de Oviedo en todos los rostros. Incluso había personas que me miraban doblemente
asustadas al percibir que les prestaba más atención que a otras. No me cabía duda de que cada
una de ellas probablemente temía que la fuera a robar. Y la verdad era que tampoco podía
juzgarlas, ya que yo mismo había sido víctima de la misma ignorancia.
De pronto, al mirar hacia uno de los lados, la probabilidad de que estuviera soñando se
convirtió en certeza. A lo lejos venían caminando tomados de las manos Da Silva y... Camila.
Sí, sí. Camila. Mi Camila. Aunque... en tanto más se acercaban, mejor podía apreciar que ya
no era mi Camila, sino su Camila. ¿Sería eso realmente posible? De pronto comencé a pensar
no en la respuesta, sino en otra pregunta. ¿Qué hubiera pasado si me enteraba de la nueva...
„adquisición‟ de Da Silva dos meses atrás? ¿Cómo me hubiera sentido? Probablemente
robado, aunque quizás recordaría rápidamente lo mismo que me estaba viniendo a la mente
ahora: el día en que nos cruzamos en aquel restaurant y él la miró tan comestiblemente que lo
único que consiguió fue faltarle el respeto a Julieta... a... mi Julieta. Si no hubiera analizado
tan profundamente mis sentimientos durante estos últimos dos meses, y si no hubiese llegado a
la conclusión de que estaba perdidamente enamorado de Julieta, tal vez hubiera sentido celos
de este panorama. Ahora me parecía simplemente patético. Pero, ¡hey! Despertate, idiota; que
lo único que falta es que te vean ellos a vos. Pestañeé un par de veces y me refugié en la
entrada de un edificio mientras pasaban por mi lado sin siquiera mirarme. Por primera vez en
todo este tiempo agradecí el hecho de ser tan invisible como para saber que ninguno de ellos
me hubiera reconocido así les bailara un tango en la cara. Lo sabía porque yo había sido como
ellos. Lo sabía porque algún tiempo atrás yo tampoco me hubiese prestado atención. Y lo
sabía porque aún hoy, luego de tantos años de dejarle limosna al mismo vagabundo, no tenía la
menor idea de cómo era su cara. Hoy me jugaba a favor, pero sabía que mi consciencia me
recordaría, de aquí en adelante, la mierda humana que alguna vez fui. Y estaba bien. Era justo.
Me recordaría que puedo ser muy diferente de los demás seres humanos, pero que jamás
-Basta de irnos por las ramas -dije, después de que la mujer de Oviedo interrumpió
nuestro abrazo para dejarnos unos sanguchitos de miga y un poco de vino, nos sonrió con
ternura a los dos y se volvió a ir. -Que todavía no sé si voy a ir preso.
Esa noche, al acostarme por primera vez en mucho tiempo en una cama decente, sin
cucarachas ni mugre que las atrajera, sabiendo que estaba protegido, fue la primera vez en mi
vida que dormí tan profundamente que me caí de la cama sin siquiera darme cuenta. Cuando
Oviedo entró en la habitación a la mañana siguiente y me zamarreó pensando que algo malo
me había pasado, yo tardé en comprender lo que estaba sucediendo y mucho más en
acordarme dónde estaba. Aún después del tiempo que habíamos compartido el día anterior, me
parecía un sueño el habernos reencontrado.
-Estoy bien... -le dije, aunque un poco desconcertado todavía. Y me senté en la cama. -Es
sólo que... dormí demasiado bien.
Aún estaba fresco en mi memoria el sueño que estaba teniendo cuando Oviedo me
despertó. El único sueño del que sin lugar a dudas no querría despertar jamás. Quería volver a
acostarme y cerrar fuertemente mis ojos para entrar de nuevo en esa belleza onírica. Pero mi
consciencia era tirana y de pronto comencé a creer que me hizo vivir tan intensamente ese
momento sólo para recordarme que aún era peligroso y que tal vez nunca podría acceder a él
en el mundo real. Aproveché el haberme caído de la cama para disimular mi desconcierto. Ay,
Dios, si tan sólo pudieras hacer realidad un único deseo; si me encontrara ahora con la lámpara
de Aladino y el genio decidiera arbitrariamente que sólo por ser yo cumpliría sólo un deseo
mío en lugar de los tres acostumbrados, no dudaría ni por un segundo y le soltaría mi demanda
antes de que terminara de explicarme las cláusulas. Y si me concediera eso... aún sabiendo
eternamente que sólo formaría parte de un sueño, aún así sería el hombre más feliz del mundo.
Pero no. Estaba... despierto. Casi sonó como un insulto al decirlo; me provocó nauseas. Estaba
despierto y plenamente consciente de que en este mundo, bajo estas reglas, sería más factible
que me partiera un rayo que poder cumplir con mi deseo. Moriría feliz en el sueño porque
estaría compartiendo ese momento fuera del tiempo con ella. Moriría en aquel lugar en el que
no se puede morir, sólo para no tener que vivir ni un minuto más en este lugar que
Pero no. No iba a ser ese mi último deseo. No iba a ser tan afortunado. Cuando abrí los ojos vi por
la ventana que ya era de noche, pero me senté sobresaltado, sin recordar a dónde estaba. Mala decisión.
Horrible. Una vez más tuve que llevarme la mano al pecho para confirmar que mis pulmones aún
estaban ahí y casi termino de enloquecer al pensar por un instante que todo había sido un sueño y que
tenía que prepararme para ir a la fiesta.
Sí. Ojalá fuese así de afortunado.
Miré a mi alrededor y vi a Oviedo sentado al otro lado del loft, cerca de la biblioteca, leyendo.
Levantó la vista cuando me vio, cerró el libro, lo colocó de nuevo en el estante y corrió a mi lado. Me
miró de arriba abajo y se detuvo en mis ojos un buen rato. Yo asentí y suspiré, para comenzar a
incorporar de a poco todo lo que había vivido en estas últimas horas.
-Julieta -dije.
Era definitivamente lo más importante y lo que requería una solución más urgente. Me levanté y
fui hasta la biblioteca. Saqué del cajón del escritorio la agenda y pasé lentamente el dedo hasta la „V‟,
como si pudiera detener el tiempo de alguna manera. Oviedo miraba todo desde lejos. No se acercó,
calculo que para darme algo de privacidad, cosa completamente absurda en un loft. Encontré el nombre
de Julieta y me dolió otra vez el pecho al observar que no era en nada diferente del resto de los
números y que sonaba aún más impersonal al leer „Villalba - coma - Julieta‟. Encima la tenía en la
agenda por apellido. Realmente no merecía a un hombre como yo. ¿Cómo pude haber ignorado a un
ángel durante tanto tiempo? Como si sus alas no fueran lo suficientemente grandes como para no
verlas. Negué y suspiré antes de agarrar el teléfono. Miré a Oviedo al otro lado del departamento y él
asintió como dándome aliento. Así que esto era todo. No me quedaba más que rezar que no tirara por la
borda todas mis conclusiones al oírle la voz. Marqué los primeros números... característica de Santa
Fe... los demás números. Que dé ocupado. Que dé ocupado. Que dé ocupado. Mierda. Que no haya
nadie. Que no haya nadie. Que no hay--
-¿Hola?
Voz de hombre, bien.
-¿Se.. señor Villalba? -susurré.
-Sí...
-Buenas tardes... le habla el señor Domínico, desde Buenos Aires, yo trabajo con su hij--
-¡¿Cómo se atreve a llamar a esta casa?! ¡Descarado hijo de puta!
Al cabo de un rato comencé a sentirme mejor y me senté en el suelo, recobrando la postura. Miré
a Oviedo, quien se había quedado parado sufriendo conmigo todo mi dolor y suspiré, para darle a
entender que ya estaba todo dicho y que podíamos cerrar ese capítulo. Pero no pasaron ni dos segundos
desde que tomé consciencia de que me sentía mejor, que un nuevo teléfono comenzó a sonar. No era el
de mi casa ni sonaba como alguno que hubiese escuchado antes. Yo miré extrañado para todos lados,
pero Oviedo me devolvió una expresión de pánico. Sacó de la funda su celular y lo miró espantado,
sabiendo quién llamaría sin necesidad de leer en la pantalla el número.
-Es ella -me dijo. Aunque yo ya lo sabía. -¿Qué le digo?
-Excepto que estás acá o que sabés dónde estoy, la verdad.
Oviedo tragó saliva y atendió.
-¡Hola Juli! -dijo, tratando de sonar casual, pero fracasando olímpicamente.
Se quedó en silencio un instante que a mí me pareció eterno. Luego me miró, negando con la
cabeza, y pude ver el sufrimiento en sus ojos. Sí. Definitivamente, Julieta seguía llorando.
-¿Que hizo qué? -preguntó Oviedo, y ahora se puso de espaldas, calculo que para tratar de mentir
mejor.
Nuevo silencio eterno. Por un lado, rogaba ser yo quien volviese a escuchar su voz, pero por otro
agradecí no hacerlo, para poder mantener mi compostura. Oviedo comenzó a alejarse, caminando
lentamente por el loft.
-No sé, Juli. Él me contactó a mí. Hablamos un buen rato y después se fue.
Oviedo se quedó callado y Julieta debió haber preguntado de qué habíamos hablado, porque luego
dijo:
Me despertó el timbre. Otra vez me costó recordar dónde estaba. Otra vez me invadió la
sensación de que quizás todo había sido un sueño del que recién ahora estaba despertando. Y
otra vez terminé llegando a la misma conclusión: “Sí. Ojalá fuera tan afortunado.” Bajé los
escalones medio a los tropezones, tratando de explicarle a mi cuerpo lo que era funcionar
adecuadamente, mientras recordaba por qué sentía un enorme fastidio con mi consciencia. Ah,
-¿Guille? -gritó mi mamá desde abajo y la escuché de casualidad, ya que justo estaba
saliendo de la ducha.
-¿Qué?
-Atendé ahí que es para vos.
Fui hasta la cama, pensando en Oviedo. ¿Quién más tenía este número y sabía que yo
estaba acá?
-Hola Carlos -dije.
-¿Sr. Domínico?
No sé realmente cuánto fue el tiempo que me quedé con el tubo del teléfono en la oreja,
pero debió haber sido bastante, ya que sólo cuando mamá apareció, me sacó el teléfono, cortó
y me zamarreó un poco, pude pestañear y volver a la realidad. Parecía que el destino se había
empecinado en hacerme transitar un único camino sin importar cuáles fueran mis deseos o
motivaciones. Y ya estaba cansado. Ya no quería seguir luchando contra mí mismo. Ya lo
había hecho durante tanto tiempo que realmente no me quedaban energías para tratar de buscar
Me hubiera gustado decir que todo fue cuesta arriba a partir de aquí. Me hubiera gustado
poner la palabra fin a este relato. Me hubiera gustado no tener que pensar en nada más. Pero
mi vida no era, lamentablemente, lo único importante en mi vida y, en estos dos meses,
muchas cosas pasaron que quedaron grabadas en mi memoria para siempre. Una de ellas era el
Turco, a quien había aprendido a llamar mi amigo, y a quien apreciaba casi tanto como a
Oviedo. Por eso fue que, a pesar de que mi vida personal estaba completa, el destino no tardó
mucho en hacerme ver que había salido del estacionamiento para algo más que reencontrarme
con Julieta. Jamás hubiera deseado que el destino me lo recordara de esta forma, pero al
Luego de un tiempo que no podría saber cuánto fue, volví a levantar los ojos y justo en
ese momento se encontraron con los de Romina. Ella estaba del otro lado de la plaza, cerca del
estacionamiento, pero igual se quedó parada mirándome, como si en efecto mis ojos fueran lo
único que la mantenía unida a este mundo. El resto de su cuerpo parecía inerte, como una
muñeca, como un trapo. Caminó lentamente hasta donde estábamos con el Turco, dejando en
el suelo unas rayas de tierra que hacen esos pies que ya no tienen interés en levantarse más de
lo necesario para avanzar. Estaba viniendo hacia acá, sí, pero había dejado de avanzar. Y en
tanto más se acercaba a nosotros, más veía en su rostro ese manto de tristeza feroz que la
envolvía y la consumía. Sus ojos estaban apagados y nadie en este momento podría llegar a
pensar que era un ángel el que se estaba acercando.
Llegó hasta el banco y se quedó parada delante del Turco, mirándolo sin juicio, pero sin
expresión alguna en su rostro. Yo separé uno de mis brazos y se lo extendí. Entonces vi cómo
su labio inferior comenzaba a temblar y se desplomó en el suelo, colocando un brazo sobre la
pierna del Turco y el otro sobre la mía. Entonces el Turco me soltó y la abrazó a ella con todo
su cuerpo y con la poca fuerza que aún le quedaba. Y lloraron. Los dos lloraron. Durante un
lapso indescriptiblemente doloroso, lleno de pensamientos oscuros y sentimientos temerarios.
Estaban en ese lugar que yo conocí muy bien como el infierno. Ese lugar donde la realidad se
transfigura y la consciencia se desvanece. Ese lugar de donde no se puede volver jamás sin
sufrir una transformación eterna y condicionante... si es que alguna vez se vuelve. Y ahí estaba
yo, tratando de consolar lo inconsolable. Pasando mis manos por sus espaldas como si fuera
absurdamente posible lograr algo con ese gesto. Y entonces el Turco hablo.
-Perdoname -sollozó. -Perdoname... perdoname... perdoname...
Una y otra vez al oído de Romina, que no pronunciaba palabra ni emitía alguna señal de
que lo estaba escuchando. Sólo lloraba y lloraba. Una tras otra había sufrido las
incongruencias de su marido. Sin chistar lo había acompañado en el peligrosísimo camino que
él había elegido transitar. Y ahora que las consecuencias se habían hecho cargo de sus vidas,
también seguía abrazada al hombre que amaba. Y no era la primera vez que lo escuchaba
pedirle disculpas y no era la primera vez que se quedaba callada cuando él le suplicaba como
el pecador al sacerdote en su lecho de muerte. No había manera de explicar lo que ahora
estaba viendo; no encontraba una lógica para las actitudes de él, ni para la aceptación absoluta
por parte de ella, sin hacer preguntas y sabiendo de antemano que una tragedia como esta
terminaría ocurriendo. ¿Cuál sería el límite de Romina? ¿Cuándo diría basta? Y sin embargo,
ahora que había perdido una de las cosas más preciadas de su vida, ¿valía la pena poner punto
final? ¿O ahora más que nunca decidiría quedarse al lado de ese hombre que jamás hizo otra
cosa que ofrecerle peligro y llevarla a recorrer los caminos más dolorosos del mundo? Pero
Fue largo el rato que estuvimos los tres en la misma posición, pero más tarde que
temprano, los dos se fueron calmando y el silencio nocturno se fue apoderando nuevamente de
la plaza. Esto no era más que el comienzo, yo lo sabía mejor que nadie. Todavía no habían ni
siquiera empezado a llorar esta tragedia. Pero ahora se encontraban en ese momento en el que
la consciencia vuelve lentamente a sonar lejana en la mente y el instinto de supervivencia
comienza a obrar tratando de guardar el dolor en algún lugar recóndito de la memoria. Eso era
producto del cansancio y me di cuenta de que ya era hora de actuar.
-Necesito que vengan conmigo -les dije en la voz más baja que pude.
Quise preguntarle a Romina por el hijo que aún le quedaba vivo, pero de pronto caí en la
cuenta de que quizás ya no le quedaban niños por los que rezar. Quizás, esta realidad
imposible había logrado desquitarse con los dos a la misma vez. Todo era posible aquí, lo
posible, lo imposible y lo inimaginable. Recordar eso me produjo más angustia que nunca.
Los dos se levantaron como marionetas y se miraron a los ojos por un instante. Luego el
Turco afirmo casi imperceptiblemente con la cabeza y Romina se fue al estacionamiento. Yo
no me moví, esperando la reacción del Turco. Pero era aún más doloroso que mi propio dolor
mirarlo a los ojos y ver que ese hombre que yo había conocido algún tiempo atrás, se había
desvanecido y que, en su lugar, quedaba sólo un manojo de huesos sostenidos por músculos en
contra de su voluntad. Romina volvió con el menor de sus hijos a upa, abrazándolo hasta el
límite de la estrangulación, como si él fuera nada más que un cuerpito efímero prestado, que
vendrían a reclamarle en cualquier momento. Cerró los ojos y se tragó el dolor en el preciso
momento en que me vio el gesto de sufrimiento y tristeza que recorrió mi mente cuando, al ver
al nene, caí en la cuenta de que era Ramito el que había muerto. Romina se guardó toda su
angustia en ese lugar que sólo las mujeres tienen, para escondérselo a su hijo y no preocuparlo.
Llegó hecha una roca hasta donde estábamos y así se mantuvo todo el trayecto camino a mi
departamento. No cruzamos palabra. No había realmente nada para decir. No existían, en todo
el idioma, términos capaces de expresar lo que había ocurrido.
Cuando abrí los ojos todavía era de noche. La tenue luz de la ciudad entraba por la
ventana, pero más intensa era la que venía de abajo. Me di vuelta buscando a Juli, pero ese
lado de la cama estaba vacío. Me apoyé en el codo y miré para los costados, un poco
confundido. Aún me costaba internalizar la cantidad de cosas que habían ocurrido en tan
pocos días. Me levanté y me fui al baño. Por el balconcito de la pieza pude ver que la luz de la
cocina estaba encendida y que Romina y Julieta estaban conversando. El Turco seguía
durmiendo, al igual que su hijo. Quería bajar y charlar un rato con Romina, brindarle un poco
de seguridad para que limitara sus preocupaciones, que ya eran demasiadas. Pero seguramente
Juli iba a hacer eso mucho mejor que yo, como siempre. Así que enseguida me fui a dormir
otra vez y esperé a que llegara el nuevo día que sabía que, tanto el Turco como Romina,
despreciarían.
El sol entraba por la ventana cuando me volví a despertar. Ahora sí, cuando giré en la
cama, vi a Juli acostada a mi lado y me sentí completo y feliz. Aunque rápidamente recordé a
mis huéspedes y me invadió una sensación de dolor. Me levanté, me lavé y bajé las escaleras.
Los tres estaban durmiendo todavía, así que casi sin hacer ruido, me puse a preparar el
desayuno. No había demasiadas cosas; sólo los restos en la heladera de lo que había traído
Oviedo. Puse el agua a hervir para unos mates y me quedé mirando al Turco por encima de la
mesada. Aún en sueños, su rostro expresaba sufrimiento. Miré a su hijo y sentí de pronto la
tristeza que acarrea la pérdida del potencial futuro de un niño. ¿Cómo habría ocurrido?
¿Habría tenido algo que ver con el recuerdo de haber visto al Turco caminar furioso hacia el
estacionamiento? ¿Cuánto tiempo habría transcurrido entre ese momento y la tragedia? ¿Fue
antes o después? ¿Y cómo? Anoche, sentado en el banco, el Turco le había pedido disculpas a
Romina tantas veces que me había puesto la piel de gallina. ¿Había tenido algo que ver con la
muerte de su propio hijo? ¿Habría quedado en medio de una habitual pelea por territorio? O
Salimos a la calle cuando terminaron de prepararse y paré un taxi. No los dejé pensar
demasiado en los hechos, ni quería que estuvieran parados delante de la plaza durante mucho
tiempo. Hubiera deseado estar a mil kilómetros de acá, pero bueno... esto era lo que había.
-¿Adónde vamos, mami? -preguntó el chiquito.
Y sólo el hecho de oír esa voz hizo que a los tres se nos abriera un agujero en el pecho.
-Al Ricardo Gutiérrez -le dije yo al chofer.
Y durante todo el trayecto ninguno emitió otro sonido.
Juli nos estaba esperando en la puerta cuando llegamos y, al lado de ella, estaba Carlos.
Eran las únicas dos personas con las que yo quería encontrarme en todo el mundo y agradecí
enormemente la repentina fuerza que me brindó el sólo hecho de verlos. El coche fúnebre se
Dos horas más tarde vinieron a avisarnos que todo estaba listo para el entierro y, como en
una procesión, nos vimos en pocos minutos caminando detrás del cajón. Yo abrazaba al Turco
y Julieta, a Romina. Carlos, por su parte, caminaba con Pedro a upa, tratando de entretenerlo
con los pajaritos, las plantas y los gatos que merodeaban por todo el lugar; en fin, todo lo que
tuviera que ver con la vida y no con la muerte. El Turco no parecía estar sujetándose de mí, ni
Estábamos arriba del avión, Juli y yo, sobrevolando el océano Atlántico camino a Turín,
cuando me puse a pensar en todo lo que había pasado en los últimos días, y lo primero que me
vino a la mente fue que me resultaba casi imposible de creer que las cosas se hubieran resuelto
de manera tan rápida. Como si fueran pequeñas partes de un gran rompecabezas sutilmente
organizado del que jamás conseguiría formar parte más que a través de la ignorancia extrema.
No era de extrañar que Carlos saliera corriendo a reencontrarse con su hijo después de lo
cerca que sintió la terrible experiencia que tuvieron que atravesar el Turco y Romina. Lo que
sí fue una tamaña sorpresa para todos fue lo que vino corriendo a contarme después.
Obviamente no tuvo ningún tipo de problema con su hijo y, como ocurrió con mis propios
padres, bastó un abrazo para dejar de lado todas las diferencias pasadas. Pero Carlos me contó
que hace ya unos cuantos años, su hijo viene trabajando en un proyecto ciudadano,
básicamente privado, para construir un centro de reinserción social en la ciudad de Buenos
Aires. ¡Exactamente la clase de idea que estábamos buscando nosotros! Se había reunido con
unos amigos y estaban ahorrando todo lo que podían para lograrlo sin la des-ayuda que el
gobierno tiene intención de proveer cada vez que mete mato en asuntos ajenos. Pero si uno no
cuenta con la corrupción política, lamentablemente, las autorizaciones y los trámites
necesarios para la inauguración, quedan automáticamente puestos en espera. Y como el
reencuentro entre ellos resultó tan rápidamente fructífero, enseguida Carlos le empezó a contar
acerca de lo que queríamos hacer nosotros y, sumada la experiencia de Carlos con las
excelentes ideas de Luciano y todo el dinero al pedo que yo tenía, comenzar con los
preparativos no llevó más que unos días. Por supuesto que hasta la inauguración iban a pasar
algunos meses, por lo que decidimos irnos con Juli a preparar nuestra provisoria vida a Italia
y, en todo caso, darnos una vuelta para el gran día. Por supuesto que no me gustó en lo más
mínimo que mi colaboración fuera meramente monetaria, pero tanto Juli, como Carlos, e
incluso mi viejo, me volvieron a decir „sólo por ahora‟, hasta que el ridículo Da Silva dejara
de ser una amenaza en mi vida.
Juli recostó su cabeza sobre mi hombro, cosa absolutamente innecesaria en las
comodísimas butacas de primera clase que Van Olders nos obligó a comprar -OK; no fue una
obligación en absoluto-. Casi tenía que estirarse y cruzarse de butaca para acceder a mi
hombro, pero no me importó y, por lo visto, a ella tampoco. La besé en la cabeza y me puse a
recordar la única pregunta que me había dejado preocupado unos días atrás: ¿Qué iba a pasar
con el Turco de ahora en adelante?
Los días que siguieron al entierro de Ramito se quedaron en el departamento y a Juli se le
ocurrió que quizás iba a ser una buena idea que se quedaran viviendo allí mientras
estuviéramos en Italia. Y cuando se lo comenté al Turco, se puso a llorar y me abrazó como
aquel día previo a mi reencuentro con el mundo exterior luego de dos meses de haber estado
encerrado. Pero yo me di cuenta que había mucho más detrás de ese gesto que un simple
agradecimiento por proveerle la posibilidad de contar con un hogar más seguro para él y su
familia. Y entonces me separó y, con todo el dolor del alma, me contó lo que había pasado con
su hijo. Me dijo que su muerte había sido por culpa suya -lo cual me dejó bastante helado-,
pero después entendí que no era precisamente literal su comentario, sino implícito. Me contó
que la noche esa posterior a nuestra charla en el departamento se había quedado pensando en
Fin.