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Malos Aires Buenos Aires
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Laura de los Santos

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Libro Primero: Ellos

-Gracias -le oí decir a él.


Y luego ella dijo:
-Lo mismo digo. Somos parte el uno del otro y tus miedos nos afectan a los dos. El
bienestar de ambos es nuestra libertad.
Así nomás lo soltó. Incluso se tomó la deliberada molestia de hacerlo pausadamente,
como si fuera parte de uno de esos rituales reservados para unos pocos que entienden,
rodeados de muchos otros que hacen bulto. A mí me pareció una tremenda estupidez. Ya
desde que comenzó a hablar, me pareció burdo y sentimental. Y si me quedé a escuchar el
resto de la frase fue sólo para verificar que no estaba equivocado; que mis oídos funcionan
bien, pero la sociedad está cada vez más empalagosa.
¿En qué clase de mundo nos toca vivir? Todos dicen que nos preocupemos por el prójimo,
que obremos en beneficio de los demás, y no sólo pensando en nosotros mismos. Pero, ¿para
qué? ¿Para cruzar por una plaza y tener que escuchar frases como esa? ¿Cómo puede decir que
los miedos de otro le afectan a uno?
Me indigna tener que considerarme ser humano si dentro del mismo grupo estoy obligado
a incluir a personas como esas. Personas que no pueden hacerse cargo de sus propias vidas,
pero muy contentos van por la vida predicando una solución para el alma del mundo. El “alma
del mundo”. Ni siquiera saben lo que es eso. Y encima se dan el lujo de gastar palabras tales
como “Libertad” o “Gracias”, que de tanto uso las han vaciado de contenido.
“¿Qué me mirás?” quise decirle, pero afortunadamente sólo lo pensé. Rápidamente me di
cuenta de que estaba en su territorio; y que no era muy buena idea prepotear a un chorro en su
propia casa.
Temprano a la mañana no pasa mucha gente por esa plaza. Y yo, vestido de traje, con un
maletín de cuero importado y un reloj no menos caro, era un blanco fácil para la mano rápida.
Y pude corroborar, por su cara, que me estaba mirando con ganas. Al principio me pareció que
me miraba con... ¿era realmente melancolía? No. Imposible. Absurdo. Ridículo. Sí. Envidia.
Eso era. Esa era la expresión en su rostro. Pero qué culpa tengo yo si luzco algo que me gané
por propio esfuerzo mientras él dedica su tiempo al dinero fácil.
La mejor opción fue salir corriendo de ahí, antes de que algo terrible sucediera y tuviera
que enfrentarme a mis empleados con esa cara de asquerosa autocompasión que tienen los que
han sido recientemente robados. Aunque quise decirle todo lo que estaba pensando, me callé la
boca. De todas formas, probablemente no lo hubiese entendido. Esos pobretones faltos de
educación, no tienen ningún futuro. No lo culpo por querer robarme. Seguramente esté
pensando que yo no merezco lo que tengo, así como él no merece lo que le toca. Es esta
misma sociedad la que se ha encargado de dejarlos al margen. Pero, al fin y al cabo, tampoco
es mi culpa. ¡Por favor! “Tus miedos nos afectan a los dos”. Me pregunto de qué manera
puede afectarle a él el miedo que me provoca un potencial robo. ¿Por qué debería darme
miedo lucir con orgullo las cosas materiales que adquiero gracias a mi esfuerzo y mi trabajo?
Y en tal caso, ¿cómo le afecta eso a él? “Tus miedos...” ¿Qué sabés vos de mis miedos? No
tenés idea lo que son. Es tu ignorancia la que te protege de ellos.
Sí. Agradecé nomás. Agradecé que estoy en una plaza desierta, donde es muy probable
que yo termine herido y vos con un poco de guita fácil. Me gustaría verte en mi terreno, en mi

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oficina, trabajando para mí. Si algo han aprendido de mí todos los que trabajan para mí, es el
respeto y el honor por el trabajo digno. El “usted” me lo gané. Pero como dije, esta es tu plaza,
y estas son tus reglas. Así que mejor me voy. Te dejo con tus idioteces melosas e hipócritas,
que mucho predicás, pero que jamás practicás.

Seguí hacia mi trabajo por el camino que hago todos los días. La plaza es la primera de las
postas. Me gusta llamarlas así porque es como si determinaran puntos claves en mi camino.
Luego de atravesar la plaza llego a la siguiente posta que es la iglesia. En la puerta de la
iglesia siempre hay gente mendigando. Si no está la señora que da pena con su criatura, está el
anciano que muestra su bastón para que comprendamos lo injusta que fue la vida con él. Y
parece que les funciona, porque la gente siempre pasa por ahí y les tira una moneda. Treinta
metros más atrás hay un vagabundo pidiendo unas monedas, pero la gente lo ignora. Sólo a
medida que se acercan a la iglesia se vuelven más generosos, como si el magnánimo Dios
estuviera esperando en las escalinatas con su dedo avizor, listo para discriminar a las personas
en grupos de generosos y avaros. Sé generoso con tu semejante entregándole una dádiva en la
puerta de la iglesia, pero no derroches tu dinero en aquellos que no lo merecen, por no
depositar su fe en un espectro.
Por eso yo sólo le dejo mis monedas al mendigo. No seré uno más de esta multitud de
ciegos ignorantes, que sólo ven lo que les muestra una institución. Mi tarea es mucho más
noble. El mendigo sabe de quién viene plata que recibe. Él puede ver a quien admira; puede
palparlo; puede escucharlo; y puede saber que lo estará escuchando cuando le exprese sus
palabras de gratitud. Eso es lo que llamo un respeto bien merecido. Esta es mi posta preferida
en el camino. Más allá de que jamás he cruzado una palabra con él, sé que me está agradecido.

La siguiente posta es odiosa. Ese ilusionista pintado de payaso no tiene nada mejor que
hacer que molestar a las personas en los semáforos. Cada vez que lo veo me dan ganas de
comprarme un auto, para no tener que cruzarlo todos los días en mi camino hacia el trabajo.
Pero después me pongo a pensar y me doy cuenta de que si no tengo un auto es porque no
quiero, y no porque no puedo. Me gusta caminar hasta el trabajo y me molesta que este sujeto
influya en mis decisiones.
Siempre con esa carita de felicidad dibujada. Eso es lo que es. Un dibujo. Estoy seguro de
que debajo de todo ese maquillaje no hay nada más que tristeza, por más que siempre me
sonría cuando paso por su lado.
Al final me doy cuenta de que esta ciudad está llena de envidiosos. Ellos se creen que es
muy fácil. Que uno entra a las nueve a la oficina y sale a las seis con un fajo de billetes en el
bolsillo. Nadie sabe lo que pasa ahí dentro, pero tampoco quieren averiguarlo. Porque claro,
quejarse es siempre mucho más fácil que mirar un poco más allá de las simples apariencias.
Este tipo me mira raro. Siempre me mira raro. Pero, a decir verdad, no es muy diferente
de la mirada del mendigo, o del otro enmerengado de la plaza. No es fácil descubrir qué hay
detrás de sus miradas, pero tampoco me sorprende el parecido en ellas. Saben que soy un
hombre que se mueve en círculos de poder, porque yo tampoco me preocupo en esconderlo. Y
a nosotros, la gente siempre nos mira con esa mirada. Una mirada que va más allá incluso de
sus propios límites de comprensión, pero que yo, con mi experiencia, puedo arriesgar a llamar
respeto. Lo sé perfectamente porque es la misma mirada que recibo de mis empleados, a

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quienes nunca fallé. Merezco el respeto que me brindan porque me lo he ganado. Y no voy a
dejar que esta sociedad de envidiosos me haga sentir mal al respecto.
Por suerte el semáforo dura poco y corta rápido, porque cuanto más me quedo parado,
más siento su mirada. Y cuando cruzo la calle siento que se me pega a la nuca hasta la cuadra
siguiente. Sólo cuando lo pierdo de vista me tranquilizo nuevamente. No debería
impacientarme tanto, lo sé. Incluso, si tuviera la certeza de que su mirada es de respeto y no
pendulara hacia la envidia, hasta le ofrecería un trabajo en mi empresa. Mucho mejor le iría
trabajando para mí que en la calle.

En realidad, la empresa no es mía. Pero es casi como si lo fuera, porque el jefe no está
nunca y el que mueve los hilos ahí adentro soy yo. Él me llama por teléfono todos los días a
las cinco en punto para que le pase el parte diario. Con nadie más tiene un trato tan directo
como conmigo. Y me resulta encantador saber que también me he ganado su confianza.
La línea de llegada, luego de mis postas, es la puerta de la empresa. Después de 12 años
de trabajar aquí, no hubo un solo día en que disfrutara un momento del día más que éste. El
momento en que llego a la empresa, cruzo el hall de entrada con sus pisos, paredes y columnas
de mármol importado, saludo a Santillán, el guardia de seguridad del edificio, que siempre me
devuelve una sonrisa, y me dirijo hacia los ascensores. Siete enormes ascensores de espejos en
los que me encanta mirarme para corroborar mi presencia antes de enfrentarme con mis 172
empleados a cargo directo. Bueno, 171 en realidad. No tengo que dar explicaciones de porqué
lo eché, porque no le doy explicaciones a nadie más que a mi jefe. Pero los comentarios dicen
que se lo tenía bien merecido, y que fue una excelente decisión.
Llega uno de los ascensores. Me subo y lentamente paseo mi mano por los botones hasta
el piso 19. Cada uno de esos pisos fue una gota de sudor. Mi jefe tiene la oficina en el piso 20,
que es el último. Más arriba no se puede ir. Y en el piso 19 sólo trabajamos yo, Julieta, mi
secretaria desde hace diez de los doce años que llevo acá adentro; y Rubén y Mario, que son
mis asesores. El ambiente es muy tranquilo y la vista de mi oficina es espectacular.
Julieta es mi más fiel confidente y quien mejor me conoce. Todo lo que mis asesores
tengan que decirme, pasa siempre primero por los oídos de Julieta, quien también lee todos los
informes, antes de que lleguen a mis manos. Diez años de este excelente trabajo en equipo me
han garantizado el puesto que tengo.
Por supuesto que antes de que la información llegue a Julieta, Rubén y Mario revisan todo
y se lo filtran y ordenan según la importancia y urgencia del tema a tratar.
Hoy, por ejemplo, llega de Turín, Italia, el dueño de Valmont -mi empresa-, uno de los
ingenieros más importantes del mundo en lo que a desarrollo automotriz respecta. Jamás voy a
olvidar las palabras que mi jefe me dijo justo después de darme la noticia de que sería yo
quien lo recibiría. “Observá todos sus movimientos. Escuchá todo lo que dice, pero prestá
mucha más atención a lo que no dice. Tomá nota mental de todo lo que le veas hacer. No le
extiendas tu mano si él no lo hace primero. Y no hables, a menos que sea él quien te haga una
pregunta.”
Memoricé esas palabras en el segundo siguiente al que fueron pronunciadas. Este es un
momento clave en mi carrera. Jamás puso su empresa tan en mis manos como ahora. Por eso
ya sé lo que me espera del otro lado del ascensor. Un Rubén y un Mario ansiosos y exaltados,
con treinta papeles en sus manos, y las eternas expresiones de pánico contenido. Julieta

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también va a estar ahí, pero más tranquila y distante, como siempre. La conozco casi tanto
como estoy seguro de que ella me conoce a mí.
Los días de sucesos importantes en la empresa prevalece una calma misteriosa. Hasta la
música ambiental parece pedir permiso para salir por el parlante. Los movimientos de las
personas son sigilosos y todos esperan expectantes algún indicio de información que se pueda
prestar para posterior chimento.
En el piso 19, como era de esperarse, Rubén y Mario casi saltaron dentro del ascensor,
como si fuera posible hacer llegar las noticias a mis oídos antes que las palabras necesarias
para informarlas. Los dos hablaban a la misma vez, sin intención alguna de conservar el
protocolo habitual de una relación de trabajo empresarial.
Debo admitir que yo también estaba emocionado por el suceso, pero no podía dejar que se
me escapara delante de ellos, pues bajo ningún aspecto debo mostrar signos de debilidad. Los
miré sin esbozar siquiera una sonrisa, para que quedara bien claro que esta situación para mí
era una más del montón.
-Buen día -dije.
Julieta me extendió el café y comencé a caminar hacia mi despacho. Detrás de mí venían
los dos atolondrándose entre ellos para ser escuchados. Y detrás de ellos venía Julieta,
observándolo todo sin hablar. Me permití esbozar una pequeña sonrisa mientras miraba hacia
delante, convencido de que ninguno de los dos me estaría viendo, por la confusión y
exaltación en las que estaban inmersos. Llegué a mi despacho. Borré todo signo de sonrisa de
mi rostro. Fui hasta el escritorio y dejé el maletín mientras me sentaba en el sillón de cuero.
Sólo entonces hablé, con total naturalidad.
-A ver, vamos de a poco, por favor. Hablen de a uno, que todavía mis oídos no
discriminan el estéreo.
Durante algunos segundos, los dos se quedaron callados, mirándose, a ver quién hablaba
primero, y luego me miraron como si fuera yo el responsable de tan extrema decisión.
-¿Señores? -dije finalmente.
-Bueno... -dudó Mario, -hoy, como usted sabe, es un día muy importante. El orden
habitual de las noticias se vio modificado por el reciente hecho de la llegada del Ingeniero Van
Olders, que pronostica un cambio en las estadísticas publicitarias de la empresa.
- Ahá... -asentí, -¿qué respuesta tuvo la prensa con la noticia?
-Fue aproximadamente un 80 y 20 -dijo Rubén.
-¿Y ese 20? ¿Los mismos de siempre?
-Sí -dijo Rubén, algo preocupado.
-No podemos culparlos por ser ignorantes -dije. -¿Qué fue exactamente lo que
publicaron?
Rubén comenzó a revisar entre sus papeles hasta que encontró un recorte específico.
Antes de entregármelo, miró a Mario, como esperando su aprobación. Mario asintió y
entonces Rubén me lo acercó. No quise mirar demasiado su mano, pero noté que estaba
temblando. Disimulando para no generar pánico entre ellos, tomé la hoja tranquilamente y la
observé.
El título ya era denigrante. “VALMONT SOUTHERN PONE FRENO DE MANO”. Las
palabras estaban terriblemente bien utilizadas para atraer al público indicado. Ya sabía

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absolutamente todas las intenciones de esa revista descarada con solo leer ese título
despreciable. Y luego continuaba:

“Después de las jornadas abiertas de automovilismo, llevadas a cabo en el autódromo de


San Marcos la semana pasada, parecía que todo marchaba sobre ruedas para una de las
empresas más prometedoras del país, como afirma ser la “Valmont Southern”. Sin embargo,
en estos días está llegando al país el Ingeniero Van Olders, dueño de la empresa, quien
controla personalmente todo el movimiento automotriz de Europa Occidental. A diferencia de
lo que se esperaba, ninguna empresa local fue avisada del arribo, ni conferencias de prensa
fueron organizadas. La llegada se mantuvo en secreto, y la única respuesta a las preguntas de
los enviados especiales fue “Sin Comentario”. Cabe mencionar que la última vez que el dueño
pisó nuestro país fue para cerrar una de las sucursales más importantes de la Ford, que
trabajaba exclusivamente para Valmont Southern...”

Me enferman estos cazadores de recompensas que hablan porque el aire es gratis y


escriben porque la memoria es débil. Sabía que iban a mencionar ese maldito acontecimiento
sin pelos en la lengua. Se creen muy listos por relacionar los hechos. Redactan hábilmente
para dejar todo librado a las posibles interpretaciones. No tenemos pruebas seguras de daños
morales y estos envidiosos se regocijan de placer vendiendo chimentos descarados.
Por supuesto que ninguna de estas palabras salió de mi boca, pues seguramente hubiera
tenido tres suicidios juntos, y ahí sí que iban a tener de qué hablar por un buen tiempo estas
aves de rapiña. Bendito sea el poder del pensamiento que nos da la posibilidad de mantener
nuestra privacidad. Y bendita mi experiencia, que me permitió mantener la cara de poker ante
semejantes falacias.
Continué mirando el recorte haciendo como que leía, aunque sólo pasaba mi vista por
encima de las palabras. Luego del tiempo necesario para que parezca que lo había leído todo,
le entregué el recorte a Rubén sin dar señal alguna del espanto que recorría mi cuerpo. Por
suerte ellos estaban tan asustados que mi pánico pasó desapercibido. Sólo noté en Julieta una
leve expresión en su rostro, como si me estuviera estudiando la mirada. Ella se mantuvo en
silencio todo el tiempo, tomando nota de lo que hablábamos.
-¡¿Qué hacemos?! –casi gritó Rubén.
-Nada, caballeros. Que no cunda el pánico. No se preocupen que todo está bajo control.
Estos editores tienen bronca con nosotros por el éxito que tenemos muy a pesar suyo. Nada de
todo esto es personal.
-¿Y la nota? -dijo Rubén, -¿La escondemos?
-No seas ridículo, Rubén. No podemos esconder todas las revistas del país. Y eso
suponiendo que el ingeniero no se meta a navegar por la red. Lo mejor es que la vea.
-¿Qué? -dijo Mario.
-Que lo mejor es que la vea. Es la mejor manera de que sepa que tenemos todo bajo
control.
“Estos hipócritas no saben con quién se están metiendo”, iba a agregar, pero me lo
terminé guardando. Pocas palabras y concisas son siempre mucho más eficaces. Sobre todo
con la gente que más confianza deposita en uno.

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Julieta me seguía mirando. Me di cuenta de que mi pensamiento le había llegado a ella a
través de mi mirada. Sin embargo se mantuvo callada. La miré un instante. Sabía que tenía que
decirme cosas que no debían escuchar los otros dos.
-Entonces, ¿volvemos a poner las revistas en la recepción? -preguntó Rubén.
-Por supuesto -dije, y fue mi última palabra.
Rubén y Mario entendieron que la conversación había terminado, así que dieron media
vuelta y se fueron. Sólo cuando se escuchó la puerta cerrarse con ellos del otro lado, fue que
Julieta habló.
-El avión está llegando a las 11:45. Viene por Air France, en el vuelo EFF-295. Las
reuniones con los pisos 17 y 18 fueron pasadas para mañana.
-¿Por qué?
-Porque... -se detuvo y me miró extrañada; dudó un poco antes de hablar. -...pensé que el
señor Da Silva se había comunicado con usted.
De repente entré en pánico otra vez. La última vez que había hablado con él había sido el
día anterior a las 5, como todos los días, y no me había mencionado nada del tema. Y encima
ahora tengo que enterarme de las novedades por mi secretaria. ¡¿Cómo es posible que él pase
por encima mío y se comunique directamente con ella?!
-Por supuesto que se comunicó conmigo -dije tranquilamente. -Y recuerdo que me
mencionó algo del tema. Pero dijo que lo iba a terminar de decidir hoy.
Julieta me miró un instante en silencio. Sentí que no había creído ni una sola de mis
palabras. Luego bajó su mirada a la agenda y asintió con la cabeza.
-Eso fue lo que dijo cuando llamó hoy. Que quería hablar con usted de ese tema. Y como
le dije que todavía no había llegado, me pasó el mensaje para que se lo diera.
Me tranquilicé un poco. Por lo menos sí había querido comunicarse conmigo.
-¿Y entonces? -le dije.
-Bueno... me dijo que pasara las reuniones con los pisos 17 y 18 para mañana porque va a
estar llegando para presenciarlas.
-¡¿El jefe viene para acá?! -dije casi gritando y le revelé a Julieta todo lo que le había
estado ocultando a Rubén y a Mario. Estúpido, estúpido, estúpido. Cobarde. Menos mal que
por lo menos estábamos solos. Fue entonces cuando comprendí porqué Julieta se había
quedado callada todo el tiempo. Y porqué, también, sólo habló cuando nos quedamos solos.
Ella sabía perfectamente que yo iba a reaccionar de esa manera. Una vez más me sorprendió lo
mucho que me conoce, y lo cuidadosa que es.
Ninguno de los dos habló por un rato. Yo me levanté y me puse a recorrer la oficina. Me
paré delante de uno de los ventanales y miré hacia abajo a los transeúntes. Siempre me da la
sensación de que se dirigen hacia sus trabajos como hormigas hipnotizadas. Todos caminan
mirando al suelo y no tienen la menor idea de lo que sucede aquí arriba. Los pisos más altos
no son más que una ilusión, y al mirar hacia arriba son cegados por el sol antes de poder
observar el límite del edificio. El sol traicionó a Ícaro derritiéndole la cera de sus alas. El
mismo sol confundió a los habitantes de la caverna, haciéndolos enloquecer. ¿Para qué
arriesgarse a sufrir las mismas consecuencias, si la sombra promete seguridad y estabilidad?
Mediocres. Nunca entendieron el verdadero valor de la vida. Y otra vez suenan en mi mente
las palabras que le escuché decir a esa mujer ignorante. “Tus miedos nos afectan a los dos”.
Esos miedos creados por las mentes limitadas para justificar la comodidad no me afectan en lo

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más mínimo. Incluso no creo posible la existencia de esos miedos cuando esas personas no
tienen nada que perder. No saben lo que es ganar, ni todo lo que cuesta ganar lo que yo gané.
Mis miedos son lógicos. La distancia que recorre la luz desde aquí arriba hasta allá abajo ida y
vuelta en tan solo un instante, equivale a la velocidad con que uno puede perder todo lo que ha
ganado durante años de lucha intensa. ¿Qué han ganado ellos? Sólo el pan de cada día, pero
ninguna esperanza; ningún proyecto. ¿De qué clase de miedos están hablando? No son más
que frases hechas, tiradas al viento insolentemente.
Me di vuelta para mirar a Julieta, quien se había quedado mirándome desde mi última
pregunta. A esta altura supuse que ya no tenía sentido seguir ocultando mi sorpresa ante la
novedad.
-¿Creés que hice bien en decirles que dejaran las revistas?
-Creo que no hay que hacer tanto escándalo por un 20%. Creo que la mejor decisión que
tomó fue mantener la calma.
-Al jefe no le va a gustar ese artículo.
-Si me permite la observación, al señor Da Silva no le va a importar ese artículo. Está
llegando mañana y usted sabe que las noticias de hoy sirven para hacer el asado del día
siguiente.
-Sin embargo somos una empresa que depende directamente de la imagen que dan los
medios. Acordate que una de las razones por las que cerró la sucursal de Ford fue por la mala
prensa que habían generado unos rumores sobre el gerente y sus amoríos. Estos tipos pueden
presionar mucho. Saben el peso que tienen entre el público indicado.
Nos quedamos un instante en silencio. Julieta anotó algunas cosas en su libretita y
enseguida la guardó.
-Bueno -dije-, igual todavía tenemos tiempo. Mientras tanto andá llamando a la agencia
así me voy a buscar al ingeniero Van Olders.
-La limusina ya está pedida. Llega en 25 minutos aproximadamente.
-Gracias.
-¿Necesita algo más?
-No. Avisame cuando llegue, nada más.
Julieta asintió y salió por la puerta que conecta su oficina directamente con la mía.
Me puse a repasar todo el itinerario que cumpliría el ingeniero al llegar a Buenos Aires.
Tenía la hoja en la mano, pero seguía pensando en el artículo. Ya me imaginaba todas las
conversaciones posibles entre mi jefe y yo; todas las preguntas para las que jamás encontraría
respuesta a tiempo. Mañana... mañana... Tengo todo un día. Afortunadamente 24 horas es un
crimen para un chimento. Tal vez para cuando llegue, algo de agua haya corrido debajo del
puente. Y Julieta tiene razón. No creo que le importe. Tengo que confiar en esa opinión. Ella
jamás se equivocó cuando le pedí un consejo. Y deseo con toda mi alma que tampoco se haya
equivocado hoy.
Por otra parte, el ingeniero poco sabe de los movimientos día a día de los medios acá y
ante cualquier duda, siempre se puede decir que están más allá de nuestro control, y que lo
mejor es no darles importancia. Y en última instancia, las preguntas no me las va a hacer a mí,
sino al jefe. Y ahí que se arregle él con sus excusas. El único problema sería que Da Silva me
cayera a mí con el martillo. Después de todo sí soy yo quien está a cargo de la empresa en
Buenos Aires, y sí soy yo quien debe regular este tipo de notas. Pero el ingeniero va a estar

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muy ocupado estos dos días y también es cierto que hay muchos otros temas que tratar, más
importantes que una revista infame.
„No hables a menos que él lo haga primero‟, me dijo Da Silva. Y pienso seguir ese
consejo al pie de la letra. Así me voy a ahorrar esos silencios incómodos que se producen
siempre entre las personas que recién se conocen. Y de paso gano tiempo con el tema del
artículo. Tal vez para el jueves ya tenga planeada una estrategia para enfrentar al jefe.

Ahí está. Ese sonido aterrador. Cada vez que suena ese teléfono pego un salto. No sé
cómo hace, pero siempre consigue la manera de comunicarse conmigo cuando estoy pensando
en él; o siempre estoy pensando en él y de vez en cuando me llama. Todavía no sé bien cuál es
la verdadera, pero el caso es que me asusta cada vez. Ese teléfono es el directo a mi oficina. El
único que llama por esa línea es él. Todos los demás llamados pasan antes por los oídos de
Julieta.
Seguramente quiera comentarme algunas cosas antes de que yo salga para Ezeiza. No le
gusta que lo deje sonar más de dos veces, así que no tengo más opción que atenderlo.
-Buen día, señor Da Silva.
-¿Cómo van los preparativos?
Jamás, en 10 años, me dijo “buen día”. Siempre va al grano directo, como si una
costosísima cuenta telefónica fuera a generarle problemas para llegar a fin de mes.
-Bien -le dije, tratando de que no se me notara la vibración en la voz. -Ya está todo
arreglado.
-¿Te pasó la información tu secretaria?
Me molesta que la llame „tu secretaria‟. A ella nunca la llamó por su nombre en 10 años.
Aunque rara vez me llamó a mí por el mío, así que tampoco es de extrañar. En estos
momentos es cuando más me doy cuenta de que hay un abismo entre el piso 19 y el piso 20;
un abismo insondable, como si arriba de mi oficina estuviese la terraza y muchos metros por
encima del aire, recién apareciera el piso 20. Todavía tengo muchas cosas que aprender de él.
Por cada cosa que alguna vez me molestó de sus actos, eventualmente terminé comprendiendo
las razones. Y ahora pienso que si él no llama a algunas personas por su nombre, mientras que
a otras todavía las trata de „usted‟, debe ser por algún código que escapa a mi comprensión. A
pesar de que nunca me dijo „buen día‟, hoy está poniendo la empresa entera en mis manos, al
permitirme recibir al ingeniero en lugar de hacerlo él mismo. Tengo que dejar de prestar tanta
atención a esas tonterías y tomar nota de lo que realmente importa.
-Sí, señor. Ya está todo organizado para la llegada del ingeniero Van Olders hoy y para su
llegada mañana.
-Perfecto. Nos estaremos viendo. Hasta entonces -dijo.
Y cortó.
Me quedé un instante con el tubo en la mano antes de colgarlo. Muy cierto era que no
había más que decir; sin embargo, todavía me sorprende la frialdad de su trato. Las cosas
siempre salen mejor cuando son solicitadas de buena manera. Y al final me termina quedando
la sensación de que le estoy haciendo un favor, en lugar de un trabajo en equipo.
Sonó el interno.
-¿Sí, Julieta?
-Llegó la limusina, señor.

®Laura de los Santos - 2010 Página 8


-Gracias.
Nunca está de más agradecer las acciones de los que están por debajo de uno. Esa fue
siempre una de las razones que me hicieron ganarme el respeto de mis empleados. Porque es
muy fácil decir gracias a los que están arriba, pero uno se acostumbra enseguida a tener gente
que le sirva, y rápidamente termina creyendo que sólo están para servirle. Más de una vez me
quedé con el „no es nada‟ que hubiera venido detrás de su „gracias‟ en la punta de la lengua, en
las conversaciones que mantuve con el jefe. Supongo que a los empleados que están a mi
cargo les pasa lo mismo que a mí, por eso trato de agradecer todo lo que hacen, por más
pequeña que sea la acción, y a pesar del mínimo esfuerzo que requieren algunas. Aunque
también conozco muchos empleados que se suben a la palabra „gracias‟, pensando que es un
ascensor anexo a los del edificio. Y la usan una y otra vez -a veces hasta tres o cuatro veces
para agradecer lo mismo-, hasta que la terminan vaciando de contenido. El exceso de
agradecimiento puede convertirse en algo tan artificial como el edulcorante. Por eso me sonó a
falacia cuando se lo oí decir al vago de la plaza. No tuve necesidad de saber lo que habían
dicho antes, porque confirmé mis sospechas cuando oí la respuesta de ella. Parece mentira que
todavía me siga sonando en la cabeza semejante estupidez.

Camino al aeropuerto, abro el maletín y veo, encima de todos los papeles, un cartel que
dice “INGENIERO VAN OLDERS”. Me parece un tanto absurdo tener que cargar con ese
cartel. A pesar de que nunca lo vi en persona, no hace falta prestar mucha atención para saber
quién es él. Más de una vez lo vi en las noticias, hablando frente a una docena de periodistas.
Y el escándalo de la Ford le otorgó cierto protagonismo; sobre todo en esas revistas que ponen
todo su interés en difamar a la gente importante. Es lógico que el chofer no conozca al
ingeniero y que lleve un cartel si va a buscarlo solo. Pero estando yo para recibirlo, me suena
un poco exagerado. Pareciera que el único propósito de ese cartel es el de subrayar la palabra
„Ingeniero‟, para que sea lo primero que él vea al llegar y sienta orgullo por sí mismo,
mientras que yo, que voy a ser quien sostenga el cartel, dé la sensación de estar repitiendo
„gracias‟ como un disco rayado. De todas formas, el cartel sí mantiene cierta distancia y hace
resaltar el respeto protocolar que se debe mostrar al ver por primera vez a la persona más
importante de la empresa. Y ahorra cualquier eventual confusión que pueda ser producto de
los nervios y la emoción. El jefe sabe lo que hace, y es mejor hacer lo que él dice primero y
cuestionarlo después, cuando esté en mi casa, solo.
Mirar el resto de los papeles dentro del maletín me ayuda a distraerme, y a pensar por un
rato en algo que no sea la llegada del ingeniero. Julieta me deja notitas “post it” pegadas la
comienzo de cada juego de papeles, con comentarios sobre lo que dicen. También me deja una
hoja donde resume la información, detallando las cosas más importantes y las consecuencias
inmediatas de dichas cosas para la empresa. Es una mujer muy eficiente y me siento muy a
gusto de tenerla trabajando para mí; sobre todo porque tiene el potencial suficiente para
trabajar de cualquier otra cosa, pero siempre se mantiene un paso abajo mío, diciendo que le
gusta más trabajar para mí que para cualquier otro. En esta empresa no le va mal y tiene todas
las comodidades necesarias para moverse libremente. Siempre que me consultó por algún
cambio en la rutina, o me sugirió modificar cosas, fueron para aprovechar más los tiempos y
distribuir mejor los espacios.

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Julieta entró a trabajar en la empresa exactamente dos años después que yo. Cuando yo
empecé, realizaba tareas como cadete, haciendo trámites acá y allá y ayudando en el
departamento de mecánica engrasándome las manos entre los motores. Recién salía de la
universidad y no tenía mucha experiencia. Pero como no me costó subir los primeros pisos,
enseguida me empezaron a crecer las responsabilidades y fui haciéndome cargo de muchas
cosas. Para entonces, el jefe era una figura mítica, imposible de acceder. Era muy difícil
modificar algo en el funcionamiento de la empresa porque todas las decisiones eran tomadas
por sus asesores, quienes, a mi parecer, no tenían demasiada idea de lo que era realmente
importante para el correcto desarrollo de las actividades. Por suerte ellos estaban
acostumbrados a tener secretarias, así que cuando les llegó mi pedido de incorporar a alguien
que me asistiera, dijeron que sí rápidamente y fue entonces cuando Julieta entró a trabajar en
la empresa. Recuerdo que había una cola de cuadra y media al día siguiente de publicar el
aviso. Para entonces, Valmont Southern se estaba posicionando en el mercado con mucho
prestigio y cualquiera que entrara a trabajar ahí tenía grandes posibilidades de crecer
rápidamente. Me encargué personalmente de tomar las entrevistas, pues si iba a tener a una
persona trabajando directamente para mí, quería que fuera de mi propia elección.
Al cabo de 14 horas de tomar una entrevista tras otra, mi frustración había ascendido a
límites insospechables. Ya era de noche cuando había desechado a la última de la fila. Me
había sentado en el escritorio, dispuesto a cambiar el aviso que iba a publicar al día siguiente,
cuando Julieta me tocó la puerta.
-Adelante -dije, pensando que sería alguien de la empresa.
Y entonces la vi por primera vez. Sólo tuvo que cruzar el umbral de mi oficina para que
yo supiera instantáneamente que ella era la elegida. La observé con la sensación de que el
tiempo se había detenido. Ella traía puesto un trajecito gris de pollera, con una camisa blanca
de lo más sencilla. Entró altiva y decidida, pero con una mirada de respeto tan profunda que
hacía pensar dos veces lo que uno iba a decir, antes de pronunciarlo.
-Discúlpeme -dijo, tranquila. -Se me hizo tarde.
Ni en un millón de años hubiera encontrado yo palabras tan acertadas como esas. De
pronto parecía que ella hubiese trabajado toda su vida dentro de la empresa, y lo que era aún
mejor, que lo había hecho siempre para mí; y que sólo estaba llegando tarde a una reunión más
de trabajo. Su presencia en mi oficina hizo desaparecer esas 14 horas de fastidio. Hubiera
dedicado meses a la frustración sin importarme nada, si sabía que al final del camino sería a
ella a quien estaría esperando.
La miré largamente, pero sin terminar de definir si era yo quien la estudiaba a ella o si era
ella quien me estudiaba a mí. El día que sucedió a ese fue su primer día de trabajo, y desde
entonces, hasta hoy, nunca dejó de trabajar para mí. A medida que fui creciendo, me la traje
conmigo hacia la cima. Y fue el mismísimo Da Silva quien comprendió que no bromeaba
cuando le dije que sólo aceptaría el puesto de gerente general si dejaba a Julieta mudarse al 19
conmigo. Él no la conocía y dudó un poco antes de decir que sí, pero no sin antes encajarme a
Rubén y a Mario como asesores personales; y aunque desde el principio nos llevamos bien, yo
no sabía si eran asesores míos o chismosos del jefe. Por las dudas siempre me cuidé delante de
ellos; y luego de todos estos años, jamás tuve un enfrentamiento con Da Silva por algún
comentario malintencionado. Siempre los hice quedar bien delante del jefe y poco a poco me
fui ganando el respeto de ellos.

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A Julieta le encantó su oficina nueva, que tenía una vista tan increíble como la mía. No
nos llevó demasiado tiempo mudar todo al piso 19. Estábamos muy emocionados, aunque
ninguno de los dos lo dijo abiertamente. Hicimos una reunión con los más importantes de cada
piso, para festejar la promoción. Fue una gran idea de Julieta. Al principio a mí no me
convenció demasiado, pero cuando me dijo que era la mejor manera de llegar a los empleados
y de hacerles notar que su jefe estaría siempre disponible, accedí. La fiesta fue un éxito. Todos
quedaron muy contentos, excepto yo, por momentos, al no contar con la presencia de mi
propio jefe en la fiesta. Justo le había salido un viaje de último momento, que a mí me sonó un
poco sospechoso, por el cual no pudo asistir a la fiesta; aunque sí me dijo que le parecía una
gran idea. Lo único que él no supo fue que la idea no había sido mía.
El resto de los empleados a mi cargo quedaron fascinados con la distribución del piso.
Parecía mucho más grande que los pisos inferiores, pero sólo era por la cantidad de gente que
trabaja en ellos, pues en superficie eran todos iguales. También le daba cierto toque
profesional la decoración que Julieta se había encargado de hacer personalmente con un gusto
intachable. Realmente daba la sensación de que nos habíamos mudado al paraíso.
La fiesta también sirvió para que los distintos jefes de área compartieran algo que fuera
más allá del trabajo. Y también para darle un delicioso sabor a ambición al vino que se servía
en las copas de cristal. La ambición es un alimento muy prometedor para el trabajo eficaz,
incluso más que un aumento en el salario. Si bien es cierto que con una mejor posición viene
también un mejor sueldo, el título tiene siempre mucho más valor en las relaciones de poder.
Nadie sabe realmente cuánta es la plata que uno hace dentro de una empresa, pero ninguno
duda jamás de la posición que tiene, ni de la que tienen quienes lo rodean. Fue una gran idea
que los jefes de los pisos inferiores sintieran por un momento lo que es estar en mi piso. Con
una meta tan clara, el trabajo se dirige de manera más simple y ordenada. Y lo más importante
es que sólo Julieta y yo sabemos que la idea fue suya, pues en ningún momento me molestó
que el resto pensara mejor de mí.

Llegué al aeropuerto y no pude creer lo que vieron mis ojos. Tenía aún la inocente
esperanza de que toda esa multitud de periodistas y camarógrafos hubieran ido a Ezeiza por
algún motivo que nada tuviera que ver con mi empresa. Pero me pisotearon la esperanza
cuando se lanzaron hacia el auto como si estuvieran largando una maratón.
Lo primero que pensé fue que la limusina había sido una pésima idea; que tal vez lo mejor
hubiese sido un auto sencillo, que pasara desapercibido. Por no querer dejar mal parada a la
empresa, terminé cometiendo un error terrible. Tampoco pensé que el artículo iba a tener tanta
importancia. Rubén, Mario y Julieta son unos malditos imbéciles. No tienen la menor idea de
lo que es asesorar a una persona con un grado de importancia tan alto como el mío. ¡Inútiles!
¡Inservibles! ¡¿Con qué cara le explico todo esto al jefe?!
El chofer se detuvo delante de la puerta de arribos.
-¡Continúe la marcha, por Dios Santo! ¡No se detenga! -le grité.
-Pero es que por aquí va a salir el ingeniero -me contestó sin comprender lo que estaba
pasando.
-¡Eso ya lo sé! ¡¿O por qué cree que está toda esa gente ahí parada?!

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De pronto me di cuenta de que hasta el chofer se había enterado de la llegada de Van
Olders, pues en ningún momento le había dicho yo a quién íbamos a buscar a Ezeiza. Esto era
peor de lo que pensaba.
-¡Vamos! ¡Continúe! ¡Salga inmediatamente de acá!
El chofer retomó la marcha. Miré hacia atrás y vi que los periodistas se quedaban parados
con expresiones de frustración en sus rostros. Algunos miraron sus relojes, impacientes por la
llegada del auto indicado. Volví a mirar hacia delante y respiré profundamente.
-Deténgase en la última puerta de acceso a despegues -le ordené al chofer. -La que tiene el
cartel de American Airlines.
Inmediatamente agarré el celular y marqué el teléfono de la oficina. Sabía que no tenía
tiempo para decirle a esos tres todo lo que estaba pensando. Tenía que actuar rápido.
-Valmont Southern, buenos días, habla Julieta.
-Julieta. Llamá inmediatamente a la agencia y pedí que te manden un auto de calidad no
mejor a un Renault 12. Y si está chocado, mejor. Necesito que esté acá en 20 minutos.
-Enseguida, señor. ¿Algo más?
-No. Después hablamos -le dije.
Y corté. Si algo bueno tiene esta chica es la capacidad de actuar sin pedir explicaciones.
El chofer se estacionó con balizas en la última puerta de acceso. Yo miré hacia atrás y vi a
lo lejos a la multitud esperando. De pronto me di cuenta de que aunque llegue con un auto
viejo, iban a reconocer mi cara. Volví a llamar a la oficina.
-Valmont Southern, buenos días, habla Julieta.
-Soy yo otra vez. Decile al de la agencia que antes de venir para acá te pase a buscar.
-¿Voy para Ezeiza, señor?
-Sí. Agarrá tus cosas y venite inmediatamente para acá.
-Muy bien, señor.
-Y cuando estés arriba del auto, llamame.
-Sí, señor.
Corté el teléfono y me quedé pensando un instante alguna estrategia. Luego le dije al
chofer:
-Estacione el coche. Vuelva a esta puerta y espéreme aquí.
Dicho eso me bajé del auto y entré al aeropuerto. Caminé por adentro hasta el sector de
arribos, y lo que vi fue aún peor. Si afuera estaba lleno de reporteros, adentro era un nido de
termitas. No sabía qué hacer. El jefe se iba a enfurecer si se llegaba a enterar de esta situación.
Y mucho peor la iba a pasar yo si encima no tenía manera de resolver esto. „La llegada del
ingeniero tiene que pasar desapercibida‟, me había dicho. Esas palabras comenzaron a hacer
eco en mi cabeza. „El escándalo de Ford le restó mucho prestigio y eso no le gustó‟.
Sólo el 20%. Imbécil. ¡¿Dónde aprendió a calcular estadísticas?!
Sonó mi celular.
-¿Julieta? ¿Ya estás arriba del auto?
-Si, señor. Estoy yendo para allá en un 504 blanco.
-¿En qué estado se encuentra el auto?
-Tiene un choque en la óptica delantera derecha y el paragolpe está atado con una soga.
-Perfecto. Te quiero acá en 20 minutos.

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Corté el teléfono y me senté en el bar a esperar. Este era el peor momento de todos:
Cuando no queda nada que hacer más que esperar. Sólo rogaba que si llegaba a sonar mi
teléfono, del otro lado estuviera Julieta y no Da Silva. Por suerte llegó más rápido de lo que
pensé.
-Estoy entrando a Ezeiza -dijo Julieta.
-Muy bien. Decile al chofer que vaya hasta el sector de arribos. Vas a ver que hay una
multitud de gente en la puerta. Bajate tranquila y decile que vaya a estacionar. Una vez que lo
veas alejarse, pasá entre los periodistas y entrá. Te estoy esperando en el bar de arriba.
-Ok. Ya estoy llegando.
Le hice señas disimuladamente para que viera dónde estaba. Subió las escaleras y se sentó
conmigo en la mesa sin decir palabra.
-¿Te preguntaron algo ahí afuera? -le dije.
-No. A mí no me conocen. Tampoco imaginan que alguien de Valmont pueda llegar en
ese auto -me contestó.
Asentí y me puse a pensar alguna estrategia. Las ideas iban y venían por mi cabeza
descartándose una tras otra. Los periodistas estaban por todos lados. Caminaban
disimuladamente, como si fueran agentes encubiertos. Leían los carteles de las personas que
esperaban detrás de las puertas de arribos. Observé a Julieta y vi que tenía una extraña calma
en su mirada. Pero enseguida saqué esa idea de mi cabeza, porque con el estrés que tenía yo
encima, cualquiera me parecía un monje tibetano.
Se abrieron las puertas y la gente comenzó a salir. De pronto me dio la sensación de que
todos tenían cara de Van Olders; que él había sido producto de una misteriosa clonación aérea
y todos los que salían por las puertas eran reproducciones del ingeniero. Ante la
desesperación, recurrí a mi última esperanza.
-¡¿Qué hago?! -le supliqué a Julieta, sin importarme ya lo que pudiera pensar de mí.
-¿Por qué no se queda usted acá y me deja ir a recibir al ingeniero? -me dijo, con tanta
naturalidad que me pareció que su habilidad para mantener la calma en situaciones de altísima
presión se elevaba a la condición de Don divino. -Después de todo, pasé delante de sus narices
y ninguno supo quién era. Y además, en cuanto lo vean, se va a armar un escándalo. Acá
arriba está más protegido.
La miré sin poder pronunciar palabra, conteniendo un llanto estúpido, símbolo de la más
extrema mediocridad. Sólo asentí y ella se levantó de la silla. La seguí con la mirada hasta
abajo y luego durante todo el trayecto que hizo hasta las puertas de arribos. Me miró una sola
vez para que confirme su posición. Yo asentí disimuladamente y ella se puso a mirar hacia las
puertas, sin dirigirme más la mirada.
La gente salía por las puertas como chorros de agua en un dique roto. Tres vuelos habían
llegado juntos de distintas partes del mundo y las personas se amontonaban para recibir a los
pasajeros.
Pasó casi una hora, la más larga de mi vida, y aún no aparecía el ingeniero. Cada vez
salían menos personas hasta que no quedó nadie más que los periodistas, tan frustrados y
confundidos como yo. Cuando se cumplió exactamente una hora desde que Julieta había
bajado, me miró sin comprender la situación. Yo me encogí de hombros. Agarré el celular y la
llamé. Nos pusimos a hablar mientras nos veíamos disimuladamente.

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-Andate hasta la ventanilla de Air France y preguntá si ya salieron todos los pasajeros del
vuelo EFF-295.
Julieta comenzó a caminar con el celular aún en la oreja, sin decir palabra. Podía escuchar
su respiración en el teléfono. Se acercó a la ventanilla y, manteniendo el teléfono en la oreja
para que yo pueda escuchar, le preguntó a la muchacha si ya habían cerrado las puertas del
vuelo. Escuché el teclado de una computadora y luego las palabra que me sonaron como una
balsa en medio de un naufragio.
-Sí, señorita. El avión ya está cerrado, totalmente vacío.
-¿Existe la posibilidad de que alguien haya sido retenido en inmigraciones? -preguntó
Julieta.
-No. A esta hora ya no. Me hubieran avisado.
-¿Puede fijarse en la computadora si viajó en ese vuelo un señor llamado Wolfgang Van
Olders?
-No puedo brindarle esa información a menos que sea familiar directo.
-Es mi padre -mintió Julieta, sin vacilar.
Hubo un pequeño silencio, y luego oí la voz de la otra chica.
-¿Cómo se escribe?
Escuché que Julieta le deletreaba el nombre, luego escuché el teclado de la computadora,
y luego de un silencio que me pareció eterno, las palabras mágicas.
-No. Nadie con ese nombre viajó en este vuelo.

“Pensar... Pensar... Pensar... Tengo que pensar. Ya pasé por situaciones como estas
muchas otras veces”, me dije. No entiendo por qué siempre me agarran estos ataques de
pánico. Cada vez que me pasa esto reacciono de la misma manera, sólo para descubrir al final
que hay una manera posible de solucionarlo. No sé cuál es esa manera ahora, pero está. Sé que
está. Julieta viene para acá y voy a tener que decirle algo. ¿Qué le digo? Todo parece una
excusa. No quiero hablar. Siento que me va a mirar con esa cara de incredulidad sin importar
lo que le diga, como si dictase su sentencia por adelantado, y ya nada pudiese hacerle cambiar
de opinión. Pero, ¿por qué tengo que darle explicaciones a ella? ¿Quién es? ¡¿Quién se cree
que es para venir a juzgarme a mí?! Ahora, después de todos estos años que compartimos,
después de todo lo que hice por ella. ¡¿Así me lo agradece?! Ahí viene. Ahora va a ver lo que
le espera.
Sonó mi celular y quedé paralizado. Veía a Julieta acercarse a lo lejos con los brazos
colgando a los costados, así que no era ella quien llamaba. No quise creer lo obvio, pero no
podía dejar de atender. Sin mirar el teléfono me lo llevé a la oreja al tiempo que apretaba la
traicionera tecla “send”.
-Buenas tardes... señor Da Silva. -dije con el poco aire que pasaba a través del nudo de mi
garganta.
-¿Qué pasó?
-El... ingeniero... nunca llegó...
Había una eternidad entre cada palabra.
-Eso ya lo sé. Me llamó desde Italia.
-¿Qu... é le d... ijo? -pregunté con espanto, sin querer realmente escuchar la respuesta.

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-Que está decepcionado. Que no planeó este viaje para ser la sensación de los diarios.
¿Qué fue lo que pasó con los diarios?
-Yo... los reporteros... comentaron...
Hubo un silencio.
-Escucharé sus explicaciones mañana cuando llegue. Espero que para entonces haya
encontrado alguna solución -dijo.
Y cortó.

“¿Qué?”, escuché decir a alguien. Y me pregunté porqué me habían vibrado las cuerdas
vocales al escuchar eso. Entonces me di cuenta de que el sonido había salido de adentro mío.
Pero no podía reaccionar. Vi a Julieta levantar la mano y al mozo acercarse.
-Tráigale un vaso de agua -dijo Julieta.
El mozo asintió y se dio vuelta como para irse.
-No, espere -se arrepintió Julieta. Me miró y luego dijo -Mejor tráigale un whisky doble.
Sin hielo.
El mozo se la quedó mirando asombrado por el repentino cambio de parecer. Miró a
alguien que debí haber sido yo, se encogió de hombros y se fue.
-Tómese esto, rápido -dijo Julieta de pronto.
Y yo no sabía a qué se refería hasta que vi el vaso sobre la mesa. Me pregunté para qué
me había pedido ella un whisky si ya tenía uno sobre mi mesa. El tiempo... que pasó... se
elipsó. Y se seguía elipsando a cada instante. De pronto Julieta estaba parada, luego sentada,
luego tomaba un café, luego éste desaparecía de la mesa como por arte de magia.
-Enseguida se va a sentir mejor -dijo Julieta.
Pero yo no tenía conciencia de estar mal. No tenía conciencia de nada.
Pero me empecé a sentir mejor y me pregunté si esta mujer se habría equivocado alguna
vez en su vida. El whisky había sido un cachetazo. Y arriba de la limusina empecé a recobrar
el sentido del tiempo y del espacio. Quería sentirme miserable, pero no tenía la fuerza
suficiente para despreciarme. En mi cabeza empezaron a rondar las primeras preguntas obvias.
Las más evidentes. ¿Por qué Da Silva había esperado hasta ahora para decirme que Van
Olders no había viajado? Venía desde Italia. Si no viajó, ayer ya tendría que habérmelo
comunicado. ¿Por qué dejó que siguiera con lo planeado hasta último momento? ¿Me estaría
probando? Todo daba vueltas en mi cabeza. Y lo peor de todo es que jamás iba a tener
respuesta para esas preguntas. Si realmente era una prueba, no podía mencionarlas. Lo único
que no necesitaba ahora era que encima el jefe se enterara de que lo estaba juzgando por sus
decisiones. Miré por la ventanilla y observé cómo el chofer pagaba para salir de Ezeiza. Ya no
quería pensar. Escuché que Julieta me decía que mandaría a alguien a buscar el otro auto.
¿Qué… demonios… me importaba… eso ahora…? Yo… la autopista… luces…

-¿Señor? -creo que dijo Julieta.


No lo sé. Su voz era distante; se había mezclado dentro del sueño placentero que estaba
teniendo.
-¿Señor? -insistió Julieta. -Estamos llegando.
“Un sueño”, pensé. “Una pesadilla”. Me desperté sobresaltado. Miré a mi alrededor. El
cubículo de la limusina estaba oscuro. Los vidrios polarizados no dejaban entrar la luz del día.

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Me dije que así se debía ver un coche fúnebre desde la perspectiva del féretro, y me encontré
deseando con ansias que fuera esa mi realidad y no la que me esperaba. Miré a Julieta
pensando que hubiera tenido todo el derecho del mundo en despreciar su mirada tranquila y
angelical. Y tal vez nada me hubiese detenido si hubiera comenzado a proferirle insultos. Sin
embargo me quedé callado. Su mirada revelaba que hubiera comprendido y aceptado cualquier
actitud que yo adoptase, así que me tranquilicé.

Llegamos a la puerta de Valmont Southern. Cuando bajé, sentí que la luz me cegaba, y me
sentí un idiota por ser tan sensible. Y me sentí pequeño. Terriblemente pequeño. Conduje mi
mirada hacia arriba por la pared del edificio y no conseguí encontrar un solo hecho que
hubiera justificado mi ascenso a lo largo de los doce años que habían pasado.
“Es una crisis”, pensé, “tal vez la peor de mi vida. Todo va a pasar”. A medida que
caminaba hacia la entrada del edificio recordé la satisfacción que sentía cada día al llegar.
Pensé que jamás volvería a sentir semejante dicha. Julieta caminaba a mi lado sin hacer
preguntas, sin juzgar. Cuando me detuve a mirar hacia arriba se detuvo conmigo como si fuera
lo más natural del mundo, como si de pronto resultara extraño y absurdo no hacerlo.
Entramos al ascensor y miré los números sin poder tocarlos. Julieta presionó el 19 y
cuando nos empezamos a mover sentí que cada círculo del tablero que se iluminaba agregaba
un poco de presión sobre mis hombros.
El piso 19 estaba vacío. Rubén y Mario ya se habían ido. Las luces estaban apagadas y
Julieta sólo fue prendiendo las necesarias para iluminar el pasillo hasta mi oficina. Abrió la
puerta y me dejó entrar primero.
-¿Quiere que lo deje solo? -preguntó.
-No digas estupideces, ¿querés? -le contesté con brusquedad.
Pero ella pareció no inmutarse, como si mis palabras fueran dirigidas no a ella sino a
alguien parado detrás suyo.
Tiré el maletín sobre el sofá y caminé hacia la silla con el esfuerzo de Cristo por el Vía
Crucis. Me senté. Junté el poco valor que me quedaba y miré a Julieta. Ella se había quedado
de pie, con la misma expresión en su rostro que la primera vez que la vi.
-¿Estamos perdidos? -dije.
No había querido que sonara como una pregunta; no valía la pena mentirme y ya no me
quedaban esperanzas. Julieta se quedó en silencio un instante, todavía sin comprender si mi
comentario requería una respuesta. Suspiré y bajé la mirada hacia el escritorio. Sobre él estaba
todavía el artículo de la revista Al Volante, y cada una de las letras que componían la frase
„VALMONT SOUTHERN PONE FRENO DE MANO‟ se reía de mí descaradamente. Agarré
el recorte, lo arrugué y lo tiré con violencia al tacho.
-Me gustaría que por una vez cerraran la boca esos malditos -dije, sin violencia y sin
énfasis.
-¡Eso es! -dijo Julieta. -¡Qué gran idea, jefe!
Miré a Julieta extrañado. Su cara se había transformado.
-¿Yo? ¿Qué idea? -pregunté aburrido.
Sacó de su cartera la libretita donde siempre tomaba notas y la recorrió de adelante para
atrás como buscando algo, hasta que se detuvo.

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-Aquí está. ¿Se acuerda lo que le dijo a Rubén aquella vez, cuando él le comentó que sería
una buena idea tener de aliada a la revista Al Volante?
-Cómo olvidarlo. Malditos descarados... no han dejado de hacernos la vida imposible
desde entonces. Tal vez hubiera sido bueno aceptar la idea de Rubén.
-Pero, ¿por qué había rechazado esa oferta tan generosa?
-Porque entonces nos hubiéramos puesto en contra a Living Cars.
-Exacto.
-¿De qué estás hablando, Julieta? -pregunté impaciente- ¿Qué tiene que ver eso con el
episodio de hoy?
-Sólo estoy releyendo las notas que tomé sobre lo que usted dijo. Y cito: “Living Cars es
un diario que tiene más de 40 años de trayectoria. No podemos arriesgarnos a que cambien su
opinión respecto de nosotros. Tiene mucho prestigio y siempre vende los autos que quiere.
Tenemos más suerte de la que creemos al tener tantas menciones en sus notas. Al Volante es
una revista progresista y moderna. Hace ruido porque es nueva, pero se va a callar en poco
tiempo.”- Julieta hizo una pausa y me miró. -¿Entiende ahora lo que le digo?
-No entiendo a qué viene todo esto -dije impaciente. -¿Qué estás intentando hacer?
¡¿Reprocharme por haber tomado una mala decisión?!
Mi indignación estaba creciendo desmesuradamente. Era cierto que ella había sido
siempre la mejor empleada que tuve, pero me parecía que esto ya se le estaba yendo de las
manos. Mencionar semejante cosa en un momento de crisis fue como tirar ácido sobre una
herida abierta. Empecé a considerar la idea de que no trabajase más para mí. Tal vez ella
estaba aburrida de tantos años y estaba buscando que la despidiera. Sin embargo se mantuvo
serena, mirándome. Lo que dijo me sorprendió más que mi propia reacción anterior.
-No. Sólo trato de que tome conciencia de la gran idea que tuvo -dijo, con un indicio de
obviedad en su voz, como si la idea fuera de lo más evidente.
Me sentí un idiota. No quería preguntar, pero mi cara ya había hablado por mí.
-¿Cuál es la idea?
-Al Volante se está robando todas las noticias. El Sr. Oviedo ya no sabe qué hacer para
ganarle de mano. Todo lo que se publica en su diario sale dos días después. No importa lo que
haga, parece que se copia de los demás.
-Oviedo es un viejo conservador que ya no tiene ganas de luchar por Living Cars.
-Pero su nombre es lo que le da prestigio al diario. Y si mal no recuerdo -dijo, mientras
pasaba otra vez las hojas de la libreta -estuvo queriendo ponerse en contacto con usted la
semana pasada.
-Pero ya te dije que no. Lo único que quiere es agarrarse de nosotros para tener aunque
sea una exclusiva. Yo no hago caridad.
Me quedé pensando un instante. En las mejores épocas de Living Cars, hace un par de
años atrás, Oviedo se subía al nombre de mi empresa para tener noticias exclusivas y mantener
su fama y su prestigio. Era bueno para Valmont porque el prestigio era retroactivo. Pero ahora
que el diario estaba cayendo en picada, aplastado por estos progresistas implacables, ya no era
tan importante leer algo sobre nosotros ahí. Por otro lado, también era cierto que si ahora no
hablaban de nosotros en Living Cars, teníamos que conseguir notas en otra parte, y por lo
visto estos infames no tenían demasiadas intenciones de hacernos quedar bien. Ni éstos, ni

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todos los de su prole. Si no hacíamos algo pronto, Dalmasso iba a terminar siendo elegido
presidente.
Poco tiempo atrás, Dalmasso compró Al Volante a un grupo de estudiantes universitarios
que se habían juntado para hacer una revista que hablara de las nuevas tendencias de la
industria automotriz. La revista empezó a tener algunos seguidores; se leía primero entre los
jóvenes estudiantes de ingeniería, luego se sumaron los de diseño y más tarde se abrió a
nuevos circuitos de aficionados. Dalmasso aprovechó la oportunidad y ofreció una suma
desorbitada de dinero por la revista, que dejó ciegos a los estudiantes, pero que al poco tiempo
se arrepintieron, viendo que habían regalado todo el potencial de una idea a un precio que el
comprador recuperó en tan solo dos semanas. La revista no tardó mucho en posicionarse
dentro de las más lucrativas del país y en tan sólo cuatro meses ya estaba siendo traducida a
cinco idiomas.
“Qué estúpido fui”, pensé. La nota no estaba siquiera en la tapa de la revista, ni en las
primeras hojas. Se había perdido entre el montón, de una manera más que habilidosa y nada
arbitraria. Sentí un profundo odio. No tenía ningún interés en el viejo Oviedo pero, a esta
altura, era la única esperanza que me quedaba.
Miré a Julieta y le dije:
-¡Tengo una idea!
Iba a empezar a explicarle pero se me adelantó.
-¿Quiere que llame a Oviedo?
Me quedé mirándola un instante en silencio, examinando su mirada. Por un momento
dudé si la idea había sido mía o de ella. “Tonterías”, pensé, y saqué ese pensamiento absurdo
de mi cabeza. Retomé las riendas del asunto y comencé a darle órdenes con total claridad.
-Llamá al viejo y decile que pare las impresiones del diario de mañana. Que en media
hora le estamos mandando una nota exclusiva, que va a tener que poner en primera plana.
Vamos a hacer caer a ese codicioso de Dalmasso. -Hice una pausa, como tomando conciencia
de mis propias palabras. -Esperá. Eso no se lo digas. Sólo hasta lo de primera plana.
Julieta tomaba nota velozmente, mientras asentía con la cabeza. Cuando terminé de darle
todas las instrucciones, dijo:
-Enseguida vuelvo.
Y salió.
Yo caminaba de un lado al otro de la oficina, con una energía nueva que me había surgido
de pronto. Estaba listo para la batalla. “Qué gran idea tuve”, pensé. “Ahora sí que voy a
sorprender a Da Silva y al ingeniero. Ahora les voy a demostrar de todo lo que soy capaz.”
Me surgió la inspiración y corrí al escritorio. Agarré un anotador y comencé a escribir.

Esa noche dormí profundamente; todo mi pesar se había extinguido. Pero nunca imaginé
lo que iba a ocurrir al siguiente día.
Me despertó el teléfono a las 7:30 de la mañana. Era Julieta. Levanté el auricular y cuando
me lo llevé a la oreja, no me dio tiempo para decirle nada.
-Prenda el televisor, en canal 13 -me dijo.
No terminé de definir el tono de su voz, así que no sabía si eran buenas o malas noticias.
Busqué el control remoto entre las sábanas con una actitud perezosa. Todavía estaba
sorprendido de lo profundo que me había dormido. Encontré el aparato y prendí la tele. La

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cara de Dalmasso apareció en primer plano. Estaba en la puerta de su casa, atosigado por
micrófonos y cámaras que intentaban captar lo que él decía sin poder escucharlo, y queriendo
que contestase a sus preguntas sin poder terminar de formularlas. Logré captar algunas
preguntas tales como “¿Qué tiene que decir al respecto?”, “¿Son verdad las insinuaciones
que hizo sobre usted Living Cars?”, “¿Cómo cree que le va a afectar esto a su revista?”.
Y Dalmasso decía: “Muchachos, muchachos... tranquilos...”, “Las insinuaciones no son
personales.”, “Las connotaciones que tengan sobre mi revista son irrelevantes...”, “Sin
comentarios... sin comentarios...”.
Lo que más me divertía de toda la situación era la evidencia que demostraba Dalmasso en
su rostro de que no había leído la nota de “Living Cars” y de que además, ni siquiera se había
enterado de su existencia. Pero estaba muy acostumbrado al escándalo y lo estaba manejando
bien. Se notaba el poderoso intento que hacía por controlarse y por no mostrar señales de su
ignorancia.
Luego volvió la imagen a la cara de la conductora del noticiero y dijo: “Graves
acusaciones se hicieron en el diario Living Cars de hoy a la revista Al Volante, por publicar, el
día de ayer, una nota que intentó difamar el prestigio de una de las empresas más importantes
del país: Valmont Southern.”
Mientras la conductora hablaba se empezaron a ver imágenes de las palabras escritas en
Living Cars. La noticia ocupaba más de media hoja, y en letras enormes e imponentes, se
podía leer: “PARA TENER EL CONTROL DEL VEHÍCULO NO SIEMPRE ES
NECESARIO RECURRIR AL VOLANTE”.
Cuando la conductora cambió de tema, apagué el televisor y me desperecé con una
sonrisa. Suspiré y me levanté. Fui del dormitorio al baño y al vestidor como flotando. Me
sentía tan liviano...
Camino al trabajo comencé a pensar nuevamente en mis postas. Al pasar por la plaza no
vi señales de los dos que estaban ayer sentados en el banco; sin embargo los recordé y no pude
evitar sonreír. Me puse a pensar que mientras ellos hablan de la libertad -pero nada hacen para
conseguirla-, yo me muevo en un terreno donde la libertad está en juego constantemente. Hoy
me sentía más libre que nunca. Pude resolver una situación demasiado complicada y el hecho
de tomar decisiones correctas, me sirvió de claro ejemplo y casi podía palpar la libertad con
mis propias manos. Enseguida me puse a pensar en Julieta y en el rol que cumplió ayer en toda
la situación. En realidad no supe bien por qué me vino a la mente ella. Sé que pude haber
resuelto la situación sin su ayuda, aunque no por eso desacredito sus habilidades. Es cierto que
se mantuvo tranquila, pero no tiene ni una mínima parte de las responsabilidades que tengo yo,
por lo que permanecer tranquila le resulta mucho más fácil.
Debía admitir que estaba un poco más ansioso que de costumbre por llegar a la oficina.
Me gustbaa saber que mis empleados estarían esperándome para felicitarme por la acción de
ayer. Tal vez iba a ser conveniente organizar otra fiesta como aquella que hice cuando nos
mudamos al piso 19. Sí. Exacto. Eso era lo que iba a hacer. Me encantan estos momentos de
inspiración, donde todo lo que pienso se convierte en una gran idea. Cada vez estaba más
ansioso por llegar a la oficina.
Pasé por delante del mendigo y coloqué mi mano en el bolsillo para sacar una moneda.
Sentí que hoy era un día especial, lleno de armonía. Estaba tan contento que me detuve un
instante más. Saqué de mi billetera un billete de 10 y se lo puse dentro del vaso. ¡Qué

®Laura de los Santos - 2010 Página 19


generoso me sentía hoy! Lo extraño fue que no se sorprendió. Me miró la mano con
resignación y casi me dio la sensación de que hubiese sido lo mismo dejarle una moneda de
diez centavos o un billete de 100. Pero bueno... Es un pobre tipo. No podía seguir dedicándole
mis pensamientos. Preferí pensar en el trabajo. En este momento, Da Silva se debía estar
enterando de lo que pasó ayer. Tal vez hoy sí me agradezca o me felicite. Ni él hubiera podido
darle la vuelta que yo le di al asunto. Dalmasso va a pensar dos veces sus palabras antes de
plasmarlas en la revista de ahora en adelante.
Allá estaba el ilusionista. Hoy sentía un amor tan especial por la humanidad que ni
siquiera me afectó su presencia. Incluso tuve ganas de saludarlo. ¿Y por qué no? Total... no va
a ser más que otro ejemplo de mi libertad aplicada. Así que al pasar por su lado incliné mi
cabeza en un gesto de saludo.
-Hola -le dije.
Sorprendentemente pasó las 8 pelotas que estaba manejando en el aire a una sola mano y
con la otra se sacó la gorra y me hizo una reverencia. Luego se colocó la gorra y con su eterna
sonrisa dibujada siguió haciendo malabares con las pelotas. Me pareció que su actitud requería
de una gran habilidad y por un momento me dio lástima que estuviera perdiendo el tiempo en
los semáforos. Tal vez algún día le ofrezca un trabajo en mi empresa. Algo en su mirada me
dice que es más inteligente de lo que intenta esconder bajo tanto maquillaje.
Justo antes de que corte el semáforo tiró todas las pelotas al aire y luego, en un orden casi
militar, fueron cayendo una a una dentro de su bolsillo; y al entrar la última metió la mano y
sacó inmediatamente una flor que se prendió fuego mágicamente. La apagó, se sacó la gorra y
le hizo a los autos la misma reverencia que me había hecho a mí. Eso me molestó un poco,
pero enseguida comencé a cruzar la calle y lo olvidé. Observé de reojo que todas las personas
dentro de los autos le dieron una moneda; incluso de algunos autos salían manos de las dos
ventanillas. Me pregunté cuánto dinero podía llegar a acumular en un día de trabajo que fuera
de cinco horas de sucesiones de malabarismos y magia tan exitosos como el de recién.
Calculando 5 pesos promedio por acto -aunque con lo que acabo de ver, creo que llegó a los
20 pesos-, a un acto por minuto -considerando que cada semáforo en rojo dura
aproximadamente 30 segundos-, eso da un valor de 300 pesos por día, que a 25 días por mes -
suponiendo que no trabaja los domingos-, da un valor... total... de... ¡7500 pesos!
Creo que comienzo a entender sus razones para trabajar en ese oficio. Me pregunto dónde
vivirá. Una casa o departamento amplio, cómodo y con un cierto grado de lujo como el que
podría tener ganando esa cantidad de dinero no encaja con una personalidad como la que
demuestra ser la suya. Nunca lo había pensado antes, pero se mueven grandes cantidades de
dinero en los semáforos. Sobretodo si uno tiene una habilidad tan especial como la que tiene
este individuo.
Me quedé pensando en el ilusionista un rato más y antes de darme cuenta ya estaba
llegando a la oficina. Al recordar esto, la ansiedad me volvió al cuerpo como una brisa cálida.
Aminoré el paso en la última cuadra antes de llegar para dar la sensación de que venía
tranquilo y que en realidad no estaba tan emocionado; como si el día de hoy fuese igual a
cualquier otro y no hubiese motivo alguno para considerarlo especial.
En la entrada del edificio había unas cuantas docenas de reporteros esperando. Cuando me
vieron llegar se avalancharon encima mío, como había sucedido el día anterior en el
aeropuerto; sólo que esta vez no tuve ningún problema en aceptar sus presencias.

®Laura de los Santos - 2010 Página 20


Me hicieron algunas preguntas de rutina a las cuales contesté con efusivas. No di ningún
tipo de información. Dejé que sacaran sus propias conclusiones, pues evidentemente estaban a
nuestro favor. Seguí caminando hacia la puerta mientras dejaba atrás a los periodistas
retenidos por algunos policías que estaban vallando la entrada.
Al entrar en el edificio noté instantáneamente cómo las miradas de la gente se clavaban en
mí con curiosidad. Saludé a Santillán como todas las mañanas y me di cuenta de que lo hice
sentir especial a él también por ser el único a quien me referí aún habiendo mucha más gente
presente. De hecho me dio la sensación de que había más gente que nunca. Caminaban de un
lado al otro, conversaban entre sí como si estar ahí amontonados fuera lo más natural del
mundo. Quise reírme por la inocente curiosidad que intentaban disimular, pero que sus
miradas revelaban abiertamente. El 70% de las personas presentes llevaban consigo un
ejemplar de Living Cars. Algunos lo tenían enrollado bajo el brazo, mientras que otros lo
miraban abiertamente, como si la obviedad extrema fuera más disimulada que la sutileza. Los
que leían el diario me miraban cada tanto de reojo. Continué caminando lentamente hacia los
ascensores. Llamé a uno y me quedé esperándolo sin mirar hacia atrás, aunque por los espejos
podía ver cómo me observaban más abiertamente creyendo que no los veía. El ascensor
demoró en llegar y fue encantador ver cómo se estiraba ese momento. Parecía que todas las
personas estaban esperando a que yo desapareciera dentro del habitáculo para ponerse a hablar
y comentar el episodio.
Cuando llegó el ascensor, entré, pulsé el 19 y sólo cuando las puertas se cerraron sonreí
con satisfacción. Sabía que esa sonrisa debía desaparecer en cuanto las puertas se abrieran
nuevamente, así que la disfruté plenamente todo el trayecto, mirando por el espejo lo buen
mozo que me hacía ver.
Rubén y Mario me esperaban ansiosos y fue lo primero que vi cuando bajé del ascensor.
-Buen día -dije, pasando por entre medio de ellos.
Los dos se dieron vuelta y comenzaron a caminar detrás de mí. Otra vez se atolondraban
queriendo darme todas las noticias juntas. Julieta me extendió una copia del diario con un
café. Continué caminando mientras leía con satisfacción el titular.
“¿Quién se ríe de quién ahora?”, pensé.
Escuché que Rubén hablaba.
-¡Las estadísticas, señor... las estadísticas... son impresionantes! -repetía como un loro. -
¡Han cambiado radicalmente entre ayer y hoy!
-Los teléfonos no han dejado de sonar -decía Mario.
Julieta venía en silencio.
Entramos en mi oficina. Apoyé el café y el diario sobre el escritorio y me senté. Rubén
dijo:
-¡Qué maravillosa idea ha tenido!
Al escuchar esas palabras miré instintivamente a Julieta. Ella continuó anotando cosas sin
levantar la mirada. Yo sabía que la idea había sido mía. Incluso fue ella quien lo mencionó
primero. No terminé de comprender por qué, entonces, me sonaba tan extraño que me la
adjudicaran. Rápidamente borré el pensamiento de mi mente y no volví a pensar en eso.
Después de todo, la nota sí estaba escrita por mí. Volví a mirar el diario y vi mi nombre escrito
al final de la hoja. Eso es lo que vería Da Silva. Y eso era lo único que importaba.
-¿Qué le decimos a la prensa? -dijo Mario.

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-Nada -contesté. -Dejemos que saquen sus propias conclusiones. Ellos son expertos en
establecer los roles del bueno y el malo. Además hace rato que están buscando algo que les
permita decir todo lo que verdaderamente piensan de Dalmasso y su revista. Muestren sus
caras de consternación y hablen ambiguamente sin terminar de decir nada.
Mario y Rubén asintieron con la cabeza.
-El resto de las cosas que surjan, las iremos viendo durante el día -dije.
Los dos notaron que fueron palabras concluyentes y que debían retirarse.
Me quedé solo con Julieta. Ella terminó de escribir algunas cosas y cerró su libreta. Luego
me miró.
-¿Qué le parece? Un rotundo éxito -dijo, sin emoción en la voz, como intentando
solamente remarcar un hecho evidente.
Yo asentí con la cabeza. Me levanté y caminé hacia la ventana. Mirando hacia fuera, dije:
-Gracias por toda tu ayuda ayer.
-Ni lo mencione, señor. Para eso me paga.
Su comentario había sido frío. Me di vuelta con una sonrisa, con la esperanza de que fuera
una broma. Pero cuando la vi, noté que hablaba en serio. Y en realidad, pensándolo bien, sí era
cierto. De todas maneras, fue un poco decepcionante saber que sólo hace su trabajo por el
dinero que recibe. Después de diez años, jamás me faltó el respeto, jamás la oí gritar, incluso
creo que jamás la vi expresar una emoción. No recibe gratificaciones ni críticas. Me pregunto
cómo será su vida fuera de la oficina, pero lo que más me pregunto es por qué nunca se me
ocurrió preguntarme eso antes. “No tengo tiempo para pensar en eso ahora”, me dije.
Simplemente la miré y le dije:
-¿Llamó Da Silva?
-No, señor.
-Qué extraño. Supongo que vendrá del aeropuerto por sus propios medios.
-¿Qué hacemos con la reunión?
-¿Con la... reunión?
Julieta me miró un instante extrañada. Luego dijo:
-La reunión con los pisos 17 y 18, señor.
-¡Ah, si! ¿Ya están todos?
-Esperando en la sala de reuniones -dijo, asintiendo con la cabeza.
Miré mi reloj y me puse a pensar en Da Silva. Jamás llegó tarde a una reunión. Siempre
dice: „Si no llego empiecen sin mí‟. Pero nunca tuve que poner eso en práctica. Realmente no
sabía si era buena idea empezar sin contar con su presencia; pero tampoco quería desacreditar
sus palabras. Ahora que lo pienso, siempre estuvo ausente en los momentos más importantes
de mi carrera dentro de la empresa. Recuerdo que lo mismo sucedió cuando organicé la fiesta
para celebrar la mudanza al piso 19. Estaba realmente emocionado. Sentía que todo marchaba
sobre ruedas y que las cosas estaban bajo control. Y en ese momento, que fue cuando más
quería contar con la presencia de Da Silva, se ausentó. Quería mostrarle que también yo era
capaz de sentirme seguro y capaz de llevar las riendas de la empresa. Tenía una confianza
desorbitada, casi exagerada, impenetrable. Pero él nunca apareció y toda esa emoción se
desbarrancó. Así es como me siento ahora también. Sé que durante la reunión se va a
mencionar el episodio de Dalmasso. Los jefes de las distintas áreas están impacientes por
preguntarme todas esas cosas que pueden ser de gran ayuda para el futuro de sus carreras. Una

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vez más me siento seguro y capaz de demostrar lo que doce años de experiencia hicieron de
mí. Me encanta poder ayudar a los que se encuentran en una posición más desventajosa que la
mía, pues me hubiese gustado haberla tenido mientras yo crecía. Todo lo que aprendí fue por
prueba y error. Jamás tuve un maestro que me mostrara el camino más fácil o más corto o el
correcto sin tener que pasar por las duras reprimendas de mis superiores. Hoy me siento muy a
gusto de poder llevar adelante la reunión, y sin embargo me vuelvo a quedar con la sensación
de que le va a faltar algo; una vez más voy a perder la oportunidad de mostrarle al jefe que
puedo ser como él. Por supuesto que nunca está de más resaltarlo entre mis empleados, pero
son su opinión y su confianza las que quiero, y parece que nunca llegan.

Al abrir la puerta de la sala de reuniones, todos mis empleados me saludaron


cordialmente. Se notaba que debajo de sus caras de protocolo se escondía un sentimiento de
admiración.
En los pisos 17 y 18 se encuentran los jefes de los distintos departamentos de la empresa.
Tanto ellos como los que están debajo de ellos en el piso 16 y los que, a su vez, están debajo
de ellos en el piso 15, tienen acceso directo a mi persona.
A medida que fui creciendo dentro de la empresa fui notando que cada vez el círculo era
más cerrado y cada vez era más difícil para un empleado de bajo rango modificar cosas que
podrían haber sido muy beneficiosas para la empresa. Las decisiones eran tomadas por un
directorio que jamás lograba ponerse de acuerdo y tomaba meses implementar una idea. Por
supuesto que erradicar el directorio fue y será siempre imposible, pero ahora no son más que
una figurita que sale en las revistas, y ni siquiera es una figurita difícil de conseguir. Están más
avocados al marketing y, luego de una ardua lucha, ahora tengo un contacto más fluido y
eficaz con cada uno de mis empleados.
De vez en cuando surgen estas reuniones con pisos específicos, pero las programan ellos,
no yo; y, por norma general, pueden ser presenciadas por cualquier empleado de los 171 que
están a mi cargo.
Hoy noté que había unos cuantos más aparte de los 43 trabajadores que suman los pisos
17 y 18. Comencé a saludarlos uno a uno hasta que llegué a mi lugar al otro lado de la sala.
Julieta, Rubén y Mario caminaban detrás de mí y se ubicaron en las sillas contiguas.
Alrededor de la mesa ovalada de caoba hay un total de 25 sillas. Todas son iguales menos
el sillón principal, siempre reservado para Da Silva. Sentarme al lado de esa silla, siendo
plenamente conciente de que permanecerá vacía a lo largo de toda la reunión, me hacía sentir
aún más frustrado. Miré el reloj que estaba sobre la pared sólo para confirmar que no llegaría;
y una vez que las puertas se cierran, ya no se abren hasta que concluye la reunión. Observé
que había algunas personas más entrando y las esperé en silencio. La última mujer que cruzó
el umbral se dio vuelta y cerró la puerta antes de sentarse en una de las gradas que se ubican
alrededor de la mesa principal. Entonces ya no quedaban esperanzas.
Delante de mis ojos estaba la carpeta con los distintos temas de la reunión. La abrí y pasé
las páginas un poco aburrido. “El jefe no está ahí adentro”, me dije. Suspiré y miré a mis
empleados que se habían quedado observándome expectantes.
Levanté las manos y dije:
-Comencemos.
Pero no pareció ser un incentivo muy poderoso. Todos permanecieron en silencio.

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-¿Quién lanzará la primera piedra? -dije, tratando de sonar gracioso, y quedando como un
idiota.
Nadie contestó. Los empleados comenzaron a mirarse entre ellos, sin animarse a hablar.
Parecía como si no quisieran decir las palabras obvias. Enseguida noté que estaban esperando
a que yo lo hiciera, pero la ansiedad generalizada de la sala me divertía; así que bajé la mirada
hacia las hojas, puse mi dedo sobre un renglón y leí en voz alta:
-“Los autos blancos tienen menos chance de ser vendidos que los de cualquier otro color.”
La información era tan irrelevante que, al levantar la mirada, la ansiedad de los rostros se
convirtió en desesperación. Observé que se miraban de reojo, decepcionados. Miré a mi
alrededor, tratando de ocultar mi diversión.
-¿Y bien? -pregunté. -¿Quién dijo esto?
Del otro lado de la mesa se levantó una mano tímida. Era evidente que no tenía ganas de
hablar del tema. Y, a juzgar por las miradas de los otros, no era el único que no quería
escucharlo.
-Señor Rutello -dije, asintiendo con la cabeza. -Lo que dice es demasiado arriesgado,
considerando que el 30% de los coches que circulan por las calles son blancos.
-S... sí... sí... señor, -dijo Rutello, en un tono de voz que se acercaba bastante a un susurro.
-Pero es cierto.
-Muy bien por usted si está tan seguro. Adelante, convénzanos.
Rutello miró a sus lados, buscando ayuda entre sus asistentes.
Comenzó a hablar un poco nervioso, como si las palabras tuvieran que pedir permiso. Una
tras otra fueron saliendo las frases y con cada segundo que pasaba, el aire se hacía más pesado.
La ansiedad de los que estaban sentados en las gradas se estaba agudizando, pero más notoria
era la de los que estaban sentados alrededor de la mesa, ya que tenían la posibilidad de
interrumpir a Rutello en cualquier momento, y aún así no lo hacían. Yo lo miraba como si sus
palabras fueran las más interesantes jamás oídas, pero de reojo veía el enorme esfuerzo que los
empleados estaban haciendo para no dormirse.
Cuando Rutello terminó de hablar noté como su cara se transformaba primero en
expectativa, luego en temor y finalmente en pánico, ya que nadie habló. Un silencio tan espeso
se apoderó de la sala, que la caída de un alfiler al suelo hubiese sonado como una bomba. Lo
que Rutello no sabía era que la inexpresión de los rostros de los demás, nada tenía que ver con
él. Habían sido víctimas de una broma de mi parte. Y él, sólo había sido uno más.
-Muy bien -dije; y noté como los empleados se acomodaron en las sillas tratando de
disimular sus recientes somnolencias. -Muchas gracias por la información. Tengo la impresión
de que va a ser de gran ayuda para las encuestas de ahora en adelante.
Me quedé callado un instante.
-¿Alguien tiene alguna duda? -pregunté, sabiendo de antemano que nadie respondería.
Luego agregué:
-Entonces... Vamos a conversar sobre el motivo que llenó la sala de reuniones hoy.
Me levanté de la silla y comencé a caminar por la sala. Miré a mi alrededor y noté cómo
la ansiedad generalizada se volvía a apoderar del lugar. Me puse a pensar en lo fácil que es
dominar a grupo de inocentes trabajadores. No se requiere demasiada habilidad para llevar
adelante una reunión de la manera que uno quiera. He probado que puedo aburrirlos,
dormirlos, emocionarlos o excitarlos según lo crea conveniente. Muchas otras veces me

®Laura de los Santos - 2010 Página 24


pregunté cómo era que hacían los generales de los ejércitos para mover semejantes masas
hacia un mismo objetivo. Ahora me doy cuenta de que no es tan difícil después de todo. Sólo
se necesita un poco de persuasión, fama y motivación. Y al final no es más que una receta de
cocina.
Llegué a la puerta, me sujeté las manos detrás de la espalda y cuando fui a tomar aire para
empezar a hablar, la puerta se abrió con brusquedad y me empujó un poco hacia delante. No
necesité darme vuelta para saber quien había querido entrar. Lo vi en la mirada de mis
empleados; sólo que sus expresiones eran más de pánico, que del respeto que acostumbraban
mostrar frente a mi presencia o la de Da Silva.
-Lo siento -le escuché decir a Da Silva, mientras yo me agarraba el hombro que acababa
de golpear con la puerta.
-No es nada -dije, extendiéndole la mano para saludarlo. -Adelante, por favor.
-Oh, no. No quiero interrumpir. Seguramente estaban en medio de algún tema muy
importante -dijo.
Y sonó más a ironía que a disculpa, aunque yo parecí ser el único en notarlo. Los demás
estaban idiotizados. Miré un instante a los empleados tratando de comprender de dónde
provenía esa hipnosis repentina. Volví a mirar a Da Silva.
-Sólo los molesto un segundo para presentarles al ingeniero Van Olders -dijo.
Fue entonces cuando comprendí las miradas. Me di vuelta y lo primero que vi fue su
sombra, que se agrandaba con cada paso. El ángulo de apertura de la puerta me había
traicionado descaradamente. Ahí estaba. Sí. Ahí parado, en carne y hueso. Esa presencia que
veinticuatro horas antes se había escurrido entre mis dedos, excusándose con que era
demasiado famoso para ser famoso. Quería escupirle la cara, quería estrujarle el pescuezo,
quería...
-Es un honor conocerlo -dije, estrechando su mano.
-El honor es todo mío -me contestó, y no sé de dónde sacó esa pronunciación tan perfecta.
Todo en él era perfecto. Su presencia, su porte, su estilo. Tenía en la mirada un desafío
eterno. Uno podría atravesar el mismísimo infierno guiado por un coraje como el suyo. Tenía
la expresión de quien efectivamente ha caminado por él, pero iba acompañada por una sutil
ironía, como si, al pasar por su morada, le hubiese dado algunos consejos al Demonio acerca
de cómo mejorar la decoración del lugar. Sus ojos mostraban que lo había vivido todo, y yo,
sin poder sacarle la mirada de encima, me encontré sumergido en un mar de confusión.
-¿Va a demorar mucho más la reunión? -me preguntó Da Silva.
Lo miré extrañado, sin saber quién era ni qué estaba haciendo ahí.
-No -le contesté. Miré de reojo a Rubén para que se hiciera cargo, y volví a mirar a Van
Olders. -Ya estábamos terminando -dije, sin poder sacarle la mirada de encima.
-¡Excelente! -dijo Da Silva.
Se aproximó a la puerta para dejarme salir y me hizo un gesto con la mano, imposible de
resistir. Caminé hacia afuera como un cachorro obediente, y ellos salieron detrás. Sólo cuando
se cerraron las puertas vi el primer signo de emoción en la cara de Da Silva. Me dijo:
-Permítame felicitarlo por la excelente respuesta ante el escándalo de ayer.
Yo estaba en éxtasis.
-Este es el hombre de la compañía -le dijo a Van Olders, mientras me señalaba.

®Laura de los Santos - 2010 Página 25


Y a mí me pareció que la hache sonaba mayúscula. Creo que debí haber sonreído porque
el ingeniero asintió con la cabeza y extendió su mano para estrechar la mía. Para mí hubiera
sido lo mismo eso que un plato rebalsado de dogui.
-Queríamos ir a dar un paseo por la ciudad, antes de dejar las cosas en el hotel -dijo Van
Olders en un castellano perfecto, -¿qué le parece si nos acompaña?
Tomé aire para contestar, pero Da Silva lo hizo por mí.
-¡Por supuesto que va a estar encantado!
Acto seguido soltó una carcajada estruendosa, que a mí me pareció forzada, pero Van
Olders río con él, así que yo sonreí también.

Nos subimos al auto de Da Silva y salió arando del garaje. Tenía un estado de excitación
que jamás le conocí. Hablaba con voz fuerte, gesticulando, y pasándole fino a los peatones.
Van Olders estaba inmutable. Escuchaba atentamente todo lo que mi jefe decía y cada tanto
musitaba “sí”, o “ahá”.
-¡Y qué sorpresa se habrá llevado el careta ese cuando se despertó con los flashes dándole
en la jeta! –decía Da Silva. -¡Qué vuelta de rosca! ¡Cómo me gustan los medios! ¡Una
verdadera obra maestra, Guillermo!
Era la primera vez que el jefe me llamaba por mi nombre. Hace casi dos años que yo pasé
a ser el gerente general de la empresa y nos mudamos al piso 19. En todo ese lapso de tiempo,
debo haber escuchado mi propio apellido un par de veces. Y mi nombre, nunca. Sólo ahora, al
oírlo, era realmente conciente del tiempo que había pasado. Ni siquiera recordaba quién lo dijo
por última vez; incluso fuera del trabajo. Creo que fue mi madre. No lo sé.
En fin... no era momento para pensar en esos detalles. Aquí estaba ahora, cumpliendo el
sueño de todo gerente. Paseando en una belleza, siendo admirado por todos los transeúntes. Al
observarlos desde esta perspectiva pude comprender que mis esfuerzos no habían sido en
vano. Todas mis frustraciones y dudas estaban ahora lejanas, guardadas en algún cajón.
Recordé el acontecimiento de Dalmasso y me reí de la ironía del destino. Ahora las palabras
de satisfacción provenían de los labios de mi jefe y me llenaban de dicha. Ahora sentía que
estaba confiando en mí. Mi nombre... pronunció mi nombre; y hasta hace cinco minutos atrás
no sabía de hecho si él lo conocía. Y lo pronunció como si lo dijera todo el tiempo. El gran
paso estaba ahí, esperando ansiosamente para ser dado. Y aquí me encontraba, entre dos
grandes, sintiendo que tenía toda mi vida por delante.

Da Silva clavó los frenos y casi pasamos a ser tres los sentados en la parte delantera del
auto. Apenas si llegué a colocar mi mano en el respaldo del asiento de Van Olders, y
enseguida una fuerza me impulsó nuevamente hacia atrás. Los tres quedamos bastante
sorprendidos. El ingeniero y yo nos quedamos callados. El jefe bajó la ventanilla y le vociferó
algunos insultos al que se puso a hacer malabares delante del auto; no lo arrollamos de
casualidad. Luego subió otra vez el vidrio y dijo:
-Me tienen harto. No tienen nada mejor que hacer que estorbar el camino. Si no es uno
que te pasa un limpiavidrios mugriento, son estos imberbes que se piensan que somos todos un
populacho de circo. Y encima si no les das una moneda te escupen el vidrio. Y si lo piso, lo
tengo que pagar por nuevo. -Hizo una pausa y luego concluyó: -Insolentes.

®Laura de los Santos - 2010 Página 26


Me quedé mirándolo estupefacto, creyendo que Van Olders le recriminaría el mal
momento que le había hecho pasar; pero en lugar de eso, el otro lo miraba resignado. Al final
no supe qué era peor: faltarle el respeto a una eminencia o aburrirlo.
Miré hacia fuera para retener en mi memoria al que casi nos provoca un accidente, y me
di cuenta de que era el ilusionista. El mismo que veo todas las mañanas camino al trabajo. Ya
se había sacado la gorra y caminaba pintoresco entre los autos en busca de monedas. La gente
le sonreía y le dejaba generosas recompensas. Otra vez me puse a pensar en la grotesca
cantidad de dinero que ganaba.
Lo continué mirando un instante más mientras se acercaba al auto de Da Silva. Se quedó
un instante parado al lado de su ventanilla, pero el jefe lo ignoró de la manera más asquerosa
que pudo. Realmente pensé que le iba a escupir el vidrio, pero en cambio le devolvió una
reverencia muy parecida a la que me hizo a mí esta mañana. Incluso vi cómo me guiñaba el
ojo al pasar por al lado de mi ventana. Se quedo un instante observándome, me sonrió y luego
continuó su camino. Lo seguí con la mirada un par de pasos, hasta que Da Silva arrancó con
toda la furia y lo perdimos de vista.

Anduvimos por la ciudad hasta que oscureció.


Cuando Da Silva frenó el auto en la entrada de uno de los restaurantes más famosos de la
ciudad, yo ya había perdido la noción del tiempo. Por un momento pensé que no era tan buena
idea, al recordar el pozo en el que me había metido el día anterior por querer agasajar a Van
Olders con todos los lujos. Sin embargo cuando bajamos del auto no había periodistas
abalanzándose sobre el auto, ni reporteros, ni nada. Los que entraban y salían del lugar eran
empresarios tan importantes como él, con apellidos tan pesados como el suyo. Aunque Van
Olders parecía llevarlo con toda naturalidad. De hecho empecé a notar que en realidad él era el
único que encajaba perfectamente en ese lugar. A todos los demás nos quedaba grande; y más
inalcanzable se tornaba para aquellos que además trataban de disimularlo. Da Silva por lo
menos no lo disimulaba, y yo decidí adoptar la misma postura.
El muchacho del valet parking que se subió al auto del jefe tenía una mirada aburrida y
apagada. A pesar de que tal vez iba a ser esta la única oportunidad que tendría en su vida de
subirse a un Rolls Royce como ese, tomó la llave y se subió sin mirar siquiera el cuero de
cabra que rodeaba el volante y los incrustes de diamantes que tenía la palanca de cambios.
Comencé a pensar que semejante clase de resignación debía ser consecuencia de una
rutina de esas que de tan insulsas se vuelven violentas. ¿Cuánto tiempo puede pasar antes de
que una persona se dé cuenta que está nadando en la más placentera de las ignorancias?
¿Cuándo habrá sido la última vez que ese muchacho se preguntó qué quería en la vida, o qué
le gustaba hacer o si lo estaba haciendo? Qué triste es la vida de aquellos que no miran más
allá de sus propias narices porque consideran que atravesar el aire requiere mucho esfuerzo.

La recepcionista que nos acompañó hasta la mesa portaba una elegancia que sembraba
rosas. Tenía la mirada fascinada de quien está convencido de que no hay mejor manera de
vivir que estar al servicio de los ricos.
Nos acomodó en un box con vista al río. Nos sonrió y, cuando se dio vuelta para irse, se
quedó con la vista clavada en mi jefe por una milésima de segundo que alcancé a percibir,
pero que Van Olders pareció ignorar. “Por suerte”, pensé yo. Pero Da Silva la siguió con una

®Laura de los Santos - 2010 Página 27


mirada penetrante, evidenciando sus pensamientos, sus motivos y hasta sus costumbres. Yo no
hice gestos ni comentarios. Me puse a mirar el menú.
-¿Qué me recomienda? -dijo Van Olders, y yo ni me di por aludido.
Pensé que le estaba preguntando al jefe. Suerte que lo miré, sino hubiese quedado otra vez
como un idiota. Casi se me escapa un “¿yo?”, pero conseguí retenerlo en la punta de la lengua.
Miré el menú y comprendí al instante lo que esa pregunta significaba. No era una opinión lo
que estaba buscando. Ni siquiera intentó esconder su intención. Quería que hablara desde mi
experiencia. Quería que le demostrara que ese lugar era completamente natural para mí, y que
había probado todos y cada uno de los platos del menú, más los que no estaban en el menú;
esos que el mozo ofrece sólo a los clientes habituales. Yo no había pisado ese lugar en mi
vida. De hecho no acostumbraba frecuentar ninguno de ese tipo de lugares. Pero de pronto
recordé a Julieta. Dos días antes del desafortunado evento del aeropuerto, ella me había dejado
una serie de notas que yo encontré absolutamente irrelevantes. En una de las hojas había
nombres de restaurantes, de hoteles, de museos y de las tiendas más lujosas de Buenos Aires.
Por supuesto que el nombre de este restaurante estaba en la lista. Ella supo entonces lo que yo
apenas empezaba a vislumbrar ahora. No tenía la menor idea de las especialidades de ese
lugar, ni sabía tanto italiano como para comprender ese menú infame. Pero un mozo podría
resolverme el problema, sólo era cuestión de encontrar al indicado.
Miré a Van Olders y noté que un brillo se reflejaba en su mirada. Levanté la vista y
busqué al comís más torpe que se encontrara presente en el salón y lo llamé. Cuando se
acercó, le dije con toda naturalidad:
-Llame a José, por favor.
El muchacho me miró espantado.
-¿A... José...? -murmuró.
Mientras tanto yo le estudiaba la mirada. El susto que tenía evidenciaba que hacía poco
tiempo que estaba trabajando allí. Esa era la carta que tenía a mi favor.
-Escúcheme -le dije, con una tranquilidad tal que no osó a replicar. -Sé que usted es nuevo
aquí; pero por favor, no nos quiera convertir a todos en novatos. Encuentre a José y dígale que
Domínico lo está buscando.
-Sí, señor -contestó, como si se estuviera dirigiendo al Reich.
Y se fue rapidísimo.
-Amateurs -dije, mientras lo seguía con la mirada, en un tono de resignación que casi
pareció un susurro. -Conozco unos platos que le pueden llegar a gustar, pero la especialidad
del chef cambia cada noche -le dije a Van Olders. -Si no le molesta, prefiero que lo escuche de
sus propios labios.
Van Olders sonrió levemente, pero el gesto se evidenció mucho más en su mirada.

Perfecto hubiese sido que el chef se llamara José. Lamentablemente no era José. El
hombre que se acercó tampoco fue el chef, y hasta puedo llegar a arriesgar que su nombre no
era José. Pero se convirtió en José cuando levantó su mirada por encima del hombro del
asustado comís, que casi había ido a llorarle su renuncia, y vio una gran propina en potencia.
Se acercó convencido de su nuevo nombre, dispuesto a ofrecernos la especialidad de la noche
en cualquier idioma que se nos antojara pedirle. Me miró y nos entendimos enseguida. Él
estaba perfectamente acostumbrado a este tipo de situaciones. Sabía cómo hacer quedar bien a

®Laura de los Santos - 2010 Página 28


la persona indicada, y yo podía ofrecerle una buena cantidad de dinero. La situación nos
convino a los dos y por un momento sentí que éramos mejores amigos.
Por supuesto que Van Olders no se tragó el verso, pero sí estaba divertido con la
situación. Sólo su sonrisa me dio la satisfacción de un objetivo bien logrado. Y el más
contento fue el mozo, que recibió más propina del ingeniero que de todos sus clientes del mes.
Enseguida me di cuenta de que a Van Olders le gustaban las habilidades, no las presunciones.
“Nos vamos a llevar muy bien”, pensé, mientras le estrechaba la mano en la puerta de mi casa.
Su expresión fue similar.

Dos noches seguidas de encantador sueño ligero y reparador es mucho más de lo que
puede esperar una persona, y que el gerente general de una empresa de la magnitud de
Valmont Southern ni siquiera puede imaginar. Sin embargo, me tocaron a mí.
Recordé la experiencia del día anterior, casi sospechando que había sido un sueño. “Fue
real”, me convencí orgulloso. Sonreí mientras me adelantaba al día de hoy. Me encanta hacer
eso. Imagino cómo va a ser mi día, las conversaciones que voy a tener con mis empleados, las
expresiones de admiración y respeto de todos ellos al escucharme. Creo que voy a tener que
conseguirles un tranquilizante a mis asesores porque seguramente hoy van a estar más
ansiosos que nunca.
Salí a la calle y me sentí levitar. Comencé a caminar hacia el trabajo y vi que en la calle
justo enfrente de m casa había una marca de llanta sobre el asfalto. “Cómo le gusta hacer ruido
a este jefe”, pensé, mientras caminaba por encima de la huella, sintiendo todavía mi espalda
presionando contra el cuero del Rolls Royce, debido a la velocidad.
Tal vez pudiera acceder yo también a tener un auto como ese; después de todo sí trabajo
en una empresa que se dedica a la compra/venta de vehículos. Lo único que tengo que hacer es
convencerlo a Da Silva de que la imagen es todo y que no puedo andar caminando por la calle
teniendo la posibilidad de lucir nuestros mejores autos. Y no estaría equivocado. Sin embargo,
me gusta esta sensación del asfalto bajo mis pies. Hay que conocer el terreno para saber qué
tipo de llanta necesita cada auto, y cuál es el modelo más indicado para cada persona. Esto es
lo que siempre le digo a mis empleados; sobre todo a los que trabajan en el departamento de
marketing. Todo el tiempo les recomiendo que se tomen un rato de cada día para caminar por
los distintos terrenos, y que imaginen que son un auto, y que sus pies ruedan, comulgando con
el suelo al que la gravedad los une. De hecho ese fue el slogan de una campaña hace algunos
años atrás. No recuerdo bien si la idea fue mía o de Julieta. Creo que fue mía. Sí. Por lo menos
las notas de los distintos diarios decían que sí.

Al llegar a la plaza vi que en el mismo banco de la otra vez, un hombre estaba sentado con
una niña. En un principio me pareció que eran padre e hija, pero al mirar un poco más
detenidamente, era como si ella estuviese regañándolo. La pequeña estaba apoyada de costado
contra el respaldo del banco con un brazo por encima de éste, mientras que el otro caía al
costado y se apoyaba sobre la pierna que colgaba sobre la otra doblada. Su pierna se
balanceaba porque no llegaba a tocar el suelo. Por su parte, el hombre estaba encorvado, con
las manos colocadas debajo de sus piernas, como si lo hubiesen descubierto robando un
caramelo. Miraba al suelo mientras la nena le hablaba. “¡Qué momento!”, pensé de pronto.
Cualquiera que pasara por delante de ellos se reiría en la cara del sujeto. De hecho yo miré

®Laura de los Santos - 2010 Página 29


instintivamente a mi alrededor para ver si venía alguien, pues ya comenzaba a sentir una
vergüenza ajena.
Caminé hacia ellos disimuladamente para escuchar lo que decía la niña. Los miraba cada
tanto para extraer alguna información extra de los gestos de cada uno. Cuando logré acercarme
lo suficiente, no pude creer lo que vieron mis ojos. El hombre estaba... llorando. La situación
de pronto pasó de vergonzosa a extravagante. Era una burla a la opinión pública. ¿Acaso no le
importa lo que pueda llegar a pensar la gente? ¿Cómo se va a poner a llorar delante de una
niña? No hacía más que demostrarle su total y patética debilidad.
Antes de que pudiera escuchar alguna palabra, la niña se levantó y comenzó a correr hacia
mi lado. Me pasó tan cerca que casi me rozó la ropa. Yo me quedé duro por un instante y
después me di vuelta instintivamente para ver hacia dónde se dirigía. No muy lejos la estaba
esperando una mujer arrodillada con los brazos abiertos, que la alzó en cuanto la niña llegó
hasta ella. Rieron un poco y luego volvieron juntas hacia donde estaba el tipo que había
quedado hecho un trapo. Me pasaron otra vez cerca y llegaron al encuentro del hombre, la
pequeña se bajó y salió corriendo a jugar. Él la siguió con la mirada y luego, volviendo la vista
hacia ella dijo las mismas palabras que le oí decir a aquel muchacho la vez anterior:
-Gracias.
Y luego ella dijo:
-Lo mismo digo. Somos parte el uno del otro y tus miedos nos afectan a los dos. El
bienestar de ambos es nuestra libertad.
A mí me sonó como un déjà vu chorreando miel. ¿Cuántas veces iba a tener que escuchar
las mismas pavadas? Empecé a considerar seriamente la idea de cambiar la ruta hacia mi
trabajo, porque esto ya era demasiado.
El hombre me miró. Pero su mirada me pareció más melancólica que la agresividad que
percibí en el hombre de la otra vez; no tenía ese brillo de violencia que había llegado a percibir
entonces. Igual todavía me pareció que tenía un dejo de envidia. Me miró un instante bastante
prolongado, como si no tuviera intención alguna de ocultar su curiosidad. Yo le sostuve la
mirada. Hace un rato largo que dejaron de intimidarme las miradas fijas.
Cuando me alejé de la plaza, todavía tenía mis pensamientos ocupados con lo que acababa
de experimentar. ¿Por qué otra vez esas palabras? Ahora comenzaban a darme vueltas en la
cabeza una y otra vez. ¿Por qué me molestan tanto? Pero no encontré una respuesta
satisfactoria. “Tonterías”, me dije. “Tonterías que no valen ni un minuto de tiempo dedicado”.
Borré los pensamientos absurdos y enseguida otra cosa ocupó su lugar. Llegué al
semáforo donde siempre encontraba al ilusionista, sólo que esta vez, no estaba. Y aunque
siempre lo vi como un estorbo, ahora parecía que algo le estaba faltando a la esquina. Esa
alegría desorbitada que mostraba ante sus clientes estaba en el aire, pero parecía desencajada.
La tarde anterior casi había perdido la vida por culpa de Da Silva, y ahora que todavía estaba
vivo, parecía ser él el asesino del momento. No sé porqué el semáforo se me hizo más largo
que de costumbre y, cuando me alejé, sentí que me estaba faltando algo. Sin embargo no me
duró mucho esa sensación. Cualquier vacío provisorio fue reemplazado por el placer de estar
llegando a la oficina. Esa sensación de levedad con la que había salido de mi casa comenzaba
a acariciarme el cuerpo nuevamente.
Ningún momento hubiese sido mejor para llegar a la oficina. Cuando estaba cerca de la
entrada del edificio vi a un chofer que abría la puerta de uno de los autos de la compañía. Eso

®Laura de los Santos - 2010 Página 30


era común todos los días; lo extraño fue que del auto bajó Van Olders. Yo me acerqué hasta él
y le extendí la mano. Me saludó y caminamos juntos hasta dentro.
Por un momento se cruzó por mi mente el día anterior, con la entrada llena de periodistas,
todos esperándome con sus preguntas como si fueran desiertos y mis respuestas, oasis. Y de
pronto me di cuenta de que esto era aún mejor. Mucho mejor. Nada se comparaba al profundo
placer que me producía llegar a la oficina junto con el hombre más poderoso de la empresa.
Creo que hasta puedo arriesgar a decir que este es el día más feliz de mi vida.
A pesar de la confianza que había sabido ganarme la noche anterior, me mantuve en
silencio, recordando los consejos de Da Silva. Todavía era una relación frágil y debía circular
con mucha cautela.
Observé que la gente se empezaba a amontonar en el hall del edificio mientras nosotros
esperábamos el ascensor. Tenían las ganas de disimular, pero el resultado era la evidencia. Yo
los miraba por el espejo, pero noté que el ingeniero los ignoraba por completo. “Ya debe estar
acostumbrado”, pensé. Y me encontré deseando ser tan afortunado como él. Lo miré un
instante por el espejo y enseguida aparté la vista. Traté de parecer tan indiferente como él,
pero en eso todavía me faltaba práctica.
Llegó el ascensor y subimos. Toqué el 19 y el 20. Las puertas se cerraron y los circulitos
del tablero se empezaron a iluminar uno a uno. Todavía no habíamos intercambiado ninguna
palabra y yo no iba a ser el primero. “Quién sabe si no me estará probando”, pensé tratando de
disimular. No sé porqué tenía la extraña sensación de que podía leer mis pensamientos; y que,
más allá de lo que quisiera aparentar, siempre iba a quedar desnudo delante suyo. Por un
instante me recordó a Julieta, con su impenetrable mirada, serena como una santa.
Lo raro fue que el silencio que se produjo en el ascensor no fue de esos que a medida que
pasan los segundos se vuelven más densos, sino que parecía fluir con total naturalidad. Él
parecía relajado y consideré eso como una buena señal; aunque no me lo imagino teniendo que
ocultar tensión ante nadie, ni por costumbre, ni por necesidad.
Llegamos al piso 19 y rogué a todos lo dioses que me pidiera que lo acompañara. Pero no
hizo comentario alguno. Las puertas se abrieron y yo lo miré de reojo un instante a ver si
percibía alguna señal, algún indicio. Nada.
“Paciencia”, me dije, recobrando la esperanza. “Ayer fue un gran paso”.
Las puertas se abrieron. Yo incliné mi cabeza en una reverencia, dando a entender que las
palabras no eran necesarias a menos que él las pronunciase.
De espaldas a mí, que ya estaba bajando del ascensor, lo escuché como si fuera música:
-Que tenga un buen día -dijo, con su imperturbable voz.
“Lo mismo digo”, “muchas gracias”, “que tenga un buen día usted también”. Pero me
quedé callado y simplemente incliné mi cabeza con una leve sonrisa.
Cuando las puertas se cerraron nuevamente largué todo el aire contenido y sonreí.
Finalmente él había dicho las primeras palabras, y por más inhumanas que sonaran, no dejaban
de ser suyas.

Cuando Van Olders estuvo en Buenos Aires la vez anterior a esta, recuerdo que yo estaba
trabajando en el piso 8. Venía ascendiendo en la empresa como helio en el aire. Ya tenía
varios empleados a cargo y trataba de quedar bien con todos ellos. Para entonces, Da Silva era
como un prócer; esa figura que todos saben que existe pero que nadie conoce. Y Van Olders...

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Bueno... Van Olders era como un Dios; ese ser del cual no se ha confirmado su existencia,
pero que influye en la vida de todos los empleados.
Su estadía entonces duró poco. Ninguno de nosotros lo vio y nadie se animó a preguntarle
a Da Silva. Los medios lo perseguían por todos lados y cuando agarrábamos un diario, nos
enterábamos de las noticias de la misma forma que cualquier persona ajena a la empresa.
Se decía que Van Olders venía de una familia de fabricantes de automóviles vieneses que
se las había ingeniado para amasar una fortuna y mantenerla intacta por más de 7 generaciones
y que, junto con el apellido, era una mochila que hoy le tocaba cargar a él.
Desde los carros tirados por caballos hasta los primeros automóviles a vapor, pasando
luego por la destilación de petróleo, la familia Van Olders creó, transformó y mejoró la
producción de coches durante más de 200 años. Todos los que nacieran bajo ese apellido
estaban destinados al triunfo. Y no era algo de lo que se jactaban. Simplemente lo llevaban en
la sangre como un glóbulo rojo más.
Había libros enteros escritos acerca de esta familia; novelas basadas en sus experiencias y
documentales que aún hoy se ven por la tele. Se decía que luego de muchos años de haber
vivido en Austria, su país de origen, a uno de los miembros de la familia se le había ocurrido
que Italia sería un lugar mucho mejor para seguir avanzando en la producción. Austria se
estaba convirtiendo en un país demasiado tradicionalista y los progresos de la industria no eran
bien vistos.
Así que se fueron a Italia y ahí crearon Valmont Cars. Valmont se llamaba el pueblo de
origen del más antiguo de los miembros de la familia. Aquél que se había animado a
convertirse en un mito por mera voluntad y capricho. Muchas años habían vivido en ese
pueblo hasta que se mudaron a Viena, donde la industria automotriz era más variada que en el
campo. Pero Valmont era un lugar sagrado al que todos volvían una y otra vez para recordar al
viejo y absorber un poco de su eterna motivación.
Valmont Cars no tardó mucho en posicionarse en el mercado y convertirse en una de las
empresas más prestigiosas de Italia primero y del mundo entero después. Alrededor de 1950,
con la emigración de posguerra a América, a otro de los miembros de la familia en cuestión se
le ocurrió que sería una buena idea traer una sucursal a Buenos Aires para abarcar algo más
que Europa, que ya no presentaba ningún misterio. Entonces Valmont Cars cambió su nombre
a Valmont Northern; y le pusieron Valmont Southern a la nuestra. Para entonces, el abuelo del
ingeniero era quien llevaba las riendas de la familia, pero no tardó mucho en enfermarse y
morir, y entonces el padre Van Olders comenzó a hacerse cargo. Durante más de 50 años
manejó la empresa como el mejor de los reyes ante su reino y, como el más honesto de ellos,
no dudó en pasarle el control al dueño actual cuando comprendió que los años no venían solos.
Eso había sido en el año 1998. Y fue la primera vez que el ingeniero pisó Buenos Aires.
Firmó algunos papeles, dio un par de discursos y se volvió a Italia. Cada tanto iba y venía,
hasta hace unos cinco años atrás, que ocurrió el escándalo de la Ford. Recuerdo que su
presencia desató más controversias de las esperadas y por eso, harto de tanto chimento
sensacionalista, se fue y no volvió a pisar nuestro suelo hasta hoy. Cada tanto amenazaba con
que iba a viajar, pero luego aparecían compromisos más importantes y todo terminaba
delegado en manos de Da Silva.
El gerente involucrado en el episodio de la Ford había sido nada menos que el propio Da
Silva. Cuando Van Olders llegó al país estuvo reunido con él y con el directorio por más de 7

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horas, luego de las cuales se determinó que se echaría a quien fuera el presidente de Valmont
Southern para que Da Silva ocupe su lugar. Y en realidad, no tenían demasiadas alternativas.
Si echaban a Da Silva, era muy posible que la empresa se viniera abajo; no porque él fuera
imprescindible, sino porque le estarían dando la razón al presidente de la Ford -que era sobrino
del dueño, quien también tenía unas cuantas generaciones de experiencia en la fabricación de
automóviles-, que no estaba muy contento con haberse convertido de repente en pariente
político de Da Silva por los caprichos de su única hija malcriada. El señor Ford se había valido
de los medios de comunicación más influyentes del momento para desprestigiar a Valmont.
Entre ellos se encontraba la revista de Dalmasso, quien de pronto tenía un nuevo dios al que
alabar. A él le convenía la publicidad de su revista y a Ford le convenía que se publicara lo
que él quisiera. A pesar de la distancia entre sus edades, durante un tiempo se hicieron
inseparables. Y cada día se decían cosas más fuertes y más falaces sobre nuestra empresa. Por
eso Van Olders, en un ataque de inspiración como los que solían tener los de su estirpe, hizo
echar al presidente y lo nombro a Da Silva en su lugar, cinco minutos antes de que las
acciones de Valmont cayeran en picada. La noticia descolocó a todo el mundo. Los diarios se
dieron vuelta como una tortilla y cambiaron de ídolo con la misma rapidez con que lo hace un
ignorante devoto de un dios cualquiera. Dalmasso se quedó al margen. No publicó ni una
palabra más en contra de Valmont porque eso hubiera escrito su epitafio en su propia sección
de obituarios. Pero tampoco estuvo a favor de la empresa. Se escondió durante algún tiempo,
mientras se dedicaba a juntar envidia y recelo y a tramar un plan que nos hiciera caer de una
vez por todas. El reciente episodio fue otro de sus frustrados intentos.
El señor Ford no supo cómo enfrentar a los medios sin el apoyo incondicional de
Dalmasso, y cada palabra que decía era diabólicamente manipulada por los otros diarios, entre
ellos Living Cars, a favor de Valmont. A mí me sorprendió que después de un par de días ya
no se podía distinguir a quién era que trataba de defender Dalmasso. Todo lo que decía parecía
dictar su propia sentencia; a tal punto que nadie tuvo que viajar desde Inglaterra para resolver
el asunto. Dentro de su confusión, Ford le presentó su renuncia al tío y la sucursal de Buenos
Aires que él manejaba pasó a ser historia.
La hija del señor Ford estaba muy contenta de que finalmente no sería necesario seguir
escondiendo su romance con Da Silva y que todo iba a terminar como un cuento de hadas.
Pero el nuevo presidente de Valmont Southern se aburrió rápido de la muchacha, viendo que
ya no llamaba la misma atención que antes, y la dejó a merced del destino.
De todas formas, su virilidad incontrolable tuvo un momento de descanso. Nadie lo pudo
comprobar, pero se dice que se tuvo que tragar una terrible reprimenda de Van Olders.
Ahora lo imagino en aquella situación y pienso que, en lo que a Van Olders refiere, debe
dar más miedo su tranquilidad que su locura; y que la “terrible reprimenda” no deben haber
sido más que tres o cuatro palabras, claras, concisas y sin opción a réplica. Pero a los
empleados de esta empresa les encanta exagerar las cosas, sobre todo cuando se trata de un
acontecimiento que nunca deja de ser tema de conversación entre café y café.
Y aquí me encontraba yo hoy. Luego de haber compartido una cena con la persona más
importante del mundo; de mi mundo. Todos mis empleados sabían esto y seguramente no
tardaría demasiado en correrse la noticia de que llegamos juntos a la empresa. Bueno... era
cierto... nos habíamos encontrado en la puerta... pero qué diferencia hacía un pequeño detalle.
No tenía intenciones de desmentir las suposiciones de las demás personas. Siempre era mejor

®Laura de los Santos - 2010 Página 33


dejarlos creer lo que les pareciese más conveniente. Si estaban equivocados, se darían cuenta
en algún momento. Y yo mientras tanto extraía los frutos de la siembra cosechada con el sudor
de mi frente.

Me resultó más fácil de lo que pensé disimular mi ansiedad delante de Rubén y de Mario.
Es cierto que ellos siempre están ansiosos, así que es más fácil pasar desapercibido. Creo que
es por eso que delante de Julieta me cuesta disimular más. Ella vive en un eterno estado de
serenidad. Y sin embargo, aunque me conoce tal como soy y jamás ha dicho o hecho nada al
respecto, me cuesta bajar la guardia; y al final me doy cuenta de que doy demasiadas vueltas
para mostrarle algo que vio desde el comienzo en mi mirada. En esos momentos me doy
cuenta de lo mucho que disfruto su compañía. Siento que puedo ayudarla en muchos aspectos
que todavía veo que anda un poco floja.
No la miro demasiado a los ojos. Sólo un par de gestos para que comprenda que sé que
está presente en la oficina, aunque Mario y Rubén la opaquen con sus mil palabras. Ella me
mira más. Siempre me mira más. Todo el tiempo me mira. Incluso cuando los otros dos le
hablan directamente, les contesta mirándome, como si esperara mi aprobación a todo lo que
dice.
Sólo cuando vi la puerta cerrarse detrás de los dos hombres y quedamos solos ella y yo,
me relajé un poco y le revelé algo de mi emoción debido a los recientes acontecimientos. Tal
vez era este un buen momento para darle algunas instrucciones, para que comprenda un poco
mejor el manejo de los grandes empresarios.
-Todo marcha estupendamente -le dije, mientras me levantaba de mi asiento y me
acercaba al ventanal.
No la miré directamente pero vi de reojo que ya sacaba su libretita y se ponía a anotar
cosas. Levanté un poco la vista y fruncí el ceño.
-¿Qué es lo que escribís siempre ahí? -le pregunté.
Recién entonces se dio cuenta de que la estaba mirando. Levantó la vista y me miró por
un instante. Luego se encogió de hombros y con total naturalidad me dijo:
-¿Acá? Cosas...
Noté que la respuesta fue bastante evasiva. Si había algo que era evidente era que escribía
„cosas‟. Pero no dijo nada más y no quise seguir indagando. Simplemente asentí con la cabeza
y miré hacia la ventana.
Escuché que alguien golpeaba la puerta. Me di vuelta instintivamente, pero no hablé.
Julieta se acercó a la puerta y abrió. Del otro lado apareció Da Silva, que no había pisado mi
alfombra más que dos veces en dos años. Julieta dio un paso atrás para dejarlo entrar y vi
cómo de reojo le miraba los pechos. Ni siquiera llevaba un escote prominente; tenía una
camisa, como siempre, abotonada hasta la clavícula. Pero se ve que a Da Silva le pareció más
que suficiente para dedicarle una mirada. Yo no sabía bien si se había vuelto un libidinoso de
golpe, o si era esa su manera de esconder la excitación de estar cara a cara con Van Olders, o
qué. Lo que sí me pareció extraño fue ese segundo de más que duró el intercambio de miradas
entre él y Julieta. Se sonrieron en silencio.
-¿Café? -dijo Julieta.
Y nos volvió a la realidad a los dos.

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Da Silva me miró y por primera vez en mi vida, le sostuve la mirada. Él sonrió y con su
acostumbrada elocuencia dijo:
-Por favor. Para mí solo y con dos de azúcar.
Julieta me miró, esperando una respuesta de mi parte.
-Para mí nada -dije, demasiado seco, mirando fijo a Da Silva.
“Cuidado”, pensé. “Estás siendo evidente en exceso”. Y me pregunté cuál era el motivo
de mi enojo. No sentía una atracción física hacia Julieta, pero de alguna manera me molestaba
que él la mirase; y nada menos que con la misma intención con que había mirado a la mujer
del restaurant la noche anterior. Él la veía como a una más. Y Julieta jamás sería una más. Si
sus intenciones fueran nobles, no me hubiese molestado tanto su actitud. Sí. Eso era.
A pesar de que Van Olders lo había obligado a mantener un perfil bajo con respecto a este
tema, su fama de amante latino no se había perdido. Y, acompañado de un puesto como el
suyo en una empresa de la envergadura de Valmont, ayudaba bastante para que consiguiese
cualquier cosa que deseara aún sin buscarla abiertamente. Y por lo visto tenía intenciones de
arrastrar a Julieta a su lecho de rosas. “No tengo nada de qué preocuparme”, pensé. Julieta le
lleva demasiada ventaja como para terminar en una situación semejante. Jamás se dejaría
manipular por un hombre de intenciones tan claras y destinos posteriores tan obvios. Con esa
satisfacción en mi rostro, le sonreí; y la serenidad que demostraba fue harto desafiante.
Comenzó a recorrer la oficina con las manos en los bolsillos. No arrastraba los pies, sino
que más bien parecía llevar consigo el porte de Fred Astair. A pesar de que estaba en mi
oficina, parecía dominar el terreno. No podía competir contra su experiencia. Y no podía
olvidar que él no necesitaba subir al 20 para demostrarme que podía pisarme la cabeza. Pero
estaba Van Olders. Y eso le restaba importancia.
Julieta entró y dejó el café sobre la mesa ratona. Sólo entonces me di cuenta de que habían
pasado unos minutos y Da Silva no había vuelto a pronunciar palabra desde que le contestó a
ella. Comencé a preguntarme para qué se había tomado la molestia de bajar, pudiendo decirme
cualquier cosa por teléfono, como había hecho siempre durante los últimos años. Cuando la
puerta se cerró detrás de Julieta, se acercó a la mesita, agarró su café y siguió recorriendo la
sala, mientras se lo tomaba. Su presencia cada vez me molestaba más. Parecía que dejaba una
estela de dominio y poder por cada lugar por el que pasaba, con lo cual ya no faltaba mucho
para que no quedara un solo lugar por el que no hubiese caminado. Me estaba asfixiando. Por
suerte sus palabras no eran tan deseadas como las de Van Olders, así que arriesgué antes de
que me quitara definitivamente el aire.
-¿Sucede algo, señor Da Silva? -pero en mi cabeza esas palabras sonaron algo así como
“¿Por qué no deja de infectar mi espacio y me dice qué carajo quiere?”.
Me miró un instante en silencio, como si en realidad hubiese escuchado mis
pensamientos, no mi pregunta.
-Nada mal la decoración -dijo.
Y el significado de sus palabras fue mucho más obsceno que el mío. No entendía a dónde
quería llegar con esta no conversación de cosas no dichas; pero cada vez era más evidente que
su estancia en mi oficina nada tenía que ver con una curiosidad personal.
Estudiando su mirada y su manera de andar, noté que algo le estaba fastidiando. No sabía
bien si era el tener que hacer de che pibe de Van Olders, o el hecho de que yo lo notase muy a
pesar suyo. “¿Estaría realmente dudando de su posición en la empresa?”, pensé. Pero

®Laura de los Santos - 2010 Página 35


enseguida borré ese pensamiento de mi mente. Sacar a Da Silva del medio iba a traer a relucir
el viejo episodio de Ford; sobre todo ahora que Dalmasso estaba con todos los anzuelos en el
agua. Esto era algo que él sabía mejor que nadie. Y sin embargo hasta me atrevería a decir que
lo que sentía eran celos. Algo bastante infantil, considerando el lugar desde donde me miraba.
Pero, ahora que lo pienso un poco mejor, su madurez frustrada casi lo guillotina una vez. No
me extrañaría que sucediera de nuevo. Incluso al recordar cómo miró el escote de Julieta,
parecería que ni siquiera le importa. “¿Cuándo habrá sido la última vez que se preguntó si era
feliz?”, pensé, sintiendo una extraña compasión por él.
Da Silva había nacido en una cuna de oro. Al igual que su padre y que su abuelo, su
destino empresarial estaba escrito mucho antes de que naciera. Su madre había dado a luz a 6
mujeres antes de proveerle al jefe de la familia un heredero. Desde el momento de su
nacimiento, Da Silva no tuvo más que problemas. Casi perdió la vida varias veces por
epidemias y neumonías que siempre se las ingeniaban para dejarlo sumido en fiebre delirante
y sudor frío. Su madre se lo había tomado como una cuestión personal entre ella y su Dios. Lo
entendió como un castigo y lo aceptó como destino. Así que no hizo otra cosa que dedicarse al
pequeño varón hasta el día de su muerte, no mucho tiempo después.
Malcriado como él solo, parecía que sus días de festividad eterna habían llegado a su fin.
Pero sus hermanas, criadas con el único propósito de parir hombres capaces de mantener
siempre vivas las tradiciones familiares, encontraron su destino también y se volvieron tan
devotas del chiquillo como su difunta progenitora.
Si había surgido alguna esperanza de llevar al niño por el buen camino de la inocencia y
el juego, murió en el preciso momento en que las hermanas lo convirtieron en un ser digno de
adoración.
Da Silva pasó por los mejores colegios, de los cuales iba siendo expulsado sucesivamente,
hasta que su padre decidió que recibiría educación privada en su casa. Rodeado de amigos y
mujeres hermosas, no llegó virgen a los 14 años. Las fiestas eran su preferencia y aprobaba las
materias engatusando a sus profesoras. Su padre bien había dudado de las intenciones de su
hijo. Sus conocimientos a nivel empresarial crecían en orden inverso a los que adquiría en
materia de romances. Así que un día decidió contratar a un doctor en leyes de altísima
reputación para que lo educara de una vez por todas. Pero quedó aún más confundido cuando
encontró en el cajón de su hijo una carta de amor del mismísimo profesor, confesándole que
abandonaría a su mujer y a sus hijos si recibía alguna señal por parte de él. Pero Da silva sólo
arrojó risas a los reproches de su padre.
Sin embargo, este hombre contaba con uno de los intelectos más privilegiados del mundo.
Siempre le decía a su padre que no necesitaba ningún tipo de educación académica, que se
aburría y que siempre sabía más que los que intentaban educarlo. Así que su padre se dio por
vencido y lo dejó ser un autodidacta. Sabía que un intelecto como el de su hijo iba a proveerle
el éxito que deseara en el lugar que quisiera. Pero el progenitor no era idiota y no quería que
su apellido fuera deshonrado por la culpa de su hijo. Así que pensó que ya que una de sus hijas
estaba casada con el hijo del ingeniero Van Olders, esa empresa no iba a ser una mala idea.
De esta manera, finalmente entró en Valmont Southern quien se convertiría en mi jefe
directo; quien ahora se paseaba por mi oficina con la misma altanería con que una vez aseguró
que el mundo entero se rendiría a sus pies.

®Laura de los Santos - 2010 Página 36


A diferencia de Van Olders, a este individuo sí le quedó demasiado grande su apellido y
su estirpe. En menos de una década consiguió fregar todo un siglo de tradiciones familiares. A
nadie le agradaba, pero se las había ingeniado para venir a existir en el lugar y momento
precisos. Aquí estaba. Parado frente a mí. Habiendo llegado tan lejos sin soltar una sola gota
de sudor. Viviendo del logro de los otros y riéndose en nuestra cara de la manera más injusta.
Y yo, temblando cada vez que suena el teléfono, porque no sé con qué martes 13 me va a
salir. Le temo a un hombre patético. No sé qué tan patético me hace eso a mí.
Comienzo a notar que evidentemente he vivido demasiadas emociones en estos últimos
días, pues la autocompasión es, de todos los sentimientos, el más nefasto. Honestamente no
tengo más ganas de tolerarlo dentro de mi oficina; pero lo que más me molesta es que es la
única persona capaz de entrar aquí sin motivo alguno, y a la que no puedo echar por más razón
que tenga.
Falta poco para que pierda completamente la paciencia. Por suerte es él quien habla
nuevamente, aunque hubiese preferido su silencio agobiante.
-Creo que voy a pedirle consejos de decoración a tu secretaria- dijo el descarado.
Bajo ningún punto de vista intentó esconder sus intenciones. “Cuidado”, pensé. Tal vez
solo esté jugando conmigo; o queriendo probar hasta dónde llegaba mi relación con Julieta, o
mis sentimientos hacia ella. Desde luego que nada satisfactorio iba a conseguir extraer de mí,
pero me molestó terriblemente que posara sus ojos sobre ella. ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora?
De todas las mujeres en el mundo, ella es la única a quien defendería de cualquier ataque; aún
sabiendo que probablemente sea la única capaz de cuidarse enteramente por sí sola.
Lo miré a los ojos, sin amor y sin odio, y le dije tranquilamente:
-Me parece una gran idea.
Como no terminaba de comprender su juego, opté por la neutralidad, pues seguramente
hallaría la manera de volver cualquier comentario o indicio de agresividad en mi contra. Y
aunque Van Olders comprenda a la perfección los caprichos de Da Silva, seguramente se
quedaría cruzado de brazos, o tal vez por eso. De cualquier manera, no puedo darme el lujo de
decirle todo lo que estoy pensando; y por buena fortuna, resulta ser que soy mucho mejor
mentiroso que él.
El momento en que tuviera que revelar sus verdaderos motivos galopaba como caballo
desbocado hacia nosotros. Él seguía dando vueltas. Noté que sus comentarios eran cada vez
más banales y absurdos, por lo que mi tranquilidad aumentó progresivamente. Sólo tenía que
decirlo. Era sólo eso. Su nombre. Y entonces terminaría de confirmar mi hipótesis.
Luego de quedarse unos instantes mirando por el ventanal, me miró y dijo:
-Pensé que no solías frecuentar los restaurantes de Puerto Madero.
-No- le dije, -no salgo mucho a cenar. Pero ese me gusta particularmente.
Todavía me cuesta bastante creer que se haya tragado el verso de anoche. Pero él sonrió
con un gesto que quiso ser victoria.
-O sea que tuviste suerte- me dijo.
Y se quedó mirándome expectante.
Lo miré un instante en silencio, tratando de estudiar su mirada. Su intento de descubrir
qué demonios era lo que se le había escapado de las manos ayer se evidenció de repente y me
dio la sensación de que ahora era él quien dudaba de su poder sobre mí. Suspiré y, con un tono
que paseaba entre el aburrimiento y la obviedad, dije:

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-„Suerte‟ es una palabra destinada a los mediocres. No se puede llevar un estilo de vida
determinado si no se conoce todo sobre él.
El silencio que se apoderó del lugar fue suficiente para demostrarle que no estábamos
jugando a las canicas. Nos miramos un instante que pareció eterno y concluyó con una de sus
carcajadas estridentes.
-Eso mismo digo yo -soltó entusiasmado.
Pero yo no me inmuté. Asentí con la cabeza y sonreí.
Por un momento recordé el episodio del aeropuerto y comencé a descartar la posibilidad
de una mera coincidencia. Cada vez me cerraba más el hecho de que alguien, quizás el mismo
Van Olders, le avisó que no viajaría. Y que él, simplemente, decidió no compartir esa
información conmigo sino hasta un segundo después de que la muchacha de Air France me
sacara de mi ignorancia. No quiero creer que su juego sea tan sucio; sobre todo porque no
encuentro razones para que Da Silva se quiera deshacer de mí. Pero tampoco creo que
consideró la posibilidad de que yo le cayera bien a Van Olders. De cualquier manera, estaba
tratando de asegurarse el lugar a su lado, mientras que yo jamás me consideré una amenaza
para él. Veo que soy más peligroso para él ahora, gracias a su traicionera inseguridad. Pero a
mí no me interesa el puesto de Da Silva. Ya manejo la compañía desde donde estoy. Mis
empleados me respetan y me escuchan; las propuestas que me plantean alcanzan los oídos de
Da Silva de alguna u otra manera y casi siempre terminan en hechos concretos. Bueno... es
cierto... Existió aquella vez en que tuve que elaborar una mentirita piadosa para decirles a mis
empleados, pero una pequeña diferencia en el punto de vista no hace que las cosas sean
diferentes. Tampoco puede uno llevar adelante todas las propuestas planteadas. Simplemente
no caben en el tiempo. Para el resto de las veces existió una oportunidad para cada uno de
ellos. Por eso me tratan de usted y me admiran.
Sonó el teléfono directo de mi oficina. Lo miré instintivamente y se me erizó la piel. Ese
teléfono sólo sonaba cuando me llamaba Da Silva; y al verlo parado frente a mí, la única
posibilidad que quedaba era Van Olders. No sabía qué hacer. Miré a Da Silva pero él no se
movió. Al final no sabía si Van Olders estaba tratando de comunicarse con él, sabiendo que
estaría acá; o tal vez por no saber dónde se había metido mi jefe era que me llamaba; o tal vez
quisiera hablar directamente conmigo. Era posible. Viendo que Da Silva no amagó a atender,
aún sabiendo que sólo podía ser una persona del otro lado, me acerqué al teléfono y atendí.
-¿Sí... Ingeniero Van Olders?
Rogué que realmente estuviera interesado en hablar conmigo, pues seguramente eso
revelaría mejor los celos de Da Silva. Pero no fue así.
-¿Se encuentra allí el Sr. Da Silva?- me preguntó.
Y siendo un hombre de tan pocas palabras, me sorprendió que me hiciera esa pregunta
estúpida, sabiendo perfectamente que el hombre que buscaba estaba en mi oficina. Pero ahora
me entraba la duda. Incluso comencé a preguntarme si en efecto había sido él quien le había
dicho a Da Silva que bajara. Ahora sí que estaba realmente confundido. ¿Qué está haciendo
este hombre en mi oficina entonces? Si el ingeniero no lo envió, ¿para qué vino?
-Sí, señor. Ya le comunico.
Estiré el auricular en dirección a mi jefe. Él me miró y con elocuente sorpresa dijo:
-¿Es para mí?

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Y con esa pregunta me refregó todas mis hipótesis en la cara, me regaló todos sus celos y
me hizo sentir en verdad pequeño. Se apresuró a atender, como queriendo demostrar que sabía
perfectamente cómo tratar a Van Olders.
-¿Sí? Dígame...
Se quedó en silencio un instante y enseguida largó otra de sus carcajadas. Y me di cuenta
de que no se reía para Van Olders, ni para sí mismo. Se reía para mí. Nadie en su sano juicio
se reiría de esa forma en consecuencia a un comentario del ingeniero. Todos lo considerarían
(consideraríamos) una falta de respeto. Pero él podía. Para él estaban permitidas esas pequeñas
cosas que lograban marcar la diferencia por más esfuerzo sobrehumano que hiciésemos los
demás. Y lo sabía perfectamente. Un simple gesto fue suficiente para que me terminara
ganando.
Luego de otro instante en silencio cortó el teléfono sin “por supuesto”, ni “como usted
diga”, ni “enseguida”. Simplemente apoyó el tubo sobre el aparato y se enfiló hacia la puerta.
-Muchas gracias por el café -dijo, antes de que desapareciera de mi vista y la puerta se
cerrara detrás suyo.
Me quedé estupefacto. Lo único que me interesaba saber era qué le había dicho Van
Olders. Cualquier cosa que saliera de su boca era razón suficiente para ponerse en marcha;
pero el otro salió como si nada. Ni apurado ni tranquilo. No me mostró nada. No me dejó sacar
conclusiones. Me dejó solo con mis pensamientos.
Saqué la vista de la manija de la puerta y caminé hacia la ventana. No termino de
comprender qué sucede con estos hombres. A veces me parece que hablan otro idioma.
Quisiera formar parte de ese círculo del que de una forma u otra siempre termino excluido.
Cada vez que creo que me acerco a una conclusión favorable, termino enredado en
sentimientos que no puedo terminar de controlar. “No puedo quedarme acá dentro de brazos
cruzados; el trabajo me va a despejar”, me dije. Y caminé hacia la puerta dispuesto a enfrentar
un día más de rutina laboral. Salí de la oficina y caminé hacia el ascensor. Julieta me vio pasar
y me siguió con la mirada, pero se quedó en silencio. El que habló fue Rubén.
-¿Necesita algo, Sr. Domínico?
-No- le contesté. -Voy a hacer una recorrida.
Las recorridas son habituales en mis días de trabajo. Me subo al ascensor y paseo por los
pisos mientras converso con los distintos empleados que me van poniendo al día con las
novedades específicas. Me gusta tener contacto directo con mis empleados, pues las reuniones
no siempre alcanzan para tratar todos los temas; sobre todo en estos últimos días que la llegada
de Van Olders me mantuvo tan ajetreado.
Entré en el ascensor y observé por un instante todos los botones. Desde que entré en esta
empresa, fui trabajando en todos los pisos, uno por uno, hasta llegar a este. Cada uno de ellos
tiene una historia, un pedazo de mi pasado. Y en casi todo ellos, estuve acompañado por
Julieta. Se me vino a la mente una vez más la mirada libidinosa de Da Silva y la forma en que
ella lo miró a él. ¿Por qué no puedo sacarme eso de la cabeza? ¿A qué estará jugando este tipo
ahora? Lo único que sé es que su fama siempre me obligó a tener un trato cauteloso con él, y,
por lo que veo, de ahora en adelante voy a tener que ser mucho más cuidadoso.
Para no pensar más en el tema por un buen rato, decidí apretar el botón del piso 18. En
general utilizo la escalera que conecta los tres pisos, el 17, el 18 y el mío. Pero ahora prefiero
usar el ascensor. Ahora que ya corrió la voz por todo el edificio de que llegué con Van Olders,

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no me molestaría que crean que vengo del piso 20. Afortunadamente para mí, estos ascensores
sólo indican en qué piso están en planta baja, así que a lo que mis empleados respecta, bien
podría ser probable que dudaran. Y yo no iba a ser quien se los aclarase.
Cuando se abrió la puerta del ascensor, en principio la gente no se detuvo a mirar a quién
era. Nadie esperaba que sea precisamente yo quien apareciera dentro. Vi que una secretaria
caminaba apurada por el pasillo pero, en el momento en que se percató de quién era el que
había llegado, se detuvo en seco con los ojos abiertos como platos.
-Señor Domínico… ¿Puedo… ayudarlo en algo? -me dijo, asombrada.
-No, gracias -le respondí amablemente. Siempre me gusta agradecer los buenos modales
de la gente. -Sólo estoy de recorrida.
Ella asintió nerviosa con la cabeza y siguió su caminata apurada. Una reacción similar
observé en todos los que pasaban ahora por el pasillo. Me miraban asombrados y asentían en
gesto de saludo. Los únicos que se acercaron decididos y me extendieron sus manos fueron los
jefes. En este piso hay tres. Uno de medios, López, uno de diseño, Zubiría, y una de de
administración, Noir.
-Perdón por haber dejado la reunión ayer -dije, mientras les estrechaba las manos.
-Era de esperarse -me respondió Noir.
Los otros dos la miraron de golpe, como si ella acabara de expresar lo que evidentemente
ambos estaban pensando, pero ninguno se animaba a decir.
-Vamos… -dije, sonriendo. -No desacrediten su trabajo. Todo es importante en una
empresa. El trabajo en equipo es fundamental.
Los tres asintieron con sus cabezas, aunque ninguno estaba realmente convencido de ser
tan importante como Van Olders. Yo siempre les digo que el rey no puede ganar una partida
de ajedrez sin la ayuda de las demás piezas. Pero la verdad es que nunca termino de saber si lo
digo para otros o para convencerme a mí mismo.
Con los tres jefes de área fui recorriendo todo el piso. Cada uno me fue mostrando los
avances y problemas que estaba teniendo y las recomendaciones para seguir progresando.
Cuando me quise acordar, ya eran más de las dos de la tarde y me di cuenta de que en sus
rostros se empezaba a notar la necesidad de alimentarse. Aunque también vi que no era tan
intensa esa necesidad como la de seguir trabajando. Eso es lo que más me gusta de la gente
con la que trabajo; la buena predisposición y el sentimiento de que cada momento es una
oportunidad para evolucionar.
-¿Les parece si salimos a almorzar y seguimos conversando mientras comemos algo? -
dije.
Los tres se miraron asombrados. No era raro que salgamos a almorzar los cuatro, pero
ellos sabían que tanto Da Silva como Van Olders estaban en el edificio y probablemente
estaban sintiendo que era más importante para mí comer con ellos que con los tres que ahora
dirigían su mirada asombrada hacia mí. Comprendí perfectamente de dónde salía esa sonrisa y
ese brillo que iluminaba los tres pares de ojos. Era la misma sensación de satisfacción que
sentí yo ayer cuando Da Silva me sacó de la reunión. La que hubiera sentido hoy si me
hubieran invitado a almorzar ellos a mí. Pero siendo las dos y media de la tarde, comprendí
que ese deseo no iba a hacerse realidad y que probablemente ya se habrían ido solos; así que
decidí utilizar esa situación a mi favor. Mis empleados no sabían que en realidad como con

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ellos porque no quiero comer solo. Ellos sentían que realmente lo consideraba más pertinente
que comer con mi jefe. Así que, sin decir más palabra, enfilamos hacia los ascensores.
Creo que en algún momento mencioné que en este edificio hay siete ascensores. Bah…
diez, si contamos el de servicio y los dos de carga. Pero vamos a limitar mis posibilidades en
siete a uno. Porque en los doce años que llevo en esta empresa, jamás usé los otros tres.
¿Cuánta es, realmente, la posibilidad de que ocurra lo que ocurrió? Comienzo a sentir que si
en este preciso momento decidiera ir a una agencia de lotería y jugara a todos los números, el
destino encontraría la manera de hacerme perder igual. Mi mala suerte parecía no tener fin.
Siete son los ascensores que pueden abrir sus puertas para ofrecernos sus servicios. Y de ellos,
la posibilidad de que alguno venga de arriba y se detenga en este piso es prácticamente nula.
Es más, creo que yo modifiqué las estadísticas esta mañana. ¿Por qué, entonces, tuvo que
aparecer antes que ningún otro, el único ascensor que, vaya uno a saber por qué, estaba en el
piso 20 y que, aún menos de lo que se podía esperar, dentro de él vinieran las dos únicas
personas que no quería volver a ver en todo el día? Por suerte las caras de idiotas de los tres
jefes del piso 18 al mirar al interior del habitáculo superaban rotundamente a la mía. Y se
paralizaron. Aunque yo también me quedé duro. Pero la práctica me hizo disimularlo antes de
que Da Silva y Van Olders se dieran cuenta. Fui el primero que se movió para entrar en el
ascensor. Los otros tres se quedaron un instante dudando antes de entrar. Ese ascensor tiene
una capacidad de hasta 12 personas, así que era evidente que no dudaban por el peso físico,
sino por el peso de los cargos que ahora ocupábamos los tres que estábamos adentro. Sostuve
la puerta para que no se cerrara y les di paso a los tres para que ingresaran en el ascensor.
Resultó ser entonces que no fui el único que modificó las estadísticas este día. Era más
probable que alguno de ellos se gane la lotería sin siquiera jugar, que estar dentro de un
ascensor con un prócer y un dios. Es más, me dio la sensación de que López, Zubiría y Noir se
inclinaban en una especie de reverencia, y no me hubiera extrañado que comenzaran a rezarle
alguna oración a Van Olders.
El primero en hablar fue Da Silva, que misteriosamente había recuperado toda su
elegancia y carisma delante de Van Olders.
-Te estábamos buscando para ir a almorzar. Tu secretaria nos dijo que estabas aquí.
En ese momento se me cruzaron dos preguntas por la cabeza. La primera fue: ¿Cómo
sabía Julieta que yo estaba en el piso de abajo? Pero me respondí que probablemente me
hubiera escuchado por la escalera que conecta los dos pisos. La otra fue: ¿Cómo hago para
decirles a estas tres personas que ya no tengo ningún interés en comer con ellos? En lugar de
mirar a mi jefe, miré a los otros tres, cuyas expresiones pasaban progresivamente de la euforia
de estar dentro de este ascensor a la resignación de volver a sentirse insignificantes. No podía
cambiar de planes. No ahora que ya había organizado con ellos. Cada una de las veces que Da
Silva cambió sus planes de almuerzo conmigo por algún otro plan “de emergencia” que surgía,
me sentí frustrado y pequeño. No puedo hacerles lo mismo a estas personas. Me va a traer
consecuencias, lo sé, pero... a su vez... ¿cuándo tendré otra oportunidad como esta? Puedo
almorzar con ellos mañana, o pasado, o la semana que viene. Van Olders se va. Pero no voy a
poder tolerar sus miradas de ahora en adelante si cambio de planes. Siempre digo que son tan
importantes como cualquier otro, y en la primera oportunidad que tengo, no puedo mostrarles
lo contrario. Así que hice lo que tenía que hacer. Miré decididamente a Da Silva y dije lo que
no quería.

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-Justo estábamos saliendo a almorzar también nosotros.
Me di cuenta de que los tres jefes del piso 18 se miraron de reojo, el brillo reapareciendo
nuevamente en sus miradas, cuando escucharon la palabra “nosotros”. Se produjo un silencio,
que dentro del ascensor espesaba el aire.
-Estamos algo retrasados y quería ponerme al día -dije.
De reojo vi que Da Silva se quedaba con la boca abierta mirándome. Y lo mejor, lo que
jamás hubiera esperado. Van Olders… sonrió. Instintivamente miré a Da Silva y él cerró la
boca y se enderezó disimulando. Nadie habló. Me puse a pensar que a mi jefe jamás se le
hubiera ocurrido perderse un almuerzo con el dueño de la empresa y sentí que el piso 20 no
estaba tan lejos después de todo. No porque quisiera su trabajo, pero sí porque realmente no
tenía nada que envidiarle a este hombre.
Entonces sucedió algo que fue completamente inexplicable. De reojo vi como la mano de
Van Olders se estiraba progresivamente hacia los cuerpos de López, Zubiría y Noir. Pero no
fui el único que vio eso. Los tres llevaron instintivamente sus ojos a esa mano que se acercaba
extendida y en tanto más se acercaba, más grandes abrían sus ojos. La mano se detuvo justo
delante de Noir y ahora fue milagrosamente Van Olders quien habló. Una palabra. Sólo una.
-Wolfgang.
Noir tragó saliva y extendió su mano para estrechar la de Van Olders.
-Luc... -tosió un instante para recordar dónde había quedado su voz. -Lucrecia.
Van Olders asintió con la cabeza mientras sonreía. Le soltó la mano y la extendió hacia
los otros dos. López y Zubiría dijeron sus nombres mientras lo saludaban. Estaban en éxtasis.
Yo miré toda la situación asintiendo con la cabeza. Luego estiré mi mano para señalar a Noir y
dije:
-Ella es nuestra gerente de administración. -Luego señalé a los otros dos y dije: -Jefe de
medios y jefe de diseño.
Van Olders asintió sonriendo.
El ascensor hizo el ruido que ninguno de nosotros cuatro quería oír y una voz grabada de
mujer dijo:
-Planta baja.
Van Olders miró a Da Silva y yo no tuve que leerle la mente para saber lo que estaba
pensando. Pero antes de que las palabras milagrosas salieran de su boca, Da Silva se le
adelantó.
-¡Excelente! -dijo, con su tan-poco-natural-y-muy-ensayada actitud. -Nos vemos después
del almuerzo, entonces. -Y salió del ascensor primero que todos.
Los demás nos quedamos descolocados. Incluso me dio la sensación de que no era eso lo
que Van Olders quería en absoluto. Pero mi jefe no era ningún boludo. Sabía perfectamente
que la situación se le había escapado de las manos dentro del ascensor y para recuperar el
control recurrió velozmente a su gran coeficiente intelectual, que jamás utilizó para algo que
no le trajera un beneficio personal. Encima, el descarado, se dio el lujo de sonreírle a Noir
mientras le guiñaba el ojo con la misma mirada pervertida con que miró a Julieta. Y ¿qué iba a
decir Van Olders? Era evidente que la idea de almorzar con nosotros le había gustado tanto
como a los que quedamos dentro del ascensor. Pero Da Silva sabía perfectamente dónde
estaba parado. Van Olders no iba a refutar su comentario, porque lo haría quedar mal delante
de no una, sino cuatro personas que estaban por debajo de él. Y de ninguna manera podía

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desprestigiar al presidente de la empresa de esa manera. Eso era algo que sabíamos todos y,
aunque nos ganaba la frustración, rápidamente comprendimos que no había manera de volver
el tiempo atrás y adelantarnos a mi jefe. Así que Van Olders nos miró con una sonrisa que
hasta podría llamar triste, le hizo un gesto a Noir para que pasara primero y salió del ascensor
siguiendo a Da Silva. Y nosotros nos tuvimos que conformar con las miradas asombradas de
la gente que estaba en la recepción al ver quiénes habían salido del ascensor con el dueño de la
empresa. Al menos eso. Y de nuevo terminé sintiendo que siempre quedo bien parado delante
de todos los que trabajan del piso 19 para abajo, pero que nunca puedo terminar de llegar al
20. Otra vez sentí que se me escapaba de las manos por encima de la terraza y que quedaba
flotando en el aire a unos escasos centímetros del mayor alcance que tiene mi brazo extendido.
En la entrada del edificio siempre hay al menos dos o tres choferes esperando a que
alguien de nuestro rango necesite sus servicios. Da Silva le chifló a uno de ellos, que estaba
leyendo el diario. Enseguida, el hombre se levantó y nos miró a todos un poco sorprendido.
Los otros dos, al ver a Van Olders, también se levantaron de golpe, incómodos. Van Olders
miró a uno de ellos y no tuvo más que asentir levemente para que el otro comprendiera que su
única misión en la vida, por los próximos cinco segundos era acercarse a él y preguntarle
adónde deseaba viajar. Entonces los dos choferes caminaron rápido hacia las limusinas. Da
Silva ya estaba esperando a la primera y, cuando llegó, abrió la puerta para dejar entrar a Van
Olders. Pero eso ya fue más allá de todas las estructuras que habían sido implementadas en el
cerebro del dueño de la empresa. Van Olders venía de una familia demasiado tradicionalista
como para hacer cualquier cosa primero si es que delante de él había una mujer. Ya la había
dejado salir primero del ascensor y luego del edificio, pero fue algo que a Da Silva se le
escapó. Y Van Olders no podía adelantarse a Noir. Era algo que simplemente estaba fuera de
sus posibilidades. Así que como un robot caminó hacia la limusina, pero en lugar de entrar, le
cedió el paso a ella. Por un instante noté una mirada de pánico en Da Silva que me brindó al
menos algo de satisfacción. Noir, por su parte, no estaba muy sorprendida con la situación.
Estaba demasiado acostumbrada a la caballerosidad; era necesario. Durante años logró abrirse
paso entre los hombres que codiciaban cada uno de los puestos a los que ella accedió y, de
hecho, era la única mujer con un cargo elevado desde el piso 12 hacia arriba. Si el mundo de
los negocios está gobernado por los hombres, ni hablar de una empresa que encima se dedica a
comprar y vender vehículos. Noir sabía esto y siempre demostró que podía estar a la altura de
cualquiera de nosotros. Da Silva, por su parte, no pareció darse cuenta de esto. Por chuparle
las medias a Van Olders, reveló que la clase no viene de regalo con un cargo elevado. Por
suerte para él, los tres jefes del piso 18 estaban todavía tan decepcionados con el hecho de no
poder almorzar con Van Olders que no se dieron cuenta de la situación. Simplemente subieron
al coche y, cuando yo cerré la puerta detrás de mí, pude ver cómo de reojo miraban a los otros
dos subirse a la segunda limusina, que al llegar a la esquina, dobló hacia el lado contrario al
que lo hacíamos nosotros.
Decidí que, visto y considerando que íbamos a almorzar solos, lo mejor era pasarla bien.
Julieta siempre resalta en mí la cualidad de hacer sentir cómodas a todas las personas que
trabajan para mí. Todo el tiempo me está recordando que cada uno de mis empleados se siente
parte de un equipo y que eso es mérito mío. “Voy a agasajar a estas tres personas”, pensé,
mientras conversábamos dentro de la limusina de algo trivial que, obviamente, nada tenía que
ver con lo ocurrido en el ascensor. Bajé la ventanilla que conecta al chofer con la parte de

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atrás y le dije que nos dirigíamos a Puerto Madero. El restaurant del otro día me pareció una
gran idea para este momento. Pocos hay en Buenos Aires tan lujosos como ese y,
considerando que en realidad yo no conozco demasiados lugares lujosos, este iba a ser un
acierto rotundo. El chofer asintió con la cabeza sin sonreír; algo aburrido. “Claro”, pensé, “el
hecho de que yo no vaya a ese lugar no quiere decir que nadie de la empresa lo haga.” Y las
miradas de los tres que venían conmigo en la parte de atrás terminaron de confirmar mi
pensamiento. Mientras yo creía que se iban a sorprender de mi brillante decisión, siguieron
conversando como si nada. “Creo que tengo que hacerme más amigo de este estilo de vida”,
continué pensando. Y claro. No es que preste atención a la suma de dinero que estas tres
personas cobran a fin de mes, pero es lo suficientemente elevada como para que no tengan que
preocuparse por la cuenta del restaurant. Y la verdad es que ahora tampoco me extraña que ya
conozcan el lugar, y pienso que lo extraño sería que yo les comente que esta es la segunda vez
en mi vida que lo piso.
Al llegar, un muchacho se acercó a abrirnos la puerta. Noir era la que estaba sentada más
lejos, ya que fue la primera en entrar, pero ninguno de nosotros atinó a moverse de su asiento
y, una vez más, ella no tuvo ningún problema para salir primera del auto. Yo salí segundo y
aproveché para estudiar la mirada de ella. Pero ni por asomo se sorprendió del maravilloso
lujo del lugar. Simplemente miró su reloj, y creo que pensó que cuanto antes terminásemos de
comer, antes podría volver a seguir trabajando sobre el caos que suele tener en su escritorio.
Pero atrás de mirar su reloj dirigió su mirada hacia mí y sonrió al tiempo que suspiraba.
-Gracias por sacarme de la oficina. Necesitaba respirar -dijo.
Enseguida comprendí porqué había logrado llegar hasta donde llegó. A nadie se le
ocurriría decir, delante de su jefe, que le parece bien dejar de trabajar por un rato. Los demás
siempre me dan la sensación de que cuando me ven durante mis recorridas, o en alguna
reunión, intentan demostrar que trabajan todo el día y siempre eficientemente. Pero la realidad
es la que expresan las palabras de Noir. Ella sabe perfectamente que es una empleada modelo
y trabaja tan duro como cualquier otro. Pero la naturalidad con la que demuestra que todavía
es humana la hace más encantadora, no más vaga. Así que lo mejor que pude hacer fue asentir
sonriendo mientras le señalaba con mi mano que podía avanzar. Los otros dos caminaban
detrás de mí y, aunque no veía sus rostros, sabía que expresan lo que Noir había dicho. Y me
di cuenta de que, si bien no estaban sorprendidos con el restaurant, sí se sentían bien de poder
disfrutarlo en medio del caos de un día laboral.
La recepcionista nos acomodó en un box con vista al río, bastante similar al que había
ocupado anoche con Van Olders. Detrás nuestro había un hombre que conversaba con una
muchacha. Pensé que él debía ser su padre, pero hoy en día no se sabe. No presté demasiada
atención a lo que decían. Me dediqué a conversar con mis empleados. Sin embargo, para el
momento del postre, escuché algo que me sorprendió. La muchacha de la mesa de atrás dijo:
-Gracias.
No es que eso sea algo raro, pero lo que dijo el hombre que estaba con ella a continuación
casi me hace saltar del asiento.
-Lo mismo digo. Somos parte el uno del otro y tus miedos nos afectan a los dos. El
bienestar de ambos es nuestra libertad.
Sabía que mi actitud podía pasar por maleducada, pero no pude evitarlo. Sin pensarlo, me
di vuelta y miré a las dos personas como si los maleducados fueran ellos. La muchacha justo

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estaba sentada enfrente de la mesa, por lo que la figura del hombre, de espaldas a mí, me
tapaba su rostro. Me moví hacia un lado para ver su mirada y vi que tenía los ojos llorosos.
Fruncí el ceño sin comprender ni lo que mis ojos veían, ni lo que mis oídos habían escuchado.
El hombre extendió sus brazos por encima de la mesa y alcanzó las manos de la joven. Yo
estaba anonadado. La chica levantó su mirada inconscientemente y me miró. Lo lógico
hubiera sido que yo dejara de mirarla, pero no podía retirar mis ojos. Ni siquiera podía
pestañear. Pero ella no se asustó ni se incomodó. Simplemente me miró y me sonrió con esa
fastidiante expresión compasiva con que me miraron los que pronunciaron esas absurdas
palabras antes que ella. Como si yo le hubiera pagado algo que le debía hace muchísimo
tiempo. ¡Qué descaro! En tanto más tranquila estaba ella, más nervioso me ponía yo. El
hombre se dio vuelta para mirar lo que la muchacha estaba viendo y entonces la cercanía de su
rostro al mío me volvió a la realidad. Sin pensarlo me di vuelta y me quedé atónito mirando mi
plato a medio terminar. ¿De dónde salían todas estas personas? Me sentí perseguido y
enseguida me sentí un paranoico. La realidad es que nada tienen que ver conmigo esas
personas, y sin embargo no me convence la idea de que todo sea una simple casualidad. ¿Por
qué esas palabras otra vez? ¿Por qué me molestan tanto? De pronto me puse a pensar en ese
artículo que leí una vez en donde se explicaba que cuando uno aprende un concepto nuevo,
después lo ve repetidas veces, a lo largo de varios días, en carteles, revistas, televisión. Creo
que me está pasando algo parecido, sólo que en lugar de ser un concepto nuevo es esta unión
absurda de palabras conocidas. No puedo determinar exactamente cuánto tiempo pasó. Pero sí
sé que no fue poco, porque cuando me acordé de que no había ido a almorzar solo, los tres que
me acompañaban ya me estaban mirando con aires de preocupación en sus rostros. Pestañé
varias veces para terminar de comprender dónde estaba.
-¿Se encuentra bien?
Era la voz de Noir. No me gusta mentirles a mis empleados, pero la verdad tampoco era
una opción. Asentí con la cabeza y comencé a levantarme de la mesa.
-Voy al baño -dije.
No era realmente lo que más deseaba hacer en ese momento, pero era una manera de
escapar de ahí.
Llegué al baño y me fui derecho al espejo. Apoyé las manos en el mármol que sostenía el
lavatorio y el frío repentino me recorrió el cuerpo. Me puse a inspeccionar la mirada que me
devolvía el espejo, mientras pensaba que la humanidad había sacado un boleto de ida para el
tren que conduce directamente al carajo. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Era acaso una nueva moda
que todos estaban implementando? Como si, en lugar de un estilo de zapatillas o de ropa
determinados, fuera una frase la que todo el mundo comienza a repetir sin entender siquiera
porqué lo hace. Al principio pensé que era un asunto de los pobruchos esos con los que me
crucé en la plaza, o que era algún efecto extraño que producía ese lugar. Pero este es uno de
los restaurantes más caros de todo Buenos Aires. La gente que viene acá tiene más
posibilidades; se supone que conoce más cosas. No lo sé. Quizás estos dos se ganaron la
lotería y decidieron venir a despilfarrar su plata en este lugar, o quizás la ignorancia logró
alcanzarlos a pesar de su posición. La gente que sabe, los que estamos acostumbrados a lidiar
con todo tipo de situaciones, no pensamos que otro puede compartir nuestros miedos, o que la
libertad que lucho día a día por mantener tenga algo que ver con el resto de la humanidad. No
hace ni una semana que me llamó la atención esa frase absurda y ahora resulta que comienzo a

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escucharla por todas partes. Debo estar alucinando. No. Eso no. Eso sería peor. Lo escuché. Sé
que ese hombre pronunció las palabras. Estaba a menos de un metro de mis oídos cuando
habló. Sí. Definitivamente, el equivocado es él. Y los anteriores antes que él. No puedo seguir
estupidizado delante del espejo. Tengo que volver. Mis empleados me esperan. Que
semejantes tonterías…
Mientras caminaba de regreso a donde estaban mis acompañantes, vi que el hombre y la
muchacha seguían sentados en la misma mesa, aunque por lo visto dejaron de chorrear miel y
volvieron a la realidad. Suspiré y llegué a mi lugar expresando en mi rostro nada más que
tranquilidad. López, Zubiría y Noir, sin embargo, me miraron con la misma cara de
preocupación con que quedaron cuando me fui. Ninguno se animó a hablar. Intercambian sus
miradas entre mi cara y los que están sentados detrás de mí. O sea que se dieron cuenta de que
tenía que ver con ellos. ¿Qué les digo? ¿Cómo hago para salir de esta situación? El silencio se
hacía cada vez más incómodo. ¿Qué van a pensar? ¿Por qué tenía que ocurrir esto justo ahora?
¿Por qué esas miradas inquisidoras? Pero… un momento. Acá el jefe soy YO. ¿Por qué tengo
que andar dando explicaciones de todo lo que hago? ¿Con qué derecho vienen a dudar de mis
actos? ¿Acaso no saben con quién están lidiando? ¿Por qué--
-¿Pedimos la cuenta?
Otra vez la voz de Noir. Pero los otros dos no respondieron. Levanté la mirada y vi que
me estaba mirando. Bueno. Al menos saben quién es el que toma las decisiones.
-Sí -dije, y me di cuenta de que mi voz revelaba algo del fastidio que estaba sintiendo.
Me acomodé en el asiento para disimular mi suspiro y me di vuelta para ver si el mozo
miraba para este lado. Pero antes de encontrarlo, vi que estaba parado al lado nuestro,
esperando instrucciones. Excelente servicio. No es para menos en este lugar. Le extendí mi
tarjeta platino y unos instante más tarde estábamos otra vez arriba de la limusina. Por suerte
los tres decidieron olvidar lo ocurrido mucho antes que yo y volvieron a tratar temas de
trabajo. Para cuando llegamos de vuelta a la oficina, también yo conseguí olvidar lo que pasó,
sin comprender todavía porqué me afectó tanto una pavada semejante.

Esa noche, sin embargo, me quedé un rato mirando al techo, tratando de establecer una
relación entre las tres situaciones que habían logrado descolocarme. Pensé en la pareja de la
plaza que vi la primera vez, luego en lo que supongo que debe haber sido un matrimonio con
una nena y después en el padre con la que podría ser su hija adolescente. No pude establecer
un punto de contacto entre ellos aparte del hecho de que en todos los casos, la persona que
agradecía estaba llorando.
Al final pensé que no eran más que situaciones azarosas que me tocó vivir ahora, como
tantas otras veces me tocó atravesar otras. No merecían que les siguiera dedicando mi
atención. Así que agarré el control remoto y prendí la tele para despejarme un poco.

Van Olders decidió hacer un viaje a Rafaela, en Santa Fe. Todo el mundo que está en este
negocio sabe que esa ciudad es una de las que más autos mueven en el país. Así que se subió a
su jet privado y se las tomó. Por suerte no le pidió a Da Silva que lo acompañe, porque me
hubiera retorcido sólo de pensar que él pasaba tantos días con el dueño de la empresa mientras
yo me quedaba acá, con todas las pelotitas en el aire como el ilusionista del semáforo. Pero,
ahora que lo pienso, no sé qué es peor; si eso o que esté merodeando por el edificio todo el día.

®Laura de los Santos - 2010 Página 46


Por supuesto que no perdió oportunidad de hacerme varias visitas a mi oficina; a MI oficina.
Siempre era lo mismo. Me hacía algunas preguntas estúpidas y se iba porque tenía algún
llamado urgente, o porque se acordaba de que tenía algo más importante que hacer. Me daba la
sensación de que salía de su oficina y le decía a su secretaria que lo llamara a la mía a los 15
minutos. O que lo llamase a su celular. La cuestión era que siempre salía apurado, dejando una
estela de autosatisfacción que contaminaba toda mi alfombra. Por otra parte, también seguí
sospechando que le tiene ganas a Julieta. Me molestaba. Me molestaba que le haya puesto los
ojos encima. Pero más me molestaba que Julieta le devolviera la sonrisa. Cada vez que este
hombre miró a alguna mujer de la empresa con intenciones que iban más allá de una relación
laboral, consiguió conquistarla. Con su sonrisita, sus dientes perfectos y sus ojos claros. Pero
yo sé que Julieta es mucho más inteligente y va a esquivar cada uno de los perros que este
insolente le tire encima.
Miré el teléfono y, sin dejar de mover mi pierna, apreté el intercomunicador.
-Julieta… ¿Podés venir un momento?
Ni siquiera sabía lo que le iba a decir. Pero el sólo hecho de no saber qué estaba haciendo
me ponía nervioso.
Julieta abrió la puerta y entró como siempre, como ese primer día en que cruzó el umbral
de mi oficina y me dijo que se le había hecho tarde. Llegó hasta el escritorio y se quedó parada
con su libretita en la mano, lista para tomar nota de cualquier cosa que a mí se me antojara
decirle. Me quedé un instante mirándola sin decir nada. Ella también me miró, pero no con la
mirada que estaba esperando. Me miró como si yo no la hubiera llamado, como si hubiera
estado allí todo el tiempo y fuera lo más natural del mundo estar ahí parada sin hacer nada.
-¿Pudiste hablar con Oviedo? -le pregunté; sin ganas, realmente, de hablar de algo que
tuviera que ver con la oficina.
Julieta asintió con la cabeza. Revisó su libretita y me comentó:
-Dijo que no tenía problema en juntarse con usted la semana que viene.
La voz de Julieta sonó como un contestador automático. Por lo visto ella tampoco tenía
ganas de hablar de esto.
-¿Y Dalmasso? -le pregunté.
-Nada -me dijo, negando con la cabeza. -Por lo visto decidió tomarse unas vacaciones de
último minuto.
Miré por la ventana y me di cuenta de que ya estaba oscuro afuera. Ya pasaban de las 8.
-¿Qué hacés acá todavía? -le pregunté.
-Estaba terminando de hacer unas cosas -me dijo, como quien no quiere la cosa.
Hace mucho que Julieta dejó de cumplir un horario en la oficina. Pero fueron pocas las
veces que yo llegué primero y rara vez me fui después que ella. Su devoción a veces me
asusta. En realidad no conozco demasiado de su vida fuera de la oficina. Aunque pienso que
una persona que lleve un ritmo como el de ella, difícilmente pueda tener una vida social
desarrollada.
-¿Te falta mucho?
-No. ¿Quiere que lo alcance hasta su casa?
-Gracias -le dije, mientras miraba mi reloj.
No era la primera vez que Julieta me llevaba. Entre mi terca decisión de no depender de
un auto y el horario de los choferes de las limusinas, que nunca pasa de las 7, me encontraba

®Laura de los Santos - 2010 Página 47


más de la mitad de las veces volviendo en taxi y otro tanto, en el Volvo de Julieta. A ella
tampoco le gustaba alardear mucho con los vehículos. Más de una vez le pregunté si no quería
algo más… sofisticado, pero siempre me decía que le daba miedo que le roben. Y al final hace
más de 5 años que tiene el mismo auto. La verdad era que por ser yo el jefe y el hombre,
tendría que ser quien la llevara a ella. Esa era casi la única razón que me inspiraba a tener un
auto. Pero a ella parecía no molestarle, y cada vez que le dije que me gustaría poder acercarla
hasta su casa, me sonrió y me dijo que no había problema.
Terminó de anotar unas instrucciones que le di para mañana y me dijo:
-Enseguida salimos.
Dio media vuelta y salió de mi oficina. Yo me levanté y caminé hacia la ventana. A esta
hora, la vida en la ciudad cambia completamente. El grueso de la población se va del
microcentro entre las 5 y las 7. A esta hora, ya las 8 y media, quedan pocos. Pero Buenos
Aires es una ciudad que no duerme. Así como se cierran las oficinas, aparecen los cartoneros
con sus carros destartalados y comienzan a recorrer la ciudad en busca de alguna caja vacía
para meterla dentro de la enorme bolsa de arpillera. Los más afortunados van acompañados de
un matungo que hace el trabajo pesado de tirar del carro. Los demás simplemente agarran un
hierro con cada mano y tiran para abajo cual palanca para que las ruedas se destraben. Desde
acá arriba se aprecian algunos. Los primeros que aparecen suelen ser los que más suerte tienen
porque son los que más cajas encuentran. En tanto van pasando las horas, se ven obligados a
romper las bolsas de basura para encontrar más cosas que puedan vender. Buenos Aires no
tiene la cultura de separar los residuos en bolsas específicas. Por lo general, el extraño mundo
del cartonero no llega a la conciencia de la gente, por lo que cuando uno, en su casa, termina
de comer una pizza, tira el cartón en la misma bolsa que contiene las piedritas sucias del gato.
Lo que no sabe es que seguramente esa bolsa termine en las manos de alguien que, aunque
parezca mentira, está trabajando.
La noche de Buenos Aires, sin embargo, no sólo provee trabajadores. El paco y el
pegamento salen a recorrer las calles de la mano de chicos que no superan los 10 años de edad.
Y el que no conoce esa vida, no la quiere conocer. Y el despistado que camina por las calles
del microcentro a estas horas, sufre las consecuencias. Los que estamos del otro lado no
queremos averiguar qué pasa y sabemos que lo único que tenemos que saber es que la ciudad
de noche es peligrosa. La verdad es que de día también es peligrosa. Pero a esta hora es peor.
Yo, por las dudas, no tiento a mi suerte. Salgo de la oficina y escapo lo más rápido que puedo
de la selva de cemento. Más de una vez me quedé a dormir acá porque ya era demasiado tarde
siquiera para pensar en pisar la calle. En esas noches solitarias me pongo a observar por la
ventana desde la seguridad del piso 19 y pienso que los que están ahí abajo no son más que
una pobre gente, que no tiene cultura, ni oportunidades, ni afecto. Pienso ahora que una vida
sin afecto no es digna de ser vivida. Me apenan esos hombres y mujeres que recorren las calles
nocturnas sin más pensamiento a futuro que el instante que viene a continuación. Nuevamente
me pongo a pensar en esa frase absurda. Lo último que siento es que esa gente sea parte de mí.
Y, por más que quiera, no tengo manera de ayudarlos. No sé cuáles son sus miedos, y estoy
seguro de que no tienen la menor idea de cuáles son los míos. ¿Qué es la libertad para un
hombre que se dedica a juntar cartones? ¿Qué tiene que ver esa libertad con mi cuestión de no
saber si estas vacaciones me las tomo en las Bahamas o me voy a pasear por Europa? No
puede estar, esa frase, más alejada de la realidad.

®Laura de los Santos - 2010 Página 48


Me encontraba negando con la cabeza cuando Julieta tocó la puerta y entró. Se quedó
esperando mientras yo agarraba el maletín y el saco y salía con ella. En general no hablamos
demasiado adentro del auto. Yo vivo a unas escasas 15 cuadras, que ella no tarda más de cinco
minutos en recorrer con el auto. Pero siempre que me deja en la puerta me dan ganas de
invitarla a cenar, o ir al cine, o a tomar algo para despejar la cabeza del eterno día de trabajo.
Pero nunca termino de decirle porque me da la sensación de que va a pensar que detrás de esa
invitación va a haber segundas intenciones. No quiero que se haga esa idea, porque lo último
que necesito es que la relación en la oficina se vuelva incómoda. Es la persona en la que más
confío y el sexo siempre complica las cosas. La verdad es que no sé si tiene novio, o si está en
alguna relación con alguien. Jamás le pregunté y me da la sensación de que el hecho de
mantener nuestras vidas privadas lejos de la oficina ayuda a mantener una mejor relación
laboral. Con este mismo pensamiento me quedo cada vez que la veo alejarse con el auto antes
de entrar a mi casa. Podría parecer extraño que ninguno de los dos conozca por adentro la casa
del otro, pero también podría ser extraño que durante 10 años haya mantenido una relación
con mi secretaria en la que nunca intervino el sexo. Prefiero pecar de anticuado y seguir
manteniendo la relación que construí hasta ahora.

El edificio en el que vivo tiene portero las 24 horas. No hace mucho que vivo acá. Antes
vivía en Villa Urquiza, así que para llegar a la oficina tenía que tomarme el subte y luego
caminar unas cuantas cuadras. Pero el directorio llegó a la conclusión de que el gerente
general de la empresa no podía seguir viviendo en la casa de sus padres, a una hora del trabajo,
si no iba a querer un auto o un chofer designado. Ellos consideraron pertinente asignarme un
departamento y la verdad que no me negué porque es cierto que me queda mucho más
cómodo. Además el lugar resulta ser demasiado lindo como para rechazarlo. En este edificio
también viven tres miembros del directorio. Yo no tenía idea de que en Buenos Aires existían
lugares así; fue todo un hallazgo. La empresa también se encargó de la mudanza y cuando
quise darme cuenta ya estaba instalado.
Sólo con cruzar la puerta de entrada a mi casa ya se puede ver todo lo que hay en el
interior. Eso es lo que me gusta de este tipo de construcciones de estilo loft. Parece que los
espacios son más amplios que lo normal. Aunque no es que sea realmente necesario en este
particular lugar. Entre los dos pisos, este departamento tiene cubierta una superficie de casi
200 metros cuadrados, lo que significa que podría vivir cómoda una familia de más de 6
integrantes con perro y todo. Para mí, que vivo solo, a veces parece demasiado grande. Pero
no me puedo quejar. Es cierto que soy una de las personas más importantes de la empresa y es
de esperar que viva en un lugar como este. Desde la ventana que da al balcón se puede ver
todo el teatro Colón y la plaza que está al costado. También puedo ver casi todo el camino que
hago para ir al trabajo. Sin darme cuenta, lo recorrí mentalmente, acordándome de las postas,
como me gusta llamarlas. Me puse a pensar en el mendigo que siempre se sienta cerca de la
iglesia y al que me gusta brindarle mi generosidad. Muchas veces lo relaciono con los
cartoneros y me doy cuenta de que probablemente él haga mucho más dinero extendiendo su
mano para pedir limosnas que los otros que se la pasan caminando la ciudad toda la noche
discriminando basura. Sin embargo creo que el cartonero cuenta con un grado de dignidad
mucho más elevado que el mendigo. Al menos él está haciendo algo productivo con su vida.
Es cierto que yo, al dejarle dinero al mendigo, no lo estoy ayudando a que se levante y cambie

®Laura de los Santos - 2010 Página 49


su estilo de vida. Pero el mundo es demasiado complicado como para que todos lleven una
vida digna. Y ya que este pobre hombre está perdido, al menos puede contar con mi buena
voluntad desinteresada. Quizás no sea suficiente, pero siente que alguien lo respeta, y me
gusta saber que ese alguien soy yo. Me acordé también del ilusionista, con su eterna sonrisa
imborrable. Realmente le pone una gran actitud a su trabajo. Parece mentira que alguien que
se dedica a vivir de esa manera pueda llevar una vida digna, pero a él parece no importarle.
Todos los días vuelan por el aire las pelotas, o los bastones con fuego en ambos extremos, o el
diábolo, con el que asombrosamente tiene tanta habilidad como con el resto de los
adminículos con los que trabaja. Se nota que tiene un gran talento y más de una vez consideré
la alternativa de ofrecerle un trabajo en mi empresa. Aunque por algún motivo después me
arrepiento, porque me da la sensación de que no quiere nada diferente de lo que ya tiene, y
pienso que este hombre realmente demuestra que la vida es una cuestión de actitud.
El ruido de la calle no cesa nunca. El tránsito perenne se encarga de darle vida a la ciudad
las 24 horas. Cuesta creer que uno a veces pueda sentirse solo, teniendo tantas cosas para
entretenerse. Sin embargo, al cerrar la puerta ventana de doble vidrio que conduce al balcón, el
ruido desaparece y me quedo sumido en un silencio que me resulta bastante peculiar. Nunca
termino de definir por qué me pasa esto, ya que antes de darme cuenta está encendido el
televisor de plasma o el equipo de música o la computadora. La tecnología siempre resulta ser
una excelente compañía, sobre todo en estos momentos en los que lo único que quiero es
despejar mi cerebro del pesado día de trabajo.

A la mañana siguiente me levanté como cualquier otro día de mi vida. En algún lugar de
mi mente sabía que era sábado y que, por lo tanto, no tenía que ir a la oficina. Sin embargo, en
algunas actividades diarias, la rutina se apoderó de mi vida y, casi sin darme cuenta, me
encontré saliendo de la ducha, listo para afeitarme. Delante del espejo no pude evitar hacer un
repaso de las cosas que ocurren diariamente en la empresa. Ya me ponía a pensar en lo que
tenía que hacer la semana que viene, día por día, para no olvidarme de ningún detalle. Por
supuesto que con las presencias de Rubén y de Mario, es imposible que algo que tiene que
suceder no suceda, aunque me gustaría poder decir que tampoco ocurre lo que no tiene que
ocurrir, pero eso sería un milagro cada día. Siempre ocurre algo inesperado que escapa a las
manos de todos los que trabajamos ahí adentro. Julieta es la que más dominio tiene en este
campo, pero igual algo ocurre; algo siempre aparece que no estaba anotado en ninguna
agenda. Aunque, ahora que lo pienso, tendría que leer la libretita esa en la que Julieta anota
todo. Estoy seguro de que fue víctima de algún conjuro inexplicable y ahora no tiene más
remedio que predecir el futuro a gusto y piacere de su dueña.
Se supone que el fin de semana sirve para descansar, para despejarse del trabajo y
dedicarse a hacer otras cosas que uno no tiene oportunidad de hacer durante la semana. A mí
me cuesta mucho desenchufarme igual. No imagino una vida fuera de esta empresa y me da la
sensación de que el más mínimo suspiro que se me ocurra hacer va a derrumbar el edificio
entero. Cuando uno tiene la cantidad de responsabilidades que yo tengo no puede darse el lujo
de descansar. Ni siquiera consigo frenar del todo en las vacaciones, con lo cual, pensar que el
fin de semana puede estar dedicado a alguna actividad diferente es algo con lo que dejé de
soñar hace algún tiempo ya. Siempre hay trabajo atrasado. Siempre hay algo que hacer.

®Laura de los Santos - 2010 Página 50


Siempre hay manera de ocupar todo el día en algo que tenga que ver con Valmont. Incluso el
fin de semana puede ocurrir algo imprevisto y hay que estar preparado en todo momento.
El timbre sonó en el momento siguiente al que terminé de pronunciar esas palabras
mentalmente delante del espejo como un mantra. Suspiré negando con la cabeza, como si
estuviera esperando que no fueran realmente ciertas, pero encontrándome una vez más con una
certeza. Agarré la toalla de mano y, mientras me terminaba de limpiar lo que quedaba de la
espuma de afeitar, caminé hacia el portero eléctrico resignado.
Al escuchar la voz del otro lado, la toalla se me calló de la mano y me quedé paralizado.
OK. Una cosa es que ocurra algo que no estaba programado; otra muy distinta, aunque todavía
manejable es que ocurra lo más improbable. Pero lo que no es posible es que suceda lo
imposible. Se supone que lo imposible no es posible. Son cuestiones básicas de definición de
conceptos. ¿Por qué entonces vengo a encontrarme justamente delante de la más imposible de
las imposibilidades posibles? Ah… ¡cierto! Me había olvidado. Tengo que hablar para que la
persona que tocó el timbre de mi casa sepa que sigo acá.
-Señor Van Olders…
¿Qué hago? ¿Qué digo? Tengo que decir algo más. Tengo que hablar. O de lo contrario,
tengo que soltar el botón para que él pueda hacerlo. Pero… eh… eh… ¿Qué le digo? “Buen
día”, “¿Cómo le va?”, “Qué honor”. No, no… eso es demasiado. No puedo seguir pensando.
-¿Buen día? -es lo único que me sale. ¿Fue una pregunta?
“Soltá el botón”. “Sol-tá-el-bo-tón”. Separé mi mano del aparato y me quedé esperando a
que me dijera algo. Lo que sea. Cualquier cosa que me confirme que seguía ahí, que no se
había arrepentido de tocarme el timbre luego de mi pregunta idiota.
-Disculpe que lo moleste, Domínico -me dice.
Van Olders me acaba de pedir disculpas. Yo estoy acá, temblando como una gelatina,
pensando que entre todas las estupideces que pude haber dicho, en lugar de elegir una, se me
mezclaron todas, y el que pide disculpas es él. ¿Por qué me pide disculpas?
-¿Le molesta si subo?
Esa voz, otra vez. En realidad creo que no hubo un espacio entre lo anterior y eso. Otra
vez me estoy comportando como un cobarde. Otra vez estoy perdiendo la noción del tiempo.
¿Qué hago? ¡¿Qué hago?! No está Julieta. Me falta el aire. Ataque de pánico. Lo sé. Lo sé.
¿Qué me diría ella en esta situación? “Tranquilo, no hay de qué preocuparse.” Sí. Está
funcionando. No puedo saber qué viene a hacer este… dios acá. No tengo que preocuparme
antes de tiempo. “Hablale”. “Decí algo”.
-Ññññññññññññññññ -dijo el portero eléctrico, no yo.
“Sos un cobarde”. “Sos patético”. “Viene hacia acá”. “Está subiendo por el ascensor”. Lo
mejor que puedo hacer ahora es respirar. Sí. Creo que eso es lo más adecuado, antes de que
empiece a hiperventilar. ¿Y mi casa? ¿Está desordenada? Qué estupidez. ¿Desorden? ¿Yo? Ni
siquiera estoy la suficiente cantidad de tiempo dentro de este lugar como para que se acumule
dióxido de carbono y la señora que limpia ya está pasando un trapo. A esta altura me da la
sensación de que se limpia más el trapo que los muebles cada vez que lo pasa. El lugar está
impecable. ¿Y yo? ¡Me rodea una toalla la cintura! Menos mal que estoy en el piso 10. ¿Qué
me pongo? ¿Un jean? No. Demasiado informal. ¿Un traje? “No seas idiota”. Es demasiado
arreglado. Caquis. Sí. Con una chomba. Bien. ¿Zapatillas? Zapatos. Por un instante me
acuerdo de que ese pantalón me lo regaló Julieta para mi cumpleaños el año pasado. No sé por

®Laura de los Santos - 2010 Página 51


qué, pero me hace sentir un poco más seguro el hecho de saber que de alguna forma sí está acá
conmigo. Me miro en el espejo. Sí. Así está bien. Casual, pero no informal. Elegante. Clásico.
Como todos los días. Ay, Dios, ¿a quién quiero engañar?
El timbre de acá arriba me sobresaltó. Estúpido. Cobarde. “Respirá”, me dije a mí mismo.
Llegué a la puerta, suspiré y abrí. No lo podía creer. Van Olders estaba en el hall de mi
departamento, de MI departamento.
-Adelante -dije, mientras le hacía una seña con el brazo.
Van Olders sonrió. En el hall de mi casa, de MI casa.
-Siento haber venido sin previo aviso -se volvió a disculpar.
Hiperventilación. “Tranquilo”.
No quiero parecer demasiado cobarde, pero hay algo que es cierto y es que puede ser que
algo terrible haya ocurrido y que sea en efecto esa la razón por la cual él está acá. Así que
arriesgué.
-¿Sucedió algo en la empresa?
-Oh, no. Nada de eso -me dijo, con toda la calma que sólo este hombre puede darse el lujo
de sentir en todo momento.
Yo sonreí por primera vez. Vi que Van Olders recorría toda mi casa con la mirada. En el
caso de un loft, eso de „toda mi casa‟ resulta bastante literal. Se detuvo un instante delante de
mi equipo de música y observé que sonreía al ver el cuadro de Bill Evans Trío, mi banda de
jazz favorita, que ocupaba la mitad de la pared. Probablemente sepa quiénes son. Hasta me
arriesgaría a pensar que quizás serían los integrantes de la banda quienes pedirían un autógrafo
a este hombre.
-¿Puedo ofrecerle un café? -arriesgué, aunque Da Silva me dijo que no hable nunca a
menos que Van Olders lo haga primero.
Van Olders sacó la mirada del cuadro, me miró y luego observó algo de la cocina.
Extendió el brazo y señaló mi juego de mate.
-Preferiría mate, si no es mucha molestia. No es algo que pueda disfrutar demasiado en
Italia y es una maravillosa tradición que tienen ustedes.
¿Realmente dijo „si no es mucha molestia‟? ¿Desde cuándo le molesta a un cura estar al
servicio de Dios?
-Sí, cómo no -dije, todavía algo nervioso, y caminé hacia la cocina.
Por un momento quedé de espaldas a él y un shot de adrenalina me recorrió todo el
cuerpo. “Tranquilo”; volví a pensar, “dijo que nada malo ocurría con la empresa”. Aunque me
cueste creer que Van Olders pueda estar pisando el mismo suelo que yo sin la presencia de Da
Silva. Pero, ahora que lo pienso, probablemente ese sería el caso si algo malo realmente
estuviera ocurriendo.
Llené de agua la pava eléctrica y la enchufé. Saqué la yerba de la alacena y comencé a
trabajar con el mate. Van Olders me miraba… ¿fascinado? ¿Era esa su expresión? Parecía más
el turista aficionado que recorre diariamente el microcentro que el dueño de una gran empresa.
¿Cómo puede ser que este hombre todavía tenga capacidad de asombro? ¿Cómo puede
sentirse turista alguien a quien el mundo entero le pertenece?
-¿Cómo se hace? -me preguntó, como un niño que le pide a su padre que lo ayude a armar
un barrilete.

®Laura de los Santos - 2010 Página 52


Yo no tuve más remedio que levantar mis cejas en gesto de asombro. Todo esto me
parecía aún demasiado extraño. ¿Van Olders… me pide… a mí… que le enseñe… algo? Lo
único que yo siempre supe fue que si alguien tenía algo que aprender acá era yo. Y sin
embargo aquí estaba Dios, pidiéndole instrucciones al cura. Todo esto era demasiado extraño.
Comencé a explicarle cómo se coloca la yerba, qué hacer para sacarle el polvillo, cómo
colocar el agua y vi que él estaba cada vez más asombrado con cada cosa que yo hacía. Todo
esto parecía un sueño. ¿Qué hace este hombre acá? ¿Qué es lo que está buscando realmente?
¿Es que de verdad me considera una persona digna de compartir su día? ¿Qué tan solo se
encuentra este hombre para pensar en alguien tan insignificante como yo? ¿Cuáles habrán sido
sus opciones? ¿Le habrá ido a tocar el timbre a Da Silva primero y como no lo encontró me
vino a ver a mí? ¿Y los del directorio que viven en este edificio? ¿Les habrá tocado el timbre a
ellos primero? ¿Tendré realmente la suerte de que ninguno de ellos se encuentre hoy acá? ¿A
cuántos habrá recurrido antes de pensar en mí como una opción? Por supuesto que era algo
que nunca iba a saber, porque por más pequeña que sea mi autoestima, no soy tan idiota como
para preguntarle algo así abiertamente. Lo que importaba ahora era que él estaba aquí, en mi
casa, en MI cocina y, por más absurdo que pareciera, era él quien prestaba atención para
aprender algo nuevo. Algo que YO sabía, y él no. ¿Qué van a decir mis empleados cuando se
enteren de esto, cuando vuelvan a recordar lo importante que soy?
Por lo visto Van Olders pretendía mantener este encuentro como algo casual. Y yo no iba
a ser quien le hiciera cambiar de parecer, por más absurdo que todo esto me pareciera. Le iba a
demostrar que, aunque probablemente fui su última opción de la lista, era tan capaz de lidiar
con su presencia como cualquier otro arriba mío.
-¿Cómo le fue en Rafaela? -pregunté, con el más casual de los tonos.
-Bien, bien. Desafortunadamente no hubo carrera este fin de semana ahí. Pero pude
observar algunos motores. Hacen modificaciones muy… novedosas aquí -me explicó.
Creo que fue la oración más larga que le oí decir alguna vez. Las letras se le patinaban un
poquito, aunque su castellano era asombroso, como prácticamente todo en él. Me quedé
pensando un instante en sus palabras. Este hombre debía ser el mayor conocedor de autos del
mundo, y estaba diciendo que acá en Argentina hacemos cosas „novedosas‟. Supongo que
habrá visto mi cara de sorpresa al oír esas palabras, porque antes de que yo dijera algo,
continuó hablando.
-Allá en Europa, Japón y, me atrevería a agregar a Norteamérica, se trabaja con las más
altas tecnologías del mundo. Las manufacturas están cada vez más automatizadas -explicó,
con una tonada ya bastante más europea.
Por supuesto que eso no era ninguna novedad para mí. Había muchas cosas que todavía
me faltaba aprender, pero de todas ellas, no había una sola que se relacionara con lo referente
a tecnologías automotrices. Él se dio cuenta de esto, supongo que por mi cara de obviedad.
Pero lo que yo nunca me puse a pensar fue lo que mencionó a continuación.
-Aquí en Argentina, debido a los bajos recursos, los mecánicos se ven obligados a utilizar
materiales… extravagantes. No siempre resultan ser la mejor opción, pero cada tanto
descubren cosas que dan lugar a importantes avances. Lamentablemente, rara vez llegan a los
oídos del mundo. Por eso me gusta aprovechar esta oportunidad para investigar aquí. -Hizo
una pausa y luego agregó: -Me llevo ideas valiosas de vuelta a Italia.

®Laura de los Santos - 2010 Página 53


Luego me sonrió y me extendió la mano para que le cebe un mate. Yo volví a la realidad
después de unos segundos. Demonios, que era conocedor este hombre. Tiene que venir de
Europa para que yo preste atención a lo que me rodea todos los días. Por lo general, no
hacemos otra cosa que desconfiar de los mecánicos argentinos. Y acá aparece Van Olders para
explicarme que no tengo que hacer nada más que abrir los ojos para encontrar cosas
„novedosas‟. Creo que voy a mencionarlo en la próxima reunión con mis empleados, para ver
si podemos hacer que las cosas cambien un poco y lleguen más a los oídos del mundo. Sí. Me
parece una gran idea. Y no es necesario que ellos se enteren de que fue una idea de Van
Olders. De hecho nadie me creería que él está acá ahora, así que, para los demás, puede ser
perfectamente posible que la idea haya sido mía.
-Mmmhhh… ¡Excelente! -dijo Van Olders, luego de saborear el mate. -Excelente
costumbre.
Luego miró su reloj y exclamó, sorprendido:
-Oh, he perdido noción de la hora.
Yo miré el reloj y me di cuenta de que no habían pasado ni 15 minutos desde que llegó
Van Olders a mi casa. No puede ser. ¿Eso es todo? ¿Ya se va? ¿Tan rápido consiguió aburrirse
de mí? ¿Cómo puede ser eso siquiera posible? Pero Van Olders sonrió.
-El chofer nos está esperando abajo -dijo, simpático.
¿„Nos‟? ¿Yo escuché bien? ¿Dijo „nos‟? Por un momento comencé a pensar que no podía
evitar ser absolutamente transparente para este hombre. Su mirada me hacía acordar a Julieta.
Parecía que no importara cuánto tratase yo de esconder mis emociones, siempre resultarían
evidentes a sus ojos. Pero, al igual que a Julieta, parecía que no le afectaban en absoluto.
Siempre me digo que en realidad poco me importa cómo se los tome Julieta; después de todo,
trabaja para mí. Pero este hombre… ni siquiera puedo explicar lo insignificante que me siento
a su lado. Cualquier mínima ofensa puede provocar que yo deje de trabajar en su empresa. Y
sin embargo, estaba más tranquilo que nunca. Hasta parecería que mis inseguridades lo
divertían.
Como a mí no se me ocurrió nada inteligente para decir, fue él quien volvió a hablar.
-Me comentaron que el Tigre es un lugar muy lindo para conocer. Me preguntaba si
querías acompañarme.
Pero, ¿qué le pasa a este hombre? ¿No se da cuenta de con quién está hablando? Por un
momento me quise reír. Se me ocurrió pensar en la más absurda de las respuestas posibles a su
comentario. “Oh, no. Lo siento, señor dueño-de-la-empresa-más-importante-del-mundo.
Pero… hoy tenía planeado limarme las uñas. No puedo acompañarlo a recorrer el Tigre.”
Realmente hablaba como si yo tuviera alguna oportunidad remota de negarme a su oferta.
Como si, en efecto, podría haber algo más importante que él en mi vida. ¿Me estaría gastando?
La idea de responderle algo absurdo que acompañara a esta situación bizarra era muy
tentadora. Pero decidí callarme y obrar como el buen perrito faldero que soy.
-Por supuesto que sí -contesté.
“Es un honor”, “me siento halagado”, “gracias por pensar en mí”. Pero eso último me lo
guardé. No quería empezar a sonar como el disco rayado que repite „Gracias‟ hasta el
cansancio. Este hombre está acostumbrado a que lo alaben demasiado y me parece que ya
debe estar un poco harto. Además, si me estaba pidiendo que vaya con él es porque le agradó

®Laura de los Santos - 2010 Página 54


mi forma de actuar cuando salimos la primera vez. Tengo que demostrarle que soy
perfectamente capaz de lidiar con esta situación también.
-Enseguida salimos -le dije, como Julieta me dice a mí a veces. Me gusta como suena.
Van Olders asintió con la cabeza y se quedó tomando mate muy cómodo en la cocina
mientras yo me terminaba de arreglar.

Al salir a la calle y ver la hermosa limusina que nos estaba esperando me acordé
inmediatamente del episodio del aeropuerto y de las palabras de Da Silva. „Que no planeó este
viaje para ser la sensación de los diarios‟ había dicho entonces por el teléfono. Al ver este
tremendo coche me pareció que quizás a Van Olders no le molestaba tanto ser la sensación de
los diarios. De hecho había algunos fotógrafos faranduleros haciendo fotos y esperando a que
Van Olders saliera del edificio. Íbamos a salir en las revistas; no había duda de eso. Pero él
bien podría haber venido en un auto mucho menos ostentoso y sin embargo no lo hizo. Y mis
sospechas se terminaron de confirmar cuando, al ver a los fotógrafos, en lugar de esconderse,
Van Olders los saludó abiertamente. Yo me sentí como el caniche con el collar de diamantes
que acompaña siempre a las ricachonas de la farándula. Pero no podía demostrar mi pavor.
Probablemente no iba a poder escondérselo a Van Olders, pero las fotos no podían saberlo.
Así que también sonreí a las cámaras, aunque me zambullí adentro de la limusina bastante más
rápido que mi acompañante.
El poco tiempo que estuve solo adentro de la limusina me bastó para hacerme, al menos,
unas preguntas. ¿Qué había pasado realmente con el viaje de Van Olders? ¿Sería cierto que
había retrasado su viaje un día por el escándalo de los medios o había ocurrido algo
completamente ajeno a nosotros y Da Silva aprovechó el momento para hacerme sentir un
microbio? Tenía que saberlo. No se lo iba a preguntar directamente, pero tenía al menos unas
cuantas horas para averiguarlo. Unas horas que pasaríamos solos Van Olders y yo. Un sueño
hecho realidad. Algo que jamás hubiera osado imaginar. Lo imposible convertido no sólo en
probable, sino en un hecho que ahora los fotógrafos estaban confirmando. Da Silva es un
insolente, una persona cuyos códigos se extienden a la categoría de „lo único que me importa
es mi propio pescuezo‟, un ser que haría cualquier cosa por salvarse, sin importar a cuántos
haya que pisar para lograrlo. Pero, ¿sería capaz de poner en boca de Van Olders palabras que
quizás él nunca mencionó? Sería algo demasiado arriesgado pero, ¿quién podría confirmarlo?
No creo que los hechos de hoy hayan entrado en sus planes. ¿Cuántas serían realmente las
posibilidades de que yo compartiera tanto tiempo a solas con Van Olders? Esta era mi
oportunidad. No de hacer algo en contra de Da Silva, ni serrucharle el piso, ni mucho menos.
Simplemente sería una oportunidad de ver hasta dónde es capaz de llegar este hombre
patético, y hasta dónde hago bien en temerle.
Van Olders entró en la limusina acompañado de toda su tranquilidad. Los fotógrafos no le
incomodaban para nada. Tenía una dignidad intachable y, aunque Dalmasso trató incontables
veces de molestarlo con algún chimento, nunca logró confirmar nada ni convencer al público
con sus nefastas palabras. Así que aquí estábamos los dos, sentados cómodamente en este lujo
de coche, listos para compartir un día juntos. Qué increíble. Qué maravilloso acontecimiento.
La importancia que tiene un momento como este en mi vida es tan grande que me cuesta
trabajo esconder mi alegría a los ojos de este dios que me acompaña; aunque probablemente
ya se haya dado cuenta, claro. Por supuesto que nada tiene que ver con un aumento de sueldo,

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o con una bonificación. Este momento es el que demuestra que ninguno de mis esfuerzos
laborales fue en vano. Ahora es cuando me doy cuenta de que haber dedicado mi vida entera a
esta empresa durante tanto tiempo finalmente está dando sus frutos. Cada oportunidad que
tuve de copiarme en un examen de la universidad, que, por más tentadora que resultara,
siempre rechacé; cada vez que me callé la boca delante de Da Silva, aunque sentía que no
tenía razón en absoluto; cada vez que hice uso de mi ingenio; cada vez que agradecí a mis
empleados. Todo. Todo estaba siendo recompensado ahora. Incluso los sacrificios y los malos
momentos que pasé cuando Da Silva se ausentaba en cada uno de mis logros. Puedo confirmar
ahora que nada de eso fue en vano, que todo por lo que luché y sigo luchando tiene una
correspondencia y, por primera vez en mi vida, me siento digno de compartir este momento
con el dueño de la empresa. Tengo tanto que aprender de este hombre. Me resulta todavía
increíble, por supuesto, que estemos respirando el mismo aire, que el aire que recién salió de
sus pulmones esté ahora entrando en los míos. Y no puedo evitar sentir la satisfacción de saber
que este -quizás único- momento, se le escapó de las manos a Da Silva, y que se va a retorcer
mañana cuando se entere de todo esto por medio de las revistas.
Van Olders iba en silencio. Tranquilo, pero en silencio. Cada palabra que no decía me
parecía un libro cerrado que esperaba a ser explorado, una nueva oportunidad desperdiciada de
aprender algo. Quise decirle algo, pero no me animé. No podría tolerar el hecho de quedar
como un completo idiota por querer sonar elocuente. No sería la primera vez que me sucedería
esto, y realmente aquí no lo soportaría. Estoy seguro de que es capaz de leer mis
pensamientos. Y claro, ¿cuándo Dios no fue capaz de hacer eso? Aún siento que me está
probando; que el haber tocado el timbre de mi casa esta mañana no fue para nada más que para
tomarme un examen. Y aquí me encontraba, teniendo que dar un oral y no sabiendo por dónde
comenzar. Durante los exámenes sabía que lo mejor para rendir un oral era comenzar a hablar
por lo más sencillo, pero, ¿qué es „lo más sencillo‟ en esta situación? ¿Qué le pregunto? ¿Algo
personal? No. Probablemente piense que me quiero meter en su vida. ¿Algo sobre la empresa?
Menos. No voy a ser yo quien convierta este día casual en algo de negocios. ¿Su experiencia
en Argentina? Qué cliché. Ay, Dios. ¿Por qué no será él quien rompe el hielo? Bueno… lo
mejor será que retome algo que dejamos en casa. Sí. Creo que eso va a funcionar.
-Me quedé pensando en su experiencia de Rafaela -dije, justo a tiempo para captar su
atención antes de que se tire de la limusina por haber sentido que se equivocó de compañero
de aventuras.
Me miró sonriendo levemente.
-Ustedes los argentinos se subestiman a sí mismos -dijo mientras sonreía. -Interesante
comportamiento.
Yo asentí con la cabeza, sonriendo también. El orgullo argentino y la paranoia
generalizada de que todos quieren pisarnos la cabeza, son comportamientos bien conocidos
por nosotros.
-Tienen buenas ideas; pero su individualismo les juega en contra -terminó de agregar.
¿Qué le iba a contestar? Era cierto. Una vez más, este hombre encontraba las palabras
exactas para expresar algo que nosotros mismos no queremos ver la mayoría de las veces, pero
algo de lo que somos perfectamente conscientes todo el tiempo. De pronto me puse a pensar
en esa frase que me venía persiguiendo en estos días. No era que Van Olders la había dicho,
pero algo en nuestra propia individualidad me hizo recordar eso de que „somos parte el uno del

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otro‟. Por supuesto que yo no tendría ningún problema en formar parte de la vida de Van
Olders; es más, no me molestaría siquiera ser un apéndice, una sombra de él. Pero, ¿qué pasa
con el resto? La realidad es que no me siento parte ni de las personas que mencionaron esa
frase, ni del ilusionista, ni del mendigo. No es que sea una individualidad selectiva;
simplemente tiene que ver con el hecho de que nuestras vidas son demasiado diferentes como
para poder compararlas. Aplica en algunos casos, pero no en todos.
Por suerte fue él quien siguió hablando y, menos mal que cambió de tema.
-Mi esposa quiere que le compre un juego de jardín de… -miró hacia arriba, chascando
los dedos, como tratando de recordar una palabra en castellano. -¿mirme? ¿Mirble?
-¿Mimbre? -pregunté.
Van Olders asintió con la cabeza, divertido.
-Sí, exacto. ¡Mimbre! Gracias. Si la tengo que llamar una vez más para preguntarle cómo
se llama el material, probablemente termine viniendo a buscarlo ella misma.
Y soltó una carcajada.
Val Olders dijo „gracias‟. A mí. Me dijo gracias a mí. Qué honor. En lo que va del día me
pidió permiso, disculpas y ahora me agradece. Casi comienzo a sentirme como una persona a
su lado. Pienso ahora que no me equivoqué al agradecer siempre a mis empleados, por más
mínima que sea la cosa que hagan por mí. Para ellos también debe ser un honor que alguien
como yo les agradezca.

Salir de capital, desde el obelisco, hacia el Tigre, en un día de semana, a esta hora -
alrededor de las 10 de la mañana- puede tomar al menos una hora, teniendo en cuenta el
tráfico general, más el trayecto por la panamericana. Pero un sábado a la mañana,
considerando que el microcentro se encuentra prácticamente desierto, salir de la ciudad nos
tomó no más de 15 minutos. Agarramos 9 de Julio, empalmamos con la autopista y, cuando
nos quisimos acordar, ya estábamos doblando por General Paz. Desde ahí fueron otros 15
minutos hasta la bifurcación hacia el Tigre y en menos de 5 minutos, estábamos llegando al
puerto de frutos. Así que no hablamos demasiado durante el viaje, porque llegamos más rápido
de lo que pensamos. Pero no importaba, total teníamos el resto del día para pasear juntos.
Pensé que quizás, durante el almuerzo, iba a poder averiguar por qué se retrasó su vuelo a
Buenos Aires.
Si uno tiene ganas de visitar el Tigre, lo mejor es hacerlo un viernes, ya que los fines de
semana se llena de turistas. Pero, si las circunstancias se dan como las nuestras, la mejor
recomendación es llegar temprano. Encontrar un lugar para estacionar después de las 12 del
mediodía es imposible. No que sea realmente un problema para nosotros, considerando que
venimos en limusina con chofer, pero a la hora del almuerzo es intransitable este lugar, por lo
que siempre conviene llegar temprano.
Le indiqué el recorrido al chofer hasta el fondo del camino. Afortunadamente, el Tigre sí
es un lugar que visito a menudo. „A menudo‟, en mi caso, significa dos o tres veces al año,
pero es mucho más que lo que puedo decir de otros lugares. El río siempre me atrajo y es una
excelente manera de despejarse un poco. No sé si Van Olders estará al tanto de mis
conocimientos, pero por alguna razón, me da la sensación de que nada se le escapa, y que
siempre elige la mejor opción para cada cosa que necesita.

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Nos bajamos de la limusina y me pareció que este era un buen momento para volver a
lucirme con mis conocimientos. Claro que el otro día, en el restaurant, fue más bien el ingenio
lo que me sirvió. Pero por suerte esta vez sí podía hablar con conocimiento de causa.
-Antes de recorrer cualquiera de las calles, lo primero que tenemos que hacer es reservar
para el almuerzo, si no lo vamos a lamentar más tarde.
Pero de pronto me puse a pensar que no sabía realmente si Van Olders tenía pensado
quedarse tanto tiempo en este lugar; sólo saqué la conclusión de que sería así por mis ganas de
averiguar lo de su viaje. “Cuidado”, pensé, “no te dejes llevar por tu ansiedad”. No quise
hacerlo, pero me vi obligado a ver la reacción de Van Olders en su rostro. Sin embargo
observé que él no hizo otra cosa que sonreír y mirar encantado todo el lugar. Cuando me
devolvió la mirada, lo hizo asintiendo, así que me dispuse a caminar adelante para guiarlo.
-El mejor lugar para comer acá es uno que está al lado del río; tiene la mejor vista. -Le
dije, mientras caminábamos. -Por eso va a ser mejor que reservemos primero.
Van Olders caminaba en silencio esquivando gente, con su expresión tranquila y confiada.
Muchas de las personas que pasaban por su lado se daban vuelta a mirarlo. No era que fuese
realmente tan conocido en todo el mundo. Pero a la legua se notaba que era extranjero. Y no
necesitaba alardear con su dinero -de hecho, no lo hacía- para que la gente lo mirara. Sólo su
forma de caminar inspiraba un respeto tal que hipnotizaba a cualquiera. Yo supuse que él se
daría cuenta de que la gente lo miraba de reojo. Se tenía que dar cuenta. Yo me daría cuenta.
Todos los días, cuando llego a la empresa, me doy cuenta de que la gente me mira con el
mismo respeto que ahora lo mira a Van Olders. La única diferencia es que en el edificio, todos
saben quién soy yo, mientras que en este lugar, nadie conoce a Van Olders, y sin embargo
pareciera que él estuviese caminando por su propia casa. Y una vez más sentí que no me
sorprendía, considerando que se trataba de una persona a quien el mundo entero le pertenecía.
Entramos al restaurant y le hice una seña a Van Olders para que espere un instante afuera
mientras hacía la reserva. Le señalé el final del camino para que se acercara al balcón que da a
río y se maraville con el paisaje. Me sentí tan importante. Darle indicaciones a Van Olders
para que pueda apreciar todo lo mejor me hacía sentir verdaderamente importante. Y estaba
llegando a la definitiva conclusión de que este era el día más afortunado de mi vida.
Me acerqué a la barra y esperé a que la muchacha que atiende terminase de hablar por
teléfono. A esta hora parecería casi absurdo hacer una reserva; las mesas estaban casi todas
vacías y se notaba que recién estaban comenzando el día. Igual, por el tono de voz de la chica,
pude percibir que sabía perfectamente el tipo de día que les esperaba. Cuando cortó el
teléfono, suspiró y me miró con una sonrisa que no creía que conservaría para el momento en
que volviéramos.
-Buen día -me dijo.
-Buen día. Vengo a hacer una reserva para el mediodía.
-Sí, cómo no -me dijo, mientras buscaba entre los papeles desordenados una libreta.
De reojo pude ver que ya había algunas personas anotadas para el mediodía también.
-Si puede ser bien pegado al río, por favor -le dije.
Ella asintió con la cabeza mientras anotaba.
-¿Para cuántos?
-Para dos. A nombre de Domínico.
La chica levantó la mirada asombrada y me sonrió.

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-¿Sucede algo? -pregunté, sin comprender su expresión.
-Una causalidad -me dijo, divertida. -Hace un rato vino un señor a reservar una mesa y
también dijo que se llamaba Domínico.
Pasó la birome por las reservas anteriores para confirmar lo que decía.
-Acá está. ¿Ve? -me dijo, mientras me mostraba la libreta con la anotación anterior.
Pero a mí no me causó ninguna gracia. Mis ojos casi se salen de las órbitas cuando vi que,
al lado de esa anotación, estaba escrito otro apellido, y que se trataba nada menos que de Da
Silva.
No sabía qué hacer. No sabía qué pensar. ¿Cómo supo? ¿Qué hacía Da Silva ahí? Era
imposible. Absolutamente imposible. Me refregué los ojos y concentré toda mi atención en
respirar antes de que comenzara a hiperventilar. Lo único que no necesitaba ahora era
desmayarme en mi día perfecto. ¿Por qué? ¿Por qué tiene que pasarme esto a mí? Claro. No
era suficiente con que ocurriera una cosa imposible en todo el día. No. Tenían que ocurrir
DOS cosas imposibles. ¿Cuál era la probabilidad de que sucediera esto? Ni siquiera consideré
como válida la explicación de la muchacha que ahora me miraba preocupada. Lo último que
esto podía ser era una casualidad. Pero, ¿cómo demonios supo Da Silva que íbamos a estar
acá? ¿Quién más sabía de esto aparte de nosotros? ¿Habría ido realmente Van Olders a tocarle
el timbre antes que a mí? Imposible. Da Silva no se hubiera rehusado nunca acompañar a Van
Olders en cualquier cosa que se le ocurriera programar. ¿Qué podía ser entonces? Y cuando la
respuesta vino a mi mente me golpeó como un cachetazo. Por supuesto. Da Silva podía ser
muchas cosas. De hecho, su pésima reputación lo precedía y solía suceder que todo lo que
decían de él era cierto. Da Silva era… muchas cosas, en su mayoría desagradables. Pero NO
era… un boludo. A Da Silva nada se le escapa; al menos nada que pueda perjudicarlo de
alguna manera. Estar acá hoy, paseando por el Tigre, codo a codo con la persona más
importante de nuestro mundo es algo que le conviene; y desde el minuto cero, me resultó casi
imposible que se lo estuviera perdiendo. Claro que eso era también lo que mayor placer me
generaba y bajo ningún punto de vista iba a preguntarle a Van Olders por qué mi jefe no nos
acompañaba. De hecho no tenía intención de mencionar su nombre en todo el día. Da Silva era
muchas cosas, pero no era un boludo. Ahora me doy cuenta la versatilidad que tiene para fluir
entre los dedos como mercurio. Negué con la cabeza casi sonriendo por mi tremenda
estupidez, que crecía proporcionalmente al ingenio de Da Silva. El chofer. Nuestro chofer. Era
de la compañía, no había lugar a dudas. No le miré el rostro y probablemente no lo hubiera
reconocido de todas formas. Da Silva tenía a todos los choferes metidos en el bolsillo.
¿Cuánto les pagará? Ni siquiera debe ser una suma digna. Probablemente los convenció con
sus ingeniosas palabras. Y claro. Ahora que lo pienso, los choferes son una fuente de
información importantísima en la empresa. Las personas y las cosas más importantes siempre
viajan con ellos. Y así Da Silva sabe quién, sabe cómo, cuándo, dónde. Sabe todo. Todo lo que
tiene que saber, lo sabe. No me extraña ahora que haya insistido tanto en ponerme un chofer
privado a mí también. Lo odio. Lo detesto. Quiero ahorcarlo hasta sacarle todo el aire y
después tirarlo al río, y que una lancha colectiva lo pase por encima y--
-¡Domínico!
Su voz era tan inconfundible como indeseable. Menos mal que yo estaba de espaldas y la
única que vio mi expresión de desprecio fue la chica detrás del mostrador. Menos mal que
había tenido la suerte de leer su nombre en la libreta. Eso me había dado algo de ventaja. Si lo

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hubiera visto de entrada, no sé si hubiera podido esconder mi cara detrás de la hipocresía con
la que estoy acostumbrado a tratarlo. No sé realmente cuánto tiempo pasó. Espero que no haya
sido mucho, por respeto a Van Olders; pero fue suficiente para lidiar con la sorpresa que me
produjo este… ser… despreciable… que me veo obligado a llamar jefe.
No era la primera vez que tenía que actuar sorprendido delante de Da Silva, por lo que no
me iba a ser difícil actuar ahora tampoco. Además, su grito hizo que no sólo yo, sino el resto
de las personas que estaban en el lugar, se dieran vuelta a ver quién era. Cómo le gustaba a Da
Silva ser el centro de atención. No importaba si sólo eran mozos y muchachas con trapos de
limpieza quienes lo miraran ahora, todos tenían que saber siempre que él llegaba, que él
hablaba, que él existía. Pero yo no le iba a dar el gusto de decir su nombre delante de todos;
mucho menos iba a llamarlo „jefe‟. Simplemente lo miré con mi mejor cara de sorpresa, me
levanté del asiento de la barra y, mientras le extendía mi mano le dije:
-¿Cómo le va? ¡Qué sorpresa verlo por acá!
Y me encantó, porque sonó mucho más sincero de lo que él estaba esperando. Por
supuesto que al lado de él estaba Van Olders. Ya se había encargado de encontrarlo mientras
yo hacía la reserva. Era obvio que estaba esperando que mi cara delatara cuánto lo detesto
delante de Van Olders. Pero no le di el gusto. Todavía contaba yo con una mínima cuota de
toda la suerte que había tenido hasta aquí desde que comencé mi día. Miré a Van Olders y
pude ver que a él tampoco le había agradado encontrarse con Da Silva. Pero, una vez más, al
igual que en el ascensor, mi jefe había logrado salirse con la suya.
-No sabíamos que tenía planeado venir al Tigre hoy -le dije a Da Silva, conjugando
habilidosamente el verbo para incluir a Van Olders en la conversación y que, de paso, quedara
bien claro con quién había venido él. -Hubiéramos podido venir todos juntos -agregué con una
sonrisa que no mostraba otra cosa que honestidad, aunque Da Silva sabía que yo no estaba
siendo otra cosa que hipócrita.
Me encantó saber que no tenía manera de comprobarlo delante de Van Olders, y que,
aunque se había empecinado en arruinarnos el día a los dos, las cosas no habían salido como él
esperaba. Nos miramos una milésima de segundo extra en silencio y luego Da Silva sonrió
más hipócritamente que yo, aunque, esta vez, no se animó a soltar su risa estruendosa. Y no
pronunció palabra.
Me di vuelta y caminé unos pasos hasta donde estaba la muchacha, que ya se había
perdido otra vez entre sus cosas. Le dije que cambiara mi reserva a tres personas y que borrara
la anterior. Y ella comprendió entonces que no había sido ninguna casualidad que apareciera
dos veces mi nombre. Me miró un instante, luego dirigió su mirada a los otros dos y asintió
con la cabeza mientras tachaba una de las reservas.
-Íbamos a buscar unos muebles de… mimbre -dije, sonriéndole cómplice a Van Olders
con el único propósito de que Da Silva se retorciera de celos.
Lo logré. Van Olders me devolvió la sonrisa. Y me pareció que ya estaba recuperando
otra vez sus ganas de disfrutar del día, aunque las cosas no salieran precisamente como él las
esperaba. “No voy a permitir que este insolente me perturbe”, pensé mientras dejaba pasar
delante de mí a Da Silva para salir del restaurant.
Por suerte el Tigre tiene la habilidad de distraer a las personas con la increíble variedad de
cosas que ofrece. Van Olders quería comprarse todo. Da Silva estaba evidentemente molesto
con la situación. Era obvio que no hubiera sido el lugar que elegiría para pasar su sábado.

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Igual no perdía la oportunidad de mirar libidinosamente a todas las chicas bonitas que pasaban
por nuestro lado.
A medida que se acercaba el mediodía y el tránsito se hacía más difícil, el dueño de
Valmont ya había elegido al menos siete juegos diferentes de jardín para mandarle a su esposa.
Le recomendé varias veces que esperara hasta ver todo antes de elegir y que si quería
averiguar si mandaban los muebles a Europa, que me dejara hablar a mí, porque también se
conoce la tendencia de los argentinos de querer engatusar al turista y, por más imponencia que
tuviera Van Olders, no dejaba de parecerse mucho a uno.
El último lugar al que entramos antes de ir a almorzar fue el negocio más grande de
muebles que tiene el Tigre. Ocupa casi una manzana entera y sus grandes ventanales de vidrio
arrojan diseño a todos los que pasan por ahí. En el momento en que Van Olders puso un pie
adentro se quedó fascinado y dijo:
-Tendríamos que haber venido aquí primero.
No lo dijo como un reproche, sino como un niño frente a un árbol de navidad.
-Aquí hay hermosos diseños -le expliqué, -pero muy poco en mimbre. Y muchas de las
cosas que venden son importadas de Europa y de Asia. Le va a convenir comprarlas
directamente allá.
No sé qué era más hermoso de todo lo que había ahí. Si las puertas de 3 metros de alto
trabajadas en hierro forjado y madera, o la más preciosa y reciente decoración del lugar: una
pintura de la cara de Da Silva, que hacía un rato largo ya que no conseguía meter un bocado
que lograra llamar la atención del dueño de la empresa en la que ambos trabajábamos. La
verdad era que yo no quería que las cosas salieran de la manera en que surgieron. Y aunque
estaba quedando mejor parado que Da Silva al poder entretener a Van Olders mucho más
habilidosamente que él, no iba a poder preguntarle nada del viaje, como tenía planeado. De
todas formas, considerando la espectacular estrategia de Da Silva de controlar a todos los
choferes de la empresa, comienzo a darme cuenta de que es una persona muy impredecible,
con la que hay que tener un cuidado extremo. Así también es de miserable y patético y sé que
no hago del todo mal en temerle, ya que probablemente peligre mi trabajo si me meto en su
camino, o si él ve que presento alguna amenaza, del tipo que sea, para su lugar en la empresa.
Yo no quiero su puesto; estoy contento donde estoy, y es precisamente este día el que me
demuestra que no necesito ir más lejos. Sin embargo, con este hombre, nada puede dar lugar a
una confusión. Quizás sea demasiado tarde, entonces, cuando yo intente explicarme.

Me gustaría haber podido decir que el resto del día fue tan excitante como suponía que iba
a ser esta mañana, pero no fue así. Da Silva no se despegó de Van Olders en todo el día. Ni
siquiera se levantó para ir al baño durante el almuerzo. Yo estaba listo para volver a capital
desde el momento en que el entrometido se apareció en el Tigre, pero como Van Olders estaba
disfrutando tanto, no me animé a preguntarle cuánto tiempo más estaríamos ahí. Al final nos
quedamos como hasta las 5 de la tarde, momento para el cual, el dueño de la empresa ya
estaba convencido de que no había nada más que quisiera comprar. La verdad es que no sé si
quedaba algo, ya que me dio la sensación de que se llevó al menos un modelo de cada cosa
que vendían. Como quien no quiere la cosa, a través de un par de llamados telefónicos, arregló
para que le lleven todo a Retiro para mandar por barco una parte a Italia y otra por avión a su

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tierra natal en Austria. Lo único que se llevó en la mano fue una botella de vino patero y una
bolsita de papel madera con dos churros caseros rellenos de dulce de leche.
Como Da Silva había venido en su propio auto -no creo que ningún chofer de la empresa
hubiera conducido todo lo rápido que él necesitaba-, al menos pudimos disfrutar tranquilos de
la vuelta a capital. Cuando nos acercamos a la limusina para irnos, vi cómo el chofer se
apresuraba a abrirle la puerta trasera a Van Olders y lo miraba con la más alta expresión de
admiración, pero cuando pasé yo por al lado de él, su labio se ladeo un poco, formando una
sonrisita irónica que revelaba que no tenía nada que admirarme a mí y que probablemente
sabía mejor que yo acerca de las cosas que sucedían dentro la empresa. No sé qué le habrá
dicho Da Silva de mí, pero ya me los estoy imaginando riéndose a mis espaldas de cualquier
cosa elocuente que se le ocurra inventar a mi jefe. Y la verdad es que al final me termina
dando un poco de pena, porque este pobre hombre mediocre se siente mejor consigo mismo
porque se entera de chismes que cree que sólo él sabe y por ende lo convierten en una persona
más importante entre sus pares. Da Silva le debe haber hecho creer exactamente lo mismo a
cada uno de ellos y lo más probable es que cada uno suponga que sabe más que los demás,
mientras que ignoran que probablemente ese archi-importante-y-completamente-relevante
dato que Da Silva le susurró al oído es tan falaz como la mayoría de las cosas que suele
inventar este hombre. Ahora me dirige una mirada tan insolente que si yo no fuera
condescendiente con su ignorancia, me molestaría. Y realmente, lo que me espera dentro del
auto me parece harto más importante que el paupérrimo personaje que sostiene la puerta.
-¿Cuándo vuelve para Italia? -le pregunté a Van Olders, dando por terminados mis
pensamientos anteriores.
-Mañana -me contestó, con un dejo de melancolía en la voz. -Quería quedarme unos días
más, pero mi paseo ha llegado a su fin.
Esto último fue acompañado de una sonrisa picarona. “Dios, que tiene encanto este
hombre”, pensé, mientras me quedaba mirándolo como un idiota.
-Es una lástima -le dije. -Argentina tiene muchos lugares hermosos para conocer.
Mentira. ¿Qué me importa la Argentina y sus paisajes y el turismo? Quiero que se quede.
Quiero seguir aprendiendo cosas de él. No quiero que me abandone a la merced de mi jefe
odioso. Ya sé lo que va a pasar de ahora en adelante. Da Silva me va a mirar con su aire de
triunfo sádico. Me va decir algo vergonzoso delante de mis empleados para hacerme quedar
mal. No quiero que se vaya Van Olders. Y si lo hace, quiero que me lleve con él. Quiero vivir
en su país. Quiero que él sea mi jefe. Quiero abanicarlo. ¡Quiero que me quiera! Pero es
imposible. Tengo que volver a la realidad y conformarme con este gran paso que ya di hoy.
Voy a tener que esperar a que se le ocurra volver y desear que otra vez piense en mí para
acompañarlo a conocer lugares nuevos. Pensándolo así, creo que son demasiadas cosas juntas,
y que la posibilidad de que un momento milagroso como este vuelva a suceder, está más lejos
de lo que creo.
-Todavía no conozco Mendoza -dijo él, continuando la conversación.
“Yo lo llevo”, “yo me ofrezco”, “yo lo acompaño”, “sería un honor”, “sería un placer”,
“Qué coincidencia, yo justo conozco”. Mentira. Nunca fui a Mendoza. Nunca me interesó el
Cristo Redentor, ni la Ruta del Vino, ni las montañas. Pero no me importa. Todo por él; todo
por el dios que comparte conmigo este pequeño compartimento. Todo, con tal de hacer que
este momento no termine nunca; o que se repita… al menos eso.

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-Quizás para la próxima vez -le dije.
Fue lo único que se me ocurrió. Por suerte asintió con la cabeza.
-Volveré pronto. Me gusta aquí. Y tengo que visitar Valmont Southern más seguido.
¡Oh, sí, qué alegría! Volverá pronto. Algo de esperanza. Al menos me ayudará a lidiar con
Da Silva. Recordaré estas palabras cada vez que me sienta amenazado por él. Traeré a mi
memoria este momento y guardaré las fotos de las revistas de mañana para convencerme a mí
mismo que todo esto no fue un sueño, sino que fue real, y que es probable que se repita.

-Qué tenga buen viaje de regreso -le dije, mientras me bajaba del auto.
Pero de pronto se me ocurrió. No tenía más tiempo. Era ahora o nunca. Tenía que decirlo.
-Siento mucho lo que sucedió con su viaje de ida -arriesgo. -No volverá a ocurrir.
Y su cara lo dijo todo. No necesitó pronunciar palabra. Por una vez lo agarré
desprevenido y pude ver su desconcierto. Lo que preguntó a continuación era lo que yo quería
oír, y lo que Da Silva más hubiera temido si hubiese estado aquí ahora.
-¿Qué quieres decir?
O sea que no sabía. O sea que yo tenía razón. O sea que Da Silva había inventado todo. O
sea que acabo de quedar como un boludo delante de Van Olders. Pero no me importa. Tenía
que arriesgarme. Puse mi mejor cara de obviedad y dije:
-Lo que ocurrió con la revista Al Volante… ¿cómo intentaron difamarlo…?
A propósito lo hice sonar como una pregunta. Quería significar que había sido algo obvio
y que se suponía que él estaba al tanto de todo. No tuve que leerle la mente para saber qué
estaba pensando. Incluso puedo decir el orden en que fueron surgiendo sus recuerdos. Pensó
en el viaje, en la llegada a Argentina, luego en Dalmasso y, finalmente, en Da Silva. La
expresión en su rostro se iba transformando rápidamente y se detuvo en „resignación‟ cuando
llegó a mi jefe. No iba a poder desmentir lo que yo le estaba diciendo porque haría quedar mal
al presidente de la compañía, quien además, no había que olvidar que era el cuñado de su
propio hijo; pero como su rostro dijo todo lo que yo necesitaba saber, sonrió y dijo:
-Sí… no ha sido la primera vez, ¿verdad? Esperemos que le haya servido de lección.
Yo sonreí, mientras afirmaba con mi cabeza. No supe bien si esa última oración había
sido para Dalmasso o para Da Silva, considerando que Van Olders sabía perfectamente por
qué yo le había pedido disculpas hace un instante. Me miró con la misma expresión con que lo
hizo el otro día en el restaurant, cuando sabía que yo estaba haciendo uso de mi ingenio para
lidiar con el hecho de que no tenía idea qué recomendarle para comer. Se notaba que esta
situación también lo estaba divirtiendo, aunque también sabía yo que no podía pretender que
él desacreditara a Da Silva. Así que me conformé con saber que Da Silva había inventado todo
para quedar él bien parado frente a Van Olders, mientras me hacía quedar a mí como un lego,
incapaz de llevar adelante una empresa tan importante como Valmont. Realmente hubiera
deseado pedirle las disculpas a Van Olders durante el almuerzo, pero sé que lo hubiese
incomodado a él más que a Da Silva, si eso fuera siquiera posible, y que lo que quedaba del
día no hubiera sido todo lo agradable que terminó siendo para el dueño de la empresa.
Aún no termino de comprender por qué Da Silva hace todas estas cosas. No puedo creer
que, estando en la posición en la que está, piense que yo puedo ser una amenaza para él. Tal
vez sea por esos negocios turbios en los que intentó meterme y que siempre rechacé. O quizás
crea que si yo llegué remando hasta donde lo hice, puedo seguir remando un poco más. Él

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entró en la empresa totalmente acomodado. Pero su lugar iba a continuar estando asegurado, al
menos en tanto su hermana continuara casada con el hijo de Van Olders. Y no creo que ese
matrimonio esté en peligro, considerando que desde el primer momento fue llevado a cabo por
conveniencia de las partes, y no por amor, como sucede algunas veces. Lo bueno es que ahora
que Van Olders se vuelve a Italia, Da Silva va a desaparecer otra vez de la empresa y sólo voy
a tener que lidiar con él unos cuantos minutos, a las cinco de la tarde de cada día. Lo otro que,
ahora que lo pienso, también me resulta positivo de todo esto, es que Da Silva no va a estar
merodeando cerca de Julieta. No quisiera que la vuelva a ver nunca más en su vida, y menos
con esos ojos descarados, que no tienen ningún problema en admitir que le gustaría comérsela,
sin siquiera molestarse en preguntar si ella está dispuesta a aceptarlo. Las mujeres para Da
Silva son objetos de placer, y de ninguna manera voy a permitir que se gane a mi secretaria
como un trofeo más de su colección.

Esa noche me quedé despierto un buen rato mirando el techo, mientras sonaba de fondo
Bill Evans, que, de ahora en adelante, me haría recordar a Van Olders. Y el hecho de que haya
sonreído delante del cuadro del living le aumentó radicalmente el valor, como si no fuera una
pintura, sino una fotografía de él autografiada.
Recordé cada minuto del día que pasamos juntos, desde la sorpresa que me llevé a la
mañana cuando me tocó el timbre, la limusina de ida, el funesto encuentro con Da Silva, las
compras compulsivas de Van Olders y el viaje de vuelta, donde pude comprobar una más de
mis tantas sospechas con respecto a las actitudes de mi jefe. Ahora que estoy más tranquilo y
puedo hacer una evaluación más generalizada de los acontecimientos, pienso que fue un gran
día. Y sé que, más allá de lo que Da Silva haga de ahora en adelante, no tengo necesidad de
perder la calma.
Pienso también en las fotos que nos sacaron antes de salir para el Tigre y no puedo evitar
sonreír, porque ahí todavía estábamos solos, y, como no vi que nos hayan seguido, o que
estuvieran presentes durante el día, no hay manera de que Da Silva aparezca en esas fotos. Es
la primera vez que me alegra que Dalmasso busque siempre la manera de meter púa. Es más
que obvio que algo va a decir respecto del hecho de que Van Olders estuviera conmigo y no
con Da Silva. Y por más gente que tenga metida en el bolsillo mi jefe, Dalmasso lo detesta a él
tanto como cada uno de nosotros desea que esa revista deje de existir; y no va a poder ir a
chantajearlo para que pegue su estúpida cara al lado de Van Olders con el Photoshop.
Mañana, lamentablemente, es domingo. Me hubiera gustado que fuera un día hábil para
ver las expresiones en los rostros de Mario y de Rubén cuando la tinta de las revistas todavía
esté fresca. Voy a tener que aguardar hasta el lunes, pero igual ya los veo esperándome del
otro lado del ascensor, listos para admirar cada una de mis facciones.

Cuando abrí los ojos, la luz ya estaba entrando a chorros por la ventana. Caí en la cuenta
de que debían ser más de la 9 y me sorprendió que haya conseguido dormir tanto y tan bien.
Lo primero que hice fue pensar en Van Olders. Sabía que todavía estaba en la ciudad y,
después del milagro que ocurrió ayer, comencé a soñar con que ocurriera algo similar hoy.
Pero fue mucho pedir, porque, para la hora del almuerzo, me encontraba bañado, afeitado,
vestido y listo para salir, pero el timbre no sonaba. “¿Qué estará haciendo?”, pensé. “¿Adónde
irá a almorzar hoy, que es su último día?” Considerando que el sol estaba brillante y el cielo,

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completamente despejado, habrá ido a algún lugar abierto. ¿La costanera? ¿Norte o sur?
Mmmmh… las posibilidades eran muchas. Pero de pronto me acordé de Puerto Madero. Es un
lugar que ya conoce y quizás no desee alejarse mucho. A mí no me quedaba demasiado lejos.
Desde el obelisco hasta el bajo son 10 cuadras. De paso podría ir a ver qué espectáculo nuevo
están dando en el Luna Park. Sí. Buena idea. Agarré un sweater liviano, me lo puse sobre los
hombros, billetera en el bolsillo y salí.
No es que en Buenos Aires se respire un aire precisamente puro, pero igual no pude evitar
suspirar. Todavía conservaba algo de la energía de ayer y me sentía liviano. Crucé la calle y
enseguida me encontré en la plaza. Estaba bastante desierta. Sólo había un par de vagos
durmiendo en los bancos y alguna que otra pareja, disfrutando del hermoso día. Caminaba
bastante tranquilo, pero después de unos cuantos metros, me di cuenta de que alguien me
seguía. No quería que se diera cuenta, así que no aceleré el paso pero comencé a caminar más
decidido. Cada tanto me daba vuelta haciéndome el distraído para ver si seguía detrás de mí.
Sentí una descarga de adrenalina cuando me di cuenta de que no solamente me seguía, sino
que además, no me sacaba la vista de encima. Llevaba puesto un jean rotoso y una remera
gastada que le quedaba grande, aunque las zapatillas eran demasiado nuevas y no combinan
con el resto de su ropa. Me pregunté si la persona que las llevaba antes, habrá conseguido
llegar de vuelta a su casa descalzo sin lastimarse. La plaza era un lugar demasiado amplio y
me dio la sensación de que fue por eso que todavía no intentaba afanarme. Lo que sí pude
sentir fue que estaba cada vez más cerca. Miré a mi alrededor para ver si encontraba a algún
cana. En esta parte de la ciudad vigilan más que en cualquier otra, por la cantidad de
movimiento que hay durante la semana. Pero hoy era domingo y no sabía si iba a ser tan
afortunado. Por suerte vi que a lo lejos venía caminando uno que estaba más aburrido que
concentrado en su trabajo. Sin pensarlo dos veces, caminé rápido hasta donde estaba él y, ya
un poco más seguro, me di vuelta para mirarle la cara al chorro. Visto y considerando que vivo
por la zona, quizás me lo vuelva a encontrar en otro momento, así que iba a tratar de
recordarlo para cruzarme de vereda en caso de que eso sucediera.
-Disculpe, agente -le digo.
Siempre conviene decirles „agente‟ a los policías que están uniformados, porque los
cargos entre ellos funcionan peor que los de una empresa. Si alguien confunde a un gerente de
mi empresa con un cargo menor, probablemente él no tarde ni cinco segundos en aclararle que
su cargo es mayor; pero no se va a ofender. En cambio, como „agente‟ es el menor cargo entre
ellos, si uno le dice „oficial‟ a alguno, pero él todavía no ascendió, se va a poner de mal
humor, mientras que si es oficial y uno le dice agente, no le va a molestar aclarar que su cargo
es mayor, y de paso, se va a sentir orgulloso. Lo último que yo necesito en este momento es
ponerme en contra al cana, que resulta ser un bote salvavidas en medio de esta situación
incómoda.
El cana me miró, pero su cara de aburrimiento no se modificó en absoluto. Sí. Todavía era
agente. Tenía que inventar algo para que no pareciera que estaba escapando del chorro y me
tomara de punto.
-Eeeehhh… quisiera saber por dónde queda la calle…
“Decí alguna rara, alguna que no sea evidente”.
-Giuffra -arriesgué. -Es un… pasaje -agregué, al ver la cara del policía, que de
aburrimiento pasó a desconcierto.

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“Genial. Más tiempo para seguir hablando mientras se acerca el chorro”, pensé. “No va a
tener más opción que seguir caminando.”
-Me dijeron que hay lindos puestos de feria los domingos en esa calle -le dije, antes de
que el otro me suelte un „ni idea‟, y me tenga que ir de su lado.
-Ah, ¿una feria? -me preguntó.
Bingo. Capté su atención.
-Seguramente sea en San Telmo -agregó.
Por supuesto que quedaba en San Telmo. Ya sabía dónde quedaba la calle; fui cientos de
veces. Al menos me tocó uno que no era un completo ignorante. San Telmo debía estar en la
unidad uno de aprendizaje de vialidad para los policías, junto con La Boca. Es lo primero que
preguntan los turistas y, como buenos extranjeros, éstos siempre creen que la policía es la
persona de mayor confianza que pueden encontrar mientras pasean. Nosotros los argentinos
preferimos contar con otras personas primero para que nos brinden información. Un kiosquero
quizás, o alguien de un puesto de diarios, o incluso un colectivero. Los policías en general nos
parecen peligrosos e ignorantes; todo lo contrario a cómo funcionan en el resto del mundo.
Lo bueno fue que pasó lo que esperaba. El chorro no tuvo más alternativo que pasar por
mi lado y seguir de largo. Por más borracho o drogado que estuviese, o por más inconsciente
que sea, no me iba a tratar de afanar al lado de un policía. Lo miré de reojo cuando me pasó
tan cerca que me hizo viento y vi que también me miró y casi pude leer que estaba pensando
“Hoy te salvaste. Pero mejor cuidate.” Acto seguido, miró al cana con desprecio y él lo siguió
con la mirada mientras el otro se alejaba de espaldas a nosotros.
-Queda para allá, ¿no? -le pregunté, mientras señalaba con mi mano para el lado del
obelisco, haciéndome el boludo.
-Sí -me contestó. -Puede caminar derecho hasta el obelisco y después agarrar la diagonal
que lo lleva hasta Catedral. Y luego sigue por alguna de las calles hacia arriba unas diez
cuadras.
Yo asentía con mi cabeza, haciendo como que comprendía todo lo que me decía, aún
cuando sabía perfectamente cómo llegar. Él dejó de hablar y miró para el lado por donde se
había ido caminando el chorro. Acto seguido, me miró y dijo:
-Le recomendaría que se tome un taxi.
Sorprendente. Este señor no tenía un pelo de ignorancia en todo su cuerpo. Se había dado
cuenta de toda la situación desde el primer momento. Quizás su cara de aburrimiento inicial
era una carnada para pescar ladrones desprevenidos. Podría llegar a considerarlo inteligente.
-Sí, gracias -le dije.
Y caminé hasta la calle para conseguir un taxi. Pero cuando me subí no le indiqué a San
Telmo, sino a Puerto Madero.
Todavía se me hiela la sangre al pensar en lo que pudo haber pasado. ¿Cuánto me hubiera
sacado? No llevo encima más de 400 pesos. Y sólo me hubiera tomado un segundo llamar
para cancelar todas mis tarjetas; él no hubiese podido gastar con ellas ni un centavo. Una
molestia, por supuesto, tener que hacer todo eso. Pero, ¿qué le importa a él? Un poco de guita
por acá, otro poco por allá y, al final del día, se hizo un buen número. Después tengo que venir
a escuchar frases tan ridículas como „tus miedos nos afectan a los dos‟ y „el bienestar de
ambos es nuestra libertad‟. Ahora que lo pienso, a mí también me dan ganas de llorar. Qué
patético. Pensar que una persona tan perdida en el mundo, que vive una vida desquiciada,

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sacándole provecho a los distraídos que pasan por su lado, pueda tener que ver algo, por más
mínimo que sea, conmigo, me resulta repugnante y nauseabundo. Y me pregunto si realmente
existirá justicia para gente como esta.

Al taxista le dije que baje derecho por Corrientes, que era el camino que tenía pensado
hacer caminando. Cuando llegamos a Moreau de Justo me pareció que ya había pasado el
peligro con el chorro y decidí bajarme a caminar un rato. Del lado del río se pueden ver las
partes de atrás de los distintos restaurantes, con las mesas afuera. Si tenía suerte, por ahí me
encontraba con Van Olders „de casualidad‟ como hizo Da Silva. Quizás, si yo también tuviera
a todos los choferes en mi bolsillo, sabría dónde estaba ahora, y la verdad es que no puedo
evitar pensar que probablemente Da Silva haya aprovechado para verlo también hoy y
disfrutar con él un día entero solos, como iba a ser mi oportunidad ayer; mi día; mi buena
suerte.
En estos restaurantes y en días soleados como este, resulta ser una buena idea reservar con
anticipación para almorzar un domingo. Eso fue algo que yo no hice, así que probablemente
en cualquier lugar que entre, me encuentre teniendo que hacer una cola de al menos media
hora. Recuerdo hace unos años atrás, cuando todavía no era alguien importante dentro de la
empresa, que venía hasta acá caminando y me sentaba a comer un sándwich de milanesa en
uno de los bancos que dan al río. Ahora ya no puedo hacer más eso. No queda bien visto que
el gerente general de la empresa pise Puerto Madero sin hacer alarde de todo su dinero. Tal
vez lo más conveniente sea que me compre un perro carísimo y lo traiga a pasear por aquí. Esa
es la única excusa que puede llegar a servir para estar sentado en un banco en este lugar. Un
poco de compañía tampoco me vendría mal. Qué estupideces estoy diciendo, por favor. Debo
estar a punto de pescarme un resfrío y algo así, porque de otra forma, no entiendo de dónde
sale toda esta lastimera autocompasión. Qué idiotez, pensar que alguien como yo puede estar
necesitando compañía. Como si no fuera completamente evidente que si estoy solo es porque
quiero, porque decido dedicarme enteramente a mi empresa. ¿Qué pensaría una mujer si se da
cuenta de que me importa más mi trabajo que ella? Tal vez no al comienzo de la relación, pero
a largo plazo se terminaría revelando mi auténtica forma de ser. Y la verdad es que yo no
encuentro nada de malo en eso. Sé que sería la principal fuente de conflicto entre nosotros.
Terminaría deseando nuevamente mi soledad en un período no mayor a un año.
Ya caminé aproximadamente 10 cuadras. Los restaurantes estaban cada vez más
espaciados y, por lo que pude ver de reojo, Van Olders no se encontraba en ninguno de ellos.
Decidí volver a echar un último vistazo antes de entrar en el que menos gente tenga, a comer
algo.
Cuando estaba a punto de darme vuelta, me di cuenta de que alguien me llamaba. Su voz
era de mujer y no necesitó decir precisamente lo que dijo para saber de quién se trataba,
aunque ninguna otra mujer diría mi nombre de esa manera desde tan lejos.
-¡Señor Domínico!
A lo lejos, Julieta movía su brazo para que la viera. Yo me detuve y la miré mientras se
acercaba a mí. Estaba sola y llevaba puesto un vestido de seda que le sentaba a la perfección.
Algo que nunca le vi puesto, ya que jamás estuve con ella fuera del ámbito laboral. No vivía ni
remotamente cerca de Puerto Madero, pero no era raro encontrármela por acá un domingo. No
soy el único que puede hacer alarde de su dinero en este lugar. Ahora me pongo a pensar en lo

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que hubiera pasado si ella me veía comiendo un choripán sentado en un banco. Por supuesto
que no hubiese dicho nada -Julieta jamás me juzga-, pero el papelón iba a estar implícito y
sólo con que quede en su memoria, ya sería demasiado para tener que tolerar de mi parte.
Cuando llegó a mi lado, resultó ser tan elocuente con lo que dijo, como la primera vez que
oí su voz en mi vida.
-¿Salió a comprobar si era cierto eso que dicen de aquel fenómeno llamado „sol‟?
Ni „hola‟, ni „qué casualidad‟, ni alguno de todos esos comentarios trillados que suelen
inaugurar conversaciones. Derecho al grano, como siempre.
-Sí. Ya me cansé de escuchar hablar de él. Quería verificarlo con mis propios ojos. -Le
digo sonriendo, pero no creo que alguna vez consiga ser tan locuaz como ella.
Por suerte pareció no importarle y me sonrió. Nos quedamos un instante en silencio y
luego me pareció que sería una oportunidad pertinente para invitarla a almorzar. Después de
todo no fue algo planeado; nos encontramos acá sin querer y sería descortés de mi parte no
hacerlo.
-¿Almorzaste? -le pregunté.
-No -me dijo, tranquila. -Estaba esperando a que se vacíen un poco los lugares.
Luego hizo un gesto como de resignación y agregó:
-Me olvidé de reservar.
En ese momento me hizo acordar a Noir, la gerenta de administración de mi empresa,
quien no tiene ningún problema en mostrar las debilidades que son propiamente humanas,
pero que todos intentamos esconder. Julieta llevaba consigo un aura de tranquilidad que jamás
parecía abandonarla. Todo lo que hacía o decía parecía siempre lo más adecuado, ya que el
tono de su voz era siempre firme y convincente.
Por algún motivo, yo no quise decirle que tampoco había reservado.
-Ah, si… siempre conviene reservar -le dije. -Yo no tenía pensado quedarme. Sólo salí a
caminar. -“¿En zapatos?”, pensé. “Qué idiota.” -Pero puedo cambiar de idea. Tengo tiempo.
Y como si fuera poco, miré mi reloj. ¿A quién quiero engañar? ¿A Julieta? ¿Cuándo voy a
terminar de aceptar que no necesito mentirle a ella? Siempre me da la sensación de que es
capaz de leer mis pensamientos. Y en cualquier caso, aunque no lo hiciera, tampoco parecía
que le importara juzgarme. Por supuesto que no se tragó nada de lo que le dije. Pero
simplemente sonrió, como siempre.
-Creo que este lugar ya se vació bastante -dijo, mientras señalaba Hereford, que había
quedado al lado nuestro.
-Sí, es lindo este lugar. Y se come bien.
Mentira. Nunca pisé este lugar en mi vida. Basta. ¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo dejar
de mentir? ¿Por qué de pronto necesito hacer alarde de todo delante de Julieta? ¿Quién es ella
para que yo actúe de esta forma? No es más que mi secretaria. No tengo que demostrarle nada.
No es más que un almuerzo como cualquier otro. Almorcé con ella cientos de veces en horario
de trabajo. OK. Nunca lo consideré un evento social; siempre era lo mismo estar en un
restaurant que en la empresa. Pero, ¿por qué tiene que ser distinto esto? Si no es más que un
momento compartido con la persona que paso más tiempo hace más de diez años.
“Tranquilizate”, pensé. “No hay razón para que dejes de ser vos mismo en este momento.”
Ella sabe quién soy y el rol que cumplo dentro de la empresa; y también sabe quién es ella.
Está en una posición inferior a la mía y no va a intentar hacerse la piola. Lo mejor va a ser que

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me relaje y deje de analizar tanto las cosas; permitir que fluyan con naturalidad. Así lo hago
siempre en la empresa y jamás tuvimos una discusión. Abrí la puerta y le hice una indicación
para que pase primero. Casi la toco con mi mano en la espalda, pero me contuve a unos
milímetros. Sentir la textura de esa seda en mi piel fue tentador, pero recordé con quién estaba
y no podía cruzar el límite.
El interior del restaurant tenía un diseño tan elaborado como el que tenía aquél al que
habíamos ido la otra vez con Van Olders y Da Silva; una delicada combinación de ventanas,
pinturas y plantas que armonizaban todo el lugar gracias a la perfecta iluminación que las
concatenaba. Lugares como este conseguían el objetivo perfecto de hacerlo sentir a uno como
en su propia casa, olvidándose de los problemas y dedicándose a disfrutar cada momento. Yo
me había vestido con algo similar a lo que me había puesto ayer, en caso de que „causalmente‟
me encontrara con Van Olders. Y Julieta… Julieta estaba simplemente radiante. Combinaba a
la perfección con el lugar y hasta incluso me hizo sentir más importante a mí el hecho de estar
con ella, y no al revés, como se supone que tendría que haber sucedido, considerando el cargo
que cada uno tiene en la empresa.
-Bienvenidos a Hereford -nos dijo la recepcionista, mientras nos ofrecía una copita de
champagne. -¿Desean una mesa adentro o afuera?
-¿Afuera? -le pregunté a Julieta.
Y cuando ella asintió, la otra nos guió por el camino.
En menos de dos minutos estábamos otra vez afuera, acomodándonos en una mesa con
una vista espectacular al río. Nos quedamos unos instantes mirándolo como hipnotizados, y
sólo volvimos a la realidad cuando el comís dejó las cartas, los cubiertos y la panera.
Julieta le agradeció al sirviente mirándolo profundamente a los ojos, como si el hecho de
ofrecerle pan hubiera sido lo único que deseaba ella en toda su vida. Y teniendo en cuenta que
él no la conocía, no podía saber que la elocuencia era algo completamente natural en ella, por
lo que se quedó idiotizado admirándola con la boca abierta. Sólo cuando yo tosí, él se dio
cuenta de que ya era momento de retirarse. Ella siguió actuando con total naturalidad, como si
no se hubiera dado cuenta de lo sucedido y no estuviera almorzando con su jefe, sino con su
madre o con una amiga de toda la vida. Casi se zambulló dentro de la panera y la miró con
escrutinio antes de elegir lo que seguramente era lo más rico. Finalmente se decidió por un pan
de pizza gratinado y se lo llevó a la boca, encantada.
-Ya estaba famélica -admitió, sonriendo picarona.
Yo nunca imaginé que ver comer a una mujer podría llegar a ser tan encantador. No me
quedé mirándola con la boca abierta porque me di cuenta a tiempo, y el comís ya me había
demostrado que quedar como un idiota era perfectamente posible. Me acerqué a la panera y
busqué también algo para comer. Yo también tenía un hambre voraz. Hacía unas cuantas horas
que mi panza estaba vacía y rogué que no hiciera ruido delante de Julieta. Elegí un pancito
relleno con queso gruyere que todavía estaba tibio y cuando me lo llevé a la boca, casi no
conseguí disimular mi placer.
Como yo no encontraba nada elocuente que decir, fue Julieta quien habló primero.
-¿Cómo le fue ayer con Van Olders?
Instantáneamente, los recuerdos transitaron por mi cerebro como autos en hora pico. Pero
enseguida me pregunté cómo era que Julieta se había enterado. Y luego me acordé de las fotos
que nos hicieron y de las revistas, que yo no había comprado porque el chorro ocupó mi

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atención un buen rato. Ahora recuerdo que cuando salí de mi casa, lo primero que pensé fue en
acercarme a un kiosco. Pero como al cruzar la plaza ocurrió lo inesperado, se me había pasado
completamente. ¿Qué iba a hacer ahora? No tenía la menor idea de lo que habían dicho los
medios, por lo que no sabía si mis palabras iban a ayudar o no. “Hacete el boludo”. Sí. Eso me
suele salir tan bien… Ya que no se me ocurría qué inventar y, considerando que la que estaba
sentada en frente mío -con un vestido de seda escotado- era Julieta, tal vez lo mejor iba a ser
que dijera la verdad.
-Bien.
Pero al escucharlo me di cuenta de que era poco.
-Excelente -corregí.
Julieta parecía genuinamente interesada, así que seguí hablando.
-Van Olders quería comprar algunas muebles para su mujer y me pidió que lo acompañe
al Tigre. Nos sacaron unas fotos antes de salir, pero no tuve tiempo de ver qué salió en las
revistas.
Mentira. Estuve preocupado toda la mañana por el hecho de que si salía a la calle a
comprar una revista, quizás Van Olders me tocaba el timbre justo en ese momento y yo
desperdiciaba mi oportunidad de verlo otra vez. Y los programas de televisión de chimentos
sólo arrancan después del mediodía. La única manera de salir en las noticias por la mañana iba
a ser si efectivamente yo terminaba ahogando a Da Silva en el Paraná de las Palmas. El resto
de información cholula iba a tener que esperar. Y encima, cuando finalmente me resigné a
salir, casi me asaltan. Maldita sucesión de acontecimientos que ahora me deja en desigualdad
de condiciones frente a Julieta.
Julieta asentía con la cabeza, como confirmando lo que yo decía. Pero no dijo nada. De
pronto me encontré atravesando un ataque de ansiedad. Quería ver las revistas. Quería ver si
Da Silva aparecía en algún momento. Pero más que nada, quería saber qué había dicho
Dalmasso.
-¿Qué dijo Dalmasso? -pregunté finalmente.
Pero Julieta frunció el ceño y negó con la cabeza.
-Creo que el hecho no le pareció demasiado relevante como para publicar algo -dijo.
Me sentí un microbio. Demasiado pequeño para estar en este restaurant; demasiado
pequeño incluso para existir en el mundo. Ayer me había sentido tan bien. Rogaba que
Dalmasso hiciera lo que a mí se me había escapado de las manos: poner a Da Silva en la
posición más incómoda posible. Y hoy me encuentro con que no publicó nada, con que no soy
lo suficientemente relevante para vender sus estúpidas revistas. ¿Habría conseguido Da Silva
la manera de meterse a Dalmasso en el bolsillo? ¿Sería eso posible? A esta altura ya nada me
sorprendía de este cretino repulsivo, de este mentecato absurdo, de este impresentable ser,
completamente digno de ser execrable. No hubiera sido una mala idea que lo ahogue. Tal vez
podría haber conseguido que pasara por accidente. Ni siquiera me hubiera costado derramar
una lágrima embustera. Lo hubiese hecho, con tal de librarme de una vez y para siempre de
este zopenco desalmado, de este fanf--
-¿Ya están listos para ordenar?
Era el mozo. Casi descargo en él toda mi ira contenida. Pero después me tranquilicé, al
recordar que no estaba solo, y que él simplemente estaba cumpliendo con su trabajo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 70


Afortunadamente, Julieta también le sonrió a él y captó toda su atención. El pobre hombre
también fue víctima de la encantadora mirada de ella y dudó un poco antes de volver a hablar.
-¿Sa… saben cómo funciona el menú? -preguntó, algo despistado por su reciente hipnosis.
Por supuesto que yo no tenía idea de cómo funcionaba ni el menú ni nada en este lugar.
Pero no iba a quedar bien que alguien con mi presencia pecara de ignorante. Creo que Julieta
se dio cuenta y, como a ella no le molesta decir que desconoce algo -aunque nunca pude
comprobarlo antes, ya que jamás se equivocó dentro de la empresa-, fue quien negó con la
cabeza. Pero me dio la sensación de que lo hizo más para cubrirme a mí que por sincera
incertidumbre.
El mozo pareció fascinado con el hecho de poder ser útil delante de Julieta. Nos dijo que
el salad bar era libre y nos indicó dónde estaba; nos señaló a los mozos que iban de un lado a
otro con bandejas llenas de todo tipo de carnes y nos explicó que se debía a que, si bien el
menú de carnes también era libre, ellos iban a venir a ofrecernos, que no era necesario
acercarnos a la parrilla. Yo lo miré algo asombrado. La idea era excelente. Pero enseguida dejé
de asentir con la cabeza y puse cara de „por supuesto que ya lo sabía‟. Cuando miré a Julieta,
vi que también tenía cara de „ya lo sé‟, pero la suya pareció mucho más honesta que la mía.
Luego el mozo nos preguntó si queríamos algún vino en especial. ¿Estará bien tomar vino
con Julieta? ¿Un domingo? ¿Un día absolutamente no hábil? ¿Y si cree que quiero
emborracharla? ¿Y si termina pensando que todo esto fue estratégicamente planeado para
llevarla a la cama? ¡Dios, qué se ve bien en ese vestido! Basta. Es absurdo. Pero más absurdo
es que no tomemos un buen vino para acompañar lo que probablemente termine siendo la
mejor carne argentina. Tal vez una botellita. Una copita de vino hace bien para el corazón,
¿no? ¿Y si lo dejo en las manos de ella? ¿Y se dejo que ella decida? Pero, ahora que lo pienso,
tal vez le resulte impertinente querer tomar vino. Yo quiero vino.
-¿Tiene algún vino de la casa? -pregunté finalmente.
El mozo dijo algunos nombres y luego sugirió un malbec de Trapiche, alegando que
pidiendo uno, el segundo era gratis. ¿Dos vinos? ¿Recién estaba dudando de tomar uno y
ahora resulta que ya vamos a tomar dos? Julieta va a pensar que la quiero acosar. Pero, por
otra parte, ¿por qué alguien se rehusaría a una oferta como esa? A ver qué cara puso ella…
Está asintiendo. Creo que está de acuerdo conmigo.
-Vamos a tomar el malbec, entonces -le dije al mozo.
Él asintió y se fue. Otra vez nos quedamos solos, aunque no por mucho tiempo, ya que
Julieta enseguida se levantó y se fue a servir la ensalada. No quise seguirla con la mirada, pero
al ver cómo el vestido le acariciaba el cuerpo me encontré inhabilitado para hacer otra cosa.
Cuánto potencial escondido tenía esta mujer. Todos estos años sólo la vi con polleras y
pantalones de traje, acompañados por camisas sencillas. Siempre imaginé que su placard debía
ser bastante monótono, pero ahora que la veo adentro de este vestido, no imagino otra cosa
que un vestuario cargado de la más alta costura y el gusto más refinado. Ni siquiera necesito
aclarar que esta es la primera vez que veo su pelo desatado. En la oficina siempre lleva una
cola de caballo bien apretada. Es más, creo que es la primera vez que me doy cuenta de que su
pelo es enrulado y no lacio, como suponía por la desmedida prolijidad que acompaña siempre
su personalidad. No soy el único que la mira. La mayoría de los hombres dirige su mirada
hacia el salad bar ahora; incluso los que están acompañados por mujeres. Evidentemente, esta
mujer sabe cómo llamar la atención. Y, ahora que lo pienso mejor, me parece un poco

®Laura de los Santos - 2010 Página 71


desubicado su atuendo. Una cosa es que la mire yo, que soy su jefe; otra muy distinta es que
de pronto todos los hombres presentes en el restaurant sientan ganas de comer vegetales. Ese
de ahí que se acaba de parar y camina en dirección hacia ella esta sonriendo de manera
sospechosa. ¿No estará intentando levantarse a mi secretaria, o sí? Un momento. ¿Qué le está
diciendo? ¿Por qué Julieta está sonriéndole? ¡Qué descarado! ¡¿No ve que la señorita vino
acompañada?! Ouch. Miró para acá. “Hacete el boludo”. Bueno. Obviamente, Julieta le acaba
de decir que está conmigo, porque se le nota que está decepcionado. Sí. Volvete a tu mesa,
caradura. Qué increíble es que uno tenga que lidiar con estas situaciones en todos lados. No
importa si es un restaurant carísimo, o un bar, o la oficina. Siempre hay algún libidinoso que
quiere levantarse a una mina. Qué tipos vergonzosos. ¿Por qué a ella? Hay cientos de mujeres
para elegir. No es que esté celoso. Simplemente me da la sensación de que… se va a poner
incómoda. Ahí viene. Menos mal que lo despachó enseguida al flaco ese, si no hubiera
pensado que se puso ese vestidito a propósito.
-Traje un poco de todo; bastante para los dos -me dijo, mientras se sentaba.
Bueno, al menos todavía recuerda con quién está; y su actitud servicial me parece bastante
acertada. Quizás se dio cuenta de que la estaba mirando cuando se le acercó el tipo ese y vio
que no me gustó demasiado que le sonriera. Quizás está tratando de remendar la sonrisa que
ella misma le devolvió. En cualquier caso, creo que lo logró. Ya me siento cómodo otra vez,
sobre todo porque no fue necesario decir algo para sacar a relucir que soy más importante que
ella. Mi presencia fue suficiente y se avivó rápido. La ensalada está exquisita. Pero eso no me
sorprende; Julieta siempre tuvo un gusto intachable sobre todo lo que la rodea. Se debe sentir
muy bien a mi lado también. Se tiene que sentir bien a mi lado.
La verdad era que no quería hablar de trabajo hoy, pero la realidad también era que yo no
tenía demasiada vida interesante fuera de la oficina, y si ella me preguntaba algo,
probablemente se iba a aburrir con lo que yo le dijera. Por otra parte, quizás su vida fuera más
interesante, y me parecía que este era un buen momento para indagar un poco.
-¿Venís siempre a Puerto Madero? -le pregunté.
Pero me arrepentí en el momento siguiente al que pronuncié las palabras. Parecía una
línea de levante en un bar. Lo único que faltaba era que mi idiotez se multiplicara y le
terminase preguntando de qué signo era. Tenía que arreglar esto.
-Te pregunto porque vivís bastante lejos de acá.
Sí, eso estuvo mejor.
-La Costanera Norte se llena de gente los fines de semana -dijo. Y se quedó pensando un
instante. -Bueno, acá también -agregó. -Pero al menos acá no hay tantos chicos.
Qué bárbaro. Una mujer de la edad de Julieta a la que no le gustaban los chicos.
-No es que no me gusten -dijo, leyéndome la mente. -Es que a veces quiero un poco más
de tranquilidad.
Comprendí perfectamente a qué se refería. Toda la semana estamos bañados por el ruido
de la ciudad, que parece tener la habilidad de filtrarse por las ventanas de todo el edificio, por
más vidrio doble que ofrezca batalla. Salimos a comer al mediodía y parece que todos los días,
el plato principal es smog. Y a veces, aún en fin de semana, no dan ganas de subirse al auto y
disparar para cualquier lado en dirección opuesta a la capital; siempre termina uno
enganchando el embotellamiento de panamericana entre las 5 y las 9 de la noche. Por la tele
dicen que tratemos de no volver entre esas horas, pero, a quién se le ocurre una hora distinta

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para volver. Si elijo antes de las 5, para eso ni me voy, y si es después de las 9, ya hay que
quedarse a comer y termino llegando a las 11 y media de la noche. En esos casos, Puerto
Madero resulta ser una excelente opción para pasear.
-¿Y usted? ¿No prefiere salir corriendo de capital mientras puede? -me preguntó.
¿Será cierto? ¿Será capaz de leer mi mente? Debía ser. ¿De qué otra manera puede
encontrar siempre las palabras adecuadas?
-¿Por qué no tiene auto? -dijo.
Y me dio la sensación de que había querido hacerme esa pregunta por años.
-Porque me gusta caminar hacia el trabajo -le contesté.
Simple. Escueto. Evidente. Sí. Definitivamente, mi vida era la más aburrida del mundo.
No había misterio. Ninguna razón secreta por la que yo pueda vivir sin un vehículo, incluso en
una empresa que puede ofrecerme el modelo que yo quiera. Ninguna fobia. Ni siquiera me
animé a decirle lo de mis postas en el camino, porque aparte de lo absurdas que le iban a
parecer, probablemente terminaría muerta por somnolencia.
Ella asintió y se quedó en silencio. Mi respuesta probablemente le haya sugerido que no
tengo interés en hablar. Iba a tener que remediar eso.
-¿Y adónde vas cuando no venís para acá? -“¿Tenés novio?”, casi se me escapa. -¿Visitás
a tu familia?
-Mis padres viven en Santa Fe… como ya sabe -aclaró, cuando me vio afirmar con la
cabeza. -Y mi hermana vive con el marido por acá cerca. A ellos los veo más seguido...
lógicamente.
-Claro -me apresuré a decir, antes de que sintiera que decía cosas obvias y no quiera
conversar más conmigo. -Y a tus padres, ¿no les gustaría vivir acá?
Julieta me miró con cara de pánico y después se rió, mientras borraba la idea disparatada
de su mente.
-Antes muertos. De hecho, esas fueron palabras textuales -me dijo.
-La selva de cemento no es para todos -agregué yo.
Vi que ella negaba con su cabeza, con algo de resignación.
-A mí me costó mucho acostumbrarme. Papá dijo que no iba a durar ni seis meses.
La forma en que pronunció la palabra „papá‟ reveló un dejo de nostalgia en su voz. Sonó
tan increíblemente tierno que por un instante me hizo pensar en mis propios padres; pero no
llegué a hacer siquiera la cuenta mental del tiempo que hacía que no hablaba con ellos cuando
ya estaba otra vez dirigiendo mi atención hacia ella.
-Supongo que debés extrañarlos -dije, sin saber realmente a quién le hablaba.
-Bastante -confirmó ella. -Pero no tengo demasiado tiempo para pensar en ellos.
Esto último lo dijo sonriendo, como dando a entender graciosamente que yo la explotaba.
-Valmont no le da tiempo a nadie para pensar en otra cosa -le aclaré, sonriendo.
Y Julieta negó con la cabeza, mientras se terminaba la copa de vino que hizo que el mozo
se acercara con la segunda botella. La abrió adelante nuestro con un sacacorchos que parecía
milenario, pero que él dominaba como un escriba lo hacía con su pluma. Me sirvió un poquito
para que yo lo pruebe antes de servirle a ella. Pero casi que no fue necesario; el vino era tan
excelente como el anterior. Así también fue la carne que probamos. Cada vez que nuestros
platos estaban a punto de vaciarse, aparecía un mozo con una espada gigante atravesando
pequeños trocitos de lo que se nos ocurriera. Vaca, chivo, cerdo, conejo. Un arsenal gigante de

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animales cocinados. Dicho así no sonaba muy tentador, pero en verdad lo era; y el vino hacía
que cada sabor se resaltara aún más.
Mientras veía comer a Julieta, no pude evitar imaginar cómo sería mi vida si compartiera
no un almuerzo con ella, sino todos. Quizás fuera ella la única mujer capaz de comprender
que, para mí, nada en el mundo es más importante que mi trabajo, porque es obvio que
comparte mi sentimiento. Para Julieta, tener que tomarse un día por enfermedad era lo más
absurdo que se le podía ocurrir. La única vez que tuve que mandarla a su casa en un taxi, casi
se me desmaya en los brazos debido al estado gripal galopante que la acechaba. Y aún así, casi
delirando de fiebre, decía que se iría enseguida, pero que sólo tenía que terminar unas cosas.
Aparte de esa situación, nunca más en su vida faltó al trabajo. De pronto noté que me estaba
mirando con un signo de pregunta en la cara, y me di cuenta de que se debía a mi creciente
sonrisa. No me pareció una mala idea confesarle lo que estaba pensando, ya que realmente fue
un acontecimiento inolvidable.
-¿Te acordás cuando te mandé a tu casa en taxi por la gripe que tenías?
-Ni me lo recuerde -me dijo, y sonrió. -Todavía sigo pensando que no era para tanto.
-No. Es cierto. Sólo un llamadito de urgencia al médico, nada grave. Una pequeña
inyección y antibiótico por tres semanas. Lo de siempre.
-Usted llamó al médico. -Sonreía, pero ahora sí me estaba reprochando. -Yo no necesitaba
todo eso.
Y me miró de reojo, luchando entre su sonrisa y su enojo.
-Realmente sos asombrosa.
¿Lo dije? ¿O lo pensé? No. Lo dije. Se me escapó. Cómo puedo ser tan descuidado. Ay,
no. Esa cara. Está sorprendida. Me escuchó. Lo sé. Qué idiota que soy. ¿Cómo voy a pretender
después que no piense que la quiero acosar? Primero la invitación a almorzar, después el vino
-dos botellas- y ahora esto. Debe haber sido el vino. Siempre me hace soltar la lengua. No
puedo creerlo. Tendría que haberlo sabido. Es tan común para mí pensarlo. Después de todo
no es mentira. Realmente es asombrosa. Y cada día hace algo nuevo para seguir
asombrándome. Pero no es lo mismo que se lo diga en la cara, y menos en esta situación. Si se
lo hubiese dicho cuando pasó lo de Ezeiza, bueno, sería comprensible. Pero ahora, ¿qué hizo?
Nada. Simplemente me miró con su sonrisa encantadora. Simplemente habló con su fascinante
voz. Ella debe estar al tanto del efecto que tiene sobre los hombres; sólo en lo que va del día
ya dejó hipnotizados al comís, al mozo y a ese que la persiguió hasta el salad bar. A mí me
encandila todo el tiempo, pero como que ya estoy acostumbrado. No puedo venir a
demostrarle abiertamente ahora todo lo que durante años no fue más que pensamiento. Tengo
que decir algo. Tengo que corregir esto.
-Quiero decir… -“eeeh… eeeh… ¡Idiota! ¡Hablá!” -que le ponés mucha energía a tu
trabajo en la empresa. Es -“invaluable, espectacular, increíble, imprescindible” -muy bueno…
el aporte que hacés a diario. Se valora mucho tu ayuda.
¿„Se‟ valora? ¿Quién valora? Yo. Obviamente. ¿Quién más? ¿A quién más puede
resultarle imprescindible una persona en una empresa? Es más, creo que nadie más que ella
me resulta necesaria para el correcto funcionamiento de Valmont. Ni Rubén ni Mario son tan
eficientes como ella y, ahora que lo pienso, deben ser también espías de Da Silva.
-Gracias -dijo, llena de vergüenza.

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A Julieta le gustaban las alabanzas abiertas aún menos que a mí. Pude comprobarlo
cuando su cara se puso roja como un tomate. Yo jamás le dije cómo tenía que hacer su trabajo.
Simplemente le corregía alguna que otra cosa y le agradecía cuando lo terminaba. Todo lo que
escuchó ahora la puso más incómoda aún que el primer comentario. Pero fue mejor así.
Prefiero que se sienta incómoda porque le digo que hace bien su trabajo y no porque piense
que la quiero acosar. Por suerte enseguida llegó el mozo a seguir ofreciendo carne. Los dos
negamos con la cabeza. Creo que un bocado más de carne y me iba a salir por las orejas. El
mozo hizo un gesto con su cabeza y dos segundos más tarde estaba el comís retirando los
platos. Preguntó si íbamos a querer más vino, pero esta vez no dudé ni un instante.
-No -dije, pero creo que sonó demasiado cortante. -Gracias -suavicé.
En un abrir y cerrar de ojos, la mesa había quedado completamente vacía, excepto por las
dos copas de vino, aún sin terminar. Limpió rápidamente las migas de la mesa y nos entregó la
carta de postres. Todo sucedió muy velozmente, pero al menos sirvió para cortar el aire, que
había quedado algo tensionado.
-Excelente la comida -dije, como quien no quiere la cosa, mientras me hacía el boludo y
miraba la carta de postres.
-No creo que pueda comer nada más -dijo Julieta, y por suerte su tono había vuelto a la
normalidad.
-Yo tampoco -dije, cerrando la carta. -Creo que mejor pedimos la cuenta.
-Sí. Vamos a caminar para bajar todo esto -dijo, y sonó más encantadora que nunca.
Parecía increíble, pero con la panza llena, se veía aún más adorable. Por suerte no le dije
esto en la cara -ni quiero pensar lo que hubiese sucedido; ya fue suficiente incomodidad por el
día de hoy-. Me sugirió que la acompañe el resto de la tarde. Por lo visto, ella estaba tan
desesperada por aprender cosas de mí como estaba yo ayer por aprenderlas de Van Olders.
Cuando miré mi reloj, me di cuenta de que habían pasado al menos dos horas desde que
nos habíamos encontrado. El tiempo había volado. Instintivamente, comparé este momento
con el día de ayer y me di cuenta de que lo estaba disfrutando mucho más que aquél.
Obviamente debía ser a causa del parásito que me acompañó, que afortunadamente no estaba
presente el día de hoy. Julieta debía pensar que esta era una oportunidad única en su vida; que
tuvo mucha suerte al encontrarse de casualidad conmigo hoy. Yo jamás le hubiese ido a tocar
el timbre, como lo hizo Van Olders conmigo, así que las posibilidades de que algo así
ocurriera eran aún menores a las mías. Seguramente estaba feliz de poder compartir conmigo
todos estos momentos. Y también debía creer que era un gran avance para su carrera. Me
resultaba fascinante comprender que quizás no para todos, pero sí para algunos privilegiados,
la justicia existía. Ella merecía tanto de mí como yo del dueño de la empresa. Hasta me
sorprendía la similitud de las situaciones; tanto, que ni si quiera me molestó que la figura de
Da Silva haya estado ayer, ya que no pudo lograr sentirse tan importante como yo por
compartir un día con Van Olders. Qué bueno era saber que podía ser yo también una fuente
inagotable de conocimientos para los que están por debajo de mí. Julieta debía estar en éxtasis.
Salimos del restaurant y caminamos lentamente por donde yo venía antes de encontrarme
con ella. Esto de salir a bajar la comida fue una gran idea. Recién ahora me daba cuenta de
todo lo que había ingerido y este paseo me sentaba perfecto. Luego de haber meditado la
situación, concluí en que lo mejor iba a ser dejar que Julieta disfrutase de estar conmigo todo
lo que pudiera, ya que era exactamente lo que hubiera querido yo ayer. Quizás sea una buena

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idea que le comente lo que hablé con Van Olders acerca de prestar más atención a las
descabelladas ideas de los argentinos para con el mundo de la tecnología automotriz. Tal vez
sea bueno que lo converse primero con ella, así cuando Rubén y Mario se sorprendan mañana
con mi brillante ocurrencia, ella ya esté al tanto y no le queden dudas de que la idea fue mía.
Para el momento en que Van Olders vuelva a la Argentina, quizás mi idea ya esté convertida
en un proyecto realizado. Y, ¿quién va a saber que todo partió de una sugerencia del mismo
dueño? Nadie. Da Silva todavía no estaba presente en mi casa cuando hablamos de esto. Así
que no creo que sea necesario hacer más aclaraciones. No hay porqué entrar en ese tipo de
detalles. En última instancia, sí soy el que le dio mayor importancia a eso que al resto de las
cosas que conversamos. Eso también es mérito. La capacidad de filtrar es enteramente mía y
por el momento es más que suficiente.
A Julieta le dije simplemente que tenía una idea para hacer crecer a Valmont y, luego de
mi explicación, me dijo que le parecía grandiosa, y que no quería esperar para ponerla en
marcha. Enseguida comenzó a tirar ideas. Dijo que era más que importante hablar con la gente
de marketing, ya que era imprescindible hacer una campaña publicitaria para que el público se
convenza de que no todos los mecánicos argentinos son chantas. También sugirió hacer algún
tipo de concurso, para que las pequeñas invenciones y descubrimientos puedan llegar hasta las
manos del departamento de ingeniería, etc., etc.…
-¿Querés que vayamos a buscar tu libretita? -le dije, sorprendido de la enorme capacidad
que tenía de vomitar ideas geniales.
-No, no. Yo me acuerdo -me contestó, todavía sumergida en sus pensamientos.
Por supuesto que no íbamos a ir hasta su casa a buscar la libreta; estaba haciendo un
chiste. Pero por lo visto no llegó a interrumpir su concentración. Cuando su cerebro se ponía a
trabajar, era casi imposible frenarlo, y por lo general, milagros ocurrían a continuación. Yo
estaba guardando en mi propia libreta mental todo lo que ella estaba diciendo. Esta noche, en
casa, solo, meditaría todo el asunto de nuevo, para que cuando se lo explique a Rubén y a
Mario, quede bien claro que todo fue parte de una gran idea mía, y que mi secretaria sólo
colaboró con los detalles, como suele hacer. Ahora que lo pienso, cada vez me convenzo más
del gran honor que debe ser para Julieta que yo esté compartiendo mis pensamientos con ella.
Todos estos años me dieron una gran experiencia y me alegra poder transmitírsela. Sé que ella
no lo va a desperdiciar, como muchas veces pasa con los atorados de Rubén y Mario, que por
naufragar en medio de las ansiedades cotidianas, se pierden de aprender demasiadas cosas
valiosas para su propio desempeño.
Puerto Madero estaba ideal para pasar la tarde, y junto con Julieta y su encantador vestido
de seda, toda la situación era idílica. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de un fin de
semana como este. No sólo el domingo se me estaba volando, cosa que jamás sucedía, sino
que ayer también pude gozar de un plan diferente, acompañado nada menos que del hombre
más importante del mundo -y de un parásito-. Y aunque había considerado que el día de ayer
sería de ahora en adelante el mejor de mi vida, sólo necesité dormir una noche para darme
cuenta de que atrás de ese, llegó uno que se estaba acercando bastante a convertirse en
inolvidable. Pensar en todo el bien que le estaba haciendo a Julieta me relajaba y hacía que
dejara de sentir que todo parecía parte de un plan para engatusarla. A ella se la veía radiante.
Su mirada tenía un brillo que me daba a entender que también estaba contenta con la situación
y que, probablemente, no quisiera que se terminase el día.

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Parece mentira cómo a veces hablar de temas completamente irrelevantes hacen que una
situación se vuelva tan productiva como cualquier otra. Nos pasamos el resto de la tarde yendo
y viniendo por el costado del río; hablando de los barcos, de la vida en la ciudad -y de cómo
no es necesario hacer más de 100 kilómetros para cualquier lado, que uno ya se encuentra en
una Argentina completamente diferente-, del tiempo que hace que trabajamos en Valmont y de
lo rápido que pasaron los años. Para cuando nos quisimos acordar, el sol ya estaba casi
escondido y la hora de despedirnos se estaba acercando. Miré mi reloj y, cuando levanté la
vista para decirle que ya me tenía que ir, me encontré sintiendo que lo único que quería era
quedarme ahí -a vivir, si era necesario-. Detendría el tiempo en ese atardecer y conservaría ese
momento para siempre. Me di cuenta de que ella quería seguir a mi lado tanto como yo quería
echar raíces ahí mismo. Ninguno de los dos se animó a hablar. No supe qué me estaba
pasando, pero las ganas irresistibles que tenía de besarla estaban creciendo adentro mío al
punto de volverse casi insoportables. No sé por qué. Nunca había pensado en ella de ese
modo. Siempre había considerado que lo mejor era mantener la distancia, para no perder la
excelente relación que teníamos, y sin embargo ahora ya nada me importaba. No podía
controlar esa necesidad de acariciar su piel, como le había visto hacer a su vestido a lo largo
de todo el día; quería sumergir mis dedos en ese cabello suelto, librado a la merced del viento.
¿Qué tengo que hacer? Sé que este es un momento ideal para besarla. El atardecer, la suave
brisa cálida que se filtra entre nosotros, el sonido del río. Parecía que todo era parte de la
escena final de una película romántica y sólo ahora puedo comprender por qué es uno de los
clichés de la historia del cine: jamás falla. Tengo que pensar. En unos momentos no voy a
poder controlarme más y la voy a tener que besar. Pero, ¿qué significa todo esto? ¿Y ella?
¿Estará sintiendo lo mismo que yo? Debe ser, porque ninguno de los dos puede sacarle la
mirada de encima al otro. No se anima. Yo tampoco. No quiero desperdiciar este momento
mágico y siento que, paradójicamente, la única manera de aprovecharlo es tirando por la borda
una relación laboral perfecta de más de 10 años. Pero, ¿qué demonios estoy pensando? No
puedo seguir adelante con esta situación. Tengo que detenerla antes de que todo lo que siento
se apodere de mi entero ser y me deshaga de todos los principios que mantuve a lo largo de
estos años. No. No va a ocurrir. No esta noche. No así. La respeto demasiado, a ella y a
nuestra relación. Con esta persona nada puede ser de una noche nada más, y todo se va a
arruinar con el tiempo. No puedo hacerle esto. La necesito demasiado a nivel laboral como
para que mis estúpidos sentimientos se metan en el medio. No va a suceder. No esta noche, ni
ninguna otra noche.
Antes de que mi frágil cordura fuera hecha añicos por mis galopantes pasiones, haciendo
un esfuerzo desmesurado, logré separar mi vista de sus encantadores ojos y, a partir de ahí, el
resto de las acciones que me vi obligado a hacer requirieron un esfuerzo radicalmente menor.
-¿Adónde dejaste tu auto? -le pregunté, y sonó más cortante de lo que esperaba.
Lo que quería no era acompañarla hasta el estacionamiento. Quería irme de allí ahora
mismo. Quería huir. Pero mi educación me ganaba. Por más deseo que tuviera de escapar, no
iba a dejar que caminara de noche sola. ¿Era eso realmente? ¿O estaba buscando una excusa
para no tener que alejarme? Mis emociones todavía pisaban fuerte. No quería tener que
mirarla a los ojos otra vez, pero la cortesía me obligaba a hacerlo. “Ya está”, pensé, “el
momento mágico ya pasó. No va a requerir el mismo esfuerzo ahora.” Suspiré y la miré. Y por
primera vez en mi vida sentí que Julieta se había apagado. ¿Cómo era posible que hubiese

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sucedido eso? ¿Habré sido yo el culpable? No. Jamás me lo perdonaría. ¿Habré cometido un
error al no besarla? Pero ya era tarde. Su mirada estaba perdida. Por una vez, quise ser yo el
capaz de leer su mente. ¿Era… tristeza? Ni siquiera se tomó el trabajo de esconder sus
emociones debajo de alguna de esas máscaras que las mujeres saben usar tan bien. ¿Estará
pensando que desperdició todo su día a mi lado?
Julieta miró de pronto a su alrededor. Supongo que estaría tratando de ubicarse en el
espacio. Aunque, ¿Julieta… perdida? Me costaba bastante creerlo.
-Por allá -dijo, mientras señalaba hacia la calle Corrientes.
Su voz sonó extraña; no tenía la firmeza ni el encanto que solía expresar; parecía…
¿aburrida? Dios mío, ¿qué hice? Logré que la mujer más encantadora del mundo se sienta
miserable. ¿Qué clase de ser humano soy? ¿Cómo voy a hacer para remendar esto? ¿Y si la
beso ahora? Pero, no. No puedo hacerlo. Eso sería faltarle aún peor el respeto. Quizás no
precisamente mientras la esté besando, pero ¿después…? Después sería terrible. Sí. Tengo que
mantenerme frío. Ella sabrá por qué lo hice. Más tarde, cuando pueda pensar en este momento
con más detenimiento, va a saber por qué lo hice. Ahí me va a comprender. “Lo siento tanto”,
quise decirle, pero me lo callé. Lo que no sabía todavía era cuánto lo iba a sentir más adelante.
Pero, ¿cómo podía saberlo ahora? Que me iba a arrepentir era algo que ignoraba, pero lo que
más escapaba a mi conciencia en este momento era que este sería el peor error que cometería
en mi vida.
Caminamos hasta el estacionamiento y, cuando llegamos a su auto, vi que tardó más de lo
normal en encontrar la llave adecuada para la cerradura. Incluso las revisó varias veces, como
si no fueran esas realmente las de su auto. ¿Estaría realmente tratando de ganar algo de
tiempo? ¿O estaría buscando la manera de invitarme a entrar? Después de todo, miles de veces
me alcanzó hasta mi casa y sabe que yo hoy tampoco vine en auto.
A pesar de que lo que dijo a continuación confirmó que a veces yo también era capaz de
leer su mente, no colaboró a que yo cambiara mi decisión.
-¿Quiere que lo alcance hasta su casa?
Pero su voz no sonó ni remotamente similar a como lo hacía en un día hábil. Hoy pude
notar un dejo de desesperación en su voz, como si su existencia en el mundo se convirtiera de
pronto en superflua si yo me negaba a subir en su auto. Algo adentro mío pedía a gritos que no
me alejara de esa mujer nunca más, que no sólo me subiera al auto sino que la llevara
directamente hacia mi casa y le hiciera el amor toda la noche. Eso era lo que ella quería y
¿cómo podría negarme a cumplir con lo único que me pidió en su vida? Yo también la
deseaba, más que a mi propia vida. Pero el vértigo que sentía cada vez que pensaba en lo que
ocurriría después, me frenaba. Tengo que terminar de una vez por todas con esta situación.
-No, gracias -dije, sonriendo. -Voy para el otro lado.
Qué mentira. Qué insolente mentira. Ella sabe que no es cierto. Conoce más acerca de mi
vida que nadie; no porque trabaja conmigo hace más de diez años, sino porque no tengo vida
fuera de la empresa. Y aquí va la única oportunidad que realmente hubiera considerado para
modificar esa situación.
-¿Nos vemos mañana? -pregunté, para ver si de alguna manera lograba que Julieta no se
sintiera tan mal.
Por supuesto que no estaba esperando una respuesta. Ella simplemente asintió con la
cabeza, tratando de volver a ser la misma de siempre, pero incapaz de engañarme. Metió la

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llave en la cerradura y yo la seguí con la mirada todo el tiempo hasta que se perdió al doblar
por una esquina. Acto seguido, salí del estacionamiento, me tomé un taxi y me fui a mi casa.
No quise analizar ni por un instante por qué estaba sintiendo semejante angustia. Simplemente
hice a un lado el sentimiento y me tiré en la cama a escuchar un poco de jazz.

Esa noche no logré dormir ni la mitad de bien que había dormido la noche anterior, luego
de pasar un día entero con Van Olders. Me resultó un poco extraño, considerando que también
había disfrutado el domingo. Me puse a pensar en Julieta y en su oportunidad de aprender de
mis experiencias, pero me encontré sintiendo que quizás ella tampoco logró dormir esa noche,
considerando la manera en que habían terminado las cosas. Ahora puedo ver toda la situación
desde una perspectiva más alejada y me doy cuenta de que mi decisión fue la mejor que pude
haber tomado, que nuestra relación empresarial es demasiado importante como para que la
arruinemos en una sola noche, llevados por el efecto de dos botellas de vino. Seguramente
Julieta llegó a la misma conclusión que yo, luego de pensar más detenidamente la situación,
sin permitir que los sentimientos se interpongan en el camino.

Cuando salí de mi casa hacia el trabajo, me acordé de la situación de ayer, que me hizo
olvidar de comprar las revistas para ver qué habían publicado estos faranduleros, y pensé que
no podía haber nada que desvíe mi atención hoy, ya que de ninguna manera podía llegar al
trabajo y encontrarme con las ansiedades de Rubén y de Mario sin saber con detalle a qué se
debían.
Por suerte la plaza estaba más transitada que ayer y la posibilidad de que me encontrase
con el chorro se reducía ampliamente. Así que la crucé tranquilo hasta el puesto de diarios y
me detuve un instante a ver las revistas. Instintivamente agarré Al Volante primero, para ver si
realmente Dalmasso había considerado el evento del sábado lo suficientemente irrelevante
como para evitarlo o si Julieta había pormenorizado la situación para no preocuparme. Pero no
había ni una sola mención del evento y, de alguna manera, me resulta sospechoso. Quizás Da
Silva hubiera logrado chantajearlo para que no publicara nada. Más allá de la situación en que
se encuentre mi jefe en relación a Van Olders, también hay otra razón para que mi suposición
tenga relevancia: El padre de Da Silva todavía existe y le vive haciendo sombra para evitar
que se mande alguna cagada que manche el apellido. Y no creo que a él le simpatice
demasiado que su propio consuegro haya elegido a una persona que no sea su hijo para pasar
el día. ¿Qué explicación le daría Da Silva? No creo que simplemente le diga que es un
incompetente, bueno para nada, que no tiene la más mínima habilidad para entretener a Van
Olders -aunque, honestamente, me encantaría verlo lloriquearle a su papi-. Al pensarlo de esta
forma, quizás sí haya conseguido hablar con Dalmasso antes de que a éste se le haga agua la
boca, pensando en el escándalo que podría ocasionar. Pero, ¿qué puede ser más tentador para
Dalmasso que eso? Me dio un poco de miedo pensar qué le pudo haber ofrecido Da Silva para
que él se haga a un lado y así mantener a su padre en la ignorancia. En fin, no pudo haber
hablado con todos los editores de las revistas cholulas al mismo tiempo. Alguien tuvo que
haber publicado algo interesante, si no, ¿cómo se enteró Julieta? Pero al ojear las revistas,
cada vez me desesperaba más, ya que no veía que hubiese algo interesante en ninguna; de
hecho, no veía nada publicado, ni una sola foto. Comencé a sentir esa ansiedad que suele
provocar mis ataques de pánico. Sentí cómo el sudor frío recorría mi cuerpo. De pronto vi lo

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que tendría que haber sido mi salvavidas, pero, en lugar de calmarme, me puso peor. El viejo
Oviedo fue quien llevó la noticia a las manos de Julieta a través de su diario Living Cars. Ahí
lo vi. Ni siquiera era nota de tapa. Sólo había una pequeña fotito de Van Olders entrando en la
limusina en la que ni aparecía yo. ¿Y la nota? Simplemente algo cortito en el medio del diario
que no decía absolutamente nada interesante y en la que mi nombre aparecía casi por
casualidad. Ahora que lo pienso, para una persona menos inteligente que Julieta -o sea, casi
cualquier persona- la nota iba a ser completamente irrelevante. Los reducidos coeficientes
intelectuales de mis asesores probablemente ni se hayan dado cuenta de que Van Olders
decidió pasar su día conmigo. Incluso ya los imagino leyendo el diario con el único propósito
de alimentar sus farandulajes y tener una cosa más, completamente intrascendente, para
conversar durante el café en la oficina. O sea que no iban a esperarme detrás del ascensor,
listos para tirarme una pila de estadísticas mediáticas; o sea que no iba a tener que tolerar ni
una mínima cuota de sus ansiedades generalizadas. Es más, quizás ni se enteren de que llegué
a la oficina hasta el mediodía. Van Olders pasó un día entero conmigo y, gracias a Da Silva, el
hecho transitó completamente inadvertido. Al muchacho del puesto de diarios le compré igual
todas las revistas de chimentos más el diario de Oviedo, como suelo hacer los días lunes. Pero,
a diferencia de cualquier otro comienzo de semana, que por lo general me resultaba excitante,
me encontraba sintiendo una desazón que no terminaba de comprender. De alguna manera
estaba esperando que Rubén y Mario se interpusieran entre Julieta y yo para no tener que verle
la cara de desilusión con que la dejé ayer y con la que soñé toda la noche. Pero ahora nada
haría que mis asesores se sobresalten. Algo probablemente iba a surgir a media mañana que
los hiciera volver a su estado de desesperación habitual, pero, por lo que podía ver en las
revistas, nada extraño ocurrió como para que se justifique un repentino ataque de pánico y,
cuando se dan así las cosas, en general, la que me recibe es Julieta. Por primera vez en doce
años, no quiero llegar al trabajo. No porque sepa que algo grave me espera, sino porque siento
que defraudé a Julieta; que no fui capaz de darle lo único que me pidió alguna vez. Y aunque
intenté convencerme de que fue lo mejor que pude haber hecho, y aunque me lo repita una y
otra vez, no logra tranquilizarme. Muchas veces se me cruzó por la mente cómo reaccionaría
si Julieta alguna vez me pidiera algo, y siempre llegué a la misma conclusión: hubiera
recorrido cielo y tierra para encontrar cualquier cosa que me pidiera; se lo merecía después de
su desempeño intachable a lo largo de todo este tiempo. Y ahora, de pronto, me encontraba
con que lo único que ella deseaba de mí, era lo único que jamás iba a ser capaz de entregarle.
Y pensé que toda esta situación -el hecho de que sea ella quien me reciba y no Rubén ni
Mario-, tenía que ver con Da Silva, y con su horrenda capacidad para manipular al mundo
entero con tal de quedar bien parado delante de la gente que le convenía. No quise creerlo,
pero a veces me resultaba imposible evitar pensar que este hombre iba a terminar arruinando
mi vida.

Al pasar por las distintas postas, observé que nada había cambiado en ellas. El ilusionista
volvió a su semáforo habitual y estaba haciendo malabares tan habilidosamente como siempre
y, cuando pasé por su lado, me sonrió de la misma forma en que lo hace usualmente. El
mendigo estaba sentado cerca de la iglesia, como de costumbre. Su mano estaba extendida
para pedir limosna, a pesar de que el 90% de la gente que pasa por su lado lo ignora y le deja
plata a los que piden en las escalinatas de la iglesia. Yo, por supuesto, le dejé un poco de plata

®Laura de los Santos - 2010 Página 80


a él y no a los otros, aunque él me devuelva continuamente la misma expresión de resignación
que le entrega a los que pasan por su lado y lo ignoran. El mundo sigue girando. La ciudad
sigue su rumbo más allá de cualquier cosa que suceda conmigo. Si Nueva York no dejó de
existir luego de la caída de las torres gemelas, no creo que esta ciudad modifique su existencia
siquiera si Valmont decidiera dejar de existir, por lo que aún menor es mi relevancia para
Buenos Aires. Así que la única solución es continuar con mi camino, como todos los días, y
dejar que las cosas se desenvuelvan tan imprevisiblemente como suelen hacerlo. La verdad es
que no sé con seguridad cuál será la expresión que va a tener el rostro de Julieta cuando me
vea atravesar la puerta del ascensor. Quizás estoy exagerando y tenga la suerte de que las
cosas vuelvan a la normalidad; después de todo, si tomé la decisión que tomé ayer fue para
que no se compliquen las cosas dentro de la empresa, por lo que no veo por qué estoy
esperando encontrarme con una situación incómoda. Julieta es lo suficientemente inteligente
como para llegar a la conclusión de que todo lo que hice fue basándome en el respeto que le
tengo y en la clase de persona que sé que es. Tarde o temprano comprenderá que fue la mejor
decisión.
Ahí está. Vi la entrada del edificio ni bien doblé la esquina, como siempre. A pesar de que
esto último que estaba ocupando mis pensamientos había logrado tranquilizarme un poco,
ahora que era consciente de la cercanía y de los pocos pasos que me faltaban para llegar, la
descarga de adrenalina me traicionó otra vez y, por más que me quisiera engañar, tenía que
hacer un gran esfuerzo para no dar la vuelta ahí mismo y caminar hacia cualquier lado menos
este. Cada paso se volvía más pesado. “Fue la mejor decisión”, pensé y me repetí lo mismo
como un loro para lograr que mi andar pareciera normal y no espástico. Un escalón, otro más,
vamos, tan sólo uno más y llego. Santillán me vio y me abrió la puerta, mientras sonreía,
contentísimo de poder hacer su trabajo delante de mí. Qué bien. Al menos una persona, que
sabe quién soy y no ve como un villano traicionero. Quizás sea bueno este momento para
despejar un poco mi mente y prestar atención a las personas que siempre me miran de reojo al
verme entrar, porque saben quién soy y me admiran. Sí. Esto me hace bien. Esperé delante de
los ascensores hasta que llegara alguno y vi, a través de los espejos, cómo me miraba la gente
pensando que no les estaba prestando atención. Al menos esto era algo que Da Silva no iba a
poder evitar. El cargo que tengo dentro de esta empresa me lo gané con mis propios méritos y,
por lo que me tocó vivir el sábado, Van Olders pudo corroborarlo. Por más amenaza que
presente mi jefe para mí, esto es algo que puedo disfrutar muy a pesar suyo. Ya no me importa
si los choferes me miran mal, basándose en cualquier difamación que les haya ofrecido Da
Silva; el resto de la gente que trabaja en mi empresa tiene más contacto conmigo que con él,
por lo que cualquier información falaz que recorra los pasillos será rápidamente desmentida en
la primera reunión que tengamos. Sí. Esto me estaba haciendo bien. De a poco iba recordando
quién era y, por más que no pueda convencerme de que no me importa lo que diga o piense
Julieta, ya que si nada pasó ayer fue porque tengo un concepto demasiado elevado de ella, toda
la admiración que sienten estas personas, y toda la esperanza de ascender dentro de la empresa
que les genero, me devuelven un poco de la seguridad que tanto necesito en este momento
para enfrentarme a lo que sea que me espere del otro lado de la puerta del ascensor en el piso
19. Además, también era cierto que traía dentro de mi maletín toda la idea que comencé a
charlar con Van Olders y que continué desarrollando con Julieta. Esto nos iba a dar trabajo
para entretenernos al menos por los próximos dos meses. Al pensar en eso, suspiré aliviado.

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Dos meses iba a ser tiempo más que suficiente para que Julieta olvidara el episodio de ayer, y
yo no pienso volver a salir de mi casa fuera del horario laboral. No voy a dejar que nada
provoque un nuevo encuentro casual entre nosotros.
El ascensor llegó al piso 19 más rápido de lo que hubiera querido. La adrenalina intentó
apoderarse de mí otra vez, pero concentré toda mi atención en el nuevo proyecto y eso hizo
que me calmara instantáneamente. Cuando se abrió la puerta, confirmé lo poco que pude
predecir mientras que caminaba hacia el trabajo, aunque hubiera deseado equivocarme. Julieta
me estaba esperando con un café en una mano y su libretita en la otra. Su cabello se
encontraba otra vez recogido en una apretada cola de caballo. Parecía que un lengüetazo de
vaca había sido el generador de su peinado. No podía distinguir ni una sola de las ondas que le
había visto ayer. El lacio había vuelto a domar los rulos y no había ni un solo pelo fuera de
lugar. Su ropa volvió a ser la misma monótona de todos los días y, en lugar de sentir que todo
había vuelto a la normalidad, tuve unas exasperantes ganas de gritar. Sentí que la mayor de las
injusticias se había apoderado de la situación entera. No podía ser que toda la belleza que
había tenido oportunidad de vivenciar ayer y que todo ese brillo capaz de hipnotizar a
cualquiera, se hayan dormido nuevamente debajo de una prolijidad desmesurada. Era un
insulto a la perfección, una conspiración contra todo lo que es santo. De pronto me recorrió
por el cuerpo la ansiedad de sentir que toda esta situación era culpa mía; que había sido nada
menos que yo quien había matado su libertad, el criminal despiadado de la más pura de las
bellezas. Pero no iba a dejar que la angustia me domine. No podía permitirle ver que, a pesar
de que había actuado en base al más consciente de mis principios, había una parte de mí, una
gran parte de mí, que todavía se arrepentía, que aún viéndola así vestida, de la manera menos
provocativa, aún así tenía ganas de besarla. Tenía que controlarme. Por más deseo que tuviera,
tenía que comenzar el día de trabajo. Había mucho que hacer y no podía seguir perdiendo el
tiempo en algo que, por más dudas que me generaba, siempre terminaba derivando en la
misma conclusión. La expresión de Julieta me ayudó a volver toda mi atención hacia la
empresa. Por suerte había vuelto a ser la misma de siempre y en su mirada no había ningún
signo de reproche por no haber cumplido con su solicitud.
-Buen día -me dijo, mientras me entregaba el café.
Su voz era la de siempre; decidida y firme.
-Buen día -le contesté, al tiempo que salía del ascensor camino a mi despacho. Julieta
caminaba siempre detrás de mí; nunca a mi lado, como más de una vez se amontonaban Rubén
y Mario. No podía verla, pero sabía que ya estaba con su libretita abierta, lista para tomar nota
de cualquier cosa que le dijera. Traté de convencerme de que todo estaba bien, de que este día
no era diferente de cualquier otro lunes, pero algo en el aire me hacía dudar. Quizás estaba
tratando de convencerme de que Julieta había vuelto a ser la misma de siempre sólo para no
tener que lidiar con la angustia que me acechaba constantemente; quizás mis ojos me estaban
engañando y Julieta caminaba detrás de mí con un puñal escondido entre las hojas de la
libreta, preparada para clavármelo en el instante siguiente al que atravesáramos la puerta de mi
despacho. No podía seguir pensando en esto, pero el hecho de saber que dentro de cinco pasos
íbamos a estar solos de nuevo hacía que mi corazón se acelerara irremediablemente.
-Por favor avisales a Mario y a Rubén que en 10 minutos nos juntamos para empezar a
trabajar en el proyecto que te comenté ayer -le dije a Julieta, mientras nada ocupaba mi mente
más que el deseo de evitar a toda costa permanecer demasiado tiempo a solas con ella.

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Pero de pronto me di cuenta de que había dicho „ayer‟, que había sido nada menos que yo
quien traía a colación el recuerdo que estaba tratando de evitar. La miré instintivamente a los
ojos para ver si había causado algún tipo de efecto en ella, pero sólo pude observar que
anotaba algo en su libreta mientras asentía con la cabeza.
-Muy bien, señor -dijo, cuando terminó de escribir. -¿Algo más?
„Señor‟ sonó de repente tan lejano, tan impersonal. “Quedate”, “no te vayas”,
“perdoname”, “hablemos de lo que pasó ayer”. Uno tras otro iban surgiendo los pensamientos
en mi mente, pero ninguno de ellos atravesó mis cuerdas vocales.
-Mañana, a primera hora, vamos a tener una reunión con los jefes de los pisos 15 al 18.
Encargate de organizarla. Es imprescindible que cada departamento se ponga enseguida en
contacto con este nuevo proyecto para que se convierta en realidad lo antes posible -le dije.
No podía controlar mis palabras; salían de mi boca una tras otra. “Está bien”, pensé, “por
el momento es lo único que está evitando que vuelva a pensar en lo que pasó ayer”.
Vi que Julieta anotaba cosas sin parar. De pronto me acordé de algo.
-No. Esperá -me arrepentí.
Julieta me miró algo desconcertada.
-No vamos a poder entrar todos en la sala de reuniones si cada uno de ellos va a venir con
su secretaria y si más personas desean estar presentes en la reunión, cosa que probablemente
ocurra por ser algo de último momento -dije, mientras caminaba por la oficina.
-¿Quiere hablar primero con cada uno por separado? -preguntó Julieta.
-Sí. -Pero me arrepentí otra vez. -No. Con que nos reunamos con un piso por vez alcanza.
Avisales a Noir, a Zubiría y a López que van a ser los primeros. Y en función de cuánto
avancemos con ellos, vemos cómo organizamos las demás reuniones.
-Perfecto, señor.
Lo volvió a decir. Qué horrible desesperación. “Está bien”, traté de convencerme, “era lo
correcto; fue la mejor decisión”. Pero, por alguna razón, no lograba que mis pensamientos
sonaran sinceros.
La vi alejarse y cerrar la puerta que conecta nuestras oficinas detrás de ella. Lo único que
deseé en este momento fue que esa puerta fuera de vidrio espejado, para poder verla sin que
ella lo sepa, para poder convencerme de que todo volvió a la normalidad y que ella no estaba
escondiendo toda su desilusión. Pero eso no ocurrió. No podía verla una vez que la puerta se
cerraba, por lo que sentí que jamás iba a saber qué tanto fui capaz de herir sus sentimientos.
Me quedé parado al lado de la ventana y me puse a mirar a los transeúntes. Hacer esto
suele relajarme y poder apreciar todo desde una perspectiva diferente. Siempre me parece que
caminan como hormigas sin saber qué hacen, ni por qué; sin preguntarse absolutamente nada
acerca de sus vidas ni de sus ideales; completamente domesticados por el capitalismo. Jamás
voy a ser capaz de sentirme parte de alguno de ellos; nunca voy a poder comprender cómo es
posible que nos afectemos mutuamente. No creo que exista ahí abajo una sola persona con
ideales tan elevados como los míos; capaz de negarse a aceptar la ofrenda más tentadora del
mundo sólo por saber que las consecuencias podrían ser devastadoras. ¿Cuántos Faustos
caminan por esas calles, esperando a que se les aparezca el diablo, listos para vender sus almas
a cambio de la concesión de sus más profundos deseos? Cientos. Miles. Yo no soy como ellos.
Ayer me di cuenta de que deseo a Julieta más que a cualquier otra cosa que haya querido en
mi vida. Pero mi moral se ha mantenido intacta al haberme rehusado a caer en la tentación.

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Quizás fue eso lo que hizo que también hoy perdure mi deseo. Quizás nada consiga evitar, de
ahora en adelante, que ese deseo me acompañe hasta la tumba. Lo desconozco; pero sí hay
algo que sé y es que ese deseo jamás va a hacerse realidad. No va a volver a tomarme
desprevenido.
Resultó peculiar que Rubén y Mario tocaran la puerta de mi oficina en el momento
siguiente al que terminé de llegar a esa conclusión, porque hizo que, de alguna manera,
quedase tatuada en mi memoria.
-Adelante -dije, en un tono de voz lo suficientemente elevado como para que alcance a
cruzar la puerta doble de quebracho labrado que da acceso a mi oficina.
Los dos ingresaron, con todas las revistas que yo también había comprado y cuadernos
para tomar notas. Se los veía llamativamente relajados. Por lo visto, el fin de semana fue, para
ellos, bastante más tranquilo que para mí. Y no era de esperar menos, considerando el patético
desperdicio de tinta que resultaron ser las revistas.
-Buen día -dijeron, al unísono, como si se tratara de gemelos en lugar de asesores.
Se miraron de pronto al oírse mutuamente y sonrieron, como si hablar a la misma vez
fuera algo completamente novedoso en ellos. Yo no tenía la paciencia necesaria el día de hoy
para que la situación consiguiera llamar mi atención.
-Buen día -dije, simplemente, haciendo caso omiso de sus estultas actitudes. -Tomen
asiento, por favor.
Estos dos hombres solían desparramarse tanto a la hora de trabajar, que probablemente
sus cerebros explotarían si tuvieran que iniciar algún tipo de comunicación verbal en el
proceso. En un día como hoy, esa particular característica jugaba a mi favor, ya que lo último
que quería era tener que empezar a intercambiar experiencias del fin de semana. Yo me puse a
buscar algo en la computadora mientras esperábamos a que llegara Julieta. No sabía bien qué
programa o archivo abrir; lo único que quería era parecer ocupado y concentrado delante de
mis asistentes.
Por suerte Julieta no tardó demasiado en reaparecer desde su oficina. Definitivamente, no
eran ideas mías; ya había recuperado toda la firmeza y altivez con que estaba acostumbrada a
moverse dentro de la empresa. Llegó hasta el escritorio y se sentó en una silla entre mis
asesores y yo. Echó un rápido vistazo a lo que yo estaba haciendo y noté que fruncía apenas el
ceño al ver la pantalla de mi computadora. Yo no había tenido tiempo de prestar atención al
archivo que se había abierto en mi ordenador, así que, cuando lo vi, provocado por la mirada
de Julieta, me di cuenta de que era un PowerPoint de esos melosos, vulgares y afectados que
suelen recorrer las casillas de correo del mundo entero. El traicionero se había abierto
automáticamente mientras chequeaba mis mails. Por suerte el ángulo de la pantalla permitía
que ella pudiera ver su contenido, pero permanecía oculto para los otros dos. Antes de que
Julieta pensara que, gracias a lo que ocurrió ayer, yo me haya convertido en un amanerado, fui
derecho a la tecla „escape‟ para hacer nada menos que eso: escapar de ahí. Pero lo más insólito
ocurrió en ese preciso momento. Justo antes de que mi dedo tocara el botón, la siguiente
imagen apareció automáticamente. Era la foto de una mujer y un hombre a punto de besarse,
con el sol de fondo, listo para esconderse detrás del horizonte. Me hubiera parecido la más
trillada de las cursilerías si no hubiera vivido yo una situación similar el día anterior, nada
menos que con la mujer que ahora se sentaba a mi lado y que estaba observando aquella
imagen con la misma expresión de sorpresa con que lo hacía yo. Y, por si no había sido

®Laura de los Santos - 2010 Página 84


demasiado ya, se empezaron a dibujar unas letras para formar una frase. Y no tuve que esperar
a que termine de realizar el efecto para darme cuenta de que no era cualquier frase. Era la
frase; LA FRASE. Esa que me venía persiguiendo a lo largo de todos estos días. „Somos
parte… el uno del otro…‟ iban apareciendo las palabras haciendo un firulete por toda la
pantalla, antes de acomodarse en su lugar. „…y tus miedos… nos afectan a los dos… El
bienst--
Pero no dejé que se termine de formar. Apreté la tecla „escape‟ con tal sobresalto y
desconcierto que los tres se quedaron mirándome. Las caras de Rubén y de Mario pendulaban
entre la idiotez y la duda. La de Julieta, en cambio, se mantuvo impertérrita. Cualquiera que
haya sido la emoción que corrió por su mente en aquel momento, logró esconderla antes de
que llegara a su rostro. No supe realmente qué fue lo que sintió, pero probablemente mi actitud
haya hecho que se confundiera acerca de mis motivos para reaccionar de esa manera. Era
obvio que la imagen esa nos transportó a los dos inmediatamente en el tiempo. Debe haber
pensado que yo no quería recordar eso, pero lo que nunca iba a saber ella era que lo que me
había generado semejante desprecio había sido la frase, no la imagen. Luego de haberla
rechazado ayer, que Julieta se vea obligada a pasar otra vez por una situación que le provoque
frustración, era algo que no quisiera tener que tolerar. Y sin embargo, ¿qué puedo hacer para
remediar eso? Ahora que lo pienso, creo que quizás esto sea necesario, para que no le queden
dudas de que nada va a ocurrir entre nosotros nunca. Me dolió alguna parte del cuerpo que no
pude terminar de precisar, cuando retumbó en mi mente la palabra „nunca‟. Pero rápidamente
la hice a un lado para tratar de mantener los pies sobre la tierra.
-Creo que se metió un virus en mi computadora -dije, mirando a Rubén y a Mario,
sabiendo perfectamente que eso iba a dolerle a Julieta mucho más que el „nunca‟ a mí. -Estos
correos basura que se abren automáticamente me van a terminar arruinando la máquina.
Mientras que veía en los rostros de mis asesores cómo la explicación había resultado
absolutamente convincente, miré de reojo a Julieta y podría jurar que cuando tragó saliva,
estaba devolviéndole a su cuerpo mucho más eso. Nada bueno. “Es necesario”, volví a
repetirme. Pero no me convencía ni un poco. Menos mal que Mario y Rubén se atolondraron
para hablar, porque si no, creo que nada hubiera frenado las -ahora sí- incontrolables ganas de
besar a Julieta que estaba sintiendo.
-Sí, claro -decía Mario.
-Por supuesto -se apuraba a agregar Rubén. -Los virus están cada vez más escurridizos.
-Dicen las estadísticas que tres de cada cuatro computadoras son afectadas por algún tipo
de virus, al menos una vez al mes -continuaba Mario.
-Los antivirus son cada vez menos eficaces -se indignaba Rubén.
Ni Julieta ni yo hablamos. La conversación que se había inaugurado me parecía una de las
menos relevantes del mundo en este momento. Pero, a la vez, sentí que fue lo único que hizo
que me mantuviera en mi asiento y no saltara a los pies de Julieta para pedirle disculpas. Eso
sí que hubiera sido un acontecimiento digno de las caras de idiotas de mis asesores.
Julieta ahora miraba a los otro dos como si la conversación que estaban manteniendo
fuera la más interesante jamás oída. ¿No fue demasiado? ¿Me habré pasado con todo lo que
dije? De pronto comencé a temer que, por querer mantener una adecuada relación de trabajo,
termine consiguiendo la renuncia de Julieta. Hasta hace menos de 24 horas, consideraba esa
alternativa una de las más improbables posibles; pero, después de todo, demasiadas cosas

®Laura de los Santos - 2010 Página 85


imposibles habían ocurrido en los últimos días, y quizás esta opción sea una más del montón.
Dios mío. No puede ocurrir eso. Taquicardia. ¿Qué hago? No puedo permitir que la idea se
cruce por la mente de Julieta. Pero, ¿si me leyó los pensamientos y ahora lo está
considerando? No puedo imaginar una situación peor. Una cosa es que tenga que lidiar toda
mi vida, a partir de ahora, con el hecho de que nunca va a ser mía. OK. Eso es algo con lo que
puedo vivir. Pero, ¿si renuncia? ¿Si no la veo nunca más? ¿Cuántas son las posibilidades de
cruzarse con la misma persona más de una vez en la vida, en una ciudad tan grande como
esta? ¿Y si se vuelve a Santa Fe? Ay, Dios. Ya lo siento. Lo veo venir. Ataque de pánico
inminente. “Respirá”. Sí. Tengo que hacer eso antes de que empiece a hiperventilar y me
desmaye acá mismo. Tengo que hacer algo. Tengo que evitar por todos los medios que esta
mujer abandone la empresa.
Eeeeel… -comencé a decir, para captar la atención de Rubén y de Mario. -…motivo por el
que quería reunirme con ustedes es que… con Julieta -dije, y ahora ella también me miró, -
hemos estado trabajando en una idea que puede traer grandes beneficios a Valmont.
Los dos miraron asombrados a Julieta. Nunca antes la había incluido yo en algún proyecto
como coautora. Para esta altura, pienso que ellos debían creer que Julieta no era más que una
secretaria común y corriente. Nunca supieron que ella es una de las personas más eficaces que
conocí en mi vida. Nunca se los dejé saber. Pero creo que ya es hora de devolverle a Julieta al
menos algo de todo lo que ella me dio. Quizás no sea precisamente lo que ella estaba
buscando, pero, por el momento, es lo único que puedo darle.
-Estuve pensando que vivimos en un país gobernado por el prejuicio -comencé a decir, y
miré a Julieta de reojo. -Pensamos que los mecánicos son todos unos chantas, y como no
contamos con demasiado presupuesto para innovar tecnológicamente, pensamos que no somos
capaces de fabricar más que chatarra automotriz.
Por supuesto que no iba a entrar en detalle acerca de cómo fue que la idea se me vino a la
mente. Si decía que me había encontrado con Van Olders el sábado, a mis asesores
probablemente les hubiera agarrado un ataque de ansiedad generalizada y chau la reunión; ya
no hubieran sido capaces de prestar atención a nada más. Así que decidí reservarme los
particulares.
-Pero la realidad es que hay una vasta cantidad de personas distribuidas a lo largo de todo
el país, altamente competentes. Debemos ser los únicos en el mundo que desconocen el talento
que los argentinos somos capaces de desarrollar. Los países más avanzados del mundo no
hacen otra cosa que venir continuamente a llevarse a nuestros cerebros más preciados para
trabajar afuera. Les ofrecen condiciones laborales irresistibles y después nos venden, al doble
de su valor, los productos que son manufacturados por nuestras propias manos.
Me detuve un instante, para ver si Mario y Rubén estaban siguiéndome. Ni me preocupé
en mirar a Julieta; aunque no hubiera escuchado la idea ayer, la hubiese comprendido a la
perfección sin problemas. Pude ver, por las caras de los otros dos, que me estaban escuchando,
pero que todavía no terminaban de saber adónde iba con todo esto. A mí me gustaba ponerle
un poco de misterio a las reuniones; en general eso hacía que, cuando terminaba de englobar
una idea, pareciera aún más importante. Y por más colaboración que recibía siempre de Julieta
para terminar de organizarla, todos concluían en que era un asunto de mi entera autoría. A
Julieta nunca pareció importarle esto, pero ahora que lamentablemente conseguí incomodarla,
no sé si va a seguir tolerándolo.

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-Luego de pensar un poco en la situación, le comenté a Julieta y me ayudó a elaborar
algunas soluciones -dije.
Rubén y Mario miraron a Julieta tan idiotizados como el mozo de ayer. Lo último que
hubieran esperado era que alguna idea productiva pudiera salir de esa cabeza de peinado
ajustado. Julieta miró algo incómoda a los dos hombres y luego me dirigió una mirada que
expresaba satisfacción y confusión a la misma vez. Eso me hizo respirar un poco. Al menos
hoy no iba a renunciar.
-Ustedes saben perfectamente que, por más grande que sea Valmont, no podemos
contratar a todo el mundo, esperando que alguno de ellos produzca algo eficaz -continué. -
Tampoco somos un reality show de talentos… todavía.
Rubén y Mario me miraron instantáneamente, más preocupados que asombrados. Era un
clásico en estas dos personas que antes que cualquier otra emoción, los invadiera la
preocupación.
-Lo siento, señor -ya se adelantaba Rubén.
-No termino de comprender -agregaba Mario, asintiendo con su cabeza para confirmar
que estaba tan confundido como Rubén.
-No vamos a convertir la empresa en un farandulaje -me atajé. -Pero la relación que
tenemos con los medios no sólo es un creciente fastidio, sino que también es absolutamente
necesaria.
Bien. Al menos sus caras de idiotas comenzaban a relajarse un poco. Así que continué.
-Con Julieta estuvimos conversando acerca de la posibilidad de organizar algún tipo de
concurso, que permita a las grandes mentes argentinas desarrollar sus capacidades, para que
puedan acceder a mejores condiciones laborales y sociales.
-Perdón que lo interrumpa, señor Domínico -dijo Mario.
Si tiene que pedir disculpas es porque sabe que está haciendo algo que no debe; y si es
plenamente consciente de ello, ¿por qué aún así continúa haciéndolo? Pero lo dejé seguir,
sabiendo de antemano que probablemente iba a decir una estupidez.
-Pero… no creo que el directorio apruebe este proyecto -continuó. -La filantropía nunca
fue su lado más fuerte.
Confirmado. Mi asesor era un completo idiota, terminantemente incapaz de ver más allá
de cinco minutos hacia adelante. “Tranquilo”, pensé. “No es su culpa que hoy estés
particularmente impaciente”.
-No es un acto de filantropía -dije, tratando de controlar mis irresistibles ganas de
abofetearlo. -Si una persona inteligente puede llevar a cabo una buena idea, y encima tiene
pasión por los autos, podría llegar a realizar un aporte invaluable a esta empresa.
-Sí, pero… ¿un reality show? -comenzó a decir Rubén para defender a Mario. “¿Pensarán
diferente alguna vez?”, me pregunté internamente. -Creo que es una idea demasiado moderna
para estos viejos anticuados -terminó.
-No vamos a convertir la empresa en un reality -dije. -Vamos a auspiciar uno.
Afortunadamente se quedaron un instante callados. Un milagro. Pensar antes de hablar.
-¿Cuántas miles de cosas auspiciamos todo el tiempo para generarle publicidad a
Valmont, y aún así siempre termina atrayendo al mismo público? -Continué. -Meternos en la
televisión de esta manera va a hacer, no sólo que nos enteremos antes que nadie de las ideas de

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los participantes -ya que si vamos a ser el sponsor oficial, vamos a contar con esa posibilidad-,
sino que también vamos a poder acercarnos a un público mucho más masivo.
-El público especializado es lo que le da su prestigio a Valmont -dijo Rubén. -Dalmasso
no va a desperdiciar la oportunidad de utilizar esto a su favor.
Eso sí que fue algo que no me vi venir. Por más esfuerzo que me costara admitirlo, Rubén
tenía razón. Miré a Julieta para ver si todavía estaba interesada en formar parte de esta reunión
o si ya había tomado la determinación de dejar la empresa.
-Entonces llevemos el prestigio al programa -dijo Julieta, como si fuera algo tan obvio
que no sólo mis asesores quedaron como unos idiotas a su lado, también lo hice yo.
“Me lo merezco”, pensé. “Probablemente haya estado buscando la manera de vengarse de
mí desde ayer.” Una vez más, había encontrado las palabras exactas para decir lo más
acertado. Nos quedamos todos en silencio analizando la situación. Luego vi cómo las cabezas
de Rubén y de Mario se movían de arriba hacia abajo varias veces.
-¿Entonces? -pregunté, mientras los miraba.
-Podría funcionar -dijo Mario, aunque no le gustaba demasiado salirse del molde.
-Tendríamos que hablar con la gente de marketing y… -comenzó a organizar Rubén.
-Todo eso ya está arreglado -dije, cortando a Rubén, y dirigiéndome a Julieta -¿no?
Julieta afirmó, al tiempo que terminaba de escribir algo en su libreta y levantaba la vista
para mirarnos a los tres.
-A primera hora, mañana -dijo.
-Si vamos a presentarle este proyecto al directorio, no puede tener ninguna falla -dijo
Mario.
-Ni riesgos -agregó Rubén.
-De eso nos vamos a ocupar nosotros -dije, señalándonos a Julieta y a mí.
Los otros dos se miraron un instante sin terminar de comprender de dónde había salido de
pronto tanto trabajo en equipo entre mi secretaria y yo. Luego nos miraron y se quedaron un
instante en silencio antes de quedar todo lo satisfechos que yo necesitaba para arrancar con el
proyecto. Y de paso quede también conforme con el hecho de que, por primera vez en la
historia de mi trabajo, le estaba dando a Julieta el lugar que se merecía.
Cuando Mario y Rubén se retiraron de la oficina y quedamos otra vez solos, ya no sentía
la incomodidad que me perseguía cuando llegué al trabajo. Por lo visto, Julieta también estaba
más relajada; hasta podría llegar a decir que noté otra vez el brillo en su mirada. Al menos sí
pude confirmar que a ella también le importaba más su trabajo que cualquier otra cosa en el
mundo. El hecho de tener la posibilidad de emprender un proyecto nuevo, del que sería una
parte activa reconocida, le generaba una alegría radicalmente superior a cualquiera que podría
ofrecerle yo como pareja. Y si en verdad yo estaba dispuesto a arriesgar cualquier tipo de
relación social entre nosotros en favor del compromiso laboral que nos unía, lo mejor iba a ser
que cambie mi actitud y le permitiera a los demás tener acceso al verdadero potencial de
Julieta. Es una de las cosas más riesgosas que hice en relación a la imagen que siempre mostré
frente a mis empleados, pero mucho más riesgoso sería que Julieta decidiera renunciar. No
puedo decir que las cosas salieron de la mejor manera posible, pero, considerando las
circunstancias, fueron bastante apropiadas; todos pudimos sacar al menos algo positivo de
ellas.
-¿Le va a comentar algo del proyecto al señor Da Silva? -preguntó Julieta.

®Laura de los Santos - 2010 Página 88


Yo no había considerado ese particular punto. Por supuesto que no iba a poder esconderle
algo que, a partir de mañana, sería conocido por todos los trabajadores de la empresa. Pero
tampoco quería correr el riesgo de que la idea le parezca tan asombrosa que me la robe y la
haga pasar por suya. No sería la primera vez que mi jefe se llevaría todos los laureles por
asuntos que se convirtieron en realidad gracias al sudor de mi frente. Probablemente si le
comento lo que estoy pensando a Julieta, se le ocurra una idea brillante para asegurar mi
triunfo y reconocimiento en este proyecto. Pero la realidad es que no puedo dejarle saber el
pésimo concepto que tengo de Da Silva. Creo que por ahora lo mejor va a ser comentarle a mi
jefe que hay un proyecto nuevo en marcha, pero hacérselo sonar tan aburrido que no desee
otra cosa que programar un viaje de emergencia a cualquier lugar -como suele hacer- para no
tener que ponerse a leer las carpetas de preproyectos que pasean burocráticamente por las
manos del directorio, y a firmar formularios aburridísimos de autorizaciones. Sí. Esta es la
mejor idea.
-Ahora a la tarde, cuando me llame, le voy a contar de qué se trata -le respondí. -Mucho
todavía no hay para decir, pero para ir manteniéndolo al tanto.
La miré, no para ver si me estaba escuchando, pero más para tratar de adivinar en su
expresión si estaba realmente de acuerdo con eso o no. Pero ella simplemente afirmó y, como
yo no agregué nada más, cerró la libreta, le echó un vistazo a su reloj y, haciendo un gesto con
su cara que significaba „si me necesita, voy a estar en mi oficina‟, dio media vuelta y se retiró.
Otra vez me quedé mirando la puerta para ver si, por algún efecto de telepatía o
clarividencia, me llegaba alguna información extra acerca de los sentimientos de Julieta.
Mientras que, por un lado, estaba conforme con que las cosas hayan vuelto a la normalidad,
por otro, todavía podía percibir en mi interior ese dejo de melancolía por saber que la
experiencia que compartimos ayer se había convertido en nada más que un recuerdo. Una vez
más, pasó por mi memoria una imagen de Julieta dentro de su vestido escotado de seda y su
larga cabellera ondulada al viento. Suspiré por última vez y aparté para siempre ese recuerdo
de mi mente.

El resto del día fue todo lo monótono que me imaginé que sería cuando me desperté esta
mañana. El proyecto ya estaba conversado y las reuniones, organizadas. Lo único que me
quedaba era esperar a que la rueda comenzara a girar para no tener tiempo de pensar en nada
más que eso, ya que, por el momento, mi mente paseaba entre los recuerdos del fin de semana
con Van Olders y con Julieta. Me hubiera gustado decir que era el dueño de la empresa el que
más lugar ocupaba en mi cerebro, pero, lamentablemente no era así. Y encima ahora me volvía
a la mente ese mail que justo me tuvo que llegar a mí, y que justo se tuvo que abrir
automáticamente, y justo lo vino a hacer nada menos que delante de Julieta. ¿Es que el destino
estaba empecinado en hacerme la vida imposible? Desde el primer momento que oí esa frase
en la plaza, sentí que mi vida estaba siendo afectada por esa moda new age que las viejas
adineradas se encargan de promover para tratar de encontrarle un sentido a sus vidas
atiborradas de vacío. Y no sólo resulta ser que tengo que venir a lidiar con esto, sino que
parece que sin importar lo que haga, alguien va a terminar saliendo perjudicado. ¿Por qué
tenía que haber sucedido ese encuentro casual con Julieta? ¿Por qué no podrían las cosas
simplemente seguir su curso, como todos los días? Todo el tiempo escucho decir a las
personas que, cuando un cambio importante se aproxima en sus vidas, siempre pueden

®Laura de los Santos - 2010 Página 89


percibirlo. Claro que, todas las veces, ellas lo aseguran después de que el cambio ocurra. ¿Será
eso lo que me está pasando a mí ahora? ¿Estará por sucederme algo que va a cambiar el curso
de mi historia para siempre? Qué absurdo. Definitivamente tengo que volver a encontrar mi
centro de equilibrio y retomar las riendas de mi propio destino. No existe tal cosa como la
percepción del futuro. Probablemente tenga que ver con la sensación extraña que me agarra
cada vez que emprendemos un nuevo proyecto en la empresa; esa adrenalina que recorre el
cuerpo cuando uno se enfrenta con algo desconocido. Pero cada nuevo plan del que formé
parte y cada uno que luego tuve que guiar a lo largo de todos estos años, me han dado la
experiencia necesaria para saber que todo va a salir bien también con este. No sólo tengo la
confianza en mi intachable trayectoria, sino que también cuento con la colaboración de gente
altamente capacitada para cumplir con los designios que yo les ordene, de la manera más
adecuada.
Por suerte, debido a que Van Olders se volvía ayer a Italia, Da Silva había decidido
desaparecer nuevamente de la empresa; ya no resultaba más importante para él ostentar con su
presencia que organizar un repentino viaje de negocios a alguna parte. Y como yo no tenía
nada divertido para hacer en lo que quedaba del día, me dediqué a preparar bien el discurso
que le diría para que la idea del reality le parezca la más aburrida del mundo y no tenga interés
en formar parte de él.
A las cinco en punto, cuando sonó el directo de mi oficina, ya tenía listas mis palabras
para ahuyentar a mi jefe.
-Buenas tardes, señor Da Silva -le dije.
A continuación comencé a explicarle que estábamos por lanzar una nueva idea, y que si
bien iba a lograr grandes beneficios para Valmont, debíamos considerar primero una serie de
reuniones con el departamento de legales, para analizar minuciosamente los riesgos con los
que podríamos llegar a enfrentarnos, más una sucesión de preproyectos corregidos una y otra
vez por el directorio. Y no perdí oportunidad de aclararle que probablemente se iban a anotar
para el concurso unas 1700 personas, y que íbamos a tener que verificar la documentación de
todos ellos, y que la idea que cada uno esté dispuesto a desarrollar a lo largo del programa sea
original. A Da Silva había varias palabras que le desagradaban lo suficiente como para
programarse un viaje de emergencia a cualquier lado. Entre ellas se encontraban „minucioso‟,
„legales‟, „directorio‟, y, básicamente todo lo que tuviera que ver con „reuniones‟. Por
supuesto que me encargué de mencionarle cada una, al menos tres veces, para que le quedaran
bien grabadas en la cabeza. Él me dijo que le parecía excelente que trabajemos para que
Valmont consiga superarse continuamente, y que lo siga manteniendo al tanto. Que tenía que
salir de viaje por un par de días, pero que iba a seguir llamando a las cinco, como todos los
días. Lo último que hice antes de colgar el teléfono fue desearle un buen viaje, y agradecí que
no estuviera parado delante de mí para no tener que esconderle mi cara de satisfacción.
Esa tarde decidí irme temprano de la empresa, para no correr el riesgo de que Julieta me
ofrezca llevarme a mi casa. Entre vuelta y vuelta se hicieron casi las 7. Levanté el auricular del
teléfono para avisarle que ya me retiraba, pero lo que me contestó fue inesperado.
-Quería comentarle algo antes de que se vaya.
Mi corazón casi se tira por la ventana. Me invadió una descarga de adrenalina que no
pude controlar. Menos mal que estábamos hablando por teléfono. ¿Qué querrá decirme?
¿Tendrá algo que ver con lo de ayer? Pero si ya había llegado a la conclusión de que todo

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estaba bien otra vez, por lo menos de su parte. ¿Se habrá arrepentido? No puedo quedarme
callado. Tampoco me conviene desmayarme. Creo que lo mejor va a ser que le conteste. ¿Si le
digo que estoy apurado y me voy? “Qué cobarde”. Aparte, si le digo que no, me voy a quedar
con la duda y esta noche voy a volver a soñar con ella. Lo mejor es que me entere.
-Sí, por supuesto -dije, tratando de esconder el pánico: algo que, gracias a Da Silva, había
aprendido a hacer muy bien. -Venite para acá.
¿Qué hago? ¿Me levanto? ¿O me quedo sentado? No. Mejor me quedo sentado. Así por lo
menos no me va a poder ver las piernas. Eso ya implica un 50% de nervios que puedo
ocultarle. Julieta abrió la puerta y entró, tan decidida como siempre. Yo me hice el boludo y
me puse a acomodar las cosas dentro del maletín, para que entienda que no estaba dispuesto a
quedarme por mucho tiempo. Ay, Dios. Ahí viene. Se está acercando. Seguro que me va a
echar en cara que soy un cobarde. Va a renunciar. Lo sé. Sí. Este es el fin. Me va a dejar. No
voy a volver a--
-Estaba pensando que tendría que comentarle a Oviedo acerca del reality show.
¿Qué? ¿Qué dijo? ¿Qué tiene que ver Oviedo en todo esto? ¿De qué está hablando? ¿Qué
reality? Ah, sí, cierto. El trabajo. La empresa. Eeeeh… Eeeeh… ¿Será una buena idea? Pero,
ahora que me acuerdo, le dije que la iba a dejar ser una parte activa del proyecto. Va a ser una
pérdida de tiempo, lo sé. Aunque, quizás sea este un buen momento para decirle que sí, sólo
para que vea que no siempre va a estar acertada en sus ocurrencias, y que, si le resté
importancia las veces anteriores fue sólo para protegerla del ridículo. Ella lo pidió, así que
vamos a dejarla que viva la experiencia.
-Bueno -le dije, y mi voz expresó algo del desconcierto que me provocó la sugerencia.
“Seguí hablando. Seguí hablando”. -Creo que la reunión con el piso 18 nos va a llevar al
menos toda la mañana. Fijate si podés hablar con el viejo, a ver si puede a la tarde.
-Bien -dijo, y se retiró de vuelta a su oficina.
Ni „chau‟, ni „hasta luego‟, ni „que descanse‟. Nunca iba a decir alguna de todas esas
cosas trilladas. Nunca las dijo antes, y sin embargo hoy me siento extraño. Es como si toda la
normalidad del trato entre un jefe con su secretaria fuera de pronto algo insípido,
completamente carente de sentido y desperdiciado. “Está bien así”, pensé. Pero, como todas
las veces anteriores, no terminaba de sonar sincero. ¿Volverá a ser como antes alguna vez?
Quizás toda esta experiencia me esté demostrando que a veces no está mal contar con algo de
compañía. Tal vez sea este el momento para buscar a alguien; sin compromisos, por supuesto,
pero al menos una persona que me ayude a despejarme del día de trabajo. De paso puede ser
esto lo que termine de confirmarle a Julieta que nunca la voy a considerar como algo más que
mi secretaria. Sí. Es una gran idea. Si ella se entera de que estoy en pareja con otra mujer,
nada más volverá a ser raro entre nosotros y las cosas van a volver a ser perfectas como antes.
Hoy es lunes. Menos mal que Buenos Aires nunca duerme y que los after office son
oportunidades perfectas para conocer gente sin compromisos. La verdad es que no tengo la
menor idea de cuáles son los lugares que cumplen con estas condiciones, ya que jamás en mi
vida asistí a uno. Internet. ¿A ver qué encuentro? Sí. Acá hay algunos. Primera categoría, por
supuesto. Mejor que sea cerca de casa, para que no tenga que explicarle a ninguna mujer
porqué no tengo auto. Este queda a tres cuadras. Perfecto. Antes de que Julieta decidiera
volver a comentarme otra cosa, agarré mis cosas y casi salí corriendo de la oficina.

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Al llegar al lugar, vi que había unas cuantas personas haciendo cola del lado de afuera. El
guardia de seguridad que cuidaba la puerta me sacaba una cabeza y media y era al menos el
doble de ancho. Tenía cara de pocos amigos y me encontré deseando ser habitué de este lugar
para llamar un poco la atención de las muchachas. “Dinero”, pensé. “Siempre ayuda en estos
casos”. Como no tenía planeado terminar en un lugar como este hoy, no sabía realmente
cuánta plata tenía. Abrí mi billetera y vi que tenía dos billetes de cien y algo de cambio.
“Supongo que estará bien”, pensé. ¿Cuánto saldrá un trago en este lugar? ¿Cuántos voy a tener
que comprarle a la mujer que me acompañe a casa hoy? Estoy tan fuera de práctica con estos
asuntos, que el solo hecho de pensar en encarar a una mina me da vértigo. Al menos sí tengo
algo de práctica para hacerle saber a alguien que puedo ofrecerle una buena propina. Agarré
uno de los billetes de cien y lo doblé estratégicamente para que quedara el número a la vista;
aunque cualquier patovica podría reconocerlo a la distancia, cualquiera fuera la forma que
adoptase el papel. Caminé tranquilo por al lado de las personas que hacían la cola contra la
pared, como si fuera un transeúnte más. Por supuesto que el grandote me seguía con una
mirada que expresaba interés. Sólo mi saco podría pagarle el sueldo de dos meses, y él lo sabía
perfectamente. Le hice un gesto con la mano en la que tenía la plata y vi cómo sus ojos crecían
de tamaño, mientras intentaba disimular. Un segundo más tarde me estaba dando la mano
como si fuéramos amigos de toda la vida. Se quedó con los cien mangos y me hizo pasar
directamente al vip. Perfecto. Esto era exactamente lo que necesitaba. Por lo visto, el destino
había reconsiderado su postura y estaba dispuesto a permitirme continuar con mi vida en paz.
Recorrí el lugar con la mirada mientras echaba un vistazo al piso de abajo por el balcón
del vip. La gente estaba bastante más amontonada abajo que arriba; y el lugar carecía de
ventanas, por lo que bien podrían haber sido las 7 y media o las 11 de la noche. La música
sonaba más fuerte de lo que mis oídos estaban acostumbrados a tolerar y pensé que si seguía
mostrando eso con mi expresión, difícilmente iba a poder conseguir levantarme a una mina.
Decidí buscar una mesa para sentarme, pero enseguida me di cuenta de que iba a ser más fácil
continuar con mi plan si me sentaba en la barra. Hasta donde yo tenía memoria, las mujeres
esperan a que uno se les acerque; pero antes de que pudiera seguir recordando, una muchacha
me habló.
-¿Estás perdido, guapo? -preguntó, llena de carisma.
Por su acento pude comprobar que no era argentina; y por su atuendo, que trabajaba en el
lugar. Hacía rato que no recibía un trato tan amable de una mujer tan hermosa. Me quedé un
instante callado y, luego de parpadear un par de veces, le sonreí.
-Voy para la barra -le contesté, demasiado tímido para la ocasión.
-¿Puedo ofrecerte algo? -insistió.
Miré instintivamente a mi alrededor para ver qué era lo más normal para consumir. Vi que
varios pasaban con copas de champagne, así que le pedí lo mismo. Ella continuó su camino,
levantando más pedidos y yo me acerqué a esperar en la barra. Había varios asientos
disponibles ahí, a diferencia del piso de abajo, en donde la gente se amontonaba para pedir
bebidas. Pero decidí que lo mejor iba a ser quedarme parado, para poder tener una mejor
perspectiva de las mujeres. Ya estaba comenzando a sentir la ansiedad que me provocaba
pensar en acercarme a una. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que pisé un boliche.
Al menos algo ya estaba funcionando; me había olvidado por completo de la oficina y hasta
me costaba pensar que hacía no más de una hora había dejado todo eso atrás. Ahora

®Laura de los Santos - 2010 Página 92


comprendo por qué son tan famosos los after office; es imposible pensar en trabajo adentro de
un lugar así. La muchacha volvió enseguida con la copa de champagne y me la dejó en la
barra.
-Son 30 pesos -me dijo, cerca del oído, para que yo pudiera escucharla más a ella que a la
música.
La miré sin comprender de qué me estaba hablando.
-¿El champagne…? -me dijo, luego de ver mi cara.
“¿No era gratis?”, me pregunté. Y menos mal que me guardé la pregunta, sino
probablemente lo hubiera considerado un insulto. Pero ella se mantuvo alegre mientras me
explicaba:
-Es para no tener problemas. Si no nunca sabemos quién ha consumido qué.
No pude terminar de definir si era venezolana o colombiana, pero su explicación me sonó
bastante coherente, así que le sonreí y le pagué. Y, por las dudas, le dejé 10 pesos de propina.
Gracias a eso, a partir de ahí, me atendió como el cliente más exclusivo del sector exclusivo.
Al menos iba a quedar claro que yo tenía mucho dinero y, aunque nunca me gustó hacer alarde
de ello, me venía muy bien en este momento, ya que era más fácil conseguir mujeres. Aunque,
ahora que lo pienso, entre el patovica y la moza ya no me quedaba demasiado efectivo.
-¿Te hago una pregunta? -le dije, justo a tiempo, antes de que se perdiera por el bar-
¿Aceptan tarjeta?
-Por supuesto -me dijo, todavía sonriendo.
Bien. Un problema menos. Ahora sólo me queda encontrar a alguien. Pero quién. La
verdad era que en realidad no sabía qué era lo que estaba buscando. No quería tener que
tomarme la molestia de tener que volver a un lugar como este otra vez. Así que, por lo pronto,
sabía que buscaba a alguien con quien poder salir de ahora en adelante. Preferiría ir a cenar, o
a pasear en barco el fin de semana. No me interesaba volver más por acá. Pero, ¿cómo puedo
saber cuál de todas estas mujeres está buscando lo mismo? A ver. Voy a detenerme en las
vestimentas. No quiero salir con un mamarracho. Voy a descartar las polleras muy cortas.
Quiero a alguien que sea educada y elegante. Hermosa, para que la gente vea que está
conmigo. Graciosa, para no dormirme en la primera cena. Inteligente, para entablar
conversaciones que capten mi interés; pero, de pocas palabras, para no exagerar. Ay, Dios. No
estoy buscando a una mujer. Estoy buscando a Julieta. Y Julieta es mucho más que una mujer.
¿Por qué no la habré conocido fuera del ambiente laboral? ¿Seré lo suficientemente afortunado
como para encontrar, esta noche, en este lugar, a una mujer que consiga completarme tanto?
Pero qué tontería. Si no estoy buscando a una mujer para casarme. Sólo pido un poco de
compañía sin compromiso. Alguien a quien pueda llamar en cualquier momento para salir a
despejarme. No quiero tener que pasar por una escena de celos de alguien que me recrimine
que le presto más atención a mi trabajo que a ella. Por eso necesito una mujer que se encuentre
en la misma situación que yo. Una mujer con perspectiva empresarial, que ame su trabajo, que
no tenga inconvenientes ni complicaciones familiares, ni hijos chiquitos a los que atender. Y
otra vez estoy pensando en Julieta. Es increíble cómo este lugar consigue hacerme olvidar de
todo, menos de lo único que vine realmente a olvidar. En fin. Julieta es mi secretaria y eso es
lo único que es. No tengo por ella un sentimiento tan profundo como para que me impida
retirarme de este lugar acompañado. Sólo comparo a las mujeres con ella porque, en realidad,
es la única mujer que conozco bien. O sea que, las polleritas cortas, no. Un traje. Sí. Cualquier

®Laura de los Santos - 2010 Página 93


mujer que lleve puesto un traje, indefectiblemente salió de la oficina y vino directamente para
acá. Ese es un buen filtro. Con una mujer que esté vestida así, al menos sé que voy a poder
entablar una conversación. En aquella mesa veo que hay una mujer vestida de traje. Es linda.
Al menos no parece aburrida. ¿Cómo hago para encararla? ¿Cómo era esto? Había que cruzar
un par de miradas para ver si está interesada… Esperar… Hacerme el interesante… Uff… esto
es más difícil de lo que recuerdo. ¿A ver si me mira? Sí. Al menos me vio. Bueno… si no me
acerco, nunca lo voy a saber. Ahí voy. Total soy el hombre. Se supone que tengo que ser
caradura. No voy a intentar llamar su atención con algún comentario elocuente. Ya pude
comprobar varias veces que puedo quedar como un verdadero imbécil. Voy a probar con lo
sencillo. Total, si viene acá es para conocer gente, ¿no?
-Hola -le dije, cuando llegué a su lado.
Me sonrió. Excelente primera señal.
-Hola -me contestó. Y se quedó esperando a ver qué le decía.
-¿Te molesta si me siento? -arriesgué.
Me hizo un gesto con la mano para señalar el asiento que estaba justo enfrente al de ella.
-Por favor -me dijo.
Ya me resultó elocuente. Al parecer iba a tener más suerte hoy de la que esperaba.
Un segundo más tarde, la moza estaba llegando con dos copas de champagne que yo
nunca le había pedido, pero que vinieron al pelo. Antes de retirarse, me guiñó un ojo. Tomé mi
copa para seguirle la corriente, como si todo hubiera estado perfectamente planeado y le hice,
a la mujer que tenía enfrente, el mismo gesto que ella me hizo a mí para que me sentara, pero
esta vez, para que se sirviera el champagne. Funcionó. Me volvió a sonreír. Al menos no iba a
tirarme la bebida en la cara, como más de una vez les había visto hacer a las mujeres histéricas
de las películas.
-¿Un largo día de trabajo? -le pregunté, para romper el hielo.
-Demasiado -me dijo.
Yo sabía que me iba a responder eso, de lo contrario, no estaría sentada allí, tratando de
despejar su mente. Me contó que estaban trabajando en un proyecto nuevo que era bastante
interesante y que podía traer muchos beneficios a la empresa, aunque era terriblemente
agotador. De pronto me agarró un ataque de pánico al darme cuenta de que, por lo que me
estaba contando, existía la chance de que trabajara en Valmont. No era una posibilidad tan
alejada de la realidad; después de todo, este lugar quedaba cerca de la empresa y Valmont
cuenta con más de 1200 empleados; no puedo conocerlos a todos. Pero luego me tranquilicé al
darme cuenta de que todavía no le había comentado acerca del reality show a nadie más que a
Julieta y a mis asesores. Aparte no es raro que surja un proyecto nuevo dentro de una empresa
que pueda beneficiarla, pero que sea agotador. Por las dudas me saqué la duda.
-¿Dónde trabajás? -le pregunté.
-En IBM -me dijo, aunque no sonó orgullosa ni nada por el estilo.
Si estaba sentada en el vip de este lugar, era porque tenía dinero para gastar, por lo que,
probablemente, tenga un puesto importante y esté acostumbrada. “Excelente”, pensé. Esto es
precisamente lo que estoy buscando. Una persona con un puesto importante dentro de una
empresa, que esté dedicada a su trabajo, y que no se sienta avasallada por el dinero.
Seguramente no tenga demasiado tiempo para dedicarle a un hombre, pero tenga ganas de
distraerse. Igual que yo. Perfecto.

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-¿Y tu novio que dice de que estés acá sola? -pregunté.
Ya me estaba acordando cómo era esto de conquistar chicas. En mi época de boliche tenía
bastante levante, y ya me estaban volviendo a la mente los recuerdos pertinentes.
-¿Novio? -me preguntó, confundida. -¿Te referís a eso que llaman vida social?
No pude evitar soltar una carcajada luego de ese comentario. Por lo visto, esta mujer y yo
teníamos más en común de lo que pensaba. Asentí mientras le daba otro sorbo a mi
champagne.
-¿Y tu novia? -me preguntó ella. -¿Qué dice de que estés acá solo?
Vaya… las mujeres de hoy no tienen pelos en la lengua. En mi época, le hubiera tomado a
una chica al menos una hora preguntarme eso. Por lo visto está interesada.
¿Novia? -trato de sonar elocuente. -¿Con qué se come eso?
Ella sonrió también. Al menos estaba quedando claro que ninguno de los dos estaba
buscando compromiso. Nos quedamos un instante en silencio, intercambiando miradas
provocativas. Luego de un par de copas de champagne más y un rato de conversación, decidí
que ya era hora de invitarla a cenar. Me sorprendí de lo bien que logré congeniar con esta
mujer. Pensé que iba a ser imposible salir de este lugar llevándome todo lo que había venido a
buscar. “Mi noche de suerte recién comienza”, pensé. Llamé a la moza para que me cobre todo
y de paso le volví a dejar una linda propina; se había comportado de manera estupenda.
Cuando salimos del lugar, de pronto me acordé que no contaba con ningún vehículo para
llevar a la hermosa mujer que me acompañaba a cenar. Por aquí no hay demasiados lugares
lujosos para comer. Lo más cerca es Puerto Madero, pero rápidamente borré esa idea de mi
mente. Nada más iba a lograr recordarme a Julieta esa noche. Pero, ¿adónde vamos? En Las
Cañitas hay unos lugares lindos para comer, pero queda del otro lado de la ciudad. Demonios.
Tendría que haber sacado un auto de la empresa. Pero, ahora que lo pienso, quizás ella tenga
auto también. Una mujer independiente, con tal porte y elegancia, debe andar motorizada.
-¿Estás en auto? -le pregunté. -Dejé el mío en la empresa. Si querés podemos ir a
buscarlo.
Era una pequeña mentirita piadosa. Por suerte no estaba equivocado respecto de su
situación. Me señaló el estacionamiento que estaba al lado mientras asentía. No hubiera sido
un problema, de todas formas, si me decía que me acompañaba hasta el garaje de la oficina. El
hecho de que a mí me guste caminar no significa que no tenga a disposición una decena de
autos de Valmont. Pero no tenía ganas de lidiar con la cara de sorpresa del guardia nocturno
del estacionamiento mientras yo intentaba hacer como que retirar coches de ahí es algo de
todos los días para mí. Aparte, a las mujeres como estas, les gusta sentir que llevan las riendas
y que son perfectamente capaces de demostrar que son tan buenas conductoras como nosotros.
Voy a darle el gusto. Se acercó a la caja para pagar, pero eso sí que ya estaba superando mis
normas de cortesía. Me adelanté y, antes de que pudiera comenzar a quejarse, pagué el
estacionamiento. Un segundo más tarde, el muchacho bajó por la rampa con un Peugeot 407
cc, azul oscuro, de vidrios polarizados. Y cuando nos subimos al vehículo, pude comprobar,
por el tipo de diseño interior, no sólo que era el último modelo, sino también, que lo había
adquirido a través de Valmont. Eso me hizo sentir instantáneamente en igualdad de
condiciones -aunque fuera ella la que estaba conduciendo-, y no pude evitar sonreír.
-¿Qué pasó? -me preguntó, al ver la expresión en mi rostro.

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-¿Cuánto hace que tenés este auto? -le digo, haciéndome el interesante. -No más de un
mes, ¿no?
Ella me sonríe, y asiente, aún sin comprender.
-Tres semanas. ¿Cómo sabés?
-Este coche llegó desde Francia hace un mes, junto con otros 79 modelos exclusivos. ¿Ves
ese escudito en el tablero? Ese es el logo de Valmont, mi empresa. -Hice una pausa antes de
continuar, para apreciar mejor su cara de sorpresa. -Así que, técnicamente, este auto fue
primero mío -continué, seriamente. -Es casi como si te estuviera dando permiso para que lo
manejes.
Ahora fue ella la que soltó una carcajada. El remate hizo que terminara de comprender por
dónde venía el tema y negó con la cabeza. La competencia entre hombres y mujeres por el
dominio de las calles es un tema ampliamente conocido por todos.
-¿Creés que no tengo lo que se requiere para lidiar con esta belleza? -me preguntó, al
tiempo que me echaba una mirada encantadora, llena de seducción.
Wow. Realmente era hermosa. Y el auto le sentaba a la perfección. Me alegré al descubrir
que existía en el mundo una mujer que no tenía ningún problema en mostrar abiertamente de
todo lo que era capaz. Recordé a Noir, pero a ella aún la rodeaba ese aura de timidez, cuando
tenía que opinar acerca de los autos caros. Aunque también era cierto que yo tampoco sabía
cómo era Noir fuera de la empresa; quizás de noche desataba una personalidad completamente
diferente. Ya me había llevado una sorpresa con la que ahora ni me atrevía a nombrar en mi
mente, por miedo a que arruinara este momento.
-Justamente me estaba haciendo esa pregunta… -le dije, mientras asentía.
No era precisamente lo que ella estaba esperando oír; pude confirmarlo por la
modificación en la expresión de su rostro. Pero tampoco se esperaba un nuevo remate como
que hice a continuación.
-…acerca de mí. -Concluí.
La sonrisa le volvió inmediatamente a la cara y se ruborizó.
-Gracias -dijo; y para contestar a mi pregunta agregó -Y estás yendo por buen camino.
Nos quedamos un instante en silencio hasta que los dos recordamos que no habíamos
determinado el destino.
-¿Adónde vamos? / ¿Te gusta el sushi? -preguntamos a la misma vez.
Y los dos nos reímos.
-Sí, me gusta el sushi -dijo ella.
-Genial. Porque conozco un lugar que es excelente -le dije.
Me quedé pensando un instante en que, a pesar de que el lugar quedaba del otro lado de la
ciudad, quizás ella lo iba a conocer. Era bastante común entre la gente de clase alta. Pero, por
otra parte, si está tan ocupada diariamente como yo, tal vez no tenga demasiado tiempo para
salir a recorrer los restaurantes de la ciudad; o, al menos, no los pequeños. El restaurant de
sushi al que pensaba llevarla no era un lugar para hacer alarde de dinero, sino para disfrutar de
una de las mejores cocinas japonesas del mundo; y lo mejor siempre sale caro. No. No creo
que lo conozca.
-Queda en Las Cañitas. ¿Te parece bien? -le pregunté.
Asintió y dos minutos más tarde ya estábamos yendo por el bajo hasta Libertador. El auto
realmente era un lujo; tan hermético que parecíamos flotar por una ruta completamente

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desierta, en lugar de la ciudad en la que estábamos; y cuando llegamos al restaurant, no me
quería bajar. Trabajando para Valmont tantos años, he tenido la oportunidad de manejar
mucha variedad de coches, pero pocos se acercaban al nivel y confort que demostraban estos
autos exclusivos. La mujer que me acompañaba lo llevaba con tal naturalidad que le sumaba
elegancia al vehículo. El pibito del valet parking ni siquiera se sorprendió de que estuviera
manejando una mujer; simplemente se quedó maravillado con el vehículo y enseguida pensé
que este chico debe tener bastantes años menos de experiencia en este trabajo que aquél que ni
se había inmutado cuando le tocó manejar un Rolls Royce.
No mucho más adelante que la puerta de entrada, ya se veía una barra circular lo
suficientemente grande como para que abarque más de la mitad del restaurant. Es un clásico
en este tipo de lugares, ya que, del lado de adentro se puede observar cómo el chef prepara
cada bocadito de sushi y se lo ofrece a quienes se sientan en la barra. El hombre,
indudablemente importado de Japón, tenía tal habilidad con la preparación que no dejaba a
una sola de las personas sentir la ansiedad que provoca la espera de la comida. De un solo
saque repartía más de 20 arrolladitos. También estaban a la vista las heladeras que contenían
otras variedades, para acompañar las exquisiteces que ofrecía el chef. Fue una excelente
decisión haber traído a esta mujer a comer aquí, ya que, aún antes de probar bocado, ya estaba
fascinada con el lugar. Eso me demostró qué nunca lo había pisado en su vida.
En Buenos Aires hay muchos lugares, extremadamente lujosos, para comer. Pero resulta
ser que más de una vez, uno se encuentra sintiendo que paga por más de lo que se termina
llevando. Esto puede sonar obvio, pero lo que aquellos dueños no comprenden es que, el
hecho de que una persona tenga dinero, no significa que por ello están habilitados a robarle.
Cuando uno se acerca a un restaurant en el que sabe que va a pagar caro, a cambio está
esperando lo mejor. Eso incluye un servicio de excelente categoría, la mejor calidad en los
alimentos, variedad de platos exclusivos y, lo más importante, que el cliente sienta que se está
llevando mucho más de lo que fue a consumir, así esté pagando cinco o seis veces más que en
un restaurant común. Y si para eso es necesario ofrecer de manera gratuita el mejor
champagne, los productos más elaborados en cuestión de panadería y servilletas de tela
bordadas con hilo de oro, pues que así sea. El cliente sólo volverá a pisar ese lugar si siente
que han logrado sorprenderlo para bien. Eso es lo que a mí me sucede cuando vengo a comer a
aquí. Estos japoneses saben perfectamente que a nosotros los argentinos, todo lo que tenga que
ver con oriente nos resulta exótico, y no pierden la oportunidad de usar eso a su favor. La
decoración, las vestimentas de las mujeres que atienden y el hecho de que absolutamente todo
esté escrito en japonés, hace que uno se sienta inmediatamente transportado en el espacio
hacia el otro lado del mundo. Pero eso no es todo. Uno no entra ahí simplemente a comer, no
señor. Aparte de las exquisiteces que ofrece el chef, uno se lleva un curso acelerado de
preparación de sushi; una explicación de los ingredientes necesarios e imprescindibles para la
correcta elaboración paso a paso, por medio de, nada menos, que la boca del chef. Confían
tanto en sus habilidades que saben que aunque uno intente hacerlo en casa, eventualmente va a
volver a comer al lugar donde lo preparan debidamente. Y, por si fuera poco, lo palitos chinos
también van de regalo con la visita. Todo es parte de un complejo sistema de pinceladas que
conducen habilidosamente hacia la pintura perfecta. Y los que logran cumplir con todos estos
requisitos, son los menos, y los que logran perdurar en el tiempo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 97


Nos sentamos en la barra, que es, por supuesto, el lugar más divertido para comer, sobre
todo si uno viene por primera vez. Las mesas en general están ocupadas por clientes regulares,
en su mayoría japoneses que vienen aquí a sentir nostalgia por su propio país, de la misma
forma en que un argentino, en París, se sienta a comer en un restaurant de temática tanguera; y
no pierde oportunidad de pedirse una milanesa con fritas, exactamente lo mismo que come
cada día en su propio país. Una de las muchachas que viste un kimono lujoso y que, por su
maquillaje y peinado, parece una geisha, nos deja unas cartas para que ordenemos. Yo me reí
por lo bajo cuando vi la expresión de la mujer que me acompañaba; obviamente entendí que
era porque todo estaba en japonés sin subtítulos. Pero le dije que no se preocupe, que en este
lugar no iba a tener oportunidad de probar algo de lo que se pudiera llegar a arrepentir. Así
que simplemente le devolví las cartas a la japonesa y le dije que nos serviríamos el menú libre.
Ella hizo la reverencia clásica del arigato y unos instantes más tarde ya nos estaba trayendo
una jarra de té tibio y una bandejita con salsa de soja y con jengibre fileteado. Todo estaba
marchando a la perfección. Ya me estaba imaginando saliendo a comer con esta mujer a
distintos lugares, sin preocupaciones ni compromisos y pasándola de maravilla. Lo único que,
hasta ahora no me había parecido extraño, pero que de pronto me di cuenta de que era un
detalle completamente primordial que ambos habíamos pasado por alto, fue que no sabíamos
nuestros mutuos nombres. Así que le extendí mi mano en gesto de saludo y dije:
-Guillermo.
Ella me miró algo desconcertada, ya que también estaba comprobando que era algo que
tendríamos que haber hecho hacía un buen rato ya.
-Camila -me dijo, mientras me daba la mano y se reía por lo extraño de la situación.
A mí me pareció más extraño escuchar mi propio nombre en voz alta que el suyo por
primera vez. Eso me llamó un poco la atención, pero después recordé que no era común que
ese nombre fuera pronunciado. El trabajo realmente había consumido todas mis posibilidades
de vida social y en Valmont nadie me llamaba por mi nombre de pila. Así que lo que sentí a
continuación, fue satisfacción. Por fin estaba recuperando algo de todo el tiempo que había
perdido.
Como mi vida no tiene ningún atractivo fuera del hecho de que soy una de las personas
más importantes de una empresa multinacional, decidí llevar la conversación hacia el lado de
sus experiencias. Me contó que siempre vivió en Buenos Aires, que desde chiquita ya sabía
perfectamente la carrera que elegiría, ya que los negocios eran lo que más le gustaban, que es
hija única y que venía de al menos cuatro generaciones de amasadores de fortuna. Nos
pasamos más de dos horas conversando, antes de darnos cuenta del tiempo que había pasado.
Fue entonces cuando ya no tuve miedo de pensar abiertamente en Julieta; también con ella el
tiempo se me había volado y ahora me encontraba con otra mujer, sintiendo lo mismo, y con
unas inmensas ganas de besarla. De pronto me di cuenta de que todo lo que había creído que
Julieta me provocaba, tenía que ver con una simple cuestión de que hacía mucho tiempo que
no me encontraba formando parte de una vida social, fuera de la empresa. Y ahora, aquí
estaba, cenando con una bella mujer, a quien hasta los japoneses miraban, pasándola de
maravillas y sin la presión de no saber si lo que suceda hoy entre nosotros pueda llegar a
arruinar nuestra relación de trabajo. La del domingo fue una sabia decisión. Sólo ahora,
cuando pienso que fue lo mejor que pude haber hecho, es que suena más sincero que antes. Lo

®Laura de los Santos - 2010 Página 98


que todavía me sorprende un poco es que no suena todo lo veraz que hubiera querido, pero
pienso que es sólo una cuestión de tiempo y saco rápidamente ese pensamiento de mi mente.
Cuando salimos del restaurant, me invadió la adrenalina y me hizo acordar a mis años de
facultad, cuando sabía perfectamente lo que iba a ocurrir con la muchacha de turno, y aún así
me ponía nervioso. Lo único que faltaba resolver era si iba a ser su departamento o el mío; lo
demás ya se había dado por aludido casi en el momento en que comenzamos a tomar
champagne en el after office. Lo que, de ninguna manera me hubiera imaginado era que me
encontraría viajando en el mismo auto que esta mujer hermosa, llena de carisma y encanto. Y,
lo más importante de todo, ella buscaba lo mismo que yo. Supuse que lo mejor iba a ser que
termináramos en mi casa; de esa manera, los dos íbamos a estar más cómodos. Es bien sabido
que una mujer siempre se va a sentir mejor sabiendo que tiene, de su lado, la decisión de
abandonar el lugar cuando le parezca, y no corra el riesgo de que el tipo sea un plomazo y no
pueda echarlo de su casa sin quedar como una maleducada. Pero después me acordé de otra
cosa. Habíamos recorrido media ciudad desde donde habíamos comenzado y la verdad era que
no sabía dónde vivía ella; y, considerando que era quien manejaba, quizás no iba a ser la mejor
decisión volver al centro. Pero, si le pregunto dónde vive, quizás piense que quiero ir a su
casa. ¿Cómo hago para preguntarle? Lo único que quiero saber es si no le molesta volver al
centro. Pero, ¿qué me va a decir? ¿Qué sí? La voy a hacer quedar peor que si tuviera que
echarme de su casa. Lo ideal sería que--
-¿Vamos a tu casa? -me preguntó, como quien no quiere la cosa.
O sea que me estaba convirtiendo en un viejo anticuado, completamente fuera de práctica.
Ya me había olvidado de que las mujeres de hoy en día tienen muchos menos prejuicios
respecto del sexo que las que yo conocí en la universidad. Y también me di cuenta de otra
cosa. Si ella no arriesga con esa pregunta, existe la posibilidad de que yo le pregunte lo mismo
y, considerando que me contó de todo acerca de su vida, menos dónde vive, quizás quiera que
eso siga formando parte de toda la información que aún ignoro. Y me parece perfecto; es
exactamente lo que yo haría si me encontrara en su posición.
-Si no te molesta… -le dije. -Tenemos que volver al centro.
-No hay problema. Arriba de esta belleza viajaría a cualquier lado. -me respondió,
sonriendo.
Esta vez no quise decirle que estaba pensando lo mismo… acerca de ella. Hubiera sonado
algo fuerte.
-Yo también -dije, simplemente, como para que entendiera lo que quisiese.
Así que emprendimos el camino de vuelta al centro y realmente me tentó a considerar la
opción de comenzar a viajar en auto hacia la empresa. Este vehículo parecía volar. Estaba
como para emprender un viaje a Mar del Plata esta misma noche, con tal de no bajarme nunca
más. Aunque, la idea de entrar en mi casa, de la mano de esta señorita, era una muy buena
opción para considerar también. Si todo salía acorde a lo planeado, quizás podríamos
considerar el viajecito más adelante.
Se llevó una grata sorpresa cuando atravesó la puerta de mi casa. La condición de loft
hace que toda la información llegue junta a los ojos y eso suele provocar asombro. Quizás, la
mirada de Van Olders hubiera sido similar, de no haber contado con todos esos años de
experiencia en ceremonial y protocolo que le hicieron acostumbrarse a esconder prácticamente
todas sus emociones. A Camila no le molestó en absoluto dejarse llevar por la sorpresa. En un

®Laura de los Santos - 2010 Página 99


lugar como este, uno no tiene que pedir permiso para pasar al siguiente cuarto, ni tiene que
solicitar que le hagan una visita guiada, ya que todo está a la vista. Por eso, sin hablar,
comenzó a recorrer el lugar y también se quedó un instante mirando la gran pintura de Bill
Evans Trío que estaba en el living.
-Definitivamente tengo que conseguirme uno de estos -dijo, mientras seguía caminando.
Yo no le contesté. Simplemente sonreí y caminé hacia la bodeguita que mandé a construir
al lado de la cocina; saqué una botella de vino tinto y serví dos copas. Observé la manera que
Camila tenía de deslizarse por todo el departamento y noté que un lugar como este le sentaba
tan bien como el auto lujoso que había adquirido hacía tres semanas. Se detuvo delante del
equipo de música y leyó los lomos de un grupo de cds que estaban a la vista.
-Poné lo que quieras -le dije. -Sentite como en tu casa.
Aunque eso último no fue necesario, ya que estaba ella más cómoda de todo lo que me
sentía yo en mi propia vivienda. Eligió un cd de Café del Mar y, unos instantes después,
estábamos sentados en el sillón, disfrutando. No es que yo quisiera apresurar las cosas, pero ya
eran pasadas las 12 y no sabía cuánto tiempo más iba a poder disfrutar de la belleza que me
acompañaba por esta noche. Así que comencé a mirarla de manera provocativa y no tardó
mucho en darse cuenta de lo que yo estaba buscando. Comenzamos a besarnos y, cuando me
quise dar cuenta, ya le había desabotonado la camisa y le había bajado el cierre de la pollera.
“Vaya…”, pensé, “hay cosas que nunca se olvidan”. A pesar de mi falta de práctica, logré
desvestirla en menos de treinta segundos. Lo gracioso de todo esto fue que no tardo ella
mucho más en sacarme los pantalones y ni siquiera se molestó en desabotonar mi camisa; me
la sacó como un sweater. Dos segundos más tarde la tenía en mis brazos mientras subía las
escaleras hacia el dormitorio. Cuántos años había desperdiciado. Esto era exactamente lo que
estaba necesitando. En el momento en que la deposité en la cama, por un instante se me cruzó
la imagen de Julieta, y no pude evitar pensar que si no me hubiese controlado ayer, quizás
sería ella la que estaría en mi cama hoy. „Ayer‟… sonaba tan lejano ahora… Parecía que todo
había ocurrido hace muchísimo tiempo ya. Y me alegró saber que, aunque no fuera ella quien
compartía mi lecho hoy, esta otra mujer no tenía nada que envidiarle. Y lo mejor de todo era
que no había ningún compromiso entre nosotros. Sexo libre. Eso es. Sin preocupaciones ni
problemas de ninguna clase.

Camila se despertó sola alrededor de las 6 de la mañana. Me dijo que tenía que irse para
no llegar tarde a la oficina. Yo había conseguido dormir tan profundamente que todavía no
sabía dónde me encontraba. Asentí y, aún medio dormido, me senté en la cama para bajar a
abrirle la puerta; pero se me adelantó y me dijo que no había problema, que podía ver la puerta
de salida desde aquí arriba, que la había pasado muy bien y que estaba agradecida por todo.
Me dejó su tarjeta personal sobre la mesita de luz y un momento después, había desaparecido.
Todavía me quedé sentado en la cama, tratando de comprender lo que había pasado demasiado
rápido. “Me usó como un juguete sexual”, pensé. Y enseguida sonreí. “Excelente”. Me recosté
de nuevo en la cama y, con esa sonrisa, me volví a dormir.

Cuando volví a abrir los ojos ya eran más de las 8. Observé la almohada que estaba a mi
lado y, al ver cómo todavía tenía el centro hundido, recordé lo que había vivido la noche
anterior y me invadió un sentimiento de satisfacción. Ducharme y afeitarme no fue ni por

®Laura de los Santos - 2010 Página 100


mucho un acto de rutina; incluso sentí que la imagen que me devolvía el espejo se había
transformado completamente. Estaba relajado y con todas las ganas de emprender un nuevo
día de trabajo. Bajé, me cebé unos mates y salí rumbo a la oficina.
La plaza estaba más desierta que de costumbre, pero pensé que tenía que ver con que
había salido de casa temprano. Me dispuse a cruzarla, sin poder borrarme la sonrisa de la cara.
“Tengo que disimular esto para el momento en que llegue a la oficina”, pensé, y eso me hacía
sonreír aún más.
De pronto sentí cómo algo punzante se me clavaba en la espalda y, cuando me quise dar
vuelta, una mano me agarró violentamente de la nuca y me obligó a mirar hacia adelante.
-Seguí caminando -escuché detrás de mí.
Por supuesto que no iba a contradecirlo. Me llevó a un costado, entre los árboles de la
plaza, obviamente dispuesto a robarme. “Qué idiota que soy”, pensé. Estaba tan distraído que
no había prestado atención a la verdadera razón que hacía que la gente evitara la plaza esta
mañana. Hacia un costado pude visualizar a un grupo de pendejos que nos observaba, mientras
se reían y aspiraban pegamento. El más grande de ellos no debía superar los 17 años, y el más
chico andaba rondando los 8. El chorro que me amenazaba con lo que supongo que debía ser
un puñal, cuando llegamos al árbol más escondido, me dio vuelta agresivamente para que lo
mirara. Fue entonces cuando me di cuenta de quién era. El chorro del domingo. El mismo hijo
de puta del que me salvé de milagro gracias a la aparición del policía. Pero hoy no había
ningún cana cerca y, probablemente, si intentaba golpearlo, iba a herirme con ese cuchillo que
vaya uno a saber la sangre de cuántos tocó. Era sabido. Iba a robarme y no había nada que yo
pudiera hacer al respecto.
-Dame toda la guita -me dijo, mirando para todos lados.
Por algún motivo que desconozco, el chorro estaba más nervioso que yo. ¿Qué era lo que
estaba provocando eso? ¿Realmente creía que era peor que él cayera preso que el hecho de que
yo muriera a causa de alguna infección contagiada injustamente? ¿Qué mierda sabe este turro
acerca de la vida? No le importa un carajo si hoy muere. Su vida no tiene ningún valor. Pero,
¿por qué tenía que sufrir yo las consecuencias de que a él no le importase vivir un año más, o
un mes o tan solo un día? ¿Qué hace con la guita que me afana? Se la patina en droga y
mañana le afana a otro. Me quedé un instante mirándolo sin hacer nada, para ver si podía
comprender lo que estaba pasando por su mente. Pero no sé si eso fue una buena idea, ya que
me parece que lo puso más nervioso. Me acercó el -ahora perfectamente visible- puñal a la
cara y me dijo:
-¿Qué te pasa, pelotudo? ¿No e‟cuchaste lo que te dije? ¿Pensá‟ que estoy jodiendo?
El puñal comenzaba a dolerme, pero mayor era la bronca que crecía adentro mío. Dicen
que, en un momento de peligro, toda la vida de una persona pasa delante de sus ojos. Ni en
pedo fue eso lo que me pasó a mí. Lo único que se me cruzó por la cabeza fueron las ganas de
matarlo que tenía y, a continuación, la pareja que había visto sentada en la misma plaza hacía
no más que una semana. Y luego, la frase. Esa maldita frase que le había escuchado decir a la
mujer, y al hombre del restaurant, y nada menos que al correo electrónico. Gracias a la
cantidad de veces que la había oído, se me había grabado en la memoria y ahora me producía
tanto rechazo que mi mente no paraba de decirla una y otra vez. El chorro dio vuelta la cabeza
para ver qué era lo que yo estaba viendo, ya que mis ojos habían quedado fijos en el banco
donde ahora visualizaba a la pareja de patéticos melosos. Pude ver cómo sus nervios viraban

®Laura de los Santos - 2010 Página 101


progresivamente hacia el desconcierto y el hecho de que yo considerara lo más importante a
una cosa que no fuera él en este momento, le estaba haciendo dudar. Podía sentir el cuchillo
alejarse y acercarse a mi piel en símbolo de su creciente duda. Él, por lo visto, no estaba
notando la forma en que su poder perdía fuerza a cada instante. Este hijo de puta y su
inseguridad me daban cada vez menos bronca y más pena. La situación se acercaba bastante a
la nefasta frase, por lo que me resultó una idea más que interesante decírsela.
-Somos parte el uno del otro y tus miedos nos afectan a los dos.
Hice una pausa. El chorro me miró con un asombro en su rostro que no pudo controlar y
que hizo que su mano retirara instantáneamente el puñal de mi cara. “Qué patético”, pensé.
-El bienestar de ambos es nuestra libertad. -Terminé.
Lo más extraño ocurrió a continuación. Contra todo lo esperado, el chorro se alejó un
paso hacia atrás y me miró desconcertado. Ese hubiera sido un excelente momento para
cruzarle la trompada que se tenía merecida. Pero de reojo pude ver que dos miembros de la
bandita de pibes que nos miraban de lejos se habían levantado y estaban prestando más
atención a nuestra situación, que no estaba saliendo como ellos esperaban. Y lo más insólito
de todas las cosas extraordinarias que podían suceder, ocurrió: al chorro se le llenaron los ojos
de lágrimas. “Wow”, pensé, “Esa frase de mierda sí que tiene poder, ¿eh?” Y lo otro que
también pasó por mi mente fue que ni este tipo, ni toda su paupérrima bandita tienen la menor
idea de lo que es la vida, ni de lo que es la ética, ni el valor. No saben nada. Me pregunto por
qué tendremos que compartir nuestra existencia los que valemos y los que valoramos la vida,
con esta clase de personas que ahora me cuesta llamar humanos. Toda su furia y toda la
seguridad que le daba el cuchillo, estaban ahora perdidas. Si lo hubiera empujado con un
palito, probablemente se hubiese caído al suelo. Levantó sus ojos y me miró. Calculo que
habrá sentido el asco que me provocaban tanto su presencia como su olor, porque por un
instante pude ver que la expresión que recorría su cuerpo era vergüenza.
-Rajá de acá -me dijo.
Yo me quedé quieto, sin terminar de comprender por qué me estaba dejando ir tan pronto.
-¿So‟ sordo? Tomatela‟ -insistió.
Obviamente no le iba a preguntar qué le había hecho cambiar de opinión. Me costaba
mucho creer que pudiera haber sido todo por causa de la frase pedorra. Pero, por otra parte,
todas las situaciones en donde se había pronunciado esa frase antes desbordaban lástima, y
como esta no era menos patética, quizás había conseguido un efecto similar. Antes de que mi
suerte cambiara una vez más de rumbo, salí derecho hacia la calle y me tomé un taxi.
Sólo después de que le indiqué al taxista hacia dónde tenía que ir y nos alejamos, fue que
me agarró el ataque de nervios por pensar en lo que pudo haber sido. El trabajo pesado en
Valmont me enseño que, ante una situación de extrema presión, no hay que perder la calma.
Supongo que fue eso lo que me hizo mantenerme dentro de mis cabales todo el tiempo que
duró el intento de robo. Aunque, no sé si podría llamarlo así; después de todo, fue el chorro
quien se terminó arrepintiendo. Pero sólo el hecho de pensar que pude haber terminado herido,
o quién sabe, quizás muerto, me hizo desatar toda la adrenalina que no le había permitido a mi
cuerpo en la plaza. “Qué descuidado”, volví a pensar, “no puedo andar por esta ciudad tan
desprevenido”. Quizás sea realmente momento de comience a usar uno de los tantos autos que
tengo a disposición. Sí. Supongo que el mendigo va a poder sobrevivir sin mis dádivas diarias.
Y no creo que al ilusionista le moleste sonreírle a una persona menos.

®Laura de los Santos - 2010 Página 102


Fue curioso que recordara a ese particular personaje en este momento, ya que el taxista
frenó justo delante de su semáforo. Como la mayoría de las personas, se quedó asombrado de
las habilidades del muchacho. Por supuesto que, como buen taxista, no le dejó dinero cuando
el otro terminó su show. Es más, ni siquiera tuvo la oportunidad, ya que todos los que trabajan
en los semáforos saben que los taxistas ganan menos que ellos y ni siquiera se arriman a la
ventanilla a pedir. Me sentí ridículo al pensar que una de las razones por las que siempre
caminaba al trabajo era precisamente él. Más de una vez me había quedado pensando en él y
en su trabajo después de cruzar la calle y notaba que me daba una perspectiva diferente de la
vida. Sobre todo porque ni uno solo de todos los días que lo vi dejó de sonreírme, lo que me
llevó a la conclusión de que debía ser un hombre feliz, aún haciendo un trabajo tan absurdo
como ese. Pero mi vida era más importante que cualquier ilusionista y más aún que cualquier
mendigo, por lo que cada vez me convencía más de que un auto comenzaba a ser
imprescindible. Además, si iba a empezar a sacar a pasear a Camila, tenía que tener un
vehículo que sea digno de su presencia. Y de paso iba a ahorrarme, de ahora en adelante, todas
las excusas que tenga que inventarle a Julieta para que no me lleve a mi casa. En cuanto
llegara a Valmont iba a resolver esa situación.

Cuando la puerta del ascensor se abrió en el piso 19, Julieta me estaba esperando, como
todos los días que no había noticias y que, por lo tanto, Rubén y Mario encontraban razones
ajenas a mi persona para mantenerse preocupados.
-Buen día, señ-- dijo Julieta, pero se frenó de golpe y se acercó a mi cuello, asustada. -
¡Señor! ¿Qué le pasó?
Instintivamente llevé mi mano al cuello y vi que tenía un corte, tan pequeño que ya se
había secado, pero no antes de dejar correr un poquito de sangre que me alcanzó la camisa, y
que yo no sentí debido a la tensión del momento del robo. No quería tener que contarle a nadie
de la oficina lo que me había ocurrido, sobre todo porque nada había ocurrido en realidad y no
había razón para alarmarse. Pero, considerando que la única que estaba ahí era Julieta, decidí
decirle la verdad.
-Un tipo trató de robarme -dije, con toda la naturalidad posible.
Fue peor. A Julieta se le agrandaron aún más los ojos.
-¡¿Qué?! Pero, ¿se encuentra bien?
-Sí. Nada grave. No sé por qué se arrepintió y me dejó ir sin robarme. -Le expliqué.
Julieta frunció el ceño sin comprender.
-Yo tampoco entendí -le dije, al ver su cara. -Pero ya está. Por suerte no pasó nada. No
quiero que se arme un escándalo por esto.
Julieta entendió perfectamente que estaba queriendo decirle que esta conversación iba a
quedar entre nosotros.
-Ya vuelvo -dijo. Y se subió al ascensor antes de que las puertas se cerraran.
Yo me quedé un instante mirándola y luego volví a prestar atención a la marca que me
había dejado el chorro. Dejé las cosas en mi despacho y me fui directo al baño a verme en el
espejo. Efectivamente, no era una herida grande, capaz de provocar una infección, pero
probablemente iba a dejar una marca. Eso hizo que se desatara mi furia otra vez, al pensar en
ese drogón de cuarta. Se me mezclaban las emociones. A la vez que me tranquilizaba ver que
sólo era un cortecito al lado de lo que pudo haber sido, me invadía la impotencia de vivir en

®Laura de los Santos - 2010 Página 103


esta ciudad tan peligrosa, donde los policías son funestos y donde el jefe de gobierno no hace
otra cosa que rascarse las bolas todo el día y dedicarse a afanar plata. Suspiré. Si había querido
borrar la sonrisa de mi cara cuando salí de casa, con esto lo había conseguido perfectamente.
De todas formas, una cosa era evitar que se me notara la alegría y otra muy distinta era
pasarme del otro lado, casi al punto de provocar expresiones de lástima y condescendencia en
las demás personas. Me lavé la marca con agua y jabón y cuando salí del baño, Julieta ya me
estaba esperando con un poco de algodón y alcohol para sacarse cualquier duda de una posible
infección. Perfecto. Justo lo que necesitaba; que venga alguien a querer cuidarme como a un
chico.
-Gracias -le dije, -no era necesario.
Tomé el algodón mojado y me lo pasé por el cuello. Me generó un pequeño ardor que me
puso a idear en 10 segundos un plan para matar al chorro. Por suerte me tranquilicé. Tiré el
algodón al tacho y me senté en mi silla de cuero para comenzar el día.
-¿Ya están todos reunidos? -le pregunté a Julieta, para cambiar de tema.
-Todavía no -me contestó. -Llegó más temprano que de costumbre. La programé para las
10.
Miré instintivamente el reloj y me di cuenta de que recién pasaban de las 9. No sólo me
había despertado más temprano sino que el hecho de haberme tenido que tomar un taxi hizo
que llegara aún antes a la oficina.
-Perfecto -le dije.
Por primera vez en varios días, me gustó poder disfrutar de un poco de tiempo no total-y-
completamente-acelerado de los clásicos de Valmont. Me puse a ver unas cosas en la
computadora y Julieta, al ver que su presencia no era más necesaria dentro de mi oficina, se
fue a la suya. Cuando cerró la puerta detrás de ella, miré en esa dirección y me quedé un
instante pensando en que verla no había sido en lo más mínimo incómodo. Quizás hubiera
tenido que ver con la serie de eventos que se desarrollaron esta mañana y con que, gracias a
ellos, tenía mi mente en cualquier otro lado. Pero, también estaba Camila. Una mujer hasta
ayer desconocida, que ahora lograba que mis pensamientos se perdieran en una dirección
absolutamente despreocupada y nueva. Por un momento volví a sonreír al pensar en la noche
de ayer. Me recosté sobre el respaldo de la silla con mis manos detrás de la cabeza y me sentí
perfectamente relajado. Ya no había razón para pensar que las cosas podían ser incómodas
entre Julieta y yo, por lo menos de mi parte. Y, si bien era cierto que ella todavía no sabía que
yo había conocido a una mujer igual de grandiosa, no iba a tardar mucho en darse cuenta de
que el domingo había sido tan solo un día más, y que había sido la mejor idea que prevalezca
nuestra relación laboral por encima de cualquier otra de índole social, que tendría,
eventualmente, más complicaciones que ventajas. Todo estaba marchando a la perfección. Por
suerte había recuperado esa sensación de tener completo control sobre mi vida y cuando me
acuerdo de que, por un momento, pensé que el destino me estaba jugando una mala pasada,
me digo a mí mismo que esos no son más que pensamientos de cobardes, que creen que sus
vidas están libradas al azar y que nada pueden hacer para modificar las situaciones. Esta es la
vida que yo elijo, la vida que me hace feliz y la que muchos envidian.
Ya que tenía algo de tiempo libre, me puse a ver si solucionaba el tema del vehículo.
-Julieta -dije por el intercomunicador.
-Sí, señor -me devolvió el aparato, la voz de Julieta algo distorsionada.

®Laura de los Santos - 2010 Página 104


-¿Podés venir un minuto?
Antes de oír la respuesta, vi que la puerta que comunica nuestras oficinas se abrió y
Julieta se acercó con su libretita. A pesar de que mis ojos de hombre ahora pensaban en
Camila, mis ojos de jefe no dejaban de sorprenderse de lo dedicada que es esta mujer hacia su
trabajo.
-Creo que finalmente voy a seguir los consejos del directorio y voy a empezar a usar
algún auto -le dije, mientras terminaba de llegar a mi lado. -¿Podés averiguar qué coches hay
disponibles?
-Sí, señor -me responde. -¿Alguna característica en especial?
Lo primero que se me cruzó por la cabeza fue la preciosura en la que me subí ayer; ese
andar majestuoso y hermético, que lo hacen a uno absorberse dentro un espacio
completamente privado. Vi que Julieta me miraba algo extrañada y me di cuenta de que estaba
sonriendo demasiado delante de ella. Pero no. No podía pedir un auto como el de Camila. Iba
a pensar que no tengo personalidad y que me quiero copiar de ella. Además, de haber tenido
un auto como ese, probablemente hubiera surgido como tema de conversación. No. Tenía que
ser algo masculino, que demuestre poder, pero que a la misma vez denote lujo. ¿Una 4x4 tal
vez? Sí, es una buena idea. Aunque, ahora que lo pienso, hace unos meses llegaron cinco 300c
de Chrysler y no son autos que se vendan con mucha facilidad. Quizás quede alguno, y al
directorio le va a encantar que el gerente general conduzca semejante carro. Por supuesto que
no van a dejar de ponerme un logo de Valmont bien grande al lado de la patente, pero, ¿qué
me importa? Sólo imaginar que Camila me vea llegar en esa belleza va a sumar tantos puntos
que no voy a necesitar sumar por unas cuantas citas. Julieta me estaba mirando raro otra vez.
Ouch. De nuevo estaba sonriendo más de la cuenta. Todavía no sabía bien si esta mujer era
capaz de leerme los pensamientos o no, así que por las dudas iba a dejar de mostrar tanto
abiertamente. La verdad es que cuanto antes se entere de que estoy saliendo con otra mujer,
mejor va a ser para nuestra relación. Pero quizás no tan pronto, a ver si todavía se ofende y
termina por renunciar.
-Fijate si quedó alguno de los Chrysler 300c que llegaron hace poco, y si el directorio lo
aprueba -le digo, finalmente.
Por supuesto que el directorio lo va a aprobar. Estos viejos pueden tener muchas cosas de
anticuados, pero si hay algo que juega a mi favor, es que son de los que piensan que hacer
alarde de la gran cantidad de dinero que uno tiene, es una excelente idea.
-Perfecto -dijo, y volvió a su oficina.
Me resultó increíble notar la diferencia entre los dos días. Mientras que ayer no hice otra
cosa que rogar que Julieta se quedara en la empresa, recriminándome a cada instante todo el
mal que le pude ocasionar, hoy me siento mucho más relajado y me dio la impresión de que
volver a tener la relación de antes era una mera cuestión de tiempo; y que tampoco iba a
requerir demasiado. Por otra parte, no puedo esperar a que Camila me vea en el 300c. Ahora
que lo pienso, si el chorro me hubiese robado, no tendría manera de comunicarme con ella.
Casi sin pensarlo, metí mi mano en el saco y retiré la billetera. Saqué su tarjeta personal de
uno de los compartimientos y me quedé observándola un instante, recordando todavía el
aroma de su perfume, obviamente importado. Volví a recostarme sobre el respaldo de mi silla
y sentí que estaba viviendo una vida perfecta, y lo mejor de todo era que yo era el artífice de

®Laura de los Santos - 2010 Página 105


ella, que tomaba mis propias decisiones, con la más sabia de las consciencias. Mi vida era
perfecta y deliciosamente envidiable.

La reunión con el piso 18 pasó tan rápido que, cuando me quise acordar, ya estábamos en
la hora del almuerzo. A todos les fascinó la idea del reality show y, como sucede con todo
gran proyecto, enseguida comenzaron a tirar ideas geniales para ponerlo en marcha. Ya lo
veían como un hecho y, al igual que nosotros, sintieron que iba a ser un gran aporte para
Valmont.
López comenzó a llamar a todos sus contactos de todos los canales de televisión y de
radio que tenía. Zubiría hizo los diseños de los logos pertinentes, slogans pegadizos y hasta le
puso un nombre al reality tan bueno y tan de prisa que, por un momento, pareció que venía
trabajando en el proyecto hacía meses. Noir, mientras tanto, dijo que la gente de su
departamento se iba a encargar de hacer los presupuestos y organizar las fechas y horarios de
las entrevistas con los futuros participantes del concurso. Entre una cosa y la otra, nos
conectamos entre todos y, en tan sólo un par de horas, “Rodados deMentes” ya estaba en
marcha. Esa misma tarde, Noir se encargó personalmente de registrar todo. Y yo no perdí
oportunidad de decirle que me ponga como responsable, bajo pretexto de que registrar marcas
a nombre de empresas era un trabajo mucho más arduo y caro que si nos remitíamos a una sola
persona. En realidad no tenía idea si eso era cierto o no. Lo único que estaba tratando de evitar
era que Da Silva me robara el proyecto. Aunque después también me pareció una buena idea
que López, Zubiría y Noir formen parte del registro. Si Da Silva iba a intentar quitarme el
proyecto de las manos una vez que éste estuviera realizado, iba a tener que pasar por encima
de los cuatro, no sólo de mí. Y cuando le sugerí a Noir que ponga también los nombres de
ellos, le gustó tanto la idea que ni siquiera se molestó en verificar si lo que decía de la empresa
era cierto o no.
Julieta me había organizado la reunión con Oviedo para las 3 de la tarde, lo que me dejaba
un buen rato para almorzar. Y como no tenía nada que hacer, decidí convertir la reunión en un
almuerzo.
-Julieta -llamé por el intercomunicador.
-Sí, señor -me dijo.
“¿Habrá algún momento en que Julieta no esté en su escritorio cuando la necesito?”,
pensé, “¿Qué, esta chica no tiene necesidades naturales como todo el mundo?”
-¿Me comunicás con Oviedo, por favor? -le pregunté.
No era realmente una pregunta, sino una orden. Pero siempre me parece que los buenos
modales ayudan a mantener buenas relaciones. Y aparte todavía tengo miedo de que renuncie.
-Enseguida -me dijo, y cortó.
Un segundo después tenía a Oviedo en la línea. Considerando que era Julieta quien
intentaba localizarlo, calculo que hubiera logrado comunicarme con él así estuviera en el
Tíbet.
Le pregunté al viejo si tenía mucha molestia en encontrarse conmigo para almorzar y me
dijo que no, que era un placer. Esto era algo que yo ya estaba esperando, por supuesto. Desde
que lo llamé para que publique la nota del episodio del aeropuerto, en contra de Dalmasso,
como que lo tengo a disposición cuando yo quiero. Todavía no comprendo por qué Julieta me
sugirió que le cuente acerca del proyecto. Si bien es cierto que Dalmasso va a sacar los

®Laura de los Santos - 2010 Página 106


cubiertos en cualquier momento, no creo que vaya a encontrar nada que le haga perder rating a
nuestro programa. Pero bueno, como tampoco resta, decidí tenerlo en consideración.

Nos encontramos a almorzar en el restaurant del Hotel Intercontinental, que da la


casualidad de estar a pocas cuadras de la empresa y también resulta ser una de las mejores
opciones para almorzar debido a su menú libre de manjares del mundo entero. Por encontrarse
dentro de un hotel cinco estrellas, no tiene demasiado tránsito; y el pianista acompaña, con
unos lentos, la vista del jardín que se observa a través de los grandes ventanales, que resultan
muy amenos para disfrutar plenamente de un buen rato. Desde ostras pescadas en el día, hasta
helados artesanales, uno puede comer cualquier cosa que se le antoje, sabiendo de antemano
que va a terminar probando lo mejor de su clase. El viejo estaba tan contento de poder reunirse
conmigo que hasta me dio la sensación de que me tenía afecto.
Cuando ya estábamos los dos servidos, y luego de charlar un poco de temas
completamente irrelevantes, le comenté acerca de “Rodados deMentes” y de las reuniones que
ya habíamos tenido. La idea le pareció maravillosa y casi se pone a llorar cuando le dije que
me gustaría que publicara en Living Cars todas las noticias que fueran surgiendo; incluso le
dije:
-Si no es mucha molestia.
Pero, ¿para qué? Por supuesto que no iba a ser ningún problema para él. Si no hubiéramos
estado en un restaurant, hubiese creído que hasta sería capaz de besar mis pies. Me dijo que
hoy mismo iba a organizar un equipo especial para trabajar en el reality. Le dije que me
parecía perfecto y que íbamos a organizar para que sus periodistas pudieran estar durante las
filmaciones del programa para que no se perdieran de nada.
-Qué maravillosa idea -me dijo de repente, luego de un silencio. -Pensar en darle una
oportunidad a toda esa gente de bajos recursos. -Hizo una pausa, mientras asentía emocionado.
-Es una gran idea -concluyó.
A decir verdad, yo no tenía tanto interés en el progreso de la gente como en el mío propio
y en la oportunidad de poner en ridículo a Da Silva.
-¿Sabe de esto el… señor… Da Silva? -me preguntó.
“¿Seré realmente tan fácil de leer o será cuestión del azar que todos pudieran leer mi
mente?”, pensé. Pero enseguida mi pregunta fue reemplazada por otra. ¿Por qué Oviedo había
hecho sonar a la suya tan misteriosa? Yo sabía que al viejo no le simpatizaba demasiado mi
jefe, pero, ¿eran realmente tales el aprecio y la confianza que sentía por mí como para que yo
hablara abiertamente del tema?
-No mucho -le dije, para tantear el terreno. -Le comenté algo ayer, pero justo tuvo que
salir de viaje, así que no está demasiado al tanto.
Por supuesto que no iba a decirle que quien lo mandó de paseo fui yo.
-Bien -dijo, algo más tranquilo.
Se apoyó sobre el respaldo de la silla y se quedó pensando un instante. “Vaya…
Realmente no tiene ningún problema en mostrarme todo lo mal que le cae Da Silva”, me dije a
mí mismo. Me quedé callado para ver qué decía a continuación. Oviedo se volvió a sentar
hacia adelante y bajó un poco la cabeza como si estuviera a punto de decirme un secreto. Yo
me acerqué y adopté la misma posición. Él abrió la boca como para decir algo, pero se
arrepintió. Parecía como si no supiera por dónde arrancar.

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-El sábado… a la noche… Da Silva me llamó por teléfono -comenzó a decir.
Lo primero que hice fue fruncir el ceño. Si había algo que nunca hubiera imaginado era
que mi jefe llamaría de forma directa al hombre que ahora se sentaba delante de mí. Hasta
donde yo sabía, no tenían relación alguna fuera del trabajo, y la que los unía laboralmente era
en verdad pobre. Más de una vez lo oí a Da Silva decir que Oviedo le parecía un inútil que
había tenido la buena suerte de heredar un imperio. De hecho, siempre me acordaba de esas
palabras porque Da Silva no tenía ningún derecho a pronunciarlas, considerando la situación
en la que él mismo se encontraba.
-Me pidió que no publicara nada de la vida social de Van Olders en Buenos Aires -
continuó; y para mí fue suficiente para comprender por dónde venía la mano.
Ya venía sospechando que Da Silva había tenido algo que ver con el hecho de que nuestro
paseo por el Tigre pasara desapercibido, pero tener una confirmación tan directa era algo que
no estaba entre mis planes. Me quedé completamente sorprendido; no sabía qué decir.
-Parecía bastante nervioso -siguió Oviedo, al ver que yo no hablaba. -Me dijo que él se iba
a encargar personalmente de pasarme información muy valiosa respecto de Valmont más
adelante, pero que ahora, por favor, no dijera nada. -Hizo una pausa y luego prosiguió. -Fue
todo demasiado misterioso. Usted sabe que a mí nunca me cayó demasiado bien ese hombre.
Yo asentí con mi cabeza rápidamente, no sea cosa que pensara que estaba hablando
demasiado y se calle.
-Así que me puse a investigar por mi cuenta qué era lo que Da Silva quería esconder -dijo
Oviedo. -Porque era evidente que algo estaba tratando de ocultar. Pero ninguna de mis fuentes
me pasó algún dato relevante. Lo único que sí me llegó, que llamó mi atención, fue que había
ido al Tigre con él y con usted. Pero, como habrá visto en el diario, no publiqué nada
demasiado informativo, ya que no quería ponerlo en aprietos a usted.
Qué pedazo de chatarra, qué insolente traidor, qué manojo de inmundicias. Eso era mi
jefe. A pesar de que no era realmente sorpresa lo que me invadía en este momento, ya que era
exactamente lo que venía sospechando, no podía terminar de creer la información que estaba
atravesando mis oídos. Era una verificación que no sólo tenía que ver con este episodio, sino
que le estaba dando valor a cada una de mis sospechas anteriores. Todas esas circunstancias
que me vi obligado a superar, cada mínima situación con la que tuve que lidiar por culpa de
este ególatra, utilitarista y ambicioso, me han hecho dudar de mis capacidades, sentir que
Valmont me quedaba demasiado grande, que no tenía ni un poco de todo lo que se requería
para llevar adelante a la empresa. Y mientras tanto él, que jamás hizo un aporte productivo,
que está ubicado arriba mío gracias a un contrato matrimonial y que está listo para mandarse a
mudar ante la más mínima presión que aparezca, ahora resulta que fue siempre el que puso los
palitos en mi camino. No puedo creer lo ciego que estuve. Desde el episodio de Ezeiza me
había quedado con la duda de cómo había hecho Dalmasso para publicar algo tan hiriente tan
pronto. ¿Cómo se había enterado de todo antes que yo, que estaba del lado de adentro? Pero
claro. Da Silva sabía que Van Olders no iba a llegar en ese vuelo desde la noche anterior. Ya
los veo tomándose un whisky en las rocas, juntos, conversando de la vida. Todas las escorias
se conocen entre ellos. Y acá estaba, sentado delante de mí, la -quizás única- persona que Da
Silva no había logrado corromper. Un hombre cuyos años de trayectoria en uno de los medios
más competitivos lo han convertido en un sabio, capaz de reconocer un chantaje a kilómetros
de distancia. Da Silva no se esperaba que yo fuera a recurrir a él cuando sucedió lo del

®Laura de los Santos - 2010 Página 108


aeropuerto la semana pasada. Yo tampoco lo pensé. Una vez más, fue Julieta. Y, gracias a ella,
otra vez estábamos los dos reunidos en contra de Da Silva. Oviedo no estaba dispuesto a
publicar absolutamente nada de lo que mi jefe le sugiriera y tenía tanto desprecio por él como
por Dalmasso. Julieta tenía razón. Otra vez. Tener al viejo de mi lado era otra de las mejores
ideas que se le habían ocurrido alguna vez. Julieta es un ángel, y la subestimo tanto como lo
hago con este hombre.
-Cuando me dijo que iba a pasarme información valiosa de Valmont -dijo Oviedo,
continuando con sus palabras, -lo primero que pensé fue que ni siquiera está la cantidad de
tiempo necesario dentro de la empresa para enterarse de lo que sucede. ¿Cómo va a hacer para
pasarme información y encima valiosa?
Por lo visto mi expresión le había dado rienda suelta para criticar a Da Silva abiertamente.
Y ahora comenzaba a darme cuenta de que el viejo la tenía clara; demasiado clara. Conocía a
Da Silva mejor que yo y ni siquiera había pasado, en toda su vida, un cuarto del tiempo del
que pasé yo con él. A mí ya no me importaba nada. Después de la confesión que acababa de
escuchar, me sentía como un detective resolviendo un crimen de años de investigación. Por
supuesto que no le iba a poder echar nada en cara, pero al menos ahora sí sabía con seguridad
la clase de persona con la que estaba obligado a lidiar. Y también descubrí otra cosa. Lo odio.
Ya superé cualquier etapa de desprecio o desagrado. Acabo de darme cuenta que es mucho
más importante en mi vida que un simple desprecio. Lo que siento es odio. El suficiente como
para dedicar todo mi tiempo libre, de ahora en adelante, a pensar en él y dejar vagar mi mente
hacia lugares oscuros: Planear distintas maneras de matarlo, visualizar un terrible accidente de
tránsito en el que su cuerpo atraviese el parabrisas y quede deforme de por vida y cosas por el
estilo. Realmente agradezco que no aparezca nunca por la empresa, porque ahora sé que no
voy a tener demasiadas ganas de controlar mis instintos si lo llego a ver.
-Sobre todo porque me dijo eso hace tres días y ahora el que viene con la información
valiosa es usted -dijo Oviedo, devolviéndome a la realidad.
¿Habrá visto en mi rostro todo lo que estaba pensando recién? No. Probablemente se
hubiese asustado. O, quizás quiera ayudarme a idear un plan para matar a Da Silva. No. Pobre
viejo. Tiene una trayectoria demasiado inmaculada como para empezar a oscurecerla ahora.
-Sí -dije, tratando de mantener la calma. -Da Silva es un hombre muy ambicioso y egoísta.
Hay que tener cuidado con él.
-Por eso me alegra poder hablar con usted. No sé si hice bien en contarle lo del llamado -
me dijo, tímido.
-Fue una excelente decisión -le aclaré, rápido. -Y, por favor, de ahora en adelante, no
dude en llamarme por teléfono si tiene algún problema… -Hice una pausa. -A cualquier hora.
Pero me di cuenta de que ya comenzaba a sonar como un mafioso.
-La intención no es sacarnos a Da Silva de encima -le dije.
Mentira. Lo odio.
-Y no va a molestarnos con este proyecto mientras esté en marcha -agregué. -Sólo vamos
a tener que ser precavidos cuando el reality sea un éxito, porque ahí sí que va a querer tomar
las riendas del asunto.
Oviedo negó con la cabeza, como resignándose a un hecho que sabía que no podía
modificar, pero que no le agradaba en absoluto.

®Laura de los Santos - 2010 Página 109


-Mientras tanto vamos a dedicarnos a disfrutar del programa, que va a ser algo demasiado
innovador como para desperdiciarlo -le dije.
-Tiene toda la razón -afirmó Oviedo, al tiempo que levantaba la copa de vino para brindar.
Luego miró a su alrededor y agregó: -Creo que voy a publicar una nota acerca de este
restaurant en Living Cars.
Eso estaba dando por finalizada la conversación acerca de Da Silva. El resto del tiempo
nos quedamos conversando acerca de una variedad de temas que no se relacionaban en
absoluto con la empresa, pero que iban a colaborar para formar una nueva relación entre
nosotros. Una vez más, recordé a Julieta y cómo siempre acierta con sus sugerencias. Es una
excelente empleada y supongo que será también una magnífica mujer, aunque eso sea algo que
jamás voy a terminar de saber. De Oviedo no puedo decir menos. A lo largo de los años,
siempre pensé que su interés era exclusivamente laboral, pero ahora puedo ver que ha estado
intentando entablar vínculo conmigo más que con Valmont; y, considerando que no tiene nada
que envidiarme, puedo hasta llegar a afirmar que es lo más cercano a un verdadero amigo que
tuve. Esto de reencontrarme con mi vida social está dando más frutos de los que imaginé. En
tan sólo dos días descubrí a Camila, una gran mujer y a Oviedo, un gran hombre. Eso es
mucho más de lo que se puede pedir en una vida entera.

Dos días más tarde, el directorio me hizo la entrega oficial del Chrysler 300c, así que el
jueves ya me retiré de la oficina motorizado. Si en el auto de Camila me había sentido
cómodo, esto era una nave espacial. No existía nada más en el mundo que este vehículo y yo
adentro de él. Ya cuando lo vi en la puerta de Valmont me quedé anonadado, como el 90% de
la gente que pasaba caminando por la calle. Lo habían pintado de un azul tan oscuro que casi
parecía negro, pero revelaba su secreto cuando lo tocaba el sol. Todos sus vidrios estaban
polarizados, menos el del parabrisas delantero, que venía de fábrica con una película
fotosensible. Para el momento en que finalmente pude subirme, ya me había estudiado el
manual de memoria y había recorrido todos los foros de internet en donde se discutiera
cualquier cosa acerca del vehículo. O sea que cuando me encontré sentado al volante ya sabía
que el asiento tenía distintas posiciones no sólo para el respaldo, sino para la altura de toda la
butaca; eso sin mencionar que la pedalera también podía acercarse o alejarse a gusto del
conductor, y lo mismo sucedía con el volante. Tenía sistema de aire acondicionado
personalizado para cada pasajero y una computadora tan hermosa que se acercaba mucho a
una obscenidad. Tenía acceso a internet, un GPS tan preciso que tenía un error de menos de un
metro, 40 GB de memoria para música y películas; aparte venía con un listado de más de mil
músicas programadas de todos los estilos; también mostraba la visión trasera del vehículo
cuando uno ponía reversa; y por supuesto que se podía controlar la intensidad de las luces y la
velocidad de los limpiaparabrisas con ella. Este coche tenía tantos chiches que me iba a tomar
un buen rato familiarizarme con él. Da Silva podría andar por el mundo en un Rolls Royce,
pero este juguetito también tenía lo suyo y ya no podía esperar para sacarlo a la ruta. Se me
ocurrió llamar a Camila esta misma tarde para invitarla a pasar el fin de semana conmigo a
Mar del Plata, pero después me acordé de que a ella le dije que ya tenía auto, con lo que no iba
a poder mostrarle toda la emoción que ahora estaba sintiendo. Y todavía faltaban algunas citas
más antes de poder programar un viaje. Por lo pronto, más vale que comience por hacerme
amigo de este coche, ya que no puede parecer que me acabo de subir en él por primera vez.

®Laura de los Santos - 2010 Página 110


Rubén y Mario me felicitaron por la elección del vehículo y, afortunadamente, mostraban
ellos mucha más emoción que yo, por lo que pude disimular toda mi excitación con bastante
facilidad delante de los trabajadores de Valmont. De alguna forma, ahora agradezco que haya
ocurrido el incidente con el chorro, ya que Julieta era la única a la que jamás le había parecido
extraño que caminara hacia el trabajo, por lo que hubiera sido la única realmente sorprendida
con mi cambio de parecer -y la única que me hubiese importado-. Ahora me alegra saber que
puede relacionarlo directamente con la inseguridad de Buenos Aires y no con cualquier otra
cosa.
Como la idea de ir a Mar del Plata todavía no podía ser llevada a cabo, decidí hacerme
una escapada hasta Pilar. “Ya que no puedo subirme a la ruta, al menos voy a ver qué dice este
motor arriba de la Panamericana”, pensé. No tenía demasiada experiencia manejando autos
automáticos, pero me dio la sensación de que iba a tener una buena motivación para aprender
rápido. Así que ni bien terminó la ceremonia, que el directorio se encargó de organizar en la
puerta de Valmont para que cada empleado de la empresa estuviera al tanto de los beneficios
que puede obtener si trabaja duro, me zambullí adentro de mi nueva belleza y me escapé con
toda la prisa que me permitía el tráfico de las 6 de la tarde en la ciudad, es decir, a paso de
hombre. Sentía cómo la ansiedad se iba apoderando de mi cuerpo a cada instante, así que
aproveché para prestarle un poco de atención a la computadora de viaje. Decidí jugar un poco
con el GPS. Le indiqué el Sheraton de Pilar como mi línea de llegada y automáticamente me
tiró la opción más rápida o la más corta para que eligiera. Considerando que me encontraba
arriba de esta locomotora en potencia, opté por la opción rápida. Una vocecita femenina
simpática me iba diciendo todas las direcciones que tenía que tomar con unos metros de
anticipación. „A 50 metros, doble a la derecha…‟, „a 100 metros, doble a la izquierda…‟.
Pensé que me iba a guiar por Paseo Colón, pero en lugar de eso me hizo ir hasta 9 de Julio y,
en lugar de agarrar Libertador o la autopista, me indicó que lo más rápido iba a ser por Juncal
hasta Las Heras y, recién en Callao, bajar hasta Libertador. “Mirá vos…” pensé, cuando sin
poderlo creer, estaba sobre la Panamericana en menos de 20 minutos. Apreté despacito el
acelerador cuando tomé la curva de General Paz y en menos de 10 segundos ya estaba pasando
los 130 km por hora. Este auto tiene semejante presencia y es tan ancho que no tuve que
hacerle luces a ningún vehículo del carril rápido para que me dejara pasar. Todos me vieron
venir de lejos y no dudaron en abrirse paso. Perfecto. Esto es exactamente lo que necesito.
Este auto combina a la perfección conmigo. 150. 160. 180. 190. ¿Comenzará a hacer ruido en
algún momento? 200. Esto es demasiado. ¿Qué? ¿Ese cartel decía „San Isidro Próxima
Salida‟? Me parece que ya estoy volando. Más vale freno un poco porque de lo contrario no
voy a tener oportunidad de ver de nuevo a Camila. 190. 180. 170. Sí. Así está bien. Ahora
parece que voy a paso de tortuga. 170 me parece una buena velocidad para este auto.
Tranquilo. No puedo creer que no haga ni un solo ruido. Total y completamente hermético.
Epa. ¿Ya estoy en la bifurcación Pilar / Escobar? Pero, si no pasaron más que 10 minutos
desde que doblé en General Paz.
-Continúe por el carril de la izquierda -me dijo la vocecita del GPS.
Me reí al imaginar que adentro del aparato había una mujer leyendo como loca el mapa al
darse cuenta de que llegué a destino antes de lo planeado. Realmente este era un auto para
recorrer no sólo Buenos Aires sino el país entero. Pero, ¿qué digo „el país‟? ¡América! Arriba
de esta hermosura podría viajar sin parar hasta donde llegue el camino. Frenaría delante del

®Laura de los Santos - 2010 Página 111


océano en Tierra del Fuego, daría la vuelta y llegaría hasta el norte de Venezuela sin escalas.
Y creo que aún así no llegaría a escuchar toda la música que trae esta computadora.
-A 200 metros, salga de la autopista y doble a la izquierda -escuché decir a la voz.
Y justo estaba pasando el cartel que indicaba „A 200 mts. Sheraton Pilar‟, con una flechita
y el logo del hotel. Estas eran las cosas que me hacían recordar el increíble valor de mente
humana. Resultaba tan sencillo cuando uno estaba arriba del vehículo, y, sin embargo, nadie se
detenía a pensar que cada uno de los detalles que se enlazaban como eslabones en una cadena
complicadísima estaban diseñados por el hombre. El coche, la computadora, los satélites, las
rutas, el pavimento, el hotel. Todo, absolutamente todo esto, era posible gracias al poder de la
maravillosa mente humana.
En el Sheraton tengo pase libre al gimnasio y una serie de noches promocionales
acumuladas que nunca tengo la oportunidad de usar, por el hecho, justamente de que no suelo
andar en auto. Quizás sea esta una buena oportunidad para quedarme hoy; total, visto y
considerando la enorme cantidad de tiempo que me tomó llegar hasta acá, creo que salir para
la oficina mañana a la mañana no va a ser un inconveniente mayor. Este es el momento en el
que realmente agradezco no tener que rendirle cuentas a nadie. Hace un rato, todavía no sabía
qué iba a hacer a continuación, y ahora estoy entrando en un hotel cinco estrellas, preparado
para recibir una buena sesión de masajes después de nadar un rato en la pileta climatizada. No
tengo que avisarle a nadie, no tengo que estar atento al teléfono en caso de que alguno de mis
hijos se haya caído de la escalera o esté volando de fiebre. Todo está perfecto. Incluso hasta
me da placer ponerme a pensar en Da Silva y saber que él tiene a su papi todo el día
haciéndole sombra y molestándolo y me doy cuenta de que, a pesar de que no hace nada
productivo con su vida, tiene muchas más presiones que yo. Cuánto placer me genera el hecho
de saber que el sábado tuvo que pasarse toda la noche tratando de evitar que se publicara algo
de Van Olders en donde él no estuviera presente sino, nada menos, que yo. Mientras le cedo el
auto al chico del valet parking -que, probablemente, en su vida se haya subido a un 300c, ya
que está completamente maravillado-, me voy relajando cada vez más, sintiendo que mi
felicidad es directamente proporcional a la miseria de mi jefe. Me encanta. Creo que nada
podría traerme mayor satisfacción en este momento. Aunque… unos masajes, quizás… Sí. Ni
siquiera tengo que ponerme a idear un plan en donde la muerte de Da Silva sea el grand finale;
él mismo se está encargando de destruirse a sí mismo. No debe estar tranquilo ni un solo
minuto de toda su patética existencia. Y lo más satisfactorio de todo eso es que, en lugar de
provocarme lástima, me divierte. Lo único que le faltaría ahora es sufrir un accidente que lo
deforme, para que también las mujeres a las que suele tratar como trapos desechables,
comiencen a despreciarlo. Y que tenga que salir corriendo a meterse debajo del ala de sus
hermanas, para que lo mimen y lo protejan de ese feo mundo. Qué tremendo zopenco.
“Siéntate en el porche de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”, me digo a mí
mismo. No necesito hacer absolutamente nada para hacer caer a Da Silva. Él solito se está
encargando de hacer de su vida un asunto tan grotesco que va a terminar desbarrancando. Ahí
me gustaría estar. Cuando tenga que escuchar de su propio padre la desilusión que es y que
siempre fue para toda la familia.
„¡Splash!‟ fue lo que oí cuando me zambullí en la pileta. Me fui nadando hasta el fondo y
no salí a tomar aire sino hasta varios segundos después, casi en la mitad de la pileta. Como no
había traído ropa de baño, decidí hacer uso de una de las mallas que siempre están a

®Laura de los Santos - 2010 Página 112


disposición de los huéspedes. Parecía un turista completamente apasionado por ese hotel. Las
ojotas, el traje de baño y la toalla tenían su logo. Pero cuando eché un vistazo a mi alrededor,
vi que varias de las personas que también ocupaban la pileta estaban en mi misma situación.
Supongo que esto de decidir a último momento venir a dormir aquí es algo que más de uno
considera como válido. Y la verdad es que no es para menos. A diferencia del Sheraton de
Retiro, este tiene verde para donde uno mire. Si bien en el otro uno puede ver el río y demás,
los edificios, cuando uno está tan acostumbrado, no forman parte de un paisaje digno. Éste
cuenta con algunos detalles más en cuanto a amplitud, árboles y tranquilidad. Cuando me
vuelvo a sumergir en el agua, antes de ponerme a nadar unos largos, pienso que esta sensación
es precisamente la que le debe haber pasado por la mente del que diseñó el 300c. Me siento
flotar tanto aquí como dentro del auto.
Cuando salí del agua, dispuesto a descansar en una de las reposeras, vi que había varias
mujeres solas aquí, y que la mayoría de ellas me miraba con intriga. Todas debían tener un
poder adquisitivo como el mío, pero no sentía atracción por ellas; tal vez debía ser porque
ninguna tenía menos de 55 años. Estaban un poco maduras para mí. Imaginé a Da Silva
viniendo aquí con el único propósito de seducir mujeres de edad. Por supuesto que estas
señoras estarían dispuestas a satisfacer sus deseos. Yo podría tener a cualquiera de ellas
también, puedo verlo en sus miradas, y no tengo que darle explicaciones a nadie acerca de lo
que hago, así que bien podría terminar mi noche con alguna. Pero, a pesar de que no estaba
buscando compromisos, tampoco me gustaba pensar en las mujeres como objetos. Camila
tenía todavía mucho potencial y era tanto más hermosa que cualquiera de estas mujeres que ni
siquiera me habilita a compararlas. Y, ¡uff! Sólo de pensar lo bien que la pasamos anoche, me
dieron ganas de llamarla ahora mismo. Pero no. Voy a esperar hasta mañana, ya que es
viernes, para ver si de paso organizamos para hacer algo.

El masaje me dejó completamente renovado y, esa noche, dormí como un bebé. Cuando
me desperté a la mañana siguiente, todavía me estaba preguntando porqué la luz estaba
entrando a la habitación por el lado completamente opuesto al de mi casa. Sólo cuando miré a
mi alrededor y vi la gran habitación en la que me encontraba, recordé que había venido a Pilar.
Por un instante pasó por mi mente el hecho de tener que volver a capital en remís y me dio
ganas de quedarme. Pero enseguida se me vino a la mente el espectacular cochazo que estaba
durmiendo en el garaje y no pude evitar sonreír de satisfacción. Qué poco trabajo costaba
acostumbrarse a la vida lujosa. A pesar de que no estoy acá precisamente para que todos vean
cuánto dinero tengo, las comodidades son tantas que uno rápidamente empieza a considerar
vivir así todos los días. Otra de las cosas que me encantan de estos hoteles de primera
categoría es el desayuno. Cuando bajé al salón comedor, ya comencé a sentir el olorcito a café
recién filtrado y a tostadas recién horneadas. Aparte era viernes, y los viernes todo el mundo
se despierta de buen humor. La mayoría de la gente estaba más relajada aún porque, si estaban
acá un viernes a la mañana, era probable que ya se quedaran todo el fin de semana. Las
personas que trabajan y que están parando en este hotel por negocios, suelen tener sus
reuniones aquí mismo. Debo ser la única persona que tiene que volver a capital esta mañana y
la verdad es que con gusto me quedaría si no me estuviera esperando mi auto nuevo, listo para
llevarme otra vez a volar.

®Laura de los Santos - 2010 Página 113


¿A qué hora sería prudente llamar a Camila? ¿Espero a que salga del trabajo a la tarde?
¿O la llamo al mediodía, antes de que organice algo para después? Sí. Voy a hacer eso.
Excelente. Parece que esta semana va a terminar tan bien como empezó. Y pensar que el lunes
a la mañana sentía que todo el fin de semana se había arruinado; primero con lo de Van
Olders, que Da Silva se encargó de mantener oculto; y luego con lo de Julieta, que casi me
hace perder a la mejor empleada de la empresa. Hoy, en cambio, el sentimiento es
completamente opuesto. Siento una satisfacción digna de acompañar a este coche.
Sonó mi celular y lo primero que hice fue pensar en Camila. “Tonterías”, me dije. Por
más lanzadas que sean las mujeres hoy en día, no creo que vaya a ser la primera en llamar.
Cuando miro la pantalla del teléfono, en cambio, la que aparece es Julieta. “Por supuesto”,
pensé.
-Buen día, Julieta -le dije, y me di cuenta de que mi voz sonó tan relajada que parecía
sugerente.
“Cuidado”, pensé. “Todavía puede renunciar”. Por suerte ella pareció no haberse dado
cuenta.
-Buenos días, señor -dice Julieta. -Perdone que lo llame, pero… el señor Da Silva acaba
de llegar.
¿Qué? ¿Cómo? ¿No se había ido de viaje? ¿Por qué volvió tan pronto? ¿Se habrá enterado
de que me reuní con Oviedo? No. No puede ser. Ay, Dios. Tendría que haberle mencionado
más veces las palabritas mágicas. ¿Qué quiere ahora? ¿Por qué tiene que venir a arruinarme lo
poco que queda de semana? ¿Será posible que siempre encuentre alguna manera de fastidiar
mi vida? Sólo agradezco que haya recibido una sesión tan intensa de masajes ayer, porque si
tenía que verlo antes, probablemente no hubiese tenido la fuerza necesaria para poner alguna
cara de alegría hipócrita. Hoy, al menos, estoy más relajado.
-¿Te dijo algo? -le pregunté, y mi voz ya sonó diferente.
-Sólo me preguntó cuándo llegaba usted -me contestó.
“Con este avión, en 15 minutos”, pensé, y sonreí.
-En media hora estoy ahí -le dije. -Estoy volviendo de Pilar.
No es que hubiera sido completamente necesario agregar eso, pero considerando que vivo
a unas escasas cuadras del trabajo, si saliera de casa, tendría que llegar en 5 minutos. Arriba de
este auto no tendría que tardar mucho más, pero es importante respetar las normas de tránsito
y, según ellas, no puedo circular a más de 130 km por hora. Y bueno… también está el
inconveniente del tráfico, y como no tengo realmente un horario que cumplir en Valmont, creo
que unos 15 minutos extras del tiempo estimado pueden venir bien.
-OK, señor -me dijo. -Hasta luego.
Al menos ella tenía la decencia de saludar antes de cortar, no como el merodeador del
inframundo que estoy obligado a llamar jefe.
-Ahora nos vemos -le contesté, y corté.
Parecía mentira que lo único capaz de modificar el estado zen con el que me había
levantado, se hubiera manifestado. Es tan odioso, tan hipócrita, tan… tan… ya no sé ni qué
decirle. Supera todo lo que mi lenguaje puede sugerir. El único motivo por el que me apuraría
a llegar a Valmont sería el hecho de que no creo que vaya a poder disfrutar demasiado del
viaje de vuelta a capital ahora, por más autazo que esté manejando.
-Lo siento -dije en voz alta, mientras acariciaba el cuero del tablero de mi nuevo bebé.

®Laura de los Santos - 2010 Página 114


Suspiré y le metí rosca; lo único que faltaba era que se metiera en medio del proyecto del
reality y se ponga a modificar cosas.
Al final sólo tardé 20 minutos en llegar a Valmont. Le hubiera dejado mi coche a alguno
de los choferes para que lo estacionara, pero decidí meterlo yo mismo dentro de garaje. Si hay
algo que esos asquerosos espías de Da Silva nunca van a hacer es subirse a mi preciado tesoro
e infectarlo con su mugrienta energía. Hay un lugar en el estacionamiento que tiene una
plaquita con mi nombre escrito, pero siempre estuvo ocupado por alguno de los miembros de
directorio, o simplemente vacío. Hoy es la primera vez en muchos años que yo ocupo ese
lugar con un auto que es de mi propio uso personal. Y qué auto.
Al bajarme, le puse la alarma desde el llavero y vi cómo se encendieron y se apagaron las
luces. Por supuesto que no era necesario activársela realmente, por dos motivos; el primero era
que el estacionamiento tiene seguridad las 24 horas; el segundo era que nadie podría encender
este vehículo sin la llave especialmente confeccionada y altamente codificada que tengo en mi
mano ahora. Pero había algo que realmente me gustaría estar ahí para ver y eso era la alarma
comenzando a sonar sólo porque alguna de las grasientas narices de los choferes dejó su marca
en el vidrio, a causa de sus desagradables curiosidades. Muéranse de envidia. No lo van a
manejar en sus putas vidas.
Cuando llegué al piso 19, Julieta me entregó el café cotidiano, que hoy no estaba tan
ansioso por tomar, ya que la selección de Colombia que provee el Sheraton me sacó las ganas
esta mañana. No es exactamente el mismo olor, pero el de este café me hace recordar por un
instante la pileta y los masajes y me doy cuenta de que son de gran ayuda para pasar el trago
amargo que me espera en la empresa. Pensar en Da Silva como si fuera una de las bolsas de
boxeo que vi en el gimnasio del Sheraton me producía bastante satisfacción. Me imaginé
dándole por todos lados y no pude evitar sonreír un poco. Vamos a ver qué se trae entre manos
antes de preocuparme; quizás sólo sea una de sus tantas visitas sorpresa que suele hacer para
que todos recordemos quién es la persona más importante de la sucursal de Argentina.
-¿Quiere que le avise a Da Silva que ya llegó? -me dijo Julieta, ni bien cruzamos la puerta
de mi oficina.
“Por supuesto. Cuanto antes me saque a esta escoria de encima, mejor”.
-Si, por favor. Gracias -le dije.
Julieta agarró el auricular de mi teléfono y marcó directamente el interno de Da Silva,
mientras yo terminaba de acomodarme.
-¿Tami? -dijo Julieta, refiriéndose a la secretaria de mi jefe. -¿Le podés avisar que ya
llegó? -Hizo una pausa y luego: -Gracias.
Los „quiénes‟ estaban implícitos, por supuesto. Me quedé un instante pensando en cómo
se había dirigido Julieta a Tamara. Se ve que, entre las secretarias, hay una relación mucho
más informal que entre el resto de las personas dentro de una empresa. Casi me hacen acordar
a las mucamas, que siempre lo tratan a uno con respeto, y que se mueven por toda la empresa
casi sin ser vistas, pero luego, en los vestuarios, se dedican a chusmear y se comportan como
en sus propias casas.
Justo antes de cortar, vi que Julieta volvía a llevarse el auricular a la oreja.
-¿Qué…? -preguntó, como para que la otra le repita algo que no terminó de escuchar.
Pero enseguida me miró algo desconcertada. Bajó el auricular y me dijo:
-El señor Da Silva quiere que suba.

®Laura de los Santos - 2010 Página 115


No entendí por qué su expresión. Es lo más común del mundo que Da Silva me pida que
vaya a verlo a su oficina. Comencé a caminar hacia la puerta, pero Julieta me frenó.
-No, no. Usted no… Yo… -me dijo.
-¿Perdón?
-Que dice que quiere que suba yo -me aclaró.
Eso sí que era extraño. Qué tendría que decirle a Julieta que no pueda hacer de manera
telefónica.
-Ah… bueno… -le dije, y ahora el desconcertado era yo.
¿Qué le voy a decir? ¿Que no? ¿Que no estoy de acuerdo con que Julieta suba a verlo?
¿Cómo si tuviera yo algún tipo de autoridad sobre mi jefe? Si quiere puede echar a Julieta
aunque sea mi secretaria y aunque yo no esté de acuerdo con él. Puede hacer lo que se le
antoje. ¿Y por qué esperó a que yo llegue para pedirle que suba? ¿Qué está tramando esta
serpiente? ¿Por qué tiene que venir a meterse con Julieta? Habiendo tantas otras minas en el
mundo que se le tirarían a los pies, ¿por qué tiene que venir a echarle el ojo justamente a mi
secretaria? Porque seguro que es para eso. Quiere engatusarla y quiere que yo me entere.
Quiere que le demuestre todo el fastidio que siento por él. Pero no lo va a conseguir. Confío
plenamente en Julieta y sé que ella no se va a dejar atrapar por sus tentáculos.
-Por supuesto. Subí -le dije, sabiendo que en realidad no necesitaba ninguna autorización.
Julieta colgó el auricular y vi que sus labios se presionaban levemente. Su rostro solía
expresar tan pocas emociones que me las conocía a todas de memoria. Lo que acababa de
hacer significaba que también estaba algo desconcertada con la solicitud de Da Silva.
-Enseguida vuelvo -me dijo.
Salió por la puerta principal y yo me quedé mirando hacia ese lado todo el tiempo que
duró lo que imaginé en mi cabeza como el trayecto de Julieta hacia el piso de arriba. Y aún me
quedé mirando un poco más hacia el techo, tratando de comprobar si mis oídos captaban algo,
cosa completamente improbable, tratándose de un edificio construido en su totalidad en
hormigón. Debo haberme quedado inmóvil algo de catorce minutos; un tiempo demasiado
largo tanto para la quietud empresarial como para que Julieta aún esté ahí arriba. Finalmente
retiré la mirada del techo y me dolieron los ojos cuando parpadeé. Ya estaba comenzando a
impacientarme. Mi pierna se empezó a mover rítmicamente primero, luego más rápido y
finalmente histérica. Suspiré. Traté de recordar la pileta y los masajes y, aunque me traían algo
de calma, no era la suficiente como para terminar de tranquilizarme. ¿Cuánto más iba a tardar
en volver? ¿Y si voy para arriba? Le invento alguna excusa y voy a ver qué está sucediendo.
No. Mejor lo llamo. Le digo que necesito a Julieta urgente para… una reunión con el
directorio. Sí. No. Se va a dar cuenta de que no hay ninguna reunión con el directorio. Tengo
que hacer algo. ¿Me siento? No. Tengo que moverme. La ventana. Sí. Mirar por la ventana
siempre me relaja. “¿Se podrá ver algo desde acá?”, pensé, mientras estiraba el cuello contra el
vidrio. No. Qué tonterías. Encima me llegaba a ver en esta posición e iba a quedar en ridículo.
Ya pasaron 20 minutos. ¿Qué demonios están haciendo ahí arriba? Maldito descarado,
usurpador de mujeres, aprovechador insolente. ¿Por qué no viene acá y--
-¡Buenos días, Domínico! -dijo el imbécil, cruzando la puerta de mi oficina sin golpear,
con uno de sus tonitos elevados e irritantemente inverosímiles.
¿Y qué hace Julieta entrando a su lado? Pero… Un momento. ¿Qué demonios está
ocurriendo acá? ¿Julieta está… llorando? Espero que no se le haya ocurrido una de sus

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fascinantes ideas y haya decidido despedir a mi secretaria, porque se la va a tener que ver con
el directorio y, si eso no funciona, soy capaz de llamarlo a Van Olders para revertir esto.
Aunque… Julieta no parece triste. Es como si… hubiera estado llorando de… ¿alegría? Traté
de esconder un poco el odio que siento por este repulsivo insecto, pero, al ver la expresión
extraña en el rostro de Julieta me costó un poco más.
-¿Estás bien? -le pregunté a Julieta, antes de tentarme a contestarle a Da Silva que los
buenos días eran solamente para él.
-Sí -me respondió ella, aún inspirando fuerte para evitar que se le cayeran los mocos.
¿Cuánto había llorado? Pero sonrió aún más y de pronto me hizo recordar lo hermosa que
era. Lo que no terminé de comprender fue qué tenía que ver mi jefe en todo esto. Julieta miró
sonriendo a Da Silva como si fuera el hombre más encantador del mundo. Él me miró de reojo
y luego soltó una de sus vomitivas carcajadas.
-Nada de qué preocuparse -me dijo, mientras me daba unas palmadas en el hombro.
“Este hombre no tiene ningún instinto de supervivencia”, pensé. “Realmente no sabe el
peligro que corre al tocarme”.
-Le hice un modesto obsequio -continuó dijo Da Silva, como quien no quiere la cosa.
-No es modesto -dijo Julieta, rápidamente, y se miró las manos.
Entre ellas tenía un libro bastante gordo, completamente viejo y raído; pero ella lo miraba
con una admiración similar a la que expresaba mi rostro ayer por el 300c.
-Es una primera edición en castellano de mi libro favorito, Las mil y una noches -
continuó. -Una reliquia. Prácticamente inconseguible y demasiado caro para aceptarlo.
Miró a Da Silva y le ofreció el libro; pero él lo empujó de nuevo hacia Julieta.
-Ya te dije que no. Es tuyo -le dijo él, con algo de picardía en la voz.
Por lo visto, estos últimos 20 minutos habían estado debatiendo entre si era correcto que
Julieta se quedara con el libro o no. Algo que a Da Silva parecía divertirlo bastante y que a ella
le provocaba cada vez más emoción. Yo estaba completamente pintado entre ellos dos y sentí
que mi jefe estaba tratando de vengarse de mí por lo que pasó en el Tigre con Van Olders.
-Qué bien -dije, queriendo sonar casual, pero casi incapaz de controlar mi furia. -¿A qué
se debe el regalo? -pregunté sonriendo.
No era realmente necesario preguntar eso. Julieta se merecía cualquier cosa que ella
quisiera. Era una empleada ejemplar, digna de recibir un regalo diferente cada día. Pero sería
lógico que lo hiciera yo, no él. Da Silva tiene a su propia secretaria para hacerle todos los
regalos que quiera, y, de hecho, se los ha dado. Pero, gracias a la respuesta de Julieta pude
comprobar que aún no había terminado de sentir toda la ira que podía ese día. Hubiera
preferido cualquier cosa antes que las palabras que vinieron a continuación.
-Es mi cumpleaños -dijo Julieta.
Su voz expresó una desilusión que estaba dirigida a nadie más que a mí y, que, por
supuesto, mi jefe no percibió. Era yo quien me había olvidado de su cumpleaños. Era yo quien
la había rechazado el domingo. Era yo quien se agarraba de cada uno de los salvavidas que me
tiró durante estos diez años. Era yo el responsable de toda esa desilusión. Era yo quien tendría
que haberle dado el mejor regalo de cumpleaños de su vida, y estaba tan lejos de conseguirlo
que no pude hacer otra cosa que agarrar toda esa ira que tenía depositada en Da Silva y
volverla contra mí mismo. Pero no me hizo odiarlo menos. Ya tendría oportunidad de lidiar
con mis problemas personales. ¿Por qué sabía él, el nombre del libro favorito de mi secretaria?

®Laura de los Santos - 2010 Página 117


¿Por qué se había tomado la molestia de conseguirle nada menos que una primera edición?
¿Qué era realmente lo que pretendía con Julieta? ¿Es que realmente intentaba sumarla a sus
trofeos de Valmont?
-Oh, lo siento -fue todo lo que pude decir. -Feliz cumpleaños, Julieta -agregué forzando
una sonrisa, y la besé en la mejilla.
Pero no tenía la misma magia que nos había acompañado el domingo. Incluso me dio la
sensación de que sintió un rechazo hacia mí. ¿Podría ser eso? ¿Sería precisamente eso lo que
Da Silva estaba buscando? ¿Que Julieta sienta por mí el desprecio que yo sentía por él? Y lo
que más me preocupaba, ¿sería capaz de conseguirlo? No sería extraño. Después de todo,
estos últimos días no hice otra cosa que desilusionar a Julieta de cuantas formas pude. Y no
era algo que Da Silva supiera, pero el momento le había calzado perfecto. Él probablemente
había estado ensayando la situación desde hacía mucho tiempo; llenando de espías la empresa
para descubrir todo acerca de Julieta. Seguramente fue „Tami‟ la que averiguó el nombre de su
libro favorito. Y ¿para qué? ¿Para que Da Silva le obsequie un poco de sexo y luego se
dedique a conquistar a Julieta? ¿Cómo era posible que estuvieran todas tan ciegas? Ahora que
lo pienso, Da Silva debe creer que la situación le salió todo lo perfecta que esperaba, pero lo
que no creo que Julieta vaya a dejarle saber nunca es que no es sólo la emoción de tener ese
libro entre sus manos lo que le hizo soltar esas lágrimas. Quizás esté pensando cómo es
posible que Da Silva, que jamás está en la empresa y que la debe haber visto si 10 veces en
toda su vida era mucho, fuera precisamente quien le haya hecho el mejor regalo de su vida y
no yo. Yo tendría que conocerla mejor. Yo tendría que haber investigado. Yo tendría que
hacerla sentir como la mujer más valiosa del mundo. Porque era precisamente yo el que sabía
que eso era cierto. Da Silva sólo estaba tratando de ganársela como una mina más, y sin
embargo, había logrado hacerla sentir valiosa. Supongo que eso será lo que hace con todas las
minas que se levanta. Y, ahora que lo pienso un poco mejor, me preocupa que Julieta no se
haya dado cuenta de que en realidad Da Silva nunca la va a valorar como ella se merece.
Pensé que iba a ser un poquito más despierta respecto de este hombre y sus actitudes. Sobre
todo conociendo su vasta trayectoria y fama de galán empedernido. Pero también era cierto
que el domingo sí habíamos tenido una conexión y también era cierto que yo la había
rechazado. Supongo que la necesidad de sentirse valiosa hizo que se dejara llevar hacia las
redes de mi jefe. Quedó cegada por la susceptibilidad y ahora había quedado hipnotizada.
-Gracias -fue todo lo que dijo Julieta; y sonó más lejana que nunca.
¿La habré perdido? ¿Será nuestra relación, de ahora en adelante, tan seca como esa
palabra? Da Silva sólo está tratando de hacerme perder todo lo valioso que tengo, y, por lo
visto, va a terminar triunfando. Pero lo que no sabe es que, en el camino, va a destruir muchas
más vidas que simplemente la mía. Casi siento pena por Julieta. Convertirse de pronto en un
objeto de guerra completamente circunstancial iba a terminar por arruinar su vida. No sé qué
va a ocurrir con ella una vez que Da Silva termine por destruirme, pero sé que no va a ser nada
bueno. Tal vez sea lo mejor que mantengamos una relación de absoluta distancia de ahora en
adelante. Quizás entonces Da Silva vea que ella no significa nada para mí y la deje en paz.
Por suerte yo tenía algo que hacer esa mañana en la empresa que podía dar por finalizado
este encuentro bizarro. Después de la reunión con el piso 18 el lunes, con el 17 el martes, con
el 16 el miércoles y con el 15 el jueves, hoy nos tocaba la reunión de jefes para terminar de
limar asperezas antes de presentarle el proyecto al directorio. Miré mi reloj, luego le entregué

®Laura de los Santos - 2010 Página 118


a Julieta una expresión de la más extrema compasión, que daba a entender que nuestra relación
iba a cambiar de ahora en adelante, y terminé en Da Silva, mirándolo a los ojos
profundamente, para que comprendiera que aún si él llegaba a perder esta guerra, ya había
ganado todo al quitarme a Julieta.
-Tenemos una reunión en cinco minutos con todos los jefes de área -le dije a Da Silva. -
Para terminar de discutir algunos detalles acerca del nuevo proyecto que le comenté. ¿Le
parece bien si nos acompaña?
Él podría haber ganado una batalla, pero no la guerra. Da Silva no tenía la menor idea de
lo que se iba a discutir adentro de la sala de reuniones y, quedar mal delante de todos los jefes,
era otra de las cosas que no le gustaba en absoluto. Y si se había pasado estos últimos días
tratando de conseguir ese libro de mierda, menos iba a saber. Lo miré esperando que me dijera
que sí, que nos acompañaría, pero sabiendo que de ninguna manera lo iba a hacer.
-Por favor -dijo. -No quiero retrasarlos más. Me tengo que ir, pero no quería dejar pasar
esto.
„Esto‟. ¿Qué carajo quería decir con „esto‟? ¿„Esto‟ de arruinarte la vida? ¿„Esto‟ de
empomarme a tu secretaria? ¿O „esto‟ de caer de sorpresa a Valmont para que todos recuerden
que soy el presidente?
-Julieta… una vez más… feliz cumpleaños -dijo.
Ah, OK. „Esto‟ de empomarme a tu secretaria, entonces.
-Que termines muy bien tu día -concluyó, y también la besó en la mejilla.
La única diferencia fue que ahora Julieta no sintió asco, sino que se ruborizó y volvió a
mirar su reciente y de-ahora-en-adelante-más-preciada adquisición.
-Muchas gracias -le dijo.
No „gracias‟, como a mí; sino „muchas gracias‟. Pero está bien. Me lo merezco. Tendría
que haberme acordado de su cumpleaños y tendría que haberle regalado algo lindo. Mañana le
traigo un perfume. Cierto. Mañana es sábado. Mejor se lo compro esta misma tarde.
Da Silva se fue de mi oficina y los dos nos quedamos mirando para ese lado hasta que las
puertas del ascensor se cerraron. Después vi cómo Julieta pasaba sus dedos por el libro y
sonreía por lo bajo. Pero un instante después retomó su postura habitual y dejó de ser la Julieta
de Puerto Madero, para recuperar su rol de secretaria.
-Enseguida le confirmo si ya están todos reunidos -me dijo, tan seca como un desierto.
-No te preocupes -me anticipé. -De todas formas ya estaba por salir hacia allá.
-Ya los alcanzo, entonces. Voy a avisarles a Rubén y a Mario -dijo.
Yo asentí y salimos caminando para lados opuestos. De pronto me encontré sintiendo
como que eso de comenzar a andar por senderos contrarios iba a ser, de ahora en adelante, más
metafórico que literal. Todavía sigo pensando que, una vez que supere la emoción de hoy, se
va a dar cuenta de que Da Silva no tiene ningún interés en ella como persona, sino más bien
como objeto, y va a volver a la realidad. Aunque es más un deseo desesperado que una posible
conclusión. Sólo con pensar que esa arpía la toca, me retuerce las tripas. Su juego se estaba
convirtiendo en demasiado sucio y, lo más importante, estaba rayando los límites del peligro,
para él y para mí. Realmente no sé qué va a pasar de ahora en adelante, pero me acabo de dar
cuenta de que Da Silva cruzó una línea en dónde ya no le iba a ser posible retornar. Y lo peor
de todo, no creo que le importe.

®Laura de los Santos - 2010 Página 119


El nuevo proyecto que estábamos emprendiendo en Valmont era tan fabuloso que, al
menos, por un par de horas, pude sacarme de la cabeza a Da Silva y a sus sádicos jueguitos.
Adentro de la sala de reuniones, y más cuando estaba llena de gente, Julieta era siempre mi
secretaria y se comportaba como tal. Dejó del lado de afuera toda la aridez y se dedicó a tomar
notas en su libretita durante el tiempo que duró la reunión. Yo no perdí oportunidad de meterla
dentro de la primera persona del plural cada vez que tenía que referirme a la idea original y a
los progresivos avances, ya que la posibilidad de que renuncie estaba ahora más cerca, no más
lejos. Pero, de pronto, cuando me vino eso a la mente, luego de decir el primer „nosotros‟, me
di cuenta de que quizás no había sido nunca su intención dejar la empresa, que quizás estaba
tratando de pasar por encima de mí para no tener que volver a verme, sin necesidad de irse en
absoluto. Más allá de mi creciente preocupación por quedarme sin sus consejos y sus
habilidades, había algo que siempre me relajaba un poco y eso era que Julieta amaba su
trabajo casi tanto como yo, por lo que, al final, algo me terminaba sugiriendo que no iba a
renunciar aunque nuestra relación se tornase distante. Pero nunca se me había ocurrido la
posibilidad de que, si le daba a Da Silva todo lo que él le pedía, quizás terminaría en un
escritorio al lado del de Tamara, en el piso 20. Y entonces seguiría trabajando para Valmont,
pero no tendría que hacerlo directamente para mí. Quizás por eso ella se dejó llevar tanto por
ese estúpido regalo; quizás por eso iba a seguir adelante con el jueguito de Da Silva. Ahora sí
que comenzaba realmente a preocuparme. Ahora sí que no tenía ni una sola carta bajo la
manga, así fuera un dos de picas. La situación se me había salido completamente de las manos
y la noticia de que Julieta no iba a trabajar más para mí comenzaba a formar parte de una
desesperante cuenta regresiva. Pero, a pesar de la adrenalina que recorrió mi cuerpo, la
situación no podía ser resuelta en ese momento, en medio de una reunión. No pude saber
cuánto tiempo pasó desde que me invadió el pensamiento hasta que continué con la reunión, ni
cuántos se habían dado cuenta de que, por un instante, me había quedado en silencio. Pero sí
había algo que no necesitaba confirmación; y eso era que Julieta sí se había dado cuenta y que,
probablemente, había leído mi mente una vez más. Ni siquiera tuvo que mirarme para que yo
pudiera comprobarlo. La palabra „nosotros‟ me había salido con una imperceptible, aunque
traicionera hesitación, que a ella le bastó para comprender que todavía yo seguía pensando en
el reciente episodio de mi oficina y su pluma se detuvo en una palabra a medio escribir.
Quizás no eran mis sentimientos al pensar en nosotros lo que la dejó pensando también a ella,
sino el posible hecho de que yo me haya dado cuenta de su plan y las subsecuentes
consecuencias. Pero, ¿qué podía hacer yo? Si la echaba, no iban a pasar más que dos días antes
de que volviera a Valmont, directamente al piso 20, y encima con una indemnización por
haberla obligado a retirarse sin razón. Además, eso iba a volar al carajo la cuenta regresiva y
lo peor ocurriría por mi entera culpa mucho antes de lo esperado. ¿Cuánto era en verdad „lo
esperado‟? Ni siquiera podía tener eso a mi favor. Da Silva y Julieta tenían todas las de ganar.
Lo único que me quedaba hacer era tomar la medida más desesperada de todas; esa que
siempre supe que existía, pero que jamás hubiera pensado que iba a tener que elegir algún día:
Hacerle saber a Julieta lo mucho que la necesito; directamente y sin vueltas.
Hubiera deseado que la reunión se extendiera no sólo al resto del día, sino a la eternidad,
para no tener que enfrentarme nunca con ese momento desagradable de tener que pedirle
disculpas a Julieta de manera tan creíble que la hiciera dudar de su idea de abandonarme. Pero,
lamentablemente, estaban todos tan emocionados por comenzar con el reality, que, en menos

®Laura de los Santos - 2010 Página 120


de dos horas, Rodados deMentes quedó tan perfecto que los viejos anticuados del directorio no
iban a poder atacarlo por ningún lado; era un pozo de petróleo listo para ser explotado. Así
que, cuando salimos todos de la sala, lo fastidioso consideró que era el momento pertinente
para manifestarse.
-Julieta -alcancé a llamarla antes de que se me perdiera de vista.
Ella se dio vuelta y me miró. Era ella, creo… Aunque su mirada era diferente y nueva. No
parecía ni mi secretaria, ni la Julieta de rulos al viento. Su expresión era similar a la de Noir;
alguien que sabe quién soy, pero que no tiene nada que envidiarme. Aunque incluso podría
decir que la mirada de Noir mostraba un poco más de respeto que la de la mujer que ahora
tenía enfrente. Julieta era una roca. No expresaba ni la mitad de las emociones que la Mona
Lisa. Casi me dio un poco de miedo tener que hablarle, como si de pronto me encontrara
rindiendo mi último examen en la facultad.
-¿Puedo verte un minuto en mi oficina? -le dije, y aunque no quise, el temor consiguió
atravesar mis cuerdas vocales junto con las palabras.
-Por supuesto -me dijo.
Me dio la sensación de que las palabras „todavía tengo que hacer lo que me pida, aunque
no por mucho tiempo‟ tenían que venir a continuación, pero se las guardó. Caminó adelante
mío en dirección a mi oficina y me dio la sensación de que ahora era ella la que lo hacía para
no tener que revelarme su expresión.
Cerré la puerta de mi oficina cuando quedamos los dos adentro y tuve que acordarme de
lo que era respirar para no pasar por la bochornosa situación de desmayarme delante de ella.
¿Cómo se lo digo? ¿Voy hasta la ventana y lo suelto de espaldas, como quien no quiere la
cosa? No. Eso es de cobarde. Tengo que hacerle creer que lo siento de verdad. A primera
vista, no tendría que ser tan complicado, ya que lo único que necesito es ser honesto; después
de todo, sí es algo que siento de verdad; pero, por algún motivo, me resulta más difícil
precisamente por eso. Además, ella ya lo sabe; no necesita que yo se lo diga. No. Basta. Eso
también es de cobarde. Tiene que ser de frente, y pausado, no como si quisiera quitar de mis
manos una piedra caliente. Todo sea para que no me deje.
-Sentate, por favor -le dije.
Ella se sentó en una de las sillas que se enfrentaban a la mía y me miró, esperando,
seguramente, alguna instrucción de trabajo. En lugar de dar la vuelta al escritorio y ocupar mi
sillón, decidí sentarme a su lado, en la otra silla que hacía juego con la que ahora ocupaba ella.
Si tengo que pedirle disculpas, necesito mostrarle que no soy mejor que ella, al menos por
ahora. Cuando me senté, vi que se acomodó un poco hacia atrás, algo desconcertada. ¿Le tomo
las manos? No. Ya va a ser demasiado. Lo que quiero es que no deje de ser mi secretaria, no
que piense que aún quiero entablar una relación social.
-Estuviste muy bien ahí adentro -le dije, como para romper el hielo.
Pero ella se quedó callada. Mmmh… no sé si fue una buena idea. Ahora que me acuerdo,
no le gusta que le alaguen su trabajo. “Dale, soltalo”, pensé, pero de pronto sentí como si me
hubiera olvidado el idioma. Ya está. Es el momento. ¿Qué puede pasar?
-Julieta… yo… -arranqué.
Me cuesta. Me cuesta. Me cuesta.
-Realmente siento mucho… haber olvidado tu cumpleaños -conseguí soltar.

®Laura de los Santos - 2010 Página 121


Julieta bajó inmediatamente la mirada y se quedó con la vista clavada en su libretita. Bien.
Funcionó. Al menos no se lo esperaba. Además, era cierto. Jamás, en diez años, había
olvidado su cumpleaños. Incluso recuerdo que la semana pasada me vino a la mente que se
acercaba la fecha, pero después de lo de Van Olders, y el domingo y Camila, finalmente se me
pasó. Me quedé unos segundos esperando a ver si decía algo, pero no habló; simplemente
acarició su libreta y me di cuenta de que lo hacía de la misma manera en que había tocado su
libro favorito un rato antes. ¿Qué tiene esta mujer con esa libreta? ¿Cuántas habrá llenado ya
en lo que va de estos años? Debe tener la casa repleta.
-Estuve estos días con la cabeza en cualquier lado… -dije, retomando mi disculpa. -…y se
me pasó.
Ambos sabíamos que, en realidad, no le estaba pidiendo que perdone precisamente mi
falta de memoria, sino mucho más. El cumpleaños venía a funcionar como excusa; calculo que
ella lo habrá comprendido. Pero no. No puedo dar por sentadas las cosas en un momento en
donde su rol de secretaria pende de un hilo. Tengo que ser más claro.
-En realidad… no es sólo eso -agregué.
Levantó su mirada, y afortunadamente su expresión pasó de pintura a estatua; al menos
ahora tenía algo de relieve. “Tengo que disculparme por todos estos años” iba a decirle, pero
entonces probablemente hubiera renunciado definitivamente. Si se daba cuenta de que yo era
consciente de que no le reconocí nada en tanto tiempo, iba a merecer que se marche ahora
mismo. La cara de Julieta estaba empezando a comportarse de manera extraña. Parecía como
si oyera más mi mente que mis palabras; como si estuviera esperando que efectivamente
convirtiese mis pensamientos en ondas de sonido. “Qué idiotez”, pensé, “deben ser los nervios
que estoy sintiendo”. Pero bueno, tenía que decir algo. Nadie se queda callado después de „no
es sólo eso‟. Se supone que tengo que seguir hablando.
-Parece como que al no acordarme de tu cumpleaños, estoy también olvidando lo valiosa
que sos… -“para mí”, pensé, pero me arrepentí. -…para esta empresa.
Cobarde. Si sigo así no voy a terminar de dejar mis conceptos claros. Por suerte pareció
no darse cuenta. Pero no dijo nada. ¿Por qué no habla?
-Pero no es así. Acá se valora mucho todo lo que hacés -dije, pero no sentí que estaba
yendo por buen camino. -Yo… valoro muchísimo todo lo que hacés.
Bien. Una pequeña sonrisa. No sé si se está dando cuenta de su expresión, pero yo puedo
ver claramente que está más relajada. Creo que lo mejor va a ser que continúe hablando en
primera persona. Después de todo, „la empresa‟ no es para nada „la empresa‟, sino „yo‟.
-Espero que lo sepas -continué, al ver que esto iba a convertirse en un monólogo. -Quizás
no sea muy demostrativo, pero agradezco tu dedicación.
¿Habrá perdido la condición del habla esta mujer? ¿Existirá la posibilidad de que diga
algo en algún momento? Por lo visto no. Se quedó en silencio. Pero, ¿qué más está esperando?
¿Que me arrodille? Bueno… tampoco es absolutamente irremplazable. Más que esto ya no
puedo hacer. Pensé que iba a ser suficiente, pero por lo visto sigue esperando algo.
-¿Sí? -le pregunté, con una sonrisa.
Algo de entusiasmo, por favor. Bueno. Una pequeña sonrisa, un poquito más expresiva
que la anterior, aunque me da la sensación de que La Piedad, de Miguel Ángel sonríe más.
Qué extraño fue pensar en esa escultura precisamente ahora. Tal vez sea porque me está
pareciendo que su sonrisa es más condescendiente que agradecida. ¿Será que me tiene

®Laura de los Santos - 2010 Página 122


compasión? Creo que esta situación está tomando un rumbo que no esperaba. Tengo la
sensación de que está esperando de mí más de lo que puedo darle. Una cosa es que yo
reconozca sus aptitudes y las agradezca; otra muy distinta es que pretenda que le pida de
rodillas que no se vaya. Esto es demasiado. Ya es hora de que se vuelva a su oficina y si, a
pesar de mi reconocimiento, aún decide abandonarme, será ella la malagradecida, no yo.
Me quedé esperando a que hiciera algún gesto, alguna señal, algo que demuestre que
había escuchado mis palabras. Después de un instante, asintió levemente con la cabeza y me
sonrió como diciendo „y bueh… si eso es todo…‟. Pero luego se quedó mirándome en silencio
algunos segundos más que yo no pude terminar de descifrar. Por un momento sentí que estaba
esperando que me arrepintiera y le dijera todo lo que en realidad pienso de ella; que me parece
hermosa, que no creo que exista una persona en todo el mundo que equipare su talento y que
la necesito aún más de lo que estoy dispuesto a admitir. Pero nada de eso iba a ocurrir. Ya me
había prometido mantener las cosas dentro del ámbito laboral y no iba a modificar mi manera
de pensar ahora. Aparte, la realidad era que yo aún no sabía si ella estaba siguiendo el juego de
Da Silva por su propia conveniencia o si realmente había caído en sus redes de manera
inconsciente. En cualquier caso, la distancia estaba pasando de ser una mera formalidad
laboral a completamente imprescindible. Si mi jefe quería arruinar mi vida, no iba a dejar que
el latigazo alcance también a Julieta. Tragué saliva y mi rostro se volvió una piedra. Pude ver
que ella había percibido que no iba a arrepentirme, ya que hizo esa pequeña mueca y presionó
los labios, dando a entender que la situación no le gustaba, pero que no tenía más remedio que
aceptarla.
Ella sabía algo que yo aún desconocía, y que, más adelante, hubiera dado mi vida por
conocer; algo que de ninguna manera podía yo prever por ese entonces. Cuando se levantó y
caminó hacia su oficina sin decir una sola palabra desde que había entrado, y sin mirar atrás,
me quedé con la sensación de que algo estaba faltando; quizás había tenido que ver con su
última expresión, que había vuelto a revelar misericordia. Me quedé pensando que ella se
guardó más palabras de las que había ocultado yo. Pero, claro. No se puede ver más allá de lo
que no se comprende. Y en un futuro, más cercano de lo que hubiera deseado, iba a tener que
enfrentarme con esa dura verdad.
No quería seguir pensando en Julieta. Los últimos días, todo lo relacionado con ella venía
seguido de alguna complicación inesperada. Así como por un lado se esforzaba a cada instante
por sacar adelante el reality y cada idea que tiraba hacía que el proyecto pegue un salto
cualitativo sin precedentes, por otro, en lo que a nuestra relación refería, parecía que las cosas
se ponían cada vez más tensas y no había situación en la que nos encontráramos solos en que
alguno de los dos no se sintiera incómodo. Decidí que no iba a prestar más atención a sus
expresiones, ni a sus miradas ni a nada que tuviera que ver con su persona. Ya me había
disculpado y ya le había aclarado cuánto valoro su trabajo. A partir de acá, cuanto más fría la
relación, mejor. Saqué de mi billetera la tarjeta personal de Camila y decidí que, como era la
hora del almuerzo, no iba a quedar mal que la llame. ¿A qué teléfono la llamo? ¿Al celular?
No. Aún puede existir la posibilidad de que esté en una reunión y no me gustaría
interrumpirla. ¿A la oficina? Si está desocupada, su secretaria me va a comunicar y no voy a
quedar como un impertinente. Sí. Excelente. Levanté el auricular y marqué el número.
-Usted se ha comunicado con IBM… -decía una voz grabada de hombre.

®Laura de los Santos - 2010 Página 123


¿Qué hago? ¿Cuál es el interno? Me molestan los contestadores automáticos. Pensé que
iba a tener algún directo.
-…si conoce el número de interno, por favor, dísquelo ahora. De lo contrario aguarde y
será atendido por la operadora -concluyó la grabación.
Genial. Hasta las máquinas podían leer mis pensamientos. Por suerte después del „piiiiip‟
habitual, en lugar de la musiquita de Mozart distorsionada, comenzó a sonar una música
instrumental. Eso me sorprendió, aunque más lo hizo el hecho de darme cuenta de que hace
años que no llamo a ningún lado desde acá; siempre lo hizo Julieta. Pero, definitivamente no
iba a pedirle que me comunique con esta particular persona.
-IBM, buenos días -dijo una recepcionista.
-Con Camila Schw-- comencé a decir, pero me di cuenta de que nunca había leído el
apellido. Wow… era realmente largo. -Schwellin… bergertz -dije, después de leerlo en la
tarjeta un par de veces.
-Enseguida le comunico -dijo, y volvió la música.
“Schw…ellinbergertz…., Schwellinbergertz…”, me repetí, mientras miraba la tarjeta. Si
bien no tenía que sonar como que me había estudiado su apellido de memoria, tampoco tenía
que quedar como que ni siquiera me importaba su nombre, lo cual era bastante cercano a la
realidad. ¿De dónde será ese apellido?
-IBM, buenos días -dijo una nueva voz; sin lugar a dudas, su secretaria.
A ella no iba a tener que decirle el apellido. Aparte si le decía „Camila‟ directamente, por
lo menos iba a preguntarle a su jefa si me conoce, antes de tomar nota de cualquier cosa con
tal de filtrarle todos los llamados posibles, como solía hacer Julieta.
-Con Camila, por favor -dije, cortante.
-¿De parte de quién?
-Del Señor Domínico -respondí.
“¡Alto!”, pensé. “¡Idiota! ¡Gracias si sabe tu nombre!”
-De… Guillermo… Domínico -aclaré, justo a tiempo antes de que me ponga la música y a
continuación tome nota de lo que quiero antes de pasarle, porque Camila no me conoce.
-Un segundo, por favor -dijo la otra, automáticamente.
Sentí un cosquilleo por el cuerpo cuando me puso en espera. Comencé a pensar en la
noche del lunes y en el absolutamente sensual juego de ropa interior de encaje que le saqué
sobre mi cama. No pude evitar sonreír.
-¿Hola?
Era su voz. Qué encantadora voz tenía. Tuve que controlarme cuando la escuché para
evitar que la sangre hierva y me produzca una erección.
-¿Camila? -pregunté, aunque ya sabía que era ella.
-Sí -contestó. -¿Cómo estás?
-Bien, bien… ¿Te interrumpo?
-Para nada.
Esas palabras sonaron con un tono que indicaba que estaba sonriendo. Dicen que no hay
diferencia, pero se nota cuándo un habla sonriendo y cuándo no. Esto era una excelente señal.
Hubo un pequeño silencio. Yo iba a decir algo, pero se me adelantó.
-Qué lindo escucharte -dijo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 124


Esto era aún mejor de lo que esperaba. Ya no veía la hora de salir corriendo de esta jaula,
subirme al 300c y volar a buscarla.
-Bueno, muchas gracias. Es muy lindo escucharte también -le dije, con la voz más
seductora que encontré.
Escuché una pequeña risa y también sonreí.
-Me preguntaba si tenías planes para esta noche -le dije.
-Depende… ¿qué tenés en mente? -me contestó.
Qué fantástica manera de hacer que la conversación fluya como si estuviera siendo
transportada por mi cochecito nuevo.
-Cine… Cena… Paseo por el río… -“Viaje a Mar del Plata”, pensé, y sonreí.
-Suena interesante -me dijo, y por el tono de su voz, pude comprender que era
exactamente lo que estaba buscando para terminar la semana.
-Algo tranqui, para darle un buen cierre a la semana que arrancó tan bien -le dije.
Volví a escuchar su risa y pude comprobar que esta noche la íbamos a pasar demasiado
bien. Ya me estaba imaginando a 180 km por hora en la Panamericana, camino al Sheraton de
Pilar con esa despampanante belleza.
-Exactamente lo que necesito -me dijo.
-¿A qué hora te paso a buscar?
No le iba a dar alternativa hoy. Tenía que hacer, por todos los medios, que Camila
conozca mi auto nuevo.
-Mmmmh… salgo de acá a las 8, más o menos -dijo. -Supongo que pretender conducir en
más de una cita es demasiado pedir, ¿no?
-Sólo te dejé darte el gusto para que no pienses que soy un sátiro -le contesté, riendo.
-Todavía no estoy tan segura de eso -me retrucó.
-No tientes a tu suerte, corazón.
Y ya no pudo más. Se empezó a reír y yo la acompañé mientras me recostaba sobre el
respaldo. ¡Dios, qué suerte tuve al conocer a esta mujer!
-Está bien… está bien -dijo, finalmente. -Me rindo. Igual quiero ir a casa primero. Anotá
la dirección.
Volví a poner el respaldo recto y agarré un papelito.
-Decime.
-Guido 1212. Piso 12. Y no, no es broma.
-Ya estaba pensando en ir a jugar a la quiniela -le dije.
-No te gastes. Ya jugué yo cuando me mudé y ya gané.
Wow. Esta mujer estaba llena de sorpresas; y cada una de ellas era más encantadora que
la anterior. Por lo visto, el mundo estaba dispuesto a darme justicia. Nunca lo había sentido de
esta forma antes, pero, por primera vez, tengo más ganas de irme de Valmont que de llegar.
Ya me estaba imaginando su expresión al ver a mi nuevo auto. Menos mal que me fui hasta
Pilar ayer. Me dio oportunidad de conocerlo bastante. Quedaría como un ridículo si se me
llega a parar o algo de eso. Todavía me daba un poco de miedo la cuestión de la caja
automática. Ya veo que por la costumbre de apretar el embrague junto con el freno para hacer
el cambio, clavo mi pie izquierdo en el pedal del freno y quedamos los dos oliendo el tablero.
Me tengo que atar la pierna.

®Laura de los Santos - 2010 Página 125


-Tendré que probar suerte por otro lado, entonces -le dije, antes de que piense que se cortó
la conversación.
-A las 9:30, ¿te parece? -me dijo, luego de una risa.
-Perfecto -contesté. -Ahí estaré.
-Nos vemos -agregó y escuché cómo apoyó delicadamente el auricular sobre el aparato
del teléfono.
Colgué mi auricular y me volví a recostar en el asiento, completamente satisfecho de
poder tener un lugar adónde escapar de las incomodidades que estaban surgiendo en la
empresa.
Julieta golpeó la puerta que comunica nuestras oficinas.
-Pasá -le dije, volviendo a sentarme.
Todavía tenía yo una expresión de serenidad en el rostro que Julieta no tardó en descubrir
ni bien cruzó la puerta. Se quedó un instante mirándome algo extrañada. Supongo que tendrá
que ver con el hecho de que hace diez minutos ella se fue y me dejó consternado, y ahora
reaparece y yo me siento como si recién hubiera salido de la pileta. Podría disimular un poco,
considerando que hace un instante estaba pidiéndolo disculpas, pero al ver la forma en que
reaccionó antes, que ni siquiera me dijo gracias, ahora ya no me importa lo que piense. Es
más, creo que es la primera vez en mi vida que no me molesta realmente si decide renunciar, o
mudarse al piso 20. Si pude encontrar a otra mujer tan brillante como ella, debe haber más.
Nadie es imprescindible dentro de una empresa. No digo que sea algo fácil, ni mucho menos,
pero tengo que dejar de darle tanta importancia. Que ella haga su vida y que Da Silva, si
quiere encamarse con ella, que lo haga. Julieta sabrá por qué lo hace.
-Acá está el resumen de la reunión -me dijo, acercándome una bibliorato bastante gordo.
-¿Ya está? -dije, genuinamente sorprendido.
OK. Iba a ser muy difícil de reemplazar, si decidía renunciar. Sólo espero que sepa tan
bien qué hacer con su vida social como sabe manejar su vida laboral. Más allá de eso no puedo
obrar. Lo único que me falta es tener que empezar a darle consejos yo a ella.
Julieta simplemente asintió, y no se tomó mi sorpresa como un alago. Nunca lo hacía,
pero pensé que quizás hoy… considerando que le había dicho que la valoro y demás… pero
no. En fin. Ella sabrá.
-Gracias -le dije, y comencé a verlo delante de ella. -Marchando sobre ruedas… -dije
sorprendido, al ver que el proyecto ya estaba listo para ser presentado al directorio. -La
semana que viene ya podríamos lanzar el casting, ¿no?
-Sí. Con suerte el directorio va a dar el visto bueno el lunes, así que el martes ya
podríamos lanzar la publicidad -dijo, pero me dio la sensación de que no estaba todo lo
contenta por comenzar con el reality como había previsto cuando la incluí como coautora
desde el principio.
-Eso es muy bueno, ¿o no? -le dije, para que vea que no terminaba de comprender su
expresión.
-Por supuesto. Es genial. -contestó.
“Comentáselo a tu cara”, pensé. Creo que quizás sea una buena oportunidad para
agradecerle un poco más, para que no crea que le dije todo lo anterior por compromiso. Cerré
el bibliorato y puse mi mano sobre él.
-¿Sabés que nada de esto hubiera salido adelante si no estuvieras acá, no?

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Ya no intentaba sonar como si estuviera dando lástima. Ni siquiera me pareció que estaba
alagando su trabajo. Lo que decía era una simple realidad. Pero me estaba pareciendo que no
importaba lo que yo dijera; ella no iba a quedar conforme de cualquier manera. Vi que afirmó
con su cabeza, pero en su rostro comenzaba a revelarse una expresión de preocupación. Quise
preguntarle a qué se debía, pero no me animé, creyendo que podía llegar a vomitar todas las
palabras que se había venido guardando desde el domingo. Pero no podía quedarme con la
duda; quizás estaba viendo algún error en el proyecto que no se animaba a decirme.
-¿Te parece que el proyecto tiene alguna falla, o que podríamos hacer algo para
mejorarlo? -le pregunté.
-No, para nada. El proyecto es perfecto -dijo.
Y otra vez percibí un desierto en su voz.
„El proyecto es perfecto‟. ¿Qué significaba eso? ¿Que el proyecto era perfecto pero que
todo lo demás no? Y, en todo caso, ¿qué era todo lo demás? ¿Nosotros? ¿Nuestra relación? No
tengo tiempo para sentarme a seguir analizando nuestra relación. Ya llegué a la conclusión de
que el domingo hice lo correcto; ya decidí que le iba a dejar saber a Da Silva que ella no era
tan importante para mí, para que la deje en paz; ya le pedí disculpas. ¿Qué más puedo hacer?
Al menos me saqué la duda; efectivamente, su cara de piedra tiene que ver conmigo y no con
el reality. Eso es lo único que me importa. Sus sentimientos pueden cambiar. Quizás más
adelante termine de comprender por qué yo hice lo que hice. Pero lo que no puede pasar es
que este proyecto tenga fallas. En tanto sigamos trabajando en equipo y la empresa siga
funcionando todo lo bien que lo viene haciendo hasta ahora, lo demás es tema secundario.
Basta de pensar en esto. Ya está consiguiendo que toda la satisfacción que me hace sentir
Camila se desvanezca.
-Gracias, entonces. De verdad -le dije, para que viera que no mentía y para que se diera
cuenta de que esta conversación había llegado a su fin.
Ella asintió corta y bruscamente, como si estuviera saludando a un militar, y se dio vuelta
para retirarse.
-Ah, esperá un segundo -le dije.
Se volvió hacia mí, pero su espíritu ya se había vuelto a su oficina.
-¿Podés hacerle una fotocopia a todo esto? -le pregunté, colocando mi mano sobre el
bibliorato.
-Sí, cómo no -dijo, mientras se acercaba para llevárselo otra vez.
-Tu idea de comentarle acerca del proyecto a Oviedo fue excelente -le aclaré, al ver que
ella no terminaba de comprender lo que le estaba pidiendo. -La copia es para él. Quiero
mantenerlo lo más al tanto que se pueda.
-Sí, señor -dijo, más automáticamente que el contestador de IBM.
-Gracias.
¿Será suficiente? ¿Existirá la posibilidad de poder contar con la Julieta laboral, dejando de
lado a la Julieta social? Lo hemos hecho durante más de 10 años. Sí. Es cuestión de tiempo.
Todo volverá pronto a la normalidad. Le sonreí, en gesto de esperanza, pero sólo me devolvió
una mirada fría y hasta llegué a percibir que negaba levemente con la cabeza. ¿O era mi
imaginación? Fuera lo que fuera, era lo único con lo que podía contar por el momento.

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El resto de la tarde pasó casi inadvertido. Otra vez estábamos en una meseta laboral. No
podíamos seguir adelante con el proyecto hasta que el directorio lo aprobase. Por lo demás,
sólo quedaban actividades rutinarias para llenar el día. Cada vez que recordaba a Camila y a
mi auto, sentía unas ganas desesperadas de salir corriendo y la tarde se me pasaba más
lentamente.
Antes de retirarme, ya alrededor de las 7, decidí volver a chequear mis mails. Vi que,
entre los ya leídos de la bandeja de entrada, estaba todavía ese que se había abierto
automáticamente el otro día, a pesar de que recordé haberlo borrado. Me produjo una
sensación extraña acordarme de él. Enseguida me vino a la mente la frase y, a continuación, el
chorro y su nefasto intento de robo. Para no tener que lidiar más con eso, decidí borrarlo una
vez más, pero cada vez que lo mandaba a la basura, me aparecía un error y no me dejaba
borrarlo. Ahora sí que estaba considerando seriamente la posibilidad de que fuera un virus;
alguna clase de transmisor de enfermedades que había conseguido traspasar la virtualidad y
realizarse mágicamente. Parecía que no importara lo que hiciera, esa frase iba a seguir
persiguiéndome por algún tiempo más. “Somos parte el uno del otro”, pensé. Ya les voy a
demostrar de quién voy a ser parte. Voy a tener tanto sexo con Camila que ya no vamos a
distinguir qué parte de qué cuerpo es de quién. Al menos, cada vez que se me aparezca la
frase, voy a tener un recuerdo mejor con qué asociarla.
Apagué la computadora y me fui de la oficina sin siquiera avisarle a Julieta. No quería
tener que verla más en todo el día y agradecí la proximidad del fin de semana. Al menos iba a
poder descansar de estas situaciones bizarras por unos cuantos días.
Estacionamiento. Alarma. Auto soñado. Ronroneo del motor. Salida de la empresa.
Saludo a los choferes. “Adios, idiotas”. A casa. Bañito. Perfume. Las 9. Alarma. Auto soñado.
Ronroneo del motor. A lo de Camila. 9:30. Ding Dong.
-¡Ya bajo! -dijo Camila por el portero.
Caminé de vuelta hacia el auto y me acomodé la corbata mientras veía mi reflejo en el
vidrio polarizado y siliconado. Me apoyé contra la puerta, sabiendo que el auto estaba tan
limpio que quizás mi ropa recién salida de la tintorería iba a tener más posibilidad de
ensuciarlo que la alternativa contraria. Me detuve a observar la rosa que traía entre mis manos
y descubrí por qué a las mujeres les gustan tanto las flores. No hay objeto que combine mejor
con la belleza femenina que una delicada flor. Ahí está. Tan radiante como el primer día que la
vi. Y ese vestido. Nada tiene que envidiarle a la seda que cubría el cuerpo de Julieta el
domingo. No creo que exista una belleza más digna de subirse a mi auto. Me acerqué
lentamente hacia ella para que tuviera tiempo de apreciarme con el 300c de fondo. Le entregué
la rosa y la besé en la mejilla. Ella sonrió y comenzó a caminar hacia el auto. Cuando quedo
adelante mío pude ver que su espalda estaba completamente al descubierto. Sólo la abrigaba
del frío nocturno una tela de seda que combinaba a la perfección con su atuendo. Pasé mi
mano por su espalda y la acaricié levemente mientras la acompañaba hasta el lado del
acompañante. Ya tenía ganas de llevarla directamente a mi dormitorio. Abrí la puerta del auto
y la invité a subir.
-¿Preparada para la aventura? -le dije.
-Siempre -me contestó.
Quería preguntarle si le gustaba mi auto, pero no podía hacer ningún comentario, ya que
se suponía que para mí era lo más normal del mundo. Aparte, si venía de una familia tan

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adinerada como para poder cargar ese apellido impronunciable, seguramente estaba
acostumbrada a viajar en todo tipo de autos caros, si bien no creo que alguna vez se haya
subido a uno como este. Creo que mejor voy a esperar a que ella opine.
-¿No tenés gatos? -le pregunté, una vez que estuvimos los dos arriba del auto.
Camila me miró desconcertada. Sonrió al intuir que probablemente iba a terminar con
algún remate.
-No… -contestó, vacilando.
-¿Perros?
-Tampoco… -dijo, y ahora sonreía.
-¿Regaste las plantas? -insistí, seriamente.
-La chica que limpia se encarga de eso -me dijo, aún sin poder descifrar por dónde venía
el juego.
-Perfecto. O sea que no necesitás volver demasiado pronto.
-¿Vas a secuestrarme?
-Algo así…
-Me hubieras avisado, así me preparaba un bolsito.
-Todo lo que necesitás está en la bolsa de ahí atrás -le dije, señalando la parte trasera del
vehículo, todo estratégicamente preparado para que pudiera apreciar el coche en su totalidad.
-Vaya -dijo, -necesito un taxi para llegar hasta allá.
Bingo. Lo había conseguido. Mi lindo bebé había logrado sorprenderla. Y eso que todavía
no había visto lo que le había comprado. Agarró la bolsa y sacó de adentro dos paquetes.
Abrió el primero y sacó de su interior una bikini que yo sabía que le sentaría a la perfección.
Elegante y discreta. Todo lo que hacía falta para un hotel cinco estrellas. La aprobó con una
sonrisa y abrió el segundo paquete, del cual apareció una tela de seda que hacía juego con la
bikini, para que se tape, en caso de que sea más vergonzosa de lo esperado.
-¿Adónde me estás raptando? -dijo, con una sonrisa.
-Ya vas a ver -le contesté. -Pero antes vamos a cenar, ¿te parece?
-¿Me toca elegir a mí hoy?
-Por supuesto -le dije.
Precisamente iba a preguntarle si quería ir a algún lugar en especial, teniendo en cuenta
que el resto del fin de semana ya estaba decidido por mí. Al menos iba a concederle eso.
-Bien. Tenemos que agarrar Panamericana.
-Perfecto; nos queda de paso -le dije.
-¿De paso para dónde?
Quizás no íbamos a poder llegar hasta Mar del Plata este fin de semana, pero, al menos,
llegaríamos a Pilar.
-Vos encargate de la comida -le sugerí, evasivo.
Ella me miró con algo de picardía en su rostro y sonrió, dándose por vencida. Volvió a
guardar la bikini y la tela de seda adentro de la bolsa, doblándolas prolijamente, y se puso a
observar todos los chiches que traía mi auto. Yo la miraba de reojo mientras ella tocaba todos
los botones como un niño.
-Es increíble lo que hacen con la tecnología hoy en día -dijo, después de unos minutos de
juguetear y encontrar unos compartimentos secretos nuevos que ni yo había visto aún. -Mirá

®Laura de los Santos - 2010 Página 129


esta computadora. Probablemente me diga qué clima está haciendo en Londres en este
momento. Es fantástico.
Lo interesante de sus palabras era que no las decía como si realmente estuviera
sorprendida por el vehículo; más bien tenía que ver con las capacidades de la mente humana.
Por lo visto a todos nos desataba la misma línea de pensamientos este coche.
-Las maravillas de la mente humana -le dije, de acuerdo con sus pensamientos.
-Exacto -confirmó.
Los dos nos miramos, sabiendo que estábamos del mismo lado. El mundo había dejado de
ser un misterio para los que estábamos acostumbrados a lidiar día a día con empresas
multinacionales. Todo quedaba a la vuelta de la esquina. Era una sensación grandiosa.
Siempre recuerdo eso cuando me pongo a mirar por la ventana y tengo acceso a la vista de
toda la ciudad y parte del río. Ahora que lo pienso, quizás ella se dedique a observar el
movimiento perenne de la gente de Buenos Aires también. Puedo ver en su mirada que tiene
una perspectiva del mundo muy similar a la mía, y pienso que tiene que ver con el hecho de
que ambos cargamos con mucha responsabilidad y, aunque sabemos lo que significa la
presión, podemos seguir adelante valientemente. No creo que existan demasiadas personas
capaces de comprender una mentalidad como la nuestra. No los juzgo, pero me parece que
todavía tienen mucho que aprender acerca de la vida. Me alegra saber que, al menos a nosotros
-la minoría-, no nos molesta ser el ejemplo a seguir.
Camila estaba tan fascinada con la computadora del auto que cuando levantó la vista para
ver dónde estábamos, casi nos pasamos de la salida.
-Ay -dijo. -Tenemos que ir para San Isidro.
Para lo que sólo tenía 1000 metros para maniobrar. Puse el guiño y crucé desde el carril
rápido hasta la salida con el tiempo y la distancia justos. Creo que no debe existir una
maniobra imposible para este auto. Encima, a pesar de la brusquedad con la que tuve que
reaccionar, el auto pareció deslizarse como una lancha sobre el agua. Todas las acciones, por
más repentinas que fueran, estaban amortiguadas por el tremendo peso del vehículo y la
dirección hidráulica, que sincronizaba a la perfección con la caja automática. A mí, lo único
que me importó, fue que me hizo quedar como un conductor de fórmula uno delante de
Camila. Por lo visto, estos coches también venían preparados para que los hombres
pudiéramos alardear de lo bien que conducimos, delante de las mujeres. Este auto cada día me
gustaba más.
Me guió por las calles de San Isidro hasta que llegamos a una que tenía boulevard y
finalmente me hizo estacionar frente a La Rosa Negra. Un restaurant muy conocido entre la
clase de mejor poder adquisitivo, que yo, por supuesto, nunca había pisado en mi vida. De
todas formas, iba a tener que mostrarme sorprendido para poder darle el gusto a Camila. En
cualquier caso, aquí estábamos, de punta en blanco, listos para disfrutar de una cena
encantadora con esta flor que me acompañaba. El restaurant era de esos que cumplían con esas
características necesarias para que el cliente sienta que se lleva mucho más de lo que fue a
consumir. Incluso antes de entrar pude presentirlo, ya que estaba lleno de gente. Me fastidió
un poco el hecho de pensar que probablemente íbamos a tener que hacer cola. Pero algo
inesperado ocurrió a continuación. Camila me hizo una seña para que la siguiera y se acercó
hasta la chica que estaba anotando a la gente en la lista de espera. No pude evitar
sorprenderme al ver la cantidad de gente que ya estaba anotada. Tendríamos que esperar al

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menos una hora. Pero la muchacha, al ver a Camila, inmediatamente le extendió su mano para
saludarla y le pidió que aguarde un momento. Dos segundos más tarde apareció el que
supongo que sería el gerente del restaurant y nos pidió que lo acompañemos. Yo miré de reojo
a todas las personas que estaban esperando y pude observar en sus miradas que deseaban
sentirse tan afortunados como yo. “Está conmigo”, quise decirles, pero en lugar de eso sonreí
y avancé hacia adentro detrás de Camila. Por lo visto, el restaurant tenía una serie de mesas
que se mantenían reservadas toda la noche, en caso de que apareciera alguien como Camila,
evidentemente un cliente regular. El hombre que nos guió hasta la mesa le hablaba a Camila
como un tío a su sobrina favorita. El mozo que nos atendió la saludó con un beso en la mano y
a mí me estrechó la mía como si fuéramos amigos de toda la vida. Parecía una de esas
películas de mafiosos, en la que cualquier persona de confianza de alguno de los miembros de
la familia que sea presentado, se convierte automáticamente en parte de ella. El hombre nos
dejó las cartas y se fue.
-¿Cuántas veces a la semana venís a comer acá? -le pregunté, aún sorprendido.
-El dueño es amigo de papá -me contestó.
Sí. Evidentemente, esto cada vez se parecía más a una película de mafiosos. Lo único que
faltaba era que nos sirvieran un plato de abundante pasta y, ah, cierto, que entre un tipo con
una ametralladora y nos liquide a todos. Por suerte nada de todo eso pasó. Camila me preguntó
si quería comer algo en particular y como sabía por dónde venía su pregunta, la dejé que se
luciera y que ordenara por mí. Probablemente nos iban a preparar a nosotros algún plato
especial que no estuviera en el menú.
Al rato pude comprobar que no me equivocaba. Fue una de las cosas más ricas que comí
en mi vida. No era en realidad algo exótico ni mucho menos. Simplemente se daba la
circunstancia de que el chef sabía mezclar los ingredientes a la perfección, por lo que no tenía
delante de mí un lomo con salsa, sino que tenía tres rodajas de carne, cada una saborizada de
manera distinta, de forma tal que, al combinar el paladar los tres sabores diferentes, producía
uno completamente novedoso y único. En cada bocado podía reconocer al menos tres tipos de
especies y condimentos diferentes. Era un manjar de los que pocas veces en mi vida había
tenido el placer de saborear.
La atención también fue excelente. Nos hicieron sentir como que estábamos en nuestra
propia casa, aunque me quedó la duda respecto de si eso era literal en el caso de Camila.
Cuando nos quisimos acordar, el furor de la hora de la cena había pasado y el restaurant ya no
tenía gente esperando, aunque casi todas las mesas seguían ocupadas. No me extrañó que
Camila me trajera a comer a este lugar. Si yo tuviera un contacto tan personalizado y
agradable en algún restaurant, probablemente hubiera optado por la misma alternativa. Al
mismo tiempo que le dejaría saber lo importante que soy, me sentiría tan cómodo que no
dejaría lugar a nada más que al disfrute. La realidad era que yo no tenía ni un solo contacto de
esta clase, aunque sí había restaurantes en los que me conocían más que en otros, pero siempre
tenía que ver con las grandes propinas que solía dejar, y no con una cuestión personal. Pero el
hecho también era que yo no venía de tantas generaciones de familia adinerada. Ni siquiera
podía afirmar que mi fortuna se extendía hasta mis padres. A pesar de que siempre les ofrecí
mejorar su calidad de vida, lo único que recibí a cambio, cada una de las veces, fue rechazo y
cortes telefónicos. No todos están preparados para lidiar con grandes cantidades de dinero. Eso
es lo que siempre me digo cuando me acuerdo de ellos, que es casi nunca.

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A pesar de que Camila era siempre bienvenida en este lugar y que ella se mostraba
agradecida todas las veces, me di cuenta de que este día en particular, tenía tantas ganas de
quedarse como de irse, por el hecho de que había algo desconocido esperándola; una sorpresa
que imaginaba grandiosa y que no la iba a defraudar. Le pedí la cuenta al mozo y éste me dijo
que era invitación de la casa. Eso no me gustó demasiado, considerando que mi educación en
ceremonial y protocolo establece que tengo que pagar cada una de las cenas que comparta con
una mujer. Por eso me dediqué a protestar un buen rato, hasta que me vi obligado a dar el
brazo a torcer, pero no sin antes salirme con la mía y dejarle una hermosa propina.
Camila comenzaba a impacientarse un poco cuando se vio obligada a saludar al gerente,
al dueño -que no tardó demasiado en llegar después de que lo hicimos nosotros-, a su mujer, a
uno de sus hijos -que me dio la sensación de que le venía echando el ojo hacía tiempo-, al chef
y finalmente al mozo y a la recepcionista. “Debe ser muy lindo ser recibido con tanto afecto”,
pensé, “pero hay que venir a comer con mucho tiempo de sobra”.
Nos subimos al auto y Camila suspiró cuando su cuerpo quedó colocado en la butaca
anatómica de cuero. Luego sonrió y me di cuenta de que ya estaba lista para la aventura. Volví
a la Panamericana y en no más de 20 minutos, llegamos al Sheraton de Pilar. Rogué que
estuviera el mismo muchacho del valet parking de ayer, para que Camila piense que, si bien no
soy habitué de su restaurant, tengo mis contactos por otros lados. Por suerte no me equivoqué.
El chico estaba trabajando y aparte se acordaba, quizás no de mí, pero sí de mi auto, y se lo
veía bastante contento de tener que subirse otra vez en él.
-Buenas noches, señor -dijo, todo emocionado. -Bienvenido de nuevo al Sheraton.
Ese „de nuevo‟ cumplió con todas mis expectativas. Ahora Camila no era la única que
sabía cómo pasarla bien. Y de paso tenía a mi favor el hecho de que yo no tenía a una familia
entera para saludar. Por supuesto que me encargué de hacer las reservaciones pertinentes más
temprano. Si bien tengo noches libres para usar en las mejores piezas del hotel, este lugar no
cuenta con habitaciones reservadas „por si acaso‟. Si se llena, se llena. Aunque supongo que
encontrarán la manera de no quedar mal con un cliente preferencial en caso de que algo así
ocurra. Por las dudas me anticipé y pedí que me prepararan una de las habitaciones vip. El
hombre de la mesa de entrada me recibió tan cordialmente como la noche anterior. También
dijo las palabras „de nuevo‟ y eso me hizo sentir aún mejor. Mientras caminábamos hacia la
habitación, Camila no perdió oportunidad de ser elocuente.
-¿Cuántas veces a la semana venís acá? -preguntó.
Sonreí y la miré.
-Nunca tan bien acompañado -le contesté, y conseguí ruborizarla.
La habitación era aún más grande que la que había ocupado la noche anterior. Por lo visto,
las „vip‟ son verdaderamente „vip‟. Todavía no sé cómo hacen para meter tantas habitaciones
así de grandes y lujosas adentro de un solo edificio, por más imponente que se vea de afuera.
La puerta de entrada era doble y, del otro lado, se encontraba un living para ocho y un
ventanal enorme que daba al balcón. No tuve que correr las cortinas par saber que esa era
probablemente la vista que el arquitecto tenía en mente cuando diseñó este edificio. Las
puertas que daban a la habitación también eran dobles y todavía sobraba pared a los dos lados.
El botones la abrió por nosotros y también corrió las cortinas. Pude comprobar mis sospechas
acerca de la vista del balcón un instante previo a detenerme de lleno en el hidromasaje que,
aunque parecía imposible, era casi tan grande como la cama King size. En menos de un

®Laura de los Santos - 2010 Página 132


segundo se cruzaron por mi mente todas las cosas que íbamos a hacer adentro de esa piscina y
tuve que desviar mis pensamientos hacia otro lado para no quedar al descubierto delante de
Camila. Ay, no. La cama. ¿Cuántas poses tendremos oportunidad de practicar? No. Esto no
está funcionando. Ehhh… lista de supermercado. Dos tomates, jamón, queso, una lata de
arvejas… Sí. Así está mejor. Por supuesto que Camila estaba muy acostumbrada a visitar
hoteles de cinco estrellas. No me lo había dicho aún, pero su experiencia debía extenderse al
mundo entero. Igual, por más lugares que uno visite, siempre es agradable volver y recordar lo
lindo que es tener mucha plata. Menos mal que a Camila le llamó más la atención la vista
nocturna del balcón que el hidromasaje, ya que probablemente hubiera visto en mi rostro las
ganas que tenía de desnudarla. Dejó su cartera y su abrigo sobre el sofá y caminó hasta el
balcón.
-Por favor, si es tan amable, ¿podría traernos una botella de champagne y helado de
limón? -le dije al botones, al darme cuenta de que se había quedado parado esperando la
propina.
Le dejé cien pesos para asegurarme de que no iba a tardar en traerme lo que le había
pedido. El hombre hizo una reverencia y se retiró. Ya me lo imaginaba poniéndose a hacer el
helado con sus propias manos, en caso de que le dijeran que no quedaba más. Perfecto. Todo
estaba marchando a la perfección.
Cuando el botones cerró la puerta de la habitación luego de retirarse, miré de reojo la
habitación y después caminé hacia el balcón, para acompañar a Camila. La vista era
verdaderamente espectacular. La habitación estaba ubicada en el piso 17, por lo que los autos
sobre la Panamericana se veían algo pequeños y el ruido casi no llegaba a nuestra ventana. La
brisa tenue que soplaba hacía que la noche fuera aún mejor. Camila estaba apoyada sobre la
baranda, disfrutando del merecido descanso después de una semana agitada. Llegué a su lado
y le recorrí con mi dedo toda la espalda al desnudo, comenzando por su cuello y terminando al
borde de su ropa interior. Ella se dio vuelta y comenzamos a besarnos. Creo que tendría que
haberle dejado menos propina al muchacho, ya que no habían pasado dos minutos, que ya
estaba de vuelta con todo lo que le había pedido. Aunque, pensándolo bien, prefiero que toque
la puerta ahora y no dentro de media hora, cuando vaya a saber qué estamos haciendo. Sí. Este
momento resulta más pertinente. El botones dejó la mesita con ruedas en el living y se retiró al
ver en mi rostro que no era necesario que hiciera nada más. Camila se quedó en el balcón
mientras yo servía las copas de champagne y les echaba el helado de limón adentro. Tanto
tiempo en casa solo me habían dado cierta experiencia en la preparación de tragos. Me acerqué
de nuevo a su lado y le toqué la espalda con la copa helada; lo que hizo que se estremeciera un
poco. Se dio vuelta y me miró con una expresión de „ya vas a ver…‟ que me pareció lo más
sensual del mundo. “¿Qué pasa si le saco el vestido acá mismo?”, pensé, “¿provocaríamos un
accidente en la Panamericana?”. No es muy difícil; sólo tengo que pasar un dedo por cada uno
de sus hombros y su vestido se va a ir directamente al suelo. Realmente era excitante esta
mujer. Pero no. Mejor voy a esperar a que ella decida ir para adentro. Le ofrecí la copa con la
que le había tocado la espalda y, cuando la agarró, le hice un gesto para que brindemos. Pero
no me dejó darle ni un sorbo, que ya me estaba besando otra vez. Esto se estaba poniendo
demasiado caliente. En cualquier momento ya no iba a ser una duda si la desnudaba ahí
mismo, sino un hecho. Mejor llevar esta situación adentro. Haciendo un esfuerzo enorme y en
contra de todos mis deseos, me alejé un instante. Ella me miró sin comprender. Le sonreí y le

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pedí que sujetara mi copa. Se quedó con una copa en cada mano, desconcertada. Entonces le
sonreí aún más y la tomé en mis brazos, como había hecho el lunes en casa. Ella tuvo que
hacer malabares para evitar que las copas se volcaran, pero yo no iba a desperdiciar ni un solo
trago de ese Barón B. Las copas vendrían a la habitación con nosotros. Por un momento quise
que el hidromasaje estuviera lleno de agua y burbujas, pero después recordé que teníamos todo
el fin de semana para aprovecharlo. Así que la deposité gentilmente sobre la cama y agarré las
copas y las puse sobre la mesa de luz antes de darle rienda suelta a mis pasiones. Ni siquiera se
me cruzó por la cabeza que estuviéramos yendo demasiado rápido; después de todo, ella había
sido la primera en besarme y, para esta altura, debe saber lo que significa echar leña al fuego.
Si el lunes había tardado muy poco en sacarle un traje de oficina, ¿cuánto tardaría en
deshacerme hoy de un vestido que no tiene botones ni cierre? Lo sorprendente fue que no
tardé tanto menos que el tiempo que se tomó ella para desvestirme a mí. Probablemente tenía
que ver con el hecho de que ese vestido no merecía ser tratado con tan poco respeto; sólo pasar
mi mano por él era como acariciar agua tibia. Por un momento se me cruzó la imagen de
Julieta con su vestido escotado. No comprendí demasiado qué tenía que hacer ella en medio de
esta situación apasionada; pensé que tal vez se relacionaría con el hecho de que también había
querido acariciar su vestido y dejar que mis manos descubrieran solas la pequeña diferencia
que existe entre la seda y un cuerpo de mujer tan excitante. El hecho de poder hacerlo ahora
me recuerda que no pude hacerlo entonces y me hace disfrutarlo el doble.
No pasó demasiado tiempo antes de que nuestros cuerpos estuvieran tan enredados que
nos olvidáramos del mundo. Comenzamos a rodar tan apasionadamente por la cama que no
tardamos mucho en caer al piso y seguirla ahí sin pausa y sin consciencia de situación. Ya no
recordaba cómo me llamaba, ni qué día era; y ni siquiera me importaba. Lo único que quería
era seguir adelante, mezclando mi cuerpo con esos rulos al viento, al lado del río, acariciado
esa piel que había deseado durante diez años.
-¡Guillermo! -la escuché gemir.
-¡Oh, sí, Julieta! -dije, más excitado que nunca.
La otra se detuvo de repente y me descolocó. Yo no entendí qué estaba pasando. Me llevó
unos segundos recordar dónde estaba, aunque todavía no terminaba de comprender qué la
había hecho detenerse tan abruptamente.
-¿Pasa algo? -pregunté, desconcertado.
Camila me miró un instante en silencio mientras se alejaba un poco hacia atrás. Y luego
dijo:
-Si tenés que preguntar, esto es más serio de lo que pensé -dijo.
Lo primero que se me vino a la mente fue que quizás yo estuviera teniendo problemas de
erección, cosa que me parecía bastante improbable, considerando el nivel de excitación que
me había invadido. Por las dudas me miré. No. Todo en orden. ¿Pensará que la tengo muy
chica? Nunca presentó un problema antes, pero tal vez, con toda la experiencia que tiene…
Definitivamente no le iba a preguntar si ese era el problema, así que por las dudas me quedé
callado, a ver si me decía algo más. Se ve que eso la fastidió peor. Se sentó y me miró como
una madre al nene malo que se mandó una macana.
-Me llamaste Julieta -dijo, después de unos segundos, al ver que yo no tenía idea de lo que
había pasado.

®Laura de los Santos - 2010 Página 134


¿Qué? Imposible. Jamás en mi vida llamé a una persona de ningún sexo por un nombre
que no fuera el suyo. Siempre me pareció una falta de respeto y, en todo caso, prefería
preguntar de nuevo antes que equivocarme. Ella, sin lugar a dudas, estaba errada. Aunque,
ahora que lo pienso, de haber dicho otro nombre, ese sería probablemente él. ¿Habré sido
realmente tan irresponsable y maleducado como para llamarla por un nombre que no fuera el
suyo? Y, en todo caso, ¿por qué tenía que ser ese? Habiendo tantos nombres para equivocarse,
¿era necesario mencionar ese? Sólo tenía una manera de zafar de esta situación y esa era
actuando de la mejor forma que sabía: haciéndome el boludo. Para Camila, Julieta era un
nombre tan irritante como cualquier otro. No tenía por qué saber lo que significaba para mí.
-Disculpame, yo… -dije, con mi mejor cara de idiota, -…no sabía lo que decía.
Pero eso no pareció convencerla.
-¿Quién es Julieta? -me preguntó, tajante.
Desafortunadamente yo no estaba esperando una pregunta como esa, por lo que me tomó
desprevenido y ya era tarde para disimular mi cara. Pero, ahora que lo pienso… ¿no habíamos
quedado de acuerdo en que ninguno de los dos quería compromiso? ¿Qué le importa quién es
Julieta? ¿Cuál sería la diferencia si le dijera que es mi secretaria o si fuera una mina con la que
me encamé anoche? Pero, por supuesto que no podía hacerle esa pregunta. Todavía tenía una
calentura importante y Camila era demasiado excitante como para que se me escapara. Tengo
que decir algo convincente. Pero no puedo decirle que es mi secretaria; va a pensar que tengo
una relación de índole sexual con ella, por el simple hecho del cliché que implica. ¿Una ex
novia? Sí. Eso podría funcionar perfectamente. Total no sabe nada de mi vida.
-Esto es vergonzoso -comencé a decir lentamente, poniéndome cabeza entre las manos
para que mi actuación fuera más verosímil. -Te pido mil disculpas. Julieta es… mi ex.
La pausa no había sido casual. La miré con expresión de vergüenza y continué.
-Muchos años… demasiada costumbre -dije, y hasta hice temblar mi voz.
Al menos Camila seguía sentada a mi lado; eso tenía que ser una buena señal. Más allá de
que no tuviéramos ningún compromiso, a nadie le gusta que piensen en otro mientras están
teniendo sexo con uno. Y, para una mujer de esta estirpe, que la confundieran, debía ser aún
peor.
-No justifica en absoluto mi actitud -dije, con más seriedad. Y era cierto. -Lo lamento.
Hubo un silencio.
-Está bien, no hay problema… -dijo, después de verificar en mis ojos si lo que decía era
cierto.
Pero había quedado todo demasiado incómodo. Especialmente porque no había sido
mentira que yo estaba pensando en Julieta. No importa si era mi secretaria o mi ex. La verdad
era que desde que descubrí el domingo lo mucho que la deseaba, no sólo había pensado en
ella, sino que había soñado con un momento como este varias veces, a pesar de mi decisión de
no entablar jamás una relación social con ella. Camila debía estar muy acostumbrada a
descubrir falacias en miradas ajenas, por lo que, si bien lo que dije no era cierto, lo que sentía
sí lo era. Me quedé inmóvil. Ahora no podía ser yo quien intentara volver al momento íntimo
con Camila. Tenía que esperar a que ella diera el siguiente paso. Se levantó de mi lado y yo
pensé que eso era todo, que iba a agarrar sus cosas y se las iba a tomar. Pero no. Simplemente
fue al baño, se mojó un poco la cara y volvió a mi lado tan radiante como el momento previo a
mi desastroso papelón. Yo, en su lugar, probablemente me hubiera ido. Quizás no por la

®Laura de los Santos - 2010 Página 135


confusión del nombre, pero sí por el hecho de que si un hombre se entera de que la mina con
la que está teniendo sexo, está pensando en otro, sería un golpe bajísimo para el amigo y se
acabó la joda. Por lo visto a Camila no le importó demasiado. Debe tener una autoestima tan
elevada que tal vez haya recordado que también soy su juguete sexual y haya decidido
continuar disfrutando de este fin de semana cinco estrellas. Bueno… cuatro y media después
de esto. Así que el resto de la noche fue todo lo que yo imaginaba antes de confundirla con
otra. Me repetí varias veces el nombre de ella en mi cabeza y, por las dudas, me aseguré de no
llamarla de ninguna manera. Ella tampoco volvió a decir mi nombre así que supongo que no
habrá querido correr más riesgos.
A la mañana siguiente solicité el desayuno en la habitación sin moverme de la cama,
marcando sólo un interno que me comunicó con la recepción. Otra vez me quedé pensando en
la genialidad de la mente humana, que gracias a la inspiración de un solo hombre llamado
Graham Bell, ahora podía acceder a todo el alimento que mi fatigado cuerpo necesitaba, sin
hacer el menor esfuerzo. A diferencia del martes a la mañana, este día abrí mis ojos antes que
ella. Por lo visto Camila sabía distinguir perfectamente entre el trabajo y el placer, y no tenía
ningún problema en cambiar su actitud de uno a otro cuando la situación lo requería. Como
dormía tan tranquilita, decidí darle la sorpresa del desayuno en la cama, así que me levanté a
prepararle unas tostadas con mermelada cuando llegó la mucama con la mesita de ruedas.
Después de la manera en que se había comportado, manteniendo en todo momento su rol de
dama de primera categoría, se merecía cualquier cosa. Todavía, al mirarla de reojo desde el
living, me acordaba de anoche y no pude creer la suerte que tuve en conocerla.
-Buenos días -le dije, acercándole la bandeja con patitas a la cama.
Se dio vuelta y me miró un poco dormida. Se desperezó y bostezó como si estuviera en su
propia casa. Realmente sabía lo hermosa que era, ya que a ninguna otra mujer se le ocurriría
hacer esas cosas completamente naturales, pero deliberadamente reprimidas a los ojos de un
amante. Antes de que pudiera apoyar la mesita sobre sus piernas, se levantó, fue rápido al
baño, se lavó los dientes, se peinó un poco, se enjuagó la cara y volvió a sentarse en la cama
como si nada hubiera sucedido desde mis palabras.
-Ahora sí son buenos -me dijo, sonriendo.
Menos mal que ya se había olvidado de la situación incómoda de anoche. Yo todavía
seguía pensando en eso y en Julieta y la verdad era que no sabía de qué humor se iba a
despertar Camila. Le dejé la bandeja sobre las piernas y fui a buscar la mía. Rápidamente nos
encontrábamos desayunando juntos, mirando por la ventana a través de las cortinas que nunca
nos habíamos molestado en cerrar para mayor privacidad.
Afortunadamente, el resto del fin de semana cumplió con las mismas características.
Cerca del Sheraton hay un complejo de cines al que fuimos el sábado a la noche y, después de
pileta, sauna, masajes, gimnasio, ducha escocesa y jacuzzi, el domingo a la noche decidimos
pegar la vuelta para no tener que madrugar el lunes, después de haber descansado tanto. Fue
un fin de semana encantador, que me dio la pauta de que pronto iba a poder sugerirle la idea
de hacernos un viajecito a la costa. Aunque, ahora que lo analizaba mejor, considerando que
serían pocos días, y que, por lo tanto, iba a ser preferible viajar en avión, quizás Buzios era tan
buena idea como Mar del Plata.

®Laura de los Santos - 2010 Página 136


La dejé en la puerta de su departamento y no le di tiempo de que me ofreciera quedarme a
dormir con ella o que se sintiera mal por tener que ofrecérmelo sin la verdadera voluntad de
quererlo. Ya había sido demasiado tiempo junto a otra persona, y todavía no estoy
acostumbrado; es más, no quiero acostumbrarme tampoco.
Sólo cuando crucé la puerta de mi casa y cerré la puerta, sabiendo que al fin podía volver
a ser 100% yo mismo, fue que me di la oportunidad de volver a pensar en el incómodo
episodio de la noche del viernes. Casi arruino todo por culpa de un traicionero pensamiento.
Agradecí el hecho de no haber planteado nuestros encuentros como algo que podría derivar en
una relación a largo plazo. Fue gracias a eso que pude zafar de la situación, y, aún así, después
de haber confirmado una y otra vez que Camila había superado y olvidado el episodio, todavía
seguía funcionando como una espina en mi cuerpo. Después de esa noche, cada vez posterior
que tuvimos sexo, no podía evitar pensar en Julieta, más allá de que no iba a cometer dos
veces el mismo error de dejárselo saber. Para la tarde del domingo ya no podía distinguir si lo
que me excitaba era Camila en su sensual bikini o la posibilidad de ver alguna vez a Julieta
adentro de un atuendo similar. Estaba enloqueciendo y Camila se merecía algo mejor. Por eso
también sentí que iba a ser lo correcto descansar, por esta noche, cada uno en su propia casa.

A la mañana siguiente, el sol me dio en la cara mientras mi inconsciente me defraudaba


mostrándome imágenes de Julieta en bikini, mirándome con la más seductora de sus
expresiones, lista para zambullirse conmigo no a una pileta, sino a una cama King size. Abrí
los ojos y, en lugar de sentirme todo lo relajado que debería después de una sesión de dos días
de inagotable sexo, me encontré queriendo volver al mundo onírico, protegido por los brazos
de Morfeo, sin tener que pensar en nada que implicase un posterior acto de represión interno.
No quería tener que enfrentarme con Julieta esta mañana. No quería verla vistiendo esa ropa
apretada y prolija que siempre parecía militarizar más a su espíritu que a su cuerpo. Pero no
podía inventar una excusa y faltar al trabajo, por dos motivos; el primero era que hoy teníamos
la reunión con el directorio, la última antes de que Rodados deMentes deje de ser un proyecto
y pase convertirse en realidad; el segundo era que tarde o temprano iba a tener que
enfrentarme con Julieta, por lo que, cuanto antes, mejor. Así que decidí dejar de pensar en las
incomodidades del día y me levanté. Viviendo a diez cuadras del trabajo, todavía me parecía
absurdo tener que subirme a un auto, por más encantador que sea. Los ocho cilindros no
merecían ser despertados para hacer tan pocas cuadras. Pero tampoco quería volver a correr el
riesgo de encontrarme al chorro otra vez. Algo me estaba molestando y no podía terminar de
definir qué era. Algo que pensé que se relacionaba con la experiencia del fin de semana, o la
inesperada incomodidad que sentí al terminarlo solo. ¿Sería eso lo que estaba buscando? ¿Una
persona, no importa quién, que por una vez me mire con una expresión de genuina alegría?
Definitivamente tengo que tomarme vacaciones. Ya estoy siendo autocompasivo de nuevo y
eso no es otro signo que cansancio y estrés. Quizás cuando pongamos en marcha el reality y
comience a andar como tren sobre rieles, pueda tomarme unas merecidas vacaciones. ¿Cuándo
fue la última vez que conseguí estar dos semanas enteras sin tener que preocuparme por el
trabajo? Ya ni lo recuerdo. Sí. El reality va a ser tan espectacular que la empresa va a poder
seguir funcionando sin mi presencia en ella por unos cuántos días. Tal vez sea una buena
oportunidad para viajar a Italia a conocer Valmont Northern. Después de la grata experiencia
que viví con Van Olders acá, posiblemente le parezca a él también una buena idea. Y ya que

®Laura de los Santos - 2010 Página 137


estamos, de paso puedo llevarme a Oviedo conmigo. Por supuesto que no voy a decir nada
dentro de la empresa, ya que, sin lugar a dudas, Da Silva se tomaría un vuelo anterior para que
yo no pueda estar ni un segundo a solas con el dueño de Valmont. Nadie va a saber adónde
voy; es más, soy capaz de sacar boleto ida y vuelta a cualquier otro lugar del mundo, cuanto
más lejos de Italia, mejor, y tirarlo a la basura, con el solo propósito de despistar a Da Silva.
Quizás la mande a Julieta a comprarlo; si se va a convertir, de ahora en adelante, en algo más
que mi secretaria para la empresa, quizás no tarde mucho en volverse una más de las espías de
mi asqueroso jefe. Y si la información sale de la boca de Julieta, Da Silva no va a sospechar ni
por un segundo de su veracidad. Bien. Ya estaba volviendo a concentrarme en mi verdadera
persona, dejando de lado todos esos patéticos intentos del inconsciente de hacerme sonar como
un fracasado, a causa del cansancio acumulado.

La reunión con el directorio fue mucho más corta de lo que pensé. Ya nos habíamos
puesto todos de acuerdo en cuáles serían los puntos más probables que los viejos intentarían
atacar, en la reunión del viernes. El hecho de que sean anticuados los vuelve vulnerables a la
predicción. Preparamos una estrategia de batalla tan buena que sólo les escuché decir
alrededor de 10 ó 12 „peros‟, lo cual, considerando las personas con las que estábamos
lidiando, era una muy buena señal. Al final, absolutamente no convencidos, por supuesto,
tuvieron que dar el brazo a torcer y dejarnos seguir adelante. Y cuando quedamos del lado de
afuera de la sala de reuniones, les dije a Noir, a López y a Zubiría que almorzaríamos todos en
mi oficina, para festejar. Lo que más me gustó de eso no fue la expresión de alegría en sus
rostros, sino el hecho de saber que, esta vez, la idea sí había sido mía, y no una sugerencia de
Julieta.
Dejamos el protocolo de lado y, en menos de media hora, estábamos todos sentados en los
sillones que decoraban mi oficina, pero que poco uso tenían, comiendo hamburguesas con
papas fritas de McDonald‟s y tomando gaseosa diluida en hielo derretido. Qué lindo era poder
agarrar la comida con las manos cada tanto. No tener que estar pendiente de que un mozo
atento aparezca y vuelva a colocar bebida en mi copa, de que me pregunten si no necesito nada
más, y de que todos sean tan fastidiosamente serviciales. Éramos simplemente nosotros,
disfrutando no sólo de lo que ya habíamos logrado, pero sino también de todo lo que vendría
de ahora en adelante.
-Podríamos hacer una fiesta de inauguración, ¿no? -dijo López, después de comerse una
papa frita mojada en kétchup.
A mí me pareció una excelente idea.
-Podríamos… -dije. -Veamos… -agregué, acercándome al bibliorato con el proyecto del
reality que había dejado sobre el escritorio y abriéndolo. -¿Para cuándo está programado el
casting?
-Los mails están llegando a torrentes -dijo Noir.
-¿Ya? -pregunté, asombrado.
-Las noticias vuelan -agregó Zubiría. -Ya desde la semana pasada se empezaron a correr
rumores.
Qué increíble. Esto era mejor de lo que pensé. Mis vacaciones estaban más cerca de lo
que había imaginado.

®Laura de los Santos - 2010 Página 138


-Estuve mirando unos cuantos y la verdad es que hay muchos interesantes -prosiguió
Nior. -No teníamos el visto bueno del directorio, así que no quise responderlos, pero ya
estuvimos haciendo algunas clasificaciones.
El altísimo grado de competencia que tenían estos empleados era asombroso. No quería
emocionarlos demasiado, pero a este ritmo, íbamos a estar teniendo la fiesta para el siguiente
fin de semana.
-Tenemos que definir a los 20 participantes antes de la fiesta -dije, más pensando en voz
alta que pretendiendo comunicarme con ellos. -Tienen que estar en la fiesta también, para que
la gente los empiece a conocer. Y eso que todavía ni lanzamos el aviso. Por lo que me están
diciendo, pienso que no va a ser necesario publicar en el diario tantos días; sino esto va a ser
un caos y no vamos a terminar más. En principio, lo más importante va a ser filtrarlos. Vamos
a descartar cualquier mail o correo postal que no venga con un proyecto definido. Tengan en
cuenta que este es sólo el primer programa. No tengan miedo de rechazar, ya que, si todo sale
bien, vamos a tener varias temporadas y muchos más van a tener la oportunidad.
Me detuve un instante y los miré. Todos estaban escuchando atentamente mis palabras y
fue gracioso observar cómo asentían de manera sincronizada.
-Noir, ¿Cuándo puede tener lista la preselección para enviar al departamento de
ingeniería?
-Si el aviso sale mañana y aclaramos que sólo recibimos hasta el jueves, el viernes a la
tarde ya podemos programas las entrevistas.
-¿Qué hacemos con la gente del interior? -preguntó López.
-Con los que se pueda, nos comunicaremos vía internet. Con los demás, por teléfono -le
dije. -Una vez que estén los 20, mandamos los pasajes a los que necesiten y listo. O sea que
dentro de 15 días ya tendría que estar todo listo… ¿Cómo viene el tema de la casa?
Los tres se intercambiaron miradas cómplices, pero se quedaron en silencio.
-¿Qué pasó? -pregunté.
-Como que… ya está solucionado eso… -dijo Zubiría, dudando. -El sábado me llamó un
amigo y me dijo que se había desocupado una casa de él que estaba alquilando. Y la fui a
ver…
Se quedó callado después de eso.
-¿Entonces? -le pregunté, sin comprender le misterio.
-Ya le pagué el primer mes -dijo asustado.
-¿Qué? -respondí. -Pero, todavía no sabíamos qué iba a pasar con el directorio.
-Sí, lo sé -se atajó rápido Zubiría. -Es que… no sabe lo que es ese lugar, Domínico. Es…
es… perfecto.
-Muy arriesgado de su parte, Zubiría -le dije, aunque no era mi intención retarlo. De
hecho, me parecía que había actuado bien. -Excelente.
Los tres levantaron la mirada, sonriendo.
-En esta empresa sobran los obstáculos. Si para cada cosa tenemos que andar pidiendo
permiso, no avanzamos más. La iniciativa es más importante que la indecisión -continué. -
Supongo que habrá consultado con Noir por el presupuesto.
-Sí, sí -contestó emocionado.
-Perfecto, entonces. ¿Puedo ir a verla hoy a la tarde?
-Por supuesto -me contestó.

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Sacó del bolsillo de su saco una birome y me anotó la dirección en una de sus tarjetas, con
el teléfono de su amigo.
-Mejor que sea la casa de un amigo. Vamos a tener menos problemas -dije. -Es un buen
amigo, ¿no?
Zubiría asintió con la cabeza, sonriendo.
-Bueno -dije, para finalizar el almuerzo. -En 15 días tenemos fiesta, entonces. López, por
favor encárguese de que todos los medios estén presentes. Noir, si es tan amable, consiga el
salón pertinente para el evento; que sea grande, va a haber mucha gente.
Eso último lo dije mirando a López, no a Noir, para que entienda que lo de „todos los
medios‟ era literal.
Los tres se levantaron de los sillones y, luego de tirar a la basura los papeles de sus
hamburguesas, se retiraron de mi oficina.
-Julieta -llamé por el intercomunicador, un poco esperando que no estuviera en su
escritorio.
Pero era imposible.
-Sí, señor -me contestó.
-¿Podés comunicarme con Oviedo?
-Enseguida.
-Ah, y decile a una de las mucamas que venga, por favor.
-Ya se la mando.
-Gracias.
Corté el teléfono y me acomodé en la butaca reclinable de mi escritorio. Suspiré y me
agradó saber que cada vez faltaba menos para la inauguración de un programa que había
partido de una sugerencia hecha por Van Olders hacía apenas una semanita. Me hubiera
gustado llamarlo en ese preciso momento para invitarlo a la fiesta de inauguración, pero
todavía no me animaba a hacerlo. Jamás en mi vida me había comunicado directamente con él.
Todo pasaba antes por las manos de Da Silva. Y por supuesto que no le iba a dar el gusto a ese
impertinente de quedar como un duque adelante del dueño de Valmont; prefería, sin lugar a
dudas, no contar con su asistencia. Quizás, una vez que Rodados deMentes se vuelva famoso,
pueda ganarme la confianza suficiente de Van Olders como para poder comunicarme con él
abiertamente. Paso a paso.
-Riiiiiiing -sonó el teléfono.
-¿Hola? -atendí.
-¿Cómo le va, Domínico? -dijo Oviedo del otro lado, bastante emocionado.
-Todo bien, gracias. ¿Recibió las copias que le envié?
-Sí. Empecé a leer el proyecto en la oficina y cuando me quise acordar ya pasaban de las
nueve -dijo, riendo. -Bueno… en realidad, la que me lo recordó fue mi mujer; ya estaba
preocupada.
Me resultaba bastante llamativa la forma en que las conversaciones con Oviedo
rápidamente se volvían casuales y fluidas. No me cabía la menor duda de que era un buen
hombre y me daba un poco de pena haber tardado tanto en descubrirlo. Me reí con su
comentario, aunque agradecí no tener que rendirle cuentas a nadie.

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-Justo estaba a punto de llamarlo para agradecerle -continuó. -No quería molestarlo el fin
de semana y gracias a, precisamente esta carpeta, estuve toda la mañana organizando
informes.
-No hay nada que agradecer -le dije.
Nos quedamos un instante en silencio así que aproveché para ir al grano. A pesar de que
me gustaba conversar con él, yo no era lo suficientemente moderno ni social como para dar
lugar a largas charlas telefónicas.
-El gerente de diseño encontró la casa para que habiten los participantes del reality -le
comenté.
-¿Tan rápido? -expresó.
-Sí. Por lo visto, cuando las ideas son buenas, todo fluye con más naturalidad -le contesté.
-Tenía intención de ir a verla esta tarde y quería saber si podía acompañarme o si tenía algún
compromiso previo.
Una vez más, no estaba esperando otra respuesta más que „a sus órdenes‟, pero igual
preferí ser cortés, especialmente con este hombre que cada vez me inspiraba más respeto.
-Estoy terminando de organizar las notas de mañana -me dijo.
Este hombre tenía la suerte de formar parte de un diario que no necesitaba gente
escribiendo hasta las tres de la mañana para que el diario imprima la información más
actualizada posible. Un diario del rubro automotriz, rara vez tenía información de último
minuto, así que, por lo general, para las 7 de la tarde, Oviedo se desocupaba.
-Pero podemos ir a las… ¿17 horas? -terminó.
-Perfecto. Lo paso a buscar por la oficina para que vea mi nueva adquisición.
Entre los hombres no era necesario hacer como que conozco mi auto a la perfección,
como tuve que hacerle creer a Camila. Cuanto más nuevo y más desconocido, mejor; eso
significa que lo acabo de adquirir y entonces uno puede alardear con que tiene entre sus manos
un último modelo, un pancito recién sacado del horno.
-¿Qué modelo? -preguntó emocionado.
Tampoco era necesario aclarar que „la nueva adquisición‟ era un auto, por supuesto. Me
quedé un instante en silencio como para darle más misterio al momento.
-Un Chrysler 300c -dije, finalmente.
-Nooooo -dijo Oviedo, casi en éxtasis. -¡Qué cochazo! Felicitaciones.
-Gracias -dije riendo, y sintiéndome bien conmigo mismo.
Oviedo era uno de esos hombres cuya opinión acerca de los autos venía acompañada de
una trayectoria y experiencia tan vastas que sólo tenía que decir „ese es un muy lindo
vehículo‟ para que se convirtiera en uno de los más vendido del año. Jamás se equivocaba.
Conocía a la perfección cada detalle de cada nuevo coche que aparecía, por el simple hecho de
que a todos les gustaba que su modelo saliera en Living Cars. Durante más de 40 años había
tenido oportunidad de conocer autos de todas las categorías: clásicos, modernos, originales,
veloces, muy veloces y obscenamente veloces. Sabía de motores, de diseños, de chasis, de
colores, de ruedas y de cuanto detalle nuevo apareciera en el mercado. Por eso también le
había fascinado tanto la idea de poder estar al tanto del reality. No era su deseo de vender
diarios lo que lo motivaba, sino su pasión por los vehículos y sus características. Incluso era
conocido por sus consejos a la hora de innovar en todos los rubros. Recibía llamados de todo
el mundo, lo que lo había conducido a aprender más de 7 idiomas. Su diario podía haber

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disminuido en ventas durante los últimos tiempos, pero jamás perdió su prestigio, y él seguía
siendo respetado por todos los que se dedicaban a la industria automotriz. Me alegré al saber
que todavía estábamos a tiempo de recuperar la relación laboral, y esta vez no me sentí mal al
pensar que quizás también podríamos ahondar a nivel social.
Tocaron la puerta.
-¡Pase! -dije, tapando el auricular.
La mucama apareció con su kit de limpieza y se dispuso a trapear todo el chiquero que
habíamos dejado durante el almuerzo.
-Veo que está ocupado -dijo Oviedo. -No lo retraso más.
-No, no. Está bien -dije. -No es nadie.
Y volví a sonreír cuando la imagen del 300c volvió a mi mente.
De reojo pude ver que la mucama levantaba las cejas disimuladamente, como si se
hubiera sorprendido con mis palabras. “Que se joda”, pensé, “si le molestan, que no las
escuche. No le pago para chusmear”. Y volví a reclinarme sobre el respaldo mientras seguía
hablando con Oviedo.
-Es una maravilla. Tiene tantas cosas que todavía no termino de aprenderlas todas -le dije.
-Sí -me contestó Oviedo. -Publiqué una nota especial hace un tiempo, pero no tuve
oportunidad de manejarlo.
-No se preocupe. A partir de hoy va a ser un deseo menos que cumplir -le dije.
Al pronunciar esas palabras e imaginar a Oviedo manejando mi auto, me di cuenta de que
quizás era él la única persona a la que dejaría hacerlo. Otra vez recordé a los choferes, y el
hecho de saber que no les iba a dejar tocarlo nunca me producía una enorme satisfacción.
-Vamos a ver si se deja domar esta bestia -agregué.
Escuché a Oviedo reír y también lo acompañé.
-Bien dicho. Es, en realidad, una bestia -comentó.
-Hasta esta tarde, entonces -dije, para ir cortando.
-Lo espero. Adiós -concluyó.
Y los dos cortamos.
La mucama estaba terminando de barrer. Cuando corté el teléfono se apresuró y salió
rápido, haciendo una pequeña reverencia, pero sin sonreír. “Esperó a que termine de hablar
para irse”, pensé. “Seguramente sea otra de las espías de Da Silva”. Menos mal que no se me
ocurrió decir nada importante por el teléfono; hasta me da la sensación de que me lo debe
haber pinchado. “Podrás moverte por las cañerías como una rata inmunda, pero no vas a
quedarte con mis logros nunca más”, me dije a mí mismo. Lo que aún no sabía era que eso
estaba muy cerca de convertirse en realidad.

Esperé a que se hicieran las 5 de la tarde con ansiedad. Últimamente miraba con
demasiada frecuencia la hora de salida, cosa que no me había pasado nunca antes. Si bien no
tenía un horario que cumplir, las tardes cada vez se me hacían más largas. Cada día que pasaba
tenía una nueva razón para dejar rápidamente la empresa, aunque me encontré sintiendo que
eso, en lugar de molestarme, me gustaba. Como que empezaba a mirar con más respeto esos
lugares de after office, ya que cada vez sentía más la necesidad de irme que la de llegar. Y
ahora que encima ya no podía caminar más hacia aquí y recorrer mis postas, la satisfacción de
saber que la cima de esta imponente torre me aguardaba, se volvía obsoleta. Aparte tenía que

®Laura de los Santos - 2010 Página 142


dejar el auto en el estacionamiento y desde ahí tenía un ascensor directo al 19, con lo que
tampoco podía disfrutar de las miradas de los empleados dirigidas a mí llenas de admiración.
Cuando finalmente pude irme, le avisé a Julieta que iría a ver la casa del reality con
Oviedo. Por su expresión, pude comprobar que también estaba ansiosa por venir, pero de
ninguna manera iba a dejar que se subiera a mi auto; ya había tenido demasiados parecidos
con Camila y no pensaba volver a equivocarme con ella. Además no sólo iba a encontrarme
con Oviedo por ese tema; tenía intención de explotarlo y sacarle toda la información que
tuviera acerca de mi nuevo bebé; y las conversaciones de autos entre hombres siempre aburren
a las mujeres. Así que antes de que se animara a pedirme si podía venir con nosotros, le dije
que cuando llamara Da Silva, me lo transfiriera al celular.
Llegué a la puerta del edificio de Living Cars a las 5 en punto, lo cual pareció extraño,
considerando que había salido de Valmont menos 10. Comencé a dudar seriamente de la
posibilidad de que este auto viajara en el tiempo, o al menos, que lograra detenerlo. Oviedo
me estaba esperando afuera. Por lo visto era otra de las personas que no tenía ningún problema
en dejar libres sus emociones, sobre todo cuando se trataba de algo positivo. Se acercó
sonriendo al coche cuando me vio frenar en la puerta. Aunque no pudiera reconocerme por el
vidrio fotosensible que ahora se encontraba oscuro, no cabía ninguna duda de que era yo el
que estaba dentro. En toda la capital debe haber, como mucho, cinco de este modelo. Cuando
llegué a su lado, le abrí la puerta del acompañante para que subiera. Todos los que pasaban por
la calle en ese momento se quedaron mirando mi auto. Oviedo lo había dicho mejor que nadie:
Era un cochazo.
Adentro del auto, Oviedo empezó a acariciarlo para sentir cada una de las texturas. En
lugar de sonreír, se mantuvo serio y negaba con la cabeza. ¿Qué le pasará? ¿Habrá tardado tan
poco en desilusionarse con este auto? ¿Se habrá arrepentido? Por las dudas me quedé callado.
Él era el experto y si de verdad había encontrado una falla, lo mejor era dejarlo que analizara
todo antes de llevarlo al mecánico.
-No puede existir este auto -dijo, finalmente.
Pero la forma en que lo expresó no revelaba admiración, ni encanto. Simplemente lo decía
como si alguien hubiera estado tratando de venderle un verso. Me causó gracia. Luego me
miró y sonrió con una picardía y un brillo en la mirada que rápidamente pareció como que
tenía 23 años, no 60 y pico.
Comenzamos a andar y a Oviedo se le transformó la cara. Era como si estuviera arriba de
una montaña rusa, justo en el momento previo a la caída violenta. Seguía analizando todo lo
que veía y me pregunté qué demonios estaría pasando por su mente.
-¿Sabía que cuando alcanza una velocidad constante, dos de los ocho cilindros se apagan,
para no forzar al motor sin necesidad? -me preguntó.
-La verdad que no tenía idea -le dije. Y era cierto. -Me leí el manual completo, pero aún
hay cosas que no termino de comprender.
Habrá sido quizás este el único momento en muchos años en el cual no me molestó en
absoluto ser sincero. Calculo que así debía ser entre amigos.
-Ni yo -aclaró Oviedo. -Cada tirada que fabrican sale con algún chiche nuevo.
Asentí y volví a prestar atención al camino; algo bastante difícil, considerando la cantidad
de distracciones que presenta este auto. Sólo me di cuenta de dónde estábamos cuando el
semáforo se puso en rojo y apareció un payaso con un diábolo a entreteneros. Comenzó a

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hacer dibujos con el aparato y a revolearlo por aire y, por un momento, me acordé del
ilusionista. Estábamos en su semáforo, pero él no estaba. Aunque este otro tenía quizás tanto
talento como él. Pude confirmarlo gracias a que, por un momento, logró desviar la atención de
Oviedo del coche. Mi compañero se quedó como hipnotizado al verlo trabajar tan
habilidosamente; y cuando el otro terminó el show y se sacó la gorra, fue el primero en bajar
la ventanilla para darle la recompensa. De reojo pude ver que Oviedo le dejaba un billete de
cinco pesos, lo cual no hacía otra cosa que confirmar las cuentas mentales que yo había hecho
acerca de las ganancias mensuales del ilusionista y, al ver que era otro el que ocupaba su
lugar, comencé a pensar que quizás este era un negocio mucho más grande del que imaginaba.
Aunque este hombre no tenía el brillo en la mirada que yo acostumbraba a verle al ilusionista.
Se notaba que hacía su trabajo porque tenía destreza y no, como indicaba el otro, porque lo
hacía feliz.
-Cuánto talento desperdiciado -me dijo Oviedo, después de que el semáforo se puso en
verde y continuamos.
Me quedé mirándolo un instante ya que me dio la sensación de que había pensamientos
conectados con ese comentario que decían mucho más. Un dejo de... ¿resignación? Sí, creo
que era eso, aunque no parecía tener que ver con una cuestión meramente social. Tonterías.
¿Quién era yo para sacar tantas conclusiones acerca de un hombre que casi desconocía?
-Me alegra saber que todavía existe gente como ustedes; jóvenes con ideales que salen a
buscar talentos, porque saben que, sin lugar a dudas, los van a encontrar -agregó.
Yo sonreí, pero enseguida volví a mirar hacia adelante, un poco avergonzado. Ya me
había dicho algo similar la semana pasada, pero yo no estaba considerando el reality como una
actividad de un cazatalentos. Por lo visto, Oviedo tenía una concepción del proyecto más
acercada a la idea original de Van Olders. Eso me alegró, ya que más allá de los beneficios
que iba a otorgarme, era importante que la gente nos viera como una empresa que avala los
derechos humanos. Quizás hasta podría hablar con el departamento de legales para ver si nos
descontaban algunos impuestos por promover el sentimiento comunitario. “Sentimiento
comunitario”, me repetí. Qué cosa más absurda. Como si fuera posible siquiera modificar algo
de esta sociedad descarriada. A ver si le digo al chorro de mierda que no me robe porque
„promuevo el sentimiento comunitario‟. A ver si los pendejos de su bandita, que tienen el
cerebro quemado por el paco, van a entender lo que es el „sentimiento comunitario‟. Al
parecer, Oviedo tenía más ideales utópicos que cualquiera que pudiera pasar por mi mente. Yo
era un hombre pragmático; hacía bien mi trabajo y eso le daba oportunidades laborales a
muchas personas más; y ese es, ya de por sí, un gran servicio a mi comunidad.
Ya no veo la hora de poder salir de vacaciones. Quiero despejar mi mente de todo lo que
tenga que ver con Valmont; especialmente con Julieta y con Da Silva. Hablando de eso, ya son
las 5:20. ¿Por qué no me pasó el llamado Julieta? En todos estos años que hace que mi jefe me
llama a la 5, nunca se atrasó más de 10 minutos; especialmente en los últimos tiempos, cuando
finalmente ya había decidido arruinarme la vida. Se me ocurre que quizás sí llamó a la
empresa, pero como atendió Julieta, perdió todo el interés de hablar conmigo y se puso a
conversar de cualquier cosa con ella. „Feliz cumpleaños, querida. Acá tenés tu librito. Espero
que esto sea suficiente para poder llevarte a la cama. Oh, no. Por favor. No me agradezcas‟.
Sorete. La verdad es que si esto se va a empezar a complicar y las cosas van a seguir
cambiando, tal vez lo mejor sea que Julieta renuncie y se vaya al piso 20, lo que es igual a

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decir: „que se vaya a la mierda‟. En lo que a Da Silva refiere, esté o no esté en la empresa,
piense o no piense en él, siempre consigue estar presente en todo lo que hago y en cada lugar
al que voy. Este hombre es un fastidio galopante y ya no sé cuánto tiempo más voy a poder
aguantarlo.
Después de darme cuenta de cada vez más cosas, el resto de la tarde con Oviedo se vio
afectada. Sabía perfectamente que este hombre era todo lo caballero que se podía y más, y que
jamás iba a estar del lado de Da Silva. Sin embargo, el solo hecho de que aquel hongo
productor de pus se enterase de que estoy con él hacía que comenzara a sospechar de todas las
personas que nos rodeaban por las dudas de que alguno fuese un espía. Oviedo pudo ver en mi
rostro que ya no estaba todo lo interesado por ver la casa como cuando nos encontramos, pero
cuando me preguntó si algo andaba mal, no quise preocuparlo y le dije simplemente que me
dolía la cabeza y que probablemente estuviera a punto de engriparme. “Contagiado por un
virus llamado Da Silva”, pero eso no se lo dije. Así que fuimos, vimos que la casa era todo lo
perfecta que había dicho Zubiría, y nos marchamos. Oviedo dijo que dejáramos para otro
momento el tema de manejar, que lo mejor para mí iba a ser irme directamente a casa. Le dije
que no, que todavía me sentía lo suficientemente fuerte como para cumplir una promesa. No
llevamos el auto a pasear por la ruta, ni por la autopista. Oviedo lo manejó desde San Telmo,
donde estaba el PH del reality, de vuelta a su oficina. Le dije que no perdiera la oportunidad de
dejarse guiar por el GPS y, cuando llegamos a Living Cars, estaba tan contento como un niño
delante de un árbol de navidad. Le pedí que me disculpara por cancelar el paseo, y después de
sus constantes „no es nada‟, „por favor, ninguna molestia‟ y demás, me volví a la oficina para
buscar mis cosas antes de irme directo a casa. No fue la mejor opción. Tendría que haber
optado por seguir los consejos de Oviedo y dejar todo para mañana.
En el momento en que crucé la puerta de mi oficina, llamé a Julieta para avisarle que me
iba a retirar temprano. Lo que nunca iba a imaginar era que de la oficina de mi secretaria iba a
aparecer Da Silva, rebosante de apestosa alegría. Ya no tenía fuerza ni voluntad para disimular
mi fastidio. Por suerte podía relacionarlo con mi excusa del incipiente estado gripal que me
acechaba. Julieta apareció detrás de él, ruborizada y avergonzada; no creo que hubiera sido su
idea que yo los viera juntos. Pero, como era de esperarse, a Da Silva poco le importaba lo que
Julieta opinara. Me dijo que tenía que venir a buscar unas cosas a la empresa -„¿Se estaría
refiriendo Julieta como una cosa?‟- y que como mi secretaria le había dicho que yo volvía
después de ver la casa, había decidido quedarse a esperarme para conversar un poco más
acerca del proyecto -sí, claro-. Le dije que por favor me disculpara, pero que no estaba en
condiciones físicas y que tendríamos que dejarlo para mañana. Y por supuesto que no tuvo
mejor idea que decirme que no había problema, que entonces se iba a quedar con Julieta para
que ella le ultimara los detalles. Eso nos dejó a los dos perplejos; a mí por la repulsión que
sentía por él; y a Julieta por la desfachatez con que estaba afirmándome que algo pasaba entre
ellos, sobre todo porque le acarició la espalda cuando la mencionó. No sé porqué reacciona así
Julieta. Ella es lo suficientemente inteligente como para saber con quién se está metiendo y no
me refiero precisamente a mí. Busqué entre mi odio y mi repugnancia alguna de mis
expresiones hipócritas y se la entregué a Da Silva cuando le dije que me parecía una gran idea.
Luego agarré mis cosas y me marché.

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Por algún motivo que no lograba definir, me sentía decaído y apático. Pensar en Julieta
me irritaba y pensar en Da Silva me ofendía; con lo cual, pensar en la posibilidad de que
estuvieran juntos, se convertía en algo absolutamente intolerable. Quise escuchar un poco de
jazz, pero ni siquiera ahí encontraba refugio. Ya no podía volver a hablar con Oviedo. La
única persona que me quedaba era Camila, pero tampoco quería verla en este estado. Me
encontraba teniendo que enfrentar un momento de soledad que no estaba dispuesto a sostener,
y el cansancio no ayudaba en lo más mínimo. Decidí tomarme una aspirina con un vasito de
whisky y acostarme directamente.
Martes: Baño. Afeitada. Mate. Oficina. Evitar a Julieta. Casa. Dolor de cabeza. Aspirina
con Whisky.
Miércoles: Afeitada. Café. Oficina. Casa. Malestar estomacal. Whisky.
Jueves: Afeitada. Oficina. Casa. Whisky.
Viernes: Julieta, por favor, cancelá todos mis compromisos. Me quedo en casa. Whisky.
¿Adónde había ido a parar toda mi semana? ¿Qué estaba pasando con mi trabajo y con mi
vida? ¿Por qué no conseguía librarme de este malestar, a pesar de todo lo que dormía? No era
el hecho de que Julieta estuviera con otro hombre; ya me había imaginado que eso ocurriría en
algún momento y no me molestaba. Lo que hacía retorcerse a mis tripas era él. Julieta era una
excelente persona, digna de estar con cualquier hombre lo suficientemente humano como para
hacerla feliz. Se merecía todo lo que ella quisiera y nada iba a obtener de alguien como Da
Silva, que lo único que tenía de humano era su verga, y encima la usaba mal. No quería que
Julieta saliera herida, y no podía hacer nada para evitarlo. Era la impotencia lo que me estaba
consumiendo por dentro, pero ¿cómo iba a hacer para evitarlo? Sobre todo ahora que
estábamos tan cerca de comenzar con el programa. No podía dejar de ir a la oficina. Sólo el
hecho de haber faltado hoy va a hacer que se me acumule más trabajo para el lunes. Voy a ir
mañana. Un sábado no tengo que cruzarme con ella ni con nadie; la empresa está casi vacía.
Va a ser la mejor oportunidad para trabajar sin tener que lidiar con fastidios e incomodidades.
Camila me mandó un mensaje de texto que decía: „Espero que te mejores pronto. Nos
vemos‟.
Primero, ¿qué es esta mierda de los mensajes de texto? ¿Por qué la gente no levanta el
teléfono y llama? Y segundo, lo único que me faltaba era que Julieta reciba un llamado de
Camila. Sea cual fuera la conversación que hayan mantenido, a Julieta no se le escapa nada;
seguro que se dio cuenta, por el tono de voz de Camila, que no era precisamente un llamado de
negocios. Ahora sí que no voy a poder mirarla con el reproche que se merece por elegir tan
mal a los hombres. Por otra parte, me alegra que Camila haya decidido seguir viéndome
después de la tremenda falta de respeto que se ligó de mi parte; al menos era cierto que lo
había superado. Por lo visto, Julieta le dijo que yo estaba enfermo y supongo que no habrá
querido molestarme. Está bien; es mejor así. Lo último que necesito en este momento es
escuchar un tono de voz condescendiente de una mujer con la que no tengo ningún
compromiso y a la que no tengo porqué andar dándole explicaciones. Dios, se me parte la
cabeza. 500 dólares en una botella de whisky y ni siquiera puede ocuparse de algo tan banal
como quitar un dolor de cabeza. Pero, ¿qué es esto? ¿Cómo es que está casi vacía? Tomé unas
copas, pero no las suficientes como para vaciar la botella. ¿Habrá sido la mucama? ¿Se
dedicará a tomar Whisky cuando yo no estoy en casa? ¿Será otra de las espías de Da Silva? Ya
no puedo confiar en nadie.

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Sábado: Llegué a la oficina y, por primera vez en toda mi carrera, sentí satisfacción al ver
que no había ni una sola persona en mi camino hasta el piso 19. El guardia de seguridad del
estacionamiento estaba más dormido que yo, así que me levantó la barrera sin mover una ceja.
Agradecí también el hecho de no tener que ver a Julieta ni a Rubén ni a Mario del otro lado del
ascensor. Ni siquiera está encendida la música funcional, así que el silencio generalizado es
como aire para mis pulmones. Creo que, a esta altura, la caída de un alfiler sobre la alfombra
puede hacer que mi cabeza estalle. Arriba del escritorio me estaba esperando una pila de
papeles que Julieta se encargó de ordenar según importancia. Lo primero que vi cuando me
senté fue la carpeta con los currículos de los entrevistados para el reality. Yo ya había visto
unos cuantos que Noir había preseleccionado y, al ver que manejábamos los mismos criterios
de selección, le di rienda suelta para que tomara las entrevistas del viernes. En total había 56
preproyectos. Todavía teníamos que reducir esa lista a 20, así que me puse a mirarlos uno por
uno. La decisión era bastante complicada; todas las ideas eran excelentes. Van Olders tenía
razón: no tenemos noción de la de la cantidad de talento desperdiciado que hay en este país.
Me daba lástima tener que descartar a más de la mitad de estas personas, pero me repetí a mí
mismo que si todo salía bien, podríamos tener varias temporadas más y ganar aún más
reconocimiento.
Logré reducir la lista a 32; ya no sabía qué más hacer. Estaba empezando a considerar que
lo mejor iba a ser que tuviéramos 30 participantes, pero no iba a ser posible, ya que los
carteles estaban por toda la ciudad y ya no podíamos cambiar nada. Espero que Noir me ayude
el lunes a terminar de definir esto.
Sin querer pasaron más de dos horas. Me levanté y caminé hacia la ventana. Es increíble
cómo cambia el microcentro los fines de semana. Todas las veces anteriores que tuve que
venir a trabajar un sábado fue porque no llegaba a terminar con mi trabajo diario, y siempre
me molestaba esta soledad. No sé porqué, pero me da la sensación de que las cosas están
cambiando y no creo que me guste demasiado esta situación. Estoy muy acostumbrado a mi
vida tal como la conozco; es la que siempre quise vivir y la disfruté cada uno de los días que
conseguí alcanzarla. No sé qué está pasando, pero por el bien de mi cabeza, espero que las
cosas vuelvan pronto a la normalidad.
Miré de reojo el resto del trabajo que tenía pendiente y como nada tenía que ver con el
reality, no tuve ganas de hacerlo. Me imaginaba a Julieta preparando todo tan prolijamente
como su vestuario de oficina y su peinado apretado y me provocaba rechazo. Otra vez se cruzó
por mi mente la imagen de Da Silva tocándole la espalda mientras me decía que iba a quedarse
con ella luego de que yo me marchara. De pronto, todo el concepto que tenía de Julieta se me
vino al suelo. Su imagen se vio repentinamente distorsionada por el baldazo de agua helada
que me cayó encima en el preciso momento en que comprendí que ya nada de todo eso estaba
en mis manos y, lo peor de todo, que ya no había vuelta atrás. Quería gritar. Quería cachetear a
Julieta para que reaccionara; pero más que nada, quería golpear a mi jefe. Sabía que eso no
haría que cambie su actitud ni su manera de ser, pero quizás podría lograr que Julieta viera
detrás de esa máscara de repulsiva coquetería lo monstruoso que era. Durante una semana casi
completa de trabajo había logrado escabullirme en todos los momentos oportunos para no
tener que mirar a Julieta a la cara y mostrarle toda la desilusión que sentía por ella. Me aboqué
a las reuniones con los jefes del 18 y pasé más tiempo allí abajo que en mi propia oficina. Ni

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siquiera me importaba lo que pensaran ellos. Por nada del mundo quería tener que subir y
encontrarme con una de esas grandiosas sorpresas que tanto le gustaba dar a mi jefe. No quería
volver a sufrir la imagen de esa serpiente enroscándose alrededor del cuerpo de Julieta,
asfixiándola con el único propósito de hacerme sufrir a mí. Ya había ganado. Ya me había
golpeado donde más me dolía, y no me extrañaría que se hiciera alguna que otra aparición en
mi oficina sólo para seguir echando ácido sobre la herida abierta. Y este perenne malestar
físico que había decidido acompañarme adonde sea que fuera no me iba a dejar disimular mi
ferviente repugnancia. Una semana había sobrevivido a mí mismo, pero, ¿hasta cuándo iba a
poder tolerar esta situación? No deseaba otra cosa que mis vacaciones. Quería irme lejos,
quería poder relajarme y no tener que lidiar más con estas situaciones. Creo que no va a ser tan
buena idea que viaje a Italia en este estado; ya pude comprobar que a Van Olders, al igual que
a Julieta, nada se le escapa. Y no tardaría mucho en darse cuenta de que todos mis conflictos
internos son culpa de su adorable pariente político. Tal vez le diga a Julieta que me saque un
pasaje a Italia para que Da Silva viaje también y se aleje de Julieta, mientras yo, por mi parte,
me voy de viaje a la Polinesia y me dedico a flotar en el agua turquesa. Sí. Perfecto. Eso es lo
que voy a hacer. Me debo unas vacaciones y bien que son merecidas. Quizás, luego de eso,
pueda volver al trabajo con un espíritu renovado. Tengo hambre. Buena señal. Al menos mi
cuerpo todavía quiere seguir existiendo. La pila bajó considerablemente, así que creo que lo
demás puede esperar hasta el lunes. ¿Qué estará haciendo Camila? Saqué de mi billetera su
tarjeta personal y esta vez sí la llamé al celular. Mensaje de texto… qué absurdo invento…
-¿Hola? -dijo Camila del otro lado, y sonó a pregunta porque ella tampoco había guardado
mi número de teléfono en su celular.
-¿Camila? -pregunté, aunque su voz era inconfundible.
-Hola… -contestó, ahora más relajada. Sí. Mi voz también era única. -¿Cómo te sentís?
-Bien… bien… Mejor -le contesté.
-¿Te llegó mi mensaje ayer?
Supongo que me estará preguntando porque no se lo respondí. Pero no creo que quede
muy bien que le diga que ese sistema de comunicación abreviada me parece ridículo.
-Sí, gracias. Disculpá que no te contesté; no me sentía nada bien.
-Me alegra que estés mejor -dijo.
Se produjo un breve silencio, así que también fui derecho al grano. Con Oviedo, tenía más
que ver con una cuestión de costumbre, pero con ella, si no quería seguir hablando por
teléfono era porque quería verla y recordar, al menos por un rato, lo que era pasarla bien.
-¿Estás ocupada? -le pregunté.
-Depende. ¿Qué tenés en mente? -me dijo, como la otra vez.
Pude notar, por el tono de su voz, que estaba sonriendo al hablar. Eso me hizo reír a mí
también y por un momento me sentí extraño. Me di cuenta de que hacía más de una semana
que esa emoción no pasaba por mi rostro. Dios, cuánto deseo esas vacaciones. “Lo que vos
quieras”, quise decirle, “sólo sacame de este infierno”. Pero quizás iba a sonar un poco
extremo.
-¿Querés ir a pasear al río?
Escuché un suspiro, pero no terminé de comprender a qué se debía.
-Mmmmmh… qué lindo… -dijo, absolutamente despreocupada.
Me encontré queriendo sentirme tan afortunada como ella, pero sólo conseguí sonreír.

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-¿Te paso a buscar? -pregunté, antes de que me ofreciera ir en su auto.
-Nunca más me vas a dejar manejar, ¿no? -dijo, aunque no sonó a reproche.
-Ya te dije que sólo era para que tuvieras una buena primera impresión de mí.
-Está bien… está bien… -dijo, resignada. -¿En cuánto venís?
“¿Treinta segundos?”
-¿15 minutos?
-Perfecto.
Y los dos cortamos el teléfono. Agradecí nuevamente el haber conocido a Camila. En este
momento era lo único que iba a lograr despejar mi mente. Y salir a pasear al río me parecía
una idea genial. Por supuesto que no íbamos a ir a Puerto Madero; no necesitaba otro
encuentro de casualidad con nadie. Cuanto más lejos, mejor.
Gracias a los 8 cilindros logré salir de la oficina, bajar hasta el garaje, arrancar, salir
arando y cruzar microcentro hasta Recoleta en sólo 10 minutos. Aún me quedaban cinco para
encontrar una música propensa para la situación entre las más de 1200 opciones que traía este
auto.
Camila estaba abajo antes de que yo pudiera tocarle el timbre, tan radiante como siempre.
No creo que haya logrado verse tan bien en sólo 15 minutos, por lo que pienso que ya es algo
natural en ella. Otra vez llevaba puesto un vestido encantador, aunque no tan escotado como el
de noche que llevaba el viernes pasado. Tenía una mezcla de colores que aún a través del
polarizado se notaba que hasta el sol estaría orgulloso de poder acariciarla. Dio la vuelta y yo
me estiré para abrirle la puerta, ya que no me dio tiempo a ser caballero y esperarla del lado de
afuera para invitarla a entrar.
-Vaya… estás hermosa -le dije, al tiempo que ella se estiraba para saludarme.
Lo correcto hubiera sido que yo le diera un beso en la mano, ya que todo en ella indicaba
nobleza; pero, en lugar de eso, se acercó y me besó en los labios. Si no hubiera estado dentro
de este auto, probablemente me hubiese sentido un plebeyo a su lado. Menos mal que yo había
dejado de usar jeans hacía tiempo, y que tenía una serie de caquis, siempre esperando a ser
lucidos. Esta mujer jamás sería digna de estar acompañada por algo menos que un frac, pero
considerando que íbamos al río, mi vestimenta podía ser una excepción.
La calle no era más que una pista de lanzamiento para el 300c, así que giré la llave y
despegamos como un space shuttle; y no tardamos mucho en llegar hasta Olivos. La verdad
era que yo no conocía demasiados restaurantes por la zona, así que comencé a recorrer la
costanera hasta encontrar el que mejor les sentara a mis ojos. Ya había bastante gente
comiendo y más autos estacionados de los que yo hubiera querido.
-¿Te parece bien este? -le dije, al pasar por al lado de uno que era muy atractivo
visualmente y no estaba atorado de vehículos.
-Sí, excelente -dijo. -Tiene linda vista al río.
Así que estacioné y me bajé antes de que Camila pudiera hacer cualquier cosa. Di
rápidamente la vuelta al auto y le abrí la puerta. No me iba a ganar esta vez. Cuando se bajó,
todas las miradas de los hombres que habían quedado clavadas en mi auto se dirigieron a
Camila. Sí. Ella encajaba a la perfección con este „cochazo‟, como lo había llamado Oviedo. Y
estaba conmigo. Ya que no podía sentir la satisfacción de ser admirado en la oficina, al menos
esto me daba cierta recompensa. Cerré la puerta y le puse la alarma al auto desde la llave
mientras que escoltaba a Camila adentro.

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Era cierto; la vista al río era espectacular. Del lado de afuera se podía ver a las personas
caminando por la orilla o sentadas, tan dispuestas a disfrutar como nosotros dos. Lo único que
rompía la armonía eran los niños, que nunca tenían problema en dar a conocer a todo el mundo
la fortaleza de sus pulmones; gritaban mucho y lloraban demasiado. ¿Es que las madres no se
dan cuenta de que hay más personas aquí? Me acordé de Julieta y de su comentario acerca de
que la Costanera Norte era muy ruidosa los fines de semana, y de que era precisamente esa la
razón por la que le gustaba más ir a Puerto Madero. Ahora pude comprobar que estaba en lo
cierto. Pero no quería seguir pensando en Julieta ni en el episodio de Puerto Madero; menos -y
especialmente- delante de Camila. Ahora estábamos acá y ya era tarde para volver a capital.
Nos sentamos en una de las pocas mesas libres que quedaban afuera, perfectamente listos
para disfrutar de un almuerzo tranquilo. O eso pensé.
No tuve tiempo de respirar el aire de río ni una sola vez, que mis ojos ya me estaban
traicionando. La mesa en la que estábamos tenía vista directa a la puerta de entrada del
restaurant, por lo que no tuve ningún problema para ver quiénes eran los que estaban
cruzándola en ese momento. Si había alguien que podía superar la belleza y el encanto de
Camila, esa era Julieta. Y la diferencia entre nosotros y ella fue que no sólo los hombres se
quedaron mirándola, sino que todas las mujeres se quedaron atónitas con su acompañante. Si
uno no los conociera, podría afirmar que se trataba de una pareja de modelos famosos.
Físicamente, Da Silva me llevaba una ventaja enorme y, a ese nivel, sí podía ser considerado
el hombre más digno de acompañar ese pelo ondulado. Pero, ¿por qué tenían que caer justo
acá, justo ahora? ¿Es que mi jefe tenía espías en todo el mundo? Pero, de pronto, me di cuenta
de que, por una vez, esto nada tenía que ver conmigo. Julieta vivía por acá. Y no era de
extrañar que si Da Silva la invitaba a almorzar, fuera en algún lugar por acá cerca. Sobre todo
porque él jamás iba a sentirse incómodo al preguntarse si la otra tendría ganas de que él
averiguase la dirección de su casa. Es más, ni siquiera creo que se lo haya preguntado. Da
Silva estaba acostumbrado a saltearse todos los escalones protocolares que lo conducirían a la
cama de una mujer; era un lujo que podía darse porque la mayoría de las mujeres lo
encontraban físicamente irresistible. Tal vez no Julieta, pero no creo que ese codicioso
inmundo le haya dado demasiadas alternativas; hasta puedo llegar a considerar la opción de
que se haya invitado solo a subir a su departamento en lugar de esperarla a que baje. Quizás lo
único que sí aprovechó Da Silva fue el hecho de que mi auto estaba galantemente estacionado
afuera. Lo dejé a la vista a propósito, para que todos pudieran admirarlo; pero ahora veo que
eso me jugó en contra. Si Da Silva tenía pensado algún restaurant en particular, no me cabe
duda de que cambió de idea en el instante siguiente al que sus ojos vieron mi auto. Pensé que
la suerte estaba de mi lado, pero ahora lo único que deseo es que la tierra me trague. No podía
sacar mis ojos de Julieta. Pensé en Camila y me di cuenta de que estaba siendo más descortés
que el otro día en la cama -si eso fuera siquiera posible-, y aún así no lograba apartar mi vista.
Hice un esfuerzo enorme para mirarla y pude notar que ella también había dirigido la suya
hacia la pareja que acababa de cruzar la puerta, pero por su expresión pude comprobar que
sólo lo hacía porque yo lo había hecho primero. Camila tenía un autoestima tan elevado que
probablemente pensó que nada tenía que envidiarle a Julieta, y que si no estaba con un hombre
tan apuesto como Da Silva era porque no quería, y no porque no podía. Cuando volvió su vista
a la mesa e intercambiamos miradas, casi pude ver mi propio reflejo en sus ojos. Su cara lo
decía todo. Estaba incómoda. Por segunda vez había conseguido incomodar a Camila. Y mi

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cara… ya sabía lo que estaba diciendo. Probablemente ella estaba pensando que yo miraba a
Julieta tan embobado como el resto de los hombres del restaurant, sólo porque era hermosa.
Lo que Camila no sabía era que esa mujer era Julieta. Y lo peor de todo era que estaba a tan
sólo unos pasos de descubrirlo. Julieta miraba el restaurant, buscando alguna mesa libre,
mientras que mi jefe escudriñaba cada mesa justamente para lo contrario: para ver adónde
estaba yo. Por un lado agradecí estar con Camila, ya que Da Silva se iba a quedar mirándola
como un idiota y eso iba a hacer sentir incómoda a Julieta; al menos así vería ella la clase de
hombre con la que se estaba metiendo. Pero, por otro lado, sabía que todo lo positivo de esta
situación era efímero. Todo se derrumbaría en el preciso instante en que Julieta me viera con
otra mujer. A ella la rechacé, pero a Camila, no. Dudo que Julieta sepa tan bien lo hermosa
que es; en ese sentido, Camila le saca bastante ventaja; pude comprobarlo cuando Julieta se
ruborizó un poco al ver todas las miradas de los hombres clavadas en ella; intentaba
disimularlo, por supuesto, pero yo conocía todas y cada una de sus expresiones. Pero Camila
supo lidiar con esas miradas perfectamente; debe estar demasiado acostumbrada a ser el centro
de atención. Oh, no. Ahí vienen. No quiero mirar. Da Silva nos encontró y viene para acá. No
quiero mirar. No quiero mirar. Prefiero que piense que me está tomando por sorpresa. ¿Estoy
sudando? Qué cuerpo más traicionero. Si no me delata mediante una erección, se nota a la
legua que estoy nervioso. Tranquilo. Respirá.
-¡Domínico! -gritó el desubicado.
¿Por qué hace eso? ¿Por qué no puede simplemente acercarse a la mesa y actuar como un
hombre civilizado? Ah, cierto, me olvidaba de que este ser lejos está de ser un hombre.
Obviamente, no puedo hacerme el boludo. Con semejante grito, ahora éramos nosotros el
centro de atención. Camila se sobresaltó un poco. Aún no comprendía ella por qué yo había
pasado tan repentinamente de estar completamente relajado a irremediablemente estresado.
Miró a Da Silva por primera vez. Nada quería más en este momento que ver a través del rostro
de Camila qué primera impresión le daba mi jefe. Pero se mantuvo impávida. Se ve que el
escándalo le parece más desubicado y, por tanto, más digno de ocupar su mente, que el
atractivo físico de ese putarraco. Perfecto. Otra cosa a mi favor. Si había algo que Da Silva no
podía tolerar era que una mujer, cualquiera sea, no lo encuentre excitante; mucho menos si se
trata de una mujer tan hermosa como Camila. Me alegra saber que comienza a sentirse
perturbado. Tiene cartas altas, pero no sé hasta dónde va a querer apostar. Cuando llegó a
nuestro lado ya había perdido al menos la mitad de la confianza con que había entrado, y la
pobre Julieta quedó más pintada que nunca. Camila me miró para que le explicara el porqué
del grito de ese hombre impertinente en medio de un restaurant.
-Señor Da Silva -dije, al tiempo que me levantaba para estrecharle la mano; mi rostro,
impertérrito. -Qué casualidad -agregué, sin emoción.
El otro se quedó como un idiota, sí, un perfecto-y-demasiado-bueno-para-ser-cierto
¡idiota! ¿Quién ríe último ahora, imbécil? Tenés a Julieta, pero de pronto no resulta como
planeaste. Ahora querés a Camila, porque no podés tenerla. Pero no la vas a tener. Estreché su
mano con tanta fuerza que pude observar en su rostro un leve gesto de dolor, y, cuando lo
solté, vi cómo la sangre volvía a pasar por sus venas con tanta furia que se le puso la mano
colorada. Antes de que pudiera hacer cualquier ademán de pasarse de listo, me le adelanté.
-Camila… -dije, mirando a mi acompañante. -Él es Humberto Da Silva. Trabajamos
juntos en la empresa.

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Aproveché para decir su nombre de pila, sabiendo que mi jefe lo odiaba, porque era lo
único que tenía en común con su padre.
-Mucho gusto -dijo Camila, pero su rostro expresaba más desagrado que gusto, y ni
siquiera se levantó de su asiento.
Le extendió la mano también para saludarlo y el desubicado, en lugar de estrecharla, se la
besó. Tenía demasiada experiencia como galán, pero me pareció que no le iba a servir de
mucho con Camila. Pude ver de reojo cómo ella retiraba rápido su mano. Y, como había
previsto, el otro se quedó como un pelotudo mirando a Camila y se olvidó por completo de
Julieta. Camila lo miró sin emoción y luego intercambió su mirada entre Da Silva y Julieta,
para que él la presentara. Yo quería meterme en el medio, quería introducirla, me moría de
ganas de evitarle el papelón a Julieta, pero sabía que eso significaba evitarle también el
ridículo a Da Silva y, por más importante que fuera Julieta para mí, el odio que sentía por esa
criatura digna de vaciar un tarro entero de insecticida en él pesaba más. Así que me quedé en
silencio, mirando a Da Silva, disfrutando demasiado con su cara de idiota. Si el otro la seguía
desnudando con esos ojos pervertidos, Camila no iba a tardar mucho más en presentársele a
Julieta por ella misma; le ganaban los modales. Y bueno… todo lo bueno dura poco. Ahí
comenzaría el lado negativo de todo este encuentro.
Camila se levantó, ahora sí, y esquivando a Da Silva le extendió la mano a Julieta para
presentarse.
-Camila -dijo.
La cara de Julieta reveló varias emociones. Primero pude ver que ese nombre estaba
confirmando sus sospechas acerca del llamado que recibió de Camila el viernes. Después me
miró y no necesité que dijera nada para saber que estaba pensando en aquel domingo en Puerto
Madero y en que si la situación hubiera sido otra, sería ella quien me acompañaría hoy. Y
finalmente sintió vergüenza ajena por el hombre que la acompañaba. Pero todo eso duró una
fracción de segundo. Inmediatamente volvió a ser la Julieta inexpresiva de todos los días,
aunque su cabello ondulado y suelto, acompañado por un vestido blanco, hacían que me
resultara imposible anclarla a la oficina.
-Julieta -dijo, a pesar de mis deseos; y le estrechó delicadamente la mano.
Ahora era Camila quien estaba siendo invadida por una sucesión de emociones y
pensamientos predecibles. No tardó mucho en ponerse a atar cabos y comprender que Julieta
no era simplemente Julieta, sino que era Julieta. ¿Quién otra, si no, hubiera explicado mi
repentina incomodidad cuando los vi entrar? Al menos ahora sabía que no había mirado a
Julieta con la misma expresión de adoración que el resto de los hombres. Ahora sabía la
verdadera razón de mi expresión.
Nos quedamos todos callados. Da Silva ni siquiera pidió perdón por haber dejado tan mal
parada a Julieta; seguía hipnotizado por la ignorancia que Camila le entregaba. Probablemente
había entrado decidido a sentarse con nosotros en la misma mesa, pero ahora que estaba más
incómodo él que cualquiera de nosotros, consideró que lo mejor iba a ser alejarse. Pude notar
que las cosas no le habían salido todo lo perfectas que esperaba por la expresión en su rostro.
Cuando finalmente pestañeó y volvió a la realidad, ya no mostraba satisfacción. Me dio la
sensación de que en ese momento él quería golpearme más a mí de lo que yo deseaba
golpearlo a él.
-Bueno -dijo mirándome. -Un verdadero placer -agregó, esta vez mirando a Camila.

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Ella le hizo un leve gesto con la cabeza y volvió a mirarme a mí, para continuar con
nuestro placentero almuerzo, lo que fastidió a Da Silva aún más.
-Nos vemos -dijo, y apretó los labios.
Se dio vuelta y comenzó a caminar hacia el otro lado del restaurant. No chocó a Julieta de
casualidad, y la dejó sola, parada delante de nosotros dos. Diez años y un domingo en Puerto
Madero pasaron en un segundo por su mente y me los echó en cara con un pequeño fruncir de
su ceño, tan sutil que lo sentí como una trompada que me hacía volar hasta el río. Luego le
hizo una pequeña reverencia a Camila y se alejó, siguiendo a Da Silva. Camila comprendió
todo, por supuesto. Casi entré en pánico al pensar en lo que hubiera pasado si Camila le
preguntaba abiertamente si era mi ex. Afortunadamente descarté ese pensamiento de mi
mente. Camila nunca diría algo tan desubicado, y además, mi rostro le reveló todo. No
necesitó corroborar si Julieta había sido o no mi novia; le bastó con saber que algo muy fuerte
había entre nosotros; pero lo que no quería era que Camila sintiera que aún me pesaba.
-Disculpame por todo esto -le dije. -Ese hombre es un payaso.
Camila sonrió, pero con más melancolía que comicidad. Bajó su mirada y la clavó en una
copa mientras negaba con la cabeza.
-¿Sucede algo? -pregunté, sin comprender.
-¿Es un payaso por lo que acaba de hacer o es un payaso porque estás celoso?
Sí. Efectivamente Camila había atado los cabos más rápido de lo que yo pensaba. ¿Qué
podía decirle? ¿Qué no? ¿Qué no estaba celoso? Si era esa justamente una de las principales
emociones que alimentaban mi odio por él. Pero, ¿qué más? ¿Qué lo odio más allá de Julieta?
Eso también era cierto. Quizás podía disimular por ese lado. Negué con la cabeza en respuesta
a su pregunta y dije:
-Mi altercado con él viene de lejos.
Quizás eso iba a generar más confusión en Camila. Quizás ahora iba a pensar que como
tenemos una relación de mierda, me cagó la mina a propósito. Está bien. Cualquier cosa que
ayude a lograr que más personas sientan rechazo por mi jefe, mejor.
-¿Querés que vayamos a otro lado? -me preguntó, al ver que mi rostro no se relajaba.
Podríamos. La verdad era que aún no habíamos ordenado la comida. Ni siquiera nos
habían traído las cartas. Pero no. Da Silva había quedado mucho más incómodo que nosotros,
lo cual ya era demasiado pedir. Quizás hasta incluso había decidido él retirarse del restaurant,
considerando la forma en que se fue de nuestro lado. Sea cual fuera su decisión, yo no iba a
demostrarle que había logrado intoxicar mi aura una vez más, por lo que dejar el lugar no era
una opción válida.
-No, está bien -dije, más para convencerme a mí que a ella. -Nada puede opacar tu belleza
por mucho tiempo.
Y sonreí.
Por suerte Da Silva, si se había quedado, se había sentado muy lejos de nosotros, fuera del
alcance de nuestras miradas, y, probablemente, él estaba más interesado en que yo no lo viera
que el caso contrario. Supongo que igual seguirán en pie sus planes de encamarse con Julieta
para darme celos -si es que todavía no lo había hecho-, ya que no tenía pensado encontrarse
con nosotros hoy. Pero, después de esta situación y de la manera en que Julieta me miró antes
de retirarse, supongo que no va a pasar mucho entre ellos hoy. Mi aura no fue la única que
quedó infectada con este maravilloso encuentro. Quizás Julieta termine por rechazar a Da

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Silva de la misma manera en que Camila le entregó la sucesión de miradas ignorantes. Ahí me
gustaría estar; en el preciso momento en que esa babosa viscosa sienta que la gente lo
desprecia tanto como él se merece; en el momento en que se dé cuenta de que no es nadie, que
el mundo entero piensa que es patético y se suicide. Oh, sí. Qué grandioso placer me
provocaría eso.
Me quedé con ese pensamiento constantemente fresco en la mente y pude notar que cada
vez me sentía mejor. Tanto el resto del almuerzo, como la tarde caminando por el río y la
posterior noche del sexo desenfrenado que ya se estaba convirtiendo en costumbre entre
nosotros, fueron increíbles. En todo momento me imaginaba la noticia en los diarios y en la
televisión del inminente suicidio del empresario. Ya tenía en mi mente las placas en letras
rojas, enormes en la pantalla del televisor. Y la gente mirando y opinando, ya que eso es lo
saben hacer mejor. Me imaginaba tomando un café con Oviedo y comentando el terrible
episodio, disfrutando de tener que mentirle a todo el mundo que el acontecimiento me había
dejado anonadado. Incluso ya me veía charlando con Van Olders, diciéndole que no quería
tomar el puesto de Da Silva, que sería un insulto, que aún estábamos de duelo. Y lo más
espectacular de todo era la imagen de su lápida, con el cemento aún fresco y sus hermanas
llorando a su alrededor. Hasta incluso podría llegar a afirmar que cada unos de los orgasmos
que tuve fueron más intensos gracias a mi continuidad de pensamientos. Y Camila también
gozó mucho más. Los dos ardíamos de pasión, aunque por motivos diferentes. Lo único que le
dije fue lo hermosa que era y el nivel de excitación que me generaba, y a ella le encantó. Y los
dos quedamos plenamente satisfechos.

Las piernas todavía me temblaban cuando bajé las escaleras de mi casa para preparar el
desayuno. Hacía rato que no conseguía canalizar tan bien tantas pasiones. Me sentía renovado.
Quizás mi jefe no se había suicidado, pero estoy seguro de que no pudo disfrutar ni un poco de
todo lo que yo sabía que Julieta podía llegar a entregarle si sólo tuviera la delicadeza de
pedírselo. Ya lo veía saliendo de la casa de Julieta y disparando derecho a lo de Tamara, para
poder descargar un poco de todos sus asquerosos fluidos. Julieta iba a salir lastimada; eso
estaba asegurado desde el momento en que aceptó su regalo de cumpleaños. Pero nada le iba a
ocurrir de lo que no fuera plenamente consciente. Ella trabaja en Valmont hace casi tantos
años como yo, por lo que conoce la vasta trayectoria de mi jefe tanto como cualquier otro
empleado. Incluso, ahora que lo pienso, probablemente haya estado al tanto de su amorío con
Tamara. ¿Qué clase de valores maneja esta mujer? O peor, ¿qué tan desesperada está por
recibir afecto? Pobre. La verdad es que me da pena. Al final, comienzo a creer que es cierto
eso de la inteligencia laboral, distinta de la emocional. Como secretaria es una empleada
ejemplar, pero como mujer no hace otra cosa que mandarse cagadas. Una lástima, de verdad,
que yo haya decidido no entablar relación social con ella; quizás la hubiera llevado por un
mejor camino. Aunque, cualquier alternativa que no incluya a Da Silva es un mejor camino.
Justo con él se vino a meter. ¿Cuánto tardará en abrir los ojos y darse cuenta de que nada de lo
que está haciendo le conviene? Incluso mudarse al piso 20 es una mala idea. Bueno… ella
sabrá por qué lo hace.
La pava eléctrica indicó que el agua había hervido. “Vaya”, pensé, “no hace más de 10
segundos que la puse”. Mi mente se había ido a vagar y otra vez lo hacía por culpa de Julieta.
“No puedo creer que aún esté ella en mi mente, teniendo a una mujer por demás excitante,

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desnuda, durmiendo en mi cama.” Preparé los saquitos de té y me fui hasta el equipo de
música a poner un poco de jazz bajito. Por algún motivo sabía que hoy lo disfrutaría tanto
como siempre. Saqué de la alacena unas galletitas, hice unas tostadas y me llevé todo para
arriba. Realmente estaba comenzando a disfrutar esto de amanecer cada tanto al lado de esta
mujer sin complejos, radiantemente natural y hermosa.
Lamentablemente no pudimos compartir el resto del día, ya que ella tenía algunos
compromisos familiares a los que no podía faltar. Una vez más, me dio gusto saber que yo no
tenía que ir a ninguna parte, que era libre de hacer lo que se me antojara. Así que cuando se
fue, decidí llamar a Oviedo, para ver si quería acompañarme a pasear con el 300c. Me pidió
perdón en todos los idiomas que sabía, y me dijo que quería con todas sus ganas, pero que una
de sus hijas cumplía años y tenía que dedicarle todo el día. Bueno. La verdad que esto de tener
que hacer tantas cosas que uno no quiere, o que prefiere cambiar por nuevos planes, es algo
que no termino de comprender acerca de la especie humana. ¿Por qué la gente no puede
simplemente ser más sencilla y decir „No quiero hacer eso contigo. Me voy a hacer algo
conmigo‟? Me dio risa al pensar cómo podría sonar ese pensamiento en voz alta; mientras que
es totalmente natural en la mente, al atravesar las cuerdas vocales se vuelve irrisoriamente
absurdo. Así que tenía el resto del día libre para hacer exactamente lo que yo quisiera antes de
volver al trabajo a enfrentarme con la cara de reproche de Julieta. Qué bárbaro. Ella es la que
elije al peor hombre, pero yo soy el que merece reproche. Al final, sí parece que fuera mi ex.
Esta semana es la última antes de la fiesta inaugural del reality. Quizás sea una buena idea
para llevar a Camila. Aunque, al pensarlo mejor, no creo que sea conveniente ser un nuevo
tema de chimento generalizado dentro de la empresa a pocos días de irme de vacaciones. Sí.
Lo mejor va a ser esperar que vuelva y las cosas se tranquilicen un poco. De paso le voy a dar
a Camila todo el tiempo necesario para que me extrañe aunque sea un poco.
Bueno. Tengo todo el día para hacer lo que quiera. ¿Qué hago? ¿Salgo? No, prefiero
quedarme en casa. ¿Voy a buscar una película o me quedo a ver alguna de las mías? Esta sería
una oportunidad excelente para hacerme una maratón de La Guerra de las Galaxias. ¿Cuántas
veces en la vida puede un hombre darse la oportunidad de ver seis películas seguidas? Eso
significarían 12 horas de tiempo libre. Y ya que lo tengo, vamos a aprovecharlo.
La Guerra de las Galaxias I, La Guerra de las Galaxias II, La Guerra de las Galaxias III,
La Guerra de las Galaxias IV, La Guerra de las Galaxias V, La Guerra de las Galaxias VI.
Wow. 12 de la noche. Realmente se me fue el día. Creo que me tomo un vasito de whisky
y me voy a la cama.

-¿Julieta?
-Sí, señor -dijo por el intercomunicador.
-Necesito que me consigas un boleto ida y vuelta a Italia, por favor.
Su voz estaba más tensa que nunca y cada vez que entraba a mi oficina, el aire se cortaba
con cuchillo, pero eso no iba a hacer que yo dejara de ser cortés; después de todo, las cagadas
se las estaba mandando ella, no yo.
-¿Para qué fecha? -preguntó.
A ver… hoy es lunes 3, el viernes es la fiesta. ¿El lunes que viene? ¿Demasiado pronto?
No. Me quedan justo 10 días antes de que arranque el primer capítulo de Rodados deMentes.
Perfecto.

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-Del 10 al 20 -le dije.
-¿A nombre de quién?
¿Qué está esperando que le diga? ¿A nombre de quién va a ser?
-A mi nombre. Y fijate qué empresas van de Roma a Turín. Si es posible, que sea todo
junto.
-Perfecto, señor -dijo, pero me dio la sensación de que quiso decir „te estás escapando,
cobarde de mierda‟. No sé hasta qué punto sería mentira.
-Gracias. -Y corté el teléfono.
Excelente. La carnada ya estaba lista para Da Silva. Me encantaría verlo llegar a Turín,
que Van Olders le diga que yo no estoy ahí y que tenga que comerse algunos días de reuniones
familiares con su hermanita y el marido. Pero más ganas tengo de poder imaginarme esa
situación mientras recibo una sesión de masajes en mi cabaña de la Polinesia. Por supuesto
que no voy a llamar desde acá, ni desde mi casa. Soy capaz incluso de irme a un locutorio, con
tal de no correr el riesgo de que Da Silva se entere de que estoy sacando pasajes a otro lado.
Esto es genial. Desde que soy gerente de la empresa puedo viajar a donde se me antoje,
cuando yo quiera, sin darle explicaciones a nadie. Y sin embargo, nunca lo hice. Siempre tenía
más ganas de quedarme a trabajar. Amaba mi trabajo y comienza a preocuparme que me esté
refiriendo a eso en tiempo pasado. Pero, basta. Todo se debe a mi creciente estrés. Cuando
vuelva de mi viajecito, las cosas van a volver a ser las de antes y voy a poder volver a decir,
con total seguridad, que amo mi trabajo.
Como había hecho la semana anterior, traté de evitar a Julieta a toda costa y, cuando
terminamos de definir los 20 participantes, le dije a Julieta que le mande todo con una moto a
Oviedo y me fui de la empresa como un rayo, cosa que suena bastante literal, considerando la
nave que me sirve de medio de transporte.
Dejé el auto en casa y salí caminando -mirando para todos lados, no sea cosa que me
vuelva a encontrar con el chorro- hasta el locutorio más cercano. Afortunadamente, justo al
lado había una agencia de viajes, así que me metí ahí directamente y media hora más tarde
tenía todo mi viaje a la Polinesia programado. Era tan atractivo que ya comenzaba a relajarme
de sólo pensar en él. Me acordé también de los compromisos familiares de Camila y de
Oviedo y agradecí una vez más el poder viajar a cualquier parte del mundo, en cualquier
momento, sin tener que rendirle cuentas a nadie.

El miércoles a tarde terminaron de llegar los 12 participantes del interior del país, así que
los reunimos con los 8 de Buenos Aires y, junto con la gente del piso 18, más Julieta -
lamentablemente-, y Oviedo, junto a su equipo de reporteros, nos fuimos todos a San Telmo
para que conozcan la casa y se fueran haciendo amigos. El reality iba a comenzar en dos
semanas, pero decidimos que lo mejor iba a ser dejarlos venir unos días antes para que
conozcan las instalaciones y así poder saber qué les iba a servir traer y qué no, cuando
volvieran definitivamente por cuatro meses. La idea fue de Noir, pero estaba tan emocionada
que ni se dio cuenta cuando hablé de nosotros en general ante los reporteros de Oviedo. López
se había encargado de preparar una pequeña fiesta antes de la inaugural del viernes, sólo para
nosotros. La gente de Living Cars ocupo gran parte del tiempo en hacerles notas especiales a
cada uno de los participantes y de paso aprovecharon para sacarles unas cuantas fotos.

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El resto de los días se pasó volando. Casi no pisé la oficina, so pretexto de que quería
estar la mayor cantidad de tiempo con los participantes, llevarlos a pasear, a que conozcan la
ciudad los del interior y a diversos restaurantes para que se sintieran cómodos en todo
momento. Además, todo eso lo hice acompañado de Oviedo, lo cual hizo que los días fueran
aún mejores. De pronto estaba recordando por qué me gustaba tanto mi trabajo. Eran las
buenas ideas convertidas en realidad las que me hacían sentir siempre parte de algo grande, y
eran también las que conseguían dar vida a la empresa. Cada vez que presentamos un nuevo
proyecto, Valmont deja de sonar como una palabra vacía y se carga de significado y vitalidad.
Menos mal que decidí irme antes de que empiece el reality, porque van a estar todos tan
ansiosos que quizás tenga que terminar cacheteando a Rubén y a Mario.
Cuando las novedades del reality fueron publicadas en Living Cars, las ventas del diario
batieron records, como solían hacerlo en épocas anteriores. Oviedo me llamó y me agradeció
con la voz entrecortada, casi a punto de llorar. Me dijo que todos estaban volviendo a hablar
de su diario y que su teléfono no paraba de sonar, y que todo era gracias a mí y a mi brillante
idea. Que veía a la gente emocionada comprando el diario y que le encantaba poder ser parte
de este proyecto y -otra vez- que todo era gracias a mí y a mi brillante idea. Dijo que quería
verme y, cuando nos juntamos de nuevo en el Intercontinental, dejó de lado todo protocolo y
me abrazó como si fuéramos amigos de toda la vida que no se habían podido ver en años. A
mí me dejó un poco sorprendido su actitud, no por la costumbre del apretón de manos, sino
porque me di cuenta de que había perdido la cuenta de los años que hacía que nadie me
abrazaba de esa forma. Oviedo me dijo que estaba orgulloso de mí, que no todos tienen la
fuerza que se requiere para llevar adelante una idea tan filantrópica y desinteresada como lo
había hecho yo. Le dije que dejara de agradecerme tanto, que cualquiera hubiera hecho lo
mismo, pero él me repetía que no y que no, que yo era un hombre excelente, con un valor
único, capaz de darle una oportunidad a quien la quisiera, sin esperar recibir nada a cambio.
Yo no quise decirle que si no hubiéramos hecho las cuentas y no hubiéramos llegado a la
conclusión de que esto era un proyecto seguro y que nos dejaría una ganancia enorme, hubiese
sido yo el primero en rechazarlo. Oviedo estaba muy emocionado y no quería arruinarle el
momento, pero la verdad era que yo no estaba tan seguro de ser todo lo que él decía de mí, y
sin embargo me gustó sentir que, por un momento, alguien que considero uno de los hombres
más nobles de mundo, diga que yo también soy una buena persona.
Aprovechamos para reírnos un poco de Dalmasso y de la sorpresa que se llevó al ver que
Living Cars estaba superando en ventas a Al Volante de manera obscena. El pobre hombre se
estaba volviendo loco. Todo lo que publicaba había salido el día anterior en el diario de
Oviedo y la gente, ya informada, perdía el interés. Living Cars tenía todo el tiempo tanta
información nueva que Oviedo se vio obligado a sacar diarios nuevos hasta tres veces el
mismo día. Habíamos tomado la precaución de no dar nunca la dirección exacta de la casa
para que no se llenara de fans, y para que Dalmasso se retorciera de odio al no poder verla. De
paso cerramos todas las ventanas al público externo, para que ninguna cámara no autorizada
lograra sacar alguna foto. Así que, mientras Living Cars publicaba fotos de todos colores y
tamaños con entrevistas exclusivas a los participantes, Al Volante tenía que conformarse con
llenar sus páginas de información completamente irrelevante, referente a cualquier cosa menos
a Rodados deMentes. El viernes al mediodía, uno de los guardias de seguridad que habíamos
puesto en la entrada de la casa me llamó por teléfono y me dijo que, en la puerta, estaba nada

®Laura de los Santos - 2010 Página 157


menos que Da Silva queriendo hacer entrar a un reportero de Al Volante. Yo sabía que esa
podía ser una alternativa, por eso le dije al guardia desde el primer día que ningún medio que
no fuera Living Cars podía tener acceso a la casa, no importa de la mano de quién viniera. El
hombre estaba un poco asustado, ya que Da Silva amenazó con echarlo, pero le dije que no se
preocupe, que nada malo le iba a ocurrir en tanto hiciera exactamente lo que yo le dijera. Da
Silva estaba jugando demasiado sucio. Me dio un poco de miedo pensar hasta dónde era capaz
de llegar. Valmont estaba siendo mencionada en todos los canales de chimentos, en todos los
medios, y sin embargo, en el único lugar donde se estaba haciendo pública la información
importante, no se estaba haciendo mención alguna de mi jefe. Eso no iba a tardar mucho en
llegar a las manos de Humberto Senior, así que, en cualquier momento, Da Silva iba a tener
que empezar a mover sus contactos para que su papi deje de romperle las pelotas. Y la verdad
era que yo no sabía qué tan peligroso podía llegar a ser Da Silva cuando realmente se lo
proponía. Y no hice mal en temerle. No iba a faltar demasiado ya para que lograra salirse con
la suya y terminara de cumplir su misión: arruinarme completamente la vida.
El viernes por la tarde, todo el mundo huyó temprano de la empresa. Era el día de la fiesta
y nadie quería correr el riesgo de no contar con el tiempo suficiente para prepararse. La
emoción estaba en el aire y fue el único día en la historia de Valmont que no hubo ningún
problema que no se solucionará de forma inmediata.
Yo me estaba subiendo al ascensor y escuché que Julieta me pedía que no dejara que las
puertas se cerraran, que también bajaba. Quise hacerme el boludo y aparentar que no la había
escuchado, pero justo pasó por ahí Mario y tocó el bendito botón que hizo que las puertas se
abrieran de nuevo. Ella le agradeció y, cuando las puertas se cerraron, quedamos solos en un
espacio de 2 x 2. Enseguida el aire se llenó de tensión. Eran 19 pisos y ninguno de los dos
tenía nada que decir. Ella aprovechó para ir sacando de su cartera las llaves de su auto y yo
hice lo mismo con las mías. Eso significaba que íbamos a ir juntos incluso un piso más. La
creciente tensión hizo que el tiempo pasara cada vez más lento. Yo rogaba que el ascensor se
detuviera en algún piso y que alguien más entrara, pero nada de eso ocurrió. Los pisos
comenzaron a iluminarse encima de la puerta uno a uno cada vez más lentamente. No entendía
demasiado a qué se debía este slow motion y me daba cuenta de que mi ansiedad crecía de
manera directamente proporcional a la detención del tiempo. Para ese entonces, yo todavía no
sabía que esta sería la última vez que compartiríamos este ascensor. De haberme enterado, le
hubiera dicho todo lo que pensaba, todo lo que significaba ella para mí, lo importante que
había sido a lo largo de buena parte de mi vida, o, al menos, le hubiera dicho „gracias‟. Se
merecía mucho más, pero de haber sabido que sería la última vez que estaría a solas con ella
aquí, al menos me hubiera conformado con eso. Pero, ¿cómo iba a saber? Las cosas se habían
puesto bastante tensas durante el último tiempo y uno siempre guarda lo más importante para
después y para después de después. Cuando se abrieran las puertas, „después‟, entre nosotros
dejaría de existir.
Llegamos al subsuelo y, antes de bajar, Julieta me miró por un instante que pareció durar
para siempre. Lo único que pude comprender en su rostro fue que se había quedado esperando
algo; como si supiera que yo tenía cosas para decirle, y como si supiera, de alguna forma
imposible, que este sería el último día que compartiríamos en la empresa. Pero yo me callé la
boca; y, tal como ocurrió aquel día en el que decidí que lo mejor iba a ser no besarla, sería
algo que lamentaría por el resto de mi vida. Pero aún no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo?

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Escuché que me decía algo así como „nos vemos esta noche‟, pero mi mente había quedado en
blanco por algún motivo desconocido, así que ni siquiera le respondí. Y cuando salimos del
ascensor, volvimos a caminar en direcciones opuestas.

Cuando llegué a mi casa, todavía estaba en el aire esa sensación extraña por lo ocurrido en
el ascensor. No sabía bien a qué se debía, así que decidí restarle importancia. Me fui derecho
al baño, me saqué toda la ropa y me quedé un rato debajo de la ducha, para liberarme de todas
las tensiones. Hubiera podido disfrutar más de este momento de haber sabido que sería la
última vez que me bañaría en un buen tiempo. Por el momento no parecía más que rutina y por
alguna razón que escapó a mi consciencia, por más que intentara relajarme, parecía que con
cada gota la tensión crecía. De todas formas suspiré e hice a un lado esas premoniciones sin
importancia. Esta noche tenía que verme espléndido, aún -y sobre todo- porque sabía que
Julieta iría acompañada de Da Silva y que, probablemente, él iba a hacer una entrada triunfal,
como si la idea, el proyecto y el reality fueran todos de su autoría y sudor. Por un lado, quería
llegar lo más tarde posible, con tal de no tener que vivenciar su llegada; pero, por el otro, no
podía ser uno de los últimos en llegar, por el simple hecho de que todos estarían esperándome.
Ojalá Oviedo también llegue temprano, así tengo, al menos, a una persona de confianza a mi
lado. Además, como éramos nosotros los organizadores, tenía que llegar temprano para ver
que todo estuviera en orden y que los invitados llegasen a horario. No creo que pueda esperar
hasta que se me acabe el agua caliente; voy a tener que salir y volver a la realidad. Todavía
tenía ganas de llamarla a Camila y pedirle que me acompañe. ¿Estaré a tiempo? No. No
puedo. No me va a venir bien que la gente comience a chusmear dentro de la empresa cuando
yo no esté. Aunque, por otro lado, podría sacrificar eso, con tal de ver a Da Silva otra vez
idiotizado delante de Camila. No sé. Tanta gente. No. No puedo. Voy a estar demasiado
ocupado andando de un lugar para otro y lo único que me falta es que, por dejar demasiado
sola a Camila, el otro pervertido comience a acosarla. No; si la llevo es para que se divierta, no
para que la pase mal. Sí. La veré mañana.
Saqué del ambo el esmoquin y comencé a ponérmelo delante del espejo. Tenía
demasiadas prendas, entre la camisa, el pantalón, los tiradores, el chaleco, el moño y el saco,
así que me tomé mi tiempo para vestirme. Hacía un buen rato que no me ponía uno de estos,
mucho menos con moño. Era una linda oportunidad para lucirme delante de mis empleados.
La gente estaba citada para las 10 de la noche, así que, siendo las 9, creo que es una buena
idea ir saliendo para estar al tanto de los últimos preparativos.

Se ve que Noir se tomó más a pecho de lo que yo le dije eso de que busque un lugar
grande. Gracias a su diplomacia y carisma, había conseguido que el dueño de un boliche
llamado Pachá cerrara sus puertas un viernes a la noche, aún sabiendo que es uno de los días
en los que más dinero ingresa, y nos lo dejara exclusivamente a nosotros. No sé cuánto le
habrá costado eso a Valmont, pero no creo que haya sido poco. El lugar estaba ubicado sobre
Figueroa Alcorta, a unas cuadras de Costa Salguero. Era demasiado grande e imponente como
para que alguno de los invitados se perdiera. En la parte más alta de la fachada estaba escrito
el nombre del boliche y, al lado de éste, Noir se había encargado de que colocaran unos
enormes carteles de neón que decían: invita a… Valmont Southern, con lo que si uno miraba
de lejos, parecía que decía „Pachá invita a… Valmont Southern‟. De esa manera quedaba tan

®Laura de los Santos - 2010 Página 159


visible el nombre del lugar como de nuestra empresa y dejaba a todos bien parados. Ya con los
carteles y las noticias y los chimentos generalizados, Rodados deMentes se había convertido
en algo tan exitoso que, aún antes de comenzar, cualquier cosa que se relacionara de alguna
manera con él, se convertía inmediatamente en oro. Yo no sabía que ese lugar era la sede de
Pachá; lo había escuchado alguna que otra vez, y sabía que tenía su fama, pero nunca imaginé
que iba a ser tan adecuado para este evento. Y, sin la necesidad de hacer muchas cuentas, pude
saber que este lugar iba a ganar mucho más dinero con este evento que si funcionara como lo
hace cualquier otro viernes. No sólo por la cantidad de gente que ya se está colocando detrás
de las vallas para recibir a los participantes del reality, sino por la fama extra que se va a ganar
gracias a Valmont y a mí.
No necesité mostrar ninguna credencial en la puerta; nadie más iba a llegar a la fiesta en
un auto como el mío y, aunque así fuera, ningún otro Chrysler 300c iba a tener el logo de
Valmont en ambas patentes. Así que me abrieron la barrera y fui bordeando el vallado hasta el
estacionamiento. Cuando me bajé, miré a las personas que esperaban a los participantes y pude
ver que algunos de ellos ya estaban mostrando carteles con los nombres de ellos. “Deben ser
familiares”, pensé, “¿cómo puede ser que ya tengan a su preferido, sino?”. Subí las escalinatas
alfombradas y me presenté en la puerta. Los camarógrafos y fotógrafos ya estaban ubicando
sus cámaras a los costados, para poder obtener los mejores planos de los participantes. Pude
ver de reojo a unos que tenían credenciales de Al Volante y me dio risa pensar que debían
estar enormemente fastidiados, sabiendo que iban a tener que estar toda la noche en el mismo
lugar que el resto, mientras la gente de Living Cars tendría acceso ilimitado al vip. Me sentí un
poco avergonzado al ver que todos ellos estaban de jean y zapatillas, mientras que yo estaba
de punta en blanco, pero mi sensación se vio instantáneamente contrariada al cruzar la puerta
de entrada. Todo estaba decorado en tonos de blanco, amarillo y dorado. Me sentí entrando a
una boda, no a una fiesta empresarial. No tuve que recorrerlo todo para saber que Julieta se
había encargado de la decoración. En lo que a ese rubro se refería, tenía un gusto intachable.
Calculo que, si no hubiera entrado a trabajar en Valmont, hoy sería una diseñadora de
interiores famosa. Ahora sí que me sentía vestido acorde al lugar. Por un momento me dio
pena que Camila no pudiera ver esto; ella encajaría aquí mejor que nadie.
Los mozos corrían de un lado para otro, organizando las barras y llenando vasos con
tragos exóticos. La gente del disk-jockey revisaba y probaba las luces y los sonidistas también
ensayaban su parte. Comencé a caminar por el centro de la pista de baile y pude ver que, al
otro lado, había un balcón y una escalerita que bajaba hacia el río. Ahora sí que no le faltaba
nada. Este lugar era demasiado perfecto y no se me hubiera ocurrido una mejor idea para hacer
la fiesta de Valmont que aquí.
-Disculpe -dijo un hombre detrás de mí.
Me di vuelta y lo miré. El hombre estaba vestido tan bien como yo.
-¿Usted es el señor Domínico? -me preguntó.
-Sí -dije, aún dudando.
Me extendió su mano.
-Soy el encargado del boliche -me dijo.
-Ah, lo siento -expresé, mientras sonreía y le daba la mano.
-Mi nombre es Alberto Porta. Voy a estar aquí toda la noche, por cualquier cosa que
necesite.

®Laura de los Santos - 2010 Página 160


-Muchas gracias.
-Estuve hablando con la señorita Julieta -me dijo, todo emocionado.
Pero mi cara no compartió la expresión. ¿Qué significaba eso? ¿Que Julieta ya estaba acá?
Pero, ¿Y Da Silva? ¿Habrá llegado también? No puede ser. No hay nadie. ¿Cómo va a hacer
su gran entrada si no hay ni una sola persona importante para recibirlo? ¿Estará sola? Miré a
mi alrededor inconscientemente para ver si la encontraba, pero sólo veía hombres y mujeres
vestidos de uniforme.
-¿Ocurre algo? -me dijo el hombre, sin comprender mi expresión.
-No, no… Todo bien -le dije, y volví a mirarlo con una sonrisa. -Gracias.
Cuando se alejó me puse serio de nuevo y continué mirando para todos lados. ¿Dónde
estaba? Si había venido sola, probablemente lo había hecho para estar al tanto de todo
también. Continué mi recorrida, tratando de disimular mi creciente ansiedad. Mi cuerpo estaba
lidiando con una contradicción que me estaba matando. Quería ver a Julieta y no quería verla.
Si la veía, confirmaría mis sospechar de que estaba aquí sola, pero también significaría que iba
a tener que sufrir con su belleza. Sin lugar a dudas iba a estar radiante; ella tenía tantas ganas
de que llegara este día como yo y también quería disfrutar de poder ver sus esfuerzos hechos
realidad.
Ya había recorrido casi todo el lugar y aún no tenía señales de ella. ¿Se habría equivocado
de nombre el encargado? Qué extraño. Quizás si vuelvo a la pista central tenga una mej--
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Nada.
Vacío.
Silencio.
No-sé-qué-pensar-mis-palabras-se-confunden-con-mis-sentimientos-algo-sin-sentido-
ocurre-nada-que-pueda-expresar-con-palabras-tendría-que-redefinir-los-conceptos-qué-dios-
mío-ha-sucedido-no-puedo-mantenerme-en-pie-me-duele-no-puedo-qué-siento-qué-hago-
cómo-es-posible-tanta-belleza-tengo-que-llorar-no-me-atrevo-siquiera-a-pensar-necesito-estar-
sentir-besarla-cómo-fue-que-ocurrió-de-dónde-por-qué-la-rechacé-qué-estaba-pensando-
cómo-le-digo-cuánto-lo-siento-me-duele-no-puedo-no-quiero-no-debo…

®Laura de los Santos - 2010 Página 161


Ay, no. Viene hacia acá. Ya me vio. Ya sabe todo lo que pienso. Ya no puedo más. Me
rindo. No es posible que exista tanta belleza en una sola persona, en un solo lugar, en un
mismo instante. ¿Por qué la dejé ir? ¿Por qué no es mío ese cabello, ni esa piel, ni esa sonrisa?
¿Por qué yo--? ¿Por qué no--? ¿Cómo fue que--? ¿De dónde--?
-Hola -dijo, simplemente, con la más hermosa de sus sonrisas.
Estaba completamente relajada. Por lo visto se había dado cuenta de que no iba a ser
necesario ponerse nerviosa, ni tensionarse, ni mirarme con cara de reproche. Yo estaba solo;
pero, aún si hubiera venido de la mano de Camila, me hubiera atravesado la misma emoción y
me hubiese sentido igual de imbécil. Ahora que lo pienso, menos mal que Camila no estaba al
lado mío, porque hubiera sufrido gracias a mí, lo mismo que Julieta tuvo que vivir el sábado
gracias a Da Silva, y no me lo hubiera perdonado jamás. Dos situaciones incómodas ya habían
sido más que suficientes para durarme una vida entera. Aún no podía terminar de explicar qué
estaba pasando por mi mente y qué estaba electrizando mi cuerpo. Ni siquiera podía hablar, y
eso no me jugaba para nada a favor delante de la única mujer capaz de saber exactamente lo
que estoy pensando. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Era demasiado tarde para recuperar mi postura
de jefe? ¿Cuánto era realmente lo que Julieta había descifrado por mi expresión? Pero esa
sonrisa… era tan natural; estaba tan perfecta, que me di cuenta de que ya no valía la pena
seguir disimulando. Si ella había bajado la guardia era porque sabía mejor que nadie que
ninguna otra mujer en el mundo causaría en mí un efecto siquiera parecido a todo lo que ella
estaba logrando extraer de mi ser.
-Estás… -“hermosa”, “preciosa”, “radiante”, “espectacular”. Pero no existía, en todo el
idioma, una sola palabra capaz de encapsular toda esa belleza. -…muy bonita.
A veces, lo sencillo consigue expresar mejor una emoción que un libro de poesía
exacerbada. Ella me sonrió, pero no dijo nada. Era como si yo no le hubiera hecho ningún
cumplido, sino que simplemente hubiese estado expresando una realidad. Y no estaba
equivocada. No podía sacarle mis ojos de encima, no podía hacer que nuestros ojos perdieran
el contacto. No podía y no quería. Estábamos otra vez al lado del río, con el atardecer de
fondo, a punto de besarnos, y esta vez no estaba bajo los efectos del vino, y, esta vez, sabía
perfectamente por qué me estaba invadiendo esta necesidad. Ya había tenido tiempo suficiente
de analizar mis sentimientos y sabía que, de alcanzarme de nuevo esta emoción, no me
encontraría desprevenido. Estaba con todos mis sentidos atentos y funcionando a la
perfección; sabía que no era a causa de un enamoramiento, sino que partía de esa ridícula
obsesión del ser humano de querer tener aquello a lo que no puede acceder; y, sin embargo,
otra vez se estaba librando una batalla en mi interior que no me dejaba terminar de decidir qué
era lo correcto. ¿Y si ella pensaba que quería besarla sólo porque sabía que ahora estaba con
otro? Eso había aumentado mi ansiedad, era cierto, pero no era lo único. Pero, ¿qué más
había? ¿Por qué querría besarla ahora y no aquella vez? ¿Por qué daría el brazo a torcer
precisamente ahora, cuando finalmente había conseguido alejarme lo suficiente como para
seguir manteniendo lo nuestro en el terreno de lo laboral? Ya estaba sintiendo que el control se
apoderaba otra vez de mi persona. Pude notarlo, no en mí, sino en su expresión. Pude ver
claramente la forma en que su tranquilidad se desvanecía a cada instante y que otra vez la
invadía esa expresión de melancolía con la que se había acostumbrado a mirarme este último
tiempo. El momento mágico estaba pasando otra vez y, a partir de ahí, ya no habría vuelta
atrás. Eso era bastante literal, en realidad; aunque yo todavía lo ignoraba. Volvió a entregarme

®Laura de los Santos - 2010 Página 162


la mirada expectante del ascensor y luego pestañeó, dando por finalizado no sólo este
momento íntimo, sino todos los potenciales que hubieran existido de aquí en adelante si yo me
hubiese dejado llevar por el momento, en lugar de reprimirlo por segunda -y, ahora sí- última
vez. Nos entregamos una mirada final, ansiosa de mi parte, compasiva de la suya, y eso fue
todo entre nosotros.
Ese tal Alberto apareció, entonces, para hacerme no-sé-qué pregunta acerca de no-sé-qué
tema absolutamente irrelevante, pero que consiguió devolverme a la realidad, al salón y a la
fiesta. Nada había cambiado. Los mozos seguían corriendo de un lado para otro, los
electricistas terminaban de acomodar los últimos cables y todo estaba recibiendo los últimos
retoques de perfección para dar comienzo al gran evento. Ya faltaban 10 minutos para abrir las
puertas y tan solo una hora más para la llegada de los participantes, que estaban citados a las
11. Así que Julieta se fue a organizar unas cosas y yo me fui para el otro lado a terminar de
ajustar otras. A lo lejos pude ver que Oviedo había cruzado la puerta de entrada y que estaba
mirando todo con la misma fascinación con que lo había hecho yo hacía un rato. Le hice una
seña con el brazo desde el otro lado del salón y él comenzó a caminar hacia mí. Suspiré
aliviado. Al menos ya no estaría solo. Oviedo funcionaba como mi cable a tierra y era quien
me recordaba la razón de mi presencia en este lugar.
-Es espectacular lo que lograron con este sitio -dijo, cuando llegó a mi lado.
Estaba evidentemente emocionado y me lo demostró con un estruje de mano. Yo también
me sentía flotar acá adentro, pero me faltaban demasiados años de experiencia como para
poder mostrárselo a todo el mundo. Aparte, si me dejaba llevar por las emociones, quizás no
tardaría mucho en correr a buscar a Julieta y besarla apasionadamente. Eso sí que daría tema
de conversación en la empresa, aunque supongo que más de uno ya habrá corrido ese rumor
hace años; quizás sería la primera vez que un evento que se presta tanto al chimento sea
pasado por alto como noticia vieja.
-¿Pudiste entrar sin problemas? -le pregunté.
-Sí -me dijo, -esto de las credenciales vip en color fosforescente fue una gran idea. Todos
afuera se quedaron mirándome asombrados cuando vieron que yo pasaba sin problemas,
mientras que ellos debían esperar afuera.
Luego hizo una pausa, miró a los costados y se acercó a mi oído como para decirme un
secreto.
-Especialmente los secuaces de Dalmasso -agregó, como un niño picarón.
Y se rió. Yo me reí con él y justo llegó a nuestro lado Julieta.
-Señorita Julieta -dijo Oviedo, más sorprendido con ella que con la decoración del lugar. -
Realmente luce fantástica.
Y otra vez lo dijo con la seriedad con la que había mencionado que no era posible que
existiera un auto como el 300c. Julieta se ruborizó; ella sentía por Oviedo tanto respeto como
yo.
-Julieta es la responsable de todo esto -le dije a Oviedo, señalando con mi mano la
decoración del lugar.
-¡¿En serio?! -dijo Oviedo, mirando a Julieta con más asombro todavía. -En realidad, no
me extraña -agregó, un poco más tranquilo, -la belleza sólo puede expresar belleza. -Y le besó
la mano como a una princesa.

®Laura de los Santos - 2010 Página 163


En ese momento sentí una ansiedad enorme. ¿Por qué podía Oviedo expresar tan
tranquilamente lo que a mí me costaba tanto esfuerzo y lo que, por ende, me terminaba
callando? ¿Por qué podía él convertir en palabras lo que yo sólo me permitía pensar? Era
demasiado injusto; pero al menos me conformaba con haberle mencionado lo de la decoración
a Oviedo. Julieta nunca me había dicho que todo había sido idea de ella; yo lo sabía por la
cantidad de años que hacía que trabajábamos juntos. Al menos eso podía darle.
El encargado me miró desde la puerta para que le dé la autorización de dejar entrar a la
gente. Cuando asentí con la cabeza, abrió las puertas y la gente comenzó a entrar a borbotones.
Julieta, Oviedo y yo miramos esa situación completamente sorprendidos. Cuando yo llegué,
hacía algo de 40 minutos, había sólo algunas personas afuera. Esto era demasiado. Todos los
invitados, entre ellos camarógrafos, fotógrafos y reporteros, se lanzaban hacia el interior como
si estuvieran huyendo del fuego, lo cual era absurdo, ya que el lugar cerrado era este. Cada
persona, a su paso, se quedaba un instante mirando y señalando la decoración, al tiempo que la
comentaban con el que tenían al lado, llenos de admiración. En tan sólo 10 minutos, el lugar se
llenó y había una mezcla de vestidos de gala, esmóquines y zapatos lujosos, con jeans,
zapatillas y equipos súper tecnológicos de grabación de los medios más conocidos de la
Argentina. También estaban invitados todos los famosos más importantes de la televisión del
momento, lo cual hizo que pudiéramos convencer a más medios de que estuvieran presentes
aquí esta noche. Todos iban a tener noticias suficientes para durarles dos semanas, e incluso
les alcanzaría justo para conseguir aún más noticias cuando comenzara el reality. Los mozos
caminaban de un lugar a otro llevando y trayendo copas de champagne y bandejas con todo
tipo de comidas, frías y calientes. Por un momento pensé que había tanta gente que quizás no
alcanzaría la comida, así que me hice una escapada hasta la cocina y sólo tuve que quedarme
un instante para comprobar que el catering alcanzaría para alimentar a toda esta gente, no sólo
por esta noche, sino por toda una semana.
Entre vuelta y vuelta ya casi estaba llegando la hora de recibir a los participantes del
reality, quienes llegarían en una combi completamente recubierta con el logo de Rodados
deMentes, que Zubiría se había encargado de mandar a plotear la semana pasada. Me fui hasta
afuera para ver cómo iba todo y lo que mis ojos vieron, mi mente no pudo creer. Detrás del
vallado era un mundo de gente. Si me había dado la sensación de que adentro ya estaba
demasiado lleno, esto lo superaba ampliamente. Fans, carteles, flashes, gritos; todo eso se
arremolinaba en una multitud arrebatada, a poco de volverse incontrolable. La gente de
seguridad trataba de mantener el orden, y yo mientras me puse a pensar que si esto era así
ahora que todavía no habían llegado, qué ocurriría a continuación. Y no tuve que esperar
mucho para responderme. La gente comenzó a gritar más desaforadamente que antes y todos
los que estábamos ahí nos dimos cuenta de que, a lo lejos, se podía ver la combi. El encargado
que me había saludado todo prolijo y educado, ahora estaba corriendo de un lugar a otro,
gritando cosas por el walkie talkie, despeinado y sudado. De pronto me pareció que mejor le
hubiera servido ir vestido de jeans y zapatillas. Los de seguridad comenzaron a correr a los
fotógrafos exaltados de la escalera alfombrada; todos querían tener las mejores fotos, pero eso
estaba impidiendo el paso de los invitados que todavía estaban llegando y de los participantes,
que ahora ya habían arribado al el estacionamiento y comenzaban a bajar de la combi. Del
lado de afuera se había levantado un pequeño escenario para que los fans pudieran apreciarlos
mejor antes de que entraran definitivamente al boliche y ya no volvieran a salir. López había

®Laura de los Santos - 2010 Página 164


conseguido a uno de esos locutores carismáticos de la televisión para presentar a los
participantes a medida que iban saliendo de la combi y subiendo al escenario; sería el mismo
que llevaría adelante Rodados deMentes durante los próximos meses.
Cuando el último participante subió a la tarima y se presentó, lo que ocurrió a
continuación fue peor de lo que me hubiera imaginado. Todos ellos, arriba del escenario,
miraron hacia la combi y comenzaron a aplaudir. ¿Qué estarían haciendo? Si los 20 ya estaban
afuera. ¿Quién más iba a salir del vehículo? Pero me hubiese gustado que esa pregunta
quedara varada entre mis pensamientos, sin hallar jamás una respuesta favorable.
Lamentablemente, ocurrió lo contrario. No sé cómo, ni cuándo, ni de qué manera, pero Da
Silva había logrado meterse dentro la camioneta y había estado viajando con ellos todo el
tiempo. Incluso, por las miradas de los participantes, se notaba que se los había comprado con
su maldita elocuencia. Todos los hombres participantes del reality deseaban de pronto poder
ser como él, y todas las mujeres querían hacer cola para meterse en su cama. No lo podía
creer. Su carisma había hecho que todos y cada uno de ellos pensaran que cada minuto
invertido en este proyecto había sido suyo, y que todo este éxito se lo debían a él. Pero si eso
hubiera sido todo, quizás, eventualmente, lo hubiera podido manejar. Pero, no. Faltaba más.
Faltaba lo peor. Detrás de su magnífica y encantadora entrada, de la combi se bajó la otra
única persona que no quería ver en toda la noche. Era nada más y nada menos que Dalmasso.
Los dos habían viajado en la combi, los dos habían podido conversar con mis participantes, los
dos eran, a partir de este momento, las caras que la gente relacionaría con el programa de
televisión. De reojo lo miré a Oviedo y su rostro expresaba tanto fastidio como el mío.
Ninguno de los dos podía creer lo que estaba sucediendo. Y encima, para colmo, como si todo
eso no hubiera bastado para querer asesinar a mi jefe esta misma noche, agarró el micrófono y
dijo:
-Gracias por venir esta noche. La presencia de todos ustedes es la que hace posible que
nosotros estemos aquí hoy.
Todos lo aplaudían y lo ovacionaban. Él hizo un gesto con sus manos para que bajaran un
poco el entusiasmo mientras sonreía.
-Sin embargo… -dijo, y esperó a que la gente se callara. -…sin embargo, todavía hay una
persona más que debería estar arriba de este escenario.
¿Qué estará tratando de inventar? ¿Será cierto que me va a hacer formar parte de su
charada? ¿O estará finalmente reconociendo quién es el que lleva las riendas en la empresa?
-Sin esta persona -continuó Da Silva, -ni ustedes, ni yo, ni nadie estaría presente esta
noche. Fueron sus esfuerzos minuto a minuto, sus ideas novedosas y su inigualable
experiencia, los que convirtieron un pensamiento abstracto en esta grandiosa realidad.
“Vaya”, pensé, “realmente creo que ha decidido entregarme al fin todo el reconocimiento
que merezco. Qué extraño…” Miré a Oviedo con el ceño fruncido. Todavía no comprendía lo
que estaba sucediendo. Él levantó los hombros y negó levemente con la cabeza, como
diciéndome que tampoco tenía la menor idea. La gente comenzó a aplaudir otra vez.
-¡Bueno! ¡Basta de misterios! -gritó Da Silva, con esa expresión exagerada que me hizo
volver a dudar de él.
Pero en ese momento nuestras miradas se encontraron y él me sonrió, asintiendo con la
cabeza, con una emoción que no pude terminar de definir si era genuina. Yo levanté las cejas,
sorprendido. Y entonces él afirmó más confiadamente. Era yo; entonces era yo la persona a la

®Laura de los Santos - 2010 Página 165


que él se estaba refiriendo. ¿Habría sido posible que todo este tiempo que pensé que quería
arruinar mi vida, en realidad él estaba queriendo darme una sorpresa? No me extrañaría,
considerando que tiene una manera muy particular de sorprender a la gente. Quizás yo estaba
equivocado, quizás no era el ingrato que yo creía. La gente comenzó a chiflar para que Da
Silva revelara por fin su misterio; pero él seguía mirándome alegremente. Luego volvió a
dirigirse al público y dijo:
-¡Por favor, recibamos con un fuerte aplauso al espíritu de Rodados deMentes! ¡Con
ustedes… -yo comencé a acercarme al escenario -… Julietaaaa Villalbaaaa!!!
Todos, menos Oviedo y yo, comenzaron a aplaudir; todos, menos Oviedo y yo,
comenzaron a ovacionar; todos, menos Oviedo y yo, chiflaron y gritaron. Yo me quedé duro,
incapaz de darle una orden a mi cuerpo. Sólo atiné a mirar a Oviedo y pude percibir toda su
condescendencia y su lástima, los peores sentimientos humanos, dirigidos hacia mí. Volví a
mirar al escenario y vi a Da Silva aplaudiendo más fervientemente que nadie, mirando hacia
adentro en busca de Julieta. En ese preciso instante pensé que sería ella la única capaz de
mostrarme que, si bien Da Silva estaba ganado la guerra ampliamente, al menos no había
podido ir demasiado lejos con ella. Si mostraba una expresión confiada y alegre, comprendería
entonces que ella sabía desde el comienzo acerca de todo esto, lo que me conduciría a la
posterior conclusión de que era tan traidora como el oscuro escorpión que me había robado
todo; si, por el contrario, se mostraba incómoda, revelaría entonces que todo esto habría sido
para ella también una sorpresa. Esos segundos previos a la aparición de Julieta se me hicieron
más eternos que nunca. Pensé que si había algún momento en el que la teoría de la relatividad
del tiempo pudiera contar con un ejemplo claro, éste sería él. Todos los acontecimientos se
congelaron de repente y me sentí como en una de esas películas en las que el personaje camina
por entre medio de una multitud de estatuas. Y lo peor de todo no era que tenía esa sensación
porque mi cerebro estaba carburando a mil, sino que encima tenía la mente el blanco. Yo
estaba incluido adentro de ese repentino detenerse del tiempo. Quizás era porque no quería
realmente que el momento en que mi mirada se encontraría con la de Julieta llegara; no podría
soportar el hecho de pensar que estuvo tratando de arruinarme la vida junto con mi jefe. Pero
nada es para siempre, aunque, ay, Dios mío, si tan sólo pudieras hacer realidad un deseo…
La ovación desenfrenada de la multitud hizo que el tiempo volviera a la normalidad y
Julieta apareció arriba del escenario. Suspiré al ver en su rostro que, al menos, en eso, todavía
seguía estando de mi lado. Aunque intentó por todos los medios esconder la tamaña vergüenza
que estaba sintiendo, no fue suficiente para mí. Antes de mirarlo a Da Silva con una sonrisa
perfectamente falsa, comenzó a mirar hacia todos lados y yo sabía qué era lo que estaba
buscando. Levanté mi cabeza para dejarme ver y Julieta clavó su mirada en mis ojos. Ahora sí
que podía leerle la mente. Ahora sí podía ver claramente que pensaba algo así como „a pesar
de todo, este lugar es tan tuyo como mío‟. Pero ya nada podía hacer. Tuvo que mirar a la
multitud y hacer la reverencia pertinente. No era momento para hacer un escándalo, ya que
todos nuestros trabajos y el potencial dinero que haríamos con el reality show dependían de
esa gente. Da Silva lo sabía mejor que nadie y aprovechó la oportunidad que tuvo para meterse
en el medio y adueñarse de todo. Yo estaba ardiendo de odio. Veía cómo su mano le
acariciaba la espalda en símbolo de „está conmigo‟, y se me retorcían las tripas. Él estaba
haciendo exactamente todo lo que quería y las cosas, por una vez, le estaban saliendo a la
perfección.

®Laura de los Santos - 2010 Página 166


Después de unos segundos en los que Da Silva se encargó de proteger el micrófono para
que a Julieta no se le ocurriera llamarme delante de toda la multitud, les agradeció a todos una
vez más por venir y les dijo que los esperaba para el primer episodio de Rodados deMentes.
Acto seguido, condujo a todos los participantes adentro y, por supuesto, Dalmasso entró con
él, dando así autorización a todo su equipo para acceder al vip.
Estaba todo perdido. Ya no sabía qué hacer. No tenía más ganas de estar en ese lugar esa
noche. Todo lo que había imaginado que sería perfecto, se había desvanecido. Me fui derecho
a la barra y le dije al mozo que me sirviera un whisky doble, sin hielo. Al humo se vinieron
Noir, López y Zubiría y comenzaron a profanar en contra de Da Silva, diciendo que era todo
sumamente injusto, y que no les importaba si era el presidente, que iban a hacer todo lo que
estuviera a su alcance para restituirme la responsabilidad. Pero yo ya me había rendido. No
tenía que ver tanto con este episodio en particular, sino con el hecho de que estaba lidiando
con un psicópata hacía unos cuántos años y ya no tenía ganas de seguir luchando. Me dijeron
que no me quedara de brazos cruzados, que le hiciera un juicio, que todo estaba registrado a
nuestro nombre y que declararían delante del juez si fuera necesario. Les agradecí con las
pocas fuerzas que me quedaban y me lancé el vaso de whisky entero adentro de la boca y me
lo tragué de un solo sorbo. Le hice señas al mozo para que volviera a cargarlo y entonces los
otros tres se dieron cuenta de que, si por algo iban a luchar, no comenzarían esta noche. Se
miraron entre ellos y se quedaron un instante en silencio sin saber qué hacer. Atrás de ellos
llegó Oviedo, completamente dispuesto a llevar el asunto a las manos de la justicia, pero
también se quedó callado cuando vio que el segundo vaso de whisky pasaba de un sorbo por
mi garganta. Entonces miró a los otros tres y les pidió que lo acompañaran, que lo mejor iba a
ser dejarme solo por un rato. El mozo volvió a cargar el vaso mientras yo me daba vuelta y
miraba todo el lugar, que ya empezaba a girar, traicionado por mi vista borrosa. Quizás si
Julieta hubiera venido a decirme que iba a pelear por mí, me hubiese tomado las cosas de otra
manera; pero, a lo lejos, podía ver cómo Da Silva la llevaba de un lado para otro, agarrándola
de la cintura, como tratando de evitar que se le escapase. Ella podría haber elegido marcharse,
o simplemente decirle que quería ir al baño, o cualquier cosa, con tal de librarse de él, pero no
lo hizo. En lugar de eso pude ver que agarraba una copa de champagne detrás de otra y pensé
que si seguía a ese ritmo iba a terminar quebrando antes que yo.
Mientras que los participantes eran atosigados por los reporteros y por los famosos,
Oviedo se estaba encargando de hacer un poco de política. Cada cinco minutos aparecía a mi
lado con una persona importante diferente y me introducía como el creador del reality; pero
dejó de hacerlo cuando se dio cuenta de que mi estado era de creciente deterioro, debido al
whisky. Supongo que habrá pensado que dejaría eso para más adelante, ya que, el hecho de
que la gente viera a un hombre arruinado como „el espíritu del programa‟ -como había dicho el
sorete-, se estaba convirtiendo en una idea peor.
Oviedo podría haber continuado con sus charlas sociales en algún otro lugar del boliche;
sin embargo decidió quedarse cerca de mí el resto de la noche; creo que le dio un poco de
miedo desconocer mi resistencia alcohólica. Pero, lo que él no sabía era que yo había estado
tomando whisky por 15 días, por lo que mi capacidad de mantener la consciencia había
crecido considerablemente. Cada tanto veía a Da Silva pasar cerca de la barra acompañado de
Julieta, y no perdía oportunidad de acariciarle el pelo, o de decirle algo elocuente al oído que
la hacía reír, o al menos, ruborizarse. Ella no me miró ni una de todas esas veces. Y yo

®Laura de los Santos - 2010 Página 167


deseaba cada vez más poder ser tan afortunado como Edipo y tener el valor suficiente para
arrancarme los ojos y así no tener que seguir viendo eso.
No pude saber con exactitud cuánto tiempo pasó; pero me di cuenta de que eran alrededor
de las 2, porque era el horario estimado para liberar a los mozos y abrir la pista de baile para el
resto de la noche. Las barras continuarían funcionando, por lo que comencé a tener mayor
compañía en donde estaba sentado. La gente se estaba divirtiendo mucho, tal como habíamos
previsto. Lo que no había pasado por mi mente en ningún momento era que mi jefe sería el
centro de atención, bailando y toqueteando a Julieta obscenamente. Todas las características
de princesa que le había encontrado cuando nos vimos por primera vez esta noche, se habían
convertido en cualidades de cortesana. Mis sentidos ya no estaban funcionando todo lo bien
que yo hubiera querido, así que no pude terminar de comprobar en la cara de Julieta si se
estaba divirtiendo tanto como el resto, o si sólo estaba disimulando. Luego de un rato de no
poder hacer otra cosa que mirar a Da Silva manosear abiertamente a Julieta, decidí que ya
había tenido suficiente y que nadie me extrañaría si decidiera irme a casa. Me levanté del
asiento y tuve que agarrarme de la barra para no caerme. Por suerte no era el único en estado
deplorable; a esa hora, en un boliche, con barra libre toda la noche, más de uno ya había
superado el umbral de resistencia. Comencé a caminar hacia la puerta y vi que un hombre
pasaba mi brazo por su hombro y me ayudaba a caminar. “Qué gran persona es Oviedo”,
pensé. Era una lástima que tuviera que lidiar con gente como Da Silva y Dalmasso
constantemente. Se merecía poder estar con su familia todo el día, viajando en un crucero por
el mundo, completamente relajado hasta el fin de sus días. Y sin embargo, aquí estaba,
ayudando a la persona que durante años lo evitó porque creyó que era tan codicioso como el
resto y que sólo quería recuperar prestigio colgándose de Valmont.
-No tendrá pensado conducir en ese estado, ¿no? -me dijo Oviedo.
Llevaba a un muñeco de trapo sucio colgado del hombro y aún seguía tratándome de
usted. ¿Quién podría respetarme en este estado? ¿Por qué se queda conmigo todo el tiempo?
Debe tener cosas más interesantes para hacer que servirme de muleta.
-Estoy bien -le dije, pero me sorprendí de mi propia voz, que estaba patinando.
-Nada de eso -dijo, cortante. -Voy a llevarlo a su casa.
-Usted sólo quiere manejar el auto, dígame la verdad -le dije, con una voz de borracho
terrible.
Qué patético. Si nunca lograba decir algo elocuente sobrio, este era el momento menos
indicado para intentar redimirme. Igual Oviedo se rió. Pobre hombre. Desperdicia en mí todo
su preciado tiempo.
Cruzamos la puerta y el aire fresco del río me revivió un poco. Suspiré y me paré derecho.
Oviedo me soltó, pero se quedó un instante con las manos preparadas para atajarme en caso de
que se me vencieran las piernas.
-Estoy bien -le dije, ahora un poco más serio. -Gracias.
-Espéreme acá mientras voy a buscar el auto -me dijo, y me apoyó contra la pared.
Yo saqué de mi bolsillo la llave, se la entregué y lo vi alejarse por el estacionamiento.
Volví a tomar una bocanada intensa de aire y sentí que la sangre me llegaba al cerebro,
avivándolo un poco. Me puse a mirar a las personas que estaban afuera; invitados que también
habían decidido salir a tomar un poco de aire. Apoyé mi cabeza contra la pared y cerré los ojos
por un instante; pero no duró demasiado, ya que en ese momento, Da Silva cruzó la puerta,

®Laura de los Santos - 2010 Página 168


riendo exageradamente como sólo yo sabía que era capaz. Estaba evidentemente más borracho
que yo, y traía a Julieta a su lado, agarrándola de la muñeca. Julieta también había tomado
mucho; nunca la había visto con esa mirada perdida, ni con esa expresión tan vacía, ni con su
pelo tan despeinado. Da Silva la empezó a guiar hasta su auto, pero Julieta comenzó a
resistirse, primero riendo con Da Silva, pero luego más seriamente, al ver que el otro no estaba
bromeando. Yo no sabía si me habían visto o no, pero no podía dejar de prestar atención a la
situación; no me importaba si era o no lo suficientemente disimulado. Da Silva y Julieta
comenzaron a forcejear un poco más fuerte, hasta que el otro, que la doblaba en tamaño, le
agarró tan fuerte la muñeca que ella tuvo que ceder, y el dolor que sentía se vio reflejado en su
rostro. Cuando ella caminó un par de pasos, él volvió a suavizar su mano; entonces Julieta
intentó liberarse una vez más, pero no lo consiguió. Esta vez, Da Silva la agarró con las dos
manos de los hombros y la zamarreó.
-¿Por qué te ponés difícil, nena? -le oí gritar.
Pero Julieta no respondía, estaba claramente asustada.
-¿No te parece que ya es hora de que me entregues un poco de tu juguito? -decía Da Silva,
revelando detrás de su máscara elocuente y carismática que tenía el perfil de un clásico
golpeador.
La gente que estaba afuera también comenzó a prestar atención a la situación.
Entonces Da Silva cometió el peor error de toda su vida.
-Al final sos tan perra como las demás -le dijo a Julieta.
Y la soltó, pero no sin antes descargar su patología libidinal en ella. Levantó la mano y le
pegó un cachetazo que la hizo caer al suelo. En ese momento, todo el whisky que yo había
tomado se evaporó, empujado hacia los poros por la sangre hirviendo que ahora corría por mis
venas. No entendí cómo, pero cuando me quise dar cuenta ya estaba encima de él, tan cegado
por la furia y el odio contenido durante tanto tiempo que, aún si hubiera sido Hércules quien
estaba debajo de mí, no habría podido conmigo. Por supuesto que él no se estaba esperando
que alguien saltara a defender a la mujer golpeada, o, al menos, no de la forma en que lo hice
yo. Quizás cualquier otro hubiese reaccionado de otra manera, pero lo mío no tenía que ver
tanto con Julieta; ella había sido la situación circunstancial que hizo rebalsar el vaso.
Montado encima de él, le sostuve los brazos con mis piernas y comencé a golpearle la
cara con tanta fuerza que me habría dolido si no fuera adrenalina lo que recorría mis venas. Le
di una, y otra, y otra más. Turnaba mis manos para que el envión de la primera ayudara a la
segunda. Y así le di para que tenga un buen rato. Si nadie se metió a frenarme creo que tuvo
que ver más con que, si bien era gravísimo lo que Da Silva había hecho, el que más miedo
daba en ese momento era yo; sobre todo porque me di cuenta de estaba gritando mientras lo
golpeaba; eso me ayudaba descargar mejor los golpes y de paso hacía que la adrenalina
siguiera pisando fuerte para evitarme el dolor de chocar mis nudillos contra los huesos del
rostro de Da Silva. Su cara comenzó a sangrar y no tardó demasiado en quedar completamente
roja. Donde no estaba aún herido, los golpes hacían que la sangre llegara.
-¡Hijo de puta! -le gritaba. -¿Por qué? ¡¿Por qué?!
No podía controlarme. Aunque hubiese querido dejar de golpearlo, hubiera sido
imposible. Por mi mente pasaban todos los recuerdos de todas y de cada una de las veces que
me hizo quedar mal, que me traicionó, que se adueñó de mis esfuerzos e hizo pasar mis logros
por suyos. Por cada recuerdo le entregaba un puño cerrado y pude sentir cómo poco a poco iba

®Laura de los Santos - 2010 Página 169


dejando de resistirse. No sabía cuánto tiempo faltaba para que quedara inconsciente, y ni
siquiera me importaba. La sangre que salía de sus heridas comenzaba a salpicar no sólo su
ropa sino también la mía; incluso las sentía alcanzar mi rostro. Mis manos estaban tan
manchadas que no faltó mucho para que comenzaran a resbalar y que toda mi fuerza terminara
descargada en el suelo y no en su rostro.
En cierto momento, después de no sé cuánto tiempo, sentí que algo se metía entre mis
brazos y mi espalda, evitando que siguiera golpeando. Eso me provocó más furia, ya que aún
no había terminado de mostrarle a Da Silva cuánto lo odiaba. Una fuerza me empujó hacia
atrás y me alejó del cuerpo que ahora yacía inmóvil en el suelo. Mi cabeza golpeó contra el
asfalto del estacionamiento y quedé tendido boca arriba, inmovilizado por dos brazos que me
sujetaban.
-¡Basta! ¡Guillermo, por favor, frená! -escuché que gritaba una voz de mujer detrás de mí.
Pero yo no tenía idea ni de quién era Guillermo, ni por qué me estaba resultando
imposible seguir golpeando a Da Silva.
Después de unos segundos de inmovilidad, la adrenalina comenzó a ceder y fue
rápidamente reemplazada por un intenso dolor en mis manos.
-¡Está muerto! -escuché gritar a alguien. -¡No respira!
Pero yo no sabía a quién se estaban refiriendo. Lo único que me vino a la mente fue que
había ocurrido un trágico accidente.
Sentí que mi respiración estaba más agitada que nunca y de pronto se comenzaron a
suceder imágenes en mi cabeza. La primera fue de Julieta. Miré a mi alrededor y pude ver que
había lágrimas recorriendo su rostro. Si algo podía destrozar mi corazón en un solo instante,
eso era ver llorar a Julieta. Más de diez años compartidos comenzaron a pasar por mis ojos
como frenéticas diapositivas. Desde esa primera vez que la vi cruzar mi oficina, empecé a
recordar cosas que había olvidado hacía rato; reuniones, almuerzos, charlas, festejos, todas sus
sonrisas y cada una de sus miradas. Esa persona inocente, que había venido del interior a la
ciudad llena de expectativas, ahora estaba sentada al lado mío, sin hablar y sin juzgar;
simplemente llorando. Lo que todavía no podía comprender era el porqué. A decir verdad,
había demasiadas cosas que no me cerraban. No sabía dónde estábamos, qué día era, ni qué
estaba haciendo la mujer más hermosa del mundo sentada en el suelo al lado mío. Tampoco
sabía por qué estaba yo ahí, tendido boca arriba, sin poder moverme.
Giré mi cabeza con dificultad y pude ver que, a mi otro lado, estaba Oviedo, de pie,
mirándome en silencio, completamente inmóvil. Su expresión tampoco ayudaba para que yo
lograra terminar de ubicarme. El dolor intenso que sentía en mis manos no me dejaba pensar
demasiado.
Escuché una sirena y rápidamente saqué la conclusión de que se trataba de una
ambulancia. “Debo haber tenido un accidente”, pensé. Claro. Eso explicaría las miradas
preocupadas de Julieta y de Oviedo. Tal vez alguno de ellos la llamó para que venga a
asistirme. Que llegue rápido, por favor. Este dolor se está volviendo insoportable. Oviedo giró
rápidamente su cabeza hacia el lado del sonido de la sirena y, acto seguido, miró a Julieta con
una cara de susto que jamás le vi. Ella se levantó de repente del suelo y se acercó a él.
Comenzaron a hablar en voz baja. Julieta miraba para todos lados, mientras Oviedo señalaba
algunas cosas como dándole órdenes. ¿Qué estaba pasando?

®Laura de los Santos - 2010 Página 170


-Vamos. Arriba -me dijo Oviedo de repente, mientras me ayudaba a ponerme de pie. -
Rápido -agregó, asustado.
Aunque no terminé de comprender por qué Oviedo estaba siendo víctima de un ataque de
pánico. Su mirada se intercalaba entre mi cuerpo y el lugar de donde provenían las sirenas, que
se oían cada vez más fuerte.
-Tenemos que salir de acá -me dijo.
-¿Por qué? -pregunté, aún dolorido.
“¿No se supone que cuando uno tiene un accidente lo mejor es que se quede inmóvil hasta
que llegue la ambulancia?”, pensé. ¿Por qué este hombre estaba intentando moverme, con el
dolor que sentía yo?
-Antes de que sea demasiado tarde -dijo, pero no me estaba mirando a mí, sino al cuerpo
que yacía ensangrentado en el suelo.
“No es justo”, pensé, “¿por qué a él sí lo dejan inmóvil hasta que llegue la ambulancia y a
mí me obligan a moverme?”. Oviedo me arrastraba apurado hacia mi auto.
-¿Qué está haciendo? -le pregunté, algo impaciente, ya que al moverme sentía más dolor.
-No voy a permitir que vaya preso por culpa de esa escoria -dijo, más enfurecido que
asustado.
¿Preso? ¿Por qué iba a ir preso yo? ¿De qué estaba hablando este hombre? No recordaba
con claridad lo que había sucedido, pero no creí que fuera algo para relacionar con la policía.
-¿Por qué voy a ir preso? -le pregunté, frenándome de golpe.
Ya era hora de que me diera algunas explicaciones. Pero en lugar de eso, Oviedo hizo
algo de lo que nunca lo creí capaz. Estiró su brazo y me pegó una cachetada como si yo fuera
una mujer histérica en crisis. Y, por si fuera poco, me dio otro de revés con la misma mano.
Desconocía completamente la razón de sus actos, pero ciertamente me estaba haciendo volver
en mis cabales.
-¡Reaccioná, hombre! -me gritó, mientras me zamarreaba. -¡Mirá!
Agarró mis manos y me las puso delante de los ojos. Sólo entonces fue que comprendí por
qué me dolían tanto. Estaban llenas de sangre. Por un momento me pregunté con qué me había
golpeado tan fuerte para que sangraran de esa manera. ¿Habría sido vidrio? Miré para todos
lados para encontrar los pedazos de vidrio roto, pero lo que vi en su lugar me pegó más fuerte
que el cachetazo de Oviedo. Mis ojos se detuvieron en la cara del hombre que había quedado
inconsciente en el suelo y fue el rojo intenso que compartían su rostro y mis manos lo que me
hizo relacionar ambas cosas. Aunque reconocer al hombre en ese momento hubiera sido
imposible, ya que su cara no era más que una bolsa de huesos triturados mezclados con dientes
rotos y piel cortada, todo de color rojo, yo supe, en ese preciso momento, que se trataba de Da
Silva, y que había quedado en ese estado gracias a mí. Y, lo más importante de todo, que lo
que se estaba acercando no era una ambulancia, sino la policía. Por lo que se podía ver, el
hombre tendido en el suelo estaba muerto, lo cual me convertía en un asesino. Alguien lo
había dicho. Yo lo había escuchado. Que estaba muerto. Que no respiraba. Me quedé
petrificado. En un segundo pasó todo mi futuro por mi mente y supe de inmediato que no sería
nada grato. Pero, ¿qué era lo que Oviedo estaba intentando hacer? ¿Subirme a un auto y
empezar a recorrer toda la ciudad, perseguidos por la cana? Y, ¿qué más? ¿Estaría dispuesto a
convertirse en cómplice de asesinato por mí? No. Yo no estaba dispuesto a dejarlo seguir
adelante con todo esto; ni a él ni a Julieta, que también caminaba al lado nuestro, dispuesta a

®Laura de los Santos - 2010 Página 171


seguirnos en el destino. No sabía qué me esperaba si esto llegaba a manos de la ley, pero no
iba a permitir que las dos mejores personas que conocí en mi vida cayeran conmigo si ese
llegara a ser el veredicto.
-No -dije de pronto, con más consciencia de realidad que nunca. -No voy a permitir esto.
Julieta y Oviedo intercambiaron miradas confusas. Luego se dirigieron a mí.
-Mi condena es solamente mía -dije, pero Oviedo aún me sujetaba.
Lo miré un instante a los ojos, para que comprendiera que estaba hablando en serio, y
luego miré el brazo que él me estaba sujetando. Dudó un poco, pero terminó por soltarlo.
La sirena que habíamos escuchado era de un auto de la policía, efectivamente. Y cuando
la distancia entre nosotros se hacía cada vez menor, nos quedamos los tres helados por un
momento. Afortunadamente, así como la vimos acercarse, cual efecto doppler se alejó por
Figueroa Alcorta. A mi lado, Oviedo suspiró aliviado. Pero no tardó ni un segundo más en
volver a mirarme preocupado.
-No voy a quedarme de brazos cruzados -me dijo.
Yo lo miré, pero no hablé; simplemente le sonreí con las pocas fuerzas que aún me
quedaban. Después miré a Julieta y, cuando ella me miró, se puso a llorar peor de lo que ya lo
venía haciendo.
-Lo siento -me dijo, con la voz entrecortada.
-No más que yo -le respondí, negando con mi cabeza; y ni siquiera me animé a tocarla.
Di media vuelta y caminé rápido hacia la entrada. Me tomé un taxi y desaparecí.

®Laura de los Santos - 2010 Página 172


Libro Segundo: Yo

Aún me temblaban las manos cuando le di al taxista la dirección de mi casa y arrancó,


dejando atrás todo, absolutamente todo lo que alguna vez conocí como mi vida.
Cuando me vio subir en el asiento trasero, el taxista miró de reojo mis manos
ensangrentadas, pero, por suerte, decidió no hacer preguntas. Probablemente vio en mi rostro
una expresión de tal cansancio que no le parecí peligroso. Todavía daba vueltas en mi cabeza
toda la situación. ¿Cómo había sido posible que, en tan solo una noche, pasara de ser el
hombre más importante de una empresa a un asesino prófugo? Un asesino… Durante el último
tiempo, no hice otra cosa que relajar mi mente pensando en las distintas formas de matar a Da
Silva, pero sólo ahora que una de ellas se hizo realidad, puedo darme cuenta del verdadero
peligro que implicó dejarme llevar por semejantes pensamientos. No por el hecho de que
puedan hacerse realidad -nadie en su sano juicio desea que todos sus pensamientos se realicen-
, sino porque cuando lo tuve indefenso, debajo de mí, no encontré la fuerza suficiente para
detenerme. ¿De dónde había salido toda esa furia acumulada? ¿Cómo puede ser posible que
haya superado todos los límites y haya matado a un hombre, por más sádico que éste fuera?
Recordaba de pronto a esa persona tomándole el pulso a Da Silva y negando con la cabeza,
mientras los reporteros y camarógrafos se atiborraban a nuestro alrededor y los invitados
gritaban, lloraban y hacían comentarios de horror, llevándose las manos a la boca, al ver a Da
Silva inmóvil en el suelo. „¡Está muerto!‟, hacían eco en mi cabeza esas palabras, „¡No
respira!‟. Sólo ahora me estaba dando cuenta de que la locura y la sanidad están delimitados
por una delgada línea, casi imperceptible, que uno sólo reconoce que ha cruzado cuando ya es
demasiado tarde. Y esa cara… por Dios, esa cara… aparece delante de mis ojos con cada
pestañeo; progresivamente más golpeada y más deformada. Y todo por estas manos que ahora
no dejan de temblar.
El taxista miraba constantemente por el espejo retrovisor, aunque no sabía si estaba
asustado o preocupado. Quizás, en cualquier momento, yo me desmayaría por el dolor, y lo
bien que haría este hombre en bajarme del auto y dejarme a morir al costado del camino. Era
un asesino, y, en lo que a mí respectaba, no me hubiera molestado seguir a Da Silva en su
destino. Ya no quería vivir. No quería tener que volver a abrir mis ojos nunca, para no verme
obligado a lidiar con esta vida desdichada. Pero no podía desmayarme ahora. También existía
la posibilidad de que el taxista fuera un buen hombre y me llevara de urgencia al hospital; y
ahí sí que quedaría a merced de un destino demasiado insoportable para poder siquiera
imaginarlo. Aunque… tal vez merezca ese infierno. Nunca creí que existiera una diferencia
entre el paraíso y el infierno, pero ahora sé que estuve equivocado, y, lo peor del infierno, es
que ni siquiera tiene que esperar uno a morir para enfrentarlo; aparece en cualquier momento
de la vida y, al parecer, va a acompañarme hasta donde sea que vaya. Así que, ¿cuál es el
propósito de escapar? Tal vez consiga huir de la cárcel, pero, definitivamente, voy a cumplir
mi condena en algún lugar. Ya no quiero seguir adelante con el plan de Oviedo. Era cierto que
no era el único que quería golpear a Da Silva, pero sí había sido el que efectivamente convirtió
ese deseo en realidad. Ahí está el Teatro Colón. En uno instantes estaremos doblando por
detrás de él y llegaré a casa. Aunque… ¿qué es realmente eso que llamo „casa‟? Ni siquiera
me pertenece. Forma parte de uno de los tantos beneficios que me había otorgado la empresa.

®Laura de los Santos - 2010 Página 173


-Deténgase aquí, por favor -le dije al taxista cuando estaba pasando por al lado de la
plaza; pero si había algo más repugnante que revivir constantemente la atrocidad que había
cometido, eso era oír mi propia voz. No comprendí la razón de algo tan extraño como eso,
pero sí supe, en ese preciso instante, que no podría volver a hablar quizás nunca, sin vomitar
en el intento. Esas serían mis últimas palabras y no terminé de comprender si se las estaba
diciendo al taxista o a mí mismo, en relación a mi vida entera.
El taxista se detuvo y yo me bajé sin esperar el vuelto de los 50 pesos que le había dado.
Cerré la puerta sin hablar y comencé a caminar por la plaza en dirección al departamento. Mis
piernas se movían anónimamente, y había algo que me hacía tener la sensación de que estaba
avanzando, pero no era mi cuerpo; yo ya no estaba en él. Quizás era la perspectiva; los árboles
creciendo de tamaño y el camino ensanchándose a medida que se acercaba a mí. Ya no me
dolían las manos y no pude terminar de definir si aún sentía algún tipo de dolor. A mitad de
camino algo me hizo frenar de golpe y, luego de pestañear un par de veces, en los que traté de
borrar provisoriamente la imagen de la cara desfigurada de Da Silva, conseguí ver unas luces
azules y rojas intermitentes en la puerta del edificio que alguna vez sentí placer en llamar mío.
La verdad era que no sabía si eran reales, o si mi consciencia estaba tratando de jugarme una
mala pasada. Se veían borrosas y no podía terminar de definir si estaba o no sumergido en un
mundo onírico. Este hubiera sido un buen momento para concentrarme y pensar fríamente la
mejor opción. Podría dar media vuelta y tomarme otro taxi, o podría caminar directo a las
luces, con las manos extendidas para que me pongan las merecidas esposas. Quizás en otro
momento hubiera analizado la situación y hubiese terminado por hacer lo más conveniente,
pero ahora las cosas habían cambiado; ahora no podía elegir entre ninguna opción, por el
simple hecho de que ya no tenía un anclaje firme a nada de este mundo. Ahora sólo podía
hacer lo correcto, y eso era caminar hacia mi condena. No creo que hubiera podido detenerme,
o cambiar el rumbo de mi destino aunque así lo quisiera. Así que mi cuerpo se puso otra vez
en marcha y, con él, se arrastraba lo poco que aún quedaba de mi ser.
Pero, de pronto, algo hizo que mi cuerpo se detuviera y, antes de poder comprender qué
había sido, un puñetazo me atravesó la cara. Sentí cómo la onda expansiva me hizo vibrar el
cerebro y el cráneo, y ya no pude seguir pensando. Lo último que se cruzó por mi mente fue
que seguramente eso había sido exactamente lo que Da Silva sintió antes de quedar
inconsciente. A la mierda con todo. Quizás un ojo por ojo sea mi mejor condena.

Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue una luz de tubo fluorescente que estaba
parpadeando, como si estuviera luchando con la corriente para seguir funcionando. Lo único
que se escuchaba era el chirrido clásico que emite ese tipo de luz cuando ya está a punto de
acabar con su vida útil. En el aire había un intenso olor a humedad que relacioné con las
paredes amplias de cemento que rodeaban todo el lugar. En el piso había unas líneas amarillas,
dibujadas prolijamente en dirección perpendicular a las paredes. Y entre raya y raya, las
paredes tenían dibujados números correlativos. ¿Qué estaba haciendo en un estacionamiento
desierto? ¿Por qué no había coches aquí? ¿Dónde estaba? Y de pronto… ¡Pluf! El fluorescente
dejó de luchar. Quedé en plena oscuridad y me pregunté si sería ésta la sala de espera al
infierno. Pero lo que más me sorprendió fue que no sentía miedo; de hecho, no sentía nada.
Estaba acostado en el suelo, pero ni siquiera sentía el frío del cemento debajo de mi cuerpo.
Quise incorporarme, pero cuando apoyé una de mis manos, no pude evitar soltar un alarido de

®Laura de los Santos - 2010 Página 174


estridente dolor. Mil agujas me pincharon a la misma vez y tuve que dejarme caer nuevamente
al suelo. Instintivamente, me llevé la mano al pecho y traté de agarrarla con la otra, pero me di
cuenta de que ambas estaban vendadas y no podía terminar de definir cuál me dolía más. OK.
Definitivamente, esto era el infierno; no podría existir en ningún otro lugar, un dolor físico que
se asemejara al que ahora estaba sintiendo. Aunque… ¿por qué se tomaría alguien la molestia
de echar vendajes sobre las heridas en el infierno? Me quedé inmóvil por un momento,
respirando rítmicamente para deshacerme del dolor. Me costaba un poco seguir pensando en el
infierno, considerando que todos mis sentidos se habían reactivado con el dolor. Poco a poco
estaba volviendo a sentirme vivo y podía apreciar cómo la consciencia y los recuerdos se
apoderaban progresivamente de mi persona. Lo primero que recordé fue la cara hecha añicos
de Da Silva y eso me provocó un dolor tan fuerte que superaba ampliamente al que había
sentido recientemente en mis manos. La única diferencia fue que no podía ubicar en qué parte
de mi cuerpo sentía ese dolor. Pero sí había algo que sabía y era que no quería seguir lidiando
con eso; era insoportable. Inspiré una buena bocanada de aire y, cerrando fuerte los ojos,
golpeé mi mano contra el cemento. Otro alarido. Por un momento me dolió más que la imagen
de Da Silva y la hizo desaparecer de mi mente. OK. O sentía un tipo de dolor, o sentía el otro,
pero iba a tener que elegir entre alguno de esos dos. Me retorcí de sufrimiento mientras mi
mano dejaba de latir y cedía lentamente el dolor. Pero en tanto volvía a relajarme, la imagen
reaparecía y otra vez me hacía estremecer el cuerpo entero. Qué horror. Qué terrible. Esto es
definitivamente lo más cercano al infierno que jamás existió. Tener que elegir
conscientemente entre distintos tipos de dolor es, sin lugar a dudas, lo peor que tuve que hacer
en mi vida. Pero, al menos, golpear mi mano contra el cemento todavía me permite respirar,
mientras que la imagen de Da Silva se está llevando cada uno de mis alientos; el aire no me
llega a los pulmones. Le toca a la otra mano. ¡Paff! Nuevo alarido. El sonido retumbaba contra
las paredes cada vez y en ese momento sentí que no estaba solo, que había cientos de
Guillermos a mi alrededor que multiplicaban mi dolor con cada eco. Pero todavía respiraba.
Estaba acurrucado de costado, con mis manos apretadas contra mi pecho, cuando escuché
los pasos de alguien que se aproximaba. “Qué bien. Al fin vienen a buscarme”, pensé, “no sé
cuánto tiempo más iban a aguantar mis manos”. Una luz de linterna chocaba contra las paredes
como buscando algo y finalmente se detuvo en mi rostro. La repentina claridad me hizo doler
los ojos, aunque no se comparaba ni un poco con el tipo de cosas con las que estaba teniendo
que lidiar hasta recién. Al menos la imagen que acechaba mi mente había decidido dejarme
tranquilo por un rato. Cuando la persona llegó hasta donde yo estaba, me pareció, por el
tamaño de sus pies, que era un hombre, aunque la linterna me encandilaba y no podía verle la
cara.
-Dejá de golpearte las manos -me dijo, y, por su voz, me di cuenta de que era una mujer. -
Las vas a seguir empeorando.
No me animé a contradecirla, aunque la imagen de Da Silva estaba retornando
rápidamente. Comencé a respirar agitado. En cualquier momento, obedecer a la mujer iba a
dejar de ser una opción. No estaba golpeando mis manos por puro placer masoquista, sino
porque era lo único que me permitía vivir. La mujer se alejó unos pasos y pude ver, gracias a
su linterna, que tenía un tubo de luz en su otra mano. Agarró una escalera de pintor, la apoyó
contra la pared y subió a cambiar el que estaba quemado. Entonces el lugar se volvió a
iluminar. Ahora podía verla de cuerpo entero. Vestía una ropa vieja, desgastada y rota, y se

®Laura de los Santos - 2010 Página 175


notaba, por el brillo de su pelo duro y por su olor, que hacía rato que no se bañaba. Pero algo
en su mirada me hizo dejar los prejuicios de lado por un instante y sin saber por qué, sentí que
me miraba con ternura. ¿Habrá sido ella la encargada de vendar mis manos? No. Imposible.
Ahora que las puedo ver me doy cuenta, por la prolijidad, de que este es un trabajo de médico.
Están lo suficientemente ajustadas para inmovilizarlas, pero no lo demasiado, para permitir
que la sangre fluya. Sin embargo se acercó y me las examinó detenidamente. Quise decirle
algo, pero en el momento en que abrí la boca, recordé lo que era el sonido de mi voz y una
sensación de nausea se hizo cargo de todo. Me produjo tanto asco que decidí que lo mejor iba
a ser quedarme en silencio, total, nada tenía que perder y ya había sufrido los peores dolores
jamás imaginados. ¿Qué podría hacerme esta mujer que aún no conozca? ¿O que me asuste?
¿O que no merezca? ¿Matarme? Si aún no estaba muerto, me estaría haciendo un favor. Me
miró un instante a los ojos cuando estuve a punto de hablar, pero como me arrepentí, volvió a
ocuparse de mis manos. Me dobló apenas una de ellas, pero se detuvo cuando vio en mi cara la
expresión de dolor. Entonces negó con la cabeza levemente, se levantó y se fue por donde
había venido. En el preciso instante en que volví a quedarme solo, el recuerdo de mis manos
golpeando a Da Silva se apoderó por completo de mi ser. Pero recordé las palabras de la mujer
y traté de encontrar alguna otra manera de librarme de ese recuerdo. Traté de pensar en otra
cosa, pero lo que reemplazó a Da Silva fue aún peor. Lo último que hubiera querido volver a
recordar en toda mi vida traicionó a mi mente y se plantó como una mula. Ya no era la cara
sangrienta de Da Silva lo que me acosaba, sino Julieta. Sus ojos vertían lágrimas como canilla
rota, pero ella no se las quitaba del rostro; simplemente me miraba con la más inocente y pura
de sus miradas, sin culparme, sin odiarme y sin palabras. Me retorcí en el suelo. El dolor era
terrible, inhumano. No existían palabras para describirlo. Cerré los ojos y me concentré todo
lo que pude para juntar la fuerza necesaria y suficiente para terminar de destruir mis manos
contra el cemento. Sabía que, si a duras penas, una mano me liberaba de la imagen de Da
Silva, necesitaría sincronizar las dos para superar este dolor que, si seguía creciendo,
terminaría por matarme. Así que suspiré profundamente, apreté mis labios, levanté mis brazos
y los empujé con todas mis fuerzas contra el suelo. Pero ya no grité. Julieta se desvaneció y,
con ella, se fue todo el resto de lo que aún quedaba despierto en mí.

¿Por qué tenía que despertar? ¿Por qué no podía simplemente morir? Morir la más
horrible de todas las muertes. Morir cualquier muerte. Simplemente morir. Pero, ¿qué-- ¿por
qué no podía mover mis brazos? ¿Habré perdido la sensibilidad, debido a los continuos golpes
contra el cemento? ¿Dónde estaba? Todo el escenario había cambiado de lugar. Ya no era un
estacionamiento. Parecía como… una habitación. Una luz lejana la mantenía en penumbras.
Ahora estaba acostado sobre una cama, aunque la feta de gomaespuma que tenía debajo de mí
difícilmente podía ser considerada colchón. Todavía olía a humedad. Miré a los costados y
entonces descubrí la verdadera razón de la inmovilidad de mis brazos. Cada uno de ellos
estaba atado a un costado de la cama por las muñecas. Qué bien. Ahora mi martirio pasaba de
los recuerdos insoportables a la experiencia de Cristo en la cruz. Ya no tenía ninguna duda.
Esto era el infierno.
La misma mujer de antes entró en la habitación y prendió la luz cuando me escuchó
forcejear con la cama. Yo me quedé quieto y la miré sin poder hablar. En su mano traía una
bandeja con un plato de comida y un vaso de metal. Me acercó un tenedor envuelto en fideos a

®Laura de los Santos - 2010 Página 176


la boca, pero sólo el olor casi me hace vomitar. Corrí la cabeza hacia un costado y entonces
ella cambió el tenedor por el vaso. Sólo que esta vez no me dejó elegir; tomó mi cabeza entre
sus manos y la levantó para que yo tomara el agua. A pesar de que mi ser no quería aceptar
nada que produjera energías, mi cuerpo no lo rechazó. Yo no quería vivir; quería que el mundo
dejara de girar, que el tiempo dejara de avanzar y que mi corazón dejara de latir. Pero, por lo
visto, mi cuerpo no compartía mis deseos. Me terminé todo el vaso de agua y sólo entonces la
mujer me volvió a apoyar la cabeza sobre el colchón.
-No quería tener que atarte -me dijo, mirando mis manos vendadas. -Pero es la única
manera de que dejes de golpearlas.
Yo me miré las manos y luego a ella. Era todo lo que podía hacer para mostrarle que
entendía el idioma, aunque aún no comprendía por qué ella me estaba ayudando. ¿Quién era
esa mujer? Quería decirle que estaba desperdiciando su tiempo, que en cuanto me recuperara,
probablemente iba a intentar suicidarme. Ya no quería volver a ver esas imágenes nunca más.
Si lograba sobrevivir a ellas aún sin golpearme las manos, no sería algo que iba a estar
dispuesto a tolerar demasiado tiempo más. Y la verdad era que, por más ayuda que ella le
estuviera brindando a mi cuerpo, no iba a poder vendar mis pensamientos ni mis recuerdos, al
menos no por tiempo indeterminado. Todo eso quería decirle, pero no podía hablar. Se quedó
un instante mirándome, como si pudiera leer en mi rostro lo que estaba pensando.
-Va a ser difícil -me dijo seriamente. -Va a ser lo peor que vas a vivir en tu vida, pero no
te preocupes, que no te va a matar.
Y se fue. ¿Qué? ¿Qué va a ser difícil? ¿Qué me va a pasar? “¡¿Qué me vas a hacer?!”,
quise gritarle, pero no conseguí que atravesara el nudo que tenía en la garganta. Ahora sí que
comenzaba a tener miedo. ¿Qué quería decir con eso de que no iba a matarme? Si eso era
exactamente lo que estaba buscando. No quería vivir. No quería que volvieran los recuerdos.
¿Qué iba a hacer para que se fueran ahora que no podía golpearme las manos? Ay, no. Ahí
vuelve. Oh, no. ¡Ay! ¡Mi pecho! ¡No puedo respirar! Tengo que soltar estas ataduras. Por
Dios, que alguien me ayude. No puedo hablar. No puedo gritar. ¡No, por favor, Julieta, no
llores! Acá estoy. Todo está bien. Por favor, por favor. ¡No llores, Julieta! ¡No fue tu culpa!
¡Nada de todo esto tuvo que ver con vos! Ay, Dios. Suéltenme. Quiero abrazarla. Quiero
consolarla. ¿Por qué no puedo hacerlo? No. No te vayas. ¡Por favor! ¡Volvé!
-¡Julietaaaaaaaaaaaaaaa! -grité.
Y fue suficiente. Comencé a llorar y a repetir su nombre una y otra vez hasta que me
atraganté con mi propia saliva. Tosí y seguí llorando. Veía a Julieta en mi mente y la veía
verme golpeando a Da Silva. Todas las peores emociones que el ser humano es capaz de sentir
me invadieron juntas. Sentía la vergüenza de saber que Julieta jamás me volvería a ver como
un hombre, la desesperación de no poder dejar de golpear a Da Silva, la bronca de no haber
besado a Julieta cuando tuve la oportunidad. Tres imágenes se repetían en mi mente. Da Silva
golpeando a Julieta, yo golpeando a Da Silva y Julieta llorando. Una y otra vez. Sentía que mi
corazón iba a estallar. No podía respirar. Giraba mi cabeza de un lado a otro, tratando de soltar
las ataduras para poder alcanzar a Julieta y demostrarle lo equivocado que estaba y todo lo que
significaba ella para mí. Esa mujer me mintió. No hay manera de que pueda sobrevivir a un
dolor como este. No porque sea lo suficientemente fuerte como para afrontarlo, sino porque no
deseo hacerlo. ¿Para qué quiero superar este sufrimiento? Si ya no puedo volver a enfrentarme
con el mundo. ¿Cuál es el propósito de luchar por algo que ya conozco y que sé que no

®Laura de los Santos - 2010 Página 177


quiero? ¿Por qué no puedo morirme acá? ¿Por qué me traiciona mi cuerpo y desata su voraz
instinto de supervivencia? ¡¡¡No-quiero-seguir-viviendo!!! ¿Es que no lo entienden? Ay, mi
pecho. Otra vez. Julieta, por favor, no me mires así. ¡No me mires! ¡Soy un asesino! ¡Una
vergüenza para la especie humana! ¡No te merezco! ¡No merezco tu compasión, ni tu
compañía! ¡No soy mejor que el hombre al que maté!
-¡No te merezco! -lloré. -No te merezco…
Negaba con mi cabeza y me repetía lo mismo una y otra vez. “No te merezco… No te
merezco…” El mundo no merece que exista alguien como yo en él. ¿Por qué no puedo morir?
¡Desátenme! ¡Déjenme acabar con esta vergüenza! No pierdan más tiempo en alguien como
yo. Soy un asesino. Llévenme a la cárcel. El mundo no me merece. El… mundo… no… me…
merece… El… mundo… no… Y me quedé dormido, rogando con todo mi ser no volver a
despertar ya nunca.

Pero desperté, lamentablemente. Y fue peor, porque ahora había recuperado toda la fuerza
necesaria para sentirme completamente indigno. Ya no era el sentimiento débil que me había
acompañado. No, señor. Ahora tenía plena consciencia de situación y de realidad, y eso me
hacía sentir aún peor. Al menos las imágenes se habían vuelto efímeras. Reaparecían
continuamente, pero ahora no me impedían respirar. Ahora me dejaban lugar suficiente para
reemplazar esa angustia por vergüenza. Ya no me sentía morir; me sentía patético. Y cualquier
cosa que alguien intentara hacer por mí me recordaba lo indigno que era y me hacía sentir aún
más vergüenza. ¿Cuál era el propósito de atravesar todas estas etapas? ¿Cuál sería la
siguiente? Ya había sentido angustia, ahora me invadía la repugnancia. ¿Qué ocurriría a
continuación? ¿Llegaría a odiarme lo necesario como para lograr el suficiente rechazo en esta
mujer y hacer que me libere? Quizás entonces pueda terminar definitivamente con todo esto.
La mujer entró en la habitación y prendió la luz. Yo hubiera mostrado alguna emoción en
mi rostro si pudiera sentirme algo más que una rata. Me mantuve quieto, mirando hacia el
techo, plenamente dispuesto a dejarme morir de inanición. Se acercó a mí y entonces pude ver
de reojo que no era para nada la mujer que yo pensaba; pero no podía creer lo que mis ojos
veían. El que estaba ahí era un hombre, nada más y nada menos que el chorro. Ese que había
querido robarme una vez y no había podido porque había un cana; el mismo que me encontró
distraído la segunda vez, pero tampoco me robó. Qué bien. Ahora podría preguntarle por qué
mierda no me mató entonces. Si lo hubiese hecho, no estaría acá ahora, teniendo que
enfrentarlo de nuevo. Lo haría, si tan solo pudiera hablar. Traté de mirarlo con el mismo asco
con que lo había hecho las dos veces anteriores, pero resultaba ser que ahora no encontraría,
sobre la faz de la Tierra, a una persona más patética que yo. Así que simplemente le entregué
una mirada vacía. Espero que le alcance. Se acercó a mí hasta que quedó a unos 20
centímetros de mi cara y me miró sin pestañear durante algún tiempo. Yo intenté desviar mi
mirada, pero no conseguí hacerlo. Sin embargo, tampoco lograba sorprenderme su actitud. No
creo que existiera algo capaz de sorprenderme ya nunca más. El otro asintió y sonrió
levemente. Agarró mis muñecas y las liberó de las ataduras. Yo me quedé inmóvil. Ni siquiera
intenté volver los brazos hacia mi cuerpo o sentarme en la cama. Por mi mente pasaban cada
vez menos preguntas. Poco a poco iba sintiendo menos y menos ganas de averiguar por qué
estaba ahí, o qué pretendía esta gente conmigo. Ni siquiera tenía la voluntad necesaria como
para levantarme e irme. Simplemente me quedé mirando al techo, sin hacer nada. El chorro me

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dejó una bandeja con comida en el suelo y caminó hacia la puerta. Antes de salir me volvió a
mirar y con aires de profeta dijo:
-Esto también va a pasar.
Y no sé si fue el hecho de volver a escuchar su voz, o el tono con que dijo esas palabras, o
las palabras en sí, lo que logró movilizarme pero, antes de querer controlarme, ya estaba
llorando otra vez. Y ya no me importaba que el otro me viera. Dejé que las lágrimas corrieran
por mi rostro y se filtraran en el colchón. Sólo cuando me quedé solo otra vez, me puse de
costado y me llevé las manos aún vendadas y aún doloridas al pecho. Por lo visto todavía no
había terminado de sentir angustia; ella aún lograba atravesar mi apatía y los recuerdos se
volvían intensos una vez más. Pero ahora no sólo aparecía Julieta en ellos; Oviedo también se
llevaba unos instantes de fama y, lo menos pensado: mis padres hicieron una aparición
sustancial por detrás de un recuerdo borroso de un amigo de la escuela. Todos ellos quedaban
empapados con mis lágrimas. Cuánto más intentaba frenarlas, más seguían apareciendo y peor
me hacían sentir. Era como si ellas fueran las encargadas de traer hacia lo concreto todo
aquello que durante años se había mantenido en el campo de lo abstracto. Mis recuerdos y mis
vivencias podían ahora tener pleno acceso a mi cuerpo, y me hacían doler los lugares más
insólitos. Y quien dijo alguna vez que el llanto libera, mintió; el nudo en mi garganta se hacía
cada vez más grande y doloroso. Y mintió también ese hombre que aseguró que todo esto iba a
pasar; no voy a poder librarme de estos recuerdos nunca más. Sé con certeza que un
sufrimiento como este no es algo que pueda superarse. Y nada va a cambiar el hecho de que
soy un asesino. Lloré y lloré; tanto, que después de un rato ya me había olvidado lo que era
existir de alguna manera que no fuera a través de las lágrimas. No pude saber cuánto tiempo
pasó, pero no debía haber sido poco, ya que mi vida entera atravesó mi memoria. Cosas de las
que había perdido noción hacía más de 20 años, cosas que habían quedado guardadas para
siempre en aquel lugar prohibido del cerebro donde va a parar todo aquello que nos provoca
vergüenza. No había límites para lo que se posaba delante de mis ojos; tampoco tenían un
orden específico. Segundo grado, Julieta llorando, mi último examen de la universidad,
Oviedo riendo, mi madre abrazándome en un cumpleaños de 6 ó 7, y así seguían apareciendo.
Ya no eran imágenes embarazosas solamente. Todo lo que alguna vez había sido mi vida
empapelaba la habitación como una sucesión frenética de notitas post it. Y llorar ya no
representaba una reacción a todo eso, sino que era más bien un acto reflejo; algo que se había
convertido de pronto en tan natural como respirar. Al menos ya no dolían tanto los recuerdos,
o lo que sentía no era imposible de tolerar, sino constante. Mis manos también acompañaban
lo que estaba sintiendo. Pero lo que aún no conseguía dilucidar era la razón por la que todo
esto estaba ocurriendo. ¿Por qué estaba luchando mi cuerpo para recuperarse de algo que mi
alma jamás estaría dispuesta a tolerar? ¿Y por qué esta gente estaba perdiendo el tiempo con la
única persona en el mundo incapaz de valorar eso? Miré la bandeja que estaba en el suelo y
todo lo que estaba pensando se enfocó de pronto en mi estómago. No sabía cuánto tiempo
había pasado desde que estaba en esta habitación, pero no recuerdo haber sentido tanta hambre
en toda mi vida. Apoyándome en los codos me incorporé en la cama. Me miré las manos aún
vendadas y me pregunté cómo haría para comer eso sin poder agarrarlo. Apoyé los pies en el
piso y llevé mis manos hacia la bandeja; pero entonces vi que, de entre medio del arroz, salía
caminando una cucaracha. Me provocó tanto asco y repulsión que antes de darme cuenta ya
estaba otra vez sentado sobre la cama, con mis piernas dobladas, apoyado contra la pared. Qué

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bien. O sea que la próxima prueba a superar en este infierno estaba relacionada con la
experiencia de Tántalo y su eterna condena de hambre y sed. Ya había sufrido el castigo de
Prometeo, que si bien no era un ave quien comía mis entrañas, los recuerdos se estaban
encargando de hacerlo una y otra vez. Así que no me extrañaría que, de ahora en adelante, me
tuviera que ver obligado a lidiar con todos los castigos y condenas de la mitología. Y los
aceptaría gustoso. Era un asesino. Merecía sufrir los peores sufrimientos. Merecía atravesar
cada una de las emociones que me recordaran que aún respiraba, para poder mantener
continuamente vivo el hecho de que le quité esa posibilidad a otro. „Esto también va a pasar‟,
había dicho. Me pregunto qué le habrá cruzado por la mente a ese hombre para encontrar la
motivación suficiente para hacerse cargo de mí. ¿Habrá sido él quien me golpeó? Sólo ahora
que recordaba el acontecimiento fue que comencé a sentir dolor en mi mandíbula. Era una
broma al lado de los demás dolores, pero aún lo bastante fuerte como para poder sentirlo,
debajo del peso de la angustia y la vergüenza que ahora me invadían. Me llevé la mano a la
cara y moví hacia los lados la mandíbula para analizar cuánto era el dolor que sentía. En ese
momento, el hombre volvió a entrar. Miró primero la bandeja llena de comida y luego se
dirigió a mí.
-Perdoname por eso -me dijo, al ver lo que yo estaba haciendo con mi cara. -Te estaba‟
resistiendo demasiado y empezabas a llamar demasiado la atención.
Dos preguntas pasaron por mi mente entonces. ¿Qué era lo que había hecho que pasara de
querer afanarme a salvar mi vida? ¿Y cómo puede decir que me estaba resistiendo si yo ya no
tenía control alguno sobre mi cuerpo?
-Te recomiendo que te coma‟ eso -me dijo, señalando la bandeja, -antes de que otro lo
haga por vo‟.
¿Se estaría refiriendo a la cucaracha como „otro‟? Lo único que pude hacer fue mirar la
bandeja y desviar rápidamente la vista al recordar al insecto desagradable, antes de que
vomitara en su cara.
-Bueno, si no tené‟ hambre y no te molesta, yo lo voy a comer por vo‟ -agregó.
Agarró la bandeja, se sentó en el borde de la cama, se la puso sobre las rodillas, agarró el
tenedor y colocó un poco de arroz sobre éste. Mis ojos se hicieron cada vez más grandes. “No
lo comás, por favor, no lo comas”, pensé, “o, al menos, no lo hagas adelante mío”. Quise
decírselo, pero no podía hablar. Menos mal que mi cara aún podía expresar algunas
emociones, porque él me miró antes de llevarse esa inmundicia a la boca y se detuvo con el
tenedor a unos centímetros. Yo negaba con la cabeza, más por su propio bien que por el mío.
No sabía cuánto tiempo más iba a aguantar antes de vomitar y eso sí que sería realmente
asqueroso. El otro sonrió y volvió a apoyar el tenedor sobre la bandeja. Yo suspiré aliviado,
pero enseguida me volvieron los recuerdos a la mente y comencé a sentirme mal otra vez. Bajé
la mirada y quedó perdida en algún lugar de los vendajes, mientras me venía a la mente la
razón de que estuvieran en ese estado y sentía más vergüenza que nunca. Y más allá de
molestarme la presencia de este hombre en medio de mi patética depresión, me resultaba
conveniente que estuviera ahí sentado mirándome; al menos así podría él comprender que
estaba equivocado, que esto no iba a pasar, ni ahora, ni nunca. De reojo pude ver cómo me
miraba los vendajes, pero no terminé de interpretar su expresión, ya que enseguida se levantó
y salió.
-¡Romina…! -le escuché decir cuando ya estaba afuera.

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Unos instantes después apareció la que supongo que respondería a ese nombre, la misma
que me había dicho que no me golpeara las manos y que después me ató cuando la desobedecí.
Cruzó la puerta y se sentó a mi lado con un pequeño balde con agua, alcohol, algodón y un
nuevo juego de vendas. Me miró y sonrió levemente. En su mirada todavía estaba esa
expresión de ternura maternal. Llevó lentamente sus manos hacia las mías y las agarró
delicadamente. Yo no tenía un control real sobre mi cuerpo, así que no pude resistirme,
aunque me dolían terriblemente. Ella comenzó a quitar el vendaje sucio y yo sentía cómo un
creciente ardor se iba apoderando de mi cuerpo. Pero lo que me dolía más no eran las heridas
en sí, sino el hecho de que cada sensación de dolor me recordaba que aún estaba vivo, y que,
gracias a mi condición de asesino, no era algo que realmente mereciera. Cuando la mujer
terminó de quitar la última venda, no pude evitar llevar los ojos hacia mis manos, que no había
podido ver desde la noche de la fiesta, hacía no sé cuántas noches atrás. Comprendí entonces
por qué me dolían tanto. Estaban completamente deformadas por moretones y pude ver que en
más de un lugar los dedos zigzagueaban, por lo que llegué a la conclusión de que debía haber
varios huesos rotos. La imagen del rostro inmóvil y apagado de Da Silva llenó todos mis
pensamientos y comencé a temblar. Una vez más, las lágrimas cayeron sin pedir permiso, tan
acostumbradas a salir que no me extrañaría que en cualquier momento formaran una canaleta
en mis mejillas gracias a la continua erosión. La mujer comenzó a limpiar todo primero con el
agua y después con el alcohol en donde se habían formado cascaritas. Supongo que le habrá
costado hacer su trabajo, considerando que cada vez que yo miraba lo que hacía, mis manos
temblaban como párkinson frenético y las puntadas que sentía en el pecho me hacían
retorcerme más que cualquier dolor que pudieran transmitir ellas. Entonces la chica se detenía,
suspiraba y me miraba. Pero yo no quería tener que ver en más mujeres aquella mirada que me
entregó Julieta. Esta mujer, al igual que Julieta, no me estaba juzgando, y eso me resultaba aún
más insoportable. ¿Cómo pueden dirigir una expresión como esa a un hombre que merece ir a
juicio eternamente y que gustosamente aceptaría cada una de esas miradas inquisidoras por el
resto de su vida? Yo, que tantas veces había juzgado a otros sin conocimiento real de causa,
estaba siendo ahora víctima de un perdón inmerecido. Y digo víctima, porque el perdón, en
este momento, es peor que cualquier condena. Soy un asesino. Toda la bondad de esta mujer
está siendo desperdiciada. Hay demasiada gente allí afuera que aprovecharía esto mucho
mejor que yo. ¿Por qué elige invertir su tiempo en mí? Yo jamás hubiera hecho algo así por
ella; ni hubiera deseado volver a ver a ese hombre que intentó robarme jamás en mi vida; de
hecho había decidido tener un auto para no tener que cruzármelo. ¿Qué demonios fue lo que le
hizo cambiar de idea y ayudar a -quizás- la única persona que jamás se lo agradecería? No
porque no apreciara su dedicación, sino porque yo no deseaba todo lo que él estaba haciendo
por mí. ¿Es que acaso él no entendía que yo no valía todo su esfuerzo? ¿No podía simplemente
mirarme a los ojos y ver que no subsiste nada de vida de ellos? Si tan solo quedara un poco de
voluntad dentro de mí, le escupiría la cara, para que comprendiese que no tenía ganas de
recibir ni una sola cuota de esa bondad. Si tan solo pudiera hablar, se lo gritaría. Si tan solo…
tantas cosas ocurrirían „si tan solo‟ que ya no me animo a pensarlo más. Romina, o como sea
que se llame, terminó de limpiar mis manos y volvió a vendarlas tan habilidosamente como la
vez anterior. Luego las depositó gentilmente sobre mis piernas y se quedó un instante en
silencio observándome. Yo no la miraba; tampoco quería ver cómo habían quedado mis
manos. Todo lo que estuviera relacionado con la bondad, o con la piedad, o con el amor, me

®Laura de los Santos - 2010 Página 181


hacía estremecer. No quería mirarla y percibir en ella que yo no tenía porqué sentirme mal, ya
que mis actos habían sido tan atroces que no existiría juez en el mundo capaz de juzgarlos
adecuadamente. Cerré mis ojos por un momento para que ella comprendiera que su mirada
piadosa conseguía hacerme sentir más culpable que nunca, y que, si lo que estaba
pretendiendo era ayudarme, no lo iba a conseguir si seguía siendo tan amable conmigo.
Entonces sentí un movimiento en la cama y cuando abrí los ojos, estaba otra vez solo. Lo
único que agradecía de todo lo que había hecho esa mujer era taparme lo suficiente las manos
para que yo no pudiera ver las deformidades en ellas. Me las miré de reojo, para ver si la
imagen de Da Silva volvería a atosigarme, pero nada apareció; al menos nada que
incrementara mi angustia. Suspiré aliviado. Aunque todavía estaba presente en mi interior una
fuerte contradicción: por un lado quería dejar de sufrir, ya que el dolor era insoportable; pero,
por el otro, quería que más pesares me acosaran, ya que era lo mínimo que merecía por ser un
asesino. No quería creerlo, pero estaba empezando a reconsiderar la validez del comentario del
chorro. No sabía por qué, pero de alguna manera sentía que el nivel de angustia iba
decreciendo progresivamente, en tanto más tiempo pasaba dentro de esta habitación. Miré
hacia la pared y unos rayones me llamaron la atención. Las marcas parecían ser concreciones
de la desesperación de una persona que estuvo aquí antes que yo. Probablemente hubieran sido
mías de no haber tenido los vendajes o, en su defecto, las manos atadas durante el peor
momento de mi crisis. „El peor momento de mi crisis‟… ¿Sería cierto que esto también
pasaría? Algo en mi interior me hacía temblar con la mera posibilidad de tener que
enfrentarme de nuevo con el mundo. Por el tipo de luz que entraba en la habitación, saqué la
conclusión de que estábamos en un subsuelo y, de haber podido expresar algún tipo de
emoción, me hubiera causado gracia la analogía. Para volver a enfrentarme con el mundo, iba
a tener que subir a la superficie, alejarme de este pozo en el que ahora estaba sumergido. Pero,
¿qué era lo que me esperaba ahí arriba? Ya no podría volver a ver a Julieta, ni a Oviedo, ni
siquiera a mis padres, aunque ya no sé cuándo fue la última vez que crucé un diálogo con
ellos. Nada cambiaría el hecho de que soy un asesino, por lo que no importa cuánto tiempo
pasara yo aquí abajo, en el momento en que decidiera salir, la policía me estaría esperando
para hacerme cumplir la merecida condena. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si lograrían
descubrirme dentro de estas ropas, que sólo ahora puedo ver que no son las que tenía puestas
la noche de la fiesta. Alguien se encargó de sacarme la camisa ensangrentada y colocarme una
remera rotosa. Aún llevaba puesto el pantalón, pero estaba completamente roto y
deshilachado, como si alguien se hubiera desquitado con él años de bronca acumulada. Quizás
esa persona hubiese sido yo, de no haber tenido vendadas las manos. Y estaba descalzo. No
había notado eso hasta recién ya que el intenso calor que hacía me obligaba a preferir esa
situación a cualquier abrigo. Mi cuerpo comenzaba a tranquilizarse y poco a poco estaba
recuperando los sentidos. ¿Qué ocurriría a continuación? Por primera vez en toda mi vida no
tenía la menor idea, ni existía al menos una posibilidad de revertir eso. Pero tampoco quería
realmente tener que volver a percibir el tiempo; eso significaba que mi cerebro iba a dividirlo
en pasado, presente y futuro. No quería revivir más el pasado; no quería tener que lidiar con
este presente; y, ciertamente, no tenía el más mínimo deseo de averiguar cuál sería mi futuro.
Todo lo que tenía planeado para él se fue por un barranco y la diferencia entre lo que pensaba
que sería y lo que realmente va a suceder en cuanto decida respirar aire fresco, es tan diferente
que hasta parece irreal que lo primero haya siquiera existido. Supongo que ya habré estado en

®Laura de los Santos - 2010 Página 182


esta habitación por al menos cuatro o cinco días, porque comienzo a sentir la barba creciendo.
Si mi vida hubiera continuado como lo venía haciendo, hoy estaría nadando en las aguas más
turquesas y paradisíacas del mundo, disfrutando de unas hermosas vacaciones, mientras
imaginaría a Da Silva plantado en Italia, desayunándose la noticia de que yo no estaba ahí. En
lugar de eso, ahora estoy en un cuarto en penumbras, teniendo que aprender a quitarle la
comida a las cucarachas si deseo alimentarme, y pensando, sí, en Da Silva, pero no
precisamente de la manera que hubiera querido. Gracias a mí, ya no va a tener oportunidad de
viajar a Italia ni a cualquier otra parte del mundo. Gracias a mí, ya no va a poder hacer
absolutamente nada. Y por más que eso incluya lo malo con lo bueno, ahora que es una
realidad, no hubiera deseado jamás ser el artífice de semejante destino. Y no puedo evitar
recordar una y otra vez que fueron estas manos las que cometieron el crimen, impulsadas por
una mente desquiciada por el odio. Sólo ahora puedo comprender hasta dónde soy capaz de
llegar y el peligro que significa para el mundo que alguien como yo esté en él. Quizás esa
cucaracha sea lo más cercano a un verdadero aliado, ya que es la única que me está ayudando
a morir de inanición y a sentir toda la repugnancia con la que merezco lidiar. ¿Y quién soy yo
para sentir asco por ese insecto? Ella no mató a nadie; ella sólo quiere alimentarse para poder
vivir su pequeña e insignificante vida. Ni siquiera merezco recibir ese alimento más que ella.
El hombre volvió a entrar en la habitación con otro plato de comida. Por un lado, quería
abalanzarme sobre él -mi cuerpo ya no iba a poder tolerar otro instante más sin alimento-;
pero, por el otro, no quería darle la satisfacción a mi organismo de que obtuviera lo que
quisiera. La última vez que lo hice, él se encargo de matar a golpes a un hombre. Y, por más
repugnancia que me provoque admitirlo, todo el tiempo que duró eso sentí plena satisfacción,
lo cual hacía que ahora, todo lo que mi cuerpo deseara, mi mente estaría dispuesta a rechazar.
Tenía miedo de perder el control sobre él otra vez y seguir matando sin poder evitarlo. Así que
me puse a mirar fijamente el plato; y cuánta más desesperación sentía mi cuerpo, mejor se
sentía mi mente por poder controlarlo. Esta sería la única manera de saber que todos mis actos,
de ahora en adelante, serían llevados a cabo bajo el más estricto control mental. Aunque, sin
alimento, no iba a durar mucho más que uno o dos días. Perfecto. Saber que todo mi futuro se
extendía a unas cuantas horas más era lo único que me provocaba una satisfacción con la que
lidiaría gustoso. El hombre suspiró al ver la batalla alimenticia que se estaba desatando en mi
interior. Dejó la bandeja en el suelo y se sentó a mi lado. Yo saqué mi vista del plato al
recordar a la cucaracha; por más repentino respeto que sintiera por ella, aún me causaba
repulsión. Miré a los ojos al que ahora me acompañaba para que viera que todos sus esfuerzos
estaban siendo en vano; que jamás iba a poder agradecérselos, y que lo mejor iba a ser que
dejara de perder su valioso tiempo en mí. Pero, en lugar de rendirse, comenzó a hablar.
Aunque hubiese preferido lo contrario; esa voz producía efectos extraños en mí -supongo que
tendrá que ver con la memoria del intento de robo- y me resultaba casi imposible hacer oídos
sordos a lo que decía.
-¿Ves esas marcas en la pared? -me preguntó.
Claro que las había visto. Eran demasiado tétricas y alusivas, como para pasarlas por alto.
Pero ahora no tenía interés en volver mi vista hacia ellas; preferí concentrarme más en su
mirada.
-Son mías -agregó. -De hace tres semanas.

®Laura de los Santos - 2010 Página 183


No estaba comprendiendo demasiado a qué venía todo lo que me estaba diciendo, o por
qué creía él que podía llegar a interesarme en la presente circunstancia. Pero, como yo
tampoco podía hablar, supongo que habrá decidido que me contaría la historia a pesar de mis
deseos; y no me extrañaría, considerado que desde hace ya no sé cuántos días que viene
haciendo conmigo lo que se le da la gana.
-Supongo que no te acordá‟ de lo que pasó hace tres semanas… -me dijo.
Pero se contestó su propia pregunta.
-No, supongo que no… -agregó, mirando las marcas en la pared. -Romina e‟ mi mujer.
Tenemos dos pibes, ya. Ella siempre me decía que deje de robar, que ahora tenía una familia y
que no podía hacerse cargo de todo sola cada vez que yo caía en cana…
Hizo una pausa. Yo lo seguí mirando, aunque no tenía la menor idea de a dónde estaba
yendo con todo eso. No sé por qué pensó que me iba a interesar una historia como esa, o
cualquier historia, considerando que yo ya había decidido morir en las próximas horas.
-Pero yo estaba como vo‟, ¿me entendé‟? -continuó.
En ese momento le saqué mi vista de encima. No tenía demasiadas fuerzas, pero sí las
suficientes como para levantar mis cejas incrédulo. ¿Qué mierda sabía él lo que yo estaba
sintiendo? Ni siquiera me conocía.
-¿Qué? ¿Te pensá‟ que no sé lo que estás sintiendo? -me preguntó, como si me hubiera
leído la mente.
Pero yo no lo miraba. No estaba interesado en seguir escuchándolo; aunque eso no
pareció importarle.
-Las conozco todas -me dijo, y no supe a qué se estaba refiriendo. -Tus emociones. Las
viví a todas -me aclaró. -Tu angustia, tu vergüenza, tus dudas, tus miedos y todo lo que ahora
hace que hayas tomado la decisión de dejarte morir de hambre.
Wow. Realmente no bromeaba. Eso era exactamente lo que yo estaba sintiendo. Incluso
se refirió a cada emoción en el orden en que las viví. Pero yo ya había perdido toda capacidad
de asombro, por lo que lo único que pude hacer para ver que estaba captando mi atención era
volver a mirarlo, aunque estaba tan débil que casi no podía lograr que mis ojos enfocaran.
-Yo sé lo que es matar -dijo, después de unos instantes en los que nuestras miradas se
mantuvieron fijas, la una en la otra. -Yo maté.
Pero la vergüenza me invadió de pronto y ya no pude seguir mirándolo. Cerré mis ojos,
apreté los labios y otra vez comencé a llorar sin poder evitarlo.
-No sé cuál es tu bardo -siguió, a pesar de mi actitud. -Pero todo esto que estás sintiendo,
me hace ver que vo‟ y yo, no somo‟ tan diferentes. Tenemo‟ el mismo destino, loco.
Y eso fue suficiente. Ya no pude continuar sentado. Me tiré hacia un costado y me invadió
por completo la angustia. No tanto por el hecho de que él me estaba llamando asesino sino
porque estaba asegurando que éramos similares. Si algo podía generar en mí más repugnancia
que una cucaracha, eso era parecerme a un pobre y miserable hombre como él. Pero ya no
tenía la fuerza necesaria para mentirme a mí mismo y sabía, desde el fondo de mi alma, que lo
que había dicho no estaba ni un poco alejado de la verdad. No había ni una sola persona en
todo el mundo que pudiera establecer una diferencia entre nosotros dos en este momento y en
este lugar. Ya no importaban mis años de estudio, ni mi carrera profesional, ni mi currículo, ni
mis costumbres, ni mis tradiciones, ni nada de todo lo que fui desde hace cinco días para atrás.
Hoy era tan pobre como él y no podía afirmar que me sentía siquiera menos miserable. Él

®Laura de los Santos - 2010 Página 184


había matado y yo también. Pero lo que más me asustaba de eso era que así como él me estaba
confesando su crimen, también me cuidaba y pacientemente estaba esperando a que me
recuperase, aunque aún no terminaba de comprender por qué. ¿Qué era lo que pretendía de
mí? ¿Qué estaba esperando que hiciera yo? ¿Guiarme por su ejemplo? ¿Ver en su rostro que
existe vida después del asesinato? Absurdo. No había posibilidad de que yo pudiera superar
esta situación, por el simple hecho de que había aún en nosotros una fundamental diferencia.
Él tenía algo de lo que yo carecía completamente: motivación. Yo no tenía mujer ni dos hijos,
ni pareja siquiera; no tenía amigos y dudo mucho que mis padres pudieran convertirse en una
motivación tan fuerte. Él tenía una razón para querer vivir, lo cual lo convertía en un hombre
aún menos miserable que yo.
-Pero yo no lo veía, ¿me entendé‟? -me dijo. -A mí, lo que Romina me decía, no me
entraba, ¿me entendé‟? A mí me chupaba lo que ella quería o lo que necesitaba. Yo ya había
matado. Esa es una línea que no se cruza, loco. No podía ver a mis pibes y ser la figura de
padre que ellos necesitaban, ¿me entendé‟? No podía ser el ejemplo que Romina me pedía. Así
que me alejé, loco. Me fui. Empecé a jalar, me di con el paco… todo mal, ¿me entendé‟?
Y se detuvo. Se le quebró la voz y no pudo seguir hablando. Sólo entonces me di cuenta
de que yo había dejado de llorar, y, aunque había quedado acostado de espaldas a él, lo estaba
escuchando atentamente. Me di vuelta y lo miré. Él había cerrado los ojos y se estaba tapando
las lágrimas con las manos. En toda mi vida, ningún hombre me generó, tan repentinamente, el
respeto que este hombre comenzaba a inspirarme. Sólo ahora podía ver que realmente
comprendía mis sentimientos y que era cierto lo que había dicho. Por allá a lo lejos veía una
luz de esperanza y por primera vez tuve la honesta sensación de que esto iba a pasar; no
porque veía que él lo estaba superando, sino porque todo lo que me estaba contando, hacía que
se instalara en mí una nueva sensación que jamás había tenido antes; me sentía acompañado.
Junté las pocas fuerzas que aún encontré en mi cuerpo y me incorporé hasta quedar
nuevamente sentado. No podía sonreír, ni hablar, ni moverme demasiado, pero quería mirarlo
y que me viera, para que pudiera comprender que, por primera vez, estaba agradecido con lo
que estaba haciendo por mí, aunque aún desconociera sus motivos.
-Yo sabía que del paco no había vuelta atrás -siguió, luego de mirarme y descubrir en mi
mirada que quería seguir escuchándolo. -Ya había visto a mis amigos, a mi hermano…
perdidos. Es fuertísimo, loco. Cuando empezás, no podés parar, ¿me entendé‟?
Lo único que yo sabía del paco lo había aprendido de la televisión. Sabía que era una
droga de mierda, hecha con todas las sobras de las demás drogas y que sí, era sumamente
adictiva; que cada vez más personas, de todas las clases sociales, lo estaban consumiendo; que
una vez adentro, era casi imposible salir; y que era capaz de destruir, en cuestión de meses,
todo el sistema neurológico de una persona. Pero lo que nunca imaginé era que iba a estar
sentado al lado de un ex adicto.
-Y yo estaba mal. No quería acordarme de la cara del chabón que maté, pero me
perseguía, ¿me entendé‟? No me dejaba respirar. Aún sabiendo que no tenía opción; que era su
vida o la de mi hermano y que tenía que defenderlo. Pero no la podía borrar de mi memoria.
Fue lo peor, loco. Lo peor, ¿me entendé‟?
Si había algo de todo lo que él estaba diciendo que comprendía a la perfección era
exactamente eso; hacía cinco días que lo venía sintiendo sin tregua. Asentí débilmente con la
cabeza para que viera que sabía exactamente de lo que estaba hablando. Me miré

®Laura de los Santos - 2010 Página 185


instintivamente las manos y me di cuenta de que el efecto que buscó él con el paco, yo lo
había estado tratando de conseguir al golpearlas contra el suelo. Los dos queríamos encontrar
cualquier cosa que nos hiciera liberarnos de esos horrorosos pensamientos. Quizás, si yo
hubiera estado en la calle y alguien me hubiese ofrecido un cigarrillo de paco, lo hubiera
aceptado gustoso, con tal de hacer a un lado, aunque más no sea provisoriamente, la
desesperación y la angustia. De pronto, todo lo que alguna vez pensé no sólo de él, sino de
cada una de las personas que hoy en día están en situación de calle, se vio tergiversado. No era
sólo mi debilidad lo que me impedía seguir prejuzgando, sino la más dura de las realidades
puesta de golpe en frente de mis narices.
-Me acordaba de Romina y de los pibes y trataba de dejar, ¿me entendé‟?, pero enseguida
encontraba de nuevo una razón para salir a fumar -continuó explicándome. -Hasta que un día,
hace tres semanas, le pedí a Dio‟ que me ayude… Y apareciste vo‟.
En ese momento se detuvo y me miró. Yo había vuelto a mirar las marcas de la pared
mientras él hablaba, pero eso último que dijo me hizo mirarlo de nuevo a él. Ahora sí que no
comprendía lo que estaba diciendo. ¿Qué tenía que ver yo con todo lo que le había pasado?
-Ese día, acá arriba -dijo, haciendo un gesto con su cara, como indicando algo en el techo
que no entendí, -cuando te quise afanar… Lo que me dijiste me cambió la vida, loco. Fue el
mensaje de Dio‟, ¿me entendé‟?
Ahora sí que me había dejado más anonadado que nunca. Debido al hambre yo que sentía,
no podía pensar claramente, y me costó recordar la situación de aquella vez en la plaza. Traté
de hacer memoria de lo que había dicho y de pronto me acordé que era la frase; esa frase que
me había estado persiguiendo. No la había vuelto a oír desde entonces y la había olvidado.
Pero ahora volvía a refrescar mi mente. Aquel día me había sorprendido la actitud de este
hombre, pero nunca creí que fuera algo que me iba a ser explicado alguna vez. Siempre me
había parecido la más absurda de las frases, pero ahora, en esta situación, de pronto
comenzaba a cambiar el sentido. Si bien todavía no estaba de acuerdo con que los miedos de
uno podían afectarle a otro, sí había cambiado mi opinión respecto de otra cosa: al menos
ahora sí sentía que nos afectaban los mismos miedos. Algo completamente inesperado en mí,
ya que jamás creí que sería capaz de compartir nada con un hombre como el que ahora se
sentaba a mi lado. Una vez más sentí que el hecho de superar esta situación estaba más cerca
de lo que jamás hubiera creído. Y tuve miedo. Miedo de volver a sentir esperanza. No tenía las
fuerzas necesarias como para pensar claramente y, hasta hacía cinco minutos, había decidido
que ya nada más lograría sorprenderme en este patético pequeño infierno en el que estaba
sumergido. Pero me equivoqué. Por lo visto aún no había perdido la capacidad de asombro. Y
lo que me resultaba aún más sorprendente era él. Un hombre al que la vida le había pegado
evidentemente mucho más duro que a mí se sentaba a mi lado y me contaba lo que yo no
hubiera sido jamás capaz de confesar. Aún sabiendo que habíamos compartido una
experiencia aterradora, no sé si yo tendría el valor que se requiere para enfrentarme con mi
propia voz. No existe en el mundo entero un juicio más severo que al que uno mismo apela
para condenarse. Eso era algo que empezaba a comprender ahora. Cada día que pasaba me
sentía un poco menos angustiado y aunque sabía que no iba a poder sacarme ya nunca ese
peso de encima, al menos se estaba convirtiendo en algo que me permitía respirar. Pero mi
voz, eso sí que era absolutamente horroroso. Sólo el vago recuerdo que tenía de ella me daba
náuseas y pude comprender también que este hombre había sido capaz de lidiar con la suya,

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cosa que no creo que yo sea capaz de hacer alguna vez. Y tanto que lo consideré un cobarde,
un fracasado demasiado enojado con la vida como para importarle algo. Ese, al que ahora le
debo todo, me mira como si fuera yo quién le salvó la vida. No. No puedo aceptar eso. No
valgo lo suficiente como para ser capaz de obrar de manera semejante. Puedo ver que sabe
mucho más acerca de mis propios sentimientos de lo que jamás imaginé, pero no puedo dar el
brazo a torcer en este particular punto. No puedo permitirme el lujo de sentirme una mejor
persona, aún si este comentario viene a ser la motivación de él para ayudarme a salir adelante.
Porque ni siquiera en aquel momento sentí que lo estaba ayudando, ni imaginé que todo
aquello iba a terminar en esto. No tenía yo ni la más mínima intención de ayudarlo. Lo único
que quería era salir corriendo para evitar que me robara. Y si hubiera sido un poco más fuerte,
hasta no me hubiera arrepentido de golpearlo. Y sin embargo aquí está él, diciéndome que le
salvé la vida. No. Inadmisible. Comencé a negar con la cabeza y rogué que comprendiera que
no era que no valoraba sus palabras, pero que bajo ningún punto de vista iba a lograr
convencerme de que yo tenía algún contacto con Dios o con la bondad humana en cualquiera
de sus formas.
-Quizá fue porque vino de quien no lo esperaba, o quizá porque ya no daba para má‟ -
prosiguió, -pero gracia‟ a vo‟ encontré una salida, ¿me entendé‟?
Ahora sí que lo miré con toda la incredulidad que me permitían las casi nulas fuerzas que
tenía. ¿Qué estaba intentando hace este hombre? ¿Es que acaso no veía que cualquier
conexión con la bondad me hacía sentir aún más miserable? Sus palabras no sólo estaban
altamente alejadas de la realidad, sino que hasta parecían irónicas en el presente contexto.
¿Yo, un asesino? ¿Capaz de brindarle una ayuda a este hombre, quien además me supera
ampliamente en coraje? Imposible. El solo hecho de intentar convencerme de mi propia
humanidad me hacía sentir aún peor. Ahora ya ni siquiera me sentía acompañado, sino
humillado. Pero está bien. Ya era hora de que me diera mi merecido. Quizás no lo estaba
buscando, pero sus palabras comenzaban a hacerme sentir peor y volvía a conectarme con mi
angustia y mi vergüenza. Ya no fui capaz de mirarlo, pero tampoco quise mirar mis manos. El
plato de comida tampoco parecía la mejor opción, así que lo más conveniente fue cerrar los
ojos. Aunque, lamentablemente, eso no iba a hace que dejase de oírlo.
-Ese mismo día le dije a Romina que iba a necesitar su ayuda -dijo. Pero aún no era
suficiente para que yo abriera mis ojos. -Que iba a ser muy difícil para ella, pero que era
necesario.
Se detuvo por un instante, aunque todavía no me intrigaba lo suficiente como para volver
a mirarlo.
-Le pedí que me encerrara en este cuarto -continuó entonces, con la voz entrecortada. -Y
que por nada del mundo la abriera, así me escuchara gritarle o putearla.
Entonces sí, fue absolutamente imprescindible que abriera mis ojos y escuchara lo que
tenía para decir. Quizás no estaba él familiarizado con los centros de atención gratuita para
adicciones. O tal vez, por su condición de asesino, sentía que tenía que purgarse de la manera
más dolorosa posible. No lo sé, y ciertamente no estaba dispuesto a preguntarle, ya que no
quería vomitarle en la cara, ya no. Pero lo que sí se me cruzó inmediatamente por la mente fue
que lidiar con la abstinencia en un cuarto oscuro sin nada que hacer para despejar la mente
debe haber sido un infierno bastante similar al mío. Lo miré y vi que su rostro estaba siendo

®Laura de los Santos - 2010 Página 187


invadido por los recuerdos más aterradores, los mismos que yo quería olvidar a cada instante,
pero que no me sentía capaz de lograr. Estaba mirando al suelo cuando volvió a hablar.
-Romina lloraba. No sé con quién dejó a los pibes, pero no se despegó de la puerta en tres
días. Mientras yo arañaba las paredes y le gritaba todo tipo de insultos. Ella lloraba. Y cuando
terminó la locura me acordé de vo‟.
Entonces lo volví a mirar y me di cuenta de que yo también había desviado mis ojos
mientras él hablaba. Quizás por respeto hacia sus terribles recuerdos. Nuestros ojos se
encontraron.
-Le prometí a Dio‟ que te iba a buscar y que te iba a ayuda‟. No sabía por dónde empeza‟,
¿me entendé‟? Sabía donde vivías, pero nada más. Ya te había visto muchas veces por la
plaza, pero encima despué‟ de ese día no te vi má‟, loco.
Recordé inmediatamente al que había sido mi auto por tan pocos días y agradecí no poder
hablar para no verme obligado a contarle que fue precisamente por él que lo había adquirido.
-Tenía que hacer algo. Mantenerme ocupado para no pensar en el paco, para alejarme de
todo lo que conocía, ¿me entendé‟?
Por supuesto que entendía. Ya me había detenido a pensar en qué mierda iba a ocupar mi
tiempo si llegaba a salir de este agujero. Claro que inmediatamente posterior a ese
pensamiento me invadió la angustia y otra vez sentí que aunque volviera a subir a la realidad
no merecería seguir viviendo. Supongo que eso mismo habrá pensado él.
-Te convertiste en mi obsesión -dijo, pero cuando lo miré, su cara revelaba más vergüenza
por eso que un posible diagnóstico psiquiátrico de TOC. Y ni siquiera me miró cuando siguió.
-Averigüé tu nombre, dónde trabajabas, qué hacías los fines de semana. Pero no encontraba
nada que me dijera cómo podía ayudarte, ¿me entendé‟? Y justo cuando ya estaba a punto de
darme por vencido…
Pero no siguió hablando. Los dos sabíamos qué venía detrás de esas palabras y creo que
se dio cuenta de que yo no tenía demasiadas ganas de recordarlo. Calculo que habrá pensado
que fue suficiente monólogo para explicar porqué estaba yo ahí y porqué me estaba ayudando
a pesar de saber perfectamente que quizás yo no iba a poder agradecérselo nunca. El bienestar
de ambos es nuestra libertad decía la frase que ahora ni siquiera me animaba a llamar patética
(esa palabra había adquirido un significado completamente nuevo para mí en los últimos días).
Quizás fue esa la motivación que necesitó para ayudarme. Tal vez pensó que ayudarme le iba
a proporcionar la libertad que tanto andaba necesitando. Yo no sabía a quién había matado este
hombre, pero sí había algo que podía afirmar con certeza y eso era que yo jamás iba a
encontrar nada capaz de liberarme de mi propia consciencia. Me alegra haber sido de utilidad
para alguien, por más involuntaria que esa ayuda sea. No me hace sentir ni por mucho menos
indigno, pero al menos alguien pudo rescatar algo positivo.
-Sería bueno que te comas la comida -dijo, después de unos minutos de silencio. -La
competencia acá es grande.
Y otra vez sentí que se desataba adentro mío la batalla entre el hambre y la orexia. Aún no
terminaba de responder satisfactoriamente a la pregunta de por qué era necesario que yo
siguiera viviendo, por lo que no encontraba razones suficientes para darle el gusto a mi
instinto de supervivencia ambicioso. Miré la bandeja, todavía analizando hasta dónde era
capaz de controlarme, disfrutando en relación directamente proporcional al sufrimiento de mi
estómago.

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-¿Te pensá‟ que llegué hasta acá para verte morir de hambre, loco? Si no comés, me vas a
obligar a enchufártelo por la fuerza.
Me hubiera indignado con ese comentario si aún quedara algo de dignidad adentro mío.
Lo miré queriendo mostrarle que me había ofendido y en cambio mi rostro sólo reveló
sufrimiento, que él entendió como triunfo. Me sonrió y me acercó la bandeja. El arroz ya
estaba frío, pero mi olfato se había agudizado gracias a las traicioneras necesidades de mi
cuerpo; así que no tuve más que acercarme al plato para ceder ante sus deseos. Pensé que me
iba a devorar hasta la bandeja, pero me llené antes de lo que pensaba y no llegué a pasar la
mitad del plato. Me tiré para atrás y apoyé mi espalda contra la pared. Casi le dolía a mi
estómago tener que ponerse otra vez a trabajar.
-Está bien, por ahora -me dijo, mientras me acercaba el vaso con agua.
Estiré mis manos vendadas y lo agarré con cuidado para no volcarlo mientras me lo
llevaba espásticamente a la boca.
No me sentí mejor después de haber comido, sino que me daba vergüenza admitir que otra
vez me había ganado el cuerpo, y ni siquiera quise usar la excusa de que me habían
amenazado, para defenderme de mi acto de cobardía. Consideré que ya había escuchado al
hombre durante demasiado tiempo, así que me acosté mirando a la pared y cerré los ojos.
Contrario a las costumbres estresantes de mi trabajo como gerente, en el preciso momento en
que deseé dormirme, me dormí.

Cuando abrí los ojos me encontraba otra vez solo y con mucha más vitalidad de la que,
por supuesto, me sentía merecedor. Estaba mirando al techo, recordando una vez más algunas
de las cosas de mi vida que había hecho a un lado por temor, por vergüenza y por soberbia,
cuando Romina entró en la habitación con el kit de limpieza para mis manos. Desvié mis ojos
del techo y encontré su mirada. Después de haber escuchado la experiencia que atravesó para
ayudar a su marido con la adicción al paco, comencé a respetarla bastante. Pero también
recordé que, entre todas las injusticias que le habían tocado vivir al hombre, aún así el destino
había sido más generoso con él que conmigo. Él tenía una motivación para salir adelante. Esta
mujer era evidentemente su ángel personal y él finalmente lo había sabido aprovechar,
mientras que yo, por otro lado, eliminé toda posibilidad cuando la rechacé aquella vez junto al
río en Puerto Madero. Ahora la había perdido para siempre y ni siquiera deseaba sentirme tan
afortunado como esta pareja; no me iba a permitir desear nada nunca más; no me lo merecía.
Romina sacó las vendas y las puso al costado de la cama mientras llevaba su atención
hacia el baldecito con agua. En ese momento aproveché para mirar de reojo mis manos,
aunque con el temor de que me hiciera recordar la cara machacada de Da Silva. Sentí una
molestia en mi pecho, pero nada que no mereciera. Intenté mover una de las manos para
apreciar mejor el circo de colores y pude notar que el violeta que había predominado la vez
anterior estaba virando levemente hacia el amarillo. La hinchazón era pesada todavía, pero al
menos ahora se distinguían algunas venas. Los huesitos inmovilizados de los dedos estaban
volviendo progresivamente a su lugar, como si quisieran olvidar el violento episodio del que
formaron parte, cosa que mi cerebro no sería ya nunca capaz de hacer. Pero todavía me dolían.
Todavía estaba demasiado presente en mis manos el dolor como para imaginar siquiera que
algún día dejaría todo este episodio detrás de mí. Volví a mirar a Romina y ella me sonrío

®Laura de los Santos - 2010 Página 189


tiernamente, como si la esperanza fuera algo de lo que ella jamás volvería a dudar, luego de
haber tenido que lidiar con la experiencia de su marido.
Eran muchas y altamente contradictorias las emociones que toda esta situación me hacía
sentir. Estaba consciente de que no merecía ninguna de las atenciones que estaba recibiendo, y
sin embargo, sin comprender por qué, aquí estaba viviéndolas. Eso me hizo analizar un poco
más qué era el merecimiento, y en tal caso, a quién le correspondía juzgar quién y cuánto en
cada caso. Si existía un Dios ahí afuera, evidentemente no me estaba juzgando. O sí, y
precisamente lo que estaba haciendo era ayudarme en mi recuperación para que estuviera con
todas mis luces encendidas cuando el momento del juicio llegara. Ahora que lo pienso, cuál es
el sentido de emitir un veredicto en contra de una persona que no está lo suficientemente
fuerte como para comprenderlo. Se supone que es justamente eso lo que la ley busca: que cada
uno comprenda por qué se lo está juzgando para que pueda aprender algo de esa experiencia y
pueda vivir en sociedad sin interferir con la libertad de los otros. Por supuesto que eso, en este
país, y más precisamente en esta ciudad, no es más que una utopía. Quizás con un poco de
suerte, dinero y ayuda de la persona indicada yo hubiera salido caminando del juzgado
dejando todo atrás. Pero a pesar de que siempre consideré una atrocidad que un asesino fuera
considerado inocente por la ley -de hecho yo estaba dispuesto a entregarme antes de que este
hombre me golpeara-, ahora, gracias a mi propia experiencia, puedo comprobar que no es la
ley la que nos impide cometer esos voraces crímenes. Genera un poco de miedo, sí, pero el
verdadero juicio viene de otro lado, un lugar mucho más abstracto, más cercano al humanismo
que al derecho. Y aún si uno tiene la buena fortuna de ser juzgado por el más objetivo de los
jueces, aún así éste no será nunca capaz de acercarse a la propia consciencia. ¿Que no hay
justicia en el mundo? ¿Que alguien no está recibiendo su merecido? Sólo ahora puedo volver a
considerar esas protestas. El peor infierno no tiene nada que ver con la cárcel o con la
sociedad, sino con algo tan inalcanzable que puede ser aterrador: la propia consciencia. Pienso
ahora que es ella la que establece el nivel de merecimiento de cada uno. Y ni siquiera me
parece una idea tan mala. Tenemos una opinión acerca de nosotros mismos tan disminuida,
que antes de que cualquiera venga a decirnos de qué somos capaces y de qué no, ya creemos
que no merecemos ni la mitad de las cosas buenas que vivimos y que siempre podríamos vivir
un poco más de experiencias negativas. Nuestra consciencia es una tirana. Y entonces Dios ni
siquiera tiene que tomarse el trabajo de juzgarnos, ya que nosotros hacemos ese trabajo
internamente mucho mejor que él. Vivir en paz con la consciencia cuesta mucho trabajo, pero
mayor es el precio que uno paga si intenta ignorarla. Y, ¿cuánto tiempo pasó antes de que yo
tuviera que lidiar con ella? ¿Días? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuánto es realmente el tiempo que uno
puede vivir sin escucharse a sí mismo? Ahora pienso que tuve suerte al atravesar esta
experiencia y esta crisis; suerte que, por supuesto, no merezco. Y ya no sólo por mi condición
de asesino, sino por haber pasado mi vida entera desperdiciándome en la deshonestidad.
¿Cuánto tiempo más hubiera pasado antes de que me enfrentara conmigo mismo si yo
estuviese un poco menos trastornado y me hubiese controlado antes de golpear a Da Silva?
Quizás hoy no sería un asesino, pero en el final de mi vida me hubiese dado cuenta de que
habría cometido un crimen aún peor: me hubiera matado a mí mismo antes de haber nacido
siquiera. Aunque realmente no sé si sería peor, ya que, en ese caso, no habría decidido más
que por mí mismo, mientras que en la presente circunstancia le quite, además, esa posibilidad
a otro. Creo que en algún momento de la vida de cada uno hay un llamado a la consciencia y

®Laura de los Santos - 2010 Página 190


depende de cuán atentos estemos para escucharlo o no. En mi caso fue prácticamente
involuntario ese llamado. No sé si hubiese elegido escucharlo en otro momento, pero
considerando que además soy un asesino, me da la sensación de que esa vocecita no fue
vocecita un carajo, si no un terrible vozarrón. Y, ¿para qué atravieso esta crisis? Para tener la
suficiente coherencia como para darme cuenta de que no merezco ser tan afortunado. Qué
paradójico este momento.

Estaba tan perdido en mis pensamientos que no me di cuenta de que Romina ya había
terminado de curarme y de que ya se había ido. Hubiese querido agradecerle, pero mi voz
estaba debajo de un nudo, así que hubiera sido incapaz en cualquier caso. Me di cuenta de que
había evolución en mi deplorable estado, ya que comencé a sentir nuevamente curiosidad por
las cosas de la vida. Siempre consideré una virtud al incesante cuestionamiento acerca de todo
lo que me rodeaba. Me ayudaba a descubrir algo diferente y novedoso donde nadie más lo
hacía, y creo que fue eso lo que terminó haciendo que estudiara ingeniería. Pero ahora, en este
momento y en este lugar, preguntarme cualquier cosa significaba que estaba volviendo a
encontrarme con esa necesidad de vivir y no era algo que estuviera realmente dispuesto a
considerar. No quería querer vivir porque cuando otro lo deseó, me encargué de anulárselo. Y
ahora yo me encontraba ante la injusta situación de querer morir y tener que lidiar con un
hombre que me dijo abiertamente que me obligaría a vivir. Y sí, lo ideal sería que pudiera
vivir para tener que enfrentarme a la sociedad y recibir la merecida condena, que ya sería una
broma al lado de mi propia consciencia, pero aún. Y sí, sería bueno también enterarme de lo
que estaba ocurriendo con el mundo que había continuado girando después de mi partida. Y sí,
vivir tenía muchas pesas de su lado de la balanza. Pero morir… morir era simplemente lo que
merecía, y contra eso no había nada que pudiera hacerle frente. ¿Qué ocurriría a continuación?
Esa era una pregunta que no quería hacerme realmente, y que, algunos días atrás, no hubiera
podido considerar por el temor que me habría ocasionado. Así que estaba evolucionando. Hoy
estaba lo suficientemente fuerte como para escuchar a mi mente. Aunque la respuesta no me
generara satisfacción alguna. ¿Qué ocurrirá una vez que mi estómago deje de quejarse y mi
pensamiento termine de ordenarse? ¿Podría darme el lujo de volver a pensar en todas esas
personas que quedaron heridas gracias a mí sin sentirme morir en el intento? Y la pregunta que
no quería tener que hacerme nunca traicionó a mi curiosidad y apareció en mi mente como una
desubicada: ¿Podré… volver a verlos… alguna vez? Ay. Mi pecho. No. No puedo pensar en
eso; al menos no todavía. Y ni siquiera merezco pensar en „todavía‟. No merezco que esa
palabra me ofrezca una posibilidad de cambio. No merezco nada del futuro que me pueda traer
satisfacción. No merezco estar cerca de esa gente. No merezco estar cerca de nadie. Soy
peligroso. Y más vale que me vaya haciendo a la idea, porque el cerebro se acostumbra rápido
a lo cómodo y, por el bien de cualquiera que se me acerque, tengo que ser el primero en
recordar siempre que nadie está a salvo conmigo. Bien. Otra vez me invade la angustia. Tengo
que aprender a vivir con ella. Tengo que lograr sentirme cómodo en ella para que mi cerebro
se acostumbre y deje de luchar por superarla. Si vivo en la desesperación, al menos nadie va a
querer acercarse y voy a poder protegerlos de mi desquiciado deseo de corromper vidas. Jamás
hubiera considerado esta idea como algo que puede surgir de una mente sana; pero también es
cierto que mientras me consideré recto, maté. Así que quizás sí sea una buena idea comenzar a
analizar como lógicos los pensamientos de la gente perturbada. Si termino enloqueciendo y me

®Laura de los Santos - 2010 Página 191


suicido por convencerme de que no hay camino posible fuera de la angustia, será mejor para
todos. Al menos no tendré más posibilidad de elegir por otros y elegiré por última vez en mi
vida lo que merecí desde que me subí a ese taxi con las manos ensangrentadas.

Otra vez este hombre. Otra vez un plato de comida. Otra vez la lucha interna entre el
dolor físico y la satisfacción de mi cerebro por sentirlo. La verdad es que me da un poco de
pena pensar en todo lo que está haciendo este hombre por mí, sólo para que cuando finalmente
tenga la fuerza suficiente como para salir de acá, vaya y me tire de la terraza de un edificio.
Ahora que estoy empezando a hacerme amigo de la angustia, puedo ver que hay distintos
rubros adentro de ella. Nunca me había dado cuenta. Parece mentira, pero aún sintiéndome
una mierda puedo sentir pena por otros. Y ese esfuerzo inútil que está haciendo este hombre
por mantenerme vivo no va a parar al mismo lugar al que van mis pensamientos y emociones
acerca de mí mismo. No termino de definir bien el lugar, pero no es tanto al pecho; es, quizás,
algo más cerca de los ojos. Sí, creo que es eso. Creo que tiene que ver con que es algo que está
entrando por mis ojos y que en realidad no tengo deseos de ver, o que me duele presenciar.
Quizás sea este el momento de enfrentarme con el castigo griego de Edipo y, aunque por otros
motivos, me termine sacando los ojos para no tener que seguir viendo esto. La mirada de este
hombre vuelve a ser inquisidora. Pero, ¿qué me va a hacer si no como? Qué bien. Ahora mi
desasosiego empieza a sentir curiosidad por lo sádico. Me reiría de él si no hubiese decidido
acostumbrarme a la angustia, si no fuera la risa una manera muy eficaz de escaparle a la
tristeza. O, si sintiera por él algo menos que un profundo respeto. Igual me invadía cierta
curiosidad. Ya me lo estaba imaginando tratando de sujetar mis brazos y abriendo mis
mandíbulas con un cricket para tratar de pasar la comida en contra de mi voluntad. Era lo
suficientemente bizarro como para rayar en lo gracioso. Pero no. No podía seguir pensando en
eso porque me daba cuenta de que era mi cerebro el que estaba actuando para distraerme de mi
propósito y lidiar con la angustia que comenzaba a amenazar a mi instinto de supervivencia.
Noté que las cejas del hombre se juntaron levemente y que intentaba dilucidar, por mi
expresión, qué demonios estaba pasando por mi mente en ese momento. No iba a poder
obtener una respuesta de mi parte a sus cuestionamientos, ya que lejos estaba yo de poder
volver a emitir un sonido. Tendría que bastarle su propia experiencia en comparación con la
mía para responderse a sí mismo. Aunque quizás estemos llegando a esa instancia en la que él
jamás me iba a comprender por dos motivos; el primero era que él había decidido atravesar su
propio infierno, mientras que a mí me obligaron a hacerlo; y el segundo era que yo no tenía
ninguna motivación para salir de esto y que me hubiera dejado morir de inanición si él no me
hubiese amenazado y que me suicidaría en el mismísimo momento en que descuidara su
atención y pudiera escaparme. Espero que le sirva de consuelo que al menos me entregó la
opción de elegir matarme. Hacerlo unos cuantos días atrás no hubiera sido una elección para
mí, sino una necesidad. OK. Gracias por haberme ayudado a pasar por esta crisis. Es más, me
gustaría decírselo para que se quedara tranquilo. Espero que eso sea suficiente para ayudarlo a
encontrar esa libertad que la „frase‟ promete luego de brindarle la libertad a otro. Todavía
puedo escribir, ¿no? Quizás si le agradezco aunque sea por escrito, me deje ir antes y todo esto
termine en cuestión de unas horas. De paso puedo ganar unos minutos más de tiempo para
disfrutar con el dolor ardiente de mi estómago. Le hice una seña con mi brazo para que
entendiera que quería una birome y un papel, pero era complicado con la mano vendada. Así

®Laura de los Santos - 2010 Página 192


que hice unos firuletes sobre mi pierna, como si estuviera apoyando en ella el papel para
escribir. Con eso bastó. Asintió y salió de la habitación. Aproveché para mirar la comida y, en
caso de que eso no fuese suficiente para hacer crujir a mi panza, inhalé profundamente y el
olor se incrustó en mi cerebro como cien mil agujas. Qué hermoso dolor. ¿Hasta dónde era
capaz de hacernos llegar nuestra mente en una situación desesperada? Ya conocía esa
respuesta y me agradaba saber que ella me generaba aún más angustia. Una vez más pude
comprender que los distintos dolores iban a parar a diversas partes del cuerpo. Este era más
evidente igual; se estacionaba en mi estómago y de ahí partía en todas las direcciones. Es un
clásico que el hambre genere sufrimiento en esa área. A este nivel extremo, se parecía mucho
a la angustia de mi pecho, aunque por supuesto no llegaba nunca a ser tan intenso y además
sólo bastaba un plato de comida para erradicarlo, mientras que el padecimiento que me hacían
sentir los recuerdos no se silencian tan fácilmente; pero aunque así fuera, tampoco buscaría la
manera de lograrlo.
El hombre volvió y me puso un pedazo de papel marcado por los pliegues clásicos de los
que están destinados al tacho de basura y una birome sobre las piernas. Llevé instintivamente
la mano para agarrar la birome pero sólo logré empujarla al suelo. Así que en un segundo
intento, él esperó a que la agarre con las dos manos vendadas; sacó el plato de la bandeja y me
la puso sobre las piernas para que apoyara el papel, que también estaba sosteniendo
pacientemente. Se ve que él estaba más deseoso de escucharme que yo de hablar. De a poquito
fui escribiendo, como si fuera un niño que lo hace por primera vez. Al cabo de un rato
excesivamente mayor al habitualmente necesario, sobre el papel quedó:

GRACIAS
Pero me parece que no fue una buena idea, porque esa palabrita de mierda hizo que, por
algún motivo que me tomó de sorpresa, me sintiera inmediatamente aliviado de mi pesar. Yo
sabía que agradecer era siempre una buena idea. Cada vez que alguno de mis empleados hacía
algo para mí, por más insignificante que fuera, yo lo agradecía. Pero nunca pensé que iba a
tener un efecto tan devastador sobre la angustia. Mierda. Y encima yo ni estaba siendo del
todo sincero con él. Sólo quería acortar los tiempos de recuperación para que me deje en paz
para poder ir a suicidarme tranquilo. Lo miré a los ojos y lo que vi fue aún peor. Estaban
brillantes y ni siquiera parecía tener intenciones de luchar contra las lágrimas que estaban en
camino. Increíblemente, mi angustia se desvaneció. Lo único que sentí en ese momento fue
alegría. Aunque no lo quería admitir. No quería volver a sentir eso nunca. No lo merecía. Por
primera vez en muchos días sentí que nada frenaba el aire que pasaba hacia mis pulmones. Me
sentí liberado y me di cuenta de que esa no era una buena idea para nada. Me cago en esa frase
de mierda que no sólo me vengo a enterar de que le salvó la vida a un hombre gracias a que yo
la pronuncié sino que ahora, la impertinente, estaba tratando de ayudarme a mí. Por más que
intentaba buscar en algún lugar de mi cuerpo a dónde había ido a parar el dolor, no conseguía
ubicarlo y, para colmo, cada vez que lo miraba a él, me hacía sentir aún mejor. Esto no era una
buena señal. No era una buena señal para nada. Tenía que volver a encontrarme con mi
angustia antes de que me acostumbrara nuevamente al bienestar del ignorante y pusiera en
peligro la vida de más personas. Sin pensarlo dos veces, agarré el pedazo de papel y lo arrugué
con toda la habilidad que me permitían mis manos inútiles. Lo tiré al suelo y pensé en darme

®Laura de los Santos - 2010 Página 193


vuelta para esconder mi vergüenza. Pero después me di cuenta de que si me quedaba
mirándolo me sentiría peor, así que le clavé mis ojos, desafiante, tratando de revertir las
emociones que había generado en él. Pero mi cuerpo débil me traicionó otra vez. No podía
desafiar a nadie en ese estado y él simplemente sonrió, apiadándose de mi patética condición.
¿Qué tendría que hacer para lograr que este hombre me dejara ir? Pensé en las posibilidades.
Podría escupirlo. Podría meterme toda la comida en la boca y tirársela en la cara. Podría
intentar pegarle, pero eso iba a hacer que mis manos dolieran demasiado y probablemente me
terminaría atando otra vez. Pero también estaba el otro problema: El creciente respeto que este
hombre me inspiraba. Ninguna de esas posibilidades iba a poder ser llevada a cabo porque
simplemente tenía demasiados años de educación protocolar encima y muy bien sabía que el
respeto y la ofensa son incompatibles. Creo que no iba a tener más remedio que comerme la
comida que me dejó. Suspiré para dejar de luchar, agarré el tenedor con las dos manos y
comencé a comer lo que debía ser el arroz que dejé la vez anterior, recalentado. Él se quedó un
instante mirándome, pero yo ya había comprobado que su rostro desprejuiciado colaboraba
con mi bienestar, así que decidí no mirarlo. Finalmente él se levantó. Agarró el papel
nuevamente arrugado del suelo, lo planchó con las manos y lo dobló en dos antes de metérselo
en el bolsillo de la camisa rotosa que tenía puesta.
-Gracias a vos -dijo.
Y se fue.
Excelente. Si mi idea de agradecerle para que me dejara en paz con mi angustia había
resultado pésima, ese último comentario la había embarrado aún peor. Pero claro, ahora que lo
pienso, nunca tuve demasiadas buenas ideas. Siempre había sido ella. La que tenía las mejores
ocurrencias, la que me salvaba siempre de los desastres en los que me metía, la que sin hacer
preguntas anotaba todo lo que le decía en esa fastidiosa libretita y luego, como si fuera una
alquimista, convertía mi sarta de boludeces en brillantes ideas. Y jamás le agradecí. Y jamás le
dejé ver lo importante que era ella para mí. Y si la incluí dentro del proyecto del reality fue
porque no quería que se fuera, cuando en realidad la idea había sido suya. Una mierda. Eso es
lo que soy. Eso es lo que siempre fui. Y si ella renunciaba no habría hecho nada más que lo
mejor para su vida. Y yo probablemente la hubiera considerado una malagradecida y me
hubiese indignado. Era tan fácil sacarle una sonrisa… Y sin embargo casi no tengo recuerdos
de su alegría. Fue él quien no tuvo que prestar más de cinco minutos de atención para saber
cuál era su libro favorito y conseguirlo. Fue él quien la hizo llorar de emoción. Y aunque fue
también él quien la terminó golpeando, no creo que su agresividad haya conseguido herirla
más de lo que la hice sufrir yo. Su golpe duró apenas un instante, mientras que yo no hice otra
cosa que aprovecharme de ella durante más de diez años. ¿Qué tan enfermo puede ser eso? Y
jamás me juzgó. ¿Por qué comienzo a darme cuenta de que aquellos que estarían en todo su
derecho de juzgarme son los que menos lo hacen? Y si las actitudes de este hombre y de
Romina me hacen sentir que no merezco sus bondades, ¿qué tengo que pensar de Julieta?
Porque encima ella me conocía mejor que nadie en el mundo. Sabía perfectamente la clase de
persona que yo era, no como este hombre que sólo delira que vine a este mundo para salvarle
la vida. Ella… Ella sabía todo. Desde mis virtudes, que ya ni siquiera sé cuáles son, hasta mis
más recónditas vergüenzas. Creo que hasta sabía cuántas veces a la semana me masturbaba en
la ducha. Fui una mierda. Una asquerosidad de persona. Y encima me convencí a mi mismo de
que Julieta me admiraba. ¿Virtud? Ella era la personificación de la virtud. No debe ser muy

®Laura de los Santos - 2010 Página 194


difícil para este hombre querer ayudarme. Pero ella… ¿por qué lo hacía? ¿Por qué no
renunció? ¿Por qué decidió quedarse conmigo aún sabiendo que yo era una mierda? ¿Por qué
depositó su tiempo y sus esperanzas en una persona que no hizo otra cosa que herirla una y
otra vez? Agradezco ahora no haberla besado aquél domingo. Agradezco no haberlo hecho
tampoco cuando la vi en la fiesta y la deseé más que nunca. Agradezco el dolor de saber que
jamás voy a volver a verla. Agradezco todo eso porque al menos así no va a correr peligro su
vida. Al menos algo bien hice. La alejé del peligro inminente que hubiera significado amarla.
Merezco el sufrimiento de ser plenamente consciente de que era mi ángel y que lo dejé ir.
Porque ningún ángel merece sufrir y no hubiese conseguido de mí jamás algo mejor que eso.
Al menos pude alejarla de mí a tiempo. Al menos ahora puedo lidiar con mi angustia sin
lastimar a otros en el proceso.
Por otra parte, ahora comenzaba a darme cuenta de más cosas y mi opinión respecto de mi
incipiente suicidio estaba empezando a modificarse. Porque ahora comenzaba a darme cuenta
de que estaba tan abajo en la escala humana que ni siquiera merecía morir. Morir era fácil. En
cambio yo merecía vivir para enfrentarme a la consciencia que evité durante tantos años,
quizás toda mi vida. Tenía que obligarme a lidiar con todas las emociones humanas hasta que
la vida se apiade de mí y me vuelva loco. ¿Qué sentido tiene morir y dejar pendientes todas las
deudas de una vida desperdiciada? La cadena perpetua es la mejor alternativa. Así no pise
jamás una cárcel, será mi consciencia la que me tenga prisionero el resto de mi vida,
aprendiendo a ver, aunque sea en otros, las virtudes humanas que siempre ignoré creyendo
galantemente que conocía a la perfección. Él cree que me está ayudando, y está bien que lo
crea, porque al menos así se está ayudando a sí mismo. Pero lo que no sabe es que yo soy una
causa perdida. Y quizás ahora al menos pueda entregarle la seguridad de que no me voy a
suicidar. Y quizás él sienta que seguiré viviendo gracias a él. Pero él no va a poder sentir la
libertad que promete la frase por mucho tiempo, ya que si la libertad de ambos es nuestro
bienestar, entonces él jamás va a sentirse completo, ya que no va a poder liberarme de mi
consciencia. Es una lástima que invierta su valioso tiempo en mí. La libertad no es una virtud
compatible con mi situación y es triste pensar que gracias a una frase de mierda, lo estoy
arrastrando conmigo al infierno. Aún así voy a comerme todo lo que me ponga sobre el plato.
Me voy a recuperar y voy a obligarme a tener la voluntad de vivir. Quizás algún día las cosas
cambien y sobre el final de mi vida pueda agradecerle honestamente a este hombre por
haberme ayudado a vivir cuando creí que no tenía más alternativa que dejarme morir.

Gracias a mi última convicción, los subsiguientes días presentaron una evolución en mis
heridas que me llevaron a creer que es cierto lo que dicen esos ladrones del new-age: que el
poder de la mente puede lograr cosas asombrosas, sobre todo en lo referente a nuestro propio
cuerpo. Incluso le escuché a Romina comentarle a su marido que estaba sorprendida de la
imposible repentina mejoría de mis manos. Ahora podía indicarle a mi mente que moviera un
dedo específico y sentía cómo mi mano, dentro de los vendajes, intentaba obedecer
torpemente. El dolor fue decayendo progresivamente, lo cual me dificultaba aferrarme a mi
angustia cada vez que me despertaba más fortalecido y más atento al mundo. En tanto mis
manos comenzaban a recordar lo que era estar sanas, mi mente intentaba convencerme de que
ya era hora de superar el episodio de Da Silva. „No hay nada que se pueda hacer ahora‟, me
inventaba la descarada, y gracias a mi instinto de supervivencia, por momento le creía. Pero

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aún tenía un as bajo la manga. Un recurso infalible para hacer que el dolor se instalara
nuevamente en mi pecho y mi mente dejara de hablar pelotudeces: Julieta llorando. En los
últimos días me había dado cuenta de que era lo peor que había visto en mi vida. Aún peor que
la cara hecha añicos de Da Silva, peor incluso que la mirada desesperada de Oviedo tratando
de ayudarme a escapar. Las lágrimas de Julieta habían ocupado el trono en lo que a mi
angustia refería y cada vez que me acordaba de ella sentía una puntada en mi pecho, se me
volvía casi imposible respirar y el nudo de mi garganta me daba arcadas. Así que al menos en
algo había triunfado. Mi cuerpo se sentía cada vez mejor y ya casi comenzaba a olvidar lo que
era pasar hambre, aunque mis músculos se quejaban tratando de vencer la atrofia temporaria.
Todavía no podía apoyar todo el peso del cuerpo sobre las manos para levantarme, pero al
menos lo conseguía utilizando mis codos y las paredes. No podía contar los días que habían
pasado, pero calculé que habrían sido algo de tres semanas. Ni en mis épocas de universitario
rebelde llegué a tener la barba tan larga. Mi cerebro ya se había acostumbrado a la hediondez
que expedía mi cuerpo mugriento y afortunadamente ya podía prescindir de la ayuda de
Romina para ir al baño. Los primeros pasos que di fueron inspirados por una vejiga a punto de
estallar. No quería que jamás en la vida alguien me volviera a ver hacer mis necesidades,
mucho menos la mujer que ahora tanto respetaba. Cuando entró en la habitación ese día con el
papagayo en la mano y me vio de pie se le abrieron los ojos como platos y me miró con una
expresión llena de esperanza que no me animé a mirar porque, por supuesto, no la merecía.
Mis piernas estaban temblando, aún débiles por el repentino esfuerzo, por lo que tuve que
sostenerme de la pared para no caerme. Ella dejó el papagayo en el suelo y corrió a asistirme,
pasando mi brazo por encima de su hombro para servirme de apoyo, remitiéndome
inmediatamente al momento de la fiesta en que Oviedo había hecho exactamente lo mismo
para ayudarme a escapar de la justicia. Y en ninguno de los dos casos merecía la ayuda de
estas bondadosas personas. Pero en ambas circunstancias yo me encontraba tan débil que si
me soltaba me terminaría cayendo al suelo. Tal vez ese hubiese sido un precio justo a pagar
por mi patético valor humano, pero ya me estaba acostumbrando a tener que lidiar con todo lo
que sentía que no merecía. Aún así no me quejaba porque aprovecharme de estas situaciones
me hacía sentir miserable, y eso era, precisamente, lo que estaba buscando. Romina me ayudó
a caminar mis primeros pasos con la misma alegría que debe haber sentido al ayudar a hacerlo
a sus propios hijos. Incluso la oí reír y cuando salimos de la habitación frenó un instante y, en
su emoción, gritó:
-¡Turcoooo!
Yo me asusté un poco al escuchar un sonido tan fuerte. Me di cuenta entonces de que mis
oídos estaban particularmente sensibles, ya que estas paredes rellenas de hormigón no dejaban
pasar ni un ruidito del mundo exterior y la última vez que había oído a alguien gritar había
sido a mí mismo pronunciando a viva voz el nombre de Julieta. Una mezcla perfecta entre la
ironía y el romanticismo. Que el último nombre que alguna vez saldría de mi boca fuera el de
mi ángel sonaba como un pedazo de miel robado de una novela empalagosa. También
descubrí en ese momento otra de las cosas que me venía alimentando la curiosidad desde que
comencé a recuperarme: el nombre del ser humano que me había devuelto la posibilidad de
elegir y que me había enseñado a escuchar la voz de mi consciencia. Si bien no era un
verdadero nombre, sino un apodo, al menos ahora podía asociar el rostro a un concepto. Qué
extraño puede llegar a resultar, y que tremendo fastidio, algo tan banal como la ignorancia del

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nombre de una persona. Ahora tenía una duda menos. El Turco apareció corriendo por detrás
de una columna, asustado primero, y luego tan emocionado como Romina. Se acercó rápido,
colocó mi otro brazo debajo de su hombro y los dos me ayudaron a caminar. Yo comencé a
cruzar un poco mis piernas; la fuerza de gravedad no colaboraba para nada con mis
desorbitadas ganas de mear. Romina se detuvo un momento, quizás pensando que en realidad
me dolían las piernas, pero cuando me llevé instintivamente la mano a mis bolas comprendió
al instante lo que sucedía.
-Vamos a llevarlo al baño -le dijo al Turco.
Tampoco quise admitir la satisfacción que sentí al liberar todo ese líquido acumulado. Al
igual que ocurría cada vez que un alimento atravesaba mi esófago, sufría por dejarme dominar
por las necesidades de mi cuerpo. Pero ahora que había comprendido que necesitaba estar lo
suficientemente fuerte como para lidiar a plena consciencia con mi castigo eterno, no me
molestaba tanto colaborar con él. Había conseguido sacar provecho de los deseos de mi cuerpo
y fue, creo, la primera vez en mi vida que se me ocurrió una idea brillante sin la ayuda de
Julieta. Porque ahora podía lograr seguir manteniendo mi angustia y satisfacer a mi cuerpo a la
misma vez. De todas formas no pude evitar que esa primera vez Romina me dejara solo. Se
quedó ahí parada mirándome, como si fuera su hijo el que intentaba acertarle al inodoro por
primera vez. Y creo que se le cruzó por la cabeza la idea de aplaudirme cuando terminé, lo
cual hubiera cruzado ampliamente la raya de lo bizarro.
Para la segunda vez que tuve que ir al baño ya me solté de su hombro cuando llegamos,
dándole a entender que no quería más espectadores. Y la tercera vez ni siquiera necesité su
ayuda para llegar hasta allá. Me había propuesto hacer algunas caminatas diarias por el
estacionamiento desierto todos los días para ir fortaleciendo mis músculos y para que, poco a
poco, estas dos maravillosas personas comprendieran que cada vez era menos necesario que
estuvieran pendientes de mí y dedicaran su tiempo a hacer cosas más productivas.
-¿Querés venir a comer o te traigo la bandeja? -me dijo el Turco cuando me encontró
caminando solo un día. No podía contestarle así que negué con la cabeza y lo acompañé, para
que comprendiese que estaba respondiendo a la segunda parte de la pregunta. Cruzamos todo
el estacionamiento hasta las escaleras y él empezó a bajar como yendo al que supongo que
sería el segundo subsuelo. Miré para arriba antes de seguirlo para responder a mi curiosidad y
sí, efectivamente, las escaleras hacia arriba terminaban sólo un piso después. Para abajo, en
cambio, iban por lo menos dos pisos más. Saqué mentalmente la cuenta de la cantidad de
huesos que se me romperían si intentaba hacerme el macho y bajar solo. Mis piernas aún
estaban demasiado débiles como para arriesgar a hacer tanta fuerza. Y mis manos aún estaban
vendadas, con lo cual, la baranda oxidada no era un opción. El Turco se dio vuelta cuando
llegó al primer descanso y se golpeó la frente con la mano, como castigándose por haber
dejado pasar algo demasiado obvio. Subió otra vez rápido y me sujetó el cuerpo.
-Perdoname -me dijo, encima.
Está bien. Me hacía sentir una mierda que me pidiera disculpas cuando yo jamás iba a
poder perdonarme a mí mismo, pero era válido. Colaboraba con mi angustia. Tal vez debiera
sonreírle para invitarlo a que haga esos comentarios más seguido así por lo menos tendría una
fuente nueva de la cual alimentar mi desazón. La imagen de Julieta llorando ya se estaba
gastando como una foto vieja vista demasiadas veces, o como una carta leída 100 veces
corridas. Pero preferí no hacerlo. Ya pude comprobar que no soy bueno para las ocurrencias y

®Laura de los Santos - 2010 Página 197


en mi caso, tener más de una idea buena en un año, ya era demasiado. No creía ser capaz de
soportar otra de sus miradas enternecedoras con lágrimas en sus ojos, porque aunque no quería
admitirlo, mi dolor no era tan fuerte como antes y, lo que resultaba aún peor, sentía que el
desubicado iba a querer abandonarme de un momento a otro y que ya no iba a poder
recordarlo. Resultaba sorprendente darme cuenta de la facilidad con la que olvidamos las
cosas que nos hacen sufrir; era la única explicación coherente que encontraba ahora para
entender cómo una mujer como Romina puede estar dispuesta a quedar conscientemente
embarazada por segunda vez luego de haber vivido un parto.
El segundo subsuelo era igual al otro, sólo que en lugar de una cama, en la piecita habían
instalado una cocina pequeña con una alacena y un anafe. También pude comprobar que había
una canilla y a los pies de ésta se encontraba el balde con las cosas que Romina utilizaba para
mantener limpias las heridas de mis manos. A pesar de que el escenario no había variado
mucho, me encontré sintiendo que muchas cosas a mi alrededor sí lo había hecho. La cara de
Romina ya no tenía esa expresión de preocupación que intentaba esconder cada vez que
curaba mis manos. Se la veía más relajada, como un ama de casa atendiendo a sus invitados.
¿Cómo habrían conseguido este lugar? ¿Cómo era posible que existiera en la ciudad de
Buenos Aires un lugar tan grande y tan desperdiciado? Eso suponiendo, claro, que
estuviéramos todavía en la ciudad y a este hombre no se le hubiese ocurrido llevarme a vaya-
a-saber-dónde. La verdad era que yo había estado inconsciente demasiado tiempo como para
que él hiciera conmigo lo que quisiese. Y no me extrañaría que me hubiese trasladado a
cualquier parte sin consultarme. De hecho esa pregunta que me hizo acerca de la comida fue la
primera vez que me dejó elegir desde que estoy acá abajo. Tal vez se relajó porque vio en mi
actitud que finalmente he decidido dedicarme a vivir, aunque nunca iba a comprender mis
verdaderos motivos.
Afuera del cuartito había una mesa con un mantel gastado encima. A pesar de las
precarias condiciones de todo el lugar, pude ver que Romina era todo lo higiénica que le
permitía la situación y hasta llegué a dudar de quedarme ahí con ellos porque ni yo soportaba
mi olor. Me dio la sensación de que con sólo acercarme a la comida le iba a transmitir cólera,
así que me alejé un par de pasos y comencé a caminar por el estacionamiento. Había algunas
cintas amarillas de precaución en ciertas partes que estaban evidentemente en construcción. O
sea que no estaba abandonado, sino provisoriamente cerrado al público. Lo estaban
remodelando. De pronto me puse a pensar que esta familia que se había encargado de
cuidarme quedaría sin techo en el mismísimo momento en que el dueño decidiera volver a
hacer uso de este lugar. Y ahora sentí un nuevo tipo de angustia. Esa que genera la impotencia
de vivir en una ciudad injusta. Esa que siempre esquivé cuando vivía entre comodidades y
lujos. Esa que no quería analizar cuando caminaba hacia el trabajo y me cruzaba con el
mendigo o con el ilusionista. Ahora no estaba preocupado por mi situación;
momentáneamente había virado mi atención hacia los que me acompañaban. Romina estaba
cocinando lo que mi olfato adivinó como fideos en una cacerola grande. El Turco la acariciaba
mientras agarraba los platos para ponerlos en la mesa. Y ambos reían. No me di cuenta de que
me había quedado mirándolos como un idiota hasta que los dos me vieron y se separaron
incómodos. Incómodos por mí, evidentemente, ya que de nada tenían que avergonzarse ellos,
mucho menos después de haber vivido las experiencias que me contó el Turco y que corroboré
en la mirada de Romina. Probablemente habrán visto en mi rostro la tristeza que me generaba

®Laura de los Santos - 2010 Página 198


saber que yo nunca iba a tener acceso al afecto que ellos dos se tenían mutuamente. Pero era
bueno saber que aún había muchos más motivos para recordar mi nuevo propósito en la vida
de convertirme en un sufridor eterno. La melancolía y la angustia extremas eran las únicas que
me recordaban constantemente el peligro que yo presentaba para cualquier ser humano. Tal
vez sea este un buen momento para volver a enfrentarme con el mundo exterior. Si sólo dos
personas podían recordarme lo que era mi propia tristeza, muchas más personas ahí arriba iban
a mantener mi motivación siempre viva. Me pregunté cuándo me dejaría ir el Turco. ¿Cuál
sería el momento en que se convencería de que ya no presento un peligro para mí mismo y me
dejaría marchar? Aunque eso hacía desatar mis conflictos internos otra vez. ¿Sería capaz de
controlarme antes de volver a matar? ¿Sería suficiente toda esta experiencia para aprender a
controlar mis impulsos asesinos? Tal vez esta mugre hedionda ayude a que más personas se
mantengan alejadas de mí y sirva para que me confundan con un loco al cual es mejor ignorar.
Me dejé caer al suelo, vencido por la repentina aseveración de mi angustia y una vez más
comencé a llorar. Ni siquiera sentía que era algo nuevo o diferente. En las últimas semanas, se
había convertido en algo más natural que respirar. Al principio trataba de analizar porqué
aparecían cada vez, qué era lo último que había pensado o sentido que las había provocado,
pero luego llegué a la conclusión de que todavía tenía una mezcla tan intensa de sentimientos
adentro mío que el que terminaba desatando el acontecimiento era completamente arbitrario.
Como en este caso, por ejemplo, que no estaba pensando una cosa más que otra, quizás algo
relacionado con la soledad, pero nada que no hubiera pensado antes, y sin embargo aquí
estaba, otra vez hecho un trapo en el suelo. Ya eran tan habituales estas situaciones que ni
Romina ni el Turco venían corriendo a ver qué me pasaba. Simplemente suspiraban y me
acercaban unas servilletas para que me sonara los mocos. Y nunca trataban de hacerme sentir
mejor diciendo alguna de esas cosas trilladas como „todo va a estar bien‟ o „no te preocupes‟ o
la peor: „yo te entiendo‟. A pesar de que el Turco era probablemente el que mejor me entendía
ahora, precisamente por eso era que no articulaba ninguna de esas frases nefastas. Pero sí
había dicho él que „esto también va a pasar‟. No era lo mismo que las otras pavadas. Ni
siquiera era en sí misma una pavada, ya que era la única que tenía al menos un grado pequeño
de veracidad. No era cierto que todo iba a estar bien, porque ya nada volvería a estar nunca
bien, ni que me estaba preocupando al pedo. Pero sí era cierto que esto iba a pasar. Y eso era
lo que más me aterraba, justamente porque era en efecto lo que estaba ocurriendo. Tal vez no
era yo el hombre más creativo para desarrollar ideas, pero tampoco era un boludo y la
evolución podía apreciarla en todo mi cuerpo e incluso en las expresiones horrorosamente
alentadoras de esta pareja. Y el hecho de que esto iba a pasar ni siquiera era una frase de
consuelo; era más bien la confirmación de algo tan evidente como terrible. Ya ni siquiera
dependía de mí. Era el tiempo el que había seguido avanzando y el mundo el que había
seguido girando. Y en contra de mi voluntad, podía sentirlo. En algún momento dejaría de
llorar. En algún momento volvería a respirar normalmente y, aunque me convirtiese en un ente
flotante, en algún momento algo llamaría mi atención lo suficiente como para hacerme olvidar
mi propósito. Pero no quería. No quería que ese momento llegara nunca. Quería evitar lo
inevitable y seguiría luchando con todas mis fuerzas para que no me gane el olvido. Y tal vez,
muy lejanamente tal vez… lo conseguiría. Porque aún había algo tan certero como que todo
esto iba a pasar y eso era que así como todo avanza, también todo llega eventualmente a su fin.
Y si consigo llegar hasta ese punto sin volver a acercarme lo suficientemente a nadie como

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para herirlo hasta la muerte, quizás entonces haya valido la pena todo este esfuerzo y tal vez
entonces pueda perdonarme por haber hecho lo que hoy no me permite más que llorar.

Abrí los ojos porque algo me estaba haciendo cosquillas en la nariz. Ya había aprendido a
convivir con las cucarachas y las moscas que me seguían constantemente por el olor que
desprendía, así que supuse que sería alguna de ellas la causante. Pero lo que vi en ese
momento fue una de las cosas más aterradoras de toda mi vida. No porque lo fuera de hecho,
sino porque en este momento y en este lugar era lo último que deseaba encontrar: un niño. Un
niño era la peor de mis pesadillas y por un momento esperé despertarme, como solía hacerlo
cuando me invadían, que era bastante a menudo. Pero nada sucedió y el niño no sólo no se
desvaneció sino que se asustó más que yo, que en un solo movimiento quedé sentado y
arrinconado contra la pared. Quería decirle que se alejara, que me dejara en paz, que yo era
peligroso e incontrolable y que podía hacerle mucho daño. Pero no podía emitir sonido. Oh,
no. No un pequeño niño. Cualquier cosa menos eso. No podría seguir viviendo si llego a
herirlo. Ay, mi pecho. Por favor que alguien me salve de esta situación. Por favor, no me
mires. No, no con esa ternura. No con esa compasión. Por favor. No merezco tu inocencia ni
tu atención. Alejate de mí, por favor. ¿Qué hago? ¡¿Qué hago?! Ay, Dios mío, si llegara a
tocarlo. Por favor no. ¿Qué demonios está haciendo este pendejo acá? ¿Es que acaso no sabe
el peligro que está enfrentando? No te acerques, por favor. No. ¡NO! Me corría en la cama
cada vez más contra la pared, haciendo fuerza con mis piernas absurdamente una y otra vez
como si fuera acaso posible mover el bloque de hormigón. Bien. Al menos se detuvo. No
avances más hacia acá, por favor. Ni siquiera puedo mirarte. Ay, no puedo respirar.
-¡Ramón! -escuché decir al Turco, gracias a Dios.
El enano se dio vuelta asustado por la presencia del padre y cuando quiso escabullirse, el
otro le dio un correctivo en la cabeza antes de dejarlo salir.
-¡Te dije que no vengas a jugar acá! ¡Rajá para arriba! -agregó con una autoridad que
aumentó mi respeto por él mínimo dos veces.
Después de seguirlo con la mirada hasta que se perdió de vista por las escaleras, el Turco
se dio vuelta y suspiró, negando con la cabeza.
-Perdoname -dijo. -No te preocupe‟ que eso no va a volver a pasar.
Yo seguía respirando agitado, aún perturbado por el momento. Quise volver a sentarme en
la cama pero estaba petrificado hecho una bolita contra la pared, y todavía temblaba. El Turco
suspiró otra vez al ver mi actitud y se sentó en el borde la cama. Mirando al suelo, dijo:
-Yo tardé casi do‟ mese‟ en poder volver a verlos.
Y no tuvo que aclarar a quién para que yo comprendiese al instante que se refería a sus
propios hijos.
-Romina me decía una y otra ve‟ que era un boludo, que no los iba a lastimar, ¿me
entendé‟? -siguió. -Pero yo no podía correr el riesgo.
Hizo una pausa y volví a sorprenderme de lo bien que este hombre conocía la experiencia
que yo estaba atravesando.
-De solo pensar que mis manos eran las de un asesino me desesperaba. No podía
arriesgarme a tocarlos, ¿me entendé´? -dijo, y me miró antes de seguir. -Pero si estaba
decidido a salir adelante me iba a tener que enfrentar con ellos. Y ya ve‟. Aunque vo‟ no „tés
preparado todavía, algún día va‟ a poder vivir sin miedo. „ceme caso.

®Laura de los Santos - 2010 Página 200


No. No. ¡NO! ¿Cómo me dice una cosa así? ¿Cómo se atreve a juzgar cierto un destino
que no merezco? ¿Por qué me sigue diciendo una y otra vez las cosas que no quiero escuchar?
¿Qué carajo sabe él lo que yo voy o no voy a poder hacer? Pudo haber tenido una experiencia
muy similar, pero yo NO tengo su motivación, TAMPOCO tengo a alguien que me ame, y
MENOS tengo algo tan fuerte como un hijo para que me mantenga encarrilado. ¿Es que acaso
no sabe que esas cosas tenían que estar ANTES del asesinato para que sirvieran como
herramientas DESPUÉS? ¿Cuándo llegaría el día en que este hombre dejaría de luchar por
liberarme de algo que no tenía solución ni vuelta atrás? Ahora no sólo me generaba dolor
verlo, sino que me estaba haciendo enojar. Enojar conmigo mismo, por supuesto; nada tenía
que ver él en todo esto. Pero cada día se convencía él más de que estaba cerca de su liberación,
mientras que yo sabía que no lo iba a conseguir jamás si seguía pretendiendo depender de mí
para ello.
-Yo sé lo que te digo -insistió mientras yo negaba con mi cabeza. -Vas a salir de esta.
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué seguía diciéndome estas cosas? Me aterraban aún más sus
palabras porque jamás se había equivocado al pronunciarlas antes. Una parte de mí estaba tan
convencida como él de que iba a poder enfrentarme nuevamente con el mundo en algún
momento. Una parte de mí que cada vez se hacía más fuerte y que cada día amanecía más
valiente para luchar contra mi angustia. Pero yo no quería que esa parte de mí gane y por eso
me odiaba más que nunca. No quería seguir escuchando esas palabras de aliento por la
mismísima razón de que las sentía más cerca de la realidad incluso que él. Me levanté de la
cama y salí de la habitación aún negando con la cabeza. Algo positivo había surgido de mi
recuperación al menos. Ahora podía contar con mis piernas para alejarme de aquello que no
deseaba oír. Me dirigí al baño para que no me siguiera y para que dejara de ser tan eficaz al
machacar mi cerebro con sus palabras.
Antes de abrir la puerta del baño para salir, rogué profundamente que al Turco no se le
hubiera ocurrido esperarme para seguir alentándome. Miré hacia los costados antes de volver a
la pieza y no lo vi. Suspiré y caminé un poco más tranquilo, aunque todavía pensando en sus
palabras. No me había dado cuenta de que otra vez estaba llorando hasta que entré en el cuarto
y vi a Romina sentada en la cama, esperándome con el balde. Sacó de él una servilleta y me la
extendió. La miré extrañado al comienzo, pero luego, al pasar mi lengua por el labio y sentir el
agua salada, comprendí porqué lo hacía. Tomé el papel y me limpié una vez más el rostro.
Todavía me sorprendía el hecho de poder llorar sin darme cuenta. ¿Cuántas lágrimas habían
pasado ya por mis mejillas para que sienta que es normal tener la vista borrosa? Comenzaba a
sentir que estaba soltando no sólo los recuerdos de lo último que viví en el mundo exterior,
sino toda mi vida; absolutamente todo lo que alguna vez intentó hacerme daño y guardé sin
escalas en el inconsciente. Y claro, no era poco. Me senté a su lado en la cama, aún
sosteniendo la servilleta entre mis manos vendadas. Romina la tomó y la dejó en el balde para
tirarla después. Era una mujer demasiado organizada como para encajar en una vida como la
que llevaba. Ya no me generaba tanto dolor mirar mis manos cuando Romina quitaba los
vendajes. Lo cual era una lástima, considerando que había sido algo tan eficaz para hacerme
sentir angustia las veces anteriores. De la mano derecha ya podía mover todos los dedos casi
sin dolor. La izquierda, por su parte, estaba en bastante peor estado. Supongo que habrá tenido
que ver con que siempre fue la menos habilidosa y probablemente la que más veces dio contra
el asfalto mientras golpeaba a Da Silva.

®Laura de los Santos - 2010 Página 201


-Si querés puedo vendarte sólo la izquierda. Los huesos de la otra ya están perfectos -me
dijo, mirándome a los ojos.
Yo no la miré, sino que fijé mis ojos en la mano derecha y moví suavemente cada uno de
los dedos. En efecto, estaban perfectos. Ni siquiera quedaba en ellos alguna marca visible de
las heridas; sólo imperceptibles cicatrices y un leve tono amarillento en algunas partes.
Resultaba difícil tratar de recordar las atrocidades de las que había sido capaz, pero no dejaría
de intentarlo. Asentí para Romina y le entregué sólo la mano izquierda para que la vendara.
Luego de todo este tiempo, iba a ser agradable poder volver a agarrar un tenedor. Y
desesperante, por supuesto, porque era fácil olvidar el peligro latente que ella representaba.
Eran las manos de un asesino y no quería hacerme la pregunta que por supuesto vino a
continuación. ¿Podría alguna vez volver a tocar a alguien sin herirlo en el intento? Lo único
que sabía seguro era que esa respuesta sólo iba a ser fehaciente cuando acompañe al último
respiro que alguna vez dé.
Romina salió de la habitación cuando terminó, aunque no sin antes atosigarme con una de
sus devastadoras sonrisas maternales. Y lo peor de eso era que yo no encontraba fuerzas
suficientes adentro mío para ignorarla, o para voltearle la cara, o para hacer cualquier cosa que
implicara una respuesta desfavorable. Le sonreía todas las veces porque la respetaba
demasiado y al final eso sólo servía para aliviar mi tormento; una pésima idea, por supuesto.
Suspiré y negué con la cabeza cuando la perdí de vista por el estacionamiento, tratando de
mentirme que me sentía angustiado, triste, dolorido, algo que hiciera volver el adoquín a mi
pecho. Pero sabía perfectamente que me estaba mintiendo y que si quería volver a sentirme así
de mal, tendría que recurrir a medidas extremas. Quizás sería una buena idea ir a buscar al hijo
del Turco. Verlo de lejos aunque sea. A él o a cualquier niño que sea lo suficientemente
curioso como para mirarme y recordarme que soy un asesino. Alguien externo iba a tener que
retornarme ese dolor porque, aunque no quería admitirlo, él tenía razón. Yo iba a salir de esta.
Y por más que intentaba mentirme, me estaba haciendo demasiado amigo de mi consciencia.
Y aunque sabía que no iba a poder cambiar el pasado y que siempre viviría en mi memoria esa
lúgubre noche, también mi consciencia me decía que seguía vivo y que podía, aunque no
quería, elegir cosas diferentes de ahora en adelante. No quería ni siquiera tener que considerar
el „de ahora en adelante‟. La mera percepción del futuro me hacía desconfiar de todo lo que yo
era, o por lo menos, lo que creía que era. Me repetía una y otra vez que era un asesino y que
era peligroso, pero mi terrible consciencia comenzaba a dejar espacio para la posibilidad de
ser algo más que eso. Algo… mejor. Vivir más allá del dolor. Vivir más allá del pasado.
Considerar al futuro como algo distinto de una terrible amenaza. Poder pensar y obrar como
nunca lo hice antes, como una persona nueva. ¿Por qué estaba la vida siendo tan generosa
conmigo? ¿Por qué tenían que existir asesinos que cumplieran su cadena perpetua y otros que
simplemente siguieran adelante con sus vidas, atravesando sólo una pequeña crisis? Si yo le
había quitado esa posibilidad a otro, ¿por qué estaba autorizado a elegir? Cada vez tenía más
preguntas y menos respuestas, pero cada vez eran precisamente esos interrogantes los que me
reafirmaban una y otra vez que en efecto me estaba recuperando y que iba poco a poco
saliendo de este surrealismo. Y cada vez conseguía creer menos las mentiras que me inventaba
para angustiarme, con lo que urgentemente estaba necesitando un cambio radical.
Fue casi gracioso que apareciera el Turco justo en ese momento para ofrecerme que lo
acompañara afuera. El momento fue de lo más oportuno. Si le decía que sí nos beneficiaría a

®Laura de los Santos - 2010 Página 202


ambos. Por un lado demostraría que, una vez más, él no se había equivocado y que,
efectivamente, yo superaría esta crisis. Por el otro, yo tendría la oportunidad de recuperar mi
angustia al tener que enfrentarme con mis potenciales víctimas. Así que sin pensarlo asentí y
comencé a seguirlo hacia el exterior. No necesité su ayuda para subir las escaleras. Mi nueva
mano derecha volvía a serme útil y la coloqué sobre la baranda. Sentí un fuerte escalofrío
cuando mi cerebro interpretó la diferencia extrema de temperaturas entre mi mano y el
oxidado metal, pero sólo hizo que me aferrara más a él. No quería que el Turco creyera que
estaba dudando de mi decisión de volver al mundo real. Disimulé mi reacción y comencé a
escalar. Mis piernas estaban ya mucho más fuertes gracias a mis continuas caminatas, pero los
escalones todavía implicaban un poderoso esfuerzo. Agradecí que él me dejara pasar primero
así no iba a tener que disimular cada una de las emociones que me estaban atravesando el
cuerpo entero. Poner un pie delante del otro y agarrarme de la baranda para hacer fuerza hacia
arriba no sólo me hacía doler el cuerpo, si no que me desgarraba el alma. Cada uno de ellos
significaba un paso más cerca del mundo real. Una aproximación inminente a todo aquello que
dejé atrás hace más de un mes creyendo que no volvería a ver jamás. Las lágrimas
comenzaron a caer nuevamente y parecían aumentar con cada paso. Para el momento en que
pisé el descanso ya me sentía devastado. Todos mis recuerdos mundanos me atosigaron de
golpe y la imagen de Julieta llorando se volvió más fuerte que nunca. Tuve que frenar. No
podía seguir avanzando. El terror de imaginar que otra vez asesinaba a una persona resultaba
difícil de volverse realidad con las manos vendadas, pero ahora podía no sólo ver una de ellas
sino ordenarle que se moviera según mis deseos. ¿Y si mi mente se encaprichaba y conseguía
esclavizar a mi cuerpo? Ya lo había hecho cada vez que tuve hambre y cada vez que me urgía
ir al baño. ¿Por qué lograría contenerme ahora? ¿Quién podría afirmarme con certeza que no
iba a enloquecer y herir nuevamente a alguien? ¿Y si era un niño? O peor, ¿si el destino
decidía volver a cruzar mi camino con el de mi ángel? Ya lo había hecho una vez, ¿por qué no
lo haría de nuevo? ¿Y si la hería a ella? Jamás había considerado esa alternativa en todo el
tiempo que estuve aquí abajo, quizás porque no creía realmente que fuera capaz de volver al
mundo alguna vez. Me dejé caer en el descanso y me dediqué a llorar como lo había hecho las
veces anteriores. El Turco se acercó a mí y antes de que decidiera ayudarme a ponerme de pie,
me acerqué al poste que sostenía la baranda y me abracé a él como un niño que está decidido a
faltar a su cita con el médico. Pero en lugar de eso, el otro se sentó despacio contra la pared y
me extendió una servilleta. Lo miré algo asustado primero, todavía perdido en mis recuerdos,
y luego me sorprendí. Tuve la extraña sensación de que, una vez más, él sabía perfectamente
que esto iba a ocurrir. Miró hacia los 7 u 8 escalones que los dos habíamos ya subido y
asintió… ¿satisfecho? Luego me miró con una sonrisa.
-Creí que no ibas a tocar ni un escalón -dijo, mientras seguía asintiendo. -Mejor de lo que
pensé -concluyó.
Pero a él no pude sonreírle como a Romina. Porque él estaba deshaciendo poco a poco mi
voluntad de convertirme en mártir. Todo lo que hacía, todo lo que decía, cada una de sus
pruebitas insolentes, me demostraban que estaba evolucionando aún más rápido de lo que lo
había hecho él con todas sus motivaciones de fondo. Yo, que no tenía nada en el mundo por lo
que vivir más que una estúpida idea de autocastigo, había logrado atravesar todos esos
escalones. Y mientras que él consideraba eso como algo positivo, a mí me aterraba aún más,
ya que no veía, como él, que se estuviera tratando de una mejoría, sino que entendía todo esto

®Laura de los Santos - 2010 Página 203


como una subestimación de mi propio peligro. Me sentía menos peligroso de lo que ahora
estaba viendo que era y no pensaba considerar eso jamás como una evolución favorable.
Negando con mi cabeza me levanté, decidido a volver a la habitación para no salir ya nunca
más del estacionamiento. Lo suficientemente obstinado como para desafiarlo a que me trajera
comida el resto de mi vida si quería mantenerme con vida; de lo contrario, me dejaría morir de
inanición. Este lugar era insufrible, pero al menos nadie corría peligro de ser asesinado aquí
abajo, mientras que arriba, el mundo era una seguidilla de potenciales víctimas y
definitivamente no iba a arriesgarme a quitarle la voluntad de vivir a nadie nunca más en mi
vida. Al final no me había equivocado cuando abrí los ojos la primera vez aquí abajo. Esta era,
sin lugar a dudas, la sala de espera del infierno.

Los días que siguieron al episodio de la escalera comencé a notar la forma en que
progresivamente se iba instalando nuevamente la expresión de preocupación en el rostro del
Turco. Nunca más dije que sí a su oferta de bajar a comer con ellos, ya que consideraba mi
hediondez como una falta de respeto hacia Romina. Me convencí fervientemente de que si él
realmente estaba dispuesto a mantenerme vivo, entonces iba a tener que traerme la comida
todos los días al cuarto. Yo no volvería a bajar las escaleras, mucho menos intentaría subirlas.
Me quedaría allí para siempre, hasta que mi cuerpo decidiera dejar de luchar. Continué con
mis caminatas diarias, porque sí seguía firme mi decisión de ser plenamente consciente de mi
existencia para poder vivir mi condena con todas las luces encendidas. Atravesar la más
extrema de las rutinas se parecía mucho a una cárcel y si el Turco no estaba dispuesto a
entregarme a la policía, se convertiría en mi guardia privado. De hecho esa había sido su
primera idea cuando me golpeó y me trajo hasta aquí, así que no veo por qué razón dejaría de
serlo ahora. Cada día venía y me ofrecía ir afuera y cada día se llevaba de mí ni siquiera una
negativa, sino una simple ignorancia. No lo volví a mirar y cada vez me costaba menos ignorar
a Romina, aunque a ella aún le sonreía, casi en contra de mi voluntad y a favor de mi
educación cristalizada. Me comía sin chistar cualquier cosa que me trajeran en la bandeja y me
levantaba sólo para caminar o ir al baño. Me estaba convirtiendo de a poco en eso que había
pretendido ser si alguna vez volvía al mundo real: un ente, un voyeaur. La angustia rara vez
me invadía en esta rutina y ya casi no sentía dolor en la mano izquierda. Un par de días
después, cuando Romina me quiso vendar nuevamente la mano luego de limpiarla, no se lo
permití. Me levanté y salí del cuarto a caminar, dando por terminada la última sesión de aseo
por parte de ella.
Pasó una semana entera antes de percibir en el tono de voz del Turco lo que su rostro ya
me venía mostrando; que estaba muy preocupado con mi manera de actuar. Varias veces me
preguntó qué me pasaba o si había algo que pudiera hacer por mí, y ni un solo día dejó de
insistir con que lo acompañara afuera. Por mi parte lo que más me sorprendió fue mi
capacidad para tolerar esta cárcel subjetiva. Creí que me volvería loco a los pocos días, pero
me di cuenta de que era perfectamente capaz de lidiar con mi condena y, por primera vez en
todo este tiempo, me sentí bien conmigo mismo por haber superado mis propios límites. Era el
Turco quien estaba enloqueciendo y por un momento me gustó que la situación se le escapara
de las manos. Ahora podría comprobar que nuestras historias habían sido similares sólo hasta
cierto punto, pero era éste el lugar en donde las motivaciones hacían que los rumbos
cambiaran de dirección. Un poco me apenaba también, ya que hacían casi dos meses que él

®Laura de los Santos - 2010 Página 204


venía atendiéndome con toda la paciencia del mundo y yo comenzaba a ver en sus ojos que la
autoridad y la victoria se desvanecían poco a poco. ¿Qué haría conmigo ahora que finalmente
estaba viendo que no iba a lograr ninguna libertad gracias a mí? ¿Me echaría a la fuerza y se
iría a buscar algún mequetrefe nuevo para solucionarle la vida en contra de su voluntad? ¿O se
conformaría con saber que al menos me devolvió la consciencia y pasaría el resto de sus días
alimentándome para no ser el culpable de otra muerte? Casi no podía creer la suerte que me
estaba tocando. Sin tener que moverme de acá, ya estaba sintiendo una culpa y una angustia
por el Turco que me recordaban mi nuevo propósito en la vida. La sonrisa de satisfacción que
eso generaba en mi rostro lo hacía enloquecer aún peor. Y suerte la mía también de no poder
hablar, porque probablemente me hubiera vencido el remordimiento y eventualmente le
hubiera explicado todas mis razones y mis motivaciones. De esta forma, cada pregunta
desesperada que él me hacía se llevaba a cambio una sonrisa irónica de mi parte que me hacía
sufrir como loco, y eso alimentaba más mi satisfacción.
Romina adoptó una nueva manera de acercarse a mí después de que ya no le dejé curar
más mis manos. Una manera que fue quizás la mejor idea y casi me hace ceder. Cada vez que
yo me levantaba a caminar la encontraba sentada afuera de la piecita, sin comprender cómo
mierda sabía el momento exacto en que yo iba a decidir hacerlo, y me seguía con la mirada a
lo largo de todo mi trayecto. Nunca se levantó ni se distrajo. Supongo que habrá pensado que
si eso le sirvió con su marido, tal vez le iba a servir conmigo también. Aunque el Turco me
había dicho que ella había llorado al otro lado de la puerta cuando él pasó por la
desintoxicación. Creo que fue lo que me salvó ahora de correr a tirarme a sus pies y pedirle
disculpas. Ella me seguía con la mirada pero en ninguno de esos días lloró. Por las dudas
jamás me animé a mirarla y lo único que terminó logrando con eso fue que mis caminatas
fueran más cortas y cada vez más espaciadas. Creo que dejó de hacerlo el día que se dio
cuenta de que yo no pensaba seguir caminando si la seguía viendo afuera de la pieza y
consideró que era mejor para mi salud que al menos evitara que se atrofiaran mis músculos.
Entonces pude ver que ella también volvía a mirarme con aires de preocupación. Y también
pude notar cómo esa expresión iba virando progresivamente hacia el enojo, pero no terminé de
comprender contra quién. Al principio concluí que era hacia mí por devolverle de esta manera
a su esposo todos los esfuerzos que él había hecho por mí. Pero después, como las variaciones
en sus rostros eran mi única atracción aquí abajo y me había vuelto un experto en analizarlas,
caí en la cuenta de que ella entraba a dejarme la comida en la habitación con una expresión de
enojo, pero que se convertía en… ¿compasión? en cuanto me miraba. No terminaba de
comprender lo que estaba sucediendo así que decidí guiarme también por el Turco. Pero su
cara jamás mostró enojo; sólo preocupación e impotencia.
Un día, mientras yo daba mis paseos por el lugar -estaba caminando cerca de las escaleras
porque me había dado cuenta de que curiosamente, me generaban vértigo; sobre todo las que
iban hacia arriba-, escuché que Romina y el Turco discutían, cosa que jamás les había oído.
“Genial”, pensé. Si consigo que se separen gracias a mí y él pierde a su ángel por mi culpa, el
tormento que voy a sentir, no lo olvido más. Me estaba volviendo para darles privacidad en
sus peleas cuando escuché mi nombre y eso me hizo volverme, lleno de curiosidad. Sobre todo
porque ya ni recordaba la última vez que alguien lo había pronunciado. Traté de escuchar más
de cerca, pero mi vértigo a las escaleras tenía un límite y no podía acercarme mucho más.
-¡Le voy a decir! -gritó Romina.

®Laura de los Santos - 2010 Página 205


-No, Romi, por favor -suplicaba el Turco. -Ssssshhhhh…
-¡¿No te das cuenta?! ¡Por querer salvarlo, lo vas a terminar matando! -gritaba ella y
escuché sus pasos por las escaleras.
Como un niño curioso que espía a la vecinita, salí casi corriendo de vuelta a la habitación,
con temor a que me viera, pero con más temor a que descubrieran que no me estaba
convirtiendo en un ente para nada y que me moría de ganas de saber de qué hablaban. Se ve
que el Turco consiguió frenarla, porque me acosté en la cama y me hice el dormido
esperándola, pero nunca llegó. Así que abrí los ojos y en la cuasi oscuridad comencé a
preguntarme qué era lo que Romina se desesperaba por decirme que al Turco le daba tanto
miedo. ¿Será que en realidad no soy la primera persona que intenta rescatar de la oscuridad?
¿O será que alguno de sus amigos quiso seguir su ejemplo de recuperación de las drogas y no
pudo lograrlo? ¿Querrá decirme Romina que puedo marcharme cuando quiera, aún cuando el
Turco todavía tiene esperanzas de obtener su libertad? ¿Habrá visto ella que no hay signos de
mejoría en mí y que su marido está enloqueciendo de esperanza? ¿Y qué haría yo entonces?
Porque esa era una alternativa que no había considerado. Estaba tan seguro de que el Turco
llevaría esto hasta las últimas consecuencias que jamás pensé que me dejarían ir. ¿Qué
sucedería entonces? Porque yo estaba decidido a no enfrentarme con el mundo nunca más, por
el bien de la Humanidad. ¿Podría llevar a cabo esa loca idea de dejarme morir de inanición,
ahora que mi cerebro recordaba muy bien lo que era pasar hambre? ¿Podría decidir dejar de
comer voluntariamente o sería como el caso de tratar de morir por decidir no respirar? ¿Caería
inconsciente antes de poder tener la plena certeza de que estoy muriendo o enloquecería y
trataría de comer cualquier cosa en la desesperación? ¿Traicionaría a las pequeñas cucarachas
y volvería a matar para vivir? Ahora, en lugar de angustia, comenzaba a abatirme la
desesperación de volverme incontrolable por el hambre y volver a matar. Quizás no. Quizás
sea más fuerte de lo que creo y pueda decidir morir una vez más. Pero, ¿y si no? ¿Sería capaz
de subir corriendo las escaleras y entregarme a la policía antes de matar a alguien más? No es
un riesgo que pueda realmente considerar correr. Tengo que hacer algo. Tengo que dejar mi
farsa de lado y dejarles saber que los escuché y que quiero saber qué está pasando. Pensé que
podría vivir sin ellos, pero la verdad es que son los únicos que me frenan de cometer algún
acto criminal involuntario. No pueden dejarme ir. No pueden pensar que voy a estar mejor en
algún lugar que no sea este. No puedo permitirles que me dejen ir. Me levanté de la cama de
un salto gracias a la desesperación que me invadió de repente y caminé hacia las escaleras. Me
detuve de pronto sin poder obligar a mis piernas a que den un paso más cuando mi cerebro
entendió que estaba yendo derecho al peligro. El vértigo me paralizó. Pero de pronto recordé
mis años de empresario y respiré profundamente, sabiendo que era una virtud en mí el poder
mantener la calma en casos de extrema presión. Mi cerebro intentaba convencerme de que eso
era antes y de que no funcionaba en todos los casos, que no me había podido controlar una
particular vez y que por eso había matado, etc. Pero mi curiosidad era más grande en este
momento, por el simple hecho de que no quería volver a perder el control nunca más. Respiré
profundamente, dominando el pánico y convenciendo a mi mente de que no era tan grave, que
no quería ir hacia arriba, sino hacia el otro lado y que no había peligros en esa dirección.
Cuando finalmente pude volver a dominar mi cuerpo bajé decidido las escaleras y fui derecho
a la cocina. Pensé que sólo había pasado un momento desde que los había oído, pero el turco
ya no estaba; sólo vi a Romina. Perfecto. Sin la presencia del otro, iba a ser más fácil

®Laura de los Santos - 2010 Página 206


convencerla de que me cuente. Pero en el momento en que entré a la cocina vi que con ella
estaba uno de sus hijos. No era el mismo que había visto la otra vez. Este era aún más
pequeño, lo cual me hacía temerle peor. Como si hubiera visto a un fantasma retrocedí sin
darme tiempo a pensar o tratar de comprender qué ni cuándo ni cómo. Lo único que sabía era
que ese niño indefenso corría mucho peligro cerca de mí. Por suerte Romina comprendió todo
en el acto. Se ve que el Turco le había dado claras explicaciones respecto de mí y los niños.
Ella agarró al pequeño de la mano y lo condujo hacia afuera delicada y tranquilamente para
evitar que entrara en pánico. Yo me di vuelta contra la pared y me tiré al suelo, tratando de
lidiar con el asfixiante dolor de mi pecho. Cerré los ojos y me concentré en mi respiración.
Unos instantes después alguien me tocó el hombro y me hizo saltar como si me hubiera
quemado.
-Tranquilo -dijo Romina. -Ya se fue.
Sólo entonces me di vuelta y la miré. Ella me sostuvo largamente la mirada, recuperando
algo de la esperanza que le vi cuando me vio caminar por primera vez. Yo no pude evitar
sonreírle una vez más y entonces mi farsa quedó al descubierto. Sin darle demasiado tiempo
para que sacara conclusiones le hice un gesto con la mano como para escribir algo. Me agarró
del brazo y me ayudó a levantar. Fuimos hasta la cocina y cuando vi sobre la mesa una birome
la tomé y escribí sobre una servilleta:
¿Qué es lo que me querés decir?
Mi letra era aún extraña. No se acercaba ni un poco a mi caligrafía de gerente, pero en
lugar de perturbarme, me alegré. Cuanto menos tenga en común con aquel hombre, más fácil
será respirar. Romina leyó la nota y acto seguido me miró como si ahora hubiera sido ella la
que viera el fantasma. Y negó con la cabeza sin hablar, como si de pronto hubiésemos
intercambiado roles.
Volví a escribir:
Te escuché discutir con tu marido.
Pero ella volvió a negar con la cabeza después de leer. Se dejó caer en una de las sillas y
suspiró.
-Me va a matar si te digo -aseveró.
Dijiste que yo iba a morir, si no
volví a escribir. Le entregué el papelito una vez más para que lo leyera. Ella negó otra vez
y se llevó la mano a la boca, como si eso fuera a impedir que hiciera lo que evidentemente no
necesitaba mucha insistencia para llevar a cabo. Pude ver en su mirada que ella quería
contarme. Me senté a su lado, cada vez más desesperado por la curiosidad. Le tomé la mano.
Ella miró primero mi mano y pude ver en sus ojos que por su mente pasó todo el proceso de
recuperación de ellas. Frunció el ceño medio dolorida medio impaciente. Y me miró, aún
negando con la cabeza.
-Ese hombre... -comenzó a decir, pero quebró. -No. No puedo…
Si algo había aprendido en todo este tiempo aquí abajo era a tener paciencia, así que
esperé a que se recuperara, aunque un poco ansioso en caso de que volviera el Turco y la
terminara convenciendo de que no hablara. Finalmente no fue mucho el tiempo que pasó. Me
miró y dijo:

®Laura de los Santos - 2010 Página 207


-Ese hombre… al que golpeaste… no está muerto.
Me quedé helado.
No entendí.
Instantáneamente olvidé quién era, dónde estaba, qué era el castellano. No pude
incorporar esas palabras. Todo se volvió de repente absurdo y comencé a preguntarme las
cosas más insólitas. ¿Qué era ese aparato extraño que estaba apoyado sobre el anafe? ¿Por qué
las paredes estaban pintadas de gris? ¿Por qué había olor a humedad? ¿De dónde había salido
la ropa que llevaba puesta? Nada de nada, absolutamente nada me remitía a algo conocido. Ni
siquiera lograba comprender qué sería algo conocido en aquel momento. Me sentí un extraño
dentro de mi propio ser. Me parecía ridículo que el aire estuviera entrando en mis pulmones
rítmica e involuntariamente. Lo mismo pensaba de mis párpados, que se cerraban y se abrían
sin lógica aparente.
-Estuvo internado como tres semanas -decía esa mujer extraña que se sentaba a mi lado.
¿Quién era? ¿Por qué estaba yo sosteniéndole la mano? Qué impertinencia de mi parte.
Sin conocerla. Retiré mi mano y cuando quise disculparme no entendí porqué no podía hablar.
¿Por qué estaba tan ansiosa esta mujer?
-Le tuvieron que reconstruir la cara -seguía diciendo.
¿A quién? Pobre. ¿De quién hablaba? ¿Alguien había tenido un accidente? Qué horror.
Aunque muchas veces había visto en la televisión que las tragedias ocurrían a diario. ¿Por qué
estaba ella tan consternada en este caso? Me transmitía una preocupación que no terminé de
comprender de dónde salía. ¿Por qué me estaba afectando tanto este particular caso? ¿Sería
alguien cercano a ella y por eso sentía curiosidad por saber de quién se trataba? Fruncí el ceño
y cuando le quise pedir que continuara, algo frenó las palabras una vez más sin saber por qué.
Le hice un gesto con mi mano y asentí. Quizás estaba buscando ella a alguien para desahogar
sus penas. Miré a mi alrededor y llegué a la conclusión de que esa era la opción más probable,
considerando que no parecía haber muchas personas a las cuales recurrir en este lugar. ¿Qué
era „este lugar‟? ¿Un estacionamiento abandonado? ¿Cómo había llegado yo hasta allí? ¿Por
qué me resultaba imposible dejar de mirar a esta desconocida que ahora me devolvía una
expresión más confusa que la que probablemente hubiera visto yo en un espejo? Se quedó en
silencio. Pensé que quizás se había arrepentido y ya no quería desahogarse después de todo.
-¿Estás bien? -me pregunto.
Ella a mí. No entendí. Cada vez comprendía menos lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué me
estaba haciendo esa pregunta cuando en verdad era yo el que quería formulársela?
-Guillermo… -dijo.
Y ahora me asusté. ¿Cómo sabía mi nombre? ¿Quién era esta mujer y cómo me conocía?
Me levanté de golpe y me fui contra la pared. Ella se levantó también, pero se quedó inmóvil,
con su vista clavada en mí. No pude saber con exactitud cuánto tiempo pasó desde entonces,
ya que ella no hablaba y yo, por más que lo intentaba, no conseguía hacer que el aire afectara a
mis cuerdas vocales; por algún motivo estaban hechas un nudo en mi garganta. De pronto vi
que en su rostro se empezaba a revelar una expresión de pánico. Pero antes de que yo pudiera
hacer alguna pregunta, caminó decidida hasta mí y me cruzó un cachetazo que me hizo caer al
suelo. ¡Hey! ¡Un momento! ¿Qué demonios está ocurriendo acá? Enseguida se echó al suelo a
mi lado y comenzó a pedirme disculpas.
-Perdoname, Guillermo. ¿Estás bien? Te estabas poniendo blanco. Guillermo…

®Laura de los Santos - 2010 Página 208


Pero las palabras sonaban lejanas, como si no estuvieran siendo dirigidas a mí; incluso
como si ni siquiera estuviera yo presente en ese lugar. Mi ser, mi espíritu, mi alma, lo que
fuera, se había alejado de ahí y estaba paseando por un espacio abierto, nocturno; como un
estacionamiento también, pero al aire libre, al lado de un edificio grande y cuadrado. En la
puerta tenía un cartel enorme de neón que decía „Pachá invita a… Valmont Southern‟. Yo
estaba ahí parado, del lado de afuera, solo, sin comprender lo que sucedía. Todo el lugar
estaba desierto. Había una avenida ahí cerca, pero no pasaban autos. El silencio resultaba
extraño. Y sin poder hacer demasiadas preguntas, vi a lo lejos que una mujer salía corriendo
del edificio como si éste estuviera en llamas. La veía borrosa y no encontraba una explicación
favorable para ello. Pensé que más personas aparecerían detrás, presas del pánico, pero no sólo
no ocurrió eso sino que esta mujer se dirigía a mí haciendo señas con sus brazos, cada vez más
desesperada. ¿Quién era?
-¡Guillermoooooo! -gritaba, su voz lejana.
¿Se estaría refiriendo a mí? Y por más rápido que corriera, todo parecía transcurrir en
cámara lenta. Me quedé un instante mirándola y entonces ocurrió. Sólo cuando la vi acercarse
lo suficiente pude comprender que eran las lágrimas las que me impedían verla nítidamente, y
cuando me las limpié y finalmente la descubrí, se me cortó la respiración. El vestido que
llevaba se ajustaba a su cuerpo con el viento que generaba al correr y acompañaba
perfectamente sus largos cabellos ondulados y su extrema belleza. Pero las lágrimas que
recorrían sus mejillas y su desesperación parecían no corresponderle. El tiempo se aceleró
como si de alguna manera intentara recuperar todo el que se había perdido durante la cámara
lenta y vi como latigazos una seguidilla de imágenes que no quise averiguar qué significaban,
pero que sabía perfectamente de dónde venían. Desorbitadamente se iban apretando en mi
mente, llenando el espacio y haciéndome sentir a punto de estallar. Comprendí entonces
porqué era necesaria la percepción del tiempo; era la única manera de acumular tantas cosas
en tan poco espacio. Pero éste también se había encaprichado y no me ofrecía ninguna
posibilidad de lidiar con el embrollo.
Julieta… Da Silva… Oviedo… mis padres… mi escuela… mi trabajo… Romina… el
Turco…
…………………………………………………………………………………………………
…………………………………………………………………………………………………
…………………………………………………………………………………………………
……...
-Guillermo… -insistía Romina.
Ahora sí. Era ella. Pero algo estaba pasando. Algo que no quería recordar. Algo que ella
había dicho. ¿Qué era? ¿Tenía que ver con…? ¿Sería acaso tal vez…? ¿Podría ser que…? No.
Imposible. ¿Qué estaba sucediendo? Y de pronto, lo vi. ¡Pum! El cachetazo. ¿Da Silva…?
¿Vivo…? No. No. No. No. Pero si ella… No. No. Sí. Ella había dicho… No. No. No.
Imposible. Absurdo. Ay, mi pecho. Pero, ¿qué…? Algo anda mal. Esto está subiendo. Este
dolor… se aleja de mi pecho. Sube. Sube. Mi garganta. Ay. Voy a vomitar. Un balde. ¡Ay, no
llego!
Y se fue. Solté todo. Largué todo. El peso. La angustia. El dolor. Todo. Atravesó mi
garganta y mi ser y cayó en el balde y en el suelo y en mi ropa y… Todo. No podía frenar. De
un momento a otro comenzaría a expulsar las vísceras. Y luego la sangre… y los músculos…

®Laura de los Santos - 2010 Página 209


y hasta llegué a creer que mis huesos podrían salir por mi garganta. Se me estaba yendo la
vida. Aquella cosa abstracta y etérea que se había ido a pasear por mis recuerdos ahora
retornaba de golpe y se contorsionaba adentro de mi cuerpo mientras yo vomitaba y lloraba y
tomaba aire sólo para volver a soltarlo junto con todo lo demás que caía al suelo. Los
espasmos me atosigaban sin tregua. No quedaba un solo lugar limpio para apoyar mis manos y
tuve que agarrarme de la pared, que también estaba manchada. Todo lo que me rodeaba había
quedado sucio y parecía que este momento no iba a terminar nunca. Pensé que me iba a secar
por dentro de tanto llorar. Me estaba deshidratando, en cuerpo y alma.
Poco a poco comencé a escuchar mis sollozos, algo que no había podido hacer en todo
este tiempo, ni en mi vida, creo. Mi voz estaba queriendo revivir y adentro mío se sucedían
todas las emociones conocidas por el hombre y otras nuevas, porque la combinación de ellas
daba lugar a sentimientos que no tenían conceptos para ser anclados. La tristeza y la
desesperación se combinaban con la esperanza y daban lugar a uno de esos payasos
disfrazados con mamelucos divididos en dos mitades simétricas, pintadas de colores opuestas.
Mi cuerpo quería a la vez gritar y callar, llorar y reír, morir y… vivir. Había estado lidiando
con esta contradicción desde que comenzó mi proceso de recuperación, pero ahora sentía que
el alma me volvía al cuerpo. Durante tanto tiempo me había convencido de que era un asesino
que ahora, al enterarme de que en realidad no lo era me resultaba más difícil de creer que lo
esperado. También la ira se mezcló con la sorpresa y la consternación con la… ¿serenidad?
¿Era esa la emoción? Ya no podía definir certeramente lo que ocurría en mi interior, o en lo
poco que aún quedaba dentro mío, ya que el resto estaba desparramado por todo el lugar. Y
debilidad. Y cansancio. Esas dos sí que estaban bien definidas. Días, horas, minutos, segundos
pasé luchando contra todo lo que era, contra lo que estaba comenzando a ser y contra lo que
no quería llegar a percibir algún día como parte de mí. Mis brazos y mis piernas comenzaron a
temblar del cansancio. No había manera de que yo pudiera quedar más mugriento y hediondo
de lo que ya estaba, por lo que poco me importó caer sobre el vómito. Y sin poder recurrir a
mi voluntad para nada más, me quedé dormido. Ya no sentía ese ferviente deseo de no volver
a despertar nunca, pero estaba tan agotado que realmente no me hubiese molestado morir ahí
mismo. Ya tenía la satisfacción de saber que no había terminado con la vida de ese hombre,
así que realmente no quedaba más por lo que luchar. Lo último que sentí fue la viscosidad
tibia que había atravesado mi garganta pegotearse contra mi rostro y mi pelo.

Cuando abrí los ojos estaba de nuevo en la piecita. Lo primero que me vino a la mente fue
la asquerosidad en la que me había dormido y me llevé instintivamente las manos a la cara y al
pelo. Pero no había signos de nada extraño. Cuando bajé la mirada para verme el cuerpo me
asusté al ver una figura sentada al borde de la cama. Era Romina. Y lloraba. Inspiré rápido y
me tensioné de golpe, esperando al dolor que solía aparecer en mi pecho cada vez que la veía
sufrir. Misteriosamente, la emoción no llegó. Y en su lugar pude comprobar que lo único que
había en todo mi ser era indignación. Y no tuve que esperar a comprender a qué se debía. Lo
sabía perfectamente. Era el único sentimiento aceptable para relacionar todo este episodio con
la pareja que lo había llevado a cabo. ¿Cómo podía existir en el mundo gente tan enferma,
capaz de dejarle creer a uno que es un asesino, sabiendo perfectamente que no es verdad? Y
sobre todo viniendo de un hombre que había atravesado la misma experiencia. ¿Es que en
realidad estaba ofendido con el mundo y quería desquitarse con alguien? ¿Qué demonios

®Laura de los Santos - 2010 Página 210


estaba pensando este hombre cuando me secuestró y me encerró acá? ¿Sería mentira todo lo
que me había contado? No. Imposible. Era perfectamente consciente de todo lo que yo sentía
en cada momento de mi crisis y no existe la más mínima posibilidad de que pudiera lograrlo
sin haberlo vivido. Pero, ¿por qué me había dejado sufrir? ¿Por qué había metido en el medio
a su mujer, quien ahora no tenía más alternativa que volver a llorar? Y sin embargo, mi
indignación también era contra ella. ¿Por qué se había callado todo este tiempo? Sus lágrimas
no me conmovían en lo más mínimo. Era tan traicionera como él. La miré con odio y con
rabia, pero enseguida, aunque no quería admitirlo, con tristeza. Por tener que vivir al lado de
ese hombre. Por comprender ahora perfectamente que su destino era tenebrosamente similar al
de Julieta. Por su condición de ángel, quien carece absolutamente de libre albedrío y no tiene
más remedio que permanecer al lado del que le toca, más allá de todo. Me senté en la cama y
vi que tenía ropa nueva, limpia si se podía llamar de alguna manera. La miré, acostumbrado a
no poder hablar. Pero algo adentro me sugería que iba a poder hacerlo esta vez. Se ve que
también había logrado vomitar el nudo. Así que sin analizar demasiado la situación, le dije lo
único que quería decirle desde que me había enterado de que había sido ella quien me había
vendado las manos; lo que aunque hubiera podido hablar no le hubiese dicho antes por temor a
que me liberara de mi angustia. Ahora ya no era un asesino, por lo que podía, por primera vez,
enfrentarme al hecho de que se iba a desvanecer en algún momento.
-Gracias -murmuré.
Me salió como un gallo. Había perdido la costumbre. Dos meses de silencio es más
tiempo del que uno cree. Pero ella no dijo nada. Volvió a negar con la cabeza como lo había
hecho en la cocina. Miró un instante al suelo y luego volvió hacia mí.
-Perdoname por no haberte dicho antes -dijo, llena de culpa. -Quería. Te juro que quería.
-Te creo.
Por supuesto que le creía. Cada día comprendía mejor lo que significaba ser un ángel. Si
Julieta hubiera hecho alguna vez algo distinto de lo que yo le decía que hiciera… Ni siquiera
sé si era capaz de contradecirme. Sabía perfectamente que esta mujer hacía y haría todo lo que
el Turco le pidiera. ¿Serían realmente ángeles enviados para proteger a las personas que se ven
obligadas a lidiar con situaciones extremas? Pero, en tal caso, si yo no era realmente un
asesino, ¿era Julieta en realidad mi ángel o sólo estaba yo echándome flores? Ahora que había
hecho un extenso análisis acerca de lo que el merecimiento significaba, ¿podría seguir
creyendo que Julieta tenía tanto que ver conmigo? ¿O era un simple deseo desesperado de
volver a verla alguna vez? Pensé que volvería a llorar, como lo hacía habitualmente, pero en
lugar de eso sólo sentí adentro mío una tristeza con la que era perfectamente capaz de lidiar.
Ahora que no era un asesino, podía volver al mundo sabiendo que no era tan peligroso. Pero
también había algo que aún me atormentaba y que trataría de recordar siempre. El hecho de
que Da Silva estuviera vivo no había sido más que una mera cuestión de suerte. Romina dijo
que había estado internado tres semanas y que le habían tenido que reconstruir la cara. Así que
seguía siendo riesgoso para los demás acercarse a mí. Y si bien no era un asesino,
probablemente la policía igual me seguiría buscando por intento de homicidio. No. No podía
salir al mundo. No podía enfrentarme a una cárcel ahora que sabía que no había matado, por
más atroces que hubieran sido mis actos.
-Ramón me decía que estabas muy cerca de salir, que no era necesario decirte todavía -se
seguía justificando Romina, a pesar de que yo ya le había dicho que le creía.

®Laura de los Santos - 2010 Página 211


Me quedé pensando en Ramón. ¿Quién era Ramón? De pronto me acordé del nombre de
su hijo. Pero no se estaba refiriendo a él. Y caí en la cuenta de que ese era el verdadero
nombre del Turco y que, como clásica esposa, ella no se refería habitualmente a él como lo
hacen sus amigos y conocidos. Y el hijo, claro. Condenado a llevar el nombre del padre como
buen primogénito, dando lugar a una de la más absurdas tradiciones humanas, en la que uno
cree que va a ser recordado más allá de su propia vida, mientras que el pobre hijo carga
involuntariamente no con las virtudes sino como los defectos de aquél que intenta recordar.
-Pero estas últimas semanas yo no veía ningún progreso y tu color se iba apagando cada
vez más -siguió ella, como hablando sola. -Si te morías… yo… él… no lo hubiera podido
soportar.
-Está bien -quise calmarla. -Te entiendo -le repetí, poniendo mi mano sobre la suya,
recordando que había servido la vez anterior.
Pero como en una novela de televisión pedorra, apareció justo el Turco y se frenó en seco
en la puerta, mirando fijamente nuestras manos encontradas. Pensé que me iba a golpear por
entender erróneamente que me quería levantar a su mujer. Pero en lugar de eso miró a Romina
y dijo, recuperando toda su autoridad sobre el mundo:
-¿Qué hiciste?
Romina sacó su mano y se levantó al instante, acercándose al hombre que echaba fuego
por los ojos. Comenzó a hablar histéricamente, llorando.
-Perdoname. Estaba preocupada. No quería que volvieras a sufrir otra crisis. No hace
tanto que te recuperaste de la anterior y si él se moría no quería quedarme sola otra vez.
Pero el otro negó fieramente con la cabeza y se dio vuelta, suspirando. Calculo que para
no golpearla. “Dios mío”, pensé, “qué valiente que es esta mujer acercándose tanto a este
hombre que no está muy lejos de perder el control”.
-¡No se iba a morir! -gritó él, para el estacionamiento, como si ni Romina ni yo
estuviéramos ahí.
-Se estaba muriendo -desafió ella, aunque sin levantar la voz. -¿Te das cuenta de lo que
hubiera pasado si se moría? ¿Cómo te convencía después de que no era tu culpa, cuando fuiste
vos el que lo trajo acá en un principio?
Entonces el Turco se dio vuelta y la miró.
-No se estaba muriendo -insistió. -Sabía perfectamente lo que hacía.
Discutían como si lo hicieran abajo en la cocina o afuera, y no frente a la persona de la
que en efecto hablaban. Romina lo miró de costado, descreyendo completamente las palabras
de su marido. A mí tampoco me habían convencido, no importa la autoridad con que las
hubiera dicho. Romina se acercó más al Turco; casi alcanzando su rostro, a pesar de que era
por lo menos 20 centímetro menor. Y extendió su brazo hacia donde yo estaba, como una
espada.
-Él merecía saber la verdad y poder elegir qué hacer con ella -lo amenazó.
-¿Qué sabé‟ vo‟ lo que él merece? -retrucó él.
OK. Esto ya se estaba poniendo violento. Y no era realmente de mi incumbencia, pero si
él llegaba a golpearla se iba a arrepentir más de sus propios actos que yo de los míos que
vendrían a continuación.
-¡Ey! -me metí en el medio, mirando fijamente al Turco y dejando a Romina detrás de mí
para protegerla. -¿Quién carajo te creés que sos para venir a opinar sobre la vida de los demás?

®Laura de los Santos - 2010 Página 212


Wow. Me sorprendí de mis propias palabras. Todavía sentía una fuerte indignación por
este hombre que había considerado un salvador durante tanto tiempo y que ahora no podía ver
como algo mejor que un traicionero. Pero más me sorprendí del tono con que las pronuncié.
En un solo instante había recuperado toda la autoridad del gerente general de Valmont. Pero
este no era un hombre común. No se iba a dejar pisotear tan fácilmente.
-So‟ un hipócrita -me dijo, más caliente conmigo que con Romina.
Excelente. Al menos si quería golpear a alguien estaría yo delante de él, y no ella.
-Ese hijo „e puta se salvó de casualida‟ -me soltó en la cara, a menos de cinco centímetros.
-Vo‟ también decidiste por otro.
-Eso no te justifica -le contesté, aunque sus palabras me habían golpeado durísimo. -Y
justamente porque vos también lo hiciste una vez y te arrepentiste, tendrías que haber
aprendido.
No me gustó pagarle con la misma moneda, pero tenía demasiada indignación en mi
interior como para poder controlarme.
-Te salvé la vida, loco -dijo después de unos instantes en los que pude ver a través de sus
ojos que casi pierde su punto inicial. -¿Y así me agradecé‟?
-Mi vida te la debo. Pero eso no justifica que me hayas mentido.
-¡¿Ah, no?! -gritó.
Por lo visto le dolía más que lo llamen mentiroso que asesino.
-¿Y qué ibas a hacé‟ si te decía que estaba vivo en cuanto me enteré? Porque cuando te
traje acá pensé que estaba muerto, ¿eh? Lo hiciste concha.
Me quedé mudo. Todavía me dolía demasiado recordar la cara hecha añicos de Da Silva.
-Si te ibas de acá, ¿cuánto ibas a tardar en volver a ser el mismo pelotudo, loco?
No quería admitirlo, pero tenía razón. Quizás no hubiera querido que me lo dijera de esa
manera, pero en estos dos meses, si algo había aprendido, eso era que la vida que venía
viviendo era la de un pelotudo. Y sí. También era un hipócrita. Y sí. Si no hubiera atravesado
esta crisis, probablemente hubiese llegado a viejo siendo más pelotudo que nunca; un veterano
gagá, atrofiado por un Alzheimer provocado por no haber querido ver en mi vida, nunca, la
verdad. Ya no valía la pena seguir peleando. Ya no importaba si él era un mentiroso o un
tirano. Si en lugar de haberme golpeado ese día y haberme traído acá, me hubiera dejado sólo,
yo estaría hoy preso, quien sabe si violado, y tan loco que no me hubiese recuperado nunca. Él
me había salvado. El fin había justificado los medios. Yo era un hombre nuevo, víctima de un
amor y una paciencia constantes de los que jamás me sentí merecedor. Había logrado
enfrentarme a mi consciencia y perdonarme por haber sido un imbécil. Si había considerado
vivir aún sabiendo que era un asesino, ¿cuál sería la complicación de lograrlo ahora que ni
siquiera me perseguía ese prontuario? Tarde o temprano me iba a enterar y más allá de la
manera en que ocurrió, esta era una excelente noticia, digna de festejar, no de echarle en cara
culpas a nadie. Miré al Turco a los ojos y pude comprobar que todavía seguía tenso, como
esperando que le pegue. Quise contenerme pero no pude evitar reír. Y como no recordaba con
exactitud la última vez que lo había hecho tan honestamente, y como me sentía flotar al
haberme liberado de semejante peso, comencé primero despacio, pero luego cada vez más y
más alto. Me tuve que sostener del hombro del Turco para no caer al suelo de la risa y no tardó
mucho en contagiarse. Al cabo de unos instantes también cautivamos a Romina y empezamos
a soltar carcajadas como tres viejos histriónicos borrachos. No pude calcular cuánto duró ese

®Laura de los Santos - 2010 Página 213


momento, pero fue uno de los más felices de toda mi vida. Me detuve de repente en un
momento y sostuve al Turco por los hombros con mis dos -ahora sanas- manos. Después de
mirarnos un instante, lo abracé y él me sujetó tan fuerte como yo a él.
-Gracias -le dije al oído, con lágrimas nuevamente en mis ojos, esta vez de emoción.
-De nada -me contestó, mientras se alejaba un poco de mí para poder mirarme a los ojos.
Supe instantáneamente que, aunque no me lo dijo, la „frase‟ estaba cruzando por sus
pensamientos. Había sido cierto. Él me había liberado y gracias a ello había conseguido
liberarse a sí mismo. Quién sabe si no convertiría esto en su nuevo propósito de vida. Existían
tantas personas allí afuera tan deseosas de ser rescatadas como yo que no le alcanzaría toda
una vida para ayudarlos. Yo no podía sentir todavía que éramos parte el uno del otro, pero sí
había comprobado que me sentía tan bien por mi libertad como por la suya y que, en efecto, le
habían afectado a él mis miedos tanto como a mí los suyos. Estábamos conectados más allá de
la comprensión humana y a pesar de mi desconfianza y de mi ignorancia, él tuvo fe por los
dos. Sé ahora que fue más eso que otra cosa lo que me dio las herramientas necesarias para
salir adelante. Y comprendí de una vez y para siempre que jamás dejaría de estarle agradecido.

El cuartito que había servido tan bien para mi recuperación y que, de alguna manera,
había aprendido a querer, se volvió de pronto obsoleto cuando comprendí que ya había
terminado de obrar sobre mí toda su magia alquímica. El Turco me preguntó si quería esperar
antes de subir con él o si prefería hacerlo directamente. No tuve que contestarle para que
comprendiera que ya no necesitaba estar ahí y que el mundo exterior había cobrado para mí un
nuevo sentido existencial. Sólo necesitó ver la curiosidad presente en mi mirada para recibir su
respuesta. Me apretó el hombro con su mano y con una sonrisa llena de esperanza en su rostro.
Cuando llegamos al pie de la escalera, una vez más él se detuvo para dejarme pasar
primero. Todavía pude sentir un dejo del pánico que me generaban y me sorprendió que
hubiera pasado tan poco tiempo desde entonces. No había realmente un temor que me frenara,
pero justo cuando iba a pisar el primer escalón me detuve en seco con el pie aún en el aire.
Algo se me vino de pronto a la mente y no pude creer cómo no lo había considerado antes.
Mientras corría por mi ser la desesperación de tener que aprender a lidiar con el hecho de que
era un asesino, nunca había sido una posibilidad, sino un hecho. Pero ahora que Da Silva
estaba vivo, las cosas habían cambiado radicalmente y no tenía el mismo destino que
consideraba seguro luego de haberlo golpeado hasta la muerte. ¿Qué sucedería entonces? La
cárcel no hubiera sido una elección si yo hubiese cometido un homicidio. Pero, ¿ahora? Ahora
que Da Silva estaba vivo, todavía existía la posibilidad de que hubiese levantado una demanda
en contra de mí. Dos, si me detenía a pensarlo más detalladamente; una penal y una civil.
Según las explicaciones de Romina, el hombre había quedado hecho una ruina y de ninguna
manera me iba a poder escapar de las garras de la justicia si Da Silva decidía venírseme
encima con todos sus abogados feroces. Y en realidad no era tanto él quien me preocupaba
ahora, sino su padre. Porque aún si mi -ahora ex- jefe hubiera decidido callarse la boca por su
propia conveniencia, no creía poder correr la misma suerte con su padre. Era un hombre
demasiado poderoso y, aunque no podía decidir demandarme por su hijo, encontraría los
medios pertinentes para convencerlo a él de hacerlo. Pero también pensaba... si Da Silva padre
hubiera realmente decidido encontrarme, con su determinación y su fortuna, no hubiera
existido lugar en el mundo en el que yo pudiera esconderme. ¿Qué había sucedido desde

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aquella noche? De pronto me daba cuenta de que no tenía manera de comprobar ninguno de
mis interrogantes, porque aunque le preguntara al Turco y él me dijera exactamente lo que
quería oír, todavía estaba la posibilidad de que Da Silva me demandase en cuanto me viera
vivo. ¿Cuánto tardaban estas causas en prescribir? Comenzaba a sentir que dejar el
estacionamiento no era una buena idea después de todo. Bajé mi pie y retrocedí, aún pensando.
-¿Qué te pasó? -dijo el Turco.
Lo miré un instante, aún deliberando y luego me senté en los escalones, decidido.
-No puedo salir de acá todavía -contesté.
Pero él se quedó de pie.
-Si tenés miedo por la cana, no te preocupe‟ que acá arriba no te van a busca‟ -me aclaró.
Y volvió a hacer el gesto ese mirando hacia el techo. ¿Dónde estábamos? Esa era una
pregunta que aún no había podido responder. Hasta donde sabía, yo estaba caminando por la
plaza, me golpearon y desperté acá adentro sin recordar nada del proceso intermedio.
-¿Dónde estamos?
-Acá. Donde te encontré.
-¿Debajo de mi casa? -no podía creer mi propia pregunta.
El Turco asintió, divertido. Pero a mí no me hacía ninguna gracia. Hubiera preferido que
me dijera que me había llevado a La Quiaca, o al menos a algún lugar un poco más alejado. A
esta altura me conformaría con Lomas de Zamora, o con la villa de Retiro. Pero, ¿acá? ¿A sólo
unos pasos de las garras de la policía? No. Imposible. Ahora sí que no encontraría motivos
para moverme de acá.
-„ceme caso, loco -me alentó el Turco. -Yo sé lo que te digo.
Lo cierto era que no sólo el Turco jamás se había equivocado antes cuando habló, sino
también que sí hacía dos meses que yo estaba aquí y jamás me encontraron. Este debía ser en
efecto uno de los escondites más seguros del planeta. Pero arriba no era lo mismo. Acá abajo
nadie más que Romina y él me habían visto. Bueno, quizás los hijos, pero no creía que fueran
a desafiar las órdenes de su padre y divulgarlo. Pero, ¿arriba? Allá no era tan seguro como acá.
Con la suerte que me perseguía, probablemente me iba a terminar encontrando cara a cara con
Da Silva, gracias a las insoportables coincidencias humanas.
-No estoy seguro -dije, negando con la cabeza. -Primero tengo que saber qué pasó.
-¿Con qué?
-Con todo. Con la policía, con la empresa, con Da Silva, con Jul--
Pero me callé. Todavía me dolía demasiado decir su nombre en voz alta y aparte él no
tenía por qué saber quién era ella o qué significaba para mí.
-Bueno -me dijo, extendiéndome la mano como si le hubiera pedido que me acompañara
al kiosco.
Me ayudó a levantarme y en lugar de subir me llevó hacia abajo. Supuse que íbamos a ir a
la cocina, pero en lugar de eso, siguió bajando. En el tercer subsuelo había otra piecita, pero a
pesar de que físicamente era igual que las otra dos, lo que vi adentro casi me hace caer al
suelo. Todas las paredes estaban tapadas con recortes de diarios y revistas, en su mayoría de Al
Volante y algunas de Living Cars. Parecía una de esas películas de suspenso en las que el
detective descubre la casa del psicópata y cuando ingresa en ella se encuentra con las paredes
empapeladas de fotos suyas. Miré al Turco con cara de preocupación y algo asustado, lo tenía
que admitir. Pero él se rió en mi cara.

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-Te dije que te habías convertido en mi obsesión -me aclaró, como leyendo mis
pensamientos.
Yo no le contesté. Simplemente me quedé parado en la puerta sin saber bien qué hacer. Él
me hizo una seña para que entrara, pero sentí una inmensa claustrofobia sólo de oler el papel.
Evidentemente habían ocurrido demasiadas cosas desde la noche de la fiesta, no sólo en lo
referente a Da Silva y a mí, sino a la empresa en general. El Turco entró en la pieza entonces,
viendo que yo no estaba dispuesto a hacerlo y me dijo:
-¿Por dónde empiezo?
Era difícil encontrar un punto de partida en medio de todo ese caos, así que dije lo obvio.
-Por el principio.
Y entré tímidamente en la habitación.
-¿Qué pasó después de la fiesta? -agregué.
El Turco suspiró y se fue derecho a un sector de la pared.
-Estas fueron las noticias del día siguiente -dijo, mientras señalaba un recorte entre mil.
Yo me acerqué y comencé a leerlo. Era de Al Volante y no hablaba ni un poquito bien de
mí. Era escandaloso, en realidad. Hubiera preferido leer algo más objetivo, algo de Oviedo.
Pero bueno, Dalmasso tendría que ser mi fuente por el momento.
Comencé a leer el artículo por encima y veía que estaban escritas en negrita las palabras
„escándalo‟, „violencia‟, „locura‟ y „tragedia‟ bajo el título „La Fiesta del Horror‟. Dalmasso se
había encargado de escribir personalmente esa nota y decía en ella todas las pestes que
siempre había querido decirme en la cara, mientras aprovechaba la oportunidad para chuparle
más las medias a Da Silva.
-La pelea entre ustede‟ do‟ hizo que se terminara la fiesta, obviamente -comenzó a decir el
Turco. -Y los días que siguieron salieron notas en el Clarín, Nación, hasta en Ámbito
Financiero.
Cada vez que mencionaba el nombre de un diario señalaba la nota pertinente de la pared.
Yo las seguía con la mirada, pero era demasiada información toda junta. En realidad, no estaba
prestando demasiada atención a lo que decía el Turco. Estaba mucho más interesado en ver si
encontraba alguna nota de Living Cars o si veía alguna foto de Julieta. Desafortunadamente no
veía nada de eso. Me pregunté qué había pasado con Oviedo todo este tiempo, pero enseguida
pensé que quizás el Turco no sabía de la existencia de él y de su revista, por lo que sólo prestó
atención a lo más sensacionalista.
-Después de unos días ya se olvidaron todos -seguía explicando él. -Cada tanto salía en las
noticias que no se sabía nada de tu paradero y que el otro... el Da Silva ese... estaba
mejorando.
-¿Tenés algo de Living Cars? -le pregunte, sin poder concentrarme en sus palabras.
-Ese fue un misterio, ¿sabé‟? -me contestó.
Lo miré intrigado.
-¿Por qué un misterio?
-Te dije que mi obsesión había empezado unas semanas antes de todo este bardo -dijo,
mientras se iba para el otro lado de la pared. -Ese diario estaba siguiendo minuto a minuto
todo lo de Rodados dementes.
Lo miré y lo primero que me sorprendió fue que se acordara del nombre del reality. Si
bien ahora prestaba atención al otro lado de la pared y veía que estaba escrito por todos lados -

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era la idea, para que se le pegara a la gente-, no me pareció suficientemente relevante como
para que él se lo acordara. Había dudado antes del nombre de Da Silva, pero conocía a la
perfección ése... Esto era extraño.
-Y de pronto -siguió el Turco, -nada. Despué‟ de la noche de la fiesta no salió ni un solo
artículo má‟.
Pero a mí no me parecía raro que Oviedo hubiese decidido jugarla de perfil bajo; sobre
todo considerando que había resuelto ser voluntariamente cómplice de asesinato. Pero luego
recordé también que Da Silva había llegado a la fiesta en la misma camioneta que los
participantes del reality junto con Dalmasso y que eso le había abierto definitivamente las
puertas a su revista para publicar lo que se le antojara. Y ya que no estaba más yo para llevarle
noticias nuevas a Oviedo, supongo que no habrá querido publicar material viejo y perder su
tan merecido respeto. Miré al Turco y él seguía negando con la cabeza, sin comprender la
repentina oscuridad de Living Cars.
-Sí hubo algo extraño, igual -dijo de pronto.
Lo miré, esperando que continuara. Él siguió con la vista clavada en la pared.
-El mes pasado empezó a sacar notas raras -dijo.
-¿Raras, cómo? -indagué.
El Turco me miró como volviendo de algún pensamiento.
-Bueno, no sé. Por ahí son ideas mías. Pero... mirá esto.
Agarró una carpeta que estaba en el suelo y me la entregó. Cuando la abrí, vi que era una
sucesión de recortes prolijamente -obsesivamente, debería decir- pegados y acomodados en
hojas numeradas. Las fechas eran correlativas y me sorprendió un poco llegar a la última hoja
y ver que databa del 17 de febrero. La última vez que había visto una fecha fue a mediados de
diciembre. Qué extraño. Pasé la navidad y el año nuevo aquí abajo, sin noción real del tiempo.
Supongo que mis padres se habrán preocupado por no haberles mandado ni una tarjeta para las
fiestas.
-Esa es de ayer -dijo el Turco, al ver que me había quedado tildado en esa hoja.
Me puse a revisar los artículos y no encontré nada extraño al principio. No eran más que
artículos de especificaciones técnicas vehiculares.
-¿Quién es Oviedo? -preguntó de pronto el Turco y yo no pude esconder mi sorpresa al oír
ese nombre salir de su boca. Pero me controlé a tiempo para responderle con toda naturalidad.
-Es el dueño de este diario -dije, y noté cierto dejo de melancolía de mi voz. -¿Por?
-Porque todos estos artículos están escritos por él.
-No encuentro nada extraño -dije, pasando una vez más las hojas.
-Pueden ser ideas mías, pero... ¿quién se pasa un mes entero publicando notas acerca de
un solo auto?
¿Un solo auto? ¡Claro! No me había dado cuenta. Todas las notas hablaban en efecto de
un solo auto. Y no era cualquier auto. Era el 300c de Chrysler. Volví a pasar las hojas de
manera desesperada. Todas tenían un teléfono, una dirección de e-mail y otra de correo para
contactarlo. Y debajo de esa información, una inscripción que me hizo reír. „Contáctenos.
Estos datos son seguros‟. Sonaría absurdo para cualquier persona en el mundo que lo leyera.
Pero no para mí. Descubrí, en ese preciso instante, que Oviedo había estado queriendo
contactarme. Y se podía ver que estaba desesperado por encontrarme. Qué alivio. Qué
satisfacción. Oviedo. Mi amigo. Mi único amigo. No había bajado los brazos. Y yo acá, claro.

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Recluido en este mundo subterráneo sin contacto alguno con el exterior. ¿Cómo iba a saber el
Turco quién era él? Recorrí las hojas de atrás para adelante y de adelante para atrás, cada vez
más satisfecho. Los datos de contacto salían una y otra vez. Y todos los artículos eran acerca
de ese coche. Él sabía perfectamente que en cualquier lugar del mundo en donde yo estuviera,
si salía una nota del 300c, llamaría mi atención. Qué maravillosa percepción tenía este
hombre. Y cuánto me alegré de que no hubiera desistido en la búsqueda. De pronto tenía unas
ganas locas de salir de ahí, de encontrar un teléfono o una computadora o ir directamente a la
dirección que indicaba cada uno de los artículos que Oviedo había publicado.
-Tengo que salir -dije, tan emocionado que no podía seguir esperando.
-¿Qué pasó? ¿Tenía razón? ¿Decían algo más estos artículos?
El Turco estaba más preocupado por resolver su enigma que por comprender mi repentino
cambio de actitud. Yo lo miré con una espectacular sonrisa llena de esperanza.
-Gracias por haber guardado esto, Turco -le dije, mientras le apretaba el hombro con la
mano. -¿Querías ayudarme? Te juro que con esto lo lograste. ¿Te molesta si recorto uno?
-Para nada. Pero, ¿qué es?
-Mi contacto seguro con el mundo -contesté, pero no pareció aclararle demasiado las
dudas. -Oviedo es un... amigo.
Y sonó con tanto respeto que comprendió que no se trataba de cualquier amigo.
-¿Me estás queriendo decir que puso esto para vo‟, loco?
Y ahora era él quien sonreía.
-Alguien todavía te quiere, loco -dijo, de repente tan emocionado como yo.
Salimos casi corriendo de la pieza y subimos los escalones de dos en dos. Llegamos a la
puerta de salida en menos tiempo del que necesitaba para lidiar con el hecho de que me estaba
enfrentando con el mundo otra vez. Me detuve delante de la puerta y el Turco casi me choca
por el envión que traíamos. Me quedé un instante tratando de pensar si realmente era lo
correcto cruzar esa puerta, o si todavía corría peligro. Tantas cosas habían pasado en estos dos
meses que no pude encontrar ni una emoción conocida para conceptualizar lo que estaba
sintiendo. Sabía que si lograba contactarme con Oviedo estaría salvado, especialmente luego
de haber visto semejante demostración de camaradería. Pero todavía temía acerca de mi propio
peligro. Aún me seguía recordando que por pura casualidad no era un asesino y había jurado
vivir para recordar que no podría volver a confiar ciegamente en mí mismo. No podía terminar
de afirmar si sería una buena idea salir al mundo de esa forma tan lanzada, pero tampoco podía
dejar de contactar a Oviedo, ahora que sabía que él estaba intentando hacerlo conmigo tan
insistentemente. Así que sin más, tomé la manija de la puerta y la empujé hacia afuera.

Por supuesto que nada de lo que mi mente imaginaba que iba a ocurrir sucedió realmente.
Antes de cruzar la puerta tenía la sensación de que me encontraría con una ciudad nueva,
transformada, diferente. Pero no. Nada de eso. El lugar era exactamente el mismo. Ni siquiera
pude mentirme a mí mismo que ahora que me había renovado, vería las cosas desde otro punto
de vista. No. La puerta esa daba al costado de la plaza. Sólo había que subir unos escaloncitos
más al aire libre y estaría caminando por ella como cualquier otro día de mi vida. Recién
entonces pude comprender a qué se refería el Turco cada vez que decía „acá arriba‟. Era
literalmente „acá arriba‟. Por un momento no pude creer que no me había movido más de 50
metros en todo este tiempo en el que mi mente, en cambio, había viajado por tantos lugares y

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por tantos tiempos. Subí el resto de los escalones, aún con temor, aunque me relajé un poco al
observar que era de noche. Luego de dos meses de vivir como un ermitaño, por supuesto que
mi reloj biológico se había tergiversado. De todas maneras no quise seguir avanzando por
delante del Turco ahí afuera. Este era ahora su territorio y lógicamente sabría mucho mejor
que yo para dónde ir, así que me hice a un lado para dejarlo pasar.
-Vení conmigo -me dijo.
Comencé a seguirlo y miles de recuerdos se apoderaron de mí instantáneamente. Nunca
me había dado cuenta, pero esa plaza tenía un olor particular que me había acostumbrado a
sentir, y que ahora se infiltraba derecho a mi memoria. Resultó curioso notar que la anteúltima
vez que pisé esta plaza estaba vestido de traje y me había tenido que enfrentar con el Turco en
una situación desorbitadamente distinta a la actual. Y la última vez... bueno... realmente no
quería tener que recordarla. Pero también lo había hecho en presencia del Turco. Primero me
trató de afanar; luego me golpeó; y ahora caminaba delante de mí como un guía que hasta me
animaría a agregar espiritual.
Llegamos hasta ese lugar de la plaza donde yo había visto la otra vez al resto de su grupo.
Había 8 personas en total, o niños, mejor dicho. A pesar de que estaban tan zaparrastrosamente
roñosos como yo y a más de uno la calle le había arruinado la cara, pude confirmar, al verlos
bien de cerca, lo que ya había sospechado la otra vez; que ninguno de ellos superaba los 20
años. Los que más me sorprendieron fueron una nena y un nene que no tenían más de 10. Los
dos estaban aspirando y me miraban a mí como si yo fuera el bicho raro. En las miradas de
todos los presentes se percibían aires de desconfianza. Probablemente los mismos que había
sentido yo cada vez que los crucé vestido de traje y corbata. Ahora no era más que mugre y sin
embargo aún me sentía demasiado alejado de esa realidad.
-Presten atención -dijo el Turco enseguida.
Y también pude confirmar otra sospecha; él era, indudablemente, el cabecilla del grupo.
Ninguno de ellos estaba mirando otra cosa que no fuera yo, pero calculo que el Turco estaba
pretendiendo que no hubiera errores ni confusiones en el futuro. Me dejó más tranquilo saber
quién era él entre los demás, pues yo tampoco quería terminar preso por algún descuido de
ellos. De todas formas, el hecho de saber que mi opción de escondite más segura radicaba
junto a un grupo de drogadictos no me dejaba muy tranquilo. Pero, ¿qué más podía hacer
ahora? ¿Y en este estado? Por otra parte, al prestar atención a mi vestimenta y hediondez, me
di cuenta de que no iba a poder comunicarme con Oviedo tan pronto. No existía posibilidad de
que me dejaran entrar en un cyber así; echaría inmediatamente al resto de los clientes. Ya
había considerado que un mail sería la mejor alternativa. El teléfono me parecía algo inseguro,
considerando que probablemente no sería él quien atendería el llamado -y no sabía tampoco
hasta dónde era capaz de llegar el padre de Da Silva con sus recursos de espía- y mucho
menos iba a pretender ir directamente hasta la dirección que figuraba en el recorte que llevaba
en mi mano. Si la policía me estaba buscando, seguramente estarían vigilando el lugar.
Necesitaba darme un baño y asearme si mi objetivo era conectarme a internet de alguna
manera.
-Él es Guillermo -dijo el Turco seriamente, señalándome al resto del grupo.
Eso me devolvió al momento presente. Tantas cosas estaban pasando por mi mente que
era yo el que divagaba en lugar de ellos.

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-Va a estar con nosotros por algún tiempo -continuó él. -Y nadie más que ustedes va a
saber eso -agregó.
“A buen entendedor, pocas palabras”, pensé yo. Y sí. No tuvo que decir nada más para
dejar clarísimo que las consecuencias serían terribles para cualquiera que abriese la boca más
de la cuenta. Yo sonreí tímido y asentí por pura cortesía. Pero todos ellos me miraron con
caras de „me chupa un huevo tu presencia‟ y como el Turco no dijo nada más, volvieron a sus
actividades rutinarias. Los pendejitos siguieron aspirando y pasándole luego la bolsa a algún
otro, mientras una muchachita de penetrantes ojos verdes encendía un cigarrillo de paco. El
Turco dio media vuelta como para alejarse cual jefe ocupadísimo, pero yo lo tomé del brazo.
No estaba realmente pretendiendo dejarme ahí solo, ¿o sí?
-¿Hay algún... lugar... para... desamparados? -pregunté improvisando.
Me pareció, por su mirada, que la palabra „desamparados‟ no le gustó ni un poco. Casi
que comencé a creer que sentía orgullo por estar donde estaba. Y sí. Lógico. Con el espíritu de
liderazgo que lo acompañaba, hubiera sido jefe tanto de este grupo como de cualquier trabajo
que quisiera. Y él parecía ser plenamente consciente de eso.
-Quisiera darme un baño -agregué, para disimular.
Entonces recuperó su mirada comprensiva habitual.
-A tres cuadras de acá. Para allá -dijo, mientras señalaba el lado contrario al Teatro Colón.
-Seguí por Talcahuano hasta Sarmiento. De ahí a media cuadra.
-Gracias -le dije, pero me quedé pensando que quizás no sería una buena idea alejarme.
-Nadie te va a presta‟ atención en ese estado, creeme -dijo, como leyendo mis
pensamientos.
Se acercó a mi oído como para decirme un secreto.
-El vagabundo es invisible -me susurró.
Se alejó un poquito para ver mi reacción y cuando yo lo miré desconcertado simplemente
sonrió y me guiñó un ojo. Me quedé un instante quieto viéndolo alejarse, tratando de
comprender lo que había dicho. Pero sólo terminé diciéndome a mí mismo que me quedara
tranquilo, que él siempre tenía razón. Así que sin más, comencé a caminar hacia la dirección
que me había dado.
Todavía me sentía un extraño adentro de este cuerpo. Me costaba demasiado trabajo
adaptarme a esta nueva persona que era, y a decir verdad, este disfraz no ayudaba para nada.
Parecía como si toda la mugre que había acumulado durante años en mi interior se hubiera
pegoteado por fuera, aún luchando por quedarse conmigo. Me miraba las manos y la ropa que
llevaba puesta y no podía anclarlas con lo que estaba sintiendo. Tanta limpieza interior parecía
imposible de percibir debajo de esta costra pegajosa y hedionda. Cada paso que daba me hacía
conectarme más y más con ese mundo exterior, tan igual y tan distinto a la vez. Cuando llegué
a la calle Talcahuano, enseguida comencé a sentirme apretado entre los edificios. Por suerte no
había mucha gente caminando por ahí, pero los que pasaban cerca de mí, se cruzaban de
vereda, tratando de disimular el repentino temor que yo les generaba, pero fracasando
espectacularmente. Recordé de pronto que no hacía mucho tiempo atrás, yo era uno de ellos, y
la pena que me invadió no fue por ellos, sino por mí. Por haber vivido tantos años en una
ceguera voluntaria, sin querer averiguar absolutamente nada del vagabundo del que me
alejaba. Si tan sólo supieran ellos. Si tan sólo descubrieran que fui como ellos una vez. Cuánta
historia se escondía debajo de esta suciedad. Cuánta se habrá escondido debajo de la que

®Laura de los Santos - 2010 Página 220


nunca quise averiguar. Y sí. El Turco tenía razón. Otra vez. El vagabundo era en efecto
invisible. No porque sea inmune a la reflexión de la luz, sino por algo mucho peor; porque
nadie quiere verlo. Y lo que antes me generaba una lástima ajena, una vergüenza social, de
pronto adquiría una perspectiva salvajemente nueva. Algo que me hacía rever no sólo mi vida
entera, sino mi condición de ser humano. Sorprendentemente lograba verme ahora reflejado en
esta clase de persona que antes ignoraba. Y me di cuenta de que era temor lo que inspiraba ese
rechazo, no al hombre en sí, sino al cliché, al ícono del vagabundo. Y entonces cada uno de
ellos se volvía el mismo; irreconocible, indiferente... invisible. Me quisieron enseñar a
diferenciar entre personas y vagabundos, y yo como un perfecto imbécil me dejé seducir.
Aprendí. Incorporé. Y cada día de mi vida era una lucha para seguir manteniendo esa visión de
mundo tergiversada. Y ahora, una vez más, la suerte estaba de mi lado, ya que no sólo podía
apreciar el funcionamiento de la mente colectiva desde una visión renovada, sino que podía
sacarle provecho. A ningún cana se le ocurriría pensar que era ahora un vagabundo, y creo que
los detectives privados, de haber alguno, buscarían en cualquier parte del mundo menos,
precisamente, donde estaba. “El mejor escondite es el que está a la vista”, me dije. Y sonreí al
notar que ni yo mismo hubiera considerado a ésta como la mejor opción para esconderme. Y
el elitista que solía ser jamás lo hubiese llevado a cabo voluntariamente. La ducha no era una
opción, sino una necesidad, pero no iba a cortarme el pelo ni la barba y trataría de encontrar
ropa similar a esta para ponerme, cuando más rotosa mejor.
Continué caminando y cuanto más me alejaba de la plaza, más encerrado me sentía,
rodeado de estos inmensos edificios que solía considerar virtudes de la mente humana. Más
personas se iban cruzando en mi camino y cada una de ellas reaccionaba de la misma manera;
invadidos por un temor aprendido que intentaban esconder detrás del apuro ciudadano. A
pesar de que esa reacción era exactamente la que estaba buscando, comenzaba a sentir
nuevamente una angustia en mi interior. La dejé fluir para comprender de qué se trataba -ya no
haría oídos sordos a mi consciencia jamás en mi vida- y pude relacionarla inmediatamente con
la necesidad humana de conectarse con los de su misma especie. Al principio sólo resultaba
molesto recibir semejante ignorancia por parte de todos y cada uno de los que me rodeaban;
pero progresivamente se iba convirtiendo en tristeza e incomprensión. Supe, en ese preciso
momento, que la soledad del vagabundo conduce directamente a la locura, y que, por más
intentos que yo acumulara de permanecer en ese estado, sabía que eventualmente necesitaría
no sólo el contacto físico, sino... afecto. Y no veía manera alguna de poder conseguirlo en un
futuro cercano. ¿Cuánto era realmente lo que podría sostener esta vida? El único
verdaderamente consciente de su elección era el Turco, y a él lo acompañaba un ángel. El
resto de su grupo, al igual que cada uno de los errantes que me crucé en mi vida tenían en su
rostro esa mirada vacía que sólo se encuentra en aquellos que lo han perdido todo. Quizás,
muy probablemente, a pesar de mi evolución, tenía también esa expresión en mi rostro, pues
yo también había acabado con mi vida tal como la conocía; y mal o bien era todo lo que tenía.
Nunca me había quejado de vivir solo y consideraba mi libertad como una bendición; y ahora,
que necesitaba afecto más que cualquier otro momento en mi vida, precisamente ahora, no
podía tenerlo. Pensé en mis padres. Posiblemente ellos me ayudarían si yo se los pidiera, pero
aparte de un acto demasiado hipócrita, recordé también que podría meterlos en un aprieto legal
por querer esconderme. Luego pensé en Oviedo y recordé que si estaba caminando derecho al
refugio era justamente para poder ponerme en contacto con él. Pero, ¿qué le diría? ¿Por qué

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sería correcto buscarlo ahora cuando no le permití pasar por cómplice de asesinato la noche de
la fiesta? Aquella decisión había sido la correcta y aún seguía manteniendo esa postura. Pero
la verdad era que aunque no se lo permití, él siguió insistiendo. Le debía, al menos, la
satisfacción que le brindaría el hecho de saber que yo estaba vivo. Sí. Tal vez sea eso lo único
que le diga. Que estoy bien y que deje de buscarme. Que le agradezco todos sus magnánimos
esfuerzos, pero que no deseo verlo. Sin embargo, al pensar esto último, una vez más me
invadió la angustia. Tenía dos opciones; o la locura o el egoísmo; y no había llegado hasta
aquí para autorizarme a perder nuevamente la consciencia. Sí. Tenía que verlo. Tenía que
contarle todo y tratar de encontrar junto a él una solución a todo este persistente
inconveniente. Cualesquiera que hayan sido las decisiones de Da Silva padre o hijo, no iba a
poder ocultarme para siempre. Simplemente no toleraría pasar el resto de mis días en la calle,
o escondido. En algún momento iba a tener que enfrentarme con mi pasado y con el peor de
mis errores, así tuviera que volver a empezar. Y no había mejor manera de lograrlo que de la
mano de Oviedo.
En la puerta del refugio había un guardia. Entré inmediatamente en pánico, pensando que
se trataba de un policía. Pero luego me calmé al ver que su uniforme era sin lugar a dudas de
una empresa privada de seguridad -a menos que en estos dos meses, nuestro querido jefe de
gobierno hubiese decidido hacer vestir a todos de negro y amarillo como taxis con fines
publicitarios-. Fue el primer hombre que me miró directamente a los ojos en lugar de
recorrerme el cuerpo entero con cara de asco. Se ve que ya estaba acostumbrado a recibir
gente en mi estado. De todas formas, no pudo evitar alejarse un poco cuando su nariz lo
traicionó. Demonios, que estaba hediondo.
-Pase por aquí, viejo -me dijo, haciéndome una seña con la mano, pero cuidando
demasiado no tocarme. -Adentro le van a ofrecer comida y algo de ropa limpia.
Lo de viejo me hubiera sorprendido y tal vez ofendido en otro momento, quizás, cuando
todavía consideraba el hecho de envejecer como algo negativo de esta sociedad. Pero ahora ya
no había nada seguro dentro de mi vida; todos mis conceptos y mis estructuras se había hecho
pedazos a la fuerza. Aparte también había algo positivo de ese comentario y ese era que si
pasaba por viejo, menor sería el riesgo de que me reconocieran como al hombre que buscarían
mis demandantes.
El lugar era enorme. Un galpón de varios pisos, con balcones todos mirando a la galería
central y camas; muchas camas. Parecía una carpa-hospital de la época de la Segunda Guerra y
eran pocos los catres que estaban libres. Por fortuna, esta gente no estaba herida, sino
simplemente desamparada; aunque me puse a pensar si había alguna diferencia entre esos dos
conceptos. Me quedé un poco anonadado con el lugar así que me detuve en el centro, mirando
para todos lados. El barullo constante de la ciudad se había desvanecido como si hubiese
entrado en una iglesia, y a cambio sólo se oía un leve rumor que retumbaba en las paredes y en
los altos techos de chapa. Una señora de aspecto agradable, rondando probablemente los 50 o
60, petisita y rechonchona, se acercó a mí con una expresión tan maternal como la que le veía
constantemente a Romina. Me sonrió y me pasó la mano por la espalda cariñosamente. Otro
ángel. No me hizo ninguna pregunta, lo cual agradecí desde el fondo de mi alma, ya que no
sabía qué le hubiera dicho y probablemente, al igual que a Romina, se me volvería casi
imposible mentirle.
-¿Tenés hambre? -me preguntó.

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¿Hambre? Sentía quizás una pequeña molestia, pero nada comparado a lo que había
sentido en el estacionamiento, y para nada superior al deseo de bañarme que tenía. Así que
negué con la cabeza.
-¿Habrá algún lugar en donde pueda asearme un poco? -le pedí.
-Por supuesto -me contestó con esa sonrisa maternal, capaz de quitarle a uno todas las
penas instantáneamente.
Y me acompañó hasta el fondo del lugar, en donde habían construido dos grandes
vestuarios, bien señalizados para mujeres y hombres. A pesar de la cantidad de gente que se
acumulaba allí, conseguían mantener todo el lugar impecablemente pulcro; lo cual me generó
cierta culpa, considerando que después de mi pasada por allí, tendrían que venir a desinfectar
todo con fumigadoras industriales.
-Por allí están las duchas -me dijo la doña. -Y cuando salís, podés ponerte algo de estos
percheros. La ropa sucia que te saques, la ponés en este tacho y listo.
No sé cómo serían las duchas del baño de mujeres, pero las del de hombres estaban una al
lado de la otra sin ningún tipo de separación. Adentro todos estaban desnudos y me generó
cierto pudor. Desde mis épocas de colegio secundario que no compartía una ducha con
hombres. Pero cada uno estaba en su mundo y pareció no importarles demasiado mi presencia.
Sin poder tolerar el olor que desprendía un solo minuto más, me quité toda la ropa y casi que
me zambullí debajo de una ducha. ¡Woooooooooooooow! Que estaba fría el agua. Era pleno
verano, y aún así mi cuerpo consiguió estremecerse. Me resultaba obsoleto agarrar uno de los
jabones, ya que sentía que lo iba a ensuciar yo a él, en lugar de dejarlo cumplir con sus tareas.
Así que simplemente me quedé abajo del chorro un buen rato hasta que mi cuerpo se
acostumbrara a la temperatura. El frío me hizo doler un poco las manos y me las miré
instintivamente mientras seguía a las gotas que formaban canaletas sobre mi piel mugrienta.
No pasó demasiado tiempo antes de que se formara a mi alrededor un círculo de agua marrón
y cada 20 segundos tenía que sacar la tierra de la rejilla para dejar circular al agua. Mis días en
el estacionamiento habían evitado que me contagiara pulgas o piojos o ladillas o vaya a saber
uno qué otra asquerosidad, pero no había podido lidiar con la tierra. Me sorprendió el tiempo
que tardó en caer el agua cuando coloqué mi cabeza debajo del chorro. Tuve que tomar aire y
aguantarlo la mayor cantidad de tiempo posible, ya que me daba asco sólo imaginar la mugre
que correría por mi cara. Tiré la cabeza para atrás, pero peor era imaginar el río de agua
hedionda metiéndoseme en el culo. Así que medio de costado, tratando de evitar que me toque
el agua, comencé a separar los mechones grasientos para que pudiera filtrar mejor la limpieza.
Tenía tanto cabello y tan largo que por un momento descreí que fuera mío. OK. No quería
pensar que semejante mugre pudiera estar en mí, lo reconozco. Lo otro que también me dio
mucho asco fue la barba. Siempre me había parecido sucio dejarla larga y mi caso particular
había sido una confirmación de ese prejuicio. También tuve que dedicarle un buen chorro de
agua para que se limpie y me la hubiera cortado sin pensarlo, de no haber sido uno de los
detalles que evitaba que yo fuese reconocido por gente inconveniente. Poco a poco fue
cayendo toda la asquerosidad y luego de mucho tiempo, cuando mis dedos ya estaban
arrugados y no conseguía oler nada extraño, fue que me animé a agarrar el jabón. Más de la
mitad de los hombres que había visto adentro cuando llegué se habían ido y otros habían
ocupado sus lugares en las duchas. Me detuve un momento a mirarlos disimuladamente y pude
rescatar de sus expresiones que la ducha no les generaba ninguna satisfacción y que

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simplemente lo hacían como una actividad más de la vida cotidiana inconsciente, como
respirar. Casi ninguno de ellos tardaba más de cinco minutos y por un instante quise entablar
una conversación con alguno, para saber qué le estaba pasando por la mente en ese momento.
Por supuesto que no era más que un deseo. No me animaba a tanto todavía. Gasté un jaboncito
entero y agarré uno nuevo para seguir limpiando. Dos meses de mugre acumulada me hicieron
llegar a creer que no podría quitarme eso de encima nunca más. Pero poco a poco fui
recuperando mi color. Luego de cinco o seis aplicaciones de shampoo logré que hiciera un
poco de espuma y pude pasar mis dedos por todas partes, deshaciendo las inmundas rastas que
se me habían empezado a formar. Pero no era sólo eso lo que me llenaba de satisfacción. Aún
en ese espacio enorme y abierto, y en compañía de al menos 20 hombres más, todos desnudos,
igual pude volverme hacia adentro y recordar todo lo que había sucedido desde la noche de la
fiesta. Desde la crisis hasta los ataques de llanto, pasando por todas las emociones humanas
conocidas y otras nuevas. El agua que corría por mi cuerpo me hacía sentir que finalmente
estaba terminando de limpiar todo lo que había internalizado durante tantos años. Comenzaba
a sentirme liviano y renovado, aunque no olvidaría jamás lo peligroso que podía llegar a ser.
Finalmente estaba armonizando mi alma con mi cuerpo y mostrando en el exterior lo que
había logrado generar adentro.
Muy lindo todo, pero mi cuerpo entraría en estado de hipotermia en cualquier momento si
yo seguía debajo de ese chorro helado. Cerré el grifo y le agradecí mentalmente a la ducha que
existiera, aún sabiendo que no era más que un caño de metal doblado, sin vida. Agarré una
toalla y la costumbre de sentirle ese olorcito a suavizante me hizo retornar a la realidad. No
estaba en casa, y esta toalla, por más limpia que intentara estar, no lograría perfumarme. Sólo
ahora que mi sentido del olfato había retornado de su inmunidad pude percibir que afuera del
baño no había tan lindo olor y que en su mayoría la gente no venía allí a bañarse sino a comer.
La ropa del perchero olía a vieja, como si hubiera estado guardada durante meses en un altillo.
Pero no podía quejarme. Nada olía tan mal como la que me había sacado y tirado dentro del
tacho. Agarré al azar un pantalón y una camisa y los inspeccioné en busca de bichos. Recordé
de pronto el cajón lleno de calzoncillos de mi habitación y deseé profundamente volver a casa.
¿Cuánto tiempo podría seguir soportando vestir con las bolas al viento? Ni siquiera me
gustaba usar calzoncillos largos, pero ahora los deseaba con todas mis ganas. Me puse la ropa
y volví al comedor central. La señora simpática me volvió a encontrar y me sonrió.
-Nada como una buena ducha refrescante -me dijo, asintiendo.
Refrescante había sido seguro. Todavía me temblaban los huesos. Le asentí cordialmente,
un poco tímido aún, pero ya más tranquilo de haberme sacado todo ese revoque de encima.
-¿Cómo hacen para comprar todos los insumos? -le pregunté, y su cara de sorpresa me dio
a entender inmediatamente que no sería conveniente dejar volar mi curiosidad si lo que quería
era mantener un perfil bajo.
De todas formas, luego de un par de pestañeos, me dijo:
-Donaciones, subsidios del gobierno...
Parecía algo molesta por tener que decir eso, como si fuera tan obvia como indignante la
poca ayuda que recibían. Yo no tenía idea de que ese lugar existía. Pero sabía que Valmont
hacía todo tipo de donaciones inútiles que no colaboraban para nada con cuestiones sociales y
que la mayoría de las veces sólo eran representativas para salvar impuestos. Me dio bronca mi
propia ignorancia. Tanto bien podría haber hecho si todavía estuviera trabajando allí como

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gerente general. Y sin embargo, lo irónico era que si de hecho todavía estuviese ahí adentro,
seguiría funcionando como la clásica máquina cerebral del empresario. Al final, yo también
era un cliché viviente. El mismísimo ícono social que hacía posible la existencia del
vagabundo. Asentí con la cabeza y miré para el lado del comedor, queriendo parecer que en
realidad estaba hambriento y que no tenía verdadero interés por esas cosas. Quizás, más
adelante, con la ayuda de Oviedo, pueda volver a pensar en estos refugios. Realmente no tenía
demasiada hambre, pero mi instinto de supervivencia me decía que no sabía cuándo sería la
próxima oportunidad de adquirir un alimento, así que me acerqué al comedor luego de
agradecerle a la señora por la hospitalidad y caminé lentamente hacia el mostrador
improvisado en el que había varias ollas grandes con comida, aprovechando la oportunidad
para ver más de cerca a los demás con los que ahora compartía mi estado. Las mesas estaban
ocupadas como en las prisiones. No es que realmente hubiese visto una por dentro alguna vez,
pero se asemejaba bastante a lo que había visto en noticieros y documentales. En lugar de
uniformes, lo que homogeneizaba a esta multitud era la ropa rotosa y mugrienta, aparte de esa
mirada vacía característica de todas las personas que han perdido el propósito de su existencia.
Recordé de pronto al mendigo que me cruzaba todos los días camino a mi trabajo; ese al que
siempre dejaba dinero porque nadie más lo hacía; ese que simulaba limpiar mi consciencia y
tranquilizarme por hacerme sentir que no era realmente como los demás ignorantes de la
sociedad, sino que yo era distinto y bondadoso. Cuántas mentiras me había creído. Recordé
también aquella vez en la que le dejé mucha más plata de la que estaba acostumbrado a recibir
y sin embargo sólo ahora podía comprender por qué no se había sorprendido en lo más
mínimo. Sólo ahora podía llegar a la devastadora conclusión de que quizás ya nada en el
mundo logre sorprender a ese hombre alguna vez. Ni a estos. Dios mío. Son tantos... cada uno
de ellos viviendo su propio infierno privado, su propia locura. Desabastecidos de afecto y
comprensión; arruinados por la ignorancia ajena; sumidos en la más terrible de las crueldades;
ahogados en un grito sordo que nadie está dispuesto a oír y que consigue enloquecerlos para
poder respirar. Escuchar voces que no están ahí y entablar conversaciones con seres
inexistentes comienza a ser la única alternativa posible a la desalmada ignorancia de quienes
los rodean. Al menos así alguien los ve; al menos alguien los escucha; al menos alguien los...
aprecia. Así sea nada más que un mero pigmento de su imaginación. ¿Por qué tenía yo
semejante suerte? ¿Por qué en cada momento en que lo necesité tuve a alguien en quien
confiar? ¿Por qué yo, quien no había sido más que un perfecto imbécil, casi un asesino, y no
alguien más valioso, más... dispuesto? ¿Por qué-- o quién mejor dicho, me estaba ofreciendo
una segunda oportunidad cuando no era mejor, ni diferente de todos estos seres perdidos? ¿Por
qué yo y no otro?
La cola para el plato de alimento era larga pero avanzaba rápido y no tardó mucho en
tocarme el turno de levantar el plato para dejar caer adentro de él lo que saliera de esa olla
humeante. Arroz. Por supuesto. Uno de los alimentos más baratos del mundo. El más famoso
por su alto rendimiento a bajo costo, y por sus efectivos aunque insuficientes nutrientes. El
que silencia a las masas. El que tranquiliza las conciencias de los que se llaman a sí mismos
líderes del pueblo. Los que prometen escuchar las demandas de aquellos a quienes sirven, a
través de discursos preelectorales, que olvidan en el momento posterior al que asumen el
poder. Gente de mierda. Gente... como yo. Somos parte el uno del otro, reclama la frase; y sin
embargo no me entra en la cabeza cómo estas realidades paralelas pueden ser parte la una de

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la otra; cómo un mundo de ignorantes adictos al poder puede compararse con este otro,
plagado de seres también ignorantes, poro no por temor, sino por falta de oportunidades. Qué
distintas maneras de vivir y cuánto más abominable resulta, de pronto, aquella ceguera
voluntaria de la que formé parte durante tantos años. “No hay nada que pueda hacer”, pensaba
entonces, “no se puede ayudar a todos y sería injusto hacerlo con unos pocos”, me convencía.
Y así me quedaba de brazos cruzados, viviendo en la comodidad, sordo a toda esta gente;
sordo a mi ángel; sordo... a mí mismo. No puedo mentirme que me siento cerca de ellos, o más
parecido que antes siquiera; pero al menos puedo ahora afirmar que aunque esta no es la
realidad que quiero y sé cómo luchar para salir de ella, tampoco deseo formar parte de la que
lo hice hasta el día de la fiesta. ¿Cuál será el punto intermedio? ¿Podré encontrar un nuevo
propósito en mi vida que tenga que ver con reparar el daño que le ocasioné a un solo hombre?
¿Podré encontrar la manera de ayudar a estas personas a retomar el rumbo de sus existencias
sin caer en la soberbia o la vanidad que tantos años me acompañaron? ¿Será esa la razón por
la que me fue ofrecida una segunda oportunidad? ¿Tendré ocasión alguna vez en mi vida de
salvar la atrocidad de mis actos pasados mediante la ayuda a otros en el futuro? Después de
todo, sí es cierto que lo perdí todo y también es cierto que atrás de la crisis en que me sentí
morir encontré un vestigio de esperanza que, aunque no me creí digno de sentir, me terminó
salvando. Quizás, si puedo algún día mostrarle a esta gente que sus vidas no están perdidas y
que nunca es tarde para volver a nacer, quizás entonces pueda sentir que somos parte el uno
del otro, porque si hay algo que aprendí en todo este tiempo es que ellos fueron afectados por
mis miedos; y pude comprobar que sus miedos comienzan a afectarme a mí también. No es
justo que yo tenga una segunda oportunidad y no ellos. No es justo que sólo porque alguien
tenga acceso a una mejor educación, otros terminen quedando en el camino, o peor, sintiendo
que no pueden, cuando en realidad no saben. El Turco atravesó una dura crisis que le hizo
posible ayudarme a mí a lidiar con la mía. ¿Seré yo tan hábil como él para lograr ayudar a
otros? ¿Podré encontrar yo en mi vida un propósito tan noble como el suyo, aunque no tenga
ni la mitad de sus motivaciones o el más mínimo afecto para sostenerme? No tenía una
respuesta para esos interrogantes, pero no sería suficiente para dejar de intentarlo.

Cuando salí nuevamente a la calle me di cuenta de varias cosas. La primera fue que no
había sido cierto que no tenía hambre; cosa que comprobé después del primer tenedor de arroz
que introduje en mi boca. La segunda fue que, si bien me sentía renovado gracias a esa ducha
helada, mi condición de vagabundo seguía intacta. Ni siquiera el guardia de seguridad me
reconoció cuando salí, y eso que yo estaba dispuesto a agradecerle como si fuera un gran
amigo por haberme mirado directamente a los ojos cuando me vio llegar. La tercera y más
sorprendente tuvo que ver con mi pasado, y me hizo estremecer. En el preciso momento en
que pisé la vereda y me di cuenta de que mi mente tenía ahora un amplio espacio que antes
había estado ocupado por el olor que acarreaba, no tuve que mirar demasiado para caer en la
cuenta de que la ciudad estaba forrada con los mismos carteles publicitarios. De la misma
manera en que ocurre cuando una superproducción de Hollywood llega a Buenos Aires, todos
los postes verdes para fijar carteles característicos de esta ciudad y todas las paredes que así lo
permitían, estaban ocupadas con el mismo anuncio. De fondo había una gran foto con unas
diez personas en ella que me resultaban extrañamente familiares, todas mirando a la cámara y
sonriendo. Y por encima de ellas, la inscripción me hizo recordar inmediatamente de dónde las

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conocía: Rodados deMentes, decía en letras grandes y llamativas. En la parte inferior del aviso
se leía: ¡¡¡El Reality Show más exitoso de todos los tiempos!!! No podía creer lo que mis ojos
veían. Claro. Había 10 personas en la foto porque los otros 10 restantes ya habían sido
eliminados. ¿Un éxito? Y de pronto me acordé del Turco y de la sorpresa que me llevé cuando
mencionó el nombre del programa tan naturalmente. Por supuesto. No era necesario tener un
televisor para saber qué era eso que empapelaba Buenos Aires. Sólo bastaba con pararse
delante de cualquier casa de electrodomésticos, que la vidriera se encargaría de hacer a todos
conocedores de cualquier cosa que fuera el éxito del momento. Por un instante no pude creer
que fuera realmente Rodados deMentes quien ocupara ese lugar ahora. Noir, López y Subiría
habían hecho un trabajo estupendo y habían logrado sacar adelante el programa más allá del
quilombo de la noche de la fiesta, más allá de Da Silva en terapia intensiva -todavía me ponía
la piel de gallina pensar en eso- y más allá de la repentina desaparición de su jefe directo. Me
acerqué a uno de los carteles y me quedé parado como un idiota sin poder siquiera pestañear.
Cualquiera que pasara por mi lado podría pensar que se trataba simplemente de un mendigo
con delirios de grandeza y fama; a nadie se le ocurriría cavilar que en realidad esos carteles
estaban ahí gracias a mi colaboración, y por un momento me sentí feliz de saber que algo
bueno había logrado alguna vez en mi vida. Claro que enseguida recordé que la idea había
sido de Julieta-- bah, de Van Olders, para ser más precisos y que, a pesar de la primera
impresión altruista que daba el proyecto, a mí sólo me interesaba la parte de la fama y el
dinero. Resultaba irónico verme parado ahora delante de esa imagen, notando que no era
famoso sino invisible, y que lo único que me brindaba el más mínimo grado de satisfacción
tenía que ver precisamente con aquello que había mentido como verdadero propósito del
programa. Sin quererlo, había conseguido exactamente aquello por lo que ahora quería luchar:
brindarle a los que tienen dificultad, una oportunidad de dar a conocer sus talentos para poder
alcanzar sus sueños. Aún no podía sentir la satisfacción de formar parte de semejante hazaña.
Sería demasiado hipócrita convencerme de que hubo algo altruista en mí alguna vez y que
había sido por eso que llevé adelante el proyecto. Todavía recordaba la conversación con Van
Olders en mi casa y lo único que me había importado entonces tenía que ver con el hecho de
que él estuviese conmigo y no con Da Silva un sábado. Sabía escuchar y sabía complacer; dos
cualidades que me habían conducido derecho a la cima. Pero había estado ciego y ahora que
por fin abría los ojos no podía segur mintiéndome que hice lo que hice por el bien de otros y
no por mera conveniencia. Y aún sabiendo que esos 20 participantes tendrían de ahora en
adelante una nueva perspectiva del mundo -más allá del que terminara ganando el concurso-, y
aún sabiendo que, gracias al éxito de este programa, muchos otros tendrían la oportunidad, lo
único que importaba era la motivación, porque de alguna manera, el hecho de saber que sólo
trabajé para mi propio beneficio volvía turbio el recuerdo; todo lo contrario a como hubiese
sido de haber actuado consciente del extraordinario acto de filantropía que habían descubierto
en la idea no sólo Van Olders sino también Oviedo. No por nada, los dos hombres más nobles
que conocí en mi vida. Pensar en Oviedo me hizo volver a la realidad. Miré a mi alrededor,
todavía extrañado por las expresiones temerosas de la gente que pasaba por mi lado -al menos
ahora no se cruzaban de vereda al olerme-. Luego suspiré, recordando que dos meses
encerrado en un estacionamiento me habían limpiado por dentro y que una ducha extensa de
agua helada me había limpiado por fuera, pero la ropa que vestía y la mugrienta sensación que
daban mi barba y mi pelo despeinado me recordaba mi nueva realidad. Era imposible

®Laura de los Santos - 2010 Página 227


acostumbrarse a esto; la sanidad no lo permitía. Si bien no necesitaba recordarme cada cinco
minutos que esto no era más que un disfraz, la ignorancia social me daba bronca y cada vez
que intentaba depositarla en ese que me discriminaba, lo único que conseguía era volverla en
contra de mí y de mi absurdo pasado. Y luego comprendía que de la misma forma en que
todas las críticas y los juicios que quería aplicar en otros se fijaban en mí como un espejo, así
también iba a tener que perdonarme a mí mismo todas aquellas inseguridades, si tenía
intención de perdonarlas o aceptarlas en los demás alguna vez.
Suerte la mía una vez más, de saber que a esta hora, el microcentro se vaciaba de
oficinistas y empresarios y que iba a ser más fácil conseguir que me dejaran entrar en un
cyber. Aunque, de pronto se me cruzó por la cabeza algo que no había pensado no sólo ahora
sino nunca en todos estos años. No tenía dinero. Qué absurdo resultaba ahora acordarme de
todos aquellos momentos en que olvidaba plata en los pantalones que mandaba a la tintorería y
que volvían con los billetes muy bien planchados, pero perfectamente arruinados. Billetes de
10, de 20, de 50 y hasta de 100. “Bueno”, pensaba entonces, “el dinero va y viene. Billete más,
billete menos.” Y ahora que sólo necesitaba la insignificante suma de dos pesos, de pronto se
volvía astronómica. La cantidad de veces que había visto monedas en el suelo que dejaba de
recoger “para brindarle oportunidad a otro”, ahora parecían ser nada menos que la ironía del
destino riéndose de mí. Instintivamente miré al suelo para ver si encontraba un poco de toda
esa plata perdida que anda dando vueltas por la ciudad de Buenos Aires. Pero al cabo de unas
cuantas cuadras de caminar mirando al suelo tuve que recurrir al cartel indicativo de la esquina
para saber dónde me encontraba. Viamonte y Montevideo. Nada. Ni una sola moneda. Para
colmo, justo al lado del bar de la esquina había un cyber con, al menos 10 o 12 computadoras
libres y un muchacho detrás del mostrador que parecía bastante aburrido. Estaba tan cerca de
Oviedo, y a la vez tan lejos, que me quedé parado delante de la vidriera, mirando hacia adentro
como un niño delante de una juguetería, tratando de analizar mis alternativas. No había
realmente mucho que meditar. O levantaba mi mano y esperaba a que alguna persona pasara
por delante de mí y me dejara una moneda, o desandaba mi camino en busca del Turco para
que me ayude una vez más. Estúpido de mí no haberme acordado antes de este pequeño
inconveniente. Qué extraño resultaba ahora tener que enfrentarme con la locura cotidiana de la
gente por conseguir monedas. Cuando me mudé al loft, me había alegrado el hecho de
comenzar a vivir tan cerca del trabajo para no tener que pensar en las monedas nunca más. Y
cuando vivía en Villa Urquiza me manejaba en subte y no era realmente tal la desesperación
por las monedas. No. Ya había andado demasiado por estas calles y me daba la sensación de
que había inaugurado una travesía desde que dejé el estacionamiento. Este cyber era perfecto y
no quería desperdiciar mi oportunidad de encontrarlo casi vacío. Pero, ¿mendigar? No era
realimente una alternativa tampoco. Si bien ahora parecía más un camino de emergencia que
otra cosa, me rehusaba a considerarlo una opción. Pero de pronto se me vino a la mente algo.
Si ese día, en la plaza, el Turco me hubiera afanado tal como lo tenía previsto, yo hubiera
tenido que solicitar ayuda a alguna persona; quizás incluso pedir prestadas unas monedas para
usar el teléfono público. La presente situación no era muy diferente de aquella hipotética y no
tenía nada de malo solicitar un poco de ayuda. En todo caso, tomaría los datos de la persona
para devolverle el favor luego. Y de pronto, lo que venía esperando que me sucediera desde
que atravesé la puerta del estacionamiento, ocurrió. Sabía que no iba a poder librarme de ellas
tan fácilmente, aún si tuviera la ciudad entera para distraerme. Sabía que en algún momento

®Laura de los Santos - 2010 Página 228


me atacarían de nuevo y no hubiera querido que encontraran a este como el momento más
oportuno. El muchacho detrás del mostrador ya comenzaba a mirarme con aires de sospechas
al ver que yo depositaba en su negocio toda mi atención, así que me di vuelta, tratando de
evitar más la vergüenza de que me viera en este estado que la que me generaba el hecho de
provocar temor en los demás. Llorar con barba era incómodo. No había manera de que pudiera
acostumbrarme a eso. Tampoco tenía una explicación coherente para justificarlas y rogué por
un momento que el Turco o Romina estuvieran acá para asistirme, como lo habían hecho
durante tanto tiempo. Me arrodillé, dejándome vencer por la angustia y me apoyé de espaldas
contra la vidriera, tapándome la cara.
-¿Se encuentra bien? -escuché decir a alguien, una voz de mujer.
Levanté la vista y pude comprobar que tenía alrededor de 20 años. Me sorprendió que,
siendo tan joven, decidiera arriesgarse a hablar conmigo en lugar de ignorarme, como el resto
de la gente. Me limpié las mejillas húmedas y asentí, poniéndome de pie. Ella retrocedió un
paso al ver que yo era más grande de lo que parecía hecho un nudo en el suelo; pero me miró
intensamente a los ojos y luego recorrió toda mi vestimenta, aunque no con la cara de asco
habitual de los demás, sino con el ceño fruncido, como si algo no terminara de cerrarle. Me
volvió a mirar a los ojos y luego me dijo:
-Por acá cerca hay un refugio.
Volví a asentir. No sé porqué me estaba quedando callado. Quizás tenía que ver con que
me daba la sensación de que descubriría mi disfraz al pronunciar la primera palabra. Además
estaba por lo visto muy bien informada acerca de lo relativo al vagabundo y no tenía miedo de
conversar con uno. Por supuesto. No podía ser otra cosa que estudiante de asistencia social.
Teníamos una de esas en Valmont, aunque yo nunca había terminado de comprender cuál era
verdaderamente su función en la empresa. Los dos nos quedamos mirándonos un instante y
luego ella abrió su cartera y sacó 5 pesos de su billetera, que me ofreció con una sonrisa. Era
la gloria. ¿Sería posible que estuviera rodeado de ángeles y que todos se hubieses complotado
para asistirme? Con la mano temblorosa, venciendo todos mis esfuerzos y estructuras, tomé el
billete y me quedé observándolo sin hablar. Vi que la chica volvía a meter su mano en la
cartera y ahora me entregaba un sobrecito de pañuelitos de papel. No entendí demasiado
porqué lo hacía, pero recordé que Romina también lo había hecho antes y recién entonces caí
en la cuenta de que estaba llorando otra vez. Qué complicado se estaba volviendo todo esto.
Tal vez lo mejor sería que me fuera directamente al estacionamiento otra vez. No parecía estar
preparado realmente para enfrentar el mundo real.
-Gracias -logré masticar, aunque sonó como un susurro.
Ella me volvió a sonreír y se alejó caminando. Me soné los mocos con uno de los
pañuelos y luego volví a mirar el billete que tenía entre mis manos. Había cruzado una delgada
línea de la que no había sido consciente antes. Había pasado de ser vagabundo a mendigo y
eso había dado directamente contra una de las estructuras más fuertes de mi existencia. La
cultura del trabajo para el propio sustento y como proveedor de la dignidad humana había sido
no sólo una idea sino un método de enseñanza incluso desde la escuela primaria. Jamás lo
había cuestionado y me sentía terriblemente culpable por obtener dinero sin haber hecho un
esfuerzo previo por él. Casi me sentía un ladrón de esa pobre chica que pasó por mi lado. Y
también otra cosa. No era sólo este billete lo que me llenaba de dolor, sino la pregunta que
llegó aunque quise evitarla. ¿Y después? No podría alimentarme en el refugio por el resto de

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mi vida y aparte, bien o mal, necesitaría volver a trabajar en algún momento. Así le pidiera
plata prestada al Turco, quien no se rehusaría a darme, ¿qué ocurriría luego? Y si consideraba
la idea de enfrentar este dolor y volverme un mendigo de profesión, ¿cuánto tiempo podría
sostener esa vida? ¿Cuánto tiempo podría tolerar las caras de satisfacción de las personas que
se autoconvencen de que son bondadosas al entregar limosnas? Y una vez más, no eran esas
personas las que me daban vergüenza sino yo y mi pasado hipócrita. No podría tolerar recibir
dinero ajeno quedándome de brazos cruzados porque cada persona me recordaría lo que fui y
aún no conseguía perdonarme por haber perdido semejante cantidad de tiempo en mi vida.
Pero, además, ¿de dónde llegaría esa dignidad que nace de sabernos útiles para algo? Siendo
plenamente consciente de eso no había manera de considerarme a mí mismo como un
mendigo. Así me dedicara a extender mi mano con cara de sufrimiento durante algún tiempo,
quizás para ahorrar algo de dinero, aún así sabría que no es lo correcto y me había prometido a
mí mismo jamás volver a faltarle el respeto a mi consciencia. Pero entonces, ¿qué podía
hacer? No conseguiría trabajo en este estado y no podía modificar las condiciones por el
momento, debido a que aún no sabía si me estaba persiguiendo la ley. La única alternativa que
tenía era desesperada e implicaba a Oviedo por todos los ángulos. Necesitaba ponerme en
contacto con él de manera urgente. Volví a prestar atención al billete y tomando aire para
encontrar coraje, me di vuelta y entré en el cyber. El muchacho se puso de pronto tenso y me
miró sin pestañear, apretando los labios. No se animó a mirarme de arriba abajo, pero su vista
periférica estaba haciendo todo el trabajo.
-Por favor, no te asustes -le dije al acercarme.
Y no sé si fue el hecho de decirle que no sienta lo que estaba evidentemente sintiendo o
mi manera de hablar lo que hizo que inmediatamente disimulara y tirara todo su peso hacia
una de sus piernas, como relajándose.
-No estoy buscando problemas -continué lentamente, viendo que al menos un trozo de
hielo se había caído. -Tengo 5 pesos y sólo necesito usar una de las computadoras.
Le dejé los cinco pesos sobre el mostrador, para que viera que no estaba bromeando, e
inmediatamente pude ver a través de su expresión lo que estaba pensando. ¿Cómo es que un
vagabundo recibe 5 pesos y en lugar de comprarse droga o alcohol o comida o ropa entra en
un cyber? La verdad fue que la pregunta me pareció tan acertada que tuve que contenerme
para no soltar una carcajada. ¿Por qué tendría una persona en ese estado tanta necesidad de
usar una computadora? O mejor aún, ¿cómo había aprendido a usarla? Evidentemente esas
preguntas no estaban pasando sólo por mi mente, ya que el muchacho se quedó estupefacto
intercalando su vista entre el billete y yo.
-¿Puedo? -le pregunté, señalando las máquinas.
Entonces pestañeó varias veces y asintió, tratando de disimular su sorpresa. Esta sería una
anécdota que probablemente contaría a sus amigos.
-Pasá por la... cuatro -me dijo, mirando su monitor y haciendo sonar a la indicación como
una pregunta, debido a su todavía marcada sorpresa.
Le sonreí y caminé hacia la máquina, sabiendo que me estaba clavando la mirada
sospechosa que ahora podía darse el lujo de expresar porque sabía que no lo veía. Cuando me
senté frente a la computadora comencé a sentir una inesperada ansiedad, muy parecida a la
esperanza. Hice doble click sobre el ícono de internet y antes de que se abriera la página, ya
tenía en mis manos el papelito con la dirección de e-mail. Volví a sonreír al releer donde

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decía: Estos datos son seguros. Sonaba absurdo, pero al caso, también lo era toda esta
situación. Me metí en el gmail y me abrí una cuenta nueva sin pensarlo dos veces. De ninguna
manera le iba a contestar desde mi correo personal, que no tardarían mucho en dar de baja de
todas formas. Pero cuando accedí al ingreso de datos me puse a pensar qué nombre ponerle al
correo para que capte la atención de Oviedo entre todos los mails basura que seguramente
había recibido en todo este tiempo. Mi nombre no era una alternativa. ¿Qué podría ser? ¿Algo
relacionado con el 300c? Después de todo él había apelado a ese recurso para llamar mi
atención. Pero, ¿300c qué? ¿300cazulpolarizado@gmail.com? Era una opción.
¿elcochazo300c@gmail.com? No. Eso era una estupidez. Probablemente él no recordaba que
le había dicho así. Mierda. Cómo empecé a desear tener la carpeta de recortes conmigo.
Seguramente había puesto algún dato más para que yo le prestara atención. Volví a mirar el
recorte y entonces lo encontré: estosdatossonseguros300c@gmail.com. Perfecto. Él había
puesto esa frase insólita para mí, así que sería ideal que comprendiese que entendí el código.
Puse datos falsos en el resto de los campos y al cabo de cinco minutos tenía un nuevo correo
listo para ser usado. Pero ahora tenía otro problema. ¿Qué le diría? Luego de todo este tiempo,
era probable que ni siquiera chequease el correo él mismo. O peor, que se lo hubiesen
hackeado disimuladamente. Tenía que lograr escribir algo lo suficientemente absurdo como
para pasar desapercibido, pero lo suficientemente inteligente como para captar la atención de
Oviedo. ¿Qué sería? Podría comenzar sonando como un fan de la revista. No, eso haría que
descartase el mail inmediatamente. Tal vez algo de lo que hablamos en alguno de nuestros
almuerzos. Algo que tengamos en común y que sólo él y yo sepamos. Sí. Comenzaba a ir por
buen camino.
Sr. Oviedo: Me pongo en contacto con usted para hacerle llegar una inquietud. Usted
había publicado muchas notas acerca del reality show antes de que éste comenzara y luego de
la fiesta inaugural dejó de hacerlo. Quisiera saber porqué.
Gracias Turco por resaltar esa particularidad. Bien. Era un comienzo bastante
impertinente pero escrito con clase. Al menos eso conseguiría llamar su atención.
Hace mucho que sigo las publicaciones de su diario, pero no pude hacerlo este último
tiemp--
No. Eso no sirve. Nada que refiera directamente a este último tiempo. Al menos no por
ahora. Me daba cuenta de que la ansiedad de comunicarme con él me estaba jugando en
contra; olvidaba que podía ser muy peligroso que alguien me descubriera. Ya suficiente riesgo
estaba corriendo esta contradicción entre un vagabundo y una computadora.
Me llamaron la atención las sucesivas publicaciones de datos concernientes al 300c de
Chrysler ya que casualmente es mi auto favorito.
Sí. Eso estaba bien. Supongo que no sería el primero en hablar bien del 300c.
Me gustaría saber más acerca de ese cochazo -OK, tenía que intentarlo- y quería saber si
usted podría brindarme esa información.
Desde ya, muchas gracias.
¿Con qué nombre firmo? ¿Qué puede llamar su atención pero no la de alguna otra
persona? ¿Julieto? No. A pesar de que estaban uno al lado del otro cuando me alejé de la fiesta
y ambos dispuestos a ser cómplices de asesinato, no sabía si habían seguido en contacto estos
dos meses y quizás entienda que es ella quien desea contactarlo. Me estaba volviendo
paranoico. Mierda. Estas son las clases de cosas que salen de una mente trastornada. Pero,

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claro. No había prueba fehaciente de que yo no estuviera al menos mínimamente tocado.
Aparte tenía motivos para estar paranoico. No quería ir a la cárcel ahora que sabía que no era
un asesino. ¿GD? No. Muy obvio. Pero... ¿Gui-Do? Guido. Guido era perfecto. Un nombre
como cualquier otro. Ese no llamaría la atención. Podría disimular agregando algún apellido.
Pero, ¿cuál? Algo relacionado con la empresa... Valmont... Valmont... ¿Tinto? Después de
todo, sí era cierto que tenía el nombre de un vino. Sí. ¿Guido Tinto? Suena bien.
Me despido con un cordial saludo,
Guido Tinto.
Casi parece gracioso este jueguito de detectives. No era demasiado arriesgado después de
todo. Aún si descubrieran que ese nombre es una farsa, o que el e-mail había sido enviado
desde esta casilla, no podrían asociarlo conmigo. O, al menos, esperemos, no antes que
Oviedo. Releí todo, apreté la tecla send y cerré la sesión. Me levanté de la silla y caminé hacia
la puerta.
-¡Hey, ch‟amigo! -me dijo el muchacho.
Oh-oh. Problemas. Me paré en seco. ¿Me habría descubierto? ¿Habría aprovechado mi
distracción para llamar a la policía? ¿Tendría una foto mía debajo del mostrador?
-Tomá -me dijo cuando me di vuelta para mirarlo, más asustado de lo que había estado él
cuando me vio entrar.
Me acerqué y vi que tenía en la mano dos billetes de dos pesos. Es impresionante lo
rápido que aprende uno a diferenciar billetes cuando vive en la calle. Pero no los tomé. Sólo lo
miré extrañado.
-Estuviste 20 minutos -me dijo, casi riendo. -Un peso te sale nada más.
Ah, cierto. Le había dejado cinco. Genial. Al menos tenía cuatro oportunidades más para
revisar el correo en estos días.
-Gracias -le dije, sonriendo.
Él me devolvió la sonrisa, pero todavía estaba demasiado asombrado por lo bizarro de la
situación como para relajarse. No era bueno igual que yo haya llamado tanto su atención.
Cualquiera que entrase aquí preguntando por alguna situación fuera de lugar, sería la primera
que él recordaría. Y eso haría que inmediatamente me identificaran como un vagabundo.
Tenía que volver a la plaza. Cerca del Turco era el único lugar en donde me sentía
medianamente seguro. Quizás lo mejor sea esperar en el estacionamiento, al resguardo de
cualquier posible peligro, a que Oviedo se ilumine y reconozca mi mail. Este era el peor
momento de todos: cuando uno se ve obligado a esperar cruzado de brazos a que el universo
decida conjugar los planetas para que las cosas avancen. Tiempo muerto. ¿Qué hacer ahora?

-¿Turco...? -le dije, mientras me acercaba a él.


-Decime -contestó, sin sacar la vista de la cacerolita que tenía al fuego.
Con un palito avivaba las pequeñas ramitas, haciéndoles sacar chispas.
-¿Qué hace la gente acá para ganar dinero?
Me sorprendió que se riera de pronto tan estruendosamente. Casi se cae al suelo. Los que
estaban un poco más lejos se dieron vuelta a mirarnos.
-¿Cómo llegaste a gerente, loco? -me preguntó, todavía riendo, y todavía sorprendido.
-No entiendo.
-Pa‟ se‟ un gerente, esa es la pregunta má‟ pelotuda que te escuché.

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Y siguió prestando atención al agua que estaba en el fuego, aún negando con la cabeza y
sonriendo. Pero yo me quedé en silencio. Estaba claro que algunos robaban; de hecho gracias
a él había sido casi víctima dos veces. Pero no podía ser que fuera esa la única manera de
obtener dinero. Alguien tendría que aparecer con una mejor idea, con algo más... seguro, al
menos. Quizás no me había expresado del todo bien.
-Aparte de robar -aclaré.
Pero él se puso serio de golpe y me miró apretando los labios.
-Acá no se roba. Acá se trabaja -me escupió, casi ofendido.
Wow. Ahora sí me había dejado atónito.
-Disculpame -dije enseguida. -Me estaba basando en mi propia experiencia.
Podía tenerle mucho respeto a este hombre, pero no le tenía miedo, y él entendería
perfectamente mis palabras, considerando que anteriormente estuve a punto de ser su víctima
dos veces. Pero él no se ofendió. Simplemente me miró y de la manera más natural del mundo,
dijo:
-Yo estaba trabajando ese día.
Supongo que habrá querido hacer referencia al día de su „epifanía‟ -todavía me costaba
trabajo pensar que depositara en mí las cualidades de un profeta-. No estaría teniendo en
cuenta aquella vez en la que no me afanó gracias a que había un policía cerca.
-No entiendo -le dije.
Era cierto. Me había perdido. Hasta donde yo recordaba, él había intentado afanarme.
-Yo trabajo en la plaza. De lune‟ a vierne‟, de 6 a 12 del mediodía -soltó, y por un
momento creí que me estaba jodiendo. -Cada uno de nosotro‟ tiene un lugar y un horario
asi‟nado, ¿me entendé‟?
Me quedé callado, asombrado. Realmente no quería faltarle el respeto ya que sonaba
demasiado serio en sus palabras, pero no me estaba dejando más opción que reírme. Creo que
decidí mantener la calma, ya que preferiría pasar por boludo por caer en una de sus jodas, que
irritarlo. Por suerte siguió hablando. Tal vez así terminaría de comprender por dónde venía la
mano.
-Vo‟ no so‟ un boludo. Te habrá‟ dado cuenta de que acá se hace lo que yo digo.
Asentí con la cabeza sin hablar. De eso me había percatado ya. Lo que no entendía era
qué tenía que ver esa aclaración con lo anterior. Una vez más, el silencio me pareció la mejor
respuesta.
-Por eso yo trabajo en la plaza. Es el lugar má‟ arriesgado, pero también me permite un
mayor control, ¿me entendé‟? A vece‟ lo‟ pibe‟ se pasan de rosca y tengo que intercedé‟.
Aún no podía creer lo que estaba escuchando. En tanto más aclaraba su trabajo más se
acercaba a una broma bizarra y más en serio parecía que hablaba. Si en efecto me estaba
jodiendo, tenía un talento nato para ello. Pero ya no pude seguir adelante con esto; me parecía
una tremenda farsa y la hipocresía había dejado de caerme simpática.
-Me estás jodiendo, ¿no? -le dije, y sonó más impaciente de lo que quise.
-Para nada -me contestó. -Vo‟ tenía‟ un lugar de trabajo y cumplías un horario. ¿O no?
¿Por qué es distinto tu trabajo del nuestro?
-Yo no cobraba en contra de la voluntad de la gente -dije, más sereno por fuera, pero
mucho más irritado por dentro.

®Laura de los Santos - 2010 Página 233


Era indignante tener que oír a un hombre al que le tenía tanto respeto hablar tan
generosamente de la profesión del chorro.
-Ah, ¿no? -me desafió, con una risita de medio labio y sólo una ceja levantada.
-No -contesté.
Podía ser un asesino, un hipócrita, un soberbio, pero no era un ladrón. Entonces dejó a un
lado el palito y se giró para mirarme a los ojos mientras hablaba.
-¿Quién mierda necesita un auto lujoso? -dijo, casi con bronca.
Yo no pude evitar reír. ¿Realmente iba a querer convencerme de que yo le estaba robando
a la gente por convencerlos de necesitar algo innecesario? OK. Sí. Era clarísimo eso. El
mundo entero de la publicidad se basaba en eso. La sociedad del consumo compra lo que le
dicen que necesita. Pero no estaba dispuesto a entender eso como robo.
-Yo no le puse un arma en la cabeza a nadie para que compre un auto, ni obligué a fuerza
de cuchillo a que actuaran en contra de su voluntad.
-No. Peor. Al menos yo les recuerdo que tienen una posibilida‟. Ustede‟ son los enfermos
que actúan sobre la gente como traidores. Ustedes van por atrá‟, loco.
-Decime de qué manera le recordás al que estás afanando que tiene una posibilidad. „O te
doy mi dinero o me matás‟ no suena como una alternativa válida. Si la gente tiene ganas de
gastar su dinero, lo va a hacer en alguna cosa. Ahí es donde entro yo a sugerirle en qué.
Sugerirle, no obligarlo.
-¿De la misma forma que le sugeriste al hijo „e puta ese que casi matás a golpes?
Ouch. Golpe bajo. Bajísimo. Eso sí que fue duro. Por un instante sentí el agujero que me
acompañó durante dos meses y que aún se obstinaba a mantenerse adentro. No quise, pero
tuve que llevarme la mano a mi estómago, para corroborar que todavía estuviese ahí. Por un
momento me dio la sensación de que cualquiera podría ver a través de él. Tuve que
concentrarme demasiado en el aire que mis pulmones intentaban rechazar para no desmayarme
ahí mismo. Cerré mis ojos por un momento y cuando los volví a abrir, el Turco me miraba con
un poco de bronca y otro poco de culpa. Pero yo no me achiqué.
-Ahora entiendo por qué pensaste que para salvarme, lo primero que tenías que hacer era
privarme de mi voluntad. Es la base de todos tus actos, ¿no?
Me dio un poco de cosa retrucarle eso. Inmediatamente pude ver cómo la culpa
desaparecía de su rostro y toda la sangre de su cuerpo corría hacia su piel. Honestamente creí
que me iba a golpear, cosa que iba a lamentar más después él que yo, pero no lo sentí capaz de
controlarse. Pero en lugar de eso me miró con asco, se levantó, hizo volar por el aire de una
patada la cacerola y se fue caminando furioso. Yo bajé el brazo que había levantado
instintivamente para taparme la cara y agradecí no haber estado cerca del agua hirviendo,
porque ahí sí que Romina no me hubiera podido curar. Me quedé un instante quieto, mirando
las cosas que habían quedado desparramadas y pensando en la reciente conversación. Algunos
de los pibes del grupo del Turco me miraban de reojo, con expresiones de confusión, mientras
lo veían alejarse y luego volvían su rostro hacia donde yo estaba. No les duró mucho igual.
Enseguida volvieron a sus rutinas.
Siempre había pensado que la gente robaba porque no veía ninguna alternativa
correspondiente con su situación. No podía imaginar a uno de estos chicos cumpliendo un
horario de trabajo en una oficina. Sus condiciones eran errantes y yo, con mi mentalidad de
empresario, nunca hubiese contratado a uno de ellos. También estaba la droga de por medio.

®Laura de los Santos - 2010 Página 234


Siempre veía en la tele que las adicciones generaban todo tipo de noticias y anécdotas de
familiares preocupados y sufriendo de impotencia al ver cómo sus hijos desvalijaban y
vendían todo lo que podían de sus propias casas para conseguir dinero para las drogas. Pero
nunca imaginé que alguien pudiera venir a decirme que era un trabajo tan viable como
cualquier otro y que aún teniendo la posibilidad de modificar esa situación, aún así seguiría
empleando su tiempo en él. Porque incluso ahora, que ya me había adaptado a la sorpresa
inicial que me produjo la conversación con el Turco, no podía terminar de creer lo que había
oído. Aún si fuera cierto que yo también le robaba a la gente en mi trabajo -cosa que me
parecía imposible de comparar de alguna manera con su... profesión- eso no justificaba ni
remotamente sus actos. De hecho había sido él quien se sentía indignado por el consumismo.
Si nosotros como empresarios nos dedicábamos a robarle a la gente tan descaradamente como
él sugería y eso tanto le molestaba, ¿por qué lo estaba haciendo él también? Todavía no podía
creer que sólo eso de que le „recordaba a la gente que tenía una posibilidad‟ le sirviera de
justificación y motivación suficiente para seguir haciéndolo. Como una especie de Sócrates
postmoderno bizarro que, en lugar de hacerle preguntas a la gente para que se cuestionen su
propia existencia, los obliga a enfrentarse consigo mismos a punta de pistola. Eso en el caso de
que la persona no sufra un infarto previamente o que, por algún milagro, consiga extraer
semejante positivismo de una experiencia como esa. De todas formas, haber sacado de quicio
al Turco no me hacía sentir mejor persona por ser más capaz que él de mantenerme en mis
cabales. Eso sólo era el resultado de demasiados años de entrenamiento en ceremonial y
protocolo. No quería hacerlo sentir mal y me dolía provocarlo. Quería tratar de comprender
qué era realmente lo que se escondía debajo de esa explicación absurda. A esta altura ya me
encontraba más allá del bien y del mal y me importaba más ponerme en su lugar que ganar una
batalla. Yo no sabía si el trabajo era la única manera de acceder a la dignidad, pero sí había
algo que veía clarísimo y eso era que ninguna de estas personas la estaba sintiendo. Así
terminaran por convencerse de que robar era tan trabajo como cualquier otro, el dinero que
„ganaban‟ era inmediatamente reinvertido en drogas. Incluso el Turco, que era evidentemente
más inteligente y capaz, luego de haberse decidido a modificar ciertos aspectos de su vida, me
había dicho abiertamente que seguía afanando tan rutinariamente como cualquier otro día. No
quería darles a sus hijos el ejemplo de asesino, pero ¿qué estaba logrando con esa otra clase de
actos? Y, en última instancia, ¿por qué tenía eso algo que ver conmigo? ¿Por qué sentía que de
pronto los roles se habían invertido y que ahora era yo quien debía ayudarlo? Y en tal caso,
¿cómo lo haría? Yo nunca había sido demasiado bueno para dar consejos, ni demasiado hábil
para inventar respuesta inteligentes sobre la marcha. Todos los discursos que alguna vez di, o
las notas que escribí, fueron resultado de estudios y análisis previos, de cantidad de borradores
y -lo más importante- de la colaboración de Julieta. OK. La total y completa dependencia de
Julieta. Incluso esta misma noche me había costado 20 minutos organizar un mail de tres
líneas para Oviedo. Siempre fui un ferviente seguidor de que la mejor enseñanza es el
ejemplo. Pero, ¿cómo aplicar el ejemplo acá? ¿Cómo puedo mostrarle al Turco que robar lo
está alejando claramente de la dignidad y que eso no colabora con el ejemplo que quiere darles
a sus hijos? Y no sé si fue el hecho de estar mucho más atento a la realidad y a mis recuerdos o
el silencio nocturno de la ciudad lo que me hizo inspirar, pero de pronto recordé algo que me
podría servir estupendamente: el ilusionista. No tenía la menor idea de quién era ni cuál era su
historia, pero de pronto sentí un voraz deseo de encontrarlo. Recordé la sonrisa que me brindó

®Laura de los Santos - 2010 Página 235


cada una de las veces que me lo crucé y su perenne alegría y dedicación a su trabajo y llegué a
la conclusión de que si bien no sabía certeramente si él iba a ser la respuesta que estaba
buscando, al menos sería un punto de partida, y solamente eso ya me rebalsó de esperanza. Me
levanté de repente y, al darme vuelta, sin querer me choqué a Romina, que venía con unos
fideos en la mano. Nos disculpamos a la misma vez y acto seguido su cara se transformó al ver
el desastre que había dejado el Turco.
-¿Qué pasó acá? -preguntó.
-Tuvimos una pequeña discusión -le respondí, algo avergonzado.
-Pequeña... -repitió ella, mirando el quilombo.
-Supongo que no se puede discutir suavemente acerca de los valores y la dignidad, ¿no?
Romina me miró y sonrió con frustración.
-Al menos no con Ramón -aclaró.
Ella sabía que algo andaba mal, si no con el mundo, al menos con la realidad que les
tocaba enfrentar. Quizás podía servirme de ayuda. Y creo también que cualquier cosa que
colaborara con el bienestar de su marido sería una buena idea.
-¿Te puedo hacer una pregunta? -arriesgué.
Romina asintió.
-¿Vos trabajás?
Se quedó un instante pensando. Miró al suelo antes de contestar, como avergonzada.
-Antes de los chicos. Trabajé de mucama un tiempo. Después Ramón me dijo que con lo
que él ganaba ya no iba a ser necesario.
-¿Con lo que él... ganaba? -pregunté.
Me costaba bastante trabajo creer que Romina desconociera la „profesión‟ -aún me
resultaba irracional llamarla así- de su marido. Pero más me costaba creer que compartiera su
concepto de robar como un trabajo. Ella negó con la cabeza y se dejó caer en el tronquito que
antes había ocupado el Turco. Suspiró y dijo:
-Cuando empezamos a salir él estaba trabajando en la construcción. Tenía horarios
desparejos. Viajaba mucho acá y allá. A veces ganaba bien y otras no tanto. Después, de un
día para el otro, me dijo que había conseguido un trabajo estable y que ya no iba a tener que
viajar tanto, y que iba a tener un sueldo todos los meses y que iba a ser suficiente para los dos.
Cuando le pregunté acerca de ese trabajo me respondió que era bueno y que lo respetaban y
que lo hacía sentir bien; pero nunca me dijo cuál era el trabajo.
Hizo una pausa, como recordando algo, y luego negó con la cabeza. En ningún momento
de toda la historia me miró; simplemente se puso a jugar con el paquete de fideos que llevaba
en la mano.
-Yo tampoco le pregunté demasiado después -prosiguió. -Recibí por una vez a la
comodidad con los brazos abiertos. Ya estaba harta, cansada y embarazada. Y no fue hasta que
lo tuve que ir a visitar a la cárcel que me di cuenta de lo caro que me había salido.
Yo tenía mil preguntas para hacerle. ¿Por qué se había quedado al lado del Turco a pesar
de saber que corría todos los días el mismo riesgo? ¿Qué estaba sintiendo? ¿Cómo podía vivir
así? Quería saber si había hablado de esto alguna vez con él, si pensaba en las posibilidades, o,
simplemente, si sabía que las tenía. Pero no era el momento. Me di cuenta de que esta mujer
tenía cada vez más cosas en común con Julieta. Me surgían acerca de ella los mismos
interrogantes que hacían referencia a la otra. De alguna manera, me sentía tan atrapado como

®Laura de los Santos - 2010 Página 236


el Turco y sabía también que a él se le cruzaban por la mente las mismas preguntas que a mí.
¿Serían realmente ángeles estas mujeres, capaces de permanecer al lado de hombres nefastos
contra viento y marea? ¿O eran concisamente masoquistas?
-Y las eternas promesas... -siguió Romina, después de una pausa. -„Voy a volver a la
construcción‟, „no va a ocurrir más‟, „fue la última vez‟ -lo citaba, negando con la cabeza. -Y
su hermano...
Pero quebró. Ya no pudo seguir sacando a la luz los recuerdos. Verla triste me hacía doler
el pecho casi tanto como el recuerdo de Julieta llorando. Me desesperaba. Su realidad, las
injusticias que tenía que vivir, su coraje malgastado. Me surgían unas terribles ganas de
consolarla, pero ¿quién era yo para hacerlo, si no había hecho otra cosa que herir a mi propio
ángel durante más de 10 años? No sabía qué hacer, pero sí sabía lo que no podía hacer y eso
era juzgar al Turco; porque cualquier cosa que pensara de él, volvería a mí como cada una de
las cosas que venía pensando de todos los demás. De pronto ya no me sentía diferente de nada
ni de nadie. No podía saber si era bueno o malo, ya que no encontraba un límite cruzable
capaz de conducirme hacia la luz o hacia la oscuridad. Todo de pronto fue gris y la percepción
del mundo se volvió tenue y pareja, sin sombras ni reflejos ni distinciones de ninguna clase, al
menos no esas que emiten juicios de valor. ¿Por dónde comenzaría a ayudar a alguien, si no
sabía realmente si esa persona estaba equivocada o no? ¿Cuál sería el camino a transitar si no
existía una dirección correcta hacia la cual dirigirse? ¿En qué basaría mis actos? ¿Cómo podría
saber yo qué es bueno o conveniente o útil para alguien si todo resulta de pronto invaluable?
Pero también sabía otra cosa, y eso era que no quería ver triste a Romina. Quizás era porque
ya no podría ver sonreír a Julieta nunca más, quizás era porque necesitaba yo hacer algo con
mi nueva existencia, quizás era porque al menos la alegría no era dañina. Pero algo había
aprendido en este tiempo. El Turco me había demostrado que el bienestar de ambos es nuestra
libertad. Y ahora que sabía eso, no podría volver a sentirme libre a menos que intentara ayudar
a otros en su propia libertad. Tanto el Turco como Romina se sentían atrapados y gracias a la
paciencia que me tuvieron, yo pude salir adelante. Ahora era mi turno de retribuir esos favores
basándome en lo que mi propia experiencia me había enseñado, así como fue posible para el
Turco ayudarme gracias a sus terribles vivencias. Y el único punto de partida que veía como
posible ahora, estaba relacionado con el ilusionista; él era, por el momento, el único ejemplo
claro de trabajo digno que veía en esta realidad. Tenía que ponerme en marcha y tenía que
hacerlo pronto, antes de que la espera de la respuesta de Oviedo terminase por volverme loco.

No sabía dónde buscarlo, menos a estas altas horas de la noche. La única referencia que
tenía era el semáforo en el que siempre lo veía hacer sus actos de ilusionismo. Su „lugar de
trabajo‟, su „oficina‟, como lo llamaría el Turco. Por supuesto que estaba desierto. A esta hora,
cualquiera concluiría que es una pérdida de tiempo trabajar, teniendo tanto tráfico durante el
día. Pero no tenía otra pista así que decidí quedarme a esperar ahí. De todas formas, era lo
mismo quedarme sentado acá que en la plaza. Al menos de este lado de la 9 de Julio tenía un
poco más de distracción, aunque por algún motivo, no podía evitar sentirme apretado por los
edificios. Este semáforo era la última de mis postas cuando trabajaba de gerente y me ocasionó
cierta ansiedad saber que estaba ahora tan cerca del edificio de Valmont. Una ansiedad
bastante parecida al temor. Una ansiedad que conduce directamente al pánico si no es
sostenida a tiempo. Me dije a mí mismo que estaba bien disfrazado. Recordé las palabras del

®Laura de los Santos - 2010 Página 237


Turco: el vagabundo es invisible, y me calmé. Igual no me animaba a mirar demasiado a mi
alrededor; no quería recordar ese paisaje de hormigón armado y vidrios espejados que tantos
años relacioné con el éxito y la ambición. La diferencia entre aquellas memorias y esta
realidad todavía me chocaba demasiado. Al menos la vida nocturna de la ciudad de Buenos
Aires tenía más que ver con esta nueva -aunque transitoria, tenía que aclararme para no
romper en llanto- forma de vida que con la anterior y no me sentía tan ignorado o temido
como durante el día. Lo irónico era que yo mismo decidía quedarme a pasar la noche en la
oficina cuando me quedaba a trabajar hasta tarde para no tentar a mi suerte y ser víctima de
algún robo, y ahora que me encontraba de este otro lado, también deseaba evitar encontrarme
con quien fui por el dolor que me generaba ser temido e ignorado por establecimiento social.
Esta simbiosis de realidades funcionaba tan bien en una ciudad como esta porque ambas partes
desean evitarse y entonces el rechazo termina siendo, paradójicamente, el eslabón que las
mantiene unidas.
Por mi lado comenzaron a pasar los cartoneros. Aquellos a quienes miraba desde el piso
19 con esa patética lástima aprendida. Pero también recuerdo ahora algo acerca de ellos que
me produjo cierta satisfacción. Esta gente estaba trabajando. A diferencia de los chorros,
hombres y mujeres de todas las edades estaban dispuestos a introducir sus manos en las
bolsas, en busca de materiales reciclables, en lugar de meterlas dentro de bolsos y carteras
para extraer dinero fácil. Y, ahora que lo pensaba un poco más detenidamente, ya que pasaban
por mi lado y me daban una paliza de consciencia social, no parecía tener demasiado sentido
que alguien quisiera revolver toda su vida bolsas de basura en lugar de robar, por más
peligrosas que resultaran las consecuencias en caso de ser atrapados. ¿Sería dignidad lo que
los movía a actuar? ¿Pasaría por sus mentes la diferenciación entre bien y mal? ¿O lo harían
simplemente por rutina? Al ver sus rostros no parecían ni remotamente tan alegres como el
ilusionista. Pero, no cualquier trabajo brinda felicidad. Quizás sí dignidad, pero la felicidad no
tiene que ver con el dinero -qué cliché-, sino con la satisfacción de los propios sueños. Sentirse
útil puede brindar bienestar. Pero esa totalidad existencial no es tan fácil de alcanzar, o no
forma parte de la misma fórmula. Lo sé porque no fui feliz todo el tiempo que duró mi pasaje
por Valmont. Quizás podría pensar que no se puede ser feliz todos los días, pero ni siquiera
sabía si tenía que ver realmente con eso o con el hecho haber ignorado a mi consciencia
durante tanto tiempo. Los primeros años habían sido la gloria. Sobre todo después de que
Julieta entró en mi vida. Había ingresado en una de las empresas más importantes del mundo,
con acciones que se disparaban hacia el cielo mes a mes. A pesar de que había salido de la
universidad con un título magna cum laude, y que gracias a ello fueron las empresas quienes
se interesaron en mí antes que yo en ellas, sabía perfectamente que mi vida entera eran los
autos y que nada deseaba más en el mundo que entrar a trabajar en Valmont. Así que cuando
me presenté descaradamente en la entrada y le dejé mi currículo a la recepcionista, aún
sabiendo que probablemente sería rechazado inminentemente, tenía una ansiedad que no
comprendía demasiado, pero que me hacía sonreír con ese aire de juventud idealista. Mi padre
estaba furioso por haber gastado todos sus ahorros en mi educación privada para que yo
desperdiciara cada una de las ofertas de las más importantes empresas del país. Pero yo quería
trabajar en Valmont y haría cualquier cosa para conseguirlo. Ese, sólo ahora me daba cuenta,
es el último recuerdo que alguna vez tuve de escuchar a mi corazón y salir a perseguir mis
sueños. Esa fue la última vez que tuve convicción por algo; la última vez que escuché a mi

®Laura de los Santos - 2010 Página 238


consciencia sin temor a que me contestara que estaba equivocado; la última vez que sonreí sin
causa y la última vez que lloré de emoción cuando finalmente entré en Valmont. Hacía más de
12 años... Mi madre jamás habló del tema, ni opinó ni contradijo jamás a mi padre. Él estaba
rabioso e indignado cuando le dije que había conseguido el trabajo de mis sueños. A él no le
entraba en la cabeza que alguien con un cerebro de la „calidad‟ del mío -recuerdo que fue esa
la palabra que empeló entonces- pudiera rebajarse a ser ayudante en el departamento de
mecánica, cuando tenía la posibilidad de trabajar en el exterior, ganando en un año todo el
dinero invertido en mi intachable formación académica. Por entonces sentí bronca. Me sentí
incomprendido y, a pesar de lo feliz que me sentía por estar haciendo lo que realmente quería,
la decepción que me provocó que no aceptara mis sueños hizo que poco a poco me fuera
alejando de él. Cada vez hablábamos más esporádicamente y en tanto más me preguntaba él
acerca de mi trabajo, más aversión sentía a contarle los enormes progresos que estaba
haciendo en tan poco tiempo. Para el día que llegué a gerente ya ni siquiera nos hablábamos.
Cuando finalmente conseguí lo que él quería de mí, sentí más vergüenza que satisfacción y
ahora, recién ahora, que ya no tengo más deseos de mentirme a mí mismo, puedo caer en la
cuenta de que si dejé de contarle mis anécdotas laborales fue, no por venganza hacia él por su
incomprensión, sino porque en tanto más me convertía en el hombre que él quería que yo
fuese, más poderoso me sentía, y la creciente fama y los consecuentes reconocimiento y
admiración me volvieron soberbio y ambicioso. Rápidamente me hice amigo de esa vida y con
mucha más facilidad olvidé primero mis sueños y después quién era. Ahora sé que si no le
conté a mi viejo lo que hice todo este tiempo fue porque tenía pavor a que él me siguiera
alentando por un camino que no me hacía sentir bien acerca de mí mismo, pero que más temía
abandonar. Mi consciencia se fue apagando y dejé de verme a través de mis sueños para
cumplir con las expectativas de los demás. Y así me volví dependiente de la mirada ajena. Y
así también escondí la creciente vergüenza debajo de un traje lujoso y un maletín de cuero
importado. Me convencí a mi mismo de que mi padre me había traicionado, para no tener que
explicarle que gracias a la presión que él había depositado en mí ahora no era feliz sino
miserable. Lo culpé de todo y así seguí adelante con mi paupérrima existencia. No. No era
feliz. Y sin embargo era tan fácil echarle la culpa, convertirlo a él en el traicionero que yo
había sido conmigo mismo. Todo el tiempo me decía que si no lo hubiera escuchado, que si
hubiese seguido mi camino y mis sueños, ahora sería mucho más feliz. Depositar en él toda la
responsabilidad era cómodo. Porque aparte siempre fue aceptado socialmente que los padres
arruinen la vida de sus hijos. Tiraba mierda contra él y contra mi madre por haber sido siempre
tan sometida, y contra la sociedad y contra el mundo, pero... no abandonaba mi trabajo. Era
miserable, pero... me dedicaba a observar el río desde un despacho forrado en cuero en el piso
19 de un edificio. Sólo ahora podía comprender lo cobarde que fui, creyéndome el rey del
mundo. Qué patético. De pronto me puse a pensar por qué había tardado 12 años en cagar a
trompadas a mi jefe. En esas condiciones era una bomba de tiempo y me sorprendió que haya
aguantado tanto. Pero recordé entonces que algo bueno tenía ese trabajo; yo era útil y eso me
brindaba al menos cierta dignidad. Y ahora que vuelvo a dirigir mi atención hacia estos
cartoneros, no puedo apreciar en sus miradas ni un mínimo grado de satisfacción; sólo rutina e
indiferencia. No es lo que estoy buscando. Es al ilusionista a quien necesito en este momento.
Aunque sí me gustaría saber por qué se dedican a hacer este trabajo tan arduo y pesado, mucho
más valioso para la ciudad de lo que el gobierno les hace creer. Pero, ¿cómo puedo

®Laura de los Santos - 2010 Página 239


preguntarles algo así? „Disculpá, ¿sos feliz haciendo este trabajo? ¿Te genera algo de dignidad
al menos?‟ ¿Qué clase de preguntas son esas? En el mejor de los casos, probablemente termine
siendo azotado o ignorado. Y ya no tenía ganas de seguir tolerando ninguna de esas dos cosas.
Pero también estaba la otra cuestión; la del tiempo muerto y la consecuente ansiedad que
derivaría en pánico si seguía pensando en Oviedo. El ilusionista no aparecía y de alguna
manera tenía que ocupar mi tiempo si lo que quería era mantener algún grado de sanidad en
mí. Tal vez podría ayudarlos; aprender un poco de este oficio en caso de que me viera urgido
de obtener dinero. Ya había concluido en que mendigar me revolvía el estómago y de ninguna
manera recurriría a la „profesión‟ del Turco. Algo iba a tener que hacer y „pronto‟ comenzaba
a parecer demasiado tarde.
Justo por adelante mío pasó un pequeñín que no debía tener más de 8 o 9 años. Descalzo y
semidesnudo. Lo primero que pensé fue que el clima lo volvía afortunado y lo siguiente que
cruzó por mi mente fue la pregunta obvia: ¿Cómo hacen para lidiar con el invierno? Y atrás, la
angustia, la impotencia y la indignación. A esta última quise anclarla a nuestro muy-gentil-y-
fervientemente-avocado-a-la-satisfacción-de-los-deseos-de-su-pueblo jefe de gobierno. Pero,
una vez más, no pude. Porque atrás vino mi consciencia y me dijo algo así como „¿qué hacías
vos como gerente general de una empresa multinacional para brindar asistencia a esta gente, si
perfectamente sabías de su existencia?‟ Y tenía razón. El carro que llevaba el chiquito ese lo
duplicaba y hasta triplicaba en tamaño y no pude comprender de dónde sacaba la fuerza para
moverlo, ya que sus brazos eran alfileres y sus piernas, patitas de pájaro. Dejó de andar y tiró
hacia arriba las enormes palancas para que la parte trasera se apoyara en el suelo. Un hombre
se acercó con una pila de cartones y los revoleó adentro de la bolsa que estaba a punto de
estallar. De paso aprovechó para agarrar unas bolsas de basura que el recolector había dejado
olvidadas y también las tiró adentro. Le chifló al nenito y cuando éste quiso bajar las palancas
para apoyar todo el peso del carro sobre las ruedas, lo único que logró fue quedar colgado. Sin
pensarlo dos veces, me acerqué a asistirlo. Tiré de la palanca junto con él y finalmente el
destartalado vehículo tambaleó sobre las ruedas. El nene me miró con una expresión que
rápidamente entendí como temor, aunque no comprendía bien a qué se debía, ya que consideré
como absolutamente pertinente a este lugar y a este momento tanto mi vestimenta como mi
look. Casi como que me dio la sensación de que hubiera salido corriendo de no haber tenido
entre sus manos semejante responsabilidad. Yo le sonreí -¿qué más podía hacer para
demostrarle que no tenía por qué temerme?- y en lugar de sonreírme de vuelta, miró por
encima de mi hombro y comenzó a agitar su cabeza hacia los lados, como si un tsunami de
película se acercara inminente y asesino. No tuve tiempo de mirar hacia atrás, que de pronto
sentí mis sospechas confirmadas. Algo me agarró por los hombros y me revoleó hacia la
vereda con una furia que jamás hubiera imaginado humana de no haber caído de espaldas
contra la pared y haber podido verle la cara a mi agresor.
-Volvé a tocar al pibe y te mato -me amenazó.
El dolor que me atravesaba todo el cuerpo era muy parecido al de mis comienzos en el
estacionamiento, pero en nada superior al cagaso repentino que me agarró. Levanté mis manos
y se las mostré como para que viera que no presentaba ninguna amenaza.
-Lo-- lo siento. Yo... sólo estaba... tratando de... ayudar -balbuceé.
Y negué con mi cabeza como un boludo. Creo que fue peor. El otro se acercó a mí y sólo
entonces pude comprobar que tenía no sólo los ojos desorbitados y rojos, sino que olía a

®Laura de los Santos - 2010 Página 240


alcohol. Ya ni siquiera como un borracho, sino como una sala de hospital. Parecía como si se
hubiese tomado una botella de alcohol etílico. No iba a poder explicarle nada a este hombre en
ese estado.
-Dejame que te ayude yo a vo‟ -dijo, en el mismo tono sacado que antes.
Me paré de un salto, todo mi dolor reemplazado por un shot de adrenalina.
-No, no. Ya me iba -le dije.
Y contra todos mis instintos, le di la espalda. Tomé aire para no desmayarme y salí
caminando todo lo rápido que pude. Sabía que si me lanzaba a correr, me invadiría el pánico,
así que mantuve a mi cuerpo bajo control, todo el tiempo temiendo que me tomara de punto y
desquiciara contra mí toda su bronca acumulada. Sólo cuando pasé la tercera cuadra y todavía
seguía entero fue que la adrenalina comenzó a bajar y entonces me sentí como un viejo de 90
con ciática y artritis. Lo único que quería era llegar a la plaza, meterme en el estacionamiento
y no salir nunca más. Pensé rápidamente que lo del ilusionista podía esperar. De hecho
también podía hacerlo Oviedo y mi vida y el mundo exterior y mi pasado y todo lo que me
rodeaba. Estaba tan asustado, movido por la imposible experiencia que acababa de vivir,
completamente incapaz de encontrarle una lógica, que comencé a temblar.
Llegué a la plaza casi contorsionado del dolor físico y anímico que sentía. Sin pensar, sin
gritar, sin alternativa posible, me zambullí dentro del estacionamiento y bajé hasta el que había
sido mi refugio durante dos meses. Me senté en la cama contra la esquina, junté mis piernas y
me las abracé, escondiendo mi cara entre las rodillas, sin poder parar de temblar. Y entonces,
ya un poco más protegido, me permití pensar. ¿Qué demonios...? ¿Cómo fue que...? Pero si yo
sólo... No puede ser que... ¿De dónde sacó esa conclusión...? Yo no... Negaba y negaba con mi
cabeza, incapaz de controlar mi agitación. De pronto me sentí aquel niño que se despierta en
medio de la oscuridad sudado y gritando, consecuencia de una pesadilla. Pero en esa situación
siempre había una madre que entraba corriendo a la habitación a consolar al pequeño, a decirle
que sólo había sido un mal sueño y a contarle un cuento o cantarle una canción para que se
vuelva a dormir. ¿Por qué yo no tenía nada de eso? ¿Por qué me sentía de pronto tan solo?
¿Por qué había tenido que sobrevivir todo este tiempo? ¿Por qué no pude morir? Y ese niño.
Dios mío, ese niño. A la merced de semejante monstruo. ¿Quién lo cuidará a él y le brindará
amor a él cuando tenga sus pesadillas? ¿Cuántas veces habrá sido víctima de la violencia
desalmada de ese hombre que no era otro que su padre? Es una injusticia. Es una injustica que
tenga que vivir para lidiar con eso. Es una injusticia que el mundo sea capaz de ofrecer
semejante realidad. Es imposible. Negaba con mi cabeza. Es imposible. Y lloraba. Es
imposible. Es imposible. Es imposible. Es imposible. Es imposible. Es imposible. Es
imposible. Es... imposible. Y la vez... tan... tan... tan... real. ¿A quién se le ocurre...? ¿Cómo es
posible que...? ¿Adónde vamos si todo esto...? ¿Qué nos queda...? Ese pobre chico. Es locura.
Este mundo. Esta realidad. Esta vida. Es locura. Y con estas manos... yo... estuve tan cerca...
yo... no... Toda esa maldad. Toda esa agresión. Esos ojos, Dios mío. Son la personificación del
mal. Y yo... yo... yo... no soy... nada mejor que él.
-¿Guillermo...? -dijo Romina, asustadísima.
Ni tuve que mirarla para comprobar en su rostro lo que estaba presente en su voz. Mi
estado era deplorable. Otra vez estaba en crisis. Levanté mi cara y sólo de ver en su mirada
que algo diferente era no sólo posible sino realizable y cercano, sólo de ser invadido por todo
su amor y su esperanza, me estremecí.

®Laura de los Santos - 2010 Página 241


-Lo siento -lloré. -Lo siento tanto.
-¿Qué te pasó? -dijo, ahora sentada a mi lado.
-Yo... sólo quería ayudarlo... -descarrilé. -Él... estaba ahí, tan chiquito, tan solo, que yo...
Pero no pude seguir. Otra vez comencé a temblar.
-¿A quién? -preguntó Romina, tratando de mantenerse calmada por los dos.
-Ese chiquito... el cartonero... yo estaba esperando al ilusionista... y pensando... sólo sentía
curiosidad... y no... ya no... es que no sabía que... y entonces se asustó... y... y...
-Sshhhhhh..... sshhhhhh... -me calmó Romina.
Me pasó la mano por la espalda y se sintió tan bien. Quería a mi mamá. Quería ser
chiquito y volver a acurrucarme en sus brazos. Nunca. En toda mi vida. Pensé. Jamás. La
suerte que tuve. De poder. Contar. Con su afecto. Y ni siquiera tenía derecho a sentirme
indignado por haber sido atacado por el hombre malo. ¿Quién era yo para merecer semejante
sentimiento? Yo, que había agredido a un hombre hasta casi matarlo sin siquiera tener la
excusa de estar bajo el efecto de alguna droga, sentirme angustiado o asustado. ¿Quién era yo
para sentir eso? El hombre malo no sería jamás él, si yo no estaba dispuesto a aceptar que
también lo era yo. La víctima y el victimario. Ahora más que nunca comprendía que éramos
parte el uno del otro y, no sólo eso, sino también que éramos parte del mismo mundo. No
había manera de poder separar lo que ambos éramos, porque nacimos, nos criamos y
aprendimos a vivir de dos maneras completamente opuestas y, sin embargo, a la hora de
enfrentarse con el miedo, la respuesta era la misma. Éramos lo mismo.
-Voy a buscar a Ramón -me dijo Romina casi al oído.
Supongo que habrá pensado que un tono medio decibel más elevado me hubiera hecho
colapsar. Yo no sabía realmente si quería ver al Turco. Ya había terminado bastante mal con él
como para seguir dando lugar a conflictos. Quería paz y no estaba seguro de que sería de la
mano de él de quien la obtendría. Pero ya era tarde. Romina se había ido y una vez más me
quedé solo con mis pensamientos, con mi consciencia y con mi alma. Solo para meditar y para
seguir rumiando mi pasado y mi existencia. Había sucedido todo tan rápido. Caminaba por el
sendero que me había conducido a la oficina durante tanto tiempo, para encontrar a la única
persona que recordaba cómo ser feliz y seguro de sí mismo. Me senté a esperarlo, recordé a
mis padres. Me levanté para ayudar a un niño y de pronto me enfrenté con la más dura de las
realidades. Esto iba a ser complicadísimo. No iba a lograr alejarme ni por un instante de este
mundo, por más oscuro y protegido que estuviera aquí abajo. La realidad me encontraría a mí
tarde o temprano. No podría pasar un solo día de mi nueva vida pretendiendo ser noble, si
sabía que en el fondo sería tanto eso como cualquiera de las otras condiciones humanas,
buenas o malas. Y al final, lo que se suponía que tendría que depender de una cuestión de
decisión y libre albedrío, se terminaría convirtiendo en una característica más de las inherentes
al ser humano. Porque yo era malo. Había sido malo. A pesar de querer ser bueno. A pesar de
haber intentado perseguir mis sueños. A pesar de querer olvidar la vergüenza de convertirme
en lo que mi padre había querido. A pesar de mi hipocresía. Me habían criado para ser bueno,
y en la primera situación extrema con la que me tuve que enfrentar, terminé actuando como
ese torbellino desquiciado que me atacó recién. Quizás, al decir tus miedos nos afectan a los
dos, no necesariamente se esté queriendo implicar que tenga que ver con el tipo de experiencia
que uno vive, sino con el miedo per sé, como concepto, no como ejemplo. Tarde o temprano,
por más lejos que vivamos el uno del otro, el miedo nos terminará haciendo cometer locuras

®Laura de los Santos - 2010 Página 242


que nos afectarán mutuamente, seamos conscientes de ello o no. Porque, en última instancia,
así como el miedo es un concepto abstracto, sólo necesita a un ser humano para concretarse;
un ser humano cualquiera será suficiente, porque está en nuestra naturaleza sentirlo en algún
momento. Y aunque yo no esté presente justo en ese momento, y aunque tampoco lo esté ese
hombre, alguien siempre estará ahí para recordarle al temor que puede hacer con nosotros lo
que quiera si esa es su intención, ya que en un principio somos nosotros los mismísimos
creadores de su esencia y es tan fácil propagarlo que no importa quién ni cuándo ni cómo sea
primero. En tanto lo sigamos fabricando, seremos todos tan inocentes como culpables. Resulta
de pronto absurdo pensar en la culpa o a quién hacer responsable de ella. ¿Puedo culpar al
cartonero por golpearme, atravesado por su temor y su dura realidad, cuando yo estaba
promoviendo su situación al mirarla desde lejos, sentado en un despacho lujoso? ¿Es
realmente su culpa? ¿De quién, sino? ¿Valdría en verdad la pena ponerse a considerar qué tan
lejos podría retroceder en el tiempo hasta encontrar al primer culpable? Si, el hecho de ser
consciente de ello, no hace a esta realidad en nada diferente. Esto es lo que nos encontramos
hoy y la única manera de frenar ese creciente y desorbitado temor, es reconociéndolo
internamente, que es de donde nació en primera instancia. El bienestar de ambos es nuestra
libertad. Por supuesto.
-¿Cuánto hace que saliste de acá, loco? -preguntó el Turco al llegar a la pieza.
Y me sobresalté. No entendí a qué venía su pregunta, pero agradecí no sentir en su tono ni
un rastro de la ira con la que terminó de hablarme en la plaza.
-Lo siento -fue lo único que me surgió.
Y seguía temblando. Era cierto eso que dicen de que la vida entera pasa delante de los
ojos de una persona en un instante cuando se enfrenta con una situación extrema; no porque
uno se ilumine ni nada de esas cosas, sino porque la adrenalina nos vuelve tanto más atentos a
todo lo que nos rodea que ese „instante‟ se convierte en una eternidad. ¿Cómo fue posible que
lo que consideré como absurdo durante tanto tiempo de pronto se volviera claro y elemental?
Desde aquel día en que escuché la frase por primera vez -parecía ahora tan lejano- me dediqué
a negarla, a parodiarla y a ignorarla. Y sólo aquí, en este momento y en este lugar, luego de
enfrentarme una y otra vez con la más dura de las realidades y con los temores más poderosos,
es que comienza a tener sentido. Fue ahí donde comenzó mi llamado a la consciencia. Fue
precisamente ese el momento en que mi vida dio un vuelco. Y lo vi venir. De alguna manera
lo presentí. Pero claro, como todo, lo ignoré.
-¿Qué te pasó? -preguntó el Turco, ahora más serio, cuando me vio de nuevo sumido en
mis pensamientos.
-Me atacaron -dije rápidamente.
Pero, ¿era cierto? ¿Podía afirmar que ese había sido el caso? ¿Podía justificar todos mis
temores en una sola vivencia? ¿O estaba simplemente queriendo olvidar todas las conclusiones
a las que había llegado hacía no más que un instante? Pero no. No iba a dejar que eso
ocurriera; ni ahora ni nunca más. Ya no me escondería debajo de ningún pretexto. Ya no
tergiversaría a mi favor ninguna otra experiencia que me tocase vivir. Parecía absurdo que mi
instinto de supervivencia intentara protegerme de la angustia. Sonaba casi como una broma
que pudiera existir la posibilidad de que volviera a tocar fondo. No. Esto era real. Y por más
doloroso que resultara el simple hecho de recordar esos ojos diabólicos, ya nada me desviaría

®Laura de los Santos - 2010 Página 243


de la verdad que ahora se posaba delante de mí y se reía descaradamente. Ya nada me haría
olvidar que no podría volver a emitir un juicio de valor sobre una persona o sus actos.
-¿Quién te atacó? -preguntó el Turco, y ahora comenzaba a sonar preocupado.
-Nadie -contesté, contradiciéndome. -Fue un malentendido.
Pero sabía que el Turco no compraría eso porque mi temblor, mi postura y mi llanto
indicaban que algo completamente distinto a mis palabras había ocurrido. Se quedó un instante
en silencio, pero no me animé a mirarlo.
-¿Dónde estabas? -indagó por otro lado.
Nada se le escapaba a este hombre. Pero, ¿qué podía decirle? Después de todo lo que
atravesó para mantenerme seguro, si se llegaba a enterar de que casi corro con la misma suerte
que Da Silva, ¿quién sabe cómo reaccionaría? No estaba en condiciones de que me retara por
inconsciente y lanzado, ni quería que desatase nuevamente su ira, esta vez en contra de mi
atacante.
-Fue mi error. Me metí en el medio -esquivé.
Pero no iba a lograr que se olvidara tan rápido del asunto; no un hombre como el Turco.
Aunque se quedó en silencio otra vez, supe enseguida que no era porque había perdido el
interés, sino porque estaba buscando la pregunta correcta para lograr sacarme información. Lo
miré y confirmé lo que estaba sospechando en su expresión. Él depositó sus ojos en mi cara y
apretó los labios, preocupado. Quizás estaba recordando aquel tiempo en el que me volví un
ente y perdí todo el interés en la vida -o al menos eso había sido lo que le había hecho creer- y
estaba asustado de que volviera a ocurrir. Pensé que iba a decirme algo, pero se quedó en
silencio. Así que suspiré y comencé a contarle lo que había pasado -dejando de lado todo lo
referente al ilusionista y a la dignidad y todo eso, por supuesto-. Traté de mantenerme todo lo
tranquilo que pude. No quería tener que lidiar con otro desquiciado; simplemente no lo
soportaría. Cuando terminé, él se quedó un instante en silencio, mirándome como un... ¿bicho
raro? No lo sé. Una sonrisa leve se había instalado en su rostro y parecía entretenido. Está
bien. Podía lidiar con una sonrisa. Después de un momento negó con la cabeza y su sonrisa se
hizo más evidente.
-Ni los pibes consiguen meterse en problemas tan rápido como vo‟. Y mirá que la calle es
jodida...
Yo había vivido una experiencia terrible y él se lo estaba tomando con humor. No
importaba. Era mejor que la bronca o la ira o la reprimenda. Quizás... no... imposible...
aunque... ¿sería posible que estuviera acostumbrado a lidiar con estas situaciones? ¿Sería
realmente tan extrema su vida?
-Yo sólo quería ayudar -dije, como si fuera lo más evidente del mundo.
-Tal ve‟ hice mal en no explicarte algunas reglas de esta vida. No pensé que ibas a meter
la pata tan rápido, loco -dijo, aún sorprendido de mi intachable capacidad para meterme en
problemas. -Acá las cosas son fácile‟. Lo que hoy es de uno, mañana le interesó a otro, se
cagan a trompada‟ y el que sale vivo, gana, ¿me entendé?
No. Definitivamente no podía encontrar dentro de mi cerebro alguna pista, aprendizaje o
recuerdo que pudiera convertir a esas palabras en algo comprensible. No podía y no quería,
porque eso significaba que él era perfectamente consciente de que el nene ese corría un peligro
terrible en las manos del hombre que me atacó y, no sólo eso, sino que le parecía que era lo
más natural del mundo. Comencé a preguntarme acerca de su vida y las cosas que tuvo que

®Laura de los Santos - 2010 Página 244


hacer para llegar a ser el cabecilla del grupo. Supuse que más que muchos, para haberse
apropiado de un lugar tan privilegiado como este estacionamiento. Rápidamente me invadió el
recuerdo de aquel día en que me contó que él también había matado. Pero no encontraba una
conexión lógica entre eso, que según él le había costado una crisis tremenda, y la naturalidad
con la que ahora explicaba la vida de la calle. Quise preguntarle, pero Romina estaba en la
habitación y de ninguna manera iba a traer a colación el momento que fue tan doloroso para
ambos. Aparte no tenía ya la fuerza ni la convicción para entender como válida cualquier
explicación que quisiera darme. Sólo sentía una enorme angustia, derivada de la impotencia
que me generaba esta realidad, en donde el tiempo de vida no se calculaba en años, ni siquiera
en meses, sino en días. Y peor me hacía sentir el hecho de que mientras tuve las herramientas
y la oportunidad de hacer algo productivo, me crucé de brazos.
-Acá, si vo‟ te meté‟ en el camino de alguien, ese va a cree‟ que le queré‟ cagar su
territorio y lo va a defende‟, ¿me entendé‟? -siguió explicando el Turco. -No vale la moral, ni
la ética, ni el deseo de se‟ mejor persona, ¿me entendé‟? Acá nadie te va a da‟ un premio a la
bonda‟.
Pero no. No. No. No. Si yo no estaba buscando un premio, ni un reconocimiento, ni nada
de eso. Ya estaba harto de hacer las cosas para complacer a los demás. Esto era ridículo. Había
salido de un mundo en el que si hacés la más mínima cosa por vos en lugar de entregarte de
lleno a tu prójimo, sos un egoísta de mierda. Y ahora, que finalmente comprendí que si no
hago las cosas por mí termino enloqueciendo y me alejo de la propia felicidad, trato de ayudar
a otro desde el corazón y no desde la hipocresía y ¿qué recibo a cambio? Un „metete la nariz
en el culo si no querés que te mate‟. ¿Cómo hago para hacer las cosas bien en un lugar en
donde la realidad está completamente tergiversada, en donde lo que sería una buena acción
desinteresada es crimen y en donde lo que debería ser un horror es moneda corriente? Y ya lo
estaba haciendo otra vez. Otra vez estaba calificando las cosas en grupos de buenas y malas.
Comencé a considerar que intentar vivir una vida sin emitir juicios de valor iba a ser
deliberadamente imposible. Seguía negando con la cabeza, intentando sacar de mi mente esas
explicaciones antes de que me acostumbrara a ellas y encontrara la manera de convertirlas en
lógicas.
-Pero yo... sólo... -Intenté explicarme.
-„Cuchame -me interrumpió el Turco. -¿Te acordá‟ cuando te dije que el vagabundo e‟
invisible?
Asentí con la cabeza. En su momento no lo había comprendido, pero a fuerza de
ignorancia me terminó cayendo la ficha.
-Para sobrevivir, en tu caso, lo mejor es que mantenga‟ eso voluntariamente. No busque‟
problemas.
-¡Pero no estaba buscando problemas! -me defendí, algo irritado ya. ¿Cómo carajo podía
él llegar a semejante conclusión?
-No importa -me cortó el mambo. -¿Queré‟ vivir? Hacé lo que te digo.
Y no parecía estar, ese comentario, abierto a discusión. De pronto depositó en mí toda su
autoridad y comprendí que no valdría la pena defenderme. Porque sí, lo que quería, en efecto,
era sobrevivir. Así que suspiré y asentí con mi cabeza, ya algo más calmado. De alguna
manera, resultaba extrañamente tranquilizador estar bajo la protección de este hombre. En
tanto „dejara de meterme en problemas‟ no iba a ser necesario que me ocurriera nada más.

®Laura de los Santos - 2010 Página 245


Quizás, si no me alejaba demasiado de su lado, podría llegar a durar más de un día. „Durar
más de un día‟... ¿cómo podía ser posible que el Turco siguiera adelante con este estilo de
vida, sabiendo lo peligroso que era? Y aunque decidiera voluntariamente este destino para sí
mismo, ¿cómo podía arrastrar a Romina y a sus hijos a esta tragedia en potencia? Sus hijos no
eran ahora víctimas de un padre drogadicto, pero lo habían sido en algún momento. Y él era lo
suficientemente inteligente como para saber que por más intentos que tuviera de proteger a su
familia y por más capo que fuera en este lugar, la supervivencia era una lotería. Sólo de pensar
que algún miembro de su familia podría llegar a... Pero no. Ni siquiera me animé a
considerarlo. Porque esa mujer y esos chicos eran su razón de vivir, y no estaba seguro de
poder lidiar con la angustia que me generaría ver al Turco hecho pedazos.
-Quedate acá hoy si queré‟ -dijo el Turco, luego de una larga pausa en la que estudió cada
una de las expresiones que se cruzaron por mi rostro.
Y no sé por qué, pero me dio la sensación de que, al igual que cada una de las veces
anteriores, sabía perfectamente lo que yo estaba pensando.
-Quedate todo lo que necesite‟. Y, antes de hacer cualquier cosa, por favor, consultame.
Va‟ a correr menos riesgos -terminó, y como no le contesté nada más, se fue.
Romina lo vio alejarse y después se volvió de nuevo hacia mí con toda su expresión
maternal, aunque todavía un poco preocupada.
-¿Querés que te traiga algo?
-No, gracias. Ya estás haciendo demasiado -le contesté, y me di vuelta para dormir
cuando ella se fue.
Todavía me quedé meditando acerca de esta vida que me seguía costando entender como
real. No podía evitar comparar lo que había sido mi propia existencia hasta hacía dos meses
atrás con esto que más se acercaba a una pesadilla que a una posibilidad; peor aún porque de
ella no se podía despertar. Recordé mi casa, mi estilo de vida, los restaurantes caros, los
hoteles, los viajes, mi auto... una realidad absurdamente despareja e incongruente con lo que
ahora se encontraba literalmente encima de mi cabeza. Y aún sabiendo que la vida de
cualquier hombre, llevada al límite, se vuelve radicalmente similar, aún así me costaba un
esfuerzo enorme aceptar que alguien pueda llevar una vida voluntariamente extrema, sabiendo
de antemano que quizás no exista un mañana ni un porvenir al que considerar como meta a
alcanzar. No puedo terminar de anclar una concepción de vida semejante. No me entra en la
cabeza que alguien pueda vivir esquivando a la muerte minuto a minuto y estar tranquilo con
su existencia. Pero, también, resulta de pronto irónico caer en la cuenta de que no es en nada
diferente a lo que experimentamos todos los seres humanos. Cualquier día puede ser el último
para cualquiera de nosotros; sólo que para esta gente, el hecho de ser consciente de ello, es un
mero factor extra de la vida cotidiana. El resto, nos pasamos la vida entera tratando de eludir
ese pequeño detalle y viviendo en el futuro para no tener que lidiar con la angustia que implica
saber que nadie está exento de su propio destino; nadie sabrá de antemano cuál será su último
respiro y sin embargo, nos la pasamos inhalando el aire que respiraremos dentro de tres años y
no queremos ver que quizás por ello, estaremos desperdiciando los suspiros del presente. No
significa, por supuesto, que tenga que desquiciar mi existencia como lo hace esta gente. Pero
sí sería válido aprender de ellos al menos esto: que se puede vivir una vida siendo plenamente
consciente de que cada latido del corazón puede ser el último, sin necesidad de morir de
angustia por ello. Elegir un camino y transitarlo hoy, en lugar de sentarme a imaginar lo que

®Laura de los Santos - 2010 Página 246


sucedería si lo transitara mañana. Tal vez sea lo más arriesgado, o lo último que haga, pero
comienzo a ver claramente que no me voy a ir de este mundo sin antes mirar a los ojos a
Julieta y decirle todo lo que me callé durante tanto tiempo por dedicarme a vivir en el futuro,
olvidando por completo el milagro que tenía delante de mis ojos.

Romina me despertó con el desayuno. Todavía me costaba trabajo lidiar con el hecho de
que aún en uno de los lugares más peligroso del mundo existieran personas cargadas de
esperanza y amor. Ella no sabía en qué momento vendría su marido a darle una terrible
noticia, aunque no cabía la menor duda de que cada día que terminaba sin novedades
agradecía a todos los santos. Tanto su vida como la de aquellos por quienes vivía era una
lotería y, en lugar de preocuparse, o pensar en una solución, se dedicaba a cuidarlos -
cuidarnos- y a entregarse plenamente a su propio destino. Era un ángel. No había duda de ello.
No importaba qué tipo de vida eligiera cada persona, ella acompañaba sin juzgar.
-¿Qué hora es? -pregunté.
Como si importara, ¿no? ¿Cuál sería la diferencia entre un momento del día y otro en un
lugar como este?
-Alrededor de las 10 -me contestó.
Pero sí importaba. Importaba porque a esta hora, ya podía comenzar a tener esperanza -
una mala idea para cualquiera en esta realidad, probablemente- de que Oviedo haya leído mi
mail. Me senté en la cama y le sonreí a Romina cuando dejó la bandeja y se fue. Tenía en mi
memoria un vago recuerdo de todo lo que había ocurrido ayer y de las posteriores
conclusiones a las que había llegado. Pero nada pisaba tan fuerte en mi cerebro como la
creciente necesidad de volver a ver a Julieta. No existía manera de que pudiera lograrlo sin la
ayuda de Oviedo -a quien también desesperaba por ver- así que me comí el pan duro y me
tomé el cocido frío, llevé las cosas a la cocina y subí casi corriendo los dos pisos de nuevo al
exterior.
Pero de pronto no fue tan buena idea. Buenos Aires no era en este momento del día la
misma ciudad que había sido de noche. Yo lo sabía. Pero lo había olvidado. El ruido fue lo
primero que chocó contra mi percepción y enseguida recordé aquellos informes en el noticiero
acerca de la contaminación auditiva que siempre me habían parecido absurdos. ¿Cuántas cosas
más iban a modificar mi manera de ver la vida? Ya no era una cuestión de comparar el
presente con el pasado, sino de aceptar irremediablemente que el mundo real era éste, y no el
que había englobado mi existencia previamente. Esta pesadilla comenzaba a ser cada día más
real y el pasado se sumergía dentro de una nebulosa más cercana a lo onírico que a los
recuerdos. Experimentar este caos con todos mis sentidos a la misma vez, en esta vestimenta y
en esta situación, me hacían dudar de mi propia memoria. ¿Habría sido todo un sueño y recién
ahora estaba despertando? Sí. Ojalá fuera tan afortunado.
El Turco me pasó el brazo por encima del hombro y pegué un salto. Me di cuenta de que
demasiada realidad me había dejado atónito y que no lo había visto acercarse.
-Me alegra verte -dijo, mientras me sacudía un poco.
No pude comprender si me estaba hablando para que volviera a la realidad o si decía eso
porque pensó que otra vez decidiría quedarme ahí encerrado. De cualquier forma, en el
instante posterior al que recuperé mis sentidos, se me vino a la mente Oviedo. Y sabía de
antemano que no tendría ni remotamente la misma suerte que había tenido anoche y que en

®Laura de los Santos - 2010 Página 247


medio de todo este caos iba a ser prácticamente imposible que me dejaran entrar en un cyber
en este estado. Pero recordé también las palabras del Turco y, a pesar de que no podía apostar
demasiadas fichas a que él pudiera encontrar una solución a este tema en particular, valía la
pena intentarlo. Al menos, de su mano, no correría el riesgo de salir volando y chocar contra
una pared. No pude evitar hacer un gesto de dolor al recordar eso. Mi espalda todavía se
quejaba del recuerdo, a pesar de que mi mente trabajó demasiado para tratar de racionalizar
qué demonios me había sucedido y dejar atrás el episodio.
-Turco... -arriesgué.
-Decime...
-Necesito acceder a internet de alguna manera. ¿Tenés idea de cómo puedo hacer?
Pero él se detuvo y me miró un instante con cara de preocupación. Me recorrió el cuerpo
de arriba abajo con la mirada y me dijo:
-Está complicado, loco. No creo que te dejen entrar en un locutorio con esa pinta.
Asentí, dándole a entender que ya había llegado a esa conclusión por mis propios medios.
-Dejame pensar... -dijo, llevándose la mano a la pera. -¿Te sirve una computadora
portátil?
¿Qué? ¿El Turco tenía una notebook? No entendí.
-¿Tenés una de esas? -pregunté, asombrado.
Pero él se volvió a reír como lo había hecho cuando le pregunté de qué trabajaba la gente
aquí. Me dio un poco de miedo repentino el relacionar de pronto las dos cosas.
-Me caés bien, loco -fue todo lo que dijo.
Y se alejó caminando serenamente hacia donde estaba su grupo. Dudé un poco antes de
seguirlo. Lo miré alejarse sin terminar de entender a su último comentario como un „seguime
que te muestro‟ o como un „cómo podés ser tan pelotudo‟. Comencé a caminar lentamente. La
verdad era que no quería acercarme mucho a esa gente que me había presentado ayer. Más allá
de sabía que no podía juzgarlos, no me sentía cómodo teniendo que lidiar con sus caras de
amenaza. Sabía ahora -lo había aprendido a la fuerza- que no eran más que exteriorizaciones
del temor que aparecía como consecuencia de una vida vivida al límite, y así y todo, lograba
ponerme incómodo. De lejos pude ver que el Turco le decía algo a uno de los pibes al oído y
que, acto seguido, el otro asentía y se iba hacia la 9 de julio. Entonces vi al Turco acercarse
nuevamente a mí.
-En cinco minutos te consigo una -me dijo.
Qué momento. No quería tener que pensar. Hacerme el boludo sería tanto más fácil en
este momento. Lo único que deseaba era poder comunicarme con Oviedo y casi... casi... que
estaría dispuesto a cualquier cosa para lograrlo. Pero no. La promesa de no volver a ignorar a
mi consciencia ya nunca seguía ahí, intacta, y era precisamente ella quien se encargaba de
recordármelo todo el tiempo. Ahora, por ejemplo, estaba diciendo algo así como „no estarás
realmente considerando la idea de usar una computadora robada, ¿no? Más allá de la urgencia
que tengas de comunicarte con Oviedo, eso está mal. Vos no estás de acuerdo con el robo
como una profesión ni con la comodidad que sobreviene a ese estilo de vida. Vos trabajás para
lograr lo que querés. Vos no te dejás tentar por el camino fácil. Y si aceptás su ayuda vas a ser
un hipócrita. ¿Es eso lo que querés? ¿Estás seguro? ¿Eh? ¿Eh?‟. Suspiré y negué con la
cabeza.

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-Turco, necesito que me digas la verdad - le dije, sin afán de juzgarlo. -¿Mandaste a uno
de los pibes a robar una computadora para mí?
Él no me contestó y entendí eso como un sí.
-Anoche me dijiste que te consulte antes de hacer cualquier cosa. Este soy yo cumpliendo
con mi parte -le dije, tratando de mantenerme todo lo sereno que pude. -Pero... no te ofendas...
no quiero esa clase de ayuda. Ni hoy, ni nunca.
-Bueno... ahora ya e‟ tarde -dijo el Turco, más resignado que ofendido. -Después la
vendo. Creo que había un tipo... -agregó, aunque me pareció que ya no me estaba hablando a
mí.
Me quedé callado, siendo, esta vez, perfectamente capaz de esconder el horror de lo que
estaba presenciando, debajo de una máscara de indiferencia. Pensé en Oviedo. Lo que acababa
de decirle al Turco me hacía sentir bien conmigo mismo, pero hacía que la imagen mental que
tenía de nuestro reencuentro se volviera remota. „Trabajá para conseguir lo que querés‟, me
decía mi consciencia. Iba a tener que esperar hasta que se hiciera otra vez de noche y el
movimiento volviera a bajar en la ciudad para poder volver a pensar en entrar en un cyber.
Mientras tanto, podía utilizar a mi favor lo que ayer me jugó en contra: el tráfico.
Probablemente ahora sí encontraría al ilusionista. Pensé en decirle al Turco adónde iba, pero
quién sabe qué podría cruzar por su mente al enterarse de que iba a estar tan cerca de Valmont.
Él sabía mejor que nadie dónde quedaba la empresa y no tardaría demasiado en asociarla
erróneamente con una curiosidad mía por volver hacia allá. Porque yo no estaba dispuesto a
decirle que era casual la dirección y que lo que yo quería en verdad era encontrarme al
ilusionista. Pero de pronto me surgió una duda que no entendí por qué no había considerado
antes. Si el Turco había estado realmente tan al tanto de mi vida antes y después de la noche
de la fiesta, quizás tenía algún conocimiento acerca de mi situación legal. Creo que no lo
consideré antes porque no pensé que fuera a comprender algo del tema, pero ¿quién podía
saber más de leyes que alguien como el Turco, quien había estado en la cárcel y que tenía que
estar siempre atento a todo y a todos para que nadie viniera a querer cagarle el territorio? O
peor, para que estuviera preparado cuando alguien viniera, porque si algo había aprendido de
esta existencia del día a día era que nada se daba por sentado y que a más de uno le chuparía
un huevo su salud o su destino si se le ocurría de pronto que le gustaba más el lugar que
ocupaba otro que el suyo propio. ¿Qué le importaría a un miembro de esta tribu si muere en el
intento de cumplir con su objetivo? Quizás alguno vendría a reclamar un pedazo de terreno
porque ya estaba aburrido de estar en otro lado o porque -más razonablemente- se encuentre
metido en un quilombo padre con el jefe de su lugar. Qué cosas extrañas pasaban por las
mentes de la gente que no tiene nada por qué vivir y que considera que hoy es un día tan
bueno para morir como cualquier otro. Lo sé porque lo viví. Y si me salvé fue porque en algún
momento de mi vida sentí esperanza y pude recordar lo que era. Pero ¿ellos? Personas carentes
de afecto y dedicación desde la cuna, seres que aprendieron del ejemplo ajeno que la
esperanza no existe y que cuanto antes lo incorpore, más soportable será su existencia. Una
vez más creo que ante semejante demostración de apatía y desinterés por la vida,
probablemente yo terminaría cayendo en las manos de la droga. Sin autorización a tener
consciencia ni sueños ni esperanza, la vida en este lugar parece súbitamente lógica. Por eso me
resultaba cada vez más incomprensible la manera en que el Turco seguía adelante con esta
vida cuando el destino había sido tan afortunado con él como para brindarle no sólo cada una

®Laura de los Santos - 2010 Página 249


de estas motivaciones existenciales, sino encima, un ángel para acompañarlo a lo largo de todo
su camino. De esas personas que obedecen al Turco, incluso del pequeñín de anoche, puedo
entender a las drogas como única escapatoria al mundo dislocado en el que les toca existir.
Pero a él no puedo anclarlo en este contexto. No me termina de cerrar que pertenezca a este
lugar. Parece obsoleto e incompatible. Tal vez por eso mismo sea que recién ahora se me
ocurra que quizás sepa algo de mi vida que yo desconozco. De hecho no sería la primera vez.
-Turco... ¿tenés alguna idea de... -¿cómo encararlo?- mi situación... legal?
Él me miro algo extrañado, como volviendo de algún pensamiento que probablemente
tenía que ver con sus „negocios‟.
-Todo lo que tengo está abajo. Lo que salió en los diarios. Lo que ya viste -me dijo.
-¿Te molesta si voy a ver?
-Para nada. Ya te dije... quedate ahí el tiempo que necesites.
Era una suerte para mi existencia que este hombre me tuviera confianza. Me imaginé de
pronto en otra situación, él teniendo que enfrentarse conmigo como si yo fuera algún curioso
que quisiera ocupar su lugar y llegué rápidamente a la conclusión de que las consecuencias
serían mucho más parecidas a la agresión que tuve que vivir anoche que a esta sucesión de
sonrisas pacíficas y amables, cargadas de comprensión. Al menos la violencia no era el único
camino posible en este nuevo mundo. Tuve ganas de pedirle que me dijera él mismo todo lo
que sabía, pero yo no era realmente consciente de cuál era el panorama de mi situación legal y
ya había cubierto mi cuota de vergüenza de al menos las próximas dos semanas. Así que
decidí que lo mejor iba a ser que me fuera a averiguarlo por mis propios medios. Sí. El
ilusionista podía esperar.

El cuartito no me resultó menos amenazante que la vez anterior. El intenso olor a diario
era nauseabundo. Pero al menos ahora estaba solo y no tuve que esconder ninguna de las
emociones que me invadieron al tener que enfrentarme de golpe con toda mi vida pegada en
las paredes. Y tenía tiempo. Al menos el suficiente para poder ponerme al día con dos meses
de existencia puesta en espera. Luego de echar el primer vistazo, me encontré con dos
opciones. O el Turco había estado muy aburrido o su obsesión había superado ampliamente los
límites de la cordura. De pronto se me vino a la memoria su historia y lo difícil que le había
resultado encontrar una actividad que lo mantuviera alejado de las drogas. Esto demostraba
que el esfuerzo que realizó para atravesar su crisis y retomar su vida lo convertían en una de
las personas más fuertes y valientes que había conocido en mi vida, y eso aumentó aún más el
respeto que ya le tenía.
Los recortes estaban organizados por fecha, por tema y por nombre del diario que los
había publicado, como un cuadro de triple entrada. Si hubiera vivido en la época de
Mendeleiev, se hubiese llevado los honores por haber inventado él mismo la tabla periódica de
los elementos. Y aunque mi consciencia me repetía una y otra vez „no juzgues, no juzgues, no
juzgues‟, no podía evitar pensar lo mismo que mi padre había pensado una vez de mí: que su
gran intelecto estaba siendo desperdiciado. Porque para poder lidiar tan habilidosamente con
cuadros de triple entrada se necesita un coeficiente intelectual algo superior al medio: Lo sé
porque me costaban gotas gordas de sudor en mis épocas de estudio. Y acá estaba él, muy
tranquilamente, sin haber estudiado en su vida este método organizacional, y sin embargo
aplicándolo inconscientemente como una de las cosas más naturales del mundo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 250


Lo primero que vi en los recortes fue que Dalmasso se había dado una panzada a cuesta
mía. A través de su revista pude ver que había publicado todo lo concerniente a la fiesta, al
reality y a la evolución de Da Silva desde un punto de vista que no dejaba de hacerme quedar
como hijo de puta -OK, lo había sido-, y no sólo eso, sino que él se había encargado de
escribir esos artículos en puño y letra y casi que podía imaginarlo sonreír de satisfacción. No
sólo había logrado su propósito de reivindicar a su revista como una de las más famosas del
rubro, sino que, gracias a mí, se había librado de la sombra de Da Silva y, como habilidoso
mediático que era, de paso le había sacado jugo al horroroso estado en el que mi jefe había
quedado para vender más ejemplares. Era extraño tener que enfrentarme con mi propia vida a
través de ojos de otro, como si alguien estuviera escribiéndola y yo no fuera más que un
espectador de mi propio destino. Aparte de hacerme sentir una mierda, Dalmasso no decía ni
una sola palabra de mi situación legal. Pero luego recordé que Romina había dicho que Da
Silva había estado internado como dos o tres semanas, con lo cual, probablemente, todo ese
tema hubiera quedado en stand by hasta entonces. Siguiendo la lógica del Turco, caminé por la
pared, avanzando en mi propia vida todo ese tiempo para ver si conseguía alguna información
pertinente a mi situación legal. Increíblemente, un mes después, los diarios más importantes
del país, también habían seguido informando acerca del episodio del día de la fiesta. Aunque
me quedé atónito al ver que en la parte superior de esos diarios, se indicaba que la información
había salido en la sección de espectáculos, junto con los progresivos informes de Rodados
deMentes. Qué habilidad asombrosa tenía esta gente para combinar temas con el único
propósito de vender productos. Me terminé irritando cuando leí una y otra vez que
mencionaban a Da Silva como el creador del reality. Y que de paso aprovechaban para
describirlo como „un pobre hombre al que la tragedia le llegó a la misma vez que la fama‟.
Quizás sí había sido una tragedia, pero ese hombre era cualquier cosa menos pobre y me hizo
sentir aún más bronca el hecho de saber que había logrado exactamente lo que quería gracias a
mí. Frente a todo el mundo había quedado como un pobre hombre y también se había llevado
todos los laureles por un esfuerzo que distaba demasiado de ser propio. Sólo una persona tan
enferma como él podía pagar por eso el precio de ser golpeado hasta la inconsciencia. Y sólo
una persona tan pelotuda como yo podía ofrecerse como voluntario para llevar a cabo ese plan
psicópata. Da Silva no sólo había conseguido que de ahora en adelante todos lo asociaran
indefectiblemente con Valmont, sino que de paso se había sacado de encima al hincha pelotas
de su padre. Y su fama seguía creciendo, porque hasta el último día en que el Turco pegó
recortes en las paredes, su nombre seguía apareciendo en las noticias haciendo referencia a
una pobre víctima, salvada de milagro de las garras desquiciadas de un empleado envidioso,
yo. Desgraciadamente mi nombre también brotaba por todos lados, especialmente en la revista
Al Volante, en la que curiosamente, se leía en letras más oscuras cada una de las veces. Pero
no aparecía ni un solo dato respecto de nada que tuviera que ver con las cuestiones legales.
Después del día posterior a la fiesta, en donde lo único remotamente cercano a la ley era la
palabra fugitivo, nada ni nadie había hecho mención a una posible demanda en mi contra, ni
civil ni penal. ¿Podría yo ser realmente tan afortunado como para haber cagado a trompadas
hasta la muerte al único enfermo que no me levantaría cargos? ¿Estaría transitando por el
camino correcto al llegar a la conclusión de que la situación se había dado exactamente como
Da Silva quería y que por eso él había querido olvidarse de mí cuanto antes? ¿Tendría miedo
de que un posible juicio sacara sus trapitos al sol, mientras los abogados voraces que su padre

®Laura de los Santos - 2010 Página 251


le prestaría intentaban encontrar información en mi contra? Porque los tenía. Mi jefe había
tramado chanchullos con demasiadas personas desde su cargo presidencial en Valmont. Yo
había hecho oídos sordos y vista gorda a todo lo que me enteraba porque en realidad nunca me
había afectado y nadie iba a juzgar peor a mi jefe que su propio padre. Incluso él mismo había
venido varias veces a mi oficina a ofrecerme formar parte de sus negocios turbios -supongo
que se le habría ocurrido hacerlo para tener a alguien a quien echarle la culpa si las cosas se le
iban de las manos en algún momento; no confiaba lo suficiente en mí como para pensar
posible otra razón-. Pero yo siempre le dije que no y eso, aparte de ofenderlo, hacía que yo me
enterase de mucho más que lo que él deseaba compartir conmigo si yo no iba a formar parte de
sus asuntos. Quizás por eso fue que intentó hacerme desaparecer de Valmont por tantos
medios distintos, sin tener que recurrir a métodos mafiosos. Ahora lo había logrado. Y, ya que
lo pensaba desde esta perspectiva, no era una idea tan loca que Da Silva hubiese decidido no
llevar este acontecimiento a manos de la justicia. Ahora que yo no lo había matado, quizás le
convendría menos a él que a mí que alguien se pusiera a olfatear como un sabueso los
negocios y contratos dentro de la empresa. Pero, ¿cómo haría mi jefe para convencer a su
propio padre de que se olvidara del asunto? Porque si algo no iba a poder hacer era decirle que
no había sido gran cosa y que no valía la pena hacer tanto escándalo, considerando que pasó
tanto tiempo dentro de un hospital, en manos de los mejores cirujanos del país tratando de
reconstruirle la cara. ¿Qué podía inventarle? ¿Que me conocía desde hacía mucho tiempo y
que me tenía demasiado afecto como para demandarme? Sonaba gracioso, aunque... no
imposible. Da Silva sería capaz de cualquier cosa con tal de evitar que su propio padre se
enterase de sus negocios turbios. Le venía muy bien el papel de víctima que todos los medios
le habían regalado, pero a su vez no podía hacer demasiado uso de él, ya que desde ese rol,
una demanda sería perfectamente esperable. Pero Da Silva tenía la suficiente industria como
para utilizar habilidosamente cada una de las herramientas con la que se cruzaba en su camino.
Quizás encontró la manera de lograr que su padre lo deje en paz valiéndose de su repentina
fama gracias al reality show, dejando de lado su papel de víctima para los medios. Entonces
nadie quedaría mal parado. Él se liberaría de la paranoia que conllevaría el hecho de saber que
los abogados de su padre estarían investigando los movimientos de Valmont, al tiempo que
aprovecharía su nueva y desmerecida fama gracias al reality show; y quizás, entre todo ese
embrollo, un hombre común, de casi 40 años, podría caminar limpia y tranquilamente hacia
una nueva vida. Todavía sonaba como una utopía que yo pudiera tener tanta suerte, pero
también, así como mi consciencia me recordaba a cada instante que no me dejara llevar por el
camino fácil, así también me repetía que de no haber sabido yo que Da Silva era un tremendo
hijo de puta, no habría sido tan fácil que desatara mis pasiones y lo cagara a trompadas. Y que
tampoco resultaba correcto decir que yo era un desquiciado capaz de golpear a cualquiera en
un ataque de ira. Pero era más difícil creer esa parte, ya que, aunque quisiera, no iba a poder
dejar de sentirme peligroso. Tal vez no tanto como para alcanzar el grado de asesino, pero aún.
Y, gracias a esta nueva vida, había muchas más cosas que colaboraban con que me sintiera una
mierda. Sobre todo el hecho de haber sido tan hipócrita, tan egoísta y tan ciego como para
ignorar la presencia de un ángel ante mis propios ojos. Pero también el hecho de haber tenido
en mis manos el poder de ayudar aunque sea remotamente a esta gente en situación de calle y
en lugar de aprovecharlo, cruzarme de brazos y dedicarme a vivir como un snob. Y lo que
peor me hacía sentir era que no veía en un futuro cercano, la posibilidad de modificar alguna

®Laura de los Santos - 2010 Página 252


de esas cosas. Estas paredes llenas de recortes no me estaban brindando información útil y
colaboraban con esa sensación que se venía apoderando de mí al galope de que lo que
recordaba como mi vida pasada no era una sumatoria de momentos sucesivos, sino un
berenjenal de paupérrimos y nefastos ingredientes que formaban una gran nebulosa gris. Tenía
que dejar de dar vueltas y buscar la manera de reencontrarme con Oviedo. Me daba cuenta
ahora de que no estaba haciendo más que retrasar el momento porque tenía miedo de no
encontrar en él la salvación que buscaba. No tenía realmente a nadie más en quién confiar y
sólo la idea de terminar para siempre en esta vida extrema me hacía poner la piel de gallina.

-¿Todavía tenés esa computadora? -le dije al Turco directamente en cuando salí del
estacionamiento y caminé decidido hasta él.
Mi consciencia no sólo me recordaba que estaba siendo un hipócrita, sino que ahora me lo
estaba gritando. Por nada del mundo quería ignorarla y ella aprovechaba para retrucarme que
era exactamente lo que estaba haciendo. Pero me convencí a mí mismo que le compraría una
computadora a ese hombre más adelante, aunque sabía que era lo más absurdo que se me
podía ocurrir. Al menos silenciaba momentáneamente a mi consciencia. Aparte había otra cosa
que era cierta: el Turco ya había dado la orden y ahora era tarde para volver atrás. Él asintió
con la cabeza como si yo nunca hubiera intentado darle una lección de moral un rato atrás.
Caminó hasta el „campamento‟ y sacó la computadora de adentro de una bolsa.
-Tenés poco tiempo. Ya la vendí. La están viniendo a busca‟ -me dijo el Turco con toda la
naturalidad del mundo.
„¿Escuchaste? ¿Escuchaste?‟ me decía mi consciencia. „¿Ves? Al final sos un hipócrita‟.
Pero la posibilidad de comunicarme con Oviedo estaba demasiado cerca y ya no tenía fuerza
para seguir lidiando con esta realidad. Era una tortura. Necesitaba respirar y volver a sentir un
poco de la esperanza que sabía que existía en mí, pero que este lugar intentaba machacar a
mazazos a cada instante. Levanté la tapa y encendí la computadora. Tampoco sabía si tendría
la cantidad de batería suficiente como para revisar el correo. Quizás la persona a la que había
pertenecido este aparato la había utilizado recientemente y la había consumido. ¿Qué estará
pensando esa persona? ¿Habrá ido a la comisaría a hacer la denuncia? Ay, Dios. Esto era
terrible. Sólo de pensar en la impotencia que ese hombre o mujer estaría sintiendo en este
momento me revolvía el estómago y me llenaba de culpa. Oviedo... Oviedo... Oviedo... Sí.
Mejor. Focalizate. Y de paso... callate. Suspiré y esperé a que el sistema terminara de cargar.
¿Para qué? La reputa madre. ¿Era realmente necesario que apareciera una foto de una pareja
con un bebé en el fondo de pantalla? Me cago en la puta madre. Una pareja... luchando por
sobrevivir en esta selva de cemento de mierda... Es injusto. ¿Por qué tengo que formar parte de
esto? Ay, mi pecho. Tira tanto la culpa. Pero no. Oviedo. Necesito a Oviedo. No mires. No
mires. Internet. Internet. Toda esta ciudad estaba condenada a morir de cáncer con la cantidad
de ondas eléctricas que nos atravesaban. Parecía mentira que pudiera acceder a cualquier parte
del mundo sin necesidad de conectarme a ningún lado, contando sólo con ondas de wifi. Sí...
bien... pensá en otra cosa... Usuario... contraseña... la hora de la verdad... Tic tac... tic tac... o
debería mejor decir blup tup... blup tup... blup tup... ¡UN CORREO NUEVO! ¡SÍ! ¡¿SERÁ
DE ÉL?! ¡¿ME HABRÁ ENCONTRADO?! Tranquilo... vas a hiperventilar.
¡SIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII! Ay, Dios. Era todo lo que necesitaba. Sólo el hecho de saber que

®Laura de los Santos - 2010 Página 253


me había respondido me devolvió instantáneamente toda la esperanza. Había una salida.
Estaba ahí, enfrente de mis ojos.

Querido... Guido Tinto,


No sabe la alegría que me ha generado que se ponga en contacto con nosotros.
Estábamos esperando a un verdadero fanático desde hacía ya dos meses. Nos gustaría que se
acercara a la empresa para poder conversar más detenidamente acerca de esta pasión por el
Chrysler 300c. Lo esperamos cuando usted quiera.
Saludos cordiales,
Su fiel amigo Carlos Oviedo, de Living Cars.

Tuve que releer varias veces el mail para poder terminar de comprenderlo, ya que las
lágrimas que comenzaron a caer de mis ojos en el instante posterior al que leí la palabra
„Querido‟ no me dieron tregua y tuve que esforzarme y limpiarme los ojos cada varios
segundos antes de poder seguir avanzando con la lectura debajo de la continua catarata. Y para
el momento en que llegué a „su fiel amigo‟, no me quedaron más fuerzas. Tuve que dejar a un
costado la máquina para que no generara un cortocircuito y que el Turco me puteara. Pero a él
no pareció importarle demasiado el aparato. Se arrodilló en frente de mí más asustado que
nunca.
-¿Estás bien? ¿Qué te pasó? -suplicaba. -¡Decime algo!
Yo no hacía otra cosa que negar con mi cabeza. “No es cierto. No es posible. Estoy
soñando”, me decía. Y sólo cuando el Turco comenzó a zamarrearme fue que me di cuenta de
que sólo estaba exultante por dentro; por fuera sólo se veían lágrimas y un constante
movimiento lateral de cabeza.
-Por favor... por favor -repetía el Turco como si estuviera rezando.
Quizás, de alguna manera, sí lo estaba haciendo. Le estaba pidiendo a todas las fuerzas
sobrenaturales que no me dejaran entrar otra vez en crisis.
-Estoy bien -le dije y me dije.
Pero no podía creerlo aunque lo escuchaba salir de mi boca y volver a entrar en mi
cerebro desde afuera.
-Estoy bien... estoy bien... -trataba de convencerme más a mí que a él. -Me contestó
Oviedo. ¡Estoy salvado!
Pero de pronto me di cuenta de que eso podría insultar al Turco; después de todo él había
sido mi salvador en primera instancia. Y con ese comentario sólo parecía decir que no
valoraba ninguno de sus esfuerzos. Lo miré algo preocupado, pero en la imagen distorsionada
por las lágrimas que me llegó al cerebro de su rostro no parecía ofendido. Igual no quise correr
riesgos.
-Gracias, Turco -le dije rápidamente. -Gracias por todo lo que me diste. Por tu tiempo, por
tu dedicación, por tu fe y por tu experiencia. Por tu paciencia y por devolverme mi propia
consciencia.
Lloraba. Negaba con la cabeza, pero me reía.
-No me van a alcanzar tres vidas para devolverte todo lo que hiciste por mí estos dos
meses.

®Laura de los Santos - 2010 Página 254


Increíblemente, de pronto era el Turco quien lloraba. El labio inferior le temblaba y
trataba de frenar las lágrimas inminentes, para no quedar como un boludo delante de su gente.
Se puso más de espaldas a los nenes que estaban sentados en el lugar de siempre, para
disimular.
-Tenés un valor... un coraje como jamás le vi a nadie en mi vida -le dije. -Jamás voy a
poder comprender por qué elegiste éste como tu camino de vida, pero, a pesar de que no puedo
compartirlo ni aceptarlo, te respeto como a nadie -le seguí diciendo. -Si necesitabas ayudarme
para redimirte de tu terrible experiencia, te juro que lo lograste. Puedo ahora entender que lo
que hiciste fue para proteger a los tuyos y que era su vida o la tuya. No sos culpable de esta
realidad, Turco. Espero que algún día puedas comprenderlo.
Se quedó un instante en silencio mirando al suelo, las lágrimas cayendo directamente
sobre mis zapatillas gastadas.
-Gracias -fue todo lo que pudo soltar antes de volver a quebrar.
-Lo mismo digo -le contesté. Y a continuación le repetí lo que me escuchó decirle la
primera vez que le hablé -Somos parte el uno del otro y tus miedos nos afectan a los dos. El
bienestar de ambos es nuestra libertad.
La única diferencia fue que, gracias a él, ahora lo sentí.
El Turco comenzó a reír entre lágrimas y me abrazó. Los dos sabíamos que esta era una
despedida. Pero yo sabía que nos volveríamos a ver. Lo abracé con toda mi fuerza y me fui a
encontrar con Oviedo, sabiendo que detrás de mí quedaba no sólo un hombre, sino un amigo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 255


Libro Tercero: Nosotros

Pensar en la entrada de de Living Cars como la mejor opción para reencontrarnos no fue
la idea más feliz que le escuché a Oviedo. La calle era Esmeralda y el edificio era el que daba
casi a la esquina de Rivadavia. O sea... una de las más transitadas del microcentro a esta hora
del día. El sol estaba casi encima de la ciudad y la gente comenzaba a salir a almorzar. O sea...
peor aún. No sólo porque el tránsito de peatones se volvía demasiado grueso como para poder
esconderme y descubrir a Oviedo a la misma vez, sino también porque otra vez estaba
teniendo que lidiar con la ignorancia pobremente disimulada de las personas que pasaban por
mi lado. Otra vez intenté convencerme de que al menos no se alejaban por mi mal olor. Al
menos algo de positivo había. Me paré en la vereda de enfrente e intenté mirar por encima de
la gente a ver si pescaba la cara de Oviedo entre la multitud.
Pasó una hora... Dos... La gente comenzaba a volver hacia sus trabajos para continuar con
la segunda parte del día laboral y sin embargo aún no percibía ni la más mínima señal de su
presencia. Otra vez comenzaba a sentirme dentro de un sueño. ¿Quién no había soñado alguna
vez que estaba desnudo en medio de una multitud de caras asombradas que lo señalaban a uno
mientras se reían del hilarante espectáculo? Ese era básicamente el grado de vergüenza que
estaba sintiendo. Y como en todo gran sueño, no podía faltar la parte en que todas las personas
se convertían de pronto en la misma multiplicada cientos de veces. La ansiedad me hacía ver
la cara de Oviedo en todos los rostros. Incluso había personas que me miraban doblemente
asustadas al percibir que les prestaba más atención que a otras. No me cabía duda de que cada
una de ellas probablemente temía que la fuera a robar. Y la verdad era que tampoco podía
juzgarlas, ya que yo mismo había sido víctima de la misma ignorancia.
De pronto, al mirar hacia uno de los lados, la probabilidad de que estuviera soñando se
convirtió en certeza. A lo lejos venían caminando tomados de las manos Da Silva y... Camila.
Sí, sí. Camila. Mi Camila. Aunque... en tanto más se acercaban, mejor podía apreciar que ya
no era mi Camila, sino su Camila. ¿Sería eso realmente posible? De pronto comencé a pensar
no en la respuesta, sino en otra pregunta. ¿Qué hubiera pasado si me enteraba de la nueva...
„adquisición‟ de Da Silva dos meses atrás? ¿Cómo me hubiera sentido? Probablemente
robado, aunque quizás recordaría rápidamente lo mismo que me estaba viniendo a la mente
ahora: el día en que nos cruzamos en aquel restaurant y él la miró tan comestiblemente que lo
único que consiguió fue faltarle el respeto a Julieta... a... mi Julieta. Si no hubiera analizado
tan profundamente mis sentimientos durante estos últimos dos meses, y si no hubiese llegado a
la conclusión de que estaba perdidamente enamorado de Julieta, tal vez hubiera sentido celos
de este panorama. Ahora me parecía simplemente patético. Pero, ¡hey! Despertate, idiota; que
lo único que falta es que te vean ellos a vos. Pestañeé un par de veces y me refugié en la
entrada de un edificio mientras pasaban por mi lado sin siquiera mirarme. Por primera vez en
todo este tiempo agradecí el hecho de ser tan invisible como para saber que ninguno de ellos
me hubiera reconocido así les bailara un tango en la cara. Lo sabía porque yo había sido como
ellos. Lo sabía porque algún tiempo atrás yo tampoco me hubiese prestado atención. Y lo
sabía porque aún hoy, luego de tantos años de dejarle limosna al mismo vagabundo, no tenía la
menor idea de cómo era su cara. Hoy me jugaba a favor, pero sabía que mi consciencia me
recordaría, de aquí en adelante, la mierda humana que alguna vez fui. Y estaba bien. Era justo.
Me recordaría que puedo ser muy diferente de los demás seres humanos, pero que jamás

®Laura de los Santos - 2010 Página 256


dejaríamos de ser lo mismo. En cuanto pasaron de largo, me puse de pie y los miré alejarse.
Da Silva caminaba un poco de costado, como si tuviera torcido el chasis -no quise creer que
yo había sido el culpable de eso, pero jamás lo había visto moverse así-. Camila estaba
radiante, como siempre, dejando a su paso un fresco aroma a perfume importado. Da Silva, a
su lado, no sólo parecía obsoleto, sino que su espástico andar se resaltaba aún más. Antes de
poder sentirme mal conmigo mismo, recordé que probablemente estuviera todavía jugando el
rol de víctima. Me extrañó no verle ningún vendaje, aunque sí alcancé a percibir algunas
pequeñas cicatrices en su rostro antes de bajar la vista y esconderme. Bien o mal, lo había
reconocido, así que al menos no estaba lo desarticulado que yo lo recordaba en mi memoria.
Eso me alivió un poco. Los cirujanos habían hecho un trabajo evidentemente arduo para
dejarlo casi tan perfecto como antes de la fiesta. Y sólo yo sabía -aunque no me hacía sentir
nada mejor- que él era tan enfermo como para utilizar ese casi, esas cicatrices, a su favor;
como un recordatorio de su victoria y no de su tragedia. Los seguí hasta que se perdieron en la
esquina, más asombrado de mi asombro que de lo que mis ojos veían. ¿Qué tan raro era,
después de todo, que Da Silva haya seducido a Camila? Todavía me resultaba un poco extraño
saber que ella era la única de sus conquistas con la que yo también me había acostado. No
pude evitar reír al recordar esa noche en la que dije el nombre de Julieta en lugar del suyo en
pleno acto sexual. Y sólo ahora podía comprender que no era en lo más mínimo extraño que
eso hubiese ocurrido; después de todo, había mencionado a la única persona con la que
hubiera querido compartir no sólo ese momento sino todos los del resto de mi vida, aunque me
lo viniera negando caprichosamente durante tanto tiempo.
Las tres... tres y media... las cuatro... ¿Lo habré soñado? Cuatro y media... ¿Estaré
sumergido en un mundo onírico del que ya no voy a ser capaz de despertar nunca, por no
poder diferenciarlo del real? Cinco... Maldito reloj gigante. No anda ninguno en esta puta
ciudad y éste parece estar riéndose de mí. Cinco y cuart-- ¡Ahí está! Ah... no... qué susto... ese
sí que era parecido, ¿eh? O quizás la desesperación por volver a verlo estaba generando
alucinaciones en mi mente. No quería pensar en lo que estaba comenzando a sucederme, pero
no podía evitarlo. La duda empezaba a reptar desde mis pies hacia arriba por todo mi cuerpo.
Ya no era una simple sucesión de preguntas; ahora se estaban convirtiendo en certezas.
Comenzaba a saber que estaba soñando, que no era ni por mucho todo lo afortunado que creía
y que ni en pedo Oviedo iba a arriesgarse a buscarme. Comencé a pensar en nuevas
alternativas. ¿Qué haría si no alcanzaba a verlo hoy? En principio probablemente buscaría
nuevamente un cyber, para mandarle otro mail, uno en el que pudiéramos buscar un lugar más
acorde para encontrarnos. Quizás si fuera algo más cercano a-- ¿Qué es esto? ¿Una limosna?
¿Me habrán dejado dinero aunque no la pidiera? Pero no. No era un billete. No tuve que
mirarlo para comprobarlo; me di cuenta al tacto. Otra de las cosas que uno aprender
rápidamente al vivir en la calle. Era un papel... doblado... ¿Qué--
Quedate ahí que paso con el auto en cinco minutos.
Levanté instintivamente la vista para ver de dónde había salido esa nota. No recordaba si
alguna vez le había visto la caligrafía a Oviedo, pero tampoco tuve que hacerlo. No existía la
más mínima posibilidad de que fuera otro más que él quien la había escrito. Pero, ¿por qué
tanto misterio? Y la única respuesta válida que encontré en ese momento descartó de
inmediato todas las conclusiones a las que había llegado en el cuartito de los diarios. Da Silva
sí había levantado una demanda en mi contra. La policía sí me estaba buscando. ¿De qué otra

®Laura de los Santos - 2010 Página 257


manera se podía explicar que Oviedo reaccionara como si estuviese en una película de
detectives? Me quedé helado cuando un Chrysler 300c azul se estacionó con balizas adelante
mío. La adrenalina me recorrió el cuerpo y no terminé de entender esa señal como un „salí
corriendo‟ o como un „quedate petrificado‟. Sin saber porqué, opté por la segunda alternativa y
que quedé mirando el auto como un idiota, con la boca abierta y la nota en mi mano. La
ventanilla del acompañante se bajó y vi que efectivamente era Oviedo quien venía manejando.
Pero eso no me hizo modificar mi postura en absoluto. Después de todo, ya había creído que
lo había visto al menos unas 12 veces desde el comienzo del día y había dejado de confiar en
mis ojos.
-¿Guido? -preguntó Oviedo, asomándose extrañado por la ventana del acompañante.
Por supuesto que yo no iba a reaccionar a ese nombre. Evidentemente ese no era Oviedo,
y si lo era, se había equivocado de persona. Pero luego agregó:
-¿Guido Tinto?
Y miró para todos lados, paranoia escrita en su rostro. Era él. ¡Era él! ¿Por qué me estaba
quedando parado como un boludo si ya estaba confirmando que era él? Ah, cierto. Todavía no
le había dicho a mi cuerpo que tenía que reaccionar.
Me acerqué a la ventanilla y los dos nos quedamos mirándonos por lo que pareció una
eternidad. No sé qué le pasó a él por la mente, pero mi cerebro me disparó todos los recuerdos
que tenía de él y con él como una ametralladora. Tuve que pestañear varias veces para
recordar dónde estaba. Abrió la puerta y me chocó en la rodilla. Augh. Bien. Un poco de dolor
me venía bien. Sin mirar para los costados, me zambullí adentro del auto y cerré la puerta.
Pero no me animé a mirarlo. Me quedé con la vista clavada en el frente, aún azorado por lo
que estaba viviendo. Si esto era un sueño, de ninguna manera me iba a obligar a despertar de
él. Así que cuanto menos pensara y cuanto menos me moviera, mejor. Él tampoco habló.
Trabó las puertas, subió los vidrios y arrancó a toda la velocidad que le permitía el tráfico de
las 6 de la tarde. Yo no sabía adónde iríamos, ni me interesaba averiguarlo tampoco; pero
podía quedarme tranquilo que arriba de este cochazo, llegaríamos a destino rápido y sin
problemas. Me daba vergüenza el sólo hecho de pensar que la mugre que yo traía estaba
contaminando esta belleza. Pero no quise pensar en la realidad. No quise bajarme de este
sueño. No quise recordar que anoche casi me mata un cartonero. No quise recordar la plaza ni
el grupo de drogadictos. No quise recordar el refugio. No quise recordar. Nada. No quise
pensar. Pero era tan absurdo. Esta conexión de realidades. Esta intrincada relación entre la
pobreza y el lujo. Mi vida pasada. Mi presente. Mi... ¿futuro? Sólo podía agarrarme de este
subconjunto como única prueba fehaciente de que nada había sido un sueño. Pero era débil. Si
llegaba a despertar no lo soportaría. Sobre todo porque no sabría en qué momento de mi vida
despertaría. Todo este tiempo fue tan extremo que no sabría decir cuándo, en efecto, comencé
a soñar. Me miraba las manos y el cuerpo y la vestimenta que llevaba, y luego dirigía mi
atención hacia el tapizado de cuero, los vidrios polarizados, el tablero de madera y la
tecnología asombrosa que tenía este auto y no podía evitar recordar ese día en la escuela en el
que me enseñaron a trabajar conjuntos. Me veía a mí mismo pintando de distintos colores los
círculos y sorprendiéndome al ver cómo se formaba un nuevo color en la parte en la que se
superponían los colores. Exactamente así me sentía en este momento. Superpuesto,
enquistado, desanclado. No me animaba a hablar. No quería escuchar mi voz por temor a
sentirla tan distinta que me hiciera despertar. Pero, a la vez, tenía tantas preguntas para

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hacerle. No sabía por dónde empezar. Era tan extraño recordar la última vez que nos vimos, en
aquellas circunstancias; era doloroso y a la vez esperanzador. Quería que me dijera todo lo que
había pasado. Seguramente él tendría una perspectiva más amigable de mi propia vida. Y, sin
lugar a dudas, él sabría perfectamente todo lo concerniente a mi situación legal. Pero antes
tenía que agradecerle. Aún no sabía bien por qué, pero al menos por no haber abandonado su
búsqueda ni un solo día, a pesar de que no publicó en su diario nada que tuviera que ver
directamente conmigo. Sí. Ese era un buen punto de partida. Lo miré para comenzar a
hablarle, pero algo en su mirada me hizo arrepentir de inmediato. Tenía la vista clavada en el
camino, completamente serio y tan duro como una estatua. Incluso pude ver que ni siquiera
pestañeaba. Todo en él irradiaba concentración y me dio más miedo interrumpirlo que
despertarme. Así que volví a mirar hacia adelante, a la espera de que fuera él quien rompiera
el silencio. Todo era demasiado extraño como para comenzar a sacar conclusiones. No sabía
qué pensar ni qué hacer. Sentí que adoptar su postura de mármol era la mejor opción y me
dediqué a mirar el camino que hacía tanto tiempo no transitaba. Lo reconocí enseguida. Había
retomado Rivadavia y ahora -desviado por una huelga de piqueteros en el congreso- había
doblado en Córdoba y pasaba como rayo entre los autos, camino al norte. Agarró Balbín,
luego Galván y cuando me quise acordar, ya estábamos sobre la General Paz. Enseguida se
subió a la Panamericana y, aunque desconocía el destino, no me hubiese importado demasiado
que siguiera hasta Venezuela sin parar ni hablar. Sin embargo, algo de cinco minutos después,
bajó de 180 km/h a 120 y se tiró hacia la derecha para salir. Cuando llegamos a Libertador en
Olivos, aún no habíamos intercambiado ni una palabra. Lo mire de reojo y todavía le vi esa
expresión de concentración que no me animé a interrumpir. Dobló en una calle que no tenía
cartel, hizo un zigzag entre otras callecitas de adoquines y luego dobló en la entrada de una
casa. No pude ver cómo era porque había un tremendo portón de madera tapando el paso. Se
quedó unos instantes esperando y su índice derecho comenzó a dar golpecitos frenéticos sobre
el volante. Suspiró cuando el portón automático comenzó a abrirse, pero ni me miró ni habló.
La casa que apareció a continuación se acercaba mucho a una mansión. Tres perrazos
comenzaron a ladrar cuando el auto finalmente cruzó el portón. Oviedo se quedó esperando a
que se cerrara nuevamente, mirando por el retrovisor, aún moviendo su dedo. Sólo cuando la
madera dejó de moverse suspiró y bajó los hombros. Entonces me di cuenta de que venía más
tensionado de lo que había pensado. A pesar de su cambio de actitud, yo me quedé duro. Ya se
estaba fijando en mi mente la imagen de los perros comiéndome vivo. Oviedo aún no me
miraba. Se bajó del auto como si hubiese llegado solo, cerró su puerta y caminó hacia la
entrada de la casa. Abrió la puerta y de un chiflido los tres perros se fueron para adentro. Yo
miraba todo desde el asiento del acompañante. Finalizados sus asuntos con los canes bajó
nuevamente los escaloncitos y volvió al auto; sólo que esta vez, directamente hacia mi lado.
Abrió mi puerta y misteriosamente se quedó mirándome. Su expresión virando rápidamente
del susto y la tensión a la preocupación paternal y el remordimiento. Supongo que mi
vestimenta mugrienta y mi pelo y barba largos no colaboraban demasiado al hecho de que yo
me sentía bien, a pesar de aparentar lo contrario. Se movió un poco hacia atrás para dejarme
bajar. Yo miré una vez hacia la puerta recordando a los perros y después bajé despacio. No
tenía la menor idea de cómo reaccionar y la actitud de Oviedo no estaba ayudando. Me quedé
parado al lado de la puerta abierta. Él me miró de arriba abajo varias veces sin tocarme.
-¿Estás bien? -dijo asustado.

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Pero yo no respondí. Todavía descreía de esta realidad. Las cosas estaban sucediendo
demasiado rápido como para considerar inverosímil la idea de un sueño. Asentí con la cabeza
y me quedé mirándolo.
-¿Te duele algo? -siguió.
¿Había conseguido contagiarme de esa cara de eterno sufrir que tienen los que viven en la
calle? No me había puesto a pensar en eso, pero exceptuando al Turco, el resto de la gente con
la que me había cruzado en estos últimos días cumplía con esa condición. Incluso Romina, lo
cual me hacía sentir siempre una mierda. Por un instante se me cruzó el ilusionista por la
mente y me corregí: “OK, dos excepciones”. Negué con la cabeza.
-¿Estás herido? -dijo encima de mi respuesta.
Y ya no sabía si tenía realmente un „no‟ para esa pregunta. Estaba bien y no me dolía
nada. Pero no estaba seguro de poder decir lo mismo acerca de mis heridas. Todavía corría el
riesgo de ponerme a llorar sin causa en algún momento. Pero de todas formas negué otra vez,
aún sin atreverme a hablar. Fue entonces cuando Oviedo sonrió por primera vez y me abrazó
tan fuerte y tan rápido que por un momento me asusté. No pude devolverle el gesto de
inmediato ya que la sorpresa me seguía dominando. Comprendí por qué me había hecho las
preguntas. Estaba extrañamente desesperado por abrazarme, pero tenía temor de lastimarme.
Sonreí entonces y lo abracé también, a pesar de que me daba un poco de vergüenza el hecho
de que su traje tendría que ir indefectiblemente a parar a la tintorería a continuación. Oviedo
me separó de golpe luego de unos instantes de inmovilidad, me tomó por los hombros y me
miró profundamente a los ojos. Por un momento sentí que esta situación era tan onírica para él
como para mí. Volvió a recorrerme el cuerpo con la mirada y comenzó a negar, su sonrisa
desvaneciéndose con cada segundo que pasaba. Cuando sus ojos llegaron nuevamente a los
míos estaban llenos de realidad. Y sí. Era difícil mantenerse dentro del sueño cuando el mundo
chocaba contra los sentidos. Siguió negando con la cabeza y apretó los labios para no llorar.
Me volvió a envolver entre sus brazos -ahora sí, definitivamente iría a la tintorería- y dijo:
-Lo siento tanto.
Y no sé si fue el hecho de que se le entrecortó la voz cuando dijo esas palabras, o el
instantáneo recuerdo que me ocupó la mente de la última vez que nos vimos, o simplemente lo
absurdo que me resultaba que fuera él quien decía esas palabras y no yo, pero lo que venía
temiendo que ocurriera, pasó. Una vez más, las lágrimas. Y ya no me importó despertar, ni
seguir soñando, ni recordar, ni nada. Lo único que sabía era que estaba ahí, sujetado al mundo
y a la existencia por los mismos brazos que me sostuvieron cuando se terminó mi vida tal y
como la conocía; dispuestos hoy, como aquel día, a desgarrarse con tal de no dejarme caer. Y
una vez más, todo lo que viví durante dos meses. Esa perenne sensación de que no merecía
nada de lo que estaba viviendo. No tenía derecho siquiera a pensar en este momento como
parte de la realidad. Mi situación no era compatible con semejante demostración de afecto. Y
peor, porque este hombre depositó en mí su tiempo y atención mucho antes de que yo diera
testimonio a la empresa y al mundo entero de la mierda humana que era la noche de la fiesta.
Ya desde antes él había descubierto en mí a un hombre que no era y que ni siquiera hoy me
animaba a sentir como posible. Y encima, luego de mi violento ataque de ira, luego de haber
quedado como un asesino desquiciado a los ojos del todo el mundo, aún así él seguía
apostando sus fichas al perdedor. Este matungo rengo que ahora se refugiaba en sus brazos y
que jamás llevaría en su cuello una corona de flores era por quien desperdiciaba su tiempo. De

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pronto comencé a sentirme -si eso era siquiera posible- peor. Si él había actuado tan
misteriosamente, si Da Silva me había demandado, si me estaba buscando la policía, la
conclusión a la estaba llegando era exactamente la misma que la de la noche de la fiesta: no
podía convertir a este hombre... -¿otro ángel?- en cómplice. No sabía qué tan embarrado
estaba mi legajo, ni cuánto jugo le había sacado mi jefe -o su padre- al hecho de que yo fuera
un fugitivo, pero cualquiera que fuera la situación, otra vez yo estaba actuando por propia
conveniencia; lo cual no estaba errado, pero gracias a ello iba a conseguir que más personas se
vinieran conmigo a la ruina. No podía permitirlo. No de nadie. Menos de este hombre. Tenía
que salir. Si me estaban buscando, tendría que entregarme antes de que alguien me viera a su
lado. Comencé a negar frenéticamente. Me separé de Oviedo y me limpié las lágrimas.
-¿Qué pasó? -dijo él, otra vez preocupado.
No me animé a mirarlo. Era demasiado bueno, demasiado dedicado.
-Me tengo que ir -contesté mirando el portón.
Pero iba a ser mucho más fácil decirlo que hacerlo. No había forma de que yo pudiera
trepar semejante estructura.
-¿Qué? -dijo, y me tomó del brazo para que lo mirara.
Este era el fin. Iba a llorar al verlo. Seguro. Suspiré profundamente y volví a pensar en
aquella noche. Me dio una punzada al pecho, pero nada que no hubiera sentido antes. Lo miré
y le repetí las palabras de entonces.
- Mi condena es solamente mía.
Se quedo callado un instante, aunque su expresión no era la misma que la de la otra vez.
Jamás olvidaría aquella, pues había sido la última que lo vi. Esta era diferente. ¿Renovada,
quizás? Había en su rostro un dejo de esperanza que en lugar de tranquilizarme, lograba
hacerme sentir peor.
-Nadie va a condenarte -me contestó.
¿Qué? Si sus palabras tuvieran al menos el significado que él por lo visto estaba
intentando darle, ya serían hilarantes; solamente la rápida reacción de mi instinto de
supervivencia hacia las conclusiones que había sacado en el cuarto de los diarios era imposible
de creer. Pero aunque en efecto se estuviera refiriendo a eso y resultara cercano a la realidad el
hecho de que Da Silva no me hubiese levantado demandas, aún así esa afirmación era
absolutamente falaz. Ya había tenido varias ocasiones de experimentar la tiranía de mi
consciencia y si algo había podido aprender, eso era que jamás me libraría de su condena. No
quise, pero no pude evitar soltar una pequeña risita irónica. Sin embargo, más allá de lo que él
ignoraba acerca de mis vivencias de los últimos dos meses, si lo que me decía tenía que ver
con Da Silva, entonces no tenía una razón urgente para salir corriendo, ¿verdad? Si él no
estaba en peligro, entonces podía quedarme a escuchar al menos su versión de los hechos. Me
acerqué nuevamente a él, ya algo más calmado.
-Perdóneme -le dije. -Pasaron tantas cosas en este último tiempo que el pánico se
convirtió en la reacción más prudente.
Parecía extraño que lo siguiera usteando, luego de todo este tiempo y de la reciente
demostración de afecto. Pero no encontraba otra manera de dialogar con Dios.
-Lo sé. Y lo siento -me dijo, poniendo otra vez su mano en mi hombro. -Intenté por todos
los medios contactarte pero no obtenía respuestas. Sólo cada vez más y más interrogantes.
Hasta llegué a pensar que...

®Laura de los Santos - 2010 Página 261


Pero descarriló. Me dolía más ver sufrir a este hombre de lo que me dolía el propio dolor
de consciencia alterada. ¿Cómo era que habíamos vuelto al comienzo, en dónde él se
disculpaba y yo me sentía una mierda indigna? ¿Cómo era posible que este... ser...
sobrenatural... cayera en la desesperación de sospechar posible la muerte de un donnadie? Y ni
siquiera pensaba esto para meterme en el rol de víctima. No era más que un hecho, libre de
emociones y juicios.
-Honestamente... no sé por dónde comenzar -le dije, todavía perplejo.
Y era cierto. ¿Por dónde arrancaría a explicarle todo lo que estaba pasando por mi mente?
¿Cómo resumiría dos meses de introspección y autodescubrimiento en pocos minutos? Suspiré
y traté de jerarquizar los temas. Pero antes de que pudiera decir algo, se me adelantó.
-¿Por qué mejor no entramos y conversamos más tranquilos?
Instintivamente miré hacia la puerta por donde habían desaparecido las fieras y mi cuerpo
se negó a avanzar. Por lo visto mi actitud le pareció simpática a Oviedo, porque dijo:
-Son mansitos. Ladran pero no muerden.
El diminutivo fue lo que me hizo levantar la ceja escépticamente. ¿Mansitos? Pero no creí
posible tanta molestia por parte de Oviedo para llevarme a su casa sólo para verme morir en
las garras de sus bestias, ¿no? No sonaba lógico. Así que opté por creerle. Aunque la otra
razón que me hacía rechazar la opción de avanzar era que sentía que dejaba mugre detrás de
cada pisada. Y ni siquiera me animé a pensar en el contraste que originaría mi presencia
dentro de ese caserón que ya desde afuera gritaba lujo.
-Vamos. Confiá en mí -agregó una vez más, pasándome la mano por el hombro.
Tan bien se sentía su constante demostración de cariño y tanto la necesitaba que no me
animé a decirle que ya no era temor sino vergüenza lo que me frenaba. Y cómo podía no
confiar en él; quizás la única persona en el mundo entero que creyó en mí antes de que yo
mismo lo hiciera. Pensé en mis padres, pero nunca terminé de responderme la pregunta que
arrancó en mi adolescencia, de si era confianza en mis aptitudes lo que tenían o una
naturalizada expectativa social de perfección para con los hijos. Así que no podía realmente
afirmar que me tenían fe. Y detrás de ellos, me vino a la memoria la otra única persona en la
que ya no podría dejar de pensar. Mi ángel. ¿Realmente importaba si me tenía fe o no para
hacer su trabajo? Recordé a Romina y a la eterna forma de desarrollar sus actividades
rutinarias al lado de un hombre con el que no estaba de acuerdo en su manera de vivir. Así era
exactamente como veía yo a Julieta. Y la verdad es que no sé a ciencia cierta si alguna vez voy
a poder hacerle esa pregunta, o agradecerle siquiera, por todo lo que hizo, aunque sea
demasiado tarde para que logre significar algo.
Cruzamos la puerta de entrada. ¿Había dicho yo más temprano que sentía el mismo grado
de vergüenza que aparece en ese sueño en el que uno está completamente desnudo? Bueno.
Me equivoqué. No creo que haya sentido jamás lo que ahora me invadía. Ni en mis épocas de
gerente cuando me mandaba alguna cagada, ni cuando me tuve que desnudar delante de 20
hombres en el refugio, ni cuando me sentí rechazado por todos los que pasaban por mi lado.
Porque aquella vergüenza era solamente mía. Pero esto... estar parado como un idiota mirando
en todas las direcciones de esta imponente construcción, sobre una alfombra que
probablemente cueste más que el auto de ahí afuera. Esto era demasiado. Miré mi vestimenta y
mis pies e inmediatamente retrocedí unos pasos hasta pisar algo que no quede completamente
arruinado luego de mi presencia. Qué irónico resultaba verlo desde esta perspectiva. Pensar

®Laura de los Santos - 2010 Página 262


que todo lo que tocaba quedaba manchado más allá de mi voluntad de hacerlo había sido tan
cierto a lo largo de tanto tiempo que ya comenzaba a creer que era la única alternativa posible.
Y era una vergüenza. Comencé a hiperventilar y tuve que llevarme la mano al pecho para
corroborar que el agujero fuera solamente interno. Oviedo me volvió a sostener -otra vez-.
-Guillermo... -me dijo, mirándome a los ojos.
Pero yo no podía mirarlo. De repente mis ojos se habían anclado al suelo y supe que sería
absolutamente imposible lidiar con una mirada compasiva más. Ya suficiente había tenido con
Romina sin merecerlo. Tenía todas las razones y muchas más para respetar e incluso adorar a
este hombre. No podría resistir que se volviera a disculpar, por el motivo que fuese. Pero me
tomó por los hombros y me obligó a mirarlo. Ay. Mi pecho. Si tan sólo estas paupérrimas
lágrimas consiguieran aliviar un poco la angustia... pero no. Inútiles y absurdas. Eso es lo que
son.
-Vení conmigo -dijo Oviedo, y me abrazó para ayudarme a caminar.
Escuché una voz lejana que repetía sin cesar „lo siento...‟, „lo siento tanto...‟ pero no sabía
de dónde venía.
-Todo está bien. Ya pasó -decía Oviedo.
Pero no comprendí que me estaba hablando a mí hasta que me atraganté con mi propia
saliva y las palabras de disculpas se ahogaron también. Sólo entonces entendí que habían sido
mías.
-Sssshhhh.... sssshhhh... -me calmaba Oviedo, pasando su mano por mi pelo grasiento.
Subimos las escaleras, cruzamos un pasillo eterno que tenía cientos de cuadritos con fotos
familiares y entramos en una habitación que parecía de huéspedes por lo inmaculada que
estaba, aunque luego me di cuenta de que toda la casa parecía preparada para una sesión de
fotos de la revista Living. Hasta llegué a pensar que probablemente si abriese el cajón de los
cubiertos, me encontraría con hileras de orden militar de platería que ni una huella digital
osaría interrumpir. Cada ambiente nuevo que atravesaba en la casa sentía que se llenaba de un
vaho verdoso que se desprendía de mi ser. Era un asco. Otra vez me sentía repugnante. No era
ni un cuarto del olor que arrastraba ayer antes de darme esa ducha helada, pero en esta casa, el
contraste era devastador. Oviedo me sentó en la cama -aunque mejor idea hubiera sido que me
sacara al balcón y me sacudiera con un escobillón como una alfombra recién sacada del ático-,
y me empezó a sacar la ropa. No lo interrumpí cuando me bajó los pantalones y se encontró
directamente con mi cuerpo, sin calzoncillo de por medio, porque no había manera de que
pudiera incorporar más vergüenza. Me sentí un muñeco de trapo; un juguete de niñita mimada,
a quien ella se encarga de vestir y desvestir, lavar y perfumar meticulosamente. Oviedo dejó la
ropa tirada en el suelo y me arrastró como pudo al cuarto de baño. Me sentó en el inodoro
mientras abría el grifo y esperaba a conseguir la temperatura adecuada. Recordé la ducha
helada del refugio y me dio escalofríos. Oviedo salió un momento del baño y yo me quedé
sentado, tratando de recordar en qué lugar de mi cuerpo se encontraban mis pulmones, ya que
el agujero los había hecho desaparecer y, con ellos, todo el oxígeno que los alimentaba.
Enseguida volvió con una tijera en la mano y sin decir ni preguntar nada, comenzó a cortarme
la barba y el pelo. Curiosamente empecé a sentirme cansado al ver cómo el menjunje
ennegrecía progresivamente el suelo. Recordé a Sansón y llegué a la conclusión de que aún no
habían terminado conmigo los mitos y las leyendas. Lo bueno era que al menos iba a tener un
60% menos de limpieza que hacer una vez abajo del agua. Mejor. Oviedo me ayudó a levantar

®Laura de los Santos - 2010 Página 263


cuando terminó con la sesión de peluquería y yo ni me animé a mirar la inmundicia que había
quedado en el suelo. Me metí adentro de la bañadera y antes de que el agua me tocara, ya
estaba sintiendo su calor. Eso me ayudó a seguir avanzando y cuando finalmente la lluvia
comenzó a bajar por mi cabeza, el calor me hizo reencontrar todas las partes de mi cuerpo que
se habían extraviado en la angustia. Pero no me hizo sentir mejor. En absoluto. Todo lo
contrario. Mi espalda recordó el golpazo que me había dado contra la pared gracias al
infortunado cartonero. Todo lo que había quedado congelado luego de la ducha de agua
helada, comenzó a derretirse y a liberarse a través de los poros. Me quedé quieto, sintiendo la
belleza del agua tibia acariciándome. No hubiera podido salir de ahí aunque quisiera. Era
saludable. No. Era... obligatorio que me quedara ahí abajo. Ya no podía seguir escuchando a
mi consciencia decirme que no merecía eso que estaba viviendo, que no era digno de
semejante placer. Porque estaba más allá de mi pensamiento y de mi existencia. Debajo de esa
lluvia me sentí purgar. Y sólo comencé a volver a mi cuerpo cuando pude diferenciar el agua
de la ducha de mis propias lágrimas. Cuando mi ser logró recordar lo que era sentirse bien, lo
que era la esperanza y lo que era tener una razón en el mundo por la cual vivir y morir. Sólo
entonces me animé a abrir los ojos. La bañadera era grande y cómoda y privada. Había al
menos tres tipos diferentes de shampoo, todos los envases llenos, y los jabones estaban dentro
de sus envoltorios. Por un momento recordé los hoteles lujosos a los que estaba acostumbrado,
pero aún rodeado de esta ilusoria realidad, no podía dejar de teñir esos recuerdos con los más
recientes de mi existencia. Mi cuerpo deseaba, rogaba, imploraba que olvidara todo eso y que
volviera a respirar tranquilo. Pero mi consciencia era tirana. Y jamás me permitiría olvidar
todo aquello. No que yo fuera a dejarla tampoco, pero aún. Al menos sabía ahora que tenía
tiempo. Tiempo. Algo que había olvidado cuando decidí que tener esperanza no era una buena
idea. Estaba aquí, sin entender porqué, pero siendo protegido por un ángel, a la espera de una
nueva vida. Corrí la cortina para ver si Oviedo seguía ahí, pero no sólo me había dejado, sino
que se había llevado con él toda la mugre que me había sacado de la cabeza. Me puse
instintivamente la mano a la cara, sospechando de pronto que quizás sí estuviera soñando.
Pero suspiré aliviado cuando por primera vez en dos meses pude acceder a la piel que rodeaba
mi mandíbula. ¿Y mi pelo? Estaba un poco más largo. Por mí, lo mejor hubiera sido que me
rapara. Supongo que habrá querido esperar a que se lo pidiese. ¿Existiría algún límite para la
paciencia y respeto que este hombre tenía por mí? ¿Cuándo llegaría el día en que su mente
finalmente decidiera comenzar a pensar coherentemente y decir „este hombre es una causa
perdida y no vale la pena seguir desperdiciando tu tiempo‟? Ya lo había esperado del Turco y
jamás lo hizo. Y ahora Oviedo estaba funcionando de la misma manera. ¿De dónde habrán
sacado estos dos la idea de que era importante mantenerme vivo y sano? Honestamente, no
podía obtener una respuesta, pero al menos sí sabía algo y eso era que nada de esto sería gratis.
Nada de esto sería gratis porque yo no lo iba a permitir. Algo haría con mi existencia. La
llevaría hacia algún sitio que realmente diera el valor de hombres de honor que ellos merecían
por sus actos gloriosos.
No sé cuánto tiempo pasé debajo de la ducha, pero al ver que uno de los envases de
shampoo había bajado a la mitad y que ya estaba liquidando un jabón entero, llegué a la
conclusión de que era hora de ir cerrando. Ni una sola parte de todo mi cuerpo compartía los
deseos de mi mente. Si por él fuera, se quedaría para siempre debajo del agua tibia y
encantadora. Pero no sería esta la primera vez que yo me viera obligado a actuar en contra de

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los designios de mi cuerpo; ya me habían llevado por un camino que no quería recordar,
aunque debía -por el resto de mi vida- si no quería volver a transitarlo. Así que suspiré y me
sorprendí de mi propia sonrisa involuntaria y cerré el grifo. Inhalé profundamente varias
veces, llenando todo mi interior con el olor a jabón que ahora tenía por fuera como una
nebulización. Mis dedos estaban arrugados y recordé que esa solía ser la señal de que ya
estaba listo para salir de la bañadera cuando era pequeño. Aquella fascinante época en la que
toda la vida era un juego que se jugaba con extrema seriedad y responsabilidad inocente.
Aquella época... tan lejana... Corrí la cortina y vi que Oviedo me había dejado dos toallas
sobre el inodoro. Lo único que quería hacer en ese momento era salir corriendo del baño
cantando a viva voz y recorrer la casa entera como Dios me trajo al mundo. Por supuesto que
no lo hice. Me envolví en la toalla, por primera vez reviviendo el aroma a suavizante en
mucho tiempo y sabiendo que al menos ahora la dejaría hacer su trabajo. Aunque después de
esos recuerdos tan presentes en mi memoria, me daba la sensación de que me ensuciaba de
sólo imaginarme un rato atrás y me daba ganas de volver a zambullirme debajo de la ducha.
Abrí la puerta del baño y la diferencia de temperatura me hizo estremecer. Augh. Todavía me
dolían las articulaciones. Miré para los dos lados, tratando de recordar cómo había llegado
hasta el baño y luego vi que en una habitación estaba la luz prendida. Lo que me sorprendió
fue que hubiera contraste suficiente para reconocer eso en pleno verano. ¿Qué hora era?
¿Cuánto tiempo había pasado en la ducha? Comencé a hacer cuentas mentales. Salimos a las 6
aprox. del centro. Llegamos en no más de 20 minutos. ¿A qué hora se pone el sol en verano?
¿7? ¿8? ¿Cuánto tiempo había pasado en la ducha? Wow. Mejor dejaba de hacer cuentas.
Caminé hasta la habitación y vi que sobre la cama había algo de ropa meticulosamente
doblada. Y sobre ésta... un... ¡calzoncillo! Nunca pensé que me iba a dar tanta alegría volver a
ver uno de esos. Estaba dentro de una bolsita. Era nuevo. Recordé que yo también tenía varios
nuevos en mi casa, por alguna emergencia que sólo ahora podía pensar menos que absurda.
Sólo ahora, que no podía acceder a ellos. Y una nota. La misma caligrafía que la de la nota
anterior.
Acá te dejo algo de ropa. Te espero abajo.
No tenía ningún derecho a pensar ni sentir lo que pensé a continuación. Incluso escuché
un „cuidado‟ proveniente de algún lugar de mi consciencia. Pero me sentí feliz y tranquilo.
Como un huésped. Simplemente un amigo o un pariente lejano. Me puse la ropa -un short y
una remera-, me calcé las ojotas y bajé las escaleras llevando la toalla húmeda conmigo. Más
feliz por saber que me había secado completamente con ella y aún seguía oliendo bien. Al pie
de la escalera me encontré con una mujer. Ay. Demonios. Me agarró desprevenido. Otra vez
esa expresión maternal que me atravesaba en alma. La esposa de Oviedo. Me tragué el dolor y
disimulé con una sonrisa. No quería ser el causante de más rostros preocupados. No valía la
pena. Me devolvió la sonrisa y su ternura me tranquilizó de inmediato.
-Yo me encargo de esto -me dijo, tomando la toalla húmeda. -Carlos te está esperando
afuera. Supongo que tendrás hambre, ¿no?
¿Cómo haría para seguir manteniendo mi decisión de sentirme una persona peligrosa, si
todos con los que me cruzaba estaban conspirando para hacerme sentir exactamente lo
contrario? Suspiré y asentí, resignado. Me señaló la puerta ventana del living y vi que Oviedo
estaba del otro lado, sentado en una reposera, al lado de la pileta. Caminé hacia la ventana y
me quedé anonadado con la belleza de ese jardín. Quien lo hubiera diseñado tenía un gusto

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evidentemente intachable. No creí capaz a una persona de sentir algo más que paz en ese lugar
que por todos lados gritaba zen. Bien. Me vendría al pelo para organizarme y poder hablarle a
Oviedo sin quebrar en el intento. Abrí la puerta ventana y Oviedo pegó un salto en cuanto me
vio.
-¡Hah! -dijo. -Ahora sí.
Y dio la vuelta a la pileta para recibirme. Yo comencé a caminar hacia él, todavía
encantado por el paisaje privado que tenían en este lugar y todavía tratando de recordar dónde
había ido a parar toda la culpa con la que había llegado a esta casa; y me volví a sorprender
cuando me abrazó. Al menos ahora no le ensuciaría la ropa. Le devolví el gesto, pero
levemente; ya estaba queriendo ponerme otra vez a llorar. Caminamos por el borde de la pileta
hasta las reposeras. Él se sentó nuevamente en la suya y me hizo un gesto para que me sentara
en la de al lado. Si bien más relajado, aún estaba lo suficientemente tenso como para no
ocupar más que un pedacito de superficie en el extremo. Oviedo volvió a sonreír la misma
sonrisa que me entregó cuando llegamos a su casa. Yo me mantuve serio. No ayudaba para
nada a mi autocontrol que me sintiera todo lo cómodo que él me ofrecía. Iba a empezar a decir
algo pero él me cortó levantando la mano.
-Antes -dijo seriamente, y luego sonrió otra vez. -¿Se puede saber adónde estuviste estos
dos meses?
Yo no pude evitar sonreír. Ay, no. Las lágrimas. Suspirá, suspirá. Por favor que no se
haya dado cuenta de mi cambio de actitud. Por favor que no se sienta incómodo. POR
FAVOR que no me vuelva a pedir disculpas. Silencio. Bien.
-Abajo de mi casa... o... la que era... mi casa -respondí lentamente, aún sintiendo una
extraña angustia al recordar mi voz en su presencia.
-¿Qué? Pero... ¿cómo? Buscamos por todos lados.
-Hay un estacionamiento debajo de la plaza del Teatro Colón. Está abandonado o en
reparación, no sé bien.
Me costaba trabajo articular las oraciones y comencé a darme cuenta de otro sentimiento
que me invadía: el cansancio. El cansancio de dos meses de tensión acumulada. Un cansancio
que sólo ahora podía darme el lujo de sentir sin entrar en pánico.
-¿Cómo llegaste hasta ahí? -preguntó, aún sorprendido. -¿Cómo... sobreviviste ahí?
Su interrogante estaba cargado de curiosidad y me pregunté cómo era posible que se
sintiera así. Como todo hombre de negocios lleno de experiencia, eran pocas las cosas que a
esta altura lograban agarrarlo desprevenido. Sin embargo, al igual que yo, no podría imaginar
jamás la historia que estaba por contarle.
-Cuando me subí al taxi aquella noche-- No. Tengo que ir más atrás.
Le conté entonces toda la experiencia que tuve con el Turco, desde la primera vez que me
lo crucé, pasando por el día en que intentó robarme, hasta las razones que él mismo me había
dado para secuestrarme cuando comencé a recuperarme en el estacionamiento. Le conté
también acerca de Romina y de su asombrosa paciencia para limpiar y curar mis heridas.
Oviedo escuchaba atónito. No era una historia que hubiera creído si alguien se la hubiese
contado en cualquier otro contexto. Aquí y ahora parecía simplemente... lógica.
-A mí también me pareció un disparate que haya tenido una especie de epifanía reveladora
basándose en una sola frase -le dije a Oviedo cuando me interrumpió en esa parte. -El Turco...
como le dicen a este hombre... me dijo que ya venía queriendo dejar ese camino sin salida,

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pero que no encontraba una razón lo suficientemente fuerte para hacerlo. Y que la frase fue
sólo la pieza que le faltaba del rompecabezas. De hecho, creo que fue más su posterior
obsesión conmigo que la frase lo que lo ayudó a salir adelante.
Nos quedamos unos instantes en silencio. Él tratando de asimilar todo lo que le había
contado; yo, reviviendo mi experiencia como si fuera de otro. Aún no había pasado ni un día
desde este veloz cambio de realidad, pero ya me parecía lejano aquel mundo, mi cerebro listo
para olvidarlo y dejarlo atrás. Pero no me lo permitiría. En cuanto aclarase todos los asuntos
que tenía pendientes, volvería a ver al Turco. Ahora que estaba reconectando mi vida pasada
con este presente transformado, tendría que hacer lo mismo con esa realidad extrema si quería
terminar mis días en paz. Era algo que sabía y que sabía también que no olvidaría.
-Nunca lo hubiera imaginado -dijo Oviedo luego de un rato de mirar las olitas que
comenzó a formar el agua de la pileta cuando se encendió el filtro automático. -Tengo a una
docena de hombres esperando una respuesta a esa pregunta.
Me miró y sonrió cuando no comprendí lo que decía.
-Anoche, cuando recibí tu mail, estaba tan contento que llamé a todo el mundo y les dije
que suspendieran la búsqueda, que ya me habías encontrado vos a mí -me explicó. -Todavía
están esperando que los llame. Todo el día me sonó el teléfono. No quería hablar con nadie
hasta no estar completamente seguro de tenerte bajo mi cuidado.
Se quedó un instante en silencio y luego soltó una carcajada al ver mi cara de pánico. Por
mi mente ya estaban volviendo a pasar todas las imágenes concernientes a juicios y condenas
y cárceles.
-¡No te asustes! Está todo bien -me tranquilizó. -Creo que tenemos muchas cosas que
contarnos todavía. Estaba tan ansioso por ir a buscarte. Desde la mañana ya me había parecido
verte por la ventana. Pero un segundo antes de que saltara a comprobar mis sospechas, me
avisaron que... Da Silva... -hizo un gesto de ira con su boca cuando dijo el nombre- estaba
viniendo a verme.
Dejó de hablar por un segundo, tratando de componerse. Observé que su pierna
comenzaba a moverse nerviosamente y me dio la sensación de que simplemente le gané de
mano la noche de la fiesta.
-Ese... hijo de mil... hipócrita... enfermo... atrevido... -dijo.
Wow. No había visto a Oviedo tantas veces en mi vida como para llegar a conocerlo en
profundidad, pero jamás había percibido que alguien lograra desatar sus pasiones a ese nivel.
Da Silva tenía un don para lograr que la gente lo rechace, aparentemente.
-Lo siento, yo... -dijo, cuando me vio la cara de sorpresa. -Dos meses... ¡DOS MESES...
estuve sufriendo por esta injusticia!
Pegué un salto cuando Oviedo gritó, pero me quedé quieto. Pensé en la paz que podía
proveer un jardín zen y rápidamente descarté su virtual eficacia.
-Si por su culpa... si vos no... si yo hubiera sabido... -dijo.
Pero descarriló en todos los casos. Esto se estaba volviendo bizarro. Primero él me pedía
disculpas cuando lo tendría que haber hecho yo, y ahora me encontraba teniendo que
tranquilizarlo yo a él en lugar de la situación inversa.
-Tranquilo -se me ocurrió. -Ya estoy acá. Ya pasó.
Oviedo suspiró y se calmó asintiendo con la cabeza. Pero enseguida volvió a negar. Sólo
que esta vez no habló; simplemente se golpeó la pierna como un niño frustrado porque le han

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robado su caramelo. Me quedé en silencio, a la expectativa de una nueva reacción. En estos
dos meses aprendí que a veces el silencio es mejor que una explicación para asimilar las
situaciones. Me miró con esa cara de frustración y supe en ese instante que iba a intentar
disculparse otra vez.
-Basta de disculparse -lo frené.
Se quedó en silencio, con los ojos abiertos y cara de puchero. Era tierno ver a un hombre
de su edad estar tan conectado con su lado infantil.
-Las cosas se dieron como se dieron -agregué. -Si seguimos analizando el pasado no
vamos a llegar más a donde estamos hoy. Por favor. Ya hizo demasiado por mí. Suficiente.
Oviedo sonrió.
-¿Podés... dejar... de tratarme de usted? -me preguntó. -Creo que ya pasamos las
formalidades, ¿no?
-Si me cuesta tratar...te de vos -le dije con una sonrisa-, imagin... ate lo que me cuesta
seguir escuchando tus disculpas.
Oviedo asintió.
-Está bien. Nada de „usted‟. Nada de disculpas -contrató.
-Bien -afirmé. -Ahora... ¿puedo hacer...te yo a vos la pregunta que me viene alimentando
la ansiedad y el pánico?
Oviedo se quedó en silencio, esperando.
-¿Cómo está mi situación legal?
Pero no se inmutó, ni le transmití mi pánico. Simplemente negó con la cabeza y frunció el
ceño.
-¿Cuánto sabés? -me dijo, como una formalidad, simplemente para saber por dónde
arrancar.
-Te dije que el Turco se obsesionó con mi... caso -le recordé.
Oviedo asintió.
-Bueno... empapeló un cuarto con los recortes de todos los diarios y revistas que hablaban
del tema.
-¿Qué? -preguntó Oviedo, anonadado.
-Sí. Necesitaba una distracción fuerte para no pensar en las drogas.
Aún a mí me costaba asimilar ese comentario. Cuando salió de mi boca y volvió a entrar
por mis oídos, me sorprendió tanto como a Oviedo. Los dos asentimos seriamente cuando
llegamos a la misma conclusión: „El camino de las drogas es muy jodido‟.
-¿No se le ocurrió pensar en los centros de rehabilitación? -me preguntó Oviedo.
-Eso mismo le pregunté yo, pero él me dijo que merecía experimentar todo el sufrimiento
posible por haber matado a ese hombre. Y creeme... que el tiempo que yo pasé creyendo que
había matado a Da Silva, su razonamiento me pareció perfectamente coherente. -Hice una
pausa. -No puedo comenzar a explicarte la angustia que un hombre es capaz de sentir al darse
cuenta de que le quitó la vida a otro. Y por más... hijo de puta...
-Hijo de puta... -dijo Oviedo a la misma vez que yo.
-...que sea Da Silva, hubiera deseado no ser yo el culpable. Y aún hoy, habiendo
comprobado con mis propios ojos que está vivo, no me hace sentir mejor persona.
Oviedo estaba a punto de comenzar a putear a Da Silva un poco más, pero su expresión
viró de la ira a la curiosidad en la última parte de mi comentario.

®Laura de los Santos - 2010 Página 268


-¿Lo viste con tus propios ojos?
-Justamente hoy. Cuando estaba en la puerta de tu empresa.
-Tiene un radar este hombre. Es increíble.
-Sí. Pero me hizo bien verlo. Al menos lo reconocí. Eso significa que hicieron un buen
trabajo con su cara, aunque jamás pueda borrar de mi mente cómo lo dejé la noche de la fiesta.
Oviedo negó con la cabeza, nuevamente frustrado. Sentí que lo mejor iba a ser que de
ahora en adelante guardara mis conclusiones personales para el terapeuta. No le hacía nada
bien a Oviedo escucharlas.
-Después de dos meses de incomunicación, viene a aparecerse por mi empresa el único
día que realmente me hubiese molestado verlo -dijo Oviedo, bronca recorriendo su rostro. -Y
¿para qué? Para dejarme una invitación a su casamiento. ¿Cómo mierda puede creer que yo--
Perdoname -se arrepintió. Y suspiró para retomar el control de sus emociones.
Pero más había logrado sorprenderme lo que había dicho que la forma en que había
reaccionado por eso. O sea que Da Silva se iba a casar. Y nada menos que con Camila, la del
apellido impronunciable. Camila... otra persona que no llegué a conocer nunca. Pero jamás
creí que llegaría tan lejos con un hombre como él. Era un matrimonio arreglado, por supuesto.
Ella había denotado ser demasiado liberal como para prenderse tan rápido de semejante
contrato. Y él... simplemente huía en la dirección contraria. Claro que, luego de todos estos
contratiempos, quizás haya decidido que sentar cabeza era la mejor opción. Y entonces me
cayó la ficha, tan evidente que me sorprendió no haberlo notado antes. Su padre. Si había
alguna manera de que Da Silva se sacara a su padre de encima, esa era a través del
matrimonio. Y qué mejor que con una mujer de varias generaciones de millonarios. De paso él
se aseguraría un buen porvenir más allá de los potenciales descubrimientos que hiciera su
padre respecto de sus negocios turbios. Sí. Una boda era la carta ideal para dejarlo contento y
sacarlo del medio. Por un momento me dio pena Camila. Aunque supuse que llegado el caso,
ninguno de los dos tendría problema en ir a encontrar, en brazos ajenos, un chivo expiatorio
para la relación enferma que les esperaba. De alguna manera, parecían haber sido hechos el
uno para el otro. Alguien finalmente le pagaría a Da Silva con su misma moneda. Oviedo se
había quedado mirándome, estudiando mi rostro.
-Cuando lo vi hoy, iba de la mano de una mujer -le expliqué. -Camila Schwellin… algo.
Oviedo simplemente asintió sin hacer preguntas. Menos mal. No quería entrar en ese tema
de conversación.
-Pensé que era una más de sus... adquisiciones -agregué. -Por lo visto es más serio esta
vez.
Increíblemente, no me estaba fastidiando el rumbo que había tomado mi explicación. Sólo
me estaba... aburriendo. Me alegró un poco saber que finalmente ese hombre estaba
comenzando a desaparecer de mis pensamientos.
-En fin... -dije, volviendo al tema de lo legal, mirando el agua de la pileta. -No pude sacar
ningún dato productivo de los recortes que tenía el Turco en el cuarto porque la mayoría eran
de Dalmasso, que bien sabés que su único propósito en la vida fue siempre el de vender
revistas. Y no figuraba nada ahí. Quise encontrar algún recorte, algo, que hubiera sido
publicado por vos, pero no había nada.
De reojo lo vi asentir y lo miré.

®Laura de los Santos - 2010 Página 269


-Quise publicar algunas cosas al principio. Pero se había vuelto todo tan sensacionalista
que me dio bronca y no quise seguirles el juego. No tenía noticias tuyas y lo único que
recordaba era el estado deplorable en el que te alejaste esa noche. Me imaginé lo peor y no
quise seguir investigando por temor a que mis sospechas se convirtieran en realidad.
-Pero perseveraste -lo animé.
-„Una tontera‟, me decía mi mujer. Si no te habías comunicado hasta entonces, por qué
habrías de cambiar de opinión después.
-No sabía -le dije rápidamente, negando con la cabeza.
Esta era una de las cosas que tenía pensado decirle en cuanto lo viera.
-Todo el tiempo que me estuve recuperando no vi las noticias, ni los diarios, ni la luz de
día -continué. -De no haber sido por el Turco y su obsesión, jamás me hubiese enterado de que
aún me buscabas. Lo siento tanto... Pensé que al alejarme de vos me estaba llevando mis
problemas conmigo y que sólo yo estaba sufriendo. Y estaba bien, era lo que tenía que hacer.
No me arrepentí ni por un segundo de haberte mantenido alejado. Hasta que el Turco me
mostró una carpeta exclusiva sólo para vos, en la que tenía los recortes de las publicaciones
sobre el 300c.
Oviedo se empezó a reír.
-¿Una carpeta exclusiva?
-Sí. No lo podía creer. Cuando la vi no lo podía creer. Ya había visto los recortes en las
paredes y me había percatado de tu silencio. Pero pensé que te habías rendido, que
simplemente habías seguido con tu vida. No sabía cómo iba a salir de ahí, ni si importaba
siquiera lo que pudiera ocurrir con mi vida, hasta que un día el Turco me preguntó: „¿quién es
Oviedo?‟. Te imaginarás mi emoción cuando lo escuché pronunciar tu nombre. Supe en ese
mismísimo momento que estaba salvado y juré que te encontraría así tuviera que recorrer cielo
y tierra sólo para agradecerte que no te hubieras dado por vencido, aún sin poder comprender
por qué seguiste luchando, ni cuál era tu motivación. Sé que no lo merezco, pero aún así no
puedo dejar de decirte que sigo vivo gracias a vos y que, con tu fe inquebrantable, me
devolviste la esperanza.
Y nos abrazamos. Otra vez. Nos quedamos así un buen rato. En momentos como estos las
palabras siempre sobran. Todavía no sabía en qué estado me encontraba legalmente, pero aún
si la policía apareciera de pronto en este preciso momento y me encerrara en una cárcel de por
vida, al menos ya habría hecho una de las dos cosas que juré que haría antes de morir. La
primera era agradecerle a Oviedo. La segunda... era decirle en la cara a Julieta aquello que
tendría que haberle dicho ese domingo en Puerto Madero y que me callé por cobarde. No era
todo, pero al menos la primera parte ya estaba cumplida. Sentir el abrazo de Oviedo me dio
más esperanza de la que jamás imaginé posible y al descubrir que junto con el mío, su
bienestar también estaba en juego, recordé la frase. Y una vez más sentí el enorme valor que
acarreaba consigo.

-Basta de irnos por las ramas -dije, después de que la mujer de Oviedo interrumpió
nuestro abrazo para dejarnos unos sanguchitos de miga y un poco de vino, nos sonrió con
ternura a los dos y se volvió a ir. -Que todavía no sé si voy a ir preso.

®Laura de los Santos - 2010 Página 270


Sonó bastante despreocupado el comentario, a pesar de que el tema era demasiado serio
como para pasarlo por alto. Quizás tenía que ver con la tranquilidad que me transmitía Oviedo.
O tal vez era porque me sentía seguro a su lado, sin importar qué futuro me esperaba.
-Cierto -dijo Oviedo. -A ver... Después de que desapareciste esa noche, Da Silva entró
inmediatamente a emergencias y estuvo en terapia intensiva por algo de tres semanas. Por
supuesto que yo ya no tenía acceso al programa de televisión, ya que Dalmasso monopolizó el
mercado. Así que tuve que salir a buscar investigadores privados. Conseguí meter a uno dentro
del hospital y me dijo que en cuanto Da Silva recuperó la consciencia y el padre le llevó todos
los documentos que necesitaba para iniciarte una demanda inmediata, casi entra en crisis otra
vez. Dijo que de ninguna manera te iba a demandar, hasta creo que le dijo que había sido su
culpa o algo así y tuvieron que dormirlo para evitar que se le abrieran los puntos. Por supuesto
que Da Silva padre pensó que su hijo estaba delirando pero ¿qué podía hacer él? Luego los
médicos comenzaron a tener esperanzas con la evolución favorable del... paciente, y cuando
finalmente le dieron el alta y lo llevaron a la casa, fue cuando me empezó a agarrar la
desesperación. Porque ya no tenía una fuente que me pudiera dar información acerca de los
planes de Da Silva, ni cuánta presión le iba a poner encima el padre para que hiciera lo que a
él le parecía correcto. Lo que sí sabía era que Da Silva estaba demasiado contento con la
manera en que se habían dado las cosas y más contento todavía de que nadie supiera de tu
paradero. No me enteré de ningún movimiento legal suyo, pero supuse que si te llegaba a ver
de nuevo, quizás se arrepentiría y finalmente aceptaría los consejos de su padre. Así que por
un lado buscaba desesperadamente la manera de hallarte, mientras que por el otro rogaba que
siguieras escondido donde sea que estuvieses. Ahí fue cuando empecé a sacar los artículos del
300c. No quería, pero me veía obligado a leer las noticias que sacaba Dalmasso en su revista.
Cada número era un fastidio. No hacía otra cosa que tomar las noticias y darles algún giro para
vender su producto.
Yo asentí, pero no hablé. Ya me había irritado bastante al tener que enterarme de mi
propia vida por boca de él y también sabía de su extraño talento para dar vuelta como tortilla
las noticias con tal de vender su revista.
-Al poco tiempo -continuó Oviedo-, Da Silva comenzó a salir al aire en los noticieros,
mostrando sus moretones y sus vendajes, y hablando maravillas de vos. Rogaba que no
estuvieras viendo eso, porque imaginé que si no lo habías matado la primera vez, ahora
ciertamente lo lograrías.
No terminé de comprender por qué, pero ese último comentario me hizo doler el pecho.
Sabía que Oviedo no tenía intención de lograr ese efecto en mí, pero aún en broma, mi
consciencia no perdía oportunidad de fajarme un poco más. Todo el tiempo que pasé
imaginando las mil maneras de deshacerme de Da Silva y disfrutando con ello, me vinieron
ahora a la memoria como latigazos de culpa.
-Lo siento -dijo de pronto Oviedo, evidentemente motivado por mi reacción. -No tendría
que bromear con eso.
Pero aún peor me hacía sentir que se siguiera disculpando. Lo miré casi recriminándole
que rompiera tan pronto nuestro contrato. Él se llevó la mano a la boca y dijo:
-Lo siento.
Yo levanté las cejas y entonces él dijo:
-Lo siento -otra vez.

®Laura de los Santos - 2010 Página 271


Esto se estaba convirtiendo en una causa perdida. Los dos reímos y luego él suspiró
exageradamente, como si necesitara un grado de control inimaginable para dejar de pedir
disculpas. Absurdo.
-Yo no entendía lo que estaba ocurriendo -retomó Oviedo. -No me entraba en la cabeza
que ese hombre estuviese reaccionando así, por más incoherente que su entera existencia
hubiese demostrado ser a lo largo de los años. -Hizo una pausa y luego siguió. -Lo único que
sabía era que Da Silva era ruin e infame y que jamás había hecho nada en contra de su
conveniencia, por lo que ni una vez se me cruzó por la cabeza un acto milagroso de redención
luego de su...
Pero me miró de súbito y se calló. Los dos asentimos a la misma vez, así que continuó.
-Comencé a analizar las posibilidades y no tardé mucho en confirmar mis sospechas, aún
antes de que uno de los investigadores que había contratado me trajera una carretilla con su
prontuario oscuro.
Yo volví a asentir. Ya sabía todo eso. Lo había vivido desde adentro durante años y años.
-Fue lógico pensar que Da Silva no quería a su propio padre metiendo la nariz en sus
asuntos -siguió Oviedo.
Pero luego se detuvo a pensar algo y negó con la cabeza.
-Lo que aún no entiendo es... ¿qué tiene que ver todo eso con vos? -me preguntó. Pero se
respondió a sí mismo. -Tenía dos opciones. O vos estabas metido en todo eso -única razón
válida por la que Da Silva hubiese saltado a defenderte- o vos no tenías idea de las cosas que
él estaba haciendo. Pero entonces hubiera aprovechado para demandarte.
A pesar de que se estaba refiriendo a mí cuando hablaba, su mirada parecía perdida en sus
propios pensamientos, como si hubiera rumiado sobre el tema una y otra vez durante todo este
tiempo. Me pregunté por qué no se le había cruzado por la cabeza a él la opción de que yo
supiera todo pero no formara parte; de hecho, esa era la verdad. Supongo que habrá pensado
que de ser esa la alternativa, Da Silva hubiera encontrado la manera de deshacerse de mí hace
mucho. Lo cual tampoco estaba alejado de la verdad. Cuando Oviedo se quedó en silencio,
aún pensando para adentro, le dije:
-Yo sabía.
-¿Qué? -preguntó, sin creerme.
-Que yo sabía. Estaba al tanto de sus... negocios.
Oviedo se quedó en silencio un instante. De inmediato comprendí que no estaba
analizando una tercera alternativa, sino que estaba pensando que yo simplemente le estaba
confirmando su primera como si fuera la verdadera. Pero aún no me creyó. Me dio la
sensación de que Oviedo tenía una imagen de mí demasiado honesta que, por supuesto, no
merecía. Porque si bien era cierto que yo había rechazado las ofertas irresistibles de Da Silva,
no era por mi rectitud de carácter, sino porque él resultaba ser -casualmente- la persona en
quien yo menos confiaba en el mundo. Y sabía perfectamente que correría demasiados riesgos
siguiendo sus pasos. Pero sí había sido una mierda por otros caminos. Me había apropiado de
todos y de cada uno de los méritos que le correspondían a Julieta, había echado a un empleado
por ser el único capaz de comprobar que el último proyecto que necesité para ganarme el
puesto de gerente había sido de otro -nada menos que suyo-, y hasta le había mentido tanto a
Van Olders como a quien ahora se sentaba a mi lado que mis motivaciones para llevar
adelante el proyecto del programa de televisión eran altruistas. Incluso me había adjudicado

®Laura de los Santos - 2010 Página 272


otra idea que no había sido mía y si mencioné a Julieta como colaboradora fue porque tenía
miedo de que renunciara. Cobarde, hipócrita, desleal y tan sorete como el hombre al que
golpeé hasta casi matarlo. Todo eso era y aún así Oviedo me seguía mirando como a un noble.
-Yo no soy el hombre que vos creés que soy -le dije a Oviedo, y me costó más mirarlo a
los ojos que hablar.
Y casi me dio risa que su expresión demostrara que seguía obstinado en su postura. Pero
estaba ahí. El comienzo de una duda se reflejaba en su mirada. Bien. Al menos ahora
comenzaría a mirarme con el juicio que merecía. Pero enseguida borró ese pensamiento de su
mente y negó con la cabeza.
-No lo creo -dijo. -Tu nombre no apareció en ningún lado.
Y yo sabía que se estaba refiriendo a las cosas que encontró su investigador.
-Lo sé porque presté detenida atención -continuó. -Si Da Silva te hubiera metido en sus
asuntos, tu nombre hubiera sido el primero en aparecer.
Yo asentí.
-No formé parte de sus asuntos -aclaré tranquilo. -Pero sabía.
-Imposible -dijo Oviedo rápido. -Te hubiera sacado del medio.
-Lo intentó -dije, y me dolió recordar que me había dado cuenta demasiado tarde. -
Durante mucho tiempo lo intentó.
De inmediato se me vino a la mente la noche de la fiesta, y mi creciente odio. Y detrás de
eso, el dolor de haberlo golpeado y de acabar más con mi propia vida que con la de él. Miré a
Oviedo y pude ver que fue mi expresión de angustia lo que le hizo caer la ficha. Me miró las
manos y dijo:
-Hasta que lo logró.
Y los dos nos quedamos en silencio, asintiendo amargamente.
-Por eso te defiende ahora -dijo Oviedo. -Porque logró exactamente lo que quería.
-Y porque no quiere que su viejo meta a sus abogados en el medio -agregué.
-¿Cómo puede ser que Wolfgang no sepa nada de esto?
Wolfgang era el nombre pila de Van Olders. Me sorprendió que Oviedo lo mencionara
con tanta naturalidad.
-Él también sabe. Pero, ¿qué puede hacer? Las dos familias van a quedar mal paradas si se
arma un escándalo. Y sabés lo malos que son los escándalos para los negocios. Todavía están
tratando de reponerse de aquel asunto con la Ford.
Oviedo levantó las cejas al recordar el episodio. Luego negó, sonriendo levemente,
calculo que para no llorar. Después de unos minutos en los que los dos nos quedamos mirando
el agua de la pileta, fue él quien habló.
-Así que eso es todo. Por ahora estás limpio, afortunadamente.
-Afortunadamente... sí. -aclaré riendo irónicamente, y entonces me arrebató la ira. -Suerte
la mía de haber golpeado al único enfermo que buscaría conscientemente esa situación. Suerte
la de poder utilizar eso para convencerme de que no fue mi culpa. Una fortuna la de saber que
evidentemente no era el único que quería cagarlo a trompadas. Y una verdadera fortuna el
hecho de haber sido yo el pelotudo que llevó adelante ese acto de locura. Porque esto era lo
que yo quería para mi vida. Esta era la imagen que tenía de mí mismo. Lo que quería ser. ¡Casi
un asesino! ¡Casi un salvaje! Es una extraña suerte la mía, de poder cargar con estos recuerdos
por el resto de mi vida.

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Cuando me quise acordar, estaba de pie, mirando no a Oviedo, sino a la pileta; hablando
más para mí que para él. Negué con la cabeza, suspiré y me dejé caer nuevamente en la
reposera, escondiéndome la cara entre las manos. Me quedé así unos minutos, tratando de
recomponerme. Luego levanté la vista pero no tuve que dirigirme a Oviedo para sentirme aún
peor al darme cuenta de que lo había hecho sentir incómodo en su propia casa.
-Perdoname -fue todo lo que le pude decir.
-Por favor... dijimos nada de disculpas.
Yo asentí, pero igual no lo miré.
-Sólo me estaba refiriendo a que nadie te está juzgando, es todo -casi susurró.
Junté fuerzas de donde no tenía para mirarlo y le dije:
-Jamás voy a quedar limpio de esto, Carlos; aunque Da Silva decida no demandarme
nunca.
Y eso fue todo lo que hablamos del tema por el resto del día, o de la noche debería decir, a
pesar de que hacía rato que había perdido la noción del tiempo. No fue de extrañar que Oviedo
se diera cuenta -una vez más- de lo que yo estaba sintiendo y me ofreciera exactamente lo que
necesitaba en ese momento. Me dijo que el cuarto en el que me había dejado la ropa para
vestirme era mío por el tiempo que quisiera; y que me sintiera como en mi propia casa, lo cual
no consideré como la mejor idea, por supuesto.

Esa noche, al acostarme por primera vez en mucho tiempo en una cama decente, sin
cucarachas ni mugre que las atrajera, sabiendo que estaba protegido, fue la primera vez en mi
vida que dormí tan profundamente que me caí de la cama sin siquiera darme cuenta. Cuando
Oviedo entró en la habitación a la mañana siguiente y me zamarreó pensando que algo malo
me había pasado, yo tardé en comprender lo que estaba sucediendo y mucho más en
acordarme dónde estaba. Aún después del tiempo que habíamos compartido el día anterior, me
parecía un sueño el habernos reencontrado.
-Estoy bien... -le dije, aunque un poco desconcertado todavía. Y me senté en la cama. -Es
sólo que... dormí demasiado bien.
Aún estaba fresco en mi memoria el sueño que estaba teniendo cuando Oviedo me
despertó. El único sueño del que sin lugar a dudas no querría despertar jamás. Quería volver a
acostarme y cerrar fuertemente mis ojos para entrar de nuevo en esa belleza onírica. Pero mi
consciencia era tirana y de pronto comencé a creer que me hizo vivir tan intensamente ese
momento sólo para recordarme que aún era peligroso y que tal vez nunca podría acceder a él
en el mundo real. Aproveché el haberme caído de la cama para disimular mi desconcierto. Ay,
Dios, si tan sólo pudieras hacer realidad un único deseo; si me encontrara ahora con la lámpara
de Aladino y el genio decidiera arbitrariamente que sólo por ser yo cumpliría sólo un deseo
mío en lugar de los tres acostumbrados, no dudaría ni por un segundo y le soltaría mi demanda
antes de que terminara de explicarme las cláusulas. Y si me concediera eso... aún sabiendo
eternamente que sólo formaría parte de un sueño, aún así sería el hombre más feliz del mundo.
Pero no. Estaba... despierto. Casi sonó como un insulto al decirlo; me provocó nauseas. Estaba
despierto y plenamente consciente de que en este mundo, bajo estas reglas, sería más factible
que me partiera un rayo que poder cumplir con mi deseo. Moriría feliz en el sueño porque
estaría compartiendo ese momento fuera del tiempo con ella. Moriría en aquel lugar en el que
no se puede morir, sólo para no tener que vivir ni un minuto más en este lugar que

®Laura de los Santos - 2010 Página 274


paradójicamente, me amenaza sin parar con terminar mi vida. Aquí y ahora no puedo saber
cuál será mi último respiro y sólo encuentro desesperación en ese hecho porque me acerqué
demasiado a eso único que sé que deseo y también, que quizás jamás podré tener.
Escuché ruidos estruendosos en las escaleras, como si alguien hubiese intentado bajar un
sofá cama y hubiera pisado una cáscara de banana en el primer escalón. Eso me hizo volver
inmediatamente de mis pensamientos y la única razón por la que me quedé sentado y quieto
fue porque desde chiquito me enseñaron que no hay que salir corriendo de los perros, pero casi
pude sentir el gusto que la adrenalina me dejó en la boca luego de recorrerme el cuerpo entero.
Una de las bestias feroces -mansitas... sí, claro- se abalanzó sobre Oviedo y lo tiró al suelo.
Con su cola me dio un par de cachetadas que me vinieron bien para no entrar en shock. Pero
no fue suficiente para evitar que el segundo perro se subiera a la cama y comenzara a
chuparme toda la cara. No sabía de qué raza eran específicamente, pero me parecieron una
cruza de grandanés con búfalo, si eso fuera acaso posible. Atrás llegó la esposa de Oviedo,
sosteniendo al tercero del collar, que también desesperaba por sumarse al circo, y agarró al
que me estaba baboseando del collar y lo arrastró hacia afuera. Oviedo -aún riendo- agarró al
que lo había incapacitado y lo dejó del lado de afuera, cerrando la puerta con él nuevamente
adentro. Los ladridos y rasqueteos en la puerta se siguieron escuchando por unos segundos,
hasta que finalmente se aburrieron y volvieron a bajar -otro mueble cayendo por las escaleras,
¿un piano, quizás?-. Entonces suspiré y me relajé, sólo para darme cuenta de que el sueño se
había borrado completamente de mi memoria. Me quedó nada más que la adorable e
inalcanzable sensación, pero ya no recordaba a qué había hecho referencia. Miré a Oviedo,
quien aún seguía... ¿maravillado? con sus simpáticas criaturas. Se levantó y fue hasta el
placard; sacó una toalla de adentro y me la entregó para que yo pudiera limpiarme la baba del
perro. Creí que él haría lo mismo, pero sólo se quedó ahí, mirando mi cara de asco y
recreándose demasiado con ella.
-No sos muy amante de los perros, ¿verdad? -me dijo.
-Les tengo respeto -contesté.
De pronto se me vino a la mente aquel recuerdo en el que un perro callejero casi me saca
la mitad de la pierna mientras andaba en bicicleta. No había querido pensar demasiado en él a
medida que fui creciendo. Siempre me había parecido que para ser mordido por un can había
que generarle una motivación. Pero, no. No fue mi caso. Yo simplemente pasaba con mi
bicicleta y por lo visto era una constante que se aferraran a las ruedas. La única diferencia fue
que en lugar de atravesar la llanta, me cruzó los colmillos de lado a lado por la pierna. Sólo
ahora podía recordar como bizarro el hecho de que el miedo me haya hecho seguir andando y
que gracias a eso, la cabeza del animal chocara contra el suelo en cada revolución que hacía el
pedal. Le mostré mi cicatriz a Oviedo y entonces comprendió. Luego asintió más divertido que
consternado, como si intentara esconder la gracia que le causaba mi mala suerte. Algo que
había sospechado ya con anterioridad en las expresiones de Julieta. Más de una vez, en medio
de una discusión, o de algún asunto, se marchaba a su oficina sin dar explicaciones y volvía al
rato con una expresión diferente y renovada. Exactamente la que tienen las personas luego de
reír. Precisamente la que le estaba viendo a Oviedo ahora. Y meter a Julieta y a Oviedo dentro
del mismo contexto me hizo recordar de pronto la noche de la fiesta y aún no podía lograr
evitar que me azotara el agujero del pecho al recordar sus lágrimas. ¿Qué había pasado con
Julieta luego de esa noche? Aquí me encontraba, sentado al lado de la única persona que

®Laura de los Santos - 2010 Página 275


quizás tendría la respuesta a esa pregunta y no me animaba a preguntársela. De pronto me
invadió un miedo terrible, un sentimiento tan parecido al pánico que tuve que salir corriendo al
baño antes de que Oviedo se diera cuenta. Salí de la habitación todo lo rápido que pude,
teniendo en cuenta que „despacio‟ era lo preferible en este momento para no preocupar a
Oviedo.
-Ya vuelvo -alcancé a soltar antes de que se me cortara la voz.
Sólo cuando cerré la puerta del baño y me paré frente al espejo dejé en libertad a mi
mente. Y entonces comenzó. ¿Y si él no sabía nada de Julieta? ¿Y si ella tan sólo había
decidido desaparecer sin más? ¿Seguiría trabajando para Valmont? Pero, ¿entonces? ¿Por qué
había salido Oviedo a buscar espías e investigadores privados, si ella había demostrado que
también estaba dispuesta a jugarla de cómplice de asesinato? Lo hubiera ayudado. No.
Imposible. No hay manera de que haya continuado ahí. Mucho menos después de lo que Da
Silva le había-- Ay, Dios, no. Ese recuerdo no. Su rostro girando de repente a causa de ese
terrible golpe. La violenta presión haciéndola caer al suelo. Su pequeña figura echa un nudo de
vergüenza sobre el asfalto. Su vestido hecho añicos y, debajo de él, sus rodillas
ensangrentadas. No, por favor. No esa imagen otra vez. Devolveme mi sueño. Por favor. Sólo
por esta vez. Dejame recordarla como lo que era, no como lo que fue por mi culpa. No. No
había manera de que se hubiera quedado en esa empresa. Una mujer como ella no soportaría
semejante falta de respeto más de una vez. No podría acercarse de nuevo a un... sí, cobarde,
decilo. A un... golpeador. ¿Qué habrá sido de su pobre existencia? Tantos años tirados a la
basura. Tanto tiempo desperdiciado al lado de un hombre que jamás la vio y que sólo se enteró
de su existencia cuando ya era demasiado tarde. ¿Y si Oviedo no sabía nada de ella? O peor, si
sabía pero-- No. Ni siquiera podía cruzarse por mi mente que algo malo le hubiera ocurrido.
Ya viví dos meses encerrado, creyendo que había muerto para mí, como para poder tolerar que
esa pesadilla se convierta en realidad y no el sueño dorado de volver a verla. Sólo me
tranquiliza el hecho de saber que es una persona demasiado fuerte como para dejarse vencer
sin luchar. Pero, ¿qué le habría pasado? Si esa noche me fui creyendo que Oviedo cuidaría de
ella tanto como lo había hecho conmigo. ¿Por qué no la mencionó ni una vez desde que nos
vimos? ¿Qué habrá sucedido en estos dos meses que amerite tanto silencio de su parte? Me
volví a mirar en el espejo, fijando mis ojos en esos aún extraños que me devolvía el vidrio
plateado hasta que perdí la lógica de mi existencia. Entonces respiré y volví al cuarto. Oviedo
me miró con sospecha, aunque sin juicio, y comprendí que no se había tragado mi intento de
parecer normal. Sin embargo no habló y me costó encontrar el aire para poder hacerlo yo.
“¿Dónde está...?”, “¿Qué pasó...?”, “¿Qué noticias tenés...?” ¡Bah! No había una manera
disimulada de hacer estoy la verdad es que a esta altura tampoco me preocupa demasiado que
este hombre en particular se enterara de mis más profundos sentimientos. Ya había descubierto
todo lo que necesitó saber de mí, así que... más vale terminar de una vez por todas con esto.
¿Y si no sabe? ¿Y si perdió el contacto? ¿Y si-- Basta. Mejor me siento.
-Carlos... -me salió como un gallo. -¿Qué pasó con Julieta?
No pude mirarlo; ni para preguntarle ni para esperar su respuesta. No podía ni me
animaba a hacerlo. Pero me vi obligado a levantar la vista cuando su silencio me hizo pensar
lo peor. Y entonces fue él quien desvió su mirada.
-No lo sé -contestó, y tuve el presentimiento de que, aunque imposible, le dolía más a él
que a mí esa respuesta.

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-Guillermo... ¡Guillermo! -gritó. -¡Respirá!
Inhalé, pero sólo para recordarle a mi cuerpo dónde estaba mi corazón un segundo antes
de sentirlo quemar. ¡Ay! Me llevé las manos al pecho inútilmente, como si de alguna manera
obsoleta fuera posible respirar así. Dado que me estaba imaginando lo peor, una duda por
parte de Oviedo era lógicamente más esperanzadora que la terrible certeza. Pero algo en su
rostro no me estaba dejando todo lo tranquilo que hubiera deseado.
-Ella está bien -me tranquilizó. Pero luego: -Creo...
Lo miré ya sintiendo aproximarse las inevitables lágrimas. Por suerte volvió a hablar.
-Hace un mes que no la veo ni tengo noticias suyas.
O sea que tan equivocado no había estado. Durante el primer mes se mantuvieron en
contacto. Sí habían seguido luchando juntos. Sí habían tenido la intención de seguir siendo
mis cómplices. Pero, ¿qué habría pasado un mes atrás? ¿Y por qué Oviedo no la mencionó
cuando me contó lo que había hecho durante ese tiempo que no estuve? ¿Y por qué le había
dolido tanto mi pregunta? ¡¿Y por qué estaba tardando tanto en seguir hablando?!
-Me estás matando, Carlos -le dije, honestamente. Ya no importaban mis secretos; su
silencio era más asfixiante -¿Qué pasó?
-Quedó... devastada... esa noche. -Hizo una pausa y supe que estaba tratando de encontrar
las palabras inexistentes para poder explicar lo que se siente al ver a un ángel llorar. -Cuando
te subiste a ese taxi nos quedamos los dos parados como estatuas. A nuestro alrededor se
formó una nube de periodistas e invitados que intentaban enterarse de lo que había pasado.
Flashes, ruidos y personas gritando y haciendo preguntas eran los factores predominantes. En
un instante estábamos solos y al siguiente, el estacionamiento se había llenado. Pero lo único
que yo veía era un taxi alejarse. Y cuando te perdí de vista quedó el recuerdo formando una
estela sobre Figueroa Alcorta.
Oviedo miraba hacia adelante, extendiendo su brazo como queriendo alcanzar la imagen
que me estaba describiendo. Y resultaba demasiado poderosa como para que yo pudiera sacar
mis ojos de ahí también. De pronto me vi desde atrás; otra vez sintiendo que estaba siendo
espectador de mi propia vida desde el punto de vista de otro. Desde adentro del taxi, una
mirada se conectaba con otra que había quedado estancada en el pasado de aquel
estacionamiento. Un presente incierto teñía de gris toda una vida y la convertía de pronto en
un pigmento onírico. Un único destino súbitamente partido en dos... en tres...
-Sólo cuando el flashazo de un reportero me cegó y me hizo perder el contacto con tu...
vida... -continuó Oviedo, - me di cuenta de que no había sido el único que se había quedado
mirando cómo te alejabas. Julieta parecía aún más desconcertada que yo, aunque más
conectada con la realidad también, ya que lloraba tanto que parecía ser más consciente de lo
que estaba ocurriendo que yo. Verla en ese estado me hizo volver al momento y al lugar en el
que estábamos de un golpe. Por un lado quería seguir mirando hacia la avenida, pues aún no
podía creer que te hubieras ido para siempre. Y por el otro, sabía que tenía que quedarme ahí
para ayudarla. Pero me sentí impotente. No sabía qué hacer. Le toqué el hombro y entonces lo
que había empezado como unas lágrimas se convirtió en sollozos desesperados. Me partió el
alma...
Hubo un momento de silencio atrás de eso. Sí. Efectivamente Julieta era un ángel; y,
cómo tal, hacía doler el alma del mundo cuando sufría. Lo cual me llevó a la conclusión de
que evidentemente yo no formé parte del mundo mientras la tuve a mi lado. Porque nadie

®Laura de los Santos - 2010 Página 277


humano era inmune a su dolor. Nadie que tuviera una existencia hubiera podido hacer oídos
sordos a semejante despliegue de emociones. Y sin embargo yo, la persona más cercana a ella,
la que más tiempo pasó a su lado, la que más veces tuvo oportunidad de apreciar su presencia,
la ignoré. Y por cobarde y por hipócrita y por inconsciente y por orgullosos, ni la vi ni la
sentí... nunca. Sólo una vez y sólo para darme cuenta demasiado tarde de todo lo que ella
significaba para mí. No. Jamás quedaría limpio de toda esta experiencia ni de toda esta vida. Y
lo que ahora me hacía estremecer era la nueva certeza que se estaba apoderando de mi entera
existencia. Una certeza muy parecida a la que el Turco me dijo que había sentido luego de
matar: que no podría volver a ver a sus hijos; que jamás podría convertirse en un ejemplo para
ellos. Pero él había salido adelante porque tenía un coraje inhumano y motivaciones
demasiado fuertes. Ninguna de esas condiciones se anclaba a mi existencia. Ahora mejor que
nunca comenzaba a comprender que jamás podría volver a verla y que de ahora en adelante
iba a tener que conformarme con haberla soñado. Y tal vez, hacia el final de mis días, cuando
ya no me quede nada en el mundo por lo que seguir luchando, quizás entonces pueda
sumergirme de lleno en ese sueño maravilloso y lograr que la locura me alcance hasta morir en
paz y feliz dentro de la ilusión.
-La miré un instante sin saber qué hacer -siguió Oviedo, -extendiéndole mi pañuelo. Pero
entonces me di cuenta de que algo andaba mal, ya que ella no tomó ni miró el pedazo de tela.
Sólo... miraba en dirección a la avenida, negando levemente con su cabeza, con la mirada
absolutamente perdida entre lágrimas que ya no controlaba. Sólo cuando la tomé por los
hombros y dije su nombre, me miró, hizo un último gesto de angustia y se desvaneció en mis
brazos.
Oviedo hizo una pausa, tratando de luchar contra las lágrimas que vendrían sin lugar a
dudas a continuación si seguía trayendo al cuarto aquellos recuerdos. Y yo ya no pude
controlarme. Casi sin poder respirar y tomándome del pecho, me doblé y casi me toqué las
rodillas con la frente. Por supuesto que, a diferencia de Oviedo, a mí ya no me pedían permiso
para salir, así que antes de darme cuenta, ya estaba empapado en lágrimas.
-Guillermo, yo... -intentó calmarme Oviedo.
Pero no lo dejé. Sin moverme, levanté mi mano y lo corté en seco. Definitivamente NO
iba a poder tolerar una nueva disculpa. Me di cuenta de algo igual y eso era que él no estaba
tan acostumbrado como yo a tener este tipo de arranques de angustia y que quizás se estaba
preocupando demasiado. Así que me incorporé y entre lágrimas, le dije:
-Necesito seguir escuchando. Por favor.
Y era cierto. Por primera vez en varias semanas estaba volviendo a sentir esa angustia de
la que me sentía fervientemente merecedor, ya si no por haber golpeado a Da Silva, por el
tremendo acto de herejía que implicaba haber hecho llorar a un ángel. Las palabras de Oviedo
eran las únicas que me conectaban con ese dolor que mi cuerpo ya estaba teniendo éxito en
olvidar. Pero al mirar a Oviedo, éste aún dudaba.
-Por favor -insistí.
Él suspiró y siguió.
-Por supuesto que yo no tenía idea de dónde vivía ella, y en medio de la conmoción, lo
único que pensaba era en salir de ahí. La llevé en brazos hasta el auto y la recosté en el asiento
trasero. Me subí, encendí el motor, me puse el cinturón de seguridad, coloqué las manos sobre
el volante y eso fue todo. No me pude mover. ¿Qué podía hacer? ¿Llevarla al hospital? Pero,

®Laura de los Santos - 2010 Página 278


¿qué diría la gente? Ya nos habían tomado cientos de fotos y ya comenzaban a aparecer en los
canales de noticias las últimas novedades. No fue de gran ayuda que todos los medios
estuvieran presentes en la fiesta. Me puse a recordar el orden de los acontecimientos y lo único
que me vino a la mente fue que no pensaba hacer ningún tipo de declaraciones. Dalmasso
tergiversaría todo y simplemente no hubiera podido soportarlo. Así que la única solución que
se me ocurrió fue venir acá. El único lugar en todo el mundo al que Dalmasso no puede
acceder legalmente. Para el momento en que estacioné el auto y el portón se cerró, Julieta ya
había abierto nuevamente los ojos. Pero aún lloraba y parecía no tener ningún... interés... en
secarse la cara. Miraba al techo sin emoción, ni expresión, ni nada. Parecía como si su...
alma... se hubiera ido... con vos... en el taxi.
Con mis ojos cerrados y el alma desgarrada, comencé a negar levemente. Sabía
perfectamente lo que Julieta estaba sintiendo en ese momento. Conocía cada una de las
emociones que probablemente la invadieron e incluso el orden, tal como el Turco había sabido
conmigo. La única diferencia era que yo merecía atravesar esa crisis. Pero ella... ¿por qué
había tenido que caer conmigo al infierno? ¿Es que era también una de las condiciones de un
ángel? ¿Que se vieran obligados a sentir las mismas emociones que aquél a quien
acompañaban? Ya había podido verlo en la experiencia de Romina, pero... ahora que estaba
comenzando a ser consciente de que si en efecto ella se vio obligada a sentir lo mismo que
yo... ¡demonios que la pasó mal! Y peor, porque al menos yo sabía que eran mías esas
emociones y que no tenía más alternativa que sentirlas. Pero ella. Ella parecía tan sólo un
frágil espejo diseñado por las manos del Maldito con el único propósito de ver sufrir a más
personas sólo por placer, por derivación. Qué horror. Julieta, viviendo mi crisis conmigo,
desde algún lugar lejano a esta tierra, olvidada del mundo y desarraigada de su propósito. Esto
era terrible. Y sí. Lo bien que hacía Oviedo en contármelo.
-La ayudé a bajar del auto -siguió Oviedo cuando le hice un gesto con mi mano, a pesar
de mis lágrimas- y caminó hacia la casa como un... ente; una... marioneta. Manteniéndose en
pie sólo porque yo la estaba agarrando. Lucrecia abrió la puerta asustadísima, evidentemente
luego de haberse enterado los acontecimientos por la tele. Me ayudó a cargar a Julieta sin
hacer preguntas. Entre los dos la subimos por las escaleras y la acostamos acá, en esta cam--
El repentino salto que pegué hizo que Oviedo se detuviese de pronto. En menos de lo que
tarda la mente en asimilar un movimiento, quedé parado, arrinconado contra una esquina, lo
más alejado de esa cama que pude. Y la miré horrorizado. Oviedo estuvo a mi lado antes de
que yo me diera cuenta, pero se quedó callado, intercalando su mirada entre mis ojos y lo que
ellos veían, sin comprender. Y yo me quedé helado, presa de un ataque de pánico, como si
hubiera visto una de esas arañas que sólo aparecen en los canales de documentales. Pero no.
Nada tenía que ver con eso. Lo único que pasaba por mi mente en ese momento era la imagen
de Julieta recostada sobre la misma cama en la que yo había pasado la noche. Y el hecho de
haber soñado con ella me hizo comenzar a creer en las artes oscuras, como si algún conjuro
hubiera hecho posible que su energía quedase impregnada en el colchón y se metiera en mi
cuerpo y en mi mente durante el sueño. El simple hecho de haberme enterado de que habíamos
estado más cerca de lo que jamás imaginé posible luego de la noche de la fiesta me hacía
estremecer. Y no sólo eso, sino que ella había estado sufriendo acostada en esa cama, mientras
que yo, descaradamente, me daba el lujo de permitirme disfrutar, sentirme como un huésped.
No había límites para mi desfachatez. Julieta... tan cerca... yo... lo siento tanto... tanto... lo

®Laura de los Santos - 2010 Página 279


siento hasta donde no llega la imaginación, hasta donde sólo el sentimiento encuentra reposo,
pero no existen palabras para describirlo.
Abrí la puerta y salí del cuarto sin importarme dónde estaba, ni la posible reaparición de
los perros, ni nada. Tenía que salir de ahí. No podía seguir sintiéndome a gusto en un lugar en
donde Julieta había sufrido. Bajé las escaleras y sentí a Oviedo detrás de mí. Crucé la puerta
ventana del living y salí afuera. El aire fresco de la mañana me entregó un instante de realidad,
suficiente para poder caminar por el patio sin caer a la pileta. Llegué junto a las reposeras pero
no me senté. Comencé a caminar de un lado a otro frenéticamente, ya sin pensar ni sentir nada
más que culpa y angustia. Definitivamente iba a tener que conformarme con el sueño, ya que
no podría volver a ver a Julieta nunca más. De reojo pude ver a Oviedo apoyado contra una de
las columnas, esperando a que se me pasara el ataque de nervios que yo creí que ya no me
daría tregua nunca más.
Pero Oviedo jamás se había equivocado y parecía estar tan conectado con las emociones
humanas como el Turco. Así que aunque no quise, eventualmente me tranquilicé y caí rendido
en una de las reposeras. Entonces vino despacio y se sentó a mi lado, pero no habló. Y como
yo aún no conocía el resto de la historia, encontré fuerzas de donde no sabía que tenía y le pedí
a Oviedo que continuara con la historia.
-Por favor, Guillermo... No es necesario que te obligues a pasar por est--
-Es absolutamente necesario -lo interrumpí, haciendo énfasis en la palabra más
importante.
Veía que le costaba horrores tener que seguir echando ácido sobre mis heridas, pero yo no
iba a dar el brazo a torcer. Así que lo miré, tragándome la culpa que me generaba hacerlo
sentir incómodo en su propia casa y entendió que no bromeaba. Él negó con la cabeza pero,
una vez más, respetó mis deseos.
-Bueno... al cabo de unos días...
-No -dije seriamente. Y lo miré con la poca autoridad que mi angustia aún me permitía
sentir. -No te ahorres los detalles incómodos.
-Pero es que no veo el propósito de--
-Carlos... Por favor. Sé que esto es muy doloroso y puedo ver que estás comprendiendo la
angustia que me hace sentir. Pero necesito saber el daño que le ocasioné porque es todo lo que
me voy a dar el privilegio de sentir en relación con ella.
Oviedo se quedó un instante en silencio con el ceño fruncido y yo volví a decir todas las
palabras en mi mente para ver adónde él había perdido el hilo.
-¿Es eso lo que pensás? -me preguntó, desconcertado. -¿Qué ella estaba sufriendo... por
vos?
-No es algo que pienso -le respondí. -Es algo que sé.
Oviedo comenzó a negar con la cabeza y estaba a punto de hablar cuando me le adelanté.
-Dejame que primero te exprese mi punto de vista. Probablemente vos estés pensando que
yo me refiero a la noche de la fiesta. Y puede ser que hasta ahí tengas razón; que no fui yo
quien la golpeó sino justamente quien saltó a defenderla.
Oviedo asintió con su cabeza sin hablar, dándome a entender que eso era exactamente lo
que estaba a punto de decirme.
-Pero hay cosas que no sabés. Cosas que, aunque cualquier testigo de la noche de la fiesta
y cualquier filmación diga que al menos la primera parte de mis actos estuvo justificada, igual

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me convierten en un criminal. Cosas que van mucho más atrás de esa miserable noche. Cosas
que comenzaron hace más de diez años. Cosas que me da vergüenza tener que admitir, pero
que es imprescindible que sepas.
Oviedo se quedó en silencio. Parecía no comprender el rumbo que estaban tomando mis
palabras, como si le fuera imposible incorporar a sus sistema la posibilidad de que yo fuera
algo menos que noble. Yo sonreí, aún negando con mi cabeza.
-Ya te dije que yo no soy el hombre que vos creés que soy.
Oviedo se acomodó en la reposera, como si estuviera frente a un niño que intenta
convencerlo de que en realidad Papá Noel sí existe y que son todos los adultos quienes fueron
vilmente engañados. Pero su protesta no pasó a mayores así que continué.
-Durante diez años, Julieta me acompañó adentro de Valmont como mi secretaria. Lugar
al que me ascendían, lugar al que me la llevaba conmigo. Y durante diez años no hizo otra
cosa que el trabajo más eficaz que una persona puede hacer adentro de una empresa. Y durante
diez años no sólo me sugirió cada una de las buenas ideas que yo terminaba haciendo pasar
por propias, sino que se callaba todas esas injusticias y sólo me felicitaba cuando el resto de
los empleados me aplaudían y me admiraban por ser un gerente tan brillante y dedicado.
Jamás comprendí porqué Julieta se quedaba a mi lado y por supuesto que jamás se lo pregunté.
Y la única vez en su vida que me pidió algo a cambio de todos sus esfuerzos, fue la única vez
que la rechacé.
Ahora sí que Oviedo se había quedado sin palabras. Por primera vez, quizás porque ahora
lo escuchaba directamente de mi boca y no del chanta de Dalmasso, fue que le vi en el rostro
una seria duda acerca de mi integridad. Asentí con mi cabeza para que no perdiera esa nueva
imagen mental que se le estaba formando de mí y continué.
-Fue ella quien me salvó de cada uno de los intentos de Da Silva de sacarme de la
empresa. Fue también ella la que tuvo la idea de contactarte para hacer caer a Dalmasso
cuando ocurrió el episodio de la llegada a la Argentina de Van Olders. Fue ella la que sacó
adelante al reality con sus brillantes ideas; y la única razón por la que la hice meritoria de
semejante responsabilidad fue porque tuve miedo de que renunciara, luego de haberla
rechazado. Y también fue ella quien me sugirió que te mantuviera al tanto de las novedades
del programa y que te diera la exclusividad.
Hice una pausa. Era difícil de decir en voz alta lo que vendría a continuación. Sin
embargo junté fuerzas y continué.
-Yo nunca creí que lo que vos sentías por mí era afecto. Siempre pensé que me hablabas e
intentabas contactarme para beneficiarte del éxito de Valmont, como tantos otros medios lo
habían intentado antes.
Oviedo dejó de mirarme al oír estas palabras, evidentemente dolido. Dios, que me
desgarraba el alma tener que decirle toda estas cosas, pero él necesitaba saber quien yo era. No
podía seguir luchando ciegamente por algo sin comprender realmente qué.
-Todo lo que soy se lo debo a Julieta, mucho antes de toda esta tragedia. Y digo que se lo
debo a ella porque de no haberme sugerido que me pusiera en contacto con vos, hoy estaría
aún perdido en la pobreza, vagando por las calles errantemente, quien sabe si muerto o loco.
Fue Julieta quien me hizo poner en contacto con vos, anticipándose a esto como si supiera que
algo así iba a terminar ocurriendo y que ella sola no iba a poder ayudarme. Sé que acordamos
nada de disculpas, pero desde el fondo de mi alma, no puedo decir otra cosa más que... „lo

®Laura de los Santos - 2010 Página 281


siento‟. Te prejuzgué a vos y al mundo entero, mientras me sentaba en un despacho y me
adoraba en mi propia hipocresía. No pude valorar por mí mismo los grandiosos milagros que
el destino puso delante de mis ojos. Y aunque ahora parezca que quiere darme una segunda
oportunidad para redimirme y pueda estar hoy aquí, diciéndote estas palabras que juré que
algún día te diría, sé que ya no puedo pedir más y que por más afortunada que sea mi
existencia, no podré jamás enfrentarla y decirle todo lo que también jure que le diría a ella. -
Hice una pausa y continué. -Soy un criminal, Carlos. Ella era un ángel. Era mi ángel. Y la
maté al ignorarla durante tantos años y la maté al rechazarla cuando me pidió que la besara y
la mate al verla llorar y aún ser capaz de salir caminando hacia el otro lado.
Nos quedamos largo rato en silencio. Oviedo había cambiado completamente su expresión
desde que comencé a contarle todo. Ahora se acercaba un poco más a la que realmente yo
merecía, aunque por algún motivo, no terminaba de convencerse de que pudiera estar sentado
frente a semejante basura. Veía en su rostro cómo su mente intentaba buscar una excusa, una
razón, algo que le devolviera mi título de nobleza. Era horrible tener que deshacer la ilusión de
un hombre tan bueno. Pero peor era que me siguiera viendo como alguien que yo no era.
Demasiados años me había dedicado yo a hacer lo mismo y ya no quería saber nada con vivir
en una mentira. Oviedo me miró y cuando nuestros ojos se encontraron, nos quedamos un
momento así, intercambiando conclusiones. Luego él comenzó a asentir, sonriendo
amargamente. Yo fruncí el ceño y entonces él dijo:
-Lo escondió muy bien.
Y no tuvo que decirme quién ni qué. Julieta era una experta en esconder sus propias
emociones. Así que asentí y le dije exactamente eso.
-Me dijo que estaba preocupada -continuó Oviedo-, que le gustaría saber de vos. Yo le
dije que me disculpara la intromisión, pero que me parecía que había algo más debajo de su
preocupación. Pero ella simplemente negaba con la cabeza y decía que aún se sentía mal por
haber sido golpeada, etcétera. Y a mí no me terminaba de convencer del todo, pero las mujeres
son más sensibles a los golpes que nosotros y llegué a la conclusión de que eso era todo y que
en realidad no la conocía. No tenía idea de todo esto.
-Y no. ¿Cómo ibas a saber? Pero hay algo que ahora sí sabés, y eso es el por qué de mi
necesidad de saberlo todo.
Oviedo suspiró al tener que volver atrás en el tiempo y remover arenas ya estancadas.
-Igual... no entiendo por qué tiene que ser todo tan dramático -se quejó Oviedo. -¿Por qué
no podés simplemente buscarla y decirle todo esto?
-¿Simplemente? -repetí irónicamente. -Claro. ¿Por qué no? „Hola Julieta. Tengo que
decirte algo. Soy un tremendo hijo de puta que supo siempre que te robaba las ideas, que sólo
te las reconoció cuando se asustó al creer que renunciabas y que... ¡ah, cierto! Te rechazó
aunque te amaba porque no quería que las cosas se complicaran en la empresa‟. Bien... Suena
sencillo...
-Pero vos no sabías que la amabas -siguió insistiendo Oviedo.
-Por supuesto que no lo sabía. Me di cuenta demasiado tarde.
-No es tarde -se obstinó Oviedo, y ahora se paró, listo para la acción. -Ella te va a
entender.
Pero yo me quedé sentado. Bajé la vista a la pileta y negué con mi cabeza.
-¿Por qué no? -preguntó Oviedo.

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-Porque no soy mejor que el hijo de puta que la golpeó -contesté.
Y ni siquiera fue con ira. Simplemente lo solté como lo evidente que yo sabía que era.
-¡Dejate de joder, Guillermo! No podés compararte con esa... escoria.
Lo miré, aunque no tenía en mi cuerpo ni la mitad de la excitación novelera que le vi a
Oviedo en el rostro.
-Ah, ¿no? -retruqué. -Carlos... la única razón por la que rechacé formar parte de sus
negocios turbios fue porque no era lo suficientemente estúpido como para dejarme caer en sus
redes. No formé parte porque no confiaba en él, no porque no quisiera.
-Y sin embargo vos también pudiste organizar tus propios negocios y no lo hiciste -me
contestó.
-No. Pero aunque Da Silva sea más corrupto que yo, no me hace a mí una mejor persona.
Porque él sólo hirió a Julieta una vez y demasiado violentamente como para que ella no tome
consciencia. Pero yo... yo la herí durante diez años. ¡Diez años, Carlos! No seré tan corrupto,
pero no soy menos perverso.
Oviedo se sentó en la reposera nuevamente y se cruzó de brazos, negando con la cabeza,
de ninguna manera dispuesto a aceptar tan fácilmente las conclusiones a las que a mí me había
tomado dos meses llegar.
-Ella también tenía opciones. Si ella se quedó a tu lado durante diez años, habrá tenido sus
razones.
-Sí -afirmé amargamente, -las mismas que las tuyas. Depositó su fe en alguien que jamás
será digno de ella.
Ahora Oviedo hizo girar sus ojos, casi resignado a la obstinación de un niño que no sabe
absolutamente nada de la vida. Pero no habló. Se quedó en silencio mirándome y
analizándome. Y cada una de las conclusiones a las que llegaba le hacía negar con la cabeza y
la rechazaba inmediatamente.
-Sigo sin comprender por qué sentís necesario martirizarte con su dolor -dijo Oviedo. -
¿No fue suficiente con todo lo que viviste este tiempo?
-¿Qué son dos meses al lado de diez años?
-¡Pero no fue tu culpa, Guillermo! Primero: vuelvo a repetir. Ella es una mujer adulta,
perfectamente capaz de decidir por ella misma. Y segundo: vos no eras consciente de las
mismas cosas que sos ahora.
-Eso fue exactamente lo que me dije durante diez años para convencerme de que no era la
basura humana que soy... o que fui -corregí rápidamente, antes de que Oviedo siguiera
discutiendo. -Y mirá dónde terminé. Golpeando hasta casi matar a un hombre, que se salvó de
milagro y que da la casualidad de que es tan enfermo que de milagro me salvé yo de ir preso.
No te pido que me entiendas, Carlos. Porque la imagen que se aparece delante de mis ojos,
cada vez que pestañeo, de la cara destrozada de Da Silva, no es algo que alguien pueda
comprender, más que la persona que lo ocasionó. Porque además, aunque quise negarlo
durante mucho del tiempo que pasé encerrado, disfruté golpeándolo. Cada puño cerrado que
chocaba contra su piel me brindaba un goce perverso, que no puede estar presente en la mente
de una persona sana. Y así tengas razón y Julieta sea la responsable de sus propios actos, y así
yo haya sido víctima de mi propia inconsciencia, Julieta no merece sufrir un solo día más de
su existencia y no es algo que yo pueda prometer evitarle. A mi lado sufrió demasiado tiempo
ya. No puedo permitirme seguir alimentando esa agonía.

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Nos quedamos nuevamente en silencio. Por una vez sentí que finalmente Oviedo
comenzaba a comprender la realidad de los hechos, ya que durante bastante rato se quedó con
la mirada perdida en la pileta. Sobre ésta flotaba una colchoneta inflable que se movía
lentamente gracias a las pequeñas ondas que provocaba el viento. Los dos nos pusimos a
seguirla por unos cuantos minutos mientras acariciaba los bordes y salía en dirección
contraria. Yo pensaba en mis palabras, tan certeras ahora que las decía en voz alta, luego de
haberlas rumiado durante dos meses. Parecía como si el hecho de que volvieran a entrar en mi
mente por mis oídos hiciera que se fijaran mejor en mi memoria y todo se volvía más claro y
preciso. Aunque eso también indicaba que ahora más que nunca estaba convencido de que
jamás volvería a ver a Julieta, así enloqueciera de dolor con el pasar del tiempo. Julieta no
merecía a un hombre como yo a su lado. Julieta merecía ser feliz y era lo único que yo no
podría darle. Diez años fueron suficientes para herir a una persona, y criminales para herir a un
ángel. Así tendrían que quedar las cosas entre nosotros. Y así me estaba convenciendo de que
sería hasta que levanté la vista y vi que Oviedo comenzaba a negar -otra vez- con su cabeza,
rechazando nuevamente mis conclusiones. Suspiré, preparándome una vez más para la
discusión. Pero si algo definitivamente no estaba esperando eso era lo que vino a continuación.
-Ella te ama -dijo Oviedo.
Pero estaba demasiado tranquilo luego de su previa excitación, como si todos estos
minutos en los que yo terminé de comprender que ya no volvería a ver a Julieta, él hubiese
estado llegando exactamente a la conclusión contraria.
-¿Qué? -pregunté, casi irónico.
-Es la única explicación... bah, la única lógica... que encuentro para justificar su angustia.
Pero yo no estaba dispuesto a creer esas palabras. No sabía bien de qué angustia me
hablaba, aunque supuse que se trataba de la que no estaba queriendo contarme, la que vivió
acá en su casa. Pero aún si Julieta fuera una masoquista, capaz de quedarse conscientemente al
lado de un hombre que no hizo otra cosa que herirla, no creo que sea amor su motivación.
Nadie puede hacer eso por amor. No. Definitivamente, Oviedo estaba equivocado. Tenía que
ver con lo laboral. Ella misma me lo había dicho un día, que para ser eficaz le pagaba. Y por
más astuta que fuera a la hora de esconder sus emociones, no podría esconderme a mí
semejante sentimiento.
-Luego de todo lo que me contaste, comprendo ahora lo que ella estaba sintiendo -siguió
Oviedo, ignorando mis negativas. -Primero comencé a pensar que si ella estaba sufriendo al
estar a tu lado, ¿por qué seguiría haciéndolo una vez que consiguiera liberarse? Pero sólo
ahora encuentro la respuesta a esa pregunta. Comprendo ahora que lo único peor para ella que
estar a tu lado es... no estar a tu lado. Y eso sólo puede ser obra del amor.
Me quedé un instante en silencio. Otra vez habíamos vuelto al comienzo, en donde los
roles se invertían. Y ahora resultaba ser yo quien negaba con la cabeza, completamente
obstinado a aceptar semejante conclusión como válida. La expresión de Oviedo fue atravesada
por un instante de angustia y no tuvo que decirme nada para que comprenda que estaba
recordando todo lo que vivió con Julieta en su casa. Si yo la había visto llorar tan sólo una vez
y eso me alcanzó para hacerme doler el alma aún hasta hoy, ni quiero pensar lo duro que habrá
sido para este hombre tener que verla sufrir por días. Y esa era exactamente la carta que tenía
para jugar a mi favor. Porque aún si en la locura de sus conclusiones había al menos un

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pequeño grado de realidad, aún así Julieta no merecía a un hombre como yo, y entonces sí
habrá sido su culpa enamorarse de mí.
-No tengo que escucharte contarme el dolor que te provocó ver sufrir a Julieta durante
días para saber que fue demasiado -le dije. -Y entonces no puede ser muy difícil que por un
instante te pongas en mis zapatos y comprendas que si tanto te dolió y ni siquiera fue tu culpa,
lo que yo siento, sabiendo que sí fue mi culpa. Quizás tengas razón y quizás ella aún esté
sufriendo, pero no será peor su dolor por estar lejos de mí que estando a mi lado. Y eso es algo
que sólo podrá aprender luego de mucho tiempo alejada de mí y de todo lo que fue durante
diez años. Aún si en efecto haya venido al mundo a sufrir como una mártir, no seré yo quien
cumpla con sus deseos. Me mantendré alejado y alimentaré un sufrimiento para evitar otro aún
peor. Porque la amo, Carlos. Lo suficiente como para desvanecerme en la locura de saber que
jamás la volveré a ver. Porque sólo entonces sabré que aunque la sienta injusta, estaré
cumpliendo con mi condena.
Ahora sí que logré convencer a Oviedo de mi propio punto de vista. Vi cómo su rostro,
que en un principio estaba lleno de justicia, viraba progresivamente hacia la frustración.
-Es una lástima que dos personas que se aman no puedan estar juntas -concluyó Oviedo.
-Muchas cosas fueron desafortunadas. Pero no puedo seguir viviendo en una mentira,
Carlos. Demasiados años pasé ignorando a mi consciencia y las consecuencias fueron
devastadoras para muchos más de los que la justicia debería haber permitido. Tengo que
aceptar que el precio que pagué fue muy alto y tendré que resignarme a ello.
-Pero, entonces ¿qué? ¿Ni siquiera vas a tratar de buscarla para decirle que aún estás
vivo?
-¿Qué? -pregunté sin comprender.
Oviedo me miró por un instante antes de contestar, el dolor volviendo a instalarse en su
rostro.
-Esa fue la razón por la que se fue hace un mes, Guillermo -me dijo lenta y pausadamente.
Yo me quedé en silencio. Había muchas cosas que podía tolerar, pero entre ellas no se
encontraba de ninguna manera la posibilidad de seguir haciendo sufrir a Julieta por los
motivos equivocados. Y sin embargo, ¿qué podía hacer? Por un lado recordaba la angustia que
sentí todo el tiempo que creí que Da Silva había muerto y no podría hacer pasar por esa
horrorosa situación a Julieta. Pero si la veía, o si le hablaba cobardemente por teléfono, no
sabía cómo podría reaccionar al volver a oír su voz. Ya me había dejado llevar por el egoísmo
al utilizar una computadora robada para hablar con Oviedo. Y ese día ni siquiera estaba en
juego volver a ver a la única mujer que amé jamás. Aunque, ahora que lo pienso sí era esa la
verdadera razón. Sí había querido reencontrarme con Oviedo porque había sido la única
alternativa que creí posible para volver a verla a ella y decirle todo lo que me había callado
aquel domingo en Puerto Madero. Me lo había jurado a mí mismo y ahora una vez más, estaba
rompiendo mi promesa. No había manera de ganar en esta circunstancia. Saldría perdiendo sin
importar qué optara por hacer. No quería tener que enfrentarme a Julieta, pero tampoco podía
permitir que pensara que yo estaba muerto, no si Oviedo tenía razón acerca de las
motivaciones de Julieta para permanecer a mi lado. Luego de todos estos años, le debía al
menos eso. Pero antes tenía que saberlo todo. No podía seguir sacando conclusiones en base a
expresiones que adivinaba en el rostro de Oviedo. Tenía que escucharlo, así sufriéramos los
dos por eso.

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-Volvamos para atrás, Carlos. Seguí contándome, por favor.
Oviedo cerró los ojos, sabiendo de antemano que serían esas las palabras que oiría a
continuación de las suyas.
-Luego de un par de días... -comenzó a decir Oviedo, mirándome con súplica para que no
le hiciera revivir la angustia de Julieta; pero no lo interrumpí. -Julieta volvió a comer.
Ay, Dios, mi pecho. Esto era peor de lo que imaginé. Peor porque con cada palabra me
daba cuenta de que la sucesión de sus emociones había sido igual a la mía, exacta y
tenebrosamente igual a la mía, y no podía evitar pensar en la intensidad de la angustia que la
debe haber azotado. Pero junté fuerzas para seguir escuchando y traté de esconder mi dolor.
Por supuesto que él no se tragó mi disimulo, pero igual continuó.
-Desconocía las razones que le habían devuelto las esperanzas, pero me alegré de que
volviera a ingerir alimento, así que no le hice preguntas. Y ella tampoco habló. Sólo un día
quise traerle un diario al cuarto en caso de que tuviera interés en enterarse de las noticias, ya
que no salía de ahí más que para ir al baño. Pero fue un error gravísimo. Se puso a llorar
histérica y casi pensé que la iba a perder.
Oviedo hizo una pausa, en la que se puso a seguir las gotas que bajaban por mis mejillas.
Pero yo me las sequé y le pedí que continuara.
-Recién una semana después, aún débil y sin la más mínima expresión de esperanza en su
rostro fue que dijo: „Tenemos que encontrarlo‟. Y lo primero que pensé fue que se quería
vengar de Da Silva. Estúpido me sentí cuando lo nombré entonces y más estúpido me siento
ahora luego de saber la verdad. De todas formas ella me dijo que no y acto seguido dijo tu
nombre, no sin volver a llorar. Yo ya estaba buscándote, pero no le había dicho nada porque
después de lo que pasó con el diario que le llevé, pensé que no iba a querer enterarse de nada.
Así que le dije que ya había iniciado la búsqueda y fue la primera vez que un tenue brillo de
esperanza pasó por sus ojos. Me miró en silencio, pero yo supe que quería más información.
Aunque, claro, para ese entonces, yo todavía no sabía nada. Entonces se levantó y me dijo que
quería ayudar en todo lo que pudiera, que sabía que vos habías sacado pasajes a Italia y que
quizás te hubieras ido a ver a Van Olders. Incluso recuerdo que se ofreció a viajar a buscarte.
Yo saqué la vista de la pileta y lo miré asombrado. Sabía que cuando se le metía algo en la
cabeza, esta chica era imparable, pero no creí que llegaría a tanto, mucho menos en referencia
a mí.
-Pero yo no la iba a dejar ir a ninguna parte tan débil como estaba -continuó.
Entonces yo fruncí el ceño. Me costaba creer que Julieta le dejara a alguien convencerla
de que estaba débil, no importa qué tan cierto fuese o qué circunstancias la rodeaban. Lo miré
a Oviedo algo escéptico. Él comenzó a reír.
-Realmente la conocés muy bien- se sorprendió. -Ella me dijo que era absurdo, que se
sentía perfectamente, que no había tiempo para perder, que vamos, vamos, vamos.
Dios, realmente sonaba como ella. Por algún motivo que desconocí, justo en ese momento
comencé a extrañarla desesperadamente, lo cual no era bueno para nada, porque más difícil
sería explicarle que estaba vivo y peor aún agregar detrás de eso que no quería volver a verla.
Asentí para Oviedo, dándole a entender que sí, que la conocía demasiado bien.
-Se había entercado como una mula y ya me había pedido el teléfono para llamar a la
aerolínea y hacer los arreglos pertinentes. Yo no sabía qué hacer. Aparte de sorprenderme que
se supiera el número de memoria, sabía que como secretaria de la gerencia cobraría el

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suficiente dinero como para costearse un pasaje a Italia, al menos de ida, si yo me rehusaba a
pagárselo, cosa que igual no me hubiese permitido. Pero le saqué suavemente el auricular de la
mano, recordando de pronto lo único que podía hacerme ganar algo de tiempo, y lo colgué.
Oviedo se quedó un instante en silencio, sonriendo al recordar su propia ocurrencia.
Mientras tanto yo me quedé esperando su respuesta, en suspenso, como delante de una
película de Hitchcock.
-¿Qué? -pregunté impaciente.
Él me miró sonriendo pícaro y dijo:
-Yo tenía el número personal de Wolfgang. Podíamos llamarlo antes de salir corriendo
para allá, ¿no?
Me quedé atónito, por un momento imaginando a los dos hombres más nobles del planeta
manteniendo una conversación telefónica, llamándose por sus mutuos nombres de pila. Y por
más evidente que resultara el hecho de que tenían casi la misma edad y casi la misma
experiencia en el mundo automotriz y por más natural que terminase resultando que se
comunicaran periódicamente, aún así no podía creer que pudiera suceder. Vi cómo Oviedo
fruncía un poco las cejas y me di cuenta de que él no estaba al tanto de la admiración que yo
sentía tanto por Van Olders como por él. Sin embargo siguió con el otro tema.
-Eso me sirvió para frenar a Julieta, quien comprendió al instante que quizás era lo más
conveniente llamar primero, pero mirándome como si yo estuviese perdiendo el tiempo. Así
que le dije que necesitaba mi libreta de direcciones, que mi memoria no era tan privilegiada
como la suya y me fui al despacho a buscarlo. Por supuesto que no necesitaba el teléfono de
Wolfgang. Hablaba lo suficientemente seguido con él como para saberlo de memoria. No son
muchos los números que yo marco directamente, vos lo sabrás bien. Y por supuesto que
Julieta tampoco me creyó. Pero no dijo nada y eso me ganó unos minutos para pensar. A mí
me costaba mucho creer que vos te hubieses ido a Europa, mucho menos a tocarle la puerta a
él, luego de haber...
Pero se quedó callado y me miró de pronto. En mi mente se completó la frase: „... cagado
a trompadas a su pariente político‟. Asentí para darle a entender que había comprendido y él
siguió.
-De todas formas, hablar con Wolfgang no era una mala idea. Supuse que ya debía estar al
tanto de todo lo ocurrido en la fiesta y no me gustaba demasiado la idea de que se enterase de
todo por boca de Dalmasso, a quien despreciaba casi tanto como yo. Y yo no lo había llamado
antes porque esperaba encontrarte primero, pero dada la emergencia...
Me quedé un instante pensando. Me costaba un esfuerzo enorme escuchar hablar a Oviedo
de Van Olders como si no fuera un dios, sino simplemente tan humano como él. En mi mente
no entraba el concepto „desprecio‟ en un carácter como el suyo. Estos eran hombres
demasiado nobles y demasiado experimentados como para dejarse llevar por una emoción
como el desprecio, sobre todo sabiendo que eso era exactamente lo que Dalmasso estaba
buscando. Pero me guardé los pensamientos menos importantes para después y seguí
escuchando la historia.
-Por un momento me tenté a llamarlo desde el despacho, pero Julieta estaba demasiado
pendiente y no quería que se sintiera más incómoda de lo que ya estaba. Así que agarré la
agenda y me la llevé al living, sin saber realmente qué le iba a decir. Lo único que rogué fue
que Julieta no supiera italiano.

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Sonreí y asentí con la mirada. Oviedo también asintió sonriendo y a los dos se nos cruzó
por la cabeza el mismo pensamiento: Julieta era una mujer asombrosa y llena de sorpresas.
-El italiano es condición para entrar a trabajar en Valmont -le dije a Oviedo.
Y era cierto, a pesar de que sólo se lo dije para que no creyera que todo siempre giraba en
torno de la buena suerte de Julieta -cosa que también era cierta-. En una empresa que depende
directamente de Italia, la comunicación con ese país es constante. De todas formas lo mismo
hubiera sido para Oviedo que se pusiera a hablar en alemán, o en francés o en inglés con Van
Olders; Julieta comprendería perfectamente cado uno de esos idiomas.
-Sí; fue la conclusión a la que llegué dos segundos más tarde -me aclaró Oviedo. -Pero
bueno... ya no podía perder más tiempo así que levanté el auricular y marqué el número,
haciendo como que lo leía por partes de la agenda y mirando de reojo cómo Julieta escondía la
risa que le provocaba mi pésima actuación. Otra vez rogué que Wolfgang no estuviera en su
casa y otra vez me sentí defraudado. Incluso fue él quien atendió directamente, cosa que era
prácticamente imposible. Miré a Julieta sospechando que tenía una especie de don para lograr
que las cosas se dieran como ella quería. Y su sonrisa triunfal no hizo más que confirmármelo.
Así que lo saludé, buon giorno, buon giorno... pero ¿cuánto era realmente el tiempo que
podíamos seguir saludándonos? Así que suspiré y comenzamos a hablar del tema. Fue él quien
me preguntó primero qué era lo que había pasado y agradecí que no se hubiera dejado engañar
por las patrañas de Dalmasso. Le dije que me disculpara, que no quería faltarle el respeto a su
familia pero que todo había sido originado por culpa de Da Silva.
-¡¿Que le dijiste qué?! -lo interrumpí asombrado.
-Eso. De ninguna manera iba a dejar que cayera el peso de la culpa sobre tus hombros, al
menos no para él.
Oviedo me miró y tuvo que ponerse a explicarme mejor las cosas, porque ahora sí que me
había perdido.
-Wolfgang sabe que algo así puede ser perfectamente culpa de Da Silva. Sólo se queda
callado porque le tiene demasiado afecto al padre y a la hermana, su propia nuera nada menos.
Y yo no tuve que decirle que la culpa había sido suya para que él sospechara. De hecho, atrás
del último comentario, me preguntó cómo estaba Julieta y cuando le comenté que estaba bien
gracias a que vos la habías defendido, me preguntó acerca de tu salud.
-¿Van Olders... te preguntó... por mí? -dije, entre sorprendido y abrumado. -¿No le dijiste
por una de esas casualidades que casi mato a Da Silva?
-Le dije que las cosas se habían ido de las manos y que afortunadamente no había
derivado en tragedia. Porque, a todo esto, por supuesto que yo sabía no sólo que Da Silva
había sobrevivido, sino también que su evolución era favorable. Te había dicho que tenía un
informante dentro del hospital...
Yo asentí rápido, para que no se desviara del tema.
-Bueno... la cuestión es que en el preciso momento en que Van Olders me preguntó por
vos, fue que confirmé mis propias sospechas y que vos no estabas ahí con él. La miré de reojo
a Julieta y negué para calmar su ansiedad, aunque era de esperar que provocase el efecto
contrario al tener nuevamente la duda de tu paradero. Comenzó a agitar su pierna, como
esperando a que finalizara pronto mi comunicación y yo no pude entender de dónde sacaba tan
repentina energía. Y no quisiera decirte esto, pero... el amor puede ser una fuerte motivación...

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Yo torcí un poco mi cabeza y lo miré a Oviedo seriamente, para que comprendiese que de
ninguna manera iba a volver a retomar ese tema.
-En fin... Le pedí a Wolfgang que si se enteraba de algo que por favor me avisara y que yo
iba a hacer lo mismo. Me dijo que lo llame igual, que prefería enterarse por mí de las
novedades. Y también se disculpó por el orden de los acontecimientos y me rogó por tu
bienestar antes de cortar.
Wow. Cada vez me sorprendía más el tipo de gente que me rodeaba; personas a las que
jamás creí capaces de sentir un aprecio honesto por mí, personas a las cuales admiro
profundamente, de pronto preocupadas por mi bienestar. No era bueno igual que me enterase
de que Van Olders sentía por mí un afecto similar al de Oviedo, ya que me hacía sentir mejor
conmigo mismo y no era para nada lo que estaba buscando.
-Cuando le dije a Julieta todo lo que había hablado -prosiguió Oviedo -agarró el auricular
y nuevamente comenzó a llamar a la aerolínea. Me dijo que el hecho de que no estuvieras en
la casa de Wolfgang no era suficiente para descartar la posibilidad de que hubieras viajado.
Así que nos pusimos a discutir mientras ella comenzaba ya a reservar sus pasajes. Le dije que
era descabellado, que no podría buscarte por toda Italia sola y entonces me dijo que cualquier
cosa era mejor que quedarse cruzada de brazos y sólo cuando le dije que no la dejaría viajar
sola y que iría con ella, fue que se quedó en silencio y dejó de hablar con la aerolínea. Pero
rápidamente me dijo que yo no podía viajar, que tenía que quedarme aquí por las dudas de que
aparecieras y que ya casi estaba todo listo y que se iría y que chau, chau, chau. Me quedé duro.
Definitivamente no había manera de desviarla de un propósito una vez que se le metía en la
cabeza. Me pidió que la llevara a su casa, que necesitaba armar el bolso y que el avión salía en
4 horas, que no había tiempo que perder.
-¡¿Y se fue a Italia?!
Oviedo asintió, aún sorprendido con el recuerdo. Los dos nos quedamos en silencio por un
momento. Él recordando y yo tratando de asimilar la situación.
-Está loca... -fue todo lo que pude decir.
Me la imaginaba viajando por toda Italia, con una foto mía en su mano, preguntándole a la
gente si me habían visto. Eso era... nada más y nada menos... que una locura.
-Si te parece que por eso está loca, esperá a escuchar el resto -me dijo Oviedo.
-¿Qué puede ser peor que eso?
Oviedo me miró un instante, esperando a ver si me caía la ficha, pero no. Yo no era bueno
para avivarme rápido de las cosas.
-Julieta tenía acceso a tus cuentas bancarias, ¿verdad?
-Por supuesto -le dije.
Nueva mirada de Oviedo, esta vez más impaciente. Cuando no vio respuesta de mi parte,
suspiró y dijo:
-Era sólo una cuestión de tiempo que ella se pusiera a revisarlas, a ver si encontraba algún
gasto... ¿de último momento...?
Y entonces caí. El último gasto importante que yo había hecho con mi tarjeta de crédito
había sido para pagar el viaje a la Polinesia. Cerré los ojos y apreté mis labios. Dios, esta
mujer era imparable.
-Exacto -me dijo Oviedo. -Me llamó desde Italia y me dijo que se iba a Fiji. Entonces
realmente creí que había perdido la cordura.

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Me quedé mudo. Pero no sólo ese silencio que produce el no saber con qué palabras
expresar un pensamiento. Ni siquiera pude pensar. Me quedé helado sin saber qué hacer ni qué
pensar, mucho menos qué sentir. Porque las cosas que me estaba contando Oviedo no hacían
más que confirmar su conclusión previa. Ahora sí que no podría convencerme de que sus
motivaciones eran meramente laborales. Ahora sí que tendría que callarme la boca y dar el
brazo a torcer para admitir de una vez por todas no sólo que Julieta me amaba -quizás tanto
como yo a ella- sino que había sido perfectamente capaz de esconderme todos sus
sentimientos durante vaya uno a saber qué cantidad de tiempo. Y de pronto ni siquiera me
sorprendía, dado que yo era un bloque de hielo desconectado de mundo y de cualquier cosa
que tuviera que ver directamente con los sentimientos. Realmente no sé si había sido una
buena idea pedirle a Oviedo que me relatase el orden de los acontecimientos, ya que, al
enterarme de todo esto, no veía manera de poder hablarle a Julieta de nuevo, con la convicción
de que sería sólo para dejarla tranquila. Ya me estaba fallando mi propia consciencia al
decirme cosas como „sabés perfectamente que vas a terminar tus días a su lado‟ y „dejá de
pelearte con vos mismo y aceptá tu destino‟. Pero no. No podría desviarme del curso de mis
motivaciones porque ya había llegado a la conclusión de que ella sufriría menos si se alejaba
de mí. No iba a permitir que se modificara el rumbo de mis decisiones, por más absurdas que
pudieran sonar para el resto del mundo.
-Y entonces, ¿qué pasó? -le pregunté para dejar de escuchar a mi consciencia antes de que
lograra convencerme de que no era tan malo después de todo y de que merecía terminar mi
vida al lado de un ángel.
-Luego de dos días de recorrer a pie las calles de Roma, se fue Turín y también caminó la
ciudad entera durante dos días más. Se encontró con Wolfgang y le contó otra vez todo lo que
yo ya le había anticipado por teléfono. Y de paso lo convenció para que saliera con ella a
recorrer las calles. -Oviedo hizo una pequeña pausa y levantó las cejas como diciendo: „esta
mujer es imparable‟. -Cada noche me llamaba y su voz se sentía cada vez más apagada. El
cuarto día le rogué, le imploré que por favor comiera, que aún estaba demasiado débil y que a
nadie le iba a servir que se desmayara en medio de la calle.
Yo cerré de pronto los ojos, tratando de evitar que esa imagen mental llegara a mi corazón
y me lo terminara de hacer pedazos. Porque Julieta era implacable y su obstinación ya la había
hecho desmayarse en mis brazos una vez. Sólo de pensar que podía estar ahí, desprotegida y
frágil, a la merced de cualquier peligro me erizaba la piel y casi me hacía entrar en pánico.
-A la madrugada del quinto día, el sonido del teléfono casi me provoca un infarto. Cuando
atendí casi gritando, sabiendo de antemano que no podría ser otra que ella y por la hora, que
serían problemas, se disculpó inmediatamente y me dijo que la emoción no le había hecho
pensar en el cambio de hora. Que ahí ya eran las 9 de la mañana y que tenía excelentes
noticias. Pero por más deseos que yo tenía de hallarte, no la creí capaz de haberte encontrado.
Y no me animé a preguntarle. Sin embargo atrás de eso empezó a decir que había sido una
tonta y que sólo recién se le había ocurrido fijarse en tus cuentas bancarias y que tenía nuevas
esperanzas y otra vez que no había tiempo que perder y que se estaba tomando un avión a Fiji.
Que no había vuelos directos y que le tomaría casi un día entre escalas y demás, pero que me
llamaba en cuanto llegara y sin decir más, cortó. Me quedé con el auricular en la mano hasta
que Lucrecia me preguntó qué había pasado y entonces volví a la realidad. Ya no sabía qué

®Laura de los Santos - 2010 Página 290


pensar. Buscamos por todos lados, Guillermo. Jamás hubiera imaginado que estabas en frente
de nuestras narices. ¡Y cuando se entere Julieta! ¡Qué barbaridad!
Pero frenó antes de que su emoción se volviera a desatar sin su permiso, acordándose de
lo que yo le había dicho; que no pensaba volver a verla.
-Tenés que decirle que estás vivo -me dijo, de pronto ansioso. -Después de todo lo que
hizo por vos. No podés dejar que siga sufriendo, Guillermo. Al menos concedele eso.
Yo asentí sin decir palabra. No había demasiado que pensar ahora. Cada nueva palabra
que salía de la boca de Oviedo hacía mi deber más obligatorio y necesario. Pero ¿cómo
hacerlo? ¿Cómo mirarla a la cara, decirle todo lo que siento, pedirle disculpas y luego
marcharme? ¿Cómo lograr explicarle mi punto de vista y poder alejarme a pesar de sus
súplicas?
-Dejá de pelearte con tu consciencia -agregó al ver mi expresión. -Date cuenta de que esto
es lo que querés.
-¡Por supuesto que es lo que quiero! -grité, levantándome de la silla de un salto.
No era mi intención que sonara con tanta pasión, de todas formas, ya que no hacía otra
cosa que alimentarle a Oviedo sus esperanzas. Suspiré, me volví a sentar y, sin mirarlo,
comencé:
-Es que... no tiene que ver con lo que yo sienta. O sí, y precisamente por eso es que debo
rechazarla. Tengo miedo, Carlos. Tengo miedo de darle a mi cuerpo lo que me está pidiendo a
gritos, porque la última vez que lo hice, casi mato a un hombre.
Levanté una mano para frenar los comentarios de Oviedo que sabía que vendrían a
continuación. Él se quedó con la boca abierta un instante, pero me dejó seguir.
-Por favor -continué. -No tiene que ver específicamente con la posibilidad de llegar a
golpearla en un futuro, aunque durante algún tiempo lo consideré. Ella estaba ahí, Carlos. A
unos pocos metros de mí, viéndome golpear desquiciadamente a Da Silva, pidiéndome que me
detuviera, llorando sin parar. Y yo no lo hice. No me detuve por sus lágrimas, ni por el respeto
que le tenía, ni por el hombre al que estaba deformando, ni por mí. No pude detenerme en ese
momento y ella vio todo.
Cerré los ojos, recordando el dolor que me hacía sentir toda la situación, a pesar de que mi
cerebro luchaba por olvidarlo todo. Suspiré y negué.
-Cualquiera puede enojarse y pegarle a otra persona -seguí. -Pero lo que a mí me preocupa
y me atosiga cada día, no es eso, sino el hecho de no haberme podido contener. Si Da Silva
quedó vivo fue porque ustedes me agarraron de los brazos y me empujaron contra el asfalto.
De no haber sido así, hoy sería un asesino. -Hice una pausa y miré a Oviedo. -¿Y si lo fuera?
¿Me seguirías alentando para que vaya a buscar a Julieta? ¿O le dejarías creer que estoy
muerto? ¿Quedaría tranquila tu consciencia, sabiendo que la estarías dejando quedarse al lado
de un asesino? Por más amor que te convenciera ella que sintiese por mí, no promoverías una
situación así, ¿no?
Entonces Oviedo se quedó en silencio, sin tener que responder a mi pregunta para que yo
supiese que estaba en lo cierto.
-Decime la verdad -le insistí, de todas formas. -Tratarías de protegerla, ¿no?
Nuevo silencio. Ahora, de parte de los dos. Otra vez mi consciencia intentaba
desmentirme todo lo que yo había dicho. De la misma forma en que me gritó que la besara
aquella tarde y que yo no la escuché, ahora me estaba rogando que no volviera a cometer el

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mismo error dos veces. Pero yo sabía que esta vez era diferente y, si de algo me tenía que
arrepentir era de no haber escuchado a mi consciencia entonces, no ahora.
-Pero la verdad es otra -comenzó a decir Oviedo. Lo miré y llegué rápidamente a la
conclusión de que era quizás tan obstinado como ella. -La verdad es que no sos un asesino y--
-De milagro -lo interrumpí. -De casualidad. En ese momento no me importaba nada. Y te
voy a ser sincero aunque me duela más a mí que a vos. No me hubiera importado matarlo. -
Ouch. Me dolió el pecho. -Antes de la fiesta, venía imaginado cientos, miles de maneras de
acabar con su vida. Disfrutaba en mis ratos libres pensando en la posibilidad de que tuviera un
accidente y se matara. Lo odiaba, Carlos. Lo odiaba porque me estaba haciendo la vida
imposible. Lo despreciaba por ser el hombre que era. Y aumentó exponencialmente ese
sentimiento el hecho de que conquistó a Julieta. La mujer que yo amaba estaba a su lado y
encima fue él quien la hizo llorar de la emoción, mientras que yo la ignoraba y no podía lograr
otra cosa que hacerla llorar de tristeza. Lo odié porque buscó de mil maneras que me fuera de
la empresa hasta que finalmente lo consiguió. Y sé que no era el único que lo despreciaba y
que probablemente te gané de mano esa noche. No sé cómo hubieras reaccionado vos si lo
veías golpear a Julieta. Pero no creo que te hubieses desquiciado tanto. Porque quizás para vos
hubiera sido un hijo de puta más que golpea a una mujer más, pero para mí fue mucho más
que eso. Lo de Julieta fue sólo la gota que colmó el vaso. Y no voy a permitirme llegar a la
conclusión de que como Da Silva está vivo, yo no soy peligroso. Quizás no lo suficiente como
para ir preso, pero sí definitivamente como para merecer la compañía de un ángel.
Oviedo se quedó en silencio.
-Es un ángel, Carlos -le repetí. Y entonces él asintió. -Ningún ángel merece estar al lado
de un asesino.
Pero le duró poco. Esas palabras eras suficientes para ponerlo de nuevo en el estrado del
debate.
-Mirá, Guillermo. No voy a tratar de convencerte de que lo que hiciste no fue grave,
porque lo fue.
-Gracias -le dije.
Por fin estaba entrando en sus cabales este hombre, aunque me vi venir el „pero‟.
-Pero... -confirmó. -Julieta te vio golpear a Da Silva, pudo ver también que quedó
inconsciente y también cómo se lo llevaban de urgencia al hospital. Y sin embargo, no sabía
aún que él había sobrevivido cuando me dijo que teníamos que encontrarte. O sea. Me da la
sensación de que a ella no le importa demasiado la forma en que se dieron los acontecimientos
y si su perdón es lo que buscás, creo que ya te perdonó hace rato. Sus actos lo demuestran.
-No importa eso. Sí, sería muy lindo que me perdonara, pero eso no va a conseguir que yo
logre perdonarme a mí mismo. Y tampoco va a conseguir con eso que yo satisfaga sus deseos
incoherentes. No es mi culpa que ella quiera terminar sus días al lado de un asesino y,
definitivamente, NO es algo que vaya a concederle, por más amor que excuses como
motivación. Y por más amor que yo sienta por ella, lo mejor es que se aleje de mí. Y VOS
sabés perfectamente que tampoco le concederías un deseo como ese si estuviera en tu poder
hacerlo.
-Igual merece saber que estás vivo.
-Sí. Pero vos podrías encargarte de brindarle esa información.
-De ninguna manera -dijo, cerrando el caso.

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Demonios. Ni un „merece escucharlo de tu propia boca‟, ni siquiera un „sos un cobarde‟.
Nada. De alguna manera estaba esperando que me contestara eso; era un hombre demasiado
noble. Pero más allá de eso, pude ver en su mirada que no era precisamente esa la razón, sino
su obstinación. Su obstinación por darle a esta historia un final feliz. Un final
incoherentemente feliz, pero aún. ¿Y qué podía hacer yo? La contradicción adentro mío era
enorme y para nada balanceada. Sabía que correría a sus brazos en el momento siguiente al
que le volviera a escuchar la voz. Si me hubiera enfrentado con ella dos días después de la
fiesta, en medio de mi crisis, quizás sonaría más convincente mi postura, pero si ahora, aquí,
mis dudas eran suficientes para alimentar la esperanza de Oviedo, era más que evidente que no
estaba en lo más mínimo seguro de querer alejarme de ella y le bastará con pedírmelo para que
yo me deje caer rendido a sus pies.
-Dejá de sonreír, Carlos, por favor. Me estoy muriendo acá.
-Porque sabés que la amás. Porque ni vos podés convencerte de las pavadas que me estás
diciendo.
-Pavadas o no pavadas, sabés que tengo razón.
No me contestó, pero me miró con cara de „Sí, nene, sí. Seguí creyendo en Papá Noel, si
eso te hace feliz‟. Yo suspiré y tampoco hablé. Pero sabía que no era el fin de la discusión.
-¿Qué pasó después? -pregunté, volviendo a la travesía de Julieta, para cambiar de tema,
aunque sin saber del todo si era realmente mejor seguir escuchando.
-Esa misma noche me llamó desde el aeropuerto para avisarme que había llegado bien.
Antes de lo previsto, de hecho. Y contenta porque era pleno día ahí y buscarte iba a ser más
fácil. Una vez más le pedí que descanse, pero...
Y los dos hicimos nuevamente la misma cara, sabiendo que sería imposible convencerla.
-Y bueno... por supuesto que no tengo que decirte cuál fue el resultado de su búsqueda.
Nuevamente sonaba el teléfono cada día y siempre era lo mismo. Me preguntaba si yo había
averiguado algo nuevo acá y, al cabo de 5 días, dijo que iba a volver. La fui a buscar al
aeropuerto y, cuando la vi, estaba exactamente 10 días peor de como la había dejado en Ezeiza
antes de partir hacia Italia. Más flaca, si eso era aún posible, ojerosa y -lo peor de todo-
desesperanzada. Le ofrecí traerla hasta acá para que no estuviera sola, pero me dijo que ya
había hecho demasiado por ella y que no quería seguir molestando. Ni siquiera empecé a
discutirle porque ya me había demostrado lo obstinada que era. Cuando la dejé en su casa le
pedí que al menos me dejara encargarle algo de comer. Le dije que era más que nada una
atención. No quise decirle lo preocupado que estaba por su decadente estado, porque sabía que
me diría que no era tan grave. Así que la acompañé hasta arriba y luego me fui a buscarnos
algo de comer. Quise dejarla un instante sola para que se acomodara, pero la verdad era que
cada segundo alejado de ella me hacía temer por su salud. No quería que cometiese alguna
estupidez, no sé si me explico.
Ay, Dios. Era demasiado fuerte tener que escuchar a Oviedo contarme todo esto. Pero en
cierta forma era mejor. Mucho mejor. Ayudaba a recuperar mi angustia y comencé a aferrarme
a ella para poder utilizarla más adelante. Empecé a imaginar toda la situación, paso a paso,
tratando de hacer especial hincapié en la precaria salud en la que probablemente se
encontraría. Recordé la vez que la tuve que mandar a la casa desde la empresa para poder
anclar lo que Oviedo me estaba contando un poco mejor, ya que no podía imaginarla
recorriendo su propia casa. 10 años compartidos con ella y jamás la había pisado. Y ahora, una

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vez más, era otro el hombre que sabía más acerca de su entorno que yo. Sin embargo, aún me
costaba bastante creer que Julieta pudiera ser capaz de... No. Ni siquiera me permitiría pensar
en la palabra. Sabía que ella era demasiado fuerte como para pensar en algo así, pero ¿quién
sabe? Todos tenemos nuestros límites. Pero no. Era descomunalmente doloroso tener que
considerar siquiera una idea semejante.
-Traté de buscar el lugar en el que hicieran la comida más rápida, así que terminé con una
bolsa llena de comida chatarra. Sabía que no era lo mejor para darle fuerzas a Julieta, pero no
soportaba la idea de que estuviera sola tanto tiempo con sus pensamientos. Así que mientras
comíamos le pedí que me contara del viaje, más que nada para que sacara todo afuera y se
liberara un poco de las tensiones. No tenía ganas de hacerlo, por supuesto, pero igual accedió a
mis deseos. No había demasiado que decir, en realidad; me llamaba cada día para contarme.
Así que fui intercalando con las cosas que yo me iba enterando de acá. Comencé a decirle que
Da Silva estaba cada vez mejor y que ya casi le iban a dar el alta, pero que no tenía
intenciones de demandarte. Ella se quedaba siempre callada y era imposible leer sus
expresiones. No sabía si quería seguir escuchando, o si quería que la dejase sola, o qué. Lo
único que su debilidad no podía esconder era el pensamiento aterrador que comenzaba a
cruzarse por la mente de los dos acerca de vos. -Oviedo hizo una pausa. -Y eso fue todo. El
resto de los días venía ella a casa, o yo me acercaba hasta la suya, porque viste que vive acá
nomás. Fue la única razón, en realidad, que me permitió dejarla sola esa noche; que sólo
estábamos a un par de cuadras de distancia.
„Un par de cuadras de distancia‟. Tragué saliva e intenté esconder la sorpresa que me
invadió de pronto, pero no pude evitar mirar hacia los muros del jardín, como si de alguna
ridícula manera pudiese ver su casa desde ahí. Cerré los ojos y me quedé duro, luchando con
la explosiva adrenalina que de pronto comenzó a recorrerme el cuerpo sólo de imaginar que
Julieta podía llegar a estar tan cerca en este preciso momento. Oviedo me miraba, pero sin
hablar. Tardó unos instantes en seguir con la historia y casi que sentía que se debía al reciente
rol de Cupido perverso que había adoptado. Junté fuerzas de donde no tenía y lo miré para que
continuase. Él frenó una sonrisa en camino y siguió.
-Cada día que pasaba, a ambos se nos comenzaban a cruzar por la mente ideas peores.
Ninguno de los dos lo dijo abiertamente, pero se notaba a la legua que nos estábamos
quedando sin opciones ni ideas para motivarnos. Ella estaba cada vez más desesperada,
aunque trataba de esconderlo, y yo intentaba mantenerme tranquilo por los dos. Pero incluso
los investigadores comenzaban a perder las esperanzar y cual médico que recibe un paciente
en pésimo estado, me decían que me preparara para lo peor. Jamás le transmití esos
comentarios a Julieta, pero no tenía que hacerlo para que ella lo adivinase de mi cara. Y
entonces se iba al baño y volvía con los ojos colorados. Cuando le dieron el alta a Da Silva y
me quedé sin contactos que me pasaran información nueva, fui yo quien comenzó a desesperar
y entones Julieta trataba de guardarse más sus emociones. Entonces, sin saber qué hacer,
mandé a dos investigadores a Italia y a dos más a Fiji.
-¡¿Qué hiciste?! -interrumpí de golpe.
-Ya no sabíamos qué hacer, Guillermo. Los hombres me decían que quizás iba a ser mejor
contactar a las madres de Plaza de Mayo; que en sus vidas les había sido tan difícil encontrar a
alguien. Porque constantemente hay gente que se pierde, pero alguien siempre lo vio por
última vez, alguien vio su auto en alguna parte. ALGO. No había nada que se relacionara con

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vos y eso nos estaba enloqueciendo a todos. El hecho de haber mandado de viaje a los
investigadores al menos tranquilizó un poco a Julieta, quien todavía seguía creyendo que
estabas en alguno de esos dos lugares y que probablemente ellos harían un mejor trabajo que
ella. Pero luego de cuatro días de búsqueda intensa sin novedades positivas, fue ella quien me
pidió que dejara de buscarte. Realmente no sé qué fue lo que la hizo desistir ni cambiar de
opinión. Pero de un día para el otro, se apareció en mi casa, con una expresión en su rostro que
me hizo erizar la piel. Como si se hubiese enterado fehacientemente de tu muerte. La miré
espantado, pero me dijo que ya no quería seguir buscando; que todo esto la estaba matando y
que quizás no te encontrábamos porque no querías ser hallado. Que quizás deberíamos dejarte
en paz y que se iba.
-¿Adónde?
-Fue lo mismo que le pregunté. Pero simplemente me agradeció por todo lo que había
hecho hasta ese día y sin adioses, ni despedidas de ningún tipo, ni lágrimas, dio media vuelta y
se marchó. Sólo me pidió como último deseo que no la contactase más. Pero los días
siguientes, cuando se me vino a la mente lo peor, la desobedecí e intenté al celular, a la casa,
incluso fui a tocarle el timbre, pero nada. Realmente había desaparecido. Y como yo ya no
podía pensar claramente y con un paradero desconocido me bastaba, llamé a la policía y les
dije que me había parecido escuchar ruidos y tiros en su casa. Ellos tiraron la puerta abajo y
por un momento casi me muero, pensando que podía hallarla tirada en el baño o algo de eso.
Pero no encontraron nada y me miraron con cara de pocos amigos cuando me disculpé por el
error.
Oviedo hizo un silencio en ese momento que me puso la piel de gallina. No me estaba
confirmando de ninguna manera nada y eso me hacía comenzar a imaginar lo peor a mí
también. Pero antes de que empezara a hiperventilar, Oviedo volvió a hablar.
-Al otro día recibí un llamado telefónico de Julieta.
Yo suspiré aliviado.
-Me dijo que había visto en las noticias que la policía había allanado su casa y me
preguntó si sabía algo. Casi me reí de la felicidad al escuchar su voz y también me reí de mi
creciente paranoia. Le dije que había sido mi culpa. Que había inventado todo porque la
verdad era que temía por su salud. Ella se quedó un instante en silencio y luego soltó una
pequeña risa, que en medio de semejante tragedia cotidiana era como un bote salvavidas. Le
dije que me disculpara, pero ella insistió en que había sido su falta el haberme permitido llegar
a semejante conclusión.
Hizo sonar a las últimas palabras como una acusación, obviamente dirigida hacia mí. Yo
asentí, nuevamente confirmándole a Oviedo que tenía razón y que tarde o temprano tendría
que volver a comunicarme con ella. Más temprano que tarde si de Oviedo dependiese. Él se
quedó en silencio, estudiándome otra vez.
-Está bien -dije, luego de un momento. -Voy a llamarla. ¿Dónde está?
Pero Oviedo negó con su cabeza, modificando su expresión de alegría a consternación.
-No tengo idea -me contestó frustrado. -Ese mismo día me dijo que no me preocupara,
que no iba a cometer ninguna locura. Que sabía que no estaba en el mejor de los estados, pero
que tampoco estaba loca. Qué se iba a ir por un tiempo, pero que no tardaría demasiado en
volver y que me avisaría en cuanto pisara Buenos Aires otra vez.
-Se fue a Santa Fe -dije, en voz alta, pero más para mí que para él.

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-¿Cómo sabés?
-Porque ella es de ahí. Sus padres viven ahí todavía.
-Excelente -exclamó Oviedo, ya levantándose para ir a llamar.
Pero yo me quedé quieto, mirándolo y sintiéndome nuevamente una mierda. Porque la
verdad era que yo ni siquiera sabía el teléfono de Julieta de memoria, mucho menos iba a
saber el de la casa de sus padres. Y realmente no sabía qué tan patético me hacía como ser
humano el hecho de que yo no recordara ni siquiera el cumpleaños de la mujer que amaba. A
cada instante se sumaba una falta nueva a mi ridícula y egoísta manera de ser y cada vez
comprendía menos por qué se había quedado ella a mi lado durante tanto tiempo.
-No sé cuál es el número -le dije, avergonzado.
En otro momento hubiese dicho „no recuerdo‟ o „luego de todo este tiempo...‟, pero no iba
a seguir mintiendo, y todavía necesitaba seguir siendo honesto con Oviedo ya que después de
todo lo que le había dicho, aún seguía él pensando que yo era noble y bueno. Él se quedó
pensando un instante y luego dijo:
-¿Cómo podemos averiguarlo?
Por lo visto no sería razón suficiente para lograr que bajara sus brazos y ni siquiera se le
cruzó por la mente juzgarme por haber sido tan desconsiderado con Julieta.
-En mi... -comencé, pero me corregí enseguida. -En el departamento quedó todo.
Ya no lo sentía como mío y hasta me dio un escalofrío el darme cuenta de los ciertas que
sonaron mis palabras en más de un sentido.
-Vamos -dijo, y ahora sí que no se detuvo a mirar atrás. Yo lo seguí con la mirada
mientras daba la vuelta a la pileta y entraba en la casa, dejando la puerta ventana abierta detrás
suyo. Pero a mí me ocurrió algo curioso y fue que no encontré motivación alguna para darle la
orden a mi cuerpo de que se moviera. En primer lugar, no quería llamar a Julieta, porque era
demasiado cobarde. Y en segundo lugar, sólo el hecho de pensar en volver a pisar ese
departamento me ponía la piel de gallina y me aterraba no saber si volvería a entrar en crisis al
cruzar la puerta. Oviedo miró por la ventana y al ver que yo no me pude mover, se acercó
nuevamente a mí. Por un momento pensé que iba a creer que estaba inventando una excusa
para no levantarme, pero no habló y, cuando lo miré, tenía en su rostro esa mirada de
preocupación paternal con la que me miró cuando llegamos a su casa ayer antes de abrazarme.
-Perdoname, Carlos. Esto es demasiado confuso. No tengo la llave del departamento y ni
siquiera sé si tengo derecho a entrar ahí ahora que no trabajo más en Valmont. Y, para serte
sincero, me aterra volver a pisarlo. Sé que probablemente estás pensando que sólo quiero
retrasar las cosas porque sabés que no quiero realmente volver a hablar con ella, pero me
siento extraño. Aún no me recupero de la angustia y no sé en qué momento me van a empezar
a caer nuevamente las lágrimas y por más que intento superar todo esto, de alguna manera me
sigue atosigando y yo la verdad es que ya no sé qué pensar, ni qué sentir, porque se me mezcla
todo y no puedo confiar en mí mismo en estas condiciones porque no sé si me voy a poder
controlar y me vuelve a invadir la sensación de que soy peligroso y ya no quiero hablarle
porque yo... y ella... es que...
Negué con la cabeza y suspiré sin mirarlo. Oviedo me pasó una mano por el hombro pero
tampoco habló y luego de unos instantes más en silencio, cuando lo volví a mirar, ni siquiera
me estaba juzgando. Su expresión sólo mostraba comprensión y aceptación y de pronto me
pregunté dónde estaría el límite para su paciencia. Creo que fue esa expresión la que me dio

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confianza nuevamente para levantarme. Ya había sentido antes que nada malo me iba a ocurrir
al lado de este hombre y ahora, al recordar ese sentimiento, también volvió a mi mente todo lo
que pensé cuando concluí que lo mejor iba a ser contactarlo, y se cruzó por mi mente el Turco
y mi deseo de poder ayudarlo de alguna manera. Ya había recorrido demasiado trecho como
para frenar ahora. Así que sin más, me levanté y lo seguí.
-¿Qué vas a hacer? -le pregunté cuando ya estábamos arriba del auto, no sin antes haber
sido nuevamente babeado por los perros. -¿Vas a llamar a la policía y decir que oíste tiros
adentro del departamento?
-No -aseguró con una sonrisa. -Vamos a pedirle la copia de seguridad al portero.
-Ah... -fue todo lo que pude decir.
Dicho de esa manera sonaba demasiado evidente. Y yo que pensaba ganarme algo de
tiempo para prepararme. Con el ingenio de este hombre, más el cochazo en el que viajábamos,
estaríamos en el Teatro Colón en menos de media hora. Al pensar en el cochazo, recordé que
Oviedo no tenía un 300c cuando yo le dije que había adquirido uno. De hecho me había
comentado que le gustaría comprarse uno ya que jamás había tenido oportunidad de
manejarlo. Pensé que quizás se había comprado uno para acompañar a las publicaciones que
llevó adelante durante un mes en su diario. Pero luego me sorprendí al ver al costado del
tablero el logo de Valmont. No tanto porque Oviedo hubiese accedido al 300c a través de esa
empresa, sino porque me resultaba curiosamente extraño observar el logo y sentirme
completamente ajeno a él. Oviedo me miró y luego llevó sus ojos hacia el logo al que yo no
podía quitarle mi vista y dijo:
-Ya me estaba preguntando cuándo te darías cuenta.
-¿De qué? -pregunté sin comprender.
-O sea que no te diste cuenta todavía -agregó, con una sonrisa.
Yo lo miré extrañado. No entendía por qué debería sorprenderme el hecho de que Oviedo
comprara un auto de Valmont; era, después de todo, una de las empresas más prestigiosas en
lo que a venta de autos lujosos refería. Oviedo siguió mirando el camino, pero estaba
evidentemente entretenido con mi desorbitada estupidez. Se le notaba en la sonrisa que
intentaba disimular. Yo volví a mirar el logo, para ver si encontraba algo extraño, pero no. Era
una belleza perfecta por donde se lo mirara. No había nada distinto de lo que ya había tenido
oportunidad de apreciarle cuando adquirí un modelo como este. Incluso me di cuenta de que
era demasiado parecido y lo único que se me ocurrió fue que quizás éste y el mío eran de la
misma tirada. Pero aún no comprendía por qué tendría que sorprenderme eso, o por qué le
generaba a Oviedo tanta diversión. Comenzó a darle golecitos al volante con el dedo índice
como había hecho ayer y pude ver que mi idiotez lo estaba poniendo ansioso y que ya quería
terminar con el misterio.
-Lo tomé prestado para el aprendizaje -dijo finalmente.
Silencio. Si con eso estaba tratando de ayudarme, definitivamente no lo estaba logrando.
Comencé a sospechar que mi falta de perspicacia era ilimitada. Miré a Oviedo nuevamente,
buscando otra pista, pero él suspiró y negó con la cabeza. Sí. Indudablemente, una causa
perdida. Comencé a impacientarme y a mirar con más detalle el auto. Pero peor me hacía
sentir el hecho de que no le encontraba ni una sola diferencia con el otro modelo. Y entonces
me cayó la ficha. Era precisamente eso lo que Oviedo estaba queriendo mostrarme. Y por ser
tan obvio, yo no pude verlo. Justamente el hecho de que fuera exactamente igual al mío era la

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respuesta a todo este embrollo. Recordé de pronto la noche de la fiesta y el hecho de que yo le
había dado la llave del auto justo antes de que se desataran los acontecimientos que aún dos
meses después me erizaban la piel. Pero no terminaba de comprender cómo había sido posible
que él se quedara con el auto lo más bien, sin problemas, sin que nadie viniera a hacerle
preguntas al respecto. Pero luego recordé que Da Silva no me había demandado y que en
realidad nadie me había estado buscando, al menos nadie que se relacionara directamente con
la ley.
-¿Y los papeles? -pregunté.
-Un... llamadito de Wolfgang a la empresa me solucionó los inconvenientes.
Una vez más, lo miré extrañado, sin comprender.
-Le dije que este auto era tuyo -aclaró Oviedo, -y que prefería quedármelo hasta
encontrarte, ya que quizás facilitaría la búsqueda.
-Pero... -dije, -...no era mío el auto. Si yo no trabajo más en Valmont, se supone que tengo que
devolverlo. Al igual que el departamento.
-¿Quién dijo que no trabajás más en Valmont? -preguntó Oviedo, más divertido que nunca.
-¿Qué?
-¿Alguien te echó? ¿Presentaste alguna renuncia?
-Eeeeh... dado el orden de los acontecimientos, no creo que hubiese sido necesario. Aparte
tampoco puedo confirmar que no me echaron. Debo tener una pila de cartas documento del otro lado
de la puerta.
-OK -dijo Oviedo, y siguió mirando el camino, aún sonriendo.
Yo lo miré demasiado extrañado como para que él pudiera pensar que con esa palabra iba a
quedar resuelto el asunto. Pero él no habló.
-¿Qué sabés, Carlos? -dije, y soné irritado.
Él se quedó un instante en silencio, se rascó la cabeza y volvió a llevar la mano al volante.
-Bueno... en realidad... para el departamento de recursos humanos, vos sólo estas de licencia.
-¡¿Qué-- Carlos... ¿de qué estás hablando?
-A ver... las únicas dos personas que tienen derecho a decidir sobre tu futuro dentro de Valmont
son Da Silva y Wolfgang. Uno de ellos estuvo en internado y luego de eso nunca te demandó y el otro
jamás tuvo interés en que dejaras su empresa.
-Pero-- Esto es una locura, Carlos. Todos ustedes están locos. No saben los riesgos que corren a
hacer estas cosas. Primero vos, que tratás de llevar a Julieta a los brazos de un asesino. -Vi de reojo
cómo Oviedo giraba sus ojos, resignado ante mi persistencia; pero igual no me hizo callar. -Y ahora
Van Olders, que no tiene ningún problema en seguir dejando al mando de su empresa a un psicópata
descontrolado que caga a trompadas al resto de los empleados.
Me callé, pero igual seguí negando con la cabeza. Esta situación era realmente indignante. O el
mundo se había vuelto completamente loco en tan sólo dos meses, o yo nunca tuve la menor idea de lo
que era vivir en él. Escuché una carcajada, pero cuando miré a Oviedo, él estaba con la vista clavada en
el camino, algo aburrido ya de oírme decir siempre lo mismo. Me pregunté de dónde había salido la
risa entonces y cuando la volví a escuchar, me di cuenta de que era mi propia consciencia la dueña y
que se estaba riendo porque la verdad era la segunda opción: Jamás tuve la menor idea de lo que era
vivir. Pero no quería escucharla. No quería tener que enfrentarme nuevamente con mi pasado así. Ya
había aceptado que no trabajaría más en Valmont y estaba bien, era algo que merecía. Ya me había
convencido también de que no me gustaba demasiado tampoco ese trabajo y que era lo mejor que las
cosas quedaran como estaban, así tuviera que resignar todos los beneficios que tenía. Y en realidad, al
pensarlo mejor, no sabía por qué de pronto me estaban generando tanta ansiedad las palabras de
Oviedo. Lo único que tenía que hacer era presentar mi renuncia y listo. Era simple. ¿Por qué entonces

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me encontraba sintiéndome así? ¿Tenía que ver con aquellos recuerdos de mis comienzos en Valmont
y del cariño que le tomé a la empresa desde el día uno? ¿O estaría relacionado con mis recientes
conclusiones de que había perdido demasiado tiempo y de que si estuviese en Valmont nuevamente,
haría las cosas de manera diferente y ayudaría al Turco y a las personas que estuviesen en su misma
situación? ¿Sería realmente tan afortunado como para haber llevado mi existencia al límite y aún así
poder contar con una segunda oportunidad? Las sentí llegar, pero no quise frenarlas esta vez, a pesar de
que sabía que igual desobedecerían mis deseos, como siempre. No las frené porque sentí que esta vez
eran diferentes. No estaban tan relacionadas con mi angustia, sino con una nueva esperanza que me
recorría el cuerpo y que no terminaba de comprender. ¿Por qué a mí? ¿Por qué tanto? Ahora que
realmente sentía que merecía cada una de las cosas malas que me habían pasado y que no merecía
ninguna de las buenas, es que me abrumaban y me golpeaban la consciencia y el alma sin pedir
permiso. No tenía la menor idea de las razones que hacían que las cosas sucedieran como lo venían
haciendo. No encontraba explicaciones que me cerraran o me convencieran. Nuevamente comenzaba a
sentirme víctima de oportunidades que no merecía y que no entendía por qué me eran ofrecidas a mí en
lugar de a otras personas que las merecieran o, incluso, que supieran aprovecharlas mejor que yo. ¿Y
qué dirían los empleados? Todas aquellas personas que admiraban a un hombre que nunca fui. ¿Cómo
haría ahora para decirles que les había vendido una mentira descarada y seguir manteniendo una
relación de respeto? ¡¿Y Da Silva?! No. Imposible. De ninguna manera podría seguir trabajando debajo
de él. Teniendo que verle cada día las horrendas cicatrices que le ocasioné, aún si fuera tan enfermo
como para llevarlas con orgullo.
-No. Esto es una locura. Imposible -resumí. -De ninguna manera puedo seguir trabajando en
Valmont. No puedo hacer de cuenta como que no pasó nada y volver al frente de una empresa, con
todos esos empleados a cargo y teniendo que lidiar con la locura diaria de Da Silva. Vos mejor que
nadie tendrías que saber eso, Carlos. No entiendo por qué te causa tanta gracia todo esto. No entiendo
cómo podés seguir pensando que soy un hombre que no soy. Y tampoco puedo entender qué te motiva
a seguir adelante con esta farsa.
-En realidad... bueno... Wolfgang quería decirte esto personalmente, pero... no creo que se enoje si
te adelanto los principales -dijo Oviedo. -Él... quiere que... vayas a trabajar a Valmont Northern.
¿Qué? ¿A Italia? ¿Con Van Olders? ¿Directamente? Esto era demasiado. No podía incorporar
tanta locura junta. Era simplemente más de lo que mi cuerpo estaba dispuesto a tolerar. Oviedo me
miró un instante, obviamente NO comprendiendo mi reacción, y continuó.
-Él estaba suponiendo que no querrías seguir trabajando acá, pero no quería perderte y como sabe
que estás solo y que en realidad no tenés ataduras en esta ciudad, etc., quizás no te molestaría retomar
tus actividades desde Italia. Porque aparte, visto y considerando el éxito que tuvo Rodados dementes
acá, tiene intención de hacer una versión italiana y quería contar con vos para eso...
Y fue demasiado. Ya no podía seguir llorando, porque evidentemente no estaba ayudando. Y
como no podía seguir incorporando información, directamente decidí que lo mejor sería reír. De todas
formas era lo más absurdo que había escuchado en toda mi vida y lo bizarro siempre me causó gracia.
Así que primero despacio, pero luego cada vez más y más fuerte, comencé a reír. Oviedo se quedó
serio, primero con el ceño fruncido, pero ya después decidido a pisar el freno, cambiar el rumbo y
llevarme directamente al Borda. Imaginé cómo sería mi actitud desde afuera y probablemente hubiese
llegado a la misma conclusión. Entre risas y llanto, definitivamente no había más opción que concluir
en que había perdido la cordura. Pero supongo que creyó que si desaceleraba lo suficiente yo me tiraría
del auto y me echaría a correr en cualquier dirección, así que siguió su rumbo, pero sin hablar. Sólo
cuando llegamos a la puerta del edificio en el que solía vivir y caí en la cuenta de que las palabras de
Oviedo confirmaban que aún era mi casa, dejé de reír y me puse serio de pronto. Me quedé duro
mirando la puerta del edificio y vi cómo el portero ya se empezaba a levantar de la silla para salir a
recibirnos. Aún con los vidrios polarizados y aún dos meses después, este auto seguía representando si

®Laura de los Santos - 2010 Página 299


no a mí específicamente, a un empleado seguro de Valmont. Oviedo no se movió y supuse que estaba
todavía asustado con mi reacción y estaba esperando a ver qué hacía yo. Así que sin perder más tiempo
inútil, abrí la puerta del acompañante y me bajé, aunque no pude esconder el pánico que me atravesó
de pronto. La cara que puso el portero cuando me vio hizo parecer a mi expresión como un cuento de
hadas. Se paralizó completamente sin saber qué hacer. Yo me acerqué a él despacio, como para que
viera que no lo iba a lastimar ni nada por el estilo; y -debí admitirlo- conforme con su expresión. Por
fin alguien que reaccionaba ante mí como debía.
-Buenos días... -le dije, aunque al ver la dirección del sol me di cuenta de que habíamos pasado
demasiado tiempo al lado de la pileta. -...tardes -corregí. -Perdí mi llave y quería saber si me podías
facilitar la de emergencias.
¿A quién quería engañar sonando como que nos habíamos visto hoy a la mañana? Fue
absolutamente predecible que se quedara mudo sin saber qué hacer. Lo esperé a que le bajara un poco
la confusión y reaccionara. Después de unos instantes, pestañeó y miró para todos lados, como
volviendo de algún lugar desconocido.
-S... sí. Por supuesto, se-- señor Domínico... -dijo y se tropezó mientras caminaba rápido hacia el
depósito.
Yo miré de reojo a Oviedo, que ya se había bajado y estaba a mi lado, callado y quieto,
expectante. El portero volvió enseguida y lamenté no saber su nombre para agradecerle como se
merecía. Otra de las cosas que me recordaban la clase de persona que había sido dos meses atrás.
-Gracias -le dije, cuando me entregó la llave.
Él se quedó callado y, en cambio, el que habló cuando yo le pasé por al lado camino al ascensor,
fue Oviedo.
-Vine solo -dijo. Y cuando me di vuelta a mirar a qué se refería, vi que le estaba dejando unos
billetes al portero, quien rápidamente entendió todo y se sentó en su silla nuevamente, sin hacer
preguntas. Sólo cuando se cerró la puerta del ascensor, respondió al interrogante que se había plantado
en mi cara.
-Cuanto menos sepa Da Silva de vos, por ahora, mejor.
-Excelente. Simplemente perfecto -me quejé. -O sea que en realidad me querés mandar a Europa
hasta que prescriba la causa y me libere del quilombo en el que me quiera meter Da Silva.
Oviedo no dijo nada, ni me miró.
-Ya fui un cobarde durante demasiado tiempo, Carlos. Cualquier demanda que quiera levantarme,
va a estar en todo su derecho. Así me saque todo lo que tengo, que ya ni sé cuánto me queda, merezco
pagar por lo que le hice. Corresponde que al menos cubra las operaciones y el tiempo que estuvo
recuperándose.
Pero no me contestó. Obviamente no estaba de acuerdo con lo que yo estaba diciendo pero se ve
que no quiso ponerse a discutir ahora.
-No termino de entender la clase de valores con que se manejan ustedes -insistí. -¿A quién se le
ocurre que es una buena idea trabajar al lado de un criminal que encima se esconde de la ley
cobardemente? ¿Cómo puede ser que Van Olders esté dispuesto a dejar que me quede a su lado hasta
que se venza el plazo y Da Silva ya no pueda hacer nada respecto de la injusticia que cometí en su
contra?
-A mí no me pareció una injusticia -aclaró Oviedo, aunque sin mirarme.
-Están locos. No pueden promover el crimen, no ustedes.
-Ay, Guillermo, ya basta, por favor. No sos un criminal. Él es el enfermo. Él es el psicópata que te
buscó durante años. Ninguno de nosotros puede explicarse cómo hiciste para aguantar tanto. Era una
cuestión de tiempo que las cosas terminasen así. No es verdad que te pueda volver a ocurrir con otra
persona. No es verdad que seas peligroso. Y definitivamente NO voy a aceptar que te sigas llamando
criminal.

®Laura de los Santos - 2010 Página 300


-Eso lo decís vos porque no fuiste el que efectivamente llevó a cabo los hechos. Tenía opciones,
Carlos. Pude haber renunciado, pude haber sacado a la luz sus negocios turbios, pude haber llevado
todo esto ante la ley. Pero no. Pude haber hecho muchas cosas que no hice y no puedo hacer como que
no pasó nada ni aceptar esto que decís como la única alternativa posible. Porque está acá -dije,
tocándome la frente -, y está acá -agregué, tocándome el pecho. -Y ninguno de ustedes va a entender
nunca lo que un hombre puede llegar a sentir al jugar tan horrorosamente con la vida de otra persona.
Cuesta tanto hacer las cosas mal como hacerlas bien. Pero como fui un cobarde, sentí que hacer las
cosas mal era lo más fácil. Y opté por ese camino. No me va a alcanzar la vida para arrepentirme y
tengo que lidiar con eso todo el tiempo. Así que no me pidas que me esconda y no me pidas que huya.
Prefiero darle a Da Silva la opción de elegir qué quiere hacer conmigo, porque estuve muy cerca de
quitarle esa alternativa para siempre.
-¿Y qué pensás hacer? -inquirió Oviedo, ahora más irritado que yo. -¿Vas a ir a tocarle la puerta y
pedirle disculpas por haber reaccionado mal a la tortura que te hizo vivir durante años? ¿Pensás que te
va a escuchar? ¿Pensás que vas a tener la misma suerte que con el hombre que te ayudó ahora? ¡Da
Silva es un hijo de puta! ¡Los hijos de puta no cambian nunca!
No sé cuánto tiempo hacía ya que la puerta del ascensor se había abierto en el décimo, pero
agradecí que Oviedo mirara hacia el palier, porque pensé que me iba a cagar a trompadas. Hubiera
estado bueno igual. Quizás así podría acercarse a comprender un poco lo que yo estaba sintiendo. Pero
no estuvo bueno que me devolviera a la realidad. Otra vez tenía que pensar en cruzar la puerta del que
había sido mi departamento y otra vez me encontraba sintiendo una angustia terrible. Bajamos del
ascensor y yo me paralicé mirando la llave que tenía en la mano. De pronto olvidé toda la discusión
que veníamos teniendo y recordé la última vez que había estado ahí, justo antes de que mi vida diera un
salto cualitativo hacia el carajo. Oviedo encendió la luz del pasillo y se quedó mirándome en silencio.
Comencé a caminar lentamente, controlando mi respiración a cada paso; pero en el preciso instante en
que di el último paso y puse la llave en la cerradura, quebré. Me dejé caer al suelo sin poder
sostenerme, como lo había hecho tantas otras veces en el estacionamiento. Otra vez había un gran
hombre a mi lado para ayudarme a sobrellevar este momento y otra vez me sentía indigno de semejante
compañía. Sentía una mezcla de angustia con esperanza, tristeza con alegría. Todo estaba ocurriendo
muy rápido y había aún demasiadas cosas que no había podido digerir. Tenía una mezcla de emociones
y pensamientos que no me dejaban terminar de incorporar nada. Parecía que en lugar de una
consciencia tenía tres o cuatro, todas hablando a la misma vez y todas diciéndome cuál era la mejor
alternativa para actuar. No podía llegar a ninguna conclusión en este estado así que, entre lágrimas, le
extendí a Oviedo mi mano para que me sostuviera -otra vez-. Él hizo girar la llave y me metió adentro
del loft colgando de su hombro como un muñeco de trapo. Y fue peor. Peor porque afuera todavía era
un recuerdo ese hombre que alguna vez fui; un recuerdo aterrador, pero aún. Acá adentro todos mis
sentidos me golpearon de pronto y si no me desmayé ahí mismo fue porque Oviedo me estaba
ayudando. Me quemaban los ojos, pero no era nada al lado del lugar en el que punzaba mi olfato.
Nunca me había dado cuenta, pero ese lugar tenía un olor particular al que evidentemente me había
acostumbrado y que ahora me hacía estallar la memoria. Cerré los ojos y agradecí que los mocos no me
dejaran respirar bien por la nariz. Oviedo me acostó sobre el sillón y se fue a la cocina a buscar un vaso
de agua y pañuelos de papel que me entregó antes de que pudiera perder la consciencia. No quería estar
ahí. Esta había sido una pésima idea. No tendría que haberlo dejado convencerme de venir hasta acá y
me puse a pensar por qué lo había hecho. ¿Para qué? Honestamente, recordar a Julieta en este preciso
momento no era la mejor de las alternativas. Como solía suceder cada vez que la recordaba, a pesar de
creer que no podía ir más abajo, el sólo hecho de imaginarla llorando me hacía hundirme peor en la
angustia y el dolor. ¿Por qué lo había dejado a Oviedo convencerme de que era mejor avisarle que
estaba vivo? Nada parecía una mejor idea en este momento que dejarla creer que había muerto. Al
menos así me lloraría unos cuántos días y seguiría adelante con su vida. Confirmarle que estaba vivo

®Laura de los Santos - 2010 Página 301


sólo alimentaría sus esperanzas de llevar a cabo sus deseos perversos de querer pasar el resto de sus
días al lado de un asesino. ¿Para qué le diría que estaba vivo, sólo para decirle atrás que lo que mejor
que le conviene es hacerme pasar por muerto porque soy peligroso para ella? ¿Qué clase de enfermo
mental haría una cosa así? Todo había sido una mala idea. Desde que salí del estacionamiento. No.
Desde que golpeé a Da Silva. No. Desde que rechacé a Julieta esa tarde de domingo. No. Desde que...
Ya ni sabía cuándo había sido la última vez que había hecho las cosas bien. Parecía que no importara lo
que hiciera, saldría perdiendo de una forma u otra. Y ¡peor! Porque más de uno saldría herido en el
intento por recorrer este camino a mi lado. No quería darle nuevas esperanzas a Julieta, pero tampoco
podía optar por ella. Casi lo hago por otro hombre y el castigo que me estaba haciendo atravesar la
tirana de mi consciencia por ello, era durísimo. No podría decidir por Julieta. Tendría que darle la
opción de elegir, aún sabiendo que quizás terminaría optando por el camino equivocado. Pero era su
vida, y ella tenía derecho a hacer lo que quisiese con ella. Si finalmente decide luchar por mí, no puedo
impedírselo, así suframos más los dos cuando vuelva a rechazarla por última vez.
-La agenda de los contactos está... -comencé a decir entre sollozos.
Pero antes de poder indicarle a Oviedo cualquier cosa, me quedé dormido, ya sin fuerzas ni
esperanzas, y deseando una vez más no volver a despertar nunca, para que ya no esté en el medio de las
potenciales pésimas decisiones de Julieta.

Pero no. No iba a ser ese mi último deseo. No iba a ser tan afortunado. Cuando abrí los ojos vi por
la ventana que ya era de noche, pero me senté sobresaltado, sin recordar a dónde estaba. Mala decisión.
Horrible. Una vez más tuve que llevarme la mano al pecho para confirmar que mis pulmones aún
estaban ahí y casi termino de enloquecer al pensar por un instante que todo había sido un sueño y que
tenía que prepararme para ir a la fiesta.
Sí. Ojalá fuese así de afortunado.
Miré a mi alrededor y vi a Oviedo sentado al otro lado del loft, cerca de la biblioteca, leyendo.
Levantó la vista cuando me vio, cerró el libro, lo colocó de nuevo en el estante y corrió a mi lado. Me
miró de arriba abajo y se detuvo en mis ojos un buen rato. Yo asentí y suspiré, para comenzar a
incorporar de a poco todo lo que había vivido en estas últimas horas.
-Julieta -dije.
Era definitivamente lo más importante y lo que requería una solución más urgente. Me levanté y
fui hasta la biblioteca. Saqué del cajón del escritorio la agenda y pasé lentamente el dedo hasta la „V‟,
como si pudiera detener el tiempo de alguna manera. Oviedo miraba todo desde lejos. No se acercó,
calculo que para darme algo de privacidad, cosa completamente absurda en un loft. Encontré el nombre
de Julieta y me dolió otra vez el pecho al observar que no era en nada diferente del resto de los
números y que sonaba aún más impersonal al leer „Villalba - coma - Julieta‟. Encima la tenía en la
agenda por apellido. Realmente no merecía a un hombre como yo. ¿Cómo pude haber ignorado a un
ángel durante tanto tiempo? Como si sus alas no fueran lo suficientemente grandes como para no
verlas. Negué y suspiré antes de agarrar el teléfono. Miré a Oviedo al otro lado del departamento y él
asintió como dándome aliento. Así que esto era todo. No me quedaba más que rezar que no tirara por la
borda todas mis conclusiones al oírle la voz. Marqué los primeros números... característica de Santa
Fe... los demás números. Que dé ocupado. Que dé ocupado. Que dé ocupado. Mierda. Que no haya
nadie. Que no haya nadie. Que no hay--
-¿Hola?
Voz de hombre, bien.
-¿Se.. señor Villalba? -susurré.
-Sí...
-Buenas tardes... le habla el señor Domínico, desde Buenos Aires, yo trabajo con su hij--
-¡¿Cómo se atreve a llamar a esta casa?! ¡Descarado hijo de puta!

®Laura de los Santos - 2010 Página 302


Y eso fue todo. Me cortó. Bien. Al menos de este lado de la ciudad, la gente parecía mejor
predispuesta a estar de acuerdo con mi punto de vista. Me saqué el auricular de la oreja y me lo quedé
mirando. Oviedo se acercó preocupado.
-¿Qué pasó?
-Parece que al padre de Julieta le bastó con enterarse de las noticias por boca de Dalmasso -
contesté.
Oviedo se quedó un instante en silencio, pensando. Mientras tanto yo analizaba la situación. Me
sentí un poco más seguro en mi postura al ver que al menos una persona estaba en sus cabales y me
trataba de la manera que yo sentía que merecía. Pero antes de que pudiéramos seguir pensando, el
teléfono sonó. Los dos nos sobresaltamos y nos quedamos mirando el aparato como niños miembros de
una comunidad Amish.
-RRRRRRRRRIIIIIIIIIIIIIIIINNNNNNNNNNNNNNNNNGGGGGGG!!!!!!!!!!!!!! -volvió a
gritar el aparato.
Nuevo susto. La única razón por la que yo me quedé paralizado fue porque era más que evidente
que la persona llamando no podía ser otra que Julieta reaccionando al grito de su padre. Ahora sí que
era el fin. La suerte estaba nuevamente de su lado y ya no tenía más opción que atender. Llevé mi
mano al tubo, completamente dominado por la adrenalina, y me lo llevé a la oreja.
-¿Hola? -dije, susurrando otra vez.
-Guill-- ¡¿Guillermo?! -dijo Julieta, comenzando a llorar histérica. -¡¿Sos vos?!
Pero a mí se me desgarró el alma y no pude seguir hablando. Comencé a llorar con ella y por un
momento lo único que se oía a ambos lados de la línea eran sollozos. Dios santo, cómo la extrañaba.
Me sentía de pronto liberado y atrapado a la misma vez. Podía morir en ese mismísimo instante porque
ya no necesitaba nada más en este mundo. Había vuelto a oír su voz y no podía pedir nada más.
-¡Dejame tranquila, papá! -la escuché gritar del otro lado, entre llantos. -¡Sé perfectamente lo que
estoy haciendo!
-¡Estás loca! -le contestó el padre.
-¡Dejame! -insistía ella.
Bueno. Al menos alguien estaba diciendo mis palabras por mí. Alguien estaba tratando de hacerla
entrar en razones. Aunque, a juzgar por las respuestas de ella, no lo estaba logrando.
-¿Dónde estás? -dijo Julieta y ahora me estaba hablando a mí.
Se ve que aprovechó la bronca contra su padre para juntar fuerzas para hablar.
-¿Estás bien? -insistió.
Cerré mis ojos y comencé a negar nuevamente.
-No -fue todo lo que pude decir.
Y otra vez estábamos llorando los dos.
-Lo... siento... tanto -dije.
Y seguí llorando. Pobre Julieta. Pobre ángel. Tener que pasar por semejante situación. Y todo por
mi culpa. No. No alcanzaban tres palabras pedorras para expresar la culpa que estaba sintiendo.
-¿Dónde estás? -volvió a preguntar.
Pero yo sentía demasiada culpa como para seguir yendo por este camino que mi cuerpo
desesperaba por transitar. Aproveché la angustia para retomar mi postura.
-No -le dije, y suspiré para no perderme de nuevo en el llanto. -No me busques. Carlos me dijo
que pensabas que yo... -descarrilé un instante, pero seguí. -Sólo quiero que sepas que estoy bien.
Siempre estuve bien -agregué, acordándome de la conclusión a la que ella misma había llegado y
usándola a mi favor. -Ahora ya lo sabés. No me busques, por favor. Respetá mis deseos.
Esperé un instante alguna respuesta, mientras rogaba que por favor no volviese a hablar. Sólo la oí
llorar, así que supuse que había escuchado todo y sin decir más, corté. Miré a Oviedo una milésima de
segundo antes de que me invadiera definitivamente la angustia y vi cómo negaba con la cabeza

®Laura de los Santos - 2010 Página 303


mirando al suelo. Entonces me dejé caer al lado del escritorio. Comencé a llorar nuevamente,
reviviendo lo que acababa de experimentar y agradeciendo al cielo por la presencia de su padre para
darme fuerzas. Cada vez que mi memoria me traía la voz de ella a la mente, me dolía como una
trompada. Una tras otra las fui recibiendo a medida que las recordaba otra vez y otra vez más. Sólo
entonces sentí que me estaba acercando al dolor que le infringí a Da Silva y sólo entonces sentí que
finalmente estaba pagando por mis actos desquiciados. Me llevé las manos a la panza y me sentí morir
ahí mismo.
-Perdoname, Julieta -lloré. -Por favor, perdoname. Era lo mejor. Para los dos. Por favor... por
favor...
Y lloré y lloré y lloré hasta que perdí nuevamente la noción del tiempo; hasta que ya no quedaba
agua dentro de mi cuerpo para seguir sacando; hasta que finalmente pude pensar que no volvería a
verla y respirar a la misma vez.
El teléfono no volvió a sonar, así que llegué a la conclusión de que me había comprendido.
Quizás, con el tiempo, llegaría a escuchar la sabiduría de su padre y comprendería finalmente la razón
por la que tomé esta decisión. Y ya no me importaba lo que dijera Oviedo, ni lo que pensara Van
Olders; ni siquiera pensé en Da Silva y en su posible demanda. Algo había aprendido en este tiempo y
eso era que nadie me iba a juzgar peor que mi consciencia. Finalmente lo estaba logrando. De una vez
por todas estaba sintiendo que me juzgaban como correspondía y que estaba haciendo bien las cosas.
Haberle dicho esas palabras a Julieta me dolió más que nada en el mundo. Más que todo el dolor junto
que sentí durante dos meses. Más que lo que me creí capaz de sentir. Pero justamente por eso fue que
supe que había tomado la decisión correcta. Quizás ahora sí sería una buena idea tomar la oferta de
Van Olders e irme a trabajar a Italia. Quizás ahora, que me llevaría mi condena adonde sea que fuese,
podría desaparecer tranquilo, liberando a Julieta de cualquier potencial peligro y terminando mis días
en la paz de mi trágica angustia.

Al cabo de un rato comencé a sentirme mejor y me senté en el suelo, recobrando la postura. Miré
a Oviedo, quien se había quedado parado sufriendo conmigo todo mi dolor y suspiré, para darle a
entender que ya estaba todo dicho y que podíamos cerrar ese capítulo. Pero no pasaron ni dos segundos
desde que tomé consciencia de que me sentía mejor, que un nuevo teléfono comenzó a sonar. No era el
de mi casa ni sonaba como alguno que hubiese escuchado antes. Yo miré extrañado para todos lados,
pero Oviedo me devolvió una expresión de pánico. Sacó de la funda su celular y lo miró espantado,
sabiendo quién llamaría sin necesidad de leer en la pantalla el número.
-Es ella -me dijo. Aunque yo ya lo sabía. -¿Qué le digo?
-Excepto que estás acá o que sabés dónde estoy, la verdad.
Oviedo tragó saliva y atendió.
-¡Hola Juli! -dijo, tratando de sonar casual, pero fracasando olímpicamente.
Se quedó en silencio un instante que a mí me pareció eterno. Luego me miró, negando con la
cabeza, y pude ver el sufrimiento en sus ojos. Sí. Definitivamente, Julieta seguía llorando.
-¿Que hizo qué? -preguntó Oviedo, y ahora se puso de espaldas, calculo que para tratar de mentir
mejor.
Nuevo silencio eterno. Por un lado, rogaba ser yo quien volviese a escuchar su voz, pero por otro
agradecí no hacerlo, para poder mantener mi compostura. Oviedo comenzó a alejarse, caminando
lentamente por el loft.
-No sé, Juli. Él me contactó a mí. Hablamos un buen rato y después se fue.
Oviedo se quedó callado y Julieta debió haber preguntado de qué habíamos hablado, porque luego
dijo:

®Laura de los Santos - 2010 Página 304


-De muchas cosas; más que nada su situación legal. Le pregunté si tenía pensado hacer algo, pero
me dijo que aún no sabía. -Nueva pausa. -Sí. Yo le dije lo que vos pensabas... No. Él decidió eso... la
verdad que no sé, Juli. No quiero sacar conclusiones apresuradas.
No sé qué estaba diciendo Julieta del otro lado, pero se notaba en la cara de Oviedo que no podría
resistir demasiado tiempo más antes de soltarle todo. Oviedo me miró un instante, negando con la
cabeza y suplicando. Pero yo también negué, serio, sin intención alguna de dar el brazo a torcer.
-Supongo que sí... Sí... yo también, Juli; yo también... -dijo Oviedo, acusándome ahora. -Por
supuesto... Contá conmigo. Y si te vuelve a llamar, no dudes en hablarme... No hay nada que
agradecer... Cuidate.
Y fue todo. Oviedo bajó el celular y se lo quedó mirando como si todavía estuviese conectado con
ella. No le faltó mucho para ponerse a llorar él también y resumí que probablemente sentía por ella el
mismo afecto paternal que por mí. Luego levantó su mirada y me entregó la expresión más acusadora
que jamás le conocí. Yo sonreí amargamente.
-Por lo que me tenés que criticar, me alentás; y por lo que me tendrías que festejar, me acusás -le
dije.
De todas formas, aunque por los motivos equivocados, al menos él comenzaba a mostrar un poco
de cordura. Tal vez ahora sí lograra instaurar en su mente la duda acerca de mi rectitud de carácter.
Oviedo no me contestó; simplemente volvió a mirar el teléfono y apretó los labios.
-¿Qué dijo? -le pregunté.
Sabía que no era una buena idea, ya que seguramente me haría seguir sufriendo. Pero era lo mejor.
-No mucho. Fue más lo que lloró -me contestó Oviedo.
Y ni siquiera me miró. Excelente. Con una sola movida había logrado hacer sufrir a mi ángel y al
hombre más noble y comprensivo del mundo. Si seguía por este camino, no tardaría mucho en terminar
de aceptar a la angustia como el único camino posible para transitar y mi objetivo estaría cumplido.
-Lo va a superar -dije.
Oviedo me miró entonces y negó casi imperceptiblemente con la cabeza.
-No estés tan seguro -contestó.
-En ese caso ya no va a estar en mis manos.
Oviedo volvió a poner cara de fastidio y, como le había visto hacer una vez, se golpeó la pierna
con su mano, en gesto de frustración. Comenzó a caminar por el departamento, pensando. Yo me
levanté del suelo y me quedé parado al lado del escritorio, mirándolo. Me dio la sensación de que en
cualquier momento cruzaría la puerta del departamento y se marcharía, dejándome solo con mi destino.
No era realmente una mala idea. A mí no me convenía para nada, pero sería mejor para él mantenerse
alejado de mí. Por lo visto, todas las personas que se me acercaban, estaban destinadas a sufrir. Pero
luego de un par de vaivenes, suspiró y se sentó en el sillón. Quise interrogarlo acerca de las exactas
palabras que habían salido de la boca de Julieta, pero no me animé a seguirlo molestando. Caminé
hacia el balcón y miré hacia afuera por la ventana.
Sólo me tomó un instante observar la plaza para recordar mi otro propósito en la vida. Pensé en el
Turco y en lo único positivo que había resultado de toda esta experiencia. Si aún seguía trabajando para
Valmont, entonces podría comenzar a hacer algo por la gente en situación de calle de la ciudad de
Buenos Aires. Cerré los ojos y por un momento recordé todo el tiempo que pasé allí abajo, siendo uno
más de ellos, tan ignorado como desesperanzado. Dentro de la seguridad de este departamento parecía
imposible que hubiera tenido que atravesar semejante experiencia y, una vez más, mi cerebro ya estaba
luchando para olvidar todo el dolor que me ocasionó. ¿Qué puedo hacer? ¿Por dónde empezar?
Escuchaba las preguntas en mi mente, aunque no como pistones comenzando a funcionar, sino como
trabas. Realmente era tanto lo que había por hacer que resultaba casi imposible pensar en un punto de
partida. Y no tenía a Julieta con su eterna libretita de anotaciones a mi lado para que me sacara del
aprieto. Pero al menos no estaba solo. Volví a mirar a Oviedo, quien todavía seguía luchando con su

®Laura de los Santos - 2010 Página 305


mente para aceptar como viable lo que consideraba una injusticia. Me acerqué a él y me senté a su
lado. Pero no hablé. Como tantas veces antes le había visto hacer a él, consideré que el silencio era a
veces la mejor respuesta, así que esperé. Recordé el estacionamiento, el refugio, el cartonero y la vida
nocturna de la ciudad. Pero más que nada recordé al Turco y a su familia. Era inevitable pensar en
Julieta cuando se me venía a la mente la imagen de Romina. Ella también era un ángel y ella también
había elegido quedarse al lado de un asesino, con quien no compartía ni uno de sus principios, pero a
quien amaba profundamente. De pronto la imaginé en una situación que no fuera esa, alejada del
Turco, y me dieron ganas de preguntarle si alguna vez había imaginado cómo sería su vida si hubiera
tomado decisiones diferentes; si hubiera elegido un camino en el que no existiera el Turco. Ahora que
estaba tan cerca de ellos, no me faltaría oportunidad para preguntárselo.
Pasó un rato hasta que Oviedo finalmente me miró, recuperando su habitual expresión de padre
comprensivo. No quise decirle que mejor le convenía mantener el criterio anterior respecto de mí,
porque nos enfrascaríamos en una nueva discusión que realmente, en este momento, no valía la pena.
No habló, pero pude ver en su mirada que estaba esperando a que lo hiciera yo, porque un interrogante
respecto de mi expresión comenzaba a dibujarse en su rostro.
-¿Podemos dejar de lado un tema, al menos por ahora, para hablar de otra cosa? -le pregunté.
Oviedo asintió, aunque no del todo conforme. Me dio la sensación de que sólo lo hizo porque
escuchó el „al menos por ahora‟.
-Mientras estuve en el estacionamiento recuperándome, y más cuando finalmente salí, una de las
cosas qué más me dolía era ver a toda esa gente en situación de calle y no haber hecho nada para
ayudar cuando tuve la oportunidad. Pensé que ya no iba a estar en mis manos la misma posibilidad que
había tenido antes y que sería mucho más difícil lograr algo sin el apoyo de Valmont. -Hice una pausa.
-Pero ahora me encuentro delante de una contradicción y quería pedirte tu opinión al respecto.
Oviedo asintió, como si conociera de antemano lo que venía a continuación. De todas formas se lo
dije:
-No puedo volver a trabajar en Valmont Southern, pero no veo cómo puedo ayudar a resolver este
tema desde Valmont Northern. Al menos... no sin tu ayuda.
Oviedo siguió asintiendo con su cabeza. Se quedó pensando alguna solución para el problema y
no quise interrumpirlo con mis preguntas. Pensé que quizás el Turco podría ayudarnos con esto, pero
no veía realmente una posibilidad de poder dejarlo al mando, por más eficaz que fuera o por más
confianza que yo tuviera en él. Pero tal vez no sería una mala idea hablarle. Quizás él podría
facilitarnos algunos consejos. Y no sé por qué, pero también recordé al ilusionista. Algo en su mirada
me decía que podría llegar a tener algo importante para decir sobre el tema.
-En principio tendríamos que hablar con una asistente social -dijo Oviedo y se rascó nuevamente
la cabeza, como si estuviese tratando de abarcar algo demasiado grande.
-Sí. Pero no quiero ser una más de todas esas personas que donan plata y se desentienden
rápidamente del tema. Me gustaría hacer algo mejor; algo que se base en lo que esa gente quiere y
necesita, no en lo que yo creo que es mejor para ellos.
-Comprendo -dijo Oviedo.
-Vení, acompañame. Vamos a hablar con el Turco.
-¿Ahora?
Oviedo miró instintivamente por la ventana. La oscuridad y la ciudad no eran compatibles para él.
Y no era de extrañar. La misma cultura social era la que nos llevaba a sacar ese tipo de conclusiones.
-Sí. Confiá en mí. No va a pasar nada.
-¿Cómo lo vas a encontrar? -preguntó él, tratando de ganar algo más de tiempo, era obvio.
-Sé donde suele estar cuando no trabaja -contesté, y me reí por lo bajo, recordando la discusión
que habíamos tenido el Turco y yo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 306


Oviedo me miró extrañado, pero no habló. Fuimos hasta la puerta, pero antes de salir me acordé
que aún llevaba puesta su ropa y me detuve de golpe. Por un segundo vi cómo la tranquilidad pasaba
por la cara de Oviedo al creer que había cambiado de idea. Caí en la cuenta de que estaba al lado de
uno de los hombres menos prejuiciosos del mundo y que, sin embargo, para algunas cosas, las
estructuras sociales le habían afectado tanto como a mí. Comencé a pensar que una de las primeras
cosa que íbamos a tener que luchar por modificar era el prejuicio que se había instaurado en la mente
de cada una de las personas que trabajan en esta parte de la ciudad. Excepto esa única muchacha que
pasó por mi lado en frente del cyber y me ayudó sin temor, el resto de las personas me esquivaron
cuando yo vestía como un vagabundo; de la misma forma en que lo hice yo durante tantos años.
Subí al dormitorio, pensando en cambiarme de ropa y en el Turco, pero me quedé helado cuando
mis ojos le entregaron a mi cerebro la imagen de esa parte del departamento que aún no había visto. En
un instante se cruzaron miles de imágenes delante de mis ojos; recuerdos que tenía borrosos y que sólo
ahora, luego de enfrentarlos nuevamente con mis sentidos, revivían como zombis, plenamente
dispuestos a devorarme el cerebro. Me sujeté de la pared un instante y traté de pensar sólo en mi
respiración. Por la escalera pude ver cómo Oviedo se estaba acercando, preocupado por mi actitud.
-Estoy bien -lo tranquilicé. -Me agarró desprevenido, es todo.
Caminé hasta el baño, me lavé un poco la cara y tratando de no prestar atención a nada más que la
ropa, me saqué lo que llevaba puesto, lo tiré dentro del canasto, saqué del placard un jean, una remera,
zapatillas y medias, me puse todo y bajé. Eran ridículos los lugares a los que me trasladaban las cosas
más insignificantes. El vaso que tenía el cepillo de dientes y la pasta, la toalla que había quedado
colgada en el caño de la cortina de baño, incluso una burbuja seca de jabón sobre el lavabo. Todo había
quedado exactamente como lo dejé antes de salir para la fiesta y no podía evitar recordar cada instante
como si todo hubiese ocurrido en cámara lenta, a puro detalle. Por supuesto que con cada recuerdo
venían los pensamientos que habían surgido en ese momento, la cuestión de si llevaba a Camila o no a
la fiesta, qué diría la gente de los participantes, cómo saldría todo y... Julieta, por supuesto. En todo lo
que pensaba estaba ella presente. Qué ciego estuve. La amé sin saberlo durante tanto tiempo que ahora
comenzaba a creer que la amé aún antes de amarla, antes de conocerla, antes de verla por primera vez.
Imaginar mi pasado sin ella era completamente imposible, y aún no sabía cómo haría para construirme
un futuro bajo esas condiciones. En otro momento. No había tiempo, ni quería hacérmelo, para pensar
en eso ahora. Aunque ya estaba escuchando a la tirana decir cosas como: „¿Ya ves? ¿Ya ves? Otra vez
me estás ignorando. Otra vez estás pateando para más adelante las cosas con las que tenés que lidiar
ahora. ¿Cuándo es „en otro momento‟? ¿Exactamente qué cantidad de tiempo va a pasar antes de que
„otro momento‟ se convierta en „este momento‟? ¿Eh? ¿Eh?‟
Suspiré y bajé las escaleras.
-En cuanto lave esa ropa te la devuelvo -le dije, ya caminando hacia la puerta.
-No hay problema -me contestó, aunque su mirada estaba más interesada en lo que no le estaba
diciendo; las cosas con las que me estaba peleando.
Otra vez pude ver cómo la pequeña sonrisita absurda, llena de esperanza, se le metía en la boca y
negué sin mirarlo.
-No sé qué te sorprende de la obstinación de Julieta -dije sin mirarlo, apretando el botón del
ascensor. -Sos tan implacable como ella.
Oviedo siguió mirando para adelante, ahora sonriendo de lado a lado, ya que de todas formas yo
lo había descubierto. Pero su cara se transformó cuando llegamos a la puerta de entrada del edificio y
miró hacia afuera en dirección a la plaza. El portero nos miró una vez y después se hizo el boludo y
volvió a prestar atención al sudoku que tenía sobre el escritorio. Salimos y nos quedamos parados del
lado de afuera. Me puse a prestar atención a la gente que pasaba por ahí, para ver si distinguía algo
conocido. Oviedo intercalaba su mirada asustada entre la plaza y yo, aunque no habló y me siguió
cuando crucé la calle. Era tan fácil distraerme del tema que me solicitaba. No podía dejar de recordar

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las cosas que hice durante tanto tiempo. Mis caminatas al trabajo, las postas, los pensamientos y la
frase. La frase... Esa que me había parecido una tremenda estupidez la primera vez que la oí y la que, a
la fuerza, tuve que aprender a prestarle atención. Focalizate, Guillermo. Prestá atención. Sí. Tenía que
dejar de distraerme, porque si no, jamás encontraría al Turco. Y de pronto se volvía imprescindible
encontrarlo, ya que no creí que un chorro fuera a dejarnos pasar tranquilamente si él no aparecía para
dar órdenes. Por ahí cerca no lo veía así que seguí avanzando por la plaza. Pude sentir la creciente
tensión de Oviedo en mi espalda y no colaboraba para nada con mi confianza.
-Guillermo... -me dijo Oviedo, tocándome el hombro.
Cuando me di vuelta para mirarlo, pude ver por encima de su hombro que dos pibes del grupo del
Turco ya se estaban levantando y comentaban cosas entre ellos. Wow. En todo el tiempo que viví acá,
sólo me tuve que enfrentar con un chorro dos veces, y ahora parecía que tuviese un magneto. También
era cierto que yo no salía a pararme en medio de la plaza a esta hora de la noche. Por lo general,
cuando se hacía tarde, me quedaba a dormir en la oficina. Buenos Aires se estaba volviendo
sumamente peligrosa y no veía alguna forma coherente de llevar adelante mi plan altruista.
Volví a mirar hacia los costados y, a lo lejos, cerca de la entrada al estacionamiento, reconocí a
Romina. Suspiré aliviado y comencé a caminar en dirección a ella. De reojo vi cómo los pendejitos nos
seguían con la mirada.
-¿Romina? -le dije cuando me acerqué.
Ella se sobresaltó cuando le llegué por atrás, pero más se sorprendió cuando se dio vuelta y vio
que era yo.
-¡Guillermo! -exclamó, casi en el mismo tono en que lo había hecho Julieta por el teléfono, lo
cual, por supuesto, hizo que se me retorciera el estómago.
Y de un salto me abrazó. Pero enseguida miró a Oviedo y me soltó. Yo lo miré sonriendo y de
reojo pude ver cómo los pendejitos se volvían a sentar.
-Perdoname -dijo Romina, pasando su mano por mi ropa, queriendo limpiarla, pero ensuciándola
peor.
Enseguida comenzó a sentirse incómoda y supe exactamente la razón de eso. Así que le sonreí
rápidamente, mientras le pasaba yo mi mano por su espalda, recordando que me había hecho sentir
bien cuando Oviedo lo había hecho conmigo, a pesar de que sentía que tendría que correr a lavarse
inmediatamente las manos para no contagiarse cólera.
-Romina, él es Carlos -presenté. -Carlos, Romina.
Ella le extendió tímidamente la mano, pero él se acercó y la besó en la mejilla. Eso hizo que
Romina se relajase inmediatamente. Oviedo realmente tenía un don para estas cosas.
-¿Cómo estás? -me preguntó ella enseguida.
-Bien, bien. Gracias a Dios -le contesté, aunque lo señalé a Oviedo cuando dije „Dios‟.
Los dos sonrieron y luego ella me miró de arriba abajo, deteniéndose en mis manos.
-Se te nota mejor -agregó.
-¿Y vos? -le dije, mirándola a los ojos. -¿Cómo estás?
No tuvo que mirarme para comprender que mi pregunta no era retórica en lo más mínimo y que yo
sabía perfectamente que „bien‟ no iba a servirme de respuesta. Ella suspiró y me miró nuevamente
seria. Después miró a su alrededor y levantó los hombros, resignada. Yo negué con mi cabeza,
pensando de pronto que quizás le convendría a ella mudarse a Santa Fe con Julieta y sufrir por no estar
con el hombre que ama, pero tranquila en la seguridad de poder ver a sus hijos varios años más.
-Realmente me gustaría poder ayudarte -le dije.
Pero ella me devolvió una mirada enojada, casi resentida. Se ve que no le gustaba demasiado que
sintieran compasión por ella.
-No te lo tomes a mal -agregué rápido. -Es sólo una expresión de la impotencia que me genera la
constante inseguridad en la que viven. El peligro... con el que yo también tuve que lidiar.

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Nos quedamos en silencio un instante. Miré a Oviedo, quien me devolvió una expresión parecida
a la frustración que sentía Romina.
-Por eso vine hasta acá. Quería hablar con el Turco acerca de algunas ideas que se me ocurrieron
para solucionar este problema.
Oviedo fue el primero en reaccionar, así que dirigí mi vista a él antes que a ella. Él negó
disimuladamente con la cabeza y yo me quedé duro, sin comprender. Pero atrás saltó Romina a
explicarme por qué era cierto que yo no tenía el más mínimo tacto para estas cuestiones.
-¿Solucionar este problema? -preguntó irritada. -¿Cuál problema? -Agregó casi sonriendo
amargamente. -¿Qué pensás hacer? ¿Aparecer como por arte de magia con una casa y un trabajo y una
vida nueva para ofrecer? Perdoname, Guillermo, pero vos mejor que nadie tendrías que saber que acá
la esperanza no alimenta; mata.
-No vine a solucionarte la vida -aclaré, aún confuso. -Vengo a preguntarte qué necesitás.
Romina me miró desafiante y dijo:
-Necesito que me dejes vivir en paz. -Hizo una pausa. -Ahora lo llamo a Ramón.
Y dio media vuelta y se fue. Me quedé helado viéndola alejarse. Luego miré a Oviedo para que
me explicara qué demonios había pasado. Él se quedó un instante en silencio y después negó con la
cabeza. Enseguida se volvió a poner nervioso al ver que otra vez estábamos solos.
-Tiene carácter... -dije.
-Tiene razón -corrigió Oviedo.
Lo miré con el ceño fruncido y entonces él dijo:
-Debe ser muy difícil tener que vivir así. ¿Cuánto tiempo de esta crudeza necesitará uno para
perder las esperanzas?
-A mí me bastaron dos días -dije.
-Exacto.
-Pero... no entiendo. Si justamente por eso es que quiero ayudarlos.
-Ninguna de estas personas tiene un pasado formado como vos o como yo. No les enseñaron a
pensar en el futuro y el día a día es todo lo que entienden. No es que ella no aprecie tu ayuda; es que si
te cree y después vos no podés cumplir, tener que volver a encajar en esto... tiene razón... la va a matar.
Me quedé en silencio, completamente avergonzado de mis palabras y de mi actitud. Él, que no
había necesitado atravesar esta realidad, sabía mejor que yo lo que esta gente pensaba y sentía. Para él
no era más que sentido común, mientras que yo, que había experimentado en carne propia la violencia
cotidiana que se vive acá, terminé cegado por el miedo y lo único que pensé fue en salir corriendo.
Claro. Por supuesto. Me había equivocado -otra vez-. No era cierto que yo no tenía una motivación
para recuperarme. Quizás no era una familia, pero sí era suficiente para brindarme toda la esperanza
necesaria y suficiente para encontrar una salida. Incluso más fuerte que la motivación del Turco,
porque su familia dejaba huellas imborrables, pero aún así, todo estaba enmarcado dentro del contexto
de esta realidad. Ahora entendía por qué el Turco se había conformado con dejar las drogas. Ahora
entendía por qué ella también se quedaba a su lado sin protestar. No sabían que otra realidad era
posible. No podían imaginarla, por más contacto diario que tuvieran con ella. Había un muro tan
invisible como imposible de atravesar entre estos dos mundos. Antes de haber tenido que vivir como
ellos, jamás me puse a imaginar cómo sería hacerlo. Era simplemente demasiado doloroso e
incongruente como para decidir voluntariamente ahondar en el tema. Y cuando formé parte, lo único
que imaginé fue la mejor manera de salir de acá y cómo llevarla a cabo. Porque sabía. Porque conocía
otra opción. Porque tenía alternativas entre las cuales elegir. Y así como durante más de 35 años
observé a esta forma de vida como un espectador frente a un cuadro, prolijamente enmarcado e irreal,
así también nos ven ellos a nosotros. No pueden entender a nuestra realidad como algo siquiera posible
porque a nadie se le ocurre que sea viable elegir vivir dentro de una pintura. Y fue Oviedo quien
comprendió esto mucho antes que yo y sin necesidad alguna de vivirlo. Y fue también él quién, aun

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comprendiendo esto, estaba dispuesto a ayudarme en la utopía que significaba y en la odisea que
implicaba llevarlo a cabo. ¿Y qué le diría al Turco ahora? ¿Cómo haría para explicar mi intención sin
meter la pata en el intento?
-¿Por qué decidís ayudarme si sabés que va a ser un fracaso esto? -le pregunté a Oviedo.
Pero él me miró como un cura frente al borracho que blasfema en la iglesia.
-Yo no creo que esto vaya a ser un fracaso -respondió.
-Y entonces, ¿por qué te parece tan normal que ella sí lo crea?
-Porque evidentemente no te conoce.
A veces Oviedo lograba sorprenderme con sus respuestas. Luego de todo este tiempo, y de todo lo
que le había confesado que yo era, aún así seguía apostando sus fichas al caballo rengo.
-Perdoname que te lo diga así, Guillermo -dijo Oviedo sonriendo, -pero a veces te daría un
schiaffo si no me causara gracia la manera en que te subestimás.
Y bueno... ¿para qué seguir discutiendo con este hombre? Era exactamente igual que tratar de
mandar a Julieta a su casa por enfermedad. Ni siquiera sabía cuál era mi plan. ¡Es más! Yo ni siquiera
tenía un plan, y él ya estaba pensando que iba a ser un éxito. De la misma forma en que supo que
Rodados deMentes era una idea brillante, aún antes de saber de qué se trataba específicamente. Era
cierto que finalmente había llegado a la cima el proyecto y que había logrado sobrevivir a pesar del
escándalo, aunque de eso ya no podía darme mérito. ¡Pero, ¿qué estoy diciendo?! De nada podía darme
mérito. Todo había sido gracias a Julieta. Y más allá de mi reciente decisión, me gustaría contar con su
presencia en este momento para poder confiar en que efectivamente va a salir adelante cualquier cosa
que decida emprender, de la misma forma en que Oviedo confía en mí ahora. OK. Me gustaría contar
con su presencia y punto; sin más razones ni excusas de ningún tipo. Pero no sucedería. Al menos no
ahora que me acompañaba Oviedo para tales fines.
-¡Hey, loco! -gritó el Turco mientras corría hacia dónde estábamos nosotros.
Yo sonreí inmediatamente al verlo y también caminé hacia él. Me generaba una alegría enorme
volverlo a ver y me sorprendió que fuera casi tanta como la que me produjo reencontrarme con Oviedo.
Nos encontramos a mitad de camino y nos abrazamos como viejos amigos. Luego él me soltó, me
tomó de los hombros y me miró de arriba abajo.
-¡¿Quién te ha visto y quién te ve?! -dijo.
Yo sonreí asintiendo.
-Qué alegría verte, Turco -le sonreí. -Este es Carlos... -Se estrecharon las manos y entonces
agregué: -...Oviedo.
El Turco se puso serio de golpe y como si de pronto se encontrara delante de un famoso, lo miró a
él también de arriba abajo y volvió a sonreír emocionado. Los dos se quedaron mirándose bastante más
tiempo del que requiere una introducción. Los dos sonriendo, y los dos asintiendo sin decir palabra.
Fue extraño. Como si de pronto, mi presencia en este lugar sobrara. Pero me alegró que tuvieran tan
buena química desde el principio.
-Gracias por cuidarlo -le dijo Oviedo.
-Gracia‟ a vo‟ por no perder la fe -le contestó el Turco. -Los invitaría a sentarse, pero no tengo
dónde.
Y comenzó a reírse. Oviedo lo siguió en el gesto y yo me quedé mirándolos sin comprender
demasiado. Se me ocurrió invitar al Turco al departamento, pero recordé la incomodidad que había
sentido yo en la casa de Oviedo y me callé la boca. Pero entonces Oviedo me miró y me hizo un gesto
con la cabeza para que dijera exactamente lo que me estaba callando. Demonios, que me sentía un
extraño en la Tierra.
-¿Va... vamos para el departamento? -dije, confuso.
El hecho de que sonara como una pregunta fue involuntario. Así que agregué:
-Ya te invadí demasiado tiempo. Es hora de devolverte el favor.

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Pero como solía ocurrir cada vez que quería sonar elocuente, terminé quedando como un idiota.
Los otros dos se miraron como si estuvieran frente a una persona mentalmente discapacitada y luego
comenzaron a caminar casi a la misma vez. Yo ya no sabía qué hacer ni qué decir, así que simplemente
dejé todo en manos de Oviedo, quien evidentemente estaba haciendo un mejor trabajo que yo.
Si el portero se había sorprendido al verme la primera vez, la cara que puso cuando lo vio al Turco
caminar tan plácidamente por el edificio, la superó ampliamente. Una vez más, pensé que el Turco se
iba a sentir incómodo, guiándome por mi propia experiencia; pero, una vez más, me equivoqué. No sé
si tenía que ver con la imposibilidad de sentirse de alguna manera indebida al lado de Oviedo, o si era
simplemente natural en el Turco, pero la cuestión es que entró en el ascensor y luego en el
departamento como yo lo había visto hacer cientos de veces en el estacionamiento. El único que
parecía intranquilo era yo y eso tenía que ver con que no sabía si tenía que decir lo que me callaba o si
era mejor callar lo que decía. No había realmente una lógica que me resultase conocida para poder
expresarme, así que decidí que le pediría a Oviedo permiso para hacer cualquier cosa. Había pasado ya
un largo rato desde la última vez que había comido así que me acerqué a la heladera y señalé
disimuladamente los imanes mirando a Oviedo. La verdad era que me parecía una estupidez exagerada,
pero quién sabe, quizás el otro se ofendería si yo intentaba ofrecerle algo para comer. Oviedo me
sonrió y entonces hablé.
-Voy a encargar algo de comer. ¿Les parece bien una empanadas?
Pero sonaba bastante inseguro. ¿Cómo era posible que me costara tanto hacer una pregunta tan
sencilla? Obviamente no quería ofender a nadie, mucho menos a estas dos personas, pero lo que en
otro momento y en otro lugar había fluido con total naturalidad, ahora parecía que se había
tergiversado en una seguidilla de latas en la que era imposible evitar meter la pata.
-¿Alguna en especial? -agregué cuando los dos asintieron. Pero me miraron indiferentes así que
marqué el número y encargué 2 docenas. Aunque, al recordar a Romina, de pronto quise ser dueño de
la casa de empanadas para poder ofrecerle todas las que quisiera a ella y a sus hijos. Disimuladamente,
le dije al muchacho del otro lado de la línea que en lugar de 2, me mandara 4. Se quedó un instante en
silencio, supongo que sorprendido por tan brusco cambio y luego me preguntó los sabores. Le
encargué un surtido de carne, pollo y jamón y queso y le pasé la dirección.
Entonces me fui al living a encontrarme con los otros dos y me traicionó la estructura social
cuando vi al Turco sentado en el sillón e imaginé que lo estaba ensuciando. Me sentí como el carajo
conmigo mismo así que me fui al baño para disimular. Otra vez me quedé mirando al espejo hasta que
mi rostro perdió sentido. Sólo entonces, ya un poco más relajado, salí y me reencontré con ellos. Me
acomodé en el sillón al lado del Turco para que no se sintiese incómodo, aunque enseguida miré a
Oviedo para ver si no me había mandado una nueva cagada por actuar impulsivamente. Esto ya se
estaba volviendo bizarro. A este ritmo, terminaríamos pasado mañana sin haber empezado siquiera a
hablar.
-¿Qué tal salió el reencuentro? -preguntó el Turco de pronto, al ver que nadie hablaba.
Bien. Ese era un tema del que podría hablar sin problemas. Sonreí y le conté todo lo ocurrido
desde que nos despedimos. Cuando le comenté que me había parecido sumamente extraña la actitud de
Oviedo desde que me vio hasta que llegamos a su casa, fue él quien me interrumpió y le dijo al Turco:
-Es que, imaginate... con la suerte que tiene este hombre, sabía que sería muy probable que se
cruzara con Da Silva sin querer. Porque encima justo ese día pasó por la empresa. No lo había visto
desde la fiesta y el mismísimo día en que Guillermo aparece por la empresa, también lo hace él.
-Sí -confirmó el Turco. -Ya me había percatado del imán que tiene este hombre pa‟ lo‟ problema‟.
Y los dos rieron. Yo me acordé del cartonero que me revoleó por el aire y me hizo estampar
contra una pared y no me causó ninguna gracia. Pero, al menos, el anecdotario estaba haciendo que nos
relajemos más todos.

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-Y para colmo después me confirmó que efectivamente ¡se había cruzado con Da Silva! -agregó
Oviedo.
-¡¿Y?! -preguntó el Turco casi saltando del asiento.
-Y el vagabundo es invisible -me apuré a decir.
El Turco me miró y me señaló con el dedo mientras asentía, como recordando su propia
enseñanza. Luego nos quedamos unos instantes en silencio y el que volvió a hablar fue el Turco.
-¿Y ahora qué pasa? -inquirió, pero no me miró a mí, sino a Oviedo.
-Estábamos viendo de mandarlo a Europa, hasta que se venciera el plazo para iniciar la demanda,
pero dice que se quiere quedar -explicó Oviedo, como si yo no estuviese en la sala.
-No quiere alejarse de su familia... -dijo el Turco, como si estuviese confirmando una obviedad.
-No. No es por eso -agregué yo rápido, imaginando lo extraño que me resultaba poner a mis
padres como factor condicionante de una decisión.
-Ah, ¿se quiere ir con vos, entonces? -preguntó el Turco, esta vez mirándome a mí.
-¿Quién?
-Julieta... -contestó, como si fuera lo más obvio del mundo.
Ouch. Mi pecho. No me vi venir ese comentario. Me había olvidado de lo perspicaz que era el
Turco. No recuerdo haberle dicho absolutamente nada de Julieta y sin embargo él había llegado a las
conclusiones correctas por sus propios medios. Incluso creo que la única vez que dije su nombre en voz
alta fue en medio de la crisis inaugural y nunca más. ¿Cómo demonios hacía este hombre para recordar
tan bien las cosas más importantes y descartar aquellas que no servían para nada? Me quedé mirando el
suelo y tragué saliva para que no me invadieran las lágrimas que sabía que vendrían al recordar una vez
más que no la volvería a ver. Sabía que el Turco y Oviedo estaban intercambiando miradas confusas y
agradecí enormemente que sonara el timbre. Me levanté apurado para atender y salí del departamento
como una bala. Si el Turco quería enterarse de los particulares acerca de ese tema, tendría que
preguntarle a Oviedo; yo no estaba dispuesto a retomarlo ni a escucharlo como anécdota. Sin embargo,
dentro del ascensor, no pude evitar imaginar la conversación entre los dos y nuevamente recordé a
Julieta y a su voz herida en el teléfono y otra vez me abofeteó el cerebro. Comencé a sentir nauseas.
¿Por qué mierda tarda tanto este artefacto en subir y bajar? Nunca tarda tanto. ¿Se habrá roto? No
puedo quedarme encerrado acá adentro. Voy a vomitar. Ay. Por favor. Que llegue rápido. Cerré los
ojos y traté de controlar la respiración para no soltarle mi estómago al portero. Por suerte eran nueve
pisos menos que en la empresa y llegó a planta baja antes de que me desmayara. Cuando se abrió la
puerta salí tan rápido que casi me choco con la pared. Recuperé la compostura y caminé hacia la puerta
como si nada. Aunque no fue suficiente para pasar desapercibido delante del portero. Afortunadamente
ya había visto demasiadas cosas extrañas para un solo día y nada más me miró un instante antes de
volver a sus asuntos.
Le pagué al muchacho y cuando volví a entrar en el ascensor, respiré rítmicamente para dejar atrás
la inminente angustia que derivaría en pánico si no la controlaba a tiempo. Para el momento en que
crucé la puerta del departamento nuevamente, ya estaba completamente en mis cabales.
-Sos un pelotudo -dijo el Turco en cuanto me vio.
Duró poco mi farsa. Lo miré y aunque quise sonar sorprendido por su actitud, no lo conseguí, ya
que sabía perfectamente a qué venía ese comentario. Y ni siquiera lo dijo con bronca. Lo expresó como
un comentario más que podría venir detrás de un „está fresco el día‟. Incluso, sabiendo que fue Oviedo
quien le relató el orden de los acontecimientos, supe de inmediato que no habían respetado mi punto de
vista en absoluto.
-No quiero hablar de eso -dije, y me fui a la cocina a poner las empanadas en un plato.
De reojo miré a Oviedo, quien sostenía aún esa sonrisita triunfal que, por sutil, se volvía aún más
agresiva. El Turco seguía negando con la cabeza cuando me senté a su lado.
-No quiero hablar de eso -repetí. -Hay otras cosas que me gustaría charlar con vos.

®Laura de los Santos - 2010 Página 312


El Turco me miró, pero aún seguía presente el tema anterior en su cara. Le empecé a contar lo que
me había dicho Oviedo, acerca de que aún conservaba mi trabajo en Valmont y -previa solicitud de que
no se ofendiera con mi falta de tacto- le pregunté si había algo que él necesitase o que me recomendara
para tratar de cambiar un poco las cosas para la gente en situación de calle. Me miró un segundo en
silencio, aunque en su rostro se comenzaba a notar cierta expresión de incomprensión. Luego miró a
Oviedo y éste dirigió su mirada hacia mí cuando el Turco levantó las cejas y miró al suelo. Estuvimos
por un momento así, todos quietos, y no pude terminar de comprender qué era lo que estaba pasando.
Lo primero que pensé fue que quizás me había mandado otra cagada, pero Oviedo no parecía
preocupado, sino... ¿resignado? Por las dudas me quedé en silencio, esperando. Luego el Turco me
volvió a mirar.
-No sé si buscaste a la persona indicada -me dijo.
Y se volvió a quedar callado. Intercambié un par de miradas con Oviedo para ver si se le ocurría
tirarme un salvavidas, pero también se quedó en silencio.
-No entiendo -dije finalmente.
Para esta atura ya estaba más allá de cualquier código interpretable a través de alguna lógica
conocida, así que ser honesto me pareció la mejor idea. El Turco me miró intensamente y luego sonrió.
En su cara se veía una mezcla de „qué diferentes son nuestras realidades‟ con „no puedo creer que seas
tan imbécil‟.
-Yo no tengo intención de cambiar las cosas -explicó. -A mí me convienen como están, ¿me
entendé‟?
Y claro. Ahora comenzaba a entender por dónde venía la mano. Y también me cayó la ficha
acerca de por qué se había tomado tanto tiempo es responder. No estaba pensando ideas, sino en la
mejor manera de decirme que aún sabiendo que la situación en la que vive es una mierda, él es una de
las cuasi únicas personas a las que eso les conviene. Y claro. ¿Por qué querría él brindarme alguna
solución a una realidad en la que él es jefe? ¿Por qué ofrecería gratuitamente su intelecto para decirme
algo que lo perjudique? De todas formas, lo que pensé a continuación fue que el Turco sí tenía en mí la
misma fe que Oviedo, porque si estaba pensando que yo iba a lograr cambiar la realidad de Buenos
Aires a partir de una sola idea, realmente confiaba demasiado en mis aptitudes. Lo miré a Oviedo
sonriendo y él me devolvió una mirada confusa, como si no terminara de entender mi optimismo.
-Por lo visto no sos el único que me tiene tanta fe -le dije.
Entonces Oviedo sonrió también y se relajó un poco. Giré mi cabeza y apoyé mi mano sobre el
hombro del Turco, que se quedó esperando a que le explicase mi comentario.
-Una persona sola no va a lograr tanto como para que vos te quedes sin... trabajo -le dije, -por más
fe que tengas en mis aptitudes. Podemos empezar por otro lado.
-Entonce‟, ¿pa‟ qué me necesitá‟? -preguntó.
-Porque sabés cómo funcionan las cosas acá. Entendés más de esta... realidad que muchos eruditos
que se la pasan investigando, pero que no viven así.
-No sé, loco. E‟ complicado.
Pero no me tragué su excusa. No existía en el mundo algo lo suficientemente complicado como
para frenar al Turco. Lo que veía en su mirada era -por primera vez en todo el tiempo que lo conocí-
temor. Temor a dejar de ser digno del respeto y la autoridad que se ganó en todo este tiempo; temor a
tener que lidiar con su pasado; temor a volver a ser discriminado por personas mucho más ignorantes
de lo que él estaría dispuesto a tolerar. Así como estaban las cosas él no tenía que rendirle cuentas a
nadie, ni siquiera a su consciencia, con la que evidentemente se había reconciliado luego del enorme
esfuerzo que le implicó dejar las drogas. Él no quería cambiar las cosas, pero aún me resultaba
imposible que no se le cruzara por la cabeza ni su mujer ni sus hijos. Iba a ser muy arriesgado atacarlo
por ese lado, pero no veía ningún otro camino posible. Aunque sí era cierto que quizás, si él no quería

®Laura de los Santos - 2010 Página 313


ayudarme, podría ir a buscar a otro mejor predispuesto. Pero no. A mí sí me importaba demasiado su
familia como para hacerme el boludo y decirle muchas gracias y hasta luego.
-Turco... -comencé, acercándome quizás demasiado a él, considerando el potencial peligro con el
que me enfrentaría luego de hacer mi pregunta. -¿No pensás que quizás pueda ser posible un lugar en
el mundo... mejor... para tu familia?
Ay, mi instinto de supervivencia estaba intentando traicionarme. Un shot de adrenalina me
recorrió el cuerpo cuando formulé mi pregunta en voz alta. Rogué por favor que el Turco no se
ofendiera, pero si me resultaba a mí doloroso preguntarlo, no veía realmente alguna manera de que no
fuese aún peor para él. Todo en mi cuerpo quería correr en cualquier dirección contraria a la persona
que se sentaba a mi lado ahora.
-Nadie va a tocar a mi familia -dijo el Turco.
Y, por algún motivo que tenía relación directa con mi instinto de supervivencia, sentí que esa
amenaza iba dirigida más a mí que a cualquier otro. Él ni siquiera se inmutó cuando la dijo; pero su
acostumbrada autoridad obró por él. Atrás de eso se estiró hasta la mesa ratona y agarró una empanada,
que comenzó a comer con la mirada perdida en algún lugar del departamento. Yo miré de reojo a
Oviedo y pude ver en su rostro que la previa intimidación no habían sido ideas mías. El Turco
efectivamente me estaba amenazando. Sin embargo no podía creer que me viera a mí como un peligro
peor que cualquiera de los miles otros con los que se tenían que enfrentar a diario. En última instancia,
si yo fuera todo lo que él pensaba de mí y realmente lograra cambiar la horrorosa realidad con la que se
tenía que enfrentar la gente en situación de calle, y Romina y sus hijos pudieran tener la oportunidad de
vivir una vida diferente, sería mejor -o al menos no tan malo, desde su punto de vista- que la
imposibilidad de elegir. No sólo estaban expuestos al desquicie de los pibes drogones, sino a otros
factores mucho más sutiles, aunque igual de eficaces: las enfermedades. Y ese me parecía un factor que
no entraría dentro del paquete de los negociables con su autoridad. Así que decidí atacar por ese lado.
-¿Y las enfermedades? -pregunté.
„Cuidado‟, le escuché decir a mi consciencia. Y sí. El interrogante había sonado con un tono
mucho más irritado del que intenté darle. El Turco me miró y percibió exactamente eso. Demonios.
¿Por qué mi cara tenía que ser tan fácil de leer?
-Empezá por ahí, entonce‟ -dijo.
Y me dio la sensación de que lo hizo sonar como su última opinión al respecto. Pero yo no quería
que eso fuese todo; aunque no veía manera de seguir ahondando sobre el tema. Sin embargo, la verdad
era que si quería hacer algo por el bien de esta ciudad, tendría que atenerme a mis propias palabras y
empezar por otro lado. Quizás, más adelante, luego de meditar más profundamente acerca del tema,
vuelva a contactarme con él. No iba a ser la mejor de las ideas dejar que este tema se convierta en
nuestra única fuente de conversación, porque convertiría a nuestra relación en una de conflicto y de
ninguna manera iba a permitir que sucediera eso entre nosotros. Aún sentía que le debía demasiado
como para arriesgarme a tanto.
Asentí con mi cabeza y miré a Oviedo para que comprendiese que estaba dando por finalizada la
conversación. No era lo que quería. No era lo que quería en absoluto, porque había sido precisamente
el Turco quien me había inspirado a hacer algo positivo por este lugar, y ahora, irónicamente era él
mismo quien me decía que quería que las cosas quedaran como estaban. Me daba bronca tener que
cruzarme de brazos delante de la única persona a la que realmente quería ayudar. Pero tampoco podía
seguir manteniendo esa postura de señor salvador que viene a traer esperanza al pueblo. Más allá de
mis propios principios, tenía que respetar su decisión, porque si yo quería ofrecerle lo que él me pidiera
y eso tenía que ver con que lo dejara en paz, pues entonces sería exactamente lo que tendría que hacer.
-Empezaremos por ahí, entonces -dije, mirando a Oviedo. -El sistema de salud es bastante malo
como para tener trabajo por una buena cantidad de tiempo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 314


El Turco asintió, aunque me dio la sensación de que su salud y la de su familia sería algo que
estaría perfectamente dispuesto a sacrificar, con tal de dejar las cosas como estaban. Había demasiado
en sus actitudes y opiniones que jamás lograría entender, y decididamente no me iba a poner a
preguntarle ahora. Era al menos justo que si yo no quería hablar de Julieta, que respetara su decisión de
no querer hablar de esos temas tampoco. Era obvio que él sabía el peligro constante al que su familia se
enfrentaba. Boludo no era. Pero, ¿qué podía hacer yo, entonces? No quería que él quisiera las cosas
que quería, pero no podía menos que respetar sus intereses. Él había hecho y aún hacía demasiadas
cosas para mantener su puesto y su más que ficticia seguridad, pero era su vida y ya había decidido que
no lo juzgaría o, al menos, que no actuaría sobre mis juicios de valor. ¿Qué haría yo si él decidiese ir a
decirle a Julieta que veía en mi expresión que la amaba y que en realidad le había mentido? Me sentiría
traicionado y de ninguna manera estaba dispuesto a hacerle algo así a él, por más impotencia que me
generasen sus palabras. Al menos algo positivo podría extraer de haber retomado el contacto y eso era
que al menos tendría el punto de vista de alguien que vive desde adentro esta pavorosa realidad
desvirtuada y quizás con eso ya tenga bastante para comprender este mundo y actuar para mejorarlo.
-¿Qué edad tienen tus chicos? -le pregunté al Turco con una sonrisa, no para seguir ahondando
sobre el tema, sino todo lo contrario, para dar por finalizado el momento incómodo.
-Siete y cuatro -contestó, y vi cómo se le iluminaba el rostro al hablar de ellos.
-¿Van a la escuela? -peguntó Oviedo.
Menos mal, porque a mí me hubiera parecido desubicada la pregunta y jamás la hubiese hecho,
aunque me parecía de vital importancia esa información.
-Pedrito empieza el jardín este año. Y Ramito ya va pa‟l segundo grado.
Los dos sonrieron con expresiones paternales y, una vez más, sentí que quedaba afuera de la
conversación y que no tenía realmente nada que hacer entre ellos.
-¿Vo‟ tené‟ hijos? -le preguntó el Turco a Oviedo.
Hasta donde yo sabía, una hija tenía seguro; pero, al recordar todos los cuadritos de fotos
familiares que había visto colgados en su casa, de pronto supe que esta conversación se iba a extender
largo.
-Nietos, ya... -dijo Oviedo, confirmando mis sospechas. -Crecen tan rápido... El otro día, mi nieta
de 2 años...
Oviedo comenzó entonces a contar anécdotas familiares que hacían retorcerse al Turco de la risa
mientras él mechaba con sus propias vivencias. Yo sonreía cada tanto y trataba de mantener una
expresión cordial, para que no se sintieran incómodos. Pero la verdad era que con cada palabra nueva
que oía y con cada brillo que veía en las miradas de ambos, la angustia de mi pecho se acrecentaba un
poco más. Siempre había pensado que no quería tener una familia y que me sentía perfectamente bien
como estaba. Incluso recuerdo que fue una de las cosas que me habían llamado la atención de Julieta y
eso era que ella tampoco le tenía demasiada paciencia a las criaturas. Ahora que escuchaba a estos dos
hombres hablar tan tiernamente de ellos, me agarraban unas ganas desesperadas de formar una familia.
Y también eso aumentaba mi angustia, porque sabía quién era la mujer con la que quería pasar el resto
de mi vida y sabía también que no sería algo que efectivamente terminaría llevando a cabo.
Me levanté del sillón luego de un rato de escucharlos hablar y entonces dejaron de reír y me
miraron como si de pronto recordasen que yo estaba ahí.
-Me voy a dormir -dije.
-Sí, ya es tarde -agregó el Turco, levantándose también.
-No, no. Por favor. Quedate todo lo que quieras -dije, recordando el tiempo que pasé yo en lo que
él llamaba su casa.
-Romina me debe estar esperando.

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Eso me hizo acordar acerca de las empanadas que había dejado en el horno para ella y los hijos.
Caminé hacia la cocina, un poco cansado, un poco preguntándome por qué me sentía de pronto tan
pesado.
-Tomá -le dije, entregándole el paquete. -Llevale esto.
-Gracia‟ -dijo el Turco, sonriendo. -¡Esto le va a encantar!
Y parecía contento no por el hecho de que por fin iban a comer algo diferente, sino por los
pequeños milagros inesperados que le ofrecía esta vida del día a día.
-Mandale un beso, y decile que me disculpe por lo de hoy -contesté, aunque sin sonreír.
-¡Bah! ¡Mujeres! -dijo.
Y otra vez se rieron los dos. Oviedo se levantó del asiento y fue también a ponerse el saco.
-¿Vos también te vas? -pregunté, sólo para arrepentirme en el instante siguiente.
-Lucrecia... -dijo, simplemente.
Asentí sin hablar y pasé por entre medio de ellos justo a tiempo para percibir cómo se miraron de
reojo y me volvieron a mirar, supongo que pensando exactamente lo mismo; lo que el Turco me había
dicho hacía un rato; que era un pelotudo por no salir corriendo a buscar a Julieta. Al final, en algo
tenían razón. Mi angustia terminaba siendo completamente voluntaria, ya que nada tenía que
envidiarles a estos dos hombres. Yo también tenía una mujer que me estaba esperando y el hecho de no
hacer uso de ese pequeño factor era algo que había decidido, no una mera circunstancia del destino. Y,
a pesar de que sabía que mi sufrimiento era lo único que me aseguraba que estaba haciendo las cosas
bien, aún así no quería quedarme solo esta noche. Pero también era lo mejor que podía hacer, para vivir
desde el ejemplo la decisión correcta que, hasta ahora, sólo había tenido lugar en mi mente.
-Tratá de salir lo menos posible -me dijo Oviedo. -Con tu suerte, quizás Da Silva se termine
mudando acá al lado.
El Turco sonrió y caminó hacia el ascensor. Oviedo se quedó mirándome un poco más antes de
irse también.
-No voy a dejar de insistirte, ¿sabés? -me dijo, queriendo amenazarme, pero sonado demasiado
compasivo como para lograrlo.
Yo levanté una ceja y asentí. Este hombre era tan implacable como ella.
-Mañana vengo -concluyó.
Cerré la puerta del departamento y dejé que el portero se hiciera cargo de la puerta de abajo.
Alguien tocó la puerta y miré instintivamente hacia el sillón para ver si alguno de los dos se había
olvidado algo. Luego abrí y me encontré con Oviedo del otro lado que asomaba la cabeza, como para
decirme algo en secreto.
-No te molesta que me lleve tu auto, ¿no?
-Todavía me cuesta creer que siga siendo mío -le contesté.
-No es que me guste demasiado manejarlo, ¿eh? Es que quiero asegurarme de que no vas a salir de
acá. Manejar tu auto sería para vos una tentación perfectamente justificada. No quiero correr más
riesgos.
-Andate de una vez -le dije, casi cerrándole la puerta en la cara y negando con la cabeza, aunque
no pude evitar sonreír.
Me quedé apoyado contra la puerta, mientras escuchaba aún las risas y murmullos de los dos,
hasta que se los llevó el ascensor. Entonces suspiré y miré nuevamente todo el departamento, como lo
había hecho más de una vez a lo largo de estos dos años desde que fue mío. La única diferencia fue que
había sólo un pequeño detalle que antes me parecía una bendición y ahora comenzaba a molestarme.
Lo sentía vacío. Ahora que finalmente me había quedado solo, podía verlo en su más mínimo detalle
sin correr el riesgo de preocupar a Oviedo con un inminente ataque de angustia. Por un lado me sentía
bien al ver tan clara la comparación entre el hombre que fui y el que era ahora. De alguna manera casi
podía percibirlo a ese otro parado al lado mío, observando todo con esa mirada de autosatisfacción que

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ofrece la mente de un hombre demasiado ocupado en criticar el mundo exterior, pero completamente
perdido en el conocimiento interno, ignorando los propios sentimientos y la verdad que autoriza una
vida vivida en la paz de la consciencia. Era un hombre renovado, sí. No había duda alguna de ello. Y
aún si decidiera vivir el resto de mi vida bajo esta nueva forma, ya habré llegado demasiado lejos. Pero
ya no podía mentirme y el hecho de sentir vacío este departamento hacía ruido en los lugares más
insólitos de mi cuerpo. ¿Sería capaz de conformarme con todo lo que había logrado hasta aquí? ¿Podría
aprender a ver a este vacío como consecuencia de mis actos impunes? ¿Existiría para mí una segunda
oportunidad dentro de Valmont? ¿Podría llevar adelante esa clase de vida? Y si lo hiciera con el
único fin de llevar adelante mi plan altruista, ¿sería suficiente para llenar este vacío? Quizás, si
el destino había sido lo suficientemente compasivo conmigo como para brindarme tantas
nuevas oportunidades, quizás entonces me cumpla este particular deseo y me permita llegar al
final de mis días en paz, pudiendo completar mi existencia en la bondad del humanismo,
haciendo a un lado el sentimiento egoísta de la propia satisfacción gracias al amor de una sola
mujer. No era mucho pedir, ¿no? Es decir... si me ofreciera como voluntario social para pagar
el precio por haber golpeado hasta la inconsciencia a un hombre, tendría que ser suficiente,
¿verdad? Si una mujer tuviera que sufrir conmigo durante el proceso, pero muchas otras
personas pudieran tener acceso a una mejor calidad de vida, sería un daño colateral menor,
¿no? Sacrificar a uno o dos... por el bien de muchos otros... no sonaba tan mal. Después de
todo, eso es lo que intentan enseñarnos con la religión, ¿no? Amar al prójimo como a uno
mismo, etc. Todas esas cuestiones... Tendría que bastar... Tendría que ser suficiente. ¿Por qué
entonces en el preciso momento en que casi estoy a punto de convencerme de esto, tiene que
venir mi estúpida consciencia a recordarme la frase? ¡La frase! ¿Por qué ahora? ¿Por qué así?
„El bienestar de ambos es nuestra libertad. El bienestar... de ambos... es nuestra libertad. De
¡AMBOS! ¿entendés? De ambos. Eso incluye a dos. Y no a cualquier dos. A otro... y... a...
vos.‟ Maldita consciencia entrometida. Maldito intelecto. Maldita memoria. ¡Maldito todo!
Maldito deseo de hacer las cosas bien y aún así sentirlas incorrectas. Maldito deseo de verte.
Maldita desesperación de abrazarte. Maldita necesidad de amarte. Me cago en la existencia;
saldré perdiendo de ella sin importar lo que haga. Absurdo. Es como querer impacientar a la
muerte, tratando de mentirle que hay uno que tomó la decisión de vivir para siempre y que
ahora viene a quitarle el trabajo. Incongruente. Qué paradójica manera de vivir. Mientras creo
que hago el bien, termino cayendo en el error, sólo para darme cuenta al final que no existen
los errores y que sólo al conocer el mal, me daré cuenta de que soy insignificante y como tal,
ajeno a los juicios de valor con los que intente enfrentarme. Absurdo. Deliberadamente
absurdo. Alguien va a tener que redefinir las reglas de juego, porque no resulta posible
participar en estas condiciones. Y menos mal que me acosté en la cama. Y menos mal que el
cansancio no era sólo anímico. Y menos mal que apoyé la cabeza en la almohada. Porque justo
a continuación vino a mi mente la pregunta que no quería hacerme porque sabía perfectamente
cuál era la respuesta: ¿Alguien... quién?

Me despertó el timbre. Otra vez me costó recordar dónde estaba. Otra vez me invadió la
sensación de que quizás todo había sido un sueño del que recién ahora estaba despertando. Y
otra vez terminé llegando a la misma conclusión: “Sí. Ojalá fuera tan afortunado.” Bajé los
escalones medio a los tropezones, tratando de explicarle a mi cuerpo lo que era funcionar
adecuadamente, mientras recordaba por qué sentía un enorme fastidio con mi consciencia. Ah,

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cierto. Otra vez me había hecho soñar con ella. Otra vez la playa y el mar y la tranquilidad y lo
que nunca iba a suceder. Perfecto. A este ritmo terminaré enloqueciendo antes de terminar de
convencerme de que en realidad sí soy digno de ella y corra a buscarla. Está bien. En la locura
de mi desesperación, ya no va a tener lugar mi consciencia y ya ni me va a importar si me
estoy mintiendo o no. Y que los demás que quieran sufrir, que se busquen a otro para que les
funcione de modelo.
-¿Quién es? -pregunté, con voz de gallo, aún dormido.
-Carlos.
Apreté el botón mientras me refregaba los ojos. Dejé la puerta entreabierta y me fui arriba
a lavar los dientes y la cara. Cuando bajé, Oviedo ya estaba en la cocina con el desayuno listo.
Starbucks. Una de las cosas que más me gustaba cuando viajaba a los Estados Unidos y una de
las que me brindó gran alegría cuando decidieron venir a Buenos Aires.
Sobre la mesada de la cocina había un despliegue de casi todos los productos comestibles
de Starbucks, más dos cafés con leche y una botella de té helado. Levanté una ceja y me
rasqué la cabeza.
-¿Esperamos a alguien?
-No sabía qué te gustaba -dijo, sonriendo. -Aunque... no es una mala idea.
Agarré uno de los cafés con un muffin y lo miré de costado antes de ir a poner algo de
jazz. Definitivamente no íbamos a tocar ese tema el día de hoy. Mucho menos tan temprano,
cuando todavía estaba tratando de sacarme el imposible sueño de la cabeza. Cerré los ojos y
me puse a disfrutar un rato de la música, recordando lo bien que sonaba ese equipo. Cuando
abrí los ojos, vi que Oviedo también los había cerrado y que movía rítmicamente su pie.
Sonreí y él hizo lo mismo cuando abrió de nuevo los ojos.
-Tengo que conseguirme ese disco -dijo.
-Es muy bueno -confirmé.
Nos quedamos un rato más disfrutando de la música. Él agarró su café y se fue a mirar por
el balcón.
-Abrí la ventana si querés.
Misteriosamente, cada día nuevo que veía a este hombre, sentía la necesidad de ustearlo y
tenía que corregir las palabras en mi mente antes de pronunciarlas. Oviedo abrió la ventana y
salió al balcón. Yo lo acompañé y nos sentamos los dos afuera.
-Nunca me gustó la ciudad para vivir -comenzó a decir Oviedo, -pero esta sería una
excepción.
-No deja de ser bastante ruidoso igual. Me costó acostumbrarme.
-¿Dónde vivías antes?
-En Villa Urquiza. Es más barrio ahí. O era. No sé cómo estará ahora.
-¿Cuánto hace que no vas?
-Más de dos años, desde que me mudé acá.
-¿Y antes de Villa Urquiza?
-Siempre viví ahí -dije, negando con la cabeza.
-Mmmhhh... -fue todo lo que agregó.
Inmediatamente caí en la cuenta de que en realidad estaba queriendo averiguar sobre mi
familia y me pregunté por qué no lo hacía directamente. Y otra vez, las eternas paciencia y
ubicación de este hombre.

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-Mis padres... -dije entonces, captando inmediatamente su atención. -...siguen viviendo
ahí. No tengo hermanos, ni primos, ni abuelos.
-¿En serio? -preguntó Oviedo, como si fuera de lo más raro.
-Sí. No parece tan extraño que no me interese formar una familia visto desde ese punto de
vista, ¿no?
Oviedo me miró un instante sin hablar, analizando mi cara. Luego dijo:
-Igual resultaría extraño... si fuera cierto.
-¿Qué querés decir?
Pero Oviedo no contestó enseguida. Suspiró y se puso a mirar por el balcón. Lo esperé
para que respondiera a mi pregunta.
-¿Por qué te seguís obstinando en vivir una mentira? -preguntó, en lugar de contestar la
mía.
Y ¿qué podía decir a esa pregunta? La verdad era que sí; yo no quería mantener mi punto
de vista y peor me costaba hacerlo cuando Oviedo hacía sonar tan sencilla una elección
diferente. Al final parecía que, sin importar qué, ni cómo, ni por qué, ni bajo qué determinada
circunstancia, terminaría viviendo una mentira. Ya lo había hecho durante demasiados años;
pero, ahora que había decidido no mentirme más, resultaba inevitable volver a verme inmerso
en una nueva falacia existencial. Siempre creía que estaba haciendo las cosas bien y siempre
terminaban resultando en desgracias. Comenzaba a creer que mi destino estaba signado por la
mentira y que no podría escapar a él aunque quisiera.
-¿Qué es lo que te produce tanto miedo? -insistió.
-No quiero herir a nadie más con mi ignorancia -contesté, y lo sentí suficiente para
amargarme el día entero.
-Por lo visto no te está funcionando, porque es exactamente lo que estás logrando.
Wow. ¿Estaría alcanzando su límite? ¿Sería esta la última vez que nos veríamos si yo
seguía transitando este camino? Aún si decidiera levantarse y dejar de luchar absurdamente
por mí, ya hubiese demostrado ser una de las personas más pacientes del mundo; pero sin
embargo aquí seguía sentado. Ofendido o al menos molesto, pero aún.
-Me siento perdido, Carlos -dije finalmente, negando. -Aún si salgo corriendo a buscar a
Julieta y nos abrazamos y todo muy lindo. ¿Después qué? Vos mismo lo estás diciendo. Viví
en una mentira durante años y ahora, después de una tremenda crisis, vuelvo a hacer mal las
cosas. No confío en la persona que soy y no quiero meter a los demás en el medio. Nadie tiene
que ser responsable de esto más que yo. No... merezco la ayuda de los demás.
-Te sentiste abandonado por aquellos que en un principio tendrían que haberte ayudado y
ahora sentís que entonces nadie debe hacerlo. Pero no es así.
-No sé. Ya me cansé de echarles la culpa a mis viejos. No puedo seguir escondiéndome
detrás de eso.
-Pero tampoco podés abarcar todo junto. Si ya imaginás cómo va a ser tu vida por los
próximos 10 años según cada decisión que tomes, vas a enloquecer. Tenés que ir de a poco.
Me quedé un instante en silencio y luego dije:
-Es curioso...
-¿Qué cosa?
-Cuando estuve ahí abajo -expliqué, señalando por el balcón, -me sorprendí de la forma en
que esa gente vive en plena consciencia de que cada día puede ser el último y sin embargo

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consiguen hacerlo en paz, mientras que nosotros nos pasamos la vida proyectando hacia un
futuro que resulta incierto de cualquier manera.
-Ese es exactamente mi punto -concluyó Oviedo. -Me parece que ahora, lo que hay, son
dos personas que se aman y pueden perfectamente estar juntas, pero no lo hacen. Si cada día
puede ser el último, ¿no te gustaría saber que lo aprovechaste?
-Por supuesto.
-¿Entonces?
-Pero no entiendo por qué me ama.
-¿Quién entiende a las mujeres?
Sonreí amargamente y me quedé un instante pensando.
-¿Cómo fue que volvimos otra vez sobre este tema? -pregunté. -Estábamos hablando de
mis padres.
Oviedo volvió a mirar por el balcón, sonriendo con su clásica alegría obstinada.
-Tu postura es algo que tampoco entiendo -dije. Él me miró levantando una ceja. -¿Por
qué desperdiciás tu tiempo conmigo?
Oviedo me miró, cansancio en todo su rostro, y me pegó en la cabeza. Yo lo miré
completamente anonadado, sin hablar.
-Perdón, pero eso es lo que merecés. Estás aprovechando todo lo que pasó con Da Silva
para alimentar tu cobardía.
-Sigo esperando que en algún momento te canses -le respondí.
Oviedo levantó la mano como para darme otro de sus schiaffos, pero lo dejó sólo en
amague cuando yo me cubrí al cabeza. Nos quedamos los dos en silencio después de eso.
Realmente era muy fácil sentirse a gusto al lado de este hombre que tenía una palabra de
sabiduría para cualquier tema y que antes de prejuzgar, aceptaba, por más desacuerdo que
sintiese. Hacía que todo de pronto se volviera tan sencillo que por un momento mi mente se
llenaba de futuro al lado de Julieta. Pero rápidamente me venían los recuerdos de la noche de
la fiesta y me sentía culpable por querer dejar atrás el tortuoso episodio.
-¿Podés-dejar-de-pelearte-con-tu-cerebro? -dijo Oviedo, resaltando cada palabra.
-Es que es inevitable. Pienso en todos los lindos momentos que podría estar viviendo, lo
fácil que resultaría tomar esas decisiones, y enseguida siento una culpa terrible por lo que hice.
Pensar en un futuro prometedor hace que se agrave el pasado. Yo sé que estás cansado de
verme y oírme dar vueltas sobre las mismas cosas, pero es que no encuentro manera de
superar la culpa. Y eso me hace sentir que ya no merezco nada bueno.
-¿Quién es el que determina a qué cosas tenés derecho y a cuáles no?
-Mi consciencia, Carlos... Mi consciencia.
-Insisto en que es más cobardía que culpa lo que sentís.
-Y sí... en parte también es cierto eso. Ya te dije que tengo miedo de herir a otros.
-Yo no creo que sea eso.
Levanté mis hombros y lo miré con resignación, ya preparado para escuchar cualquier
cosa.
-¿Qué creés que es? -pregunté aburrido.
Oviedo me miró, pero se mantuvo más serio que nunca; y la más paternal de sus
expresiones recorrió todo su rostro y me invadió de golpe.
-Creo que tenés miedo de ser feliz -dijo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 320


¿Qué? Absurdo. Imposible. Completamente incongruente. Comenzaba a creer que tanto
tiempo a mi lado estaba logrando que empezara a delirar. Oviedo solía tener una palabra de
sabiduría para cualquier tema, pero me parecía que, por primera vez, se estaba equivocando.
¿Cómo podía ser posible que una persona tuviera miedo de ser feliz? Si se supone que es lo
que todos venimos a buscar a este mundo. Es más, a pesar de que siento a cada instante que
me equivoqué en más de la mitad de las decisiones que tomé en mi vida, siempre lo hice
teniendo en cuenta que lo que buscaba era ser feliz. No me entraba ahora en la cabeza que de
pronto un sentimiento tan maravilloso pudiese ocasionar miedo. No. Definitivamente no podía
darle crédito por esas palabras. Quizás tenía razón y quizás era un cobarde, pero no podría
compartir los motivos. Mi situación nada tenía que ver con querer o no querer ser feliz, sino
con hacer las cosas bien y dejar de usar a los demás para alcanzar mis objetivos. Quizás
Oviedo se estaba empecinando demasiado en alcanzar su objetivo de Cupido bizarro y
comenzaba a perder la perspectiva. Me había dicho que seguiría insistiendo y evidentemente
eso estaba haciendo. Tal vez iba a tener que darle un poco de esperanza, sólo para lograr que
afloje un poco y podamos dedicarnos de lleno a la misión altruista que, ahora que lo pensaba,
aún no había siquiera comenzado.
-Mirá, Carlos... La verdad es que... -„¿Cuál es la verdad?‟ -...jamás te equivocaste en las
cosas que me dijiste. -Sí. ESA era la verdad, y lo seguiría siendo, muy a pesar de mi
ignorancia. -Pero, en este particular punto, no puedo coincidir. -„Estúpido, Guillermo; sos un
estúpido‟. ¿Del lado de quién estaba mi consciencia? -Sin embargo... voy a concederte el
beneficio de la duda. Creo que te debo al menos eso. ¿Podemos dejarlo así y retomar el otro
tema?
Oviedo me miró un poco de costado, tratando de ver en mi rostro si era cierto eso de que
efectivamente le concedería el beneficio de la duda, era obvio. Y aunque yo no lo creí
mientras lo decía, ahora que se repetía en mi mente como un eco, comenzaba a darme cuenta
de que en realidad sí era lo mínimo que podía ofrecerle. Considerando que él era la persona
más sabia que había conocido, ¿cuál era la posibilidad de que estuviera equivocado ahora?
Creo que logré convencerme a mí mismo justo a tiempo para dibujarlo en mi cara, porque
sonrió apenas y, aunque dudando, asintió.
-Bien... -dije rápido, antes de que se arrepintiera. -Creo que el Turco no va brindarnos
demasiada ayuda, ¿no?
-No. Aunque es un buen hombre.
-Sí, lo sé. Sólo intenta proteger a su familia de la única manera que conoce. Pero hay otra
persona que creo que quizás va a poder ayudarnos, aunque...
-¿Qué? -preguntó Oviedo, cuando yo no seguí hablando.
-Aunque nunca hablé con él. No me conoce.
-Y entonces, ¿cómo sabés que nos puede ayudar?
-¿Me creerías si te digo que... no lo sé?
-Por supuesto -respondió, como si mi pregunta no hubiera sido retórica y como si fuera
perfectamente natural para mí seguir mis instintos.
Suspiré y negué levemente con la cabeza. Este hombre era implacable. ¿Por qué seguía
recordándome lo mismo todo el tiempo? ¿Cómo era posible que aún no me hubiese
acostumbrado a esa particular característica suya? ¿Tendría que ver con el hecho de que la
estaba aplicando en mí?

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-Es un hombre con el que me cruzaba cuando caminaba hacia el trabajo. Siempre me
pareció que tenía una... mirada... diferente. No sé bien cómo explicarlo. Creo que lo mejor va a
ser que lo veas con tus propios ojos.
-¿Dónde podemos encontrarlo?
-Ese es el problema... siempre me lo cruzaba muy cerca del trabajo.
Oviedo asintió pensativo.
-Ese es... en efecto... un problema.
-Odio esto de tener que esconderme de Da Silva. ¿No sería mejor que fuera a hablar con
él directamente?
-Esa puede ser una gran idea. Por ahí le ocasionás un paro cardíaco. ¡Lo siento! -dijo
enseguida, dentro de la misma frase, al ver mi expresión de dolor.
Era increíble la manera en que ese tipo de comentarios seguían golpeando mi cuerpo de
las formas más insólitas. A pesar de que ya habíamos hablado de esto y que yo sabía que en
realidad él estaba bromeando, recordaba todas las veces en que pasé mi tiempo imaginando las
mil maneras diferentes en las que podía morir Da Silva y no conseguía extraer de eso nada
bueno, mucho menos cómico.
-Podríamos pasar con el auto y ver si encontramos a este hombre que decís y en todo caso
arreglar para encontrarnos en otro lado, aunque.... -comenzó a decir Oviedo, pensando en voz
alta y fue bajando el volumen hasta que se quedó pensando, con la mirada perdida por el
balcón.
-Sí -concluyó después de unos instantes. Me miró y agregó: -¿no?
Pero yo me lo quedé mirando sin comprender. Una cosa era que tuviera demasiadas
expectativas en mí; otra muy distinta era que me atribuyese cualidades telepáticas.
-Vamos a buscarlo -dijo, de pronto lleno de aventura. -Cualquier cosa, si nos cruzamos
con Da Silva, te escondés en el auto.
Mis ojos dieron una vuelta completa para indicar resignación frente a lo absurdo que ya
me sonaba todo esto aún sin haber siquiera comenzado. Oviedo agarró todo lo desechable y lo
tiró en la basura; buscó en las alacenas algún recipiente hermético y metió todo lo comestible
que había sobrado adentro. Luego metió la botellita de té helado en la heladera y aprovechó
para repasar con la rejilla la mesada. Yo vi todo eso con la manija de la puerta en mi mano,
listo para salir, algo sorprendido, debo admitir. Él ya estaba con la energía de Indiana Jones y
parecía que le agregaba un toque extra de emoción a cada cosa insignificante que hacía. Salió
del departamento casi a los saltos y por un momento lo sentí capaz de bailar.
-¿Por dónde vamos? -me preguntó una vez arriba del 300c.
Pero enseguida miró el volante, luego el asiento del acompañante y otra vez el volante y
dijo:
-Creo que es mejor que maneje yo... en caso de que aparezca Da Silva.
-No necesitás una excusa para manejar este auto -le contesté. -Ya te dije que aún me
cuesta creer que siga siendo para mí.
Por algún motivo caí en la cuenta de que sonaba algo aburrido o cansado. Aunque
después, al mirar de reojo a Oviedo, pude comprobar que eso tenía que ver con que él estaba
demasiado exaltado y me hacía quedar como un parco por comparación. Tenía tantas cosas
infantiles en su personalidad... Pero no aquellas de inocente que lo hacen a uno mandarse
cagadas, sino algo que tenía que ver con la alegría. Como si fuera un rasgo más de su rostro.

®Laura de los Santos - 2010 Página 322


Algo que le había tocado, como el color de los ojos, o el tamaño de su nariz. No sabía por qué
me resultaba extrañamente familiar esa cualidad. La había visto antes en alguna parte.
Probablemente había sido en él, ya que no dejaba de sorprenderme cada vez, considerando que
ya pasaba los 60 años y era en efecto algo extraordinario de presenciar. Algunas cosas,
simplemente, jamás dejan de sorprender. Como este auto, que cada vez que me subía en él, me
sentía flotar en una nube extasiante. Le indiqué el camino que hacía todos los días caminando
al trabajo, aunque me guardé la explicación de las postas y todo lo absurdo. En no más de 4
minutos, habíamos llegado al semáforo en el que solía encontrar al ilusionista. Quedamos
detrás de una cola larga de autos, lo cual indicaba dos cosas. La primera tenía que ver con que
era intransitable el microcentro a esta hora. Y la segunda, con que no tardaría mucho más en
cortar el semáforo si ya había pasado el tiempo necesario para que se formara esta extensa
cola. Entre el tumulto me costó ver si encontraba al ilusionista y justo, tal como predije, cortó
el semáforo. Oviedo dio la vuelta a la manzana y de reojo pude ver que pasábamos por la
puerta de Valmont. Eso me hizo perder la concentración por un momento y me invadió la
adrenalina cuando la imagen se fue derecho a mi memoria. Otra vez me hizo recordar cada
mañana en la que llegaba caminando y me vi en una secuencia de recuerdos que por un
instante me quitaron el aire. Pero respiré profundamente y me calmé, aunque no lo
suficientemente rápido para escapar a la percepción de Oviedo, quien me miró y por un
momento se preocupó. Cuando volvió a llevar la mirada hacia adelante, vi que seguía
preocupado. Se quedó con las dos manos aferradas al volante y duro, con la vista perdida
adelante. Nos habíamos detenido, así que supuse que había sido por algún semáforo y me
quedé mirándolo algo sorprendido de su eterna preocupación para conmigo y mi estado de
salud. Me resultó algo exagerada esta vez, ya que otras veces me había visto llorar y hasta
tuvo oportunidad de presenciar una fuerte crisis cuando llamó Julieta. Esto no era nada al lado
de eso, y sin embargo aún seguía duro. Miré para adelante, para seguir la dirección de mirada
de Oviedo y justo ahí estaba el ilusionista, haciendo sus malabares tan habilidosamente como
siempre.
-¡Ahí está! -casi grité exaltado.
Dos cosas me sorprendieron en ese momento. La primera fue el grado de emoción que me
invadió de pronto al volver a ver a este desconocido. Quizás estaba relacionado con el hecho
de que le seguía percibiendo ese dejo de alegría que siempre lo había caracterizado y entonces
veía más cercana la posibilidad de que pudiera ayudarnos; o al menos, mejor predispuesto que
el Turco. La otra cosa que me sorprendió fue el salto que pegó Oviedo cuando yo grité. Sí,
había sido más fuerte que lo necesario, pero no tanto como para generar semejante reacción.
Lo miré a Oviedo desconcertado. Él me miró y dijo:
-¿Él... es el hombre que estás buscando?
Hizo resaltar la primera palabra y, cuando asentí de pronto dudando por su expresión, se
le transfiguró la cara. Volvió a mirar hacia adelante un instante, pero bajó de golpe la cabeza
cuando el ilusionista se sacó la gorra para pasar por los autos. Se detuvo un instante al lado de
la ventana de Oviedo, sonriendo, pero Oviedo miró hacia mi lado, como... ¿escondiéndose?
¿Era eso siquiera... posible... en este hombre? Me quedé paralizado sin saber qué hacer. Seguí
al ilusionista con la mirada mientras se alejaba hacia otras ventanas más fructíferas. Era obvio
que no había visto a Oviedo, debido al vidrio polarizado. Recordé aquel día en que habíamos
atravesado una situación exactamente igual a esta y me sorprendí de que esa vez había sido él

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quien se había sorprendido de la habilidad de estos hombres y el primero en bajar la ventanilla
y entregarle dinero. ¿Qué estaba pasando ahora? ¿Qué le había hecho cambiar de actitud tan
bruscamente? Era vago el recuerdo que tenía de aquél momento y ahora no podía anclarlo en
relación alguna con éste. El semáforo se puso en verde y Oviedo arrancó casi arando, sin mirar
para atrás, absolutamente concentrado en el camino. No me animé a hablar. De todas formas
tampoco sabía qué decir. Jamás lo había visto reaccionar de esta manera y no me entraba en la
cabeza qué podría llegar a desatar sus pasiones de esa forma. Traté de hacer memoria y volver
hacia ese día. Había pasado a buscarlo con el auto y nos estábamos yendo a ver la casa para el
reality show. Sí, eso lo recuerdo bien. Pero ¿qué había pasado en el semáforo? No estaba el
ilusionista ese día, ahora que lo pienso, sino un hombre disfrazado de payaso que jamás había
visto. ¿Tendría algo que ver el hecho de que ahora fuera el ilusionista quien hacía los
malabares? Y, en todo caso, ¿qué diferencia podría significar para un hombre como Oviedo,
que tan cómodos había hecho sentir tanto a Romina como al Turco? Lo miré de reojo, pero su
expresión se había convertido en una roca. No tenía la menor idea del lugar adónde estábamos
yendo, pero no me animé a preguntar. Lo único que sabía era que por algo Oviedo me había
hecho esa pregunta y que tuvo relación directa mi respuesta con su posterior reacción; lo que
no sabía todavía era qué. Realmente no quería interferir en su... „momento‟ con mi curiosidad,
pero me resultaba casi imposible apartarle la vista. Oviedo hizo unas cuantas cuadras y luego
se detuvo con las balizas y tocó el volante con su frente. Se quedó así un rato que a mi
ansiedad le pareció eterno. Levanté mi mano para tocarle la espalda, pero me arrepentí a
medio camino. Decidí darle un momento más para que se estabilice. De pronto suspiró y
volvió hacia atrás en el asiento, haciéndome saltar. Le dio uno de sus golpes frustrados al
volante y su cara se llenó de angustia. ¿Qué demonios estaba ocurriendo?
Por suerte no pasó demasiado tiempo antes de que Oviedo recordara que no estaba solo
dentro del auto y me mirase. Pero creo que fue peor. Si había algo que me dolía era ver mal a
Oviedo y eso era exactamente lo que estaba viendo ahora.
-¿Ese era el hombre que buscabas? -dijo, lleno de sufrimiento. -¿Estás seguro?
-Positivamente. Era él -respondí rápido, sin pensar demasiado en si era lo mejor decirle la
verdad o no.
Oviedo volvió a apoyar su frente en el volante y dijo:
-¿Por qué él?
-Ya te dije que... no lo sé... algo en su mirada... no lo sé.
Oviedo levantó la cabeza y me miró.
-¿Qué cosa en su mirada?
Y no sé si fue la tensión que había adentro del auto que me hacía pensar más claramente o
el hecho de que Oviedo preguntara específicamente eso, pero la cuestión es que me iluminé y
de pronto me di cuenta dónde había sido que yo había visto una mirada como la de Oviedo.
Era él, el ilusionista, quien compartía esa misma expresión y ahora que por primera vez los
imaginaba dentro del mismo contexto, resultaba evidente que algo había entre ellos. Una
conexión personal, quizás... demasiado fuerte como para tener semejante efecto sobre Oviedo.
Y las edades... ¿familia, tal vez? ¿Sería posible que-- No. Era absurdo. ¿Qué-- Pero si--
Entonces, ¿cómo--

®Laura de los Santos - 2010 Página 324


Miré a Oviedo y de pronto estaba ahí, el parecido. Algo que nunca me había fijado, algo
que no había podido ver porque mi cerebro jamás había tenido intención de conectarlos. Él
seguía esperando una respuesta, así que sonreí amargamente y contesté con la verdad:
-La obstinada alegría.
Oviedo volvió a mirar hacia adelante y afirmó con la cabeza en silencio, como si estuviese
recordando algo demasiado lejano.
-Todo el mundo nos decía que teníamos eso en común -dijo.
Yo tenía mil doscientas preguntas para hacerle, pero me quedé en silencio, esperando.
-¿De dónde lo conocés? -preguntó.
Negué antes de decir:
-No lo conozco. Lo veía todos los días camino al trabajo y siempre me acordaba de él por
esa mirada extraña que le veía. -Hice una pausa, para analizar la reacción de Oviedo, pero se
quedó esperando más. -Me cruzaba con muchas personas mientras caminaba, pero él siempre
se destacó porque era la única que, durante años, jamás dejó de sonreír.
Pero dejé de hablar cuando el dolor atravesó el rostro de Oviedo. Definitivamente no
sabía qué estaba pasando y, como llegué a la conclusión de que tenía muchas más preguntas
que él, me quedé callado, analizando su rostro. Angustia, consternación, duda, incredulidad y
desesperación eran las expresiones más visibles.
-Supongo que te estarás preguntando qué me pasó -dijo, luego de un momento.
Me lo había preguntado, sí. Pero ahora no era ni la menos importante de mis preguntas.
De todas formas asentí para que continuase.
-Él es... mi hijo -alcanzó a decir antes de que se le quebrara la voz.
Y sí. No era más que una confirmación de lo que había sospechado. Pero, ¿qué había
pasado entre ellos? Evidentemente algo no muy agradable, pero qué. Era una enorme sorpresa
lo que Oviedo me estaba contando, pero peor era lo atónito que me dejaba la idea de que este
hombre pudiera tener un conflicto con alguien, mucho menos con un miembro directo de su
familia. No. Definitivamente era imposible. Este hombre era todo comprensión y amor y
paciencia y sabiduría. ¿Qué demonios había pasado para que las cosas quedaran en este
estado? Y, ¿cuántos años habían pasado desde entonces? ¿Qué estaba haciendo Oviedo
perdiendo su tiempo conmigo si estaba esta situación en el medio? ¿Qué-demonios-había-
pasado?
-Yo no... -empezó a decir Oviedo -yo no puedo... acompañarte... si vos... querés...
-No te preocupes, Carlos -lo tranquilicé rápido. -No es necesario hablar ahora. Esto puede
esperar. Vamos, salgamos de acá.
-No, no... está bien. No creo que aparezca por acá si está... ¿trabajando?
Y luego suspiró y volvió a negar con su cabeza. Me dio la sensación de que no había
querido que sonara como una pregunta hacia el final, y que tuvo que ver más con su
imposibilidad de... ¿aceptarlo? De pronto recordé al Turco y a su trabajo e imaginé que algo
similar a lo que estaba viendo ahora en Oviedo se tendría que haber dibujado en mi rostro
entonces. ¿Era eso lo que veía ahora? ¿Era... realmente... decepción... lo que corría por su
cuerpo? Y de pronto, una realidad no demasiado alejada de la mía. Un padre en desacuerdo
con los deseos y sueños de su hijo; un distanciamiento por incomprensión; una ilusión
desvanecida. Era un clásico, ¿no? Pasaba en todas las familias. Pero... no veía realmente una
posibilidad de que Oviedo reaccionara de esa forma. Había sido tan comprensivo conmigo. Se

®Laura de los Santos - 2010 Página 325


había mantenido a mi lado y me había ayudado a pesar de que yo no era un asesino por mera
casualidad. ¿Cómo era posible que fuese capaz de aceptar a un asesino pero no a su propio
hijo? ¿O qué había hecho su hijo para merecer el rechazo de un padre como este? Esa también
era una opción válida. Quizás yo lo estaba viendo desde una perspectiva demasiado
condicionada por la postura de hijo, pero tal vez algo inaceptable había sucedido y Oviedo no
tuvo más remedio que darle la espalda a su propio hijo. Yo no era padre de nadie y, hasta el
día de hoy, no veía razón alguna suficiente para que un padre deje de luchar por sus hijos; de
hecho era algo que aún no podía perdonarle a mis propios padres. Pero ahora que era nada
menos que Oviedo quien se sentaba a mi lado, y que yo había logrado sentir por él un
significativo respeto patriarcal, me resultaba incongruente que tuviera una relación, por más
mínima que fuera, con mis propios padres y sus actitudes. No. Definitivamente el ilusionista
tuvo que haber hecho algo gravísimo para lograr verle la espalda a un padre como éste. Pero,
¿qué? ¿Quién podría cometer semejante atrocidad y aún así ser capaz de mantener la alegría...
¡por años!? Había demasiadas cosas contradictorias y lo único que lograría aclararlas era
también lo único que no podía hacer en este momento: preguntarle a Oviedo. Esta situación
era evidentemente durísima para él y de ninguna manera iba yo a presionarlo para que me la
explicara.
-¿Querés hablar con él? -preguntó luego de un instante. -No tengo problema, sólo... no
puedo acompañarte.
-Pero, no, Carlos, por favor. De ninguna manera. Podemos encontrar a otra persona, o
podemos idear algo nosotros, yo--
-Es que... -me interrumpió. -No estás equivocado. Él puede brindarte toda la ayuda que
necesitás. -Hizo una pausa antes de agregar: -No vale la pena que la desperdicies.
Pero había tanto dolor en esas palabras, tanto sufrimiento, tantos recuerdos obviamente
imborrables con el paso del tiempo. ¿Qué habría querido decir con esas palabras? ¿Que era un
buen hombre, o inteligente? ¿Que el problema era sólo entre ellos dos? ¿Y su madre? ¿Y el
resto de la familia? Ayer cuando le contaba al Turco acerca de su familia no parecía estresado
para nada, ni complicado para hablar, ni dolido. Había supuesto que tenía una familia ideal,
llena de amor y de comprensión, como transmitía ser él. ¿Por qué de pronto ahora surgía esto?
Era un misterio; un gran misterio.
-Él no se va a ir a ninguna parte -le dije. -Puedo hablar con él después, o no, no sé... Estoy
preocupado, Carlos. No quiero dejarte.
-Toc, toc, toc -hizo algo metálico en la ventana de Oviedo.
Y ahí sí que saltamos los dos. Oviedo por un instante tembló, pero se relajó enseguida
cuando vio que el que golpeaba era un oficial de la policía. Bajó la ventana.
-Buenas tardes -dijo el hombre, todo militar.
-Buenas tardes, agente -le respondió Oviedo.
-Oficial -le corrigió orgulloso.
-Disculpe, oficial -remendó Oviedo.
-No puede detenerse aquí.
Oviedo miró para los costados y se dio cuenta de que se había detenido en la puerta de un
banco.
-Lo siento -dijo Oviedo, aún confundido. -Ya me voy.
-Voy a tener que hacerle una multa -dijo el cana, mirando el auto lujoso con cariño.

®Laura de los Santos - 2010 Página 326


Oviedo cerró los ojos y suspiró. Enseguida sacó su billetera y le entregó un billete de 50 al
cana, que evidentemente no tenía intención alguna de hacernos una multa. Él otro sonrió
satisfecho, se alejó de la ventanilla y le hizo señas al auto de atrás para que nos dejara pasar.
Oviedo comenzó a mover los labios, como si estuviese pensando en algo. Parecía que cada vez
se indignaba más.
-No me gusta hacer eso, pero no podía quedarme a esperar -me dijo en voz alta.
¿Oviedo realmente se estaba disculpando por coimear a un cana? Yo había hecho eso mil
veces y jamás me sentí mal; era casi una constante en esta ciudad. Uno se ahorraba
demasiados trámites burocráticos con un poco de dinero, y los policías y agentes de tránsito
saben eso mejor que nadie. Me quedé en silencio. Decididamente, la corrupción policial era un
tema absolutamente menor en este momento.
-¿Querés que vayamos para tu casa? -le pregunté.
-Si no te molesta... -me contestó.
-Para nada.
-Yo después te traigo.
-Dejate de joder, Carlos -le dije, algo fastidiado ya, por las absurdas preocupaciones que
se estaba sumando a la mochila.
Creo que fue la primera vez que me dirigí a Oviedo con una grosería, aunque a él pareció
no importarle mucho. Es más, creo que lo ayudó a focalizarse en lo que venía pensando.
Luego de eso me quedé en silencio, para permitirle organizar mejor sus ideas. Me mataba la
curiosidad; quería enterarme de todo lo concerniente a este hombre, sobre todo porque no
tenía la menor idea de lo que podría haber sucedido para que él se pusiera de esa forma.
Gracias a mí había tenido oportunidad de vivir muchas cosas, en su mayoría horribles y por
ninguna de ellas se había inmutado. ¿Qué había pasado entre este hombre y el ilusionista? Lo
miraba de reojo para tratar de extraer algo de sus expresiones, pero me estaba costando más
que nunca. Él realmente había conseguido guardarse este tema muy adentro y me daba la
sensación de que la costumbre le estaba jugando en contra.
-Me estás matando, Carlos -dije después de un rato en el que todavía seguíamos luchando
con los semáforos de Buenos Aires.
Y sí, yo no tenía tanta paciencia como él, ni años de experiencia para poder quedarme
callado y esperar a que las cosas se resolvieran a su debido tiempo. Pero él se quedó en
silencio, aunque más confuso que consternado, por lo que supuse que tenía que ver con que no
sabía por dónde comenzar; o al menos eso pensó mi ansiedad.
-¿En serio es tu hijo? -pregunté.
Pero me arrepentí enseguida. Qué pregunta más pelotuda. Lo bien que haría este hombre
en bajarme del auto por imbécil.
-¿Qué pasó ente ustedes? -agregué rápido.
-Qué pregunta... -dijo Oviedo, levantando las cejas. -Pasaron tantos años que ya no sabría
decirte qué fue realmente lo que pasó.
-¿Cuánto hace que no se hablan? -incursioné tranquilamente; este era un tema familiar en
mi vida. Casi me reí con lo literal que sonó ese pensamiento.
-Más de 10 años.
-Pero, ¿él vive acá?
-Evidentemente. Si vos me decís que te lo cruzaste durante años...

®Laura de los Santos - 2010 Página 327


-¿Qué querés decir?
-La última vez que hablé me dijo que se iba a Europa con un circo. -Hizo una pausa. -No
fue una conversación agradable la última...
-Pero, ¿qué pasó?
-Hasta el día de hoy, no lo sé -dijo Oviedo, negando con su cabeza.
-¿Me estás queriendo decir que simplemente se distanciaron? ¿Sin motivo aparente?
-Puede ser...
Pero sonaba tan distante Oviedo en sus palabras; lejísimos.
-No te creo -le dije.
Y me sorprendí de lo cierto que fue. Oviedo me miró algo sorprendido por mi repentina
seguridad.
-¿De vos? No lo creo -insistí. -No tenés el perfil de un hombre que simplemente se
resigne a que pasen las cosas.
-El perfil... -repitió Oviedo. -Quizás en algunos aspectos.
-Algo tuvo que haber pasado para que te pusieras como te pusiste.
-Fue más que nada la sorpresa; la... coincidencia. Que me dijeras que te lo cruzaste
durante años y que yo no lo haya visto nunca en todo este tiempo.
Lo miré con una ceja levantada, sin creer una sola de sus palabras. Él sonrió amargamente
y negó con la cabeza.
-No sé qué estás esperando oír -dijo. -No hay una historia espectacular detrás de todo esto.
No hay ni siquiera una historia aburrida. Él no fue más que un clásico ejemplo de muchacho
rebelde que siente que su vida de clase alta es una injusticia para aquellos que no viven de este
modo. Y un determinado día dijo que se iba y se fue.
-¡¿Así nomás lo dejaste ir?! -pregunté, más indignado de lo que quise sonar.
-¿Y qué podía hacer? -contestó Oviedo, levantando los hombros.
-¡Frenarlo! ¡Explicarle! ¡Es tu hijo!
Me di cuenta de que esto empezaba a convertirse en algo personal. Mi irritación no tenía
que ver tanto con él particularmente sino con mi propio padre y con su desinterés.
-Venía amenazando con que se iría y a los 25 años ya no podía decidir por él -continuó
diciendo Oviedo.
-Eso no explica que hayan dejado de hablarse. Todos los hijos eventualmente se van de la
casa de sus padres. Eso no hace que se pierda la comunicación.
-Ese día que se fue discutimos mucho y yo estaba demasiado enojado como para
convencerlo de que se quedara. Aparte no pensé que iba a durar ni dos días sin mi ayuda.
-Pero duró -le dije, aún enojado, de pronto sintiéndome plenamente identificado con el
hijo de Oviedo. Aún no podía creer que él y el ilusionista fueran la misma persona.
-Sí, duró. Enseguida llamó para decir que se había mudado a una pensión y dejó los datos.
Creo que sólo lo hizo por respeto hacia su madre. Si por mí fuera, no creo que hubiese llamado
en absoluto. Desde entonces sólo llamaba durante el día o directamente al celular de Lucrecia.
Hasta que dijo que se iba a Europa y ella se puso tan mal que le pedí que no me contara más
novedades de la vida de Luciano. Que me bastaba con que ella supiera que estaba bien.
-Frená el auto, por favor -dije atrás de esas palabras.

®Laura de los Santos - 2010 Página 328


Ya no quería seguir escuchando. Mi pedido era absurdo. Estábamos entrando en Olivos y
no tenía la menor idea de qué haría a continuación. Pero de pronto me sentí sumamente
ofendido con lo que estaba escuchando.
Oviedo no comprendió al principio a qué se debía mi pedido. Deduje eso ya que de
haberlo hecho, hubiese intentado convencerme de quedarme con él. Ahora estaba afuera del
vehículo, caminando en dirección a Libertador, dispuesto a tomarme un taxi o un colectivo o
lo que fuera con tal de no seguir escuchándolo hablar tan tranquilamente de cómo dejó ir tan
fácilmente a su hijo. Oviedo se bajó también del auto y me alcanzó antes de que me fuera.
-Esperá. No te pongas así -me dijo.
-No puedo seguirte escuchando.
-Está bien, cambiamos de tema. A mí tampoco me agrada hablar de eso. Vos preguntaste.
-¿Por qué me frenás a mí ahora, pero no lo frenaste a él cuando se fue?
-¿Cómo iba a hacer eso? Ya era un hombre adulto cuando tomó la decisión.
-Yo también -le dije y lo esquivé para seguir caminando.
-¡Llevate el auto! -me gritó luego de unos segundos en los que ya me había alejado más
de media cuadra.
Pero yo estaba demasiado enojado, demasiado ofendido, como para volver hacia atrás.
Tenía que estar solo, tenía que pensar en algo. No tenía más que 50 pesos en el bolsillo y no
sabía si eso me cubriría un taxi de vuelta a capital, así que fui hasta Libertador y me tomé el
29, completamente dispuesto a ir directamente a hablar con el hijo de Oviedo.
Todavía estaba sorprendido y enfadado cuando me senté arriba del colectivo y me puse a
mirar por la ventana. Aún no podía creer lo que le había escuchado a Oviedo. Peor porque
había estado esperando un sacrilegio por parte del hijo y la realidad era que simplemente se
habían alejado, sin motivo, sin razón, sin pretextos. Y tampoco podía creer que Oviedo
estuviese tan tranquilo con esa situación. Era su hijo. ¡Su hijo! Y mientras iba por la vida
diciéndome que aprovechara todos los momentos que tenía y que dejara de perder el tiempo y
que fuera a buscar a Julieta, él hacía exactamente lo contrario. No podía creer que tuviera que
decir esto, pero Oviedo era un hipócrita. Guiándome por el buen camino, tratando de
ayudarme en todo lo que necesitara, alegrándose con mis alegrías y sufriendo con mis
tristezas. Como si fuera mi padre. Como si fuera el padre que siempre deseé y que jamás
encontré en mi propia familia. Mientras él ocupaba todo su tiempo en rescatarme del infierno,
paseaba tranquilamente por el mundo sin saber qué era de la vida de su propio hijo;
simplemente resumiendo que estaba bien porque su esposa no le venía con malas noticias. Qué
desilusión. Qué terrible desilusión. Me sentía de pronto traicionado por él, pero traicionero con
el ilusionista. Por haber ocupado su lugar, por haber deseado a Oviedo como padre cuando
éste rechazaba voluntariamente a su propio hijo. Y también me sentía traicionero conmigo
mismo. Por haber deseado como padre a un hombre que no era en absoluto diferente al que
llevaba mi sangre. Por haber criticado a un hombre mientras idolatraba a otro que actuaba de
la misma forma. Oviedo había bajado los brazos con su propio hijo y aún hoy, cuando el
destino le daba la oportunidad de volver a verlo, se había escondido como un cobarde. No. No
podía creer mis propios pensamientos. No podía imaginar al hombre que recorrió cielo y tierra
para encontrarme como a un cobarde. Yo era siempre el que cubría ese rol; y él siempre el que
me ayudaría sin importar las consecuencias. ¿Por qué tenía que venir a enterarme ahora de
esto? ¿Por qué ahora, cuando más cerca me sentía de él? ¿Cómo era posible que hablara tan

®Laura de los Santos - 2010 Página 329


tranquilamente de esta situación? Como si ya fuera una causa perdida y hubiese aceptado que
jamás lo volvería a ver; como si hubiera muerto. ¿Qué demonios estaba pasando con estos
hombres? Todo el tiempo que deseé recibir un llamado de mi padre, diciéndome que estaba
arrepentido, o que lo sentía, o simplemente que había pasado ya demasiado tiempo y que sólo
quería saber cómo estaba. Ahora me doy cuenta de que eso nunca va a pasar, y me doy cuenta
también de que fue la principal razón por la que no quise seguir escuchando a Oviedo. Él me
estaba diciendo, no que ya no tenía esperanzas con su propio hijo, sino que mi propio padre las
había perdido conmigo. Abiertamente me estaba demostrando que a falta de un hijo, cualquier
otra persona puede venir perfectamente a ocupar su lugar. De pronto me imaginé yendo de
sorpresa a la que fuera mi casa durante tantos años y encontrando en mi cuarto a otro hombre,
cumpliendo mi rol y ocupando mi lugar. Como una remake postmoderna de La Naranja
Mecánica. Qué tan enfermo tiene que estar Oviedo para permitirme quedarme a dormir en su
casa y usar el cuarto de huéspedes y permitirme bañarme en la ducha que tendría que estar
ocupando su hijo cuando decidiera ir de visita. ¿Es que realmente pensaba que éramos
intercambiables? ¿Uno que no me agrada por otro que me admira y hace todo lo que le pido?
¿Uno que no me necesita para nada por otro que se muere sin mi ayuda? ¿Qué pensaría su hijo
si se enterase de todo esto? ¿Qué pensaría yo si me encontrara en su misma situación? ¿Qué
hubiese pasado si de pronto yo me sentía cómodo en la casa de Oviedo y decidía abandonar
todo mi pasado y quedarme a vivir ahí y un día decidía reaparecer su hijo y me encontrase en
su lugar? Esto era una enfermedad. Un juego de roles desquiciado. Una baraja llena de cuatros
de copa. Una locura. Absurdo. ¿Cómo evitar pensar ahora que todo lo que hizo por mí fue
exactamente lo mismo que dejó de hacer por su propio hijo? No me entra en la cabeza. Sólo de
imaginar que la misma situación es posible con mis padres me produce una angustia con la
que no me creería capaz de lidiar. Así fuese la decisión de él haberse ido de su casa, así fuese
mi decisión de crecer, así nos motivara el mismo sentimiento de incomprensión, aún así me
resultaba completamente extraña la decisión de ellos de resignarse a la posibilidad de no
volver a hablar con sus hijos ya nunca.
Pero de pronto, la pegunta que me lanzó la tirana me agarró completamente desprevenido.
„¿Por qué es tan incomprensible que ellos no quieran hablar con sus hijos, pero es
perfectamente aceptable que ustedes no quieran hablar con sus padres?‟. “Eso es diferente”,
pensé rápido. Intentaba pelearme con mi propia consciencia, mientras sabía de antemano que
tenía razón. Que podía ofenderme e indignarme por muchas cosas, pero no por el hecho de que
dejaran de intentarlo. Era cierto. Sí era lo mismo. También yo había dejado de intentarlo.
También yo me había alejado, cegado por el orgullo. También yo había continuado con mi
vida como si no existiesen. Y ni siquiera podía mentirme que estaba dolido por esa situación.
Porque la verdad era que si yo tuviera que hablar de mis padres, posiblemente lo hubiese
hecho en el mismo tono en que lo escuché a Oviedo hablar de su hijo. De alguna manera me
molestaba que él sintiera por mí un cariño que no le estaba entregando a su propio hijo, porque
era un cariño que yo mismo quería recibir de mis padres y no podía tenerlo. ¿Sentiría lo
mismo Oviedo? ¿Habría depositado sus fichas en mí porque deseaba con todas sus fuerzas que
alguien lo mirara como a un padre? ¿Cómo culparlo entonces? Si al final yo no estaba
haciendo nada diferente con mis propios padres. Si Oviedo era un enfermo por intercambiar a
su hijo conmigo, también lo era yo, por ponerlo a él en el lugar de mi padre. Y no podía

®Laura de los Santos - 2010 Página 330


siquiera saber cómo se sentían ellos respecto de esto porque hacía ya demasiados años que no
los veía ni hablaba.
Tenía pensado ir hasta el microcentro con el colectivo, pero cuando pasó por la esquina de
mi casa cambié rápidamente de idea y me bajé. Fui casi corriendo hasta adentro, sin prestar
atención al portero de la mañana que se quedó mirándome con el mismo signo de pregunta con
que lo dejamos al salir más temprano. Oviedo no le entregó plata a este a cambio de su
silencio y tampoco lo había hecho yo ahora; pero poco me importaba en este momento en el
que por primera vez en varios años sentía unas ganas desesperadas de volver a oírles la voz a
mis padres. Así que subí al ascensor, esperé impaciente a que subiera los 10 pisos, me bajé,
abrí la puerta del loft y caminé derecho hacia el teléfono aún sosteniendo la llave. Pero me
detuve de pronto con el tubo en la mano y el dedo listo para marcar los números y nuevamente
me sentí una mierda. No me acordaba el número de memoria. No me acordaba de memoria el
número de la casa en la que viví 20 años. No me acordaba de memoria el número de mis
propios padres. Tuve que recurrir nuevamente a la agenda en la que estaban los padres de
Julieta. La tomé mientras negaba con mi cabeza al recordar que ni siquiera los tenía en la
memoria de mi celular, que por supuesto había perdido la noche de la fiesta. Probablemente el
turco no tardó demasiado en conseguir un comprador de BlackBerry. Uno de los días en los
que me estaba recuperando dentro del estacionamiento me devolvió la billetera con los
documentos y las tarjetas, pero sin la plata y no me animé a preguntarle por el teléfono
tampoco. Al menos a mi mamá sí la tenía bajo ese nombre y no por apellido. Marqué el
número y esperé.
-¿Hola? -dijo mi mamá.
Y entonces me di cuenta de que no sabía reamente qué le iba a decir. Me había dejado
llevar por un impulso y ahora comenzaban a llover en mi mente no sólo todos los recuerdos
que tenía de ella, provocados por el sonido de su voz, sino todo lo relacionado con estos
últimos dos meses. Ella no sabía nada de mi vida, pero no cabía duda de que se había enterado
de lo mínimo a través de las noticias. Hasta donde ella podía enterarse, yo estaba prófugo
luego de haber cometido un intento de homicidio.
-¿Hola? -volvió a decir.
-¿Mamá? -susurré.
Y por algún curioso motivo, pronunciar esa palabra en voz alta me trasladó directamente a
mi niñez, a un lejano recuerdo de alegría que ahora se veía borroso. Algún cumpleaños,
quizás, o un paseo por las playas de Mar del Plata. Al otro lado del tubo sentí su respiración
aumentar repentinamente, como si estuviera a punto de largarse a llorar, o como si su corazón
fuera a detenerse sin previo aviso.
-Guille... -exhaló. -¿Cómo estás?
Fue extraño el hecho de que me llamara por mi diminutivo luego de todos estos años y
más extraño aún fue el hecho de que su primera pregunta fuera esa. De pronto tres palabras me
hicieron sentir que el tiempo no había pasado, que habíamos hablado recientemente y que este
no era más que un llamado de rutina diaria. Y si no fuera por la fuerte respiración agitada que
escuchaba, me hubiese dado la sensación de que ni un solo día de todos los que llenaron estos
años ella dejó de tener la esperanza de que volvería a llamar, y que cada vez que sonaba el
teléfono, de alguna manera estaba esperando lo que ahora estaba sucediendo.
-Bien, bien... ¿vos? -pregunté.

®Laura de los Santos - 2010 Página 331


Parecía realmente una conversación de todos los días, aunque los dos sabíamos la
cantidad de pensamientos y sentimientos que se escondía detrás de esos monosílabos. Y se
quedó en silencio. Supuse que „bien‟ no era precisamente la manera en que se estaba sintiendo
ahora.
-¿Qué pasó, Guille? -preguntó luego de una pausa.
-Muchas cosas, ma.
Y casi se me parte el alma cuando esas dos letritas formaron la última palabra. Era
increíble la fuerza que tenían y me agarraron desprevenido. Suspiré para frenar las inminentes
lágrimas. Dios mío, ¿iban a dejarme algún día en paz? Porque su pregunta ni siquiera había
sonado a crítica. Lo único que percibí en su voz fue preocupación. Esa perenne necesidad de
toda madre de saber que sus hijos están bien. De pronto tuve ganas de contarle todo. De pronto
sentí que el tiempo no había pasado y que ni siquiera iba a ser necesario atravesar la
incomodidad de la disculpa. Ella era mi madre y sólo le importaba mi estado de salud.
-¿Vas a estar en casa? -dije.
„Casa‟. No „tu‟ casa. Simplemente „casa‟.
-Sí -contestó con una ansiedad en la voz que supe instantáneamente que se pondría a
llorar en cuanto cortara el teléfono.
-Salgo para allá -le dije entonces. -Ahora nos vemos.
Fue ella quien cortó el teléfono antes de decir adiós, y yo no le di tiempo a mi mente de
que se pusiera a sacar conclusiones. Subí al cuarto saltando los escalones de a tres, abrí la caja
fuerte del placard, saqué 300 pesos, me los puse en el bolsillo y salí a la calle como una bala.
Tenía tanta emoción encima que hasta se me cruzó por la cabeza saltar por el balcón para
llegar antes. Frené el primer taxi que apareció y antes de subirme, al mirar de reojo la plaza, vi
que a lo lejos el Turco caminaba en dirección al estacionamiento con paso firme y decidido,
como le había visto hacer en esos momentos en los que la calentura lo sacaba de sus casillas.
“Alguno de sus quilombos cotidianos”, pensé y no le di más importancia al tema. No sabía
aún la tragedia de la que me iba a enterar. Mi mente estaba demasiado ocupada con mi
situación familiar así que entré en el taxi y le indiqué a Villa Urquiza.

Afortunadamente aún no llegaba el mediodía y el tránsito en Buenos Aires seguía siendo


mayor en dirección al centro que el caso contrario. Afortunadamente porque no tardó
demasiado en llegar a la casa de mis padres y entonces no tuve tiempo de ponerme a imaginar
las distintas versiones de nuestro reencuentro. Por algún motivo, me había dejado tranquilo la
manera en que mamá me habló, como si no tuviera intención alguna de juzgarme, ni de sacar
conclusiones hasta tanto oír el orden de los acontecimientos de mi propia boca. Antes de
bajarme del taxi, ya pude ver de reojo cómo mamá corría la cortinita de la ventana y miraba
hacia afuera. El auto se alejó y me encontré repentinamente sin obstáculos que me separasen
de esa casa llena de recuerdos que ahora caía en la cuenta de que eran imborrables, por más
esfuerzos vanos que hiciera por olvidarlos. Caminé hacia la puerta, mirando hacia los costados
todas esas cosas que no habían cambiado en absoluto en todos estos años. El paraíso en la
vereda, las dos plantas de jazmines a cada lado de la puerta de entrada, la bendita baldosa rota
que me había hecho perder el equilibro en varias ocasiones y que el gobierno aún no arreglaba,
los ladrillos de las paredes y el cartelito que decía:
“Flía. Domínico

®Laura de los Santos - 2010 Página 332


M. Acha 542”
Me quedé un instante mirando ese cartel. Sobre todo porque nuestra familia era en efecto
tan pequeña que resultaba más literal que práctico el hecho de acortar la palabra. Tan pequeña,
tan pocos integrantes, tan poca posibilidad de conflicto, y aún así, distanciados. Mamá abrió la
puerta antes de que yo llegase a tocar el timbre, pero se quedó parada mirándome a los ojos
mientras le temblaba el labio inferior. Sólo entonces me di cuenta de todo lo que la había
extrañado y de que no existiría en el mundo una fuerza lo suficientemente grande como para
lograr que pudiera olvidarla o mantenerme ajeno a su existencia. Otra más de las mentiras que
sólo ahora me doy cuenta de que durante años intenté hacer pasar por verdades. Porque había
algo en su mirada que hacía que el tiempo se volviera obsoleto, algo inexplicable que escapaba
a la concepción del tiempo. Un sentimiento que lograba romper con todas las estructuras y con
todos los idiomas conocidos. Me acerqué a ella y sin pronunciar palabra, nos abrazamos.
Entonces la sentí llorar y también me emocioné hasta las lágrimas. Sobre todo por el hecho de
que esto era real y algo inexplicable nos unía que hacía que el tiempo se hiciera añicos. Y de
pronto dejó de importarme todo lo que había hecho en estos años, y dejó de importarme
también el hecho de haber vivido una mentira. Lo único que pensaba era que la necesitaba y
que, por alguna vuelta inesperada del destino, podía acceder a tenerla. Algo que valoraba
demasiado ahora que había querido abrazarla en medio de mi crisis dentro del estacionamiento
y no había podido, y hasta incluso había llegado a considerar un momento como este como
mera utopía. Pero, al igual que me había pasado con Oviedo, otra vez estaba en los brazos de
alguien que me cuidaba y que me cuidaría siempre, sin importar los hechos ni las
consecuencias. Necesitaba a mis padres enormemente y me había mentido que podía vivir
perfectamente sin ellos porque había aprendido que aceptar esta necesidad me convertiría en
un débil y en un cobarde; dos cualidades no muy aceptadas en la sociedad. Pero ¿cómo no
sentirse así si uno no puede contar con ellos? ¿Cómo pretender alejarse para aprender a ser
fuerte si en un principio es la familia quien brinda la seguridad necesaria para afrontar la vida?
El mundo estaba completamente al revés y ahora lo único que sentía era alegría, por haber
sido capaz de revertir esta situación antes de que fuera demasiado tarde. Y justo en ese
momento, la tirana aprovechó para traerme a la mente la imagen de quizás la única otra mujer
en el mundo que era para mí tan importante como la que estaba abrazando ahora. Pero sólo me
hizo reír la seguridad con la que el destino apostaba a mi vida dándome una oportunidad detrás
de otra, porque sabía que tarde o temprano terminaría cediendo ante él.
Nos separamos y nos miramos a los ojos por un momento que pareció eterno, en el que
pasaban todos los sentimientos de estos últimos años en una secuencia de idas y venidas en las
que ella reaccionaba de alguna manera y luego me pasaba otras emociones, y recuerdos que
luego yo interpretaba. Era rarísimo. Como si existiese una inexplicable conexión entre
nuestras miradas que iba más allá de cualquier razón.
Cuando finalmente entramos en la casa, me sentí como si hubiésemos estado hablando por
horas y que ahora sólo quedaba tiempo para disfrutar de unos buenos mates. Y me di cuenta de
que no era el único que se sentía así, ya que en ese momento mamá dijo:
-¿Mate?
Y ni siquiera me sorprendió. Algo demasiado incomprensible, demasiado conectado con
los sentimientos, hacía que sonara perfectamente lógico. Asentí con mi cabeza y entonces ella
se fue a la cocina.

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No habían pasado realmente la cantidad de años necesarios para lograr algún cambio
visible en una casa de barrio. Y eso hacía que aún más me sintiera como si jamás me hubiera
ido. El living, con los sillones heredados de la casa de la abuela, la chimenea con los
portarretratos, el olor tan característico que largaba la alfombra, todos esos pequeños detalles
que me sorprendían no por haber cambiado, sino por haberse mantenido exactamente iguales.
Y sí. ¿Qué esperaba? No era en efecto tan probable la teoría de que hubiera otro hombre
ocupando mi lugar como me había parecido arriba del colectivo. Quizás mis padres se habían
acostumbrado demasiado a que fuéramos siempre pocos, y en lugar de querer retenernos el
uno al otro, por ser „lo único que tenemos‟, habíamos optado por hacer exactamente lo
contrario y mantenernos reservados en nuestros mundos privados, sabiendo que estábamos
dentro de la casa, pero sin hacer demasiada referencia a ello. Creo que esa fue otra de las
razones por las que rápidamente sobraron las palabras entre mamá y yo. En esta casa rara vez
habían discusiones o gritos o ruidos. Hasta el perro parecía haberse adaptado al silencio
rutinario y sólo movía un poco la cola sin siquiera levantarse de su cómoda posición para
recibirnos cuando llegábamos; simplemente la golpeaba suavemente contra el suelo un par de
veces y eso era exactamente lo que estaba haciendo ahora también. Los años pasan más rápido
para ellos y le veía algunas canas extra que la última vez, pero al mirarnos, comprendí que era
el mismo de siempre, quizás el único perro al que le llegué a tomar cariño. Pienso que quizás
tenía que ver con el hecho de que a ninguno de los dos nos gustaba la exaltación. A él le
bastaba con que yo lo mirase al llegar, y yo no necesitaba más que ese pequeño gesto con su
cola para saber que me había visto. Todo en esta casa era sutil y, en general, armonioso.
Entré a la cocina y me apoyé contra el marco de la puerta. Seguí observando los detalles y
miré a mamá mientras agitaba el mate con la yerba para sacarle el polvillo. Me hizo acordar a
ese día en el que Van Olders me pidió que le explicara los misterios del mate y yo había hecho
exactamente lo mismo que ella. La mayoría de sus enseñanzas habían sido implícitas, sin
preguntas ni palabras; mera observación. Ella estaba de espaldas y no me miró en todo ese
rato, pero juraría que sabía no sólo que estaba ahí, sino la postura que tenía y la expresión en
mi rostro. Le echó un chorrito de agua fría al mate antes de agregarle más desde la pava y
luego, sin mirar hacia atrás, extendió el mate para que lo agarrara. Sonreí y, junto con el mate,
tomé de la mesada el posapava y el azúcar y me fui al jardín. No era tan grande como el de
Oviedo, pero nunca lo sentí pequeño. Mamá llegó atrás y se sentó a mi lado.
-Me alegra estar acá -le dije, mientras ella cebaba el mate. -Pasaron muchas cosas... en
muy poco tiempo. Te habrás enterado, ¿no?
Ella asintió.
-Realmente siento mucho no haber llamado antes -continué. -Sólo ahora puedo...
comprender... el grado de preocupación que debiste haber sentido. Yo... me costó mucho...
todavía me cuesta...
Pero descarrilé. Era sumamente difícil tratar de poner en palabras todo lo que estaba
sintiendo; especialmente porque si de algo estaba seguro era que ella sabía perfectamente todo
lo que yo intentaba decirle. Pero aún así, no podía dar por sentadas las cosas, por más noción
que tuviera de que ella no estaba realmente esperando unas disculpas. No estaba esperando
nada, de hecho, y eso me complicaba más las cosas.
-¿Cómo está papá? -pregunté, sin darme cuenta de que estaba cambiando de tema.

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Había muchas cosas que quería saber de todas formas y a esta altura, no parecía ser uno
más importante que el otro. Por lo visto, lo único que realmente le importaba a mamá era que
yo estuviese bien, sin importar qué hiciera de mi vida. Y todo el tiempo que yo pensé que no
tenía personalidad y que se dejaba llevar por lo que hacía mi padre, ahora me daba cuenta de
que me había equivocado. Una conclusión tan importante a través de una simple mirada. Podía
comprender que eso era lo que pasaba por su mente, ya que aún no sabía ella si yo estaba
escapando de la ley o qué problemas podía tener -de hecho, ni yo mismo lo sabía con
seguridad- y sin embargo estaba perfectamente relajada conmigo a su lado, simplemente en
paz, luego de haberse liberado de sus preocupaciones.
-Está bien. Tendría que estar al llegar. Le avisé que llamaste.
-¿Te dijo algo? -pregunté con un dejo de impaciencia en la voz.
Las cosas eran completamente distintas entre lo que podría esperar de mi madre y lo que
probablemente iba a ocurrir en cuanto llegara mi padre. Por supuesto que no iba a armar una
escena, ni gritaría ni nada de esas cosas. Pero ya había tenido oportunidad de comprobar que
podía ser demasiado frío y no sabía cuál iba a ser su reacción ahora.
-Me preguntó si estabas bien. Y cuando le dije que venías, me dijo que salía para acá
también.
-¿Está en Lanús?
Mamá asintió. En Lanús estaba la fábrica en la que él había trabajado durante 30 años
hasta que se jubiló. No era una fábrica grande, así que con el tiempo se había hecho muy
amigo del dueño y seguía yendo bastante seguido para allá a visitarlo. No le había agradado
demasiado la idea de tener que jubilarse obligatoriamente y quizás por nostalgia, quizás para
no sentirse inútil, pasaba mucho tiempo allí con sus ex compañeros de trabajo, también
jubilados, en el bar milenario que se encontraba en la esquina de la fábrica. Mamá mientras
tanto se quedaba en la casa, leyendo o arreglando las plantas del jardín o tomándose unos
ocasionales mates con sus amigas del barrio. A ninguno de los dos parecía importarle
demasiado lo que pasara con el tiempo. Eran personas muy solitarias, que se sentían a gusto en
su rutina diaria. Recuerdo que había querido escapar de esta situación y que, cuánto más
estudiaba y cuánto más tiempo pasaba en el centro, más temor me invadía al pensar en el paso
del tiempo y en la inutilidad de la vejez que propone la sociedad continuamente. Me costaba
venir de visita porque no quería pensar que algún día acabaría como ellos; me aterraba la mera
idea de imaginarme sentado en un patio, sin demasiadas preocupaciones más que las básicas
de salud. Y sin embargo, en medio de la locura ciudadana, me había mudado a un
departamento enorme, en el que, durante mucho tiempo, lo que más disfruté fue la soledad que
me ofrecía. Y ahora que la veía a ella sentada aquí, plácidamente conforme con su vida y con
su existencia, pienso que yo podría vivir de la misma manera sin ningún tipo de problema.
Pero sólo me veía siendo capaz de hacerlo al lado de la mujer que amaba. Y cada día
comprendía mejor que no importaría demasiado qué tantas cosas lograra hacer con mi vida,
sino podía lograrlas al lado de ella.
Escuché el inconfundible ruido del motor diesel del Peugeot 504 que papá manejaba hacía
más de 15 años. Por un momento sonreí al recordar que un día quise ofrecerle uno de los autos
de Valmont, ya que me podían ofrecer planes de pago privilegiados e importantes descuentos,
pero él me había mirado casi con asco. Había comprado ese auto en pésimo estado y durante
años se había dedicado a reconstruirlo. Los dos sentíamos una gran pasión por los autos, pero

®Laura de los Santos - 2010 Página 335


jamás había sido una pasión compartida. Y sí. Al final tenía razón. ¿Quién querría cambiar un
auto que conocía a la perfección por uno que ofrecía muchas promesas, pero que nunca se
sabía cuándo iba a dejar de cumplirlas? Cada uno de los componentes del motor de ese auto,
mi viejo los consiguió por partes y todo el tiempo estaba agregándole cosas nuevas.
Probablemente, si me acercaba ahora al vehículo, me iba a encontrar con un descapotable
multicolor tuneado, lleno de chiches y tecnologías que sin lugar a dudas estarían codo a codo
con el 300c. Junto con la sonrisa, de todas formas, me invadió un shot de adrenalina. No sabía
muy bien qué esperar del reencuentro con mi padre, pero estaba garantizado que su expresión
no sería la comprensiva desprejuiciada de mi madre. Me levanté de la silla, pero me quedé
parado, esperando que él viniese a mí. Por algún motivo absurdamente infantil, me sentía más
protegido al lado de mi madre, ahora que sabía que al menos ella no me estaba juzgando y que
probablemente conocía tan bien a mi papá que encontraría la manera de hacerlo entrar en
razones antes de que él emitiera sus juicios sobre mí. Por la puerta de la cocina pude ver que
miraba primero al living y después a la cocina, buscándome, hasta que nuestras miradas se
encontraron y los dos nos quedamos duros. Mamá se levantó de la silla también cuando lo vio
y yo vi de reojo que estaba sonriendo. Entonces papá soltó todo lo que tenía en sus manos y
caminó decidido al jardín. Por un momento entré en pánico. Los recuerdos que yo tenía de él
caminando así, en general tenían que ver con algún moco que me había mandado cuando era
chico del que él se había enterado a pesar de mis intentos por esconderlo. Qué increíble. Más
de 30 años después, aún me seguía inspirando la misma ansiedad. Cruzó la cocina como rayo
y salió al jardín. Entonces me quedé duro, esperando ya cualquier cosa, menos lo que
efectivamente hizo. Caminó derecho en dirección a mí y antes de que pudiera extraer algo de
su expresión, me abrazó bruscamente. Por un instante pegué un salto, creyendo que quizás iba
a golpearme, y tardé más de lo necesario en abrazarlo también. Primero tímidamente, pero al
ver la creciente pasión con la que me estrujaba, me invadió la emoción y terminé depositando
en él la misma cantidad de sentimientos que él en mí. Por un momento se me cruzó por la
mente que él, a diferencia de mamá, sí había estado tratando de encontrarme y que, al igual
que Julieta, había llegado a la conclusión de que quizás hubiera muerto. No podía explicar de
otra manera lo que estaba ocurriendo ahora. Menos de él; una persona que durante años sólo
había necesitado su mirada para expresar todo lo que pensaba y que casi nunca había utilizado
los gestos corporales, mucho menos las palabras, para hacerse entender. Lo que este abrazo
significaba era mucho más que un simple abrazo. Este hombre estaba demostrando con él que
la muerte le había traído de regreso su tesoro más preciado desde el mismísimo infierno. Y
más allá de si yo me consideraba o no su tesoro más preciado, no sé qué tan alejado estaba de
la verdad, al menos la segunda parte. Porque sí había estado en el infierno y sí, también había
llegado a creer que jamás los volvería a ver. Y eso que yo sabía de alguna manera que ellos
estaban bien, pero bajo ningún aspecto podían afirmar ellos lo mismo de mí.
-Gracias por volver, hijo -susurró de pronto papá, como si quisiera confirmar exactamente
lo que yo estaba pensando.
-Perdoname, viejo. Jamás hubiera deseado esto -le respondí.
Entonces él se alejó y me miró con lágrimas en los ojos. Era la primera vez en la vida que
lo veía llorar. Misteriosamente, a mí me ocurrió lo contrario. Sonreí ampliamente, como si en
realidad fuera yo quien se encontrase presenciando un milagro. Mamá también lloraba; sutil y
silenciosamente, claro. Se limpiaba las lágrimas una tras otras antes de que le tocaran las

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mejillas y tuvo que secarse con el repasador, ya que nunca llevaba pañuelos encima. Puse un
brazo en el hombro de cada uno de ellos y los vi llorar mientras que yo, que durante más de
dos meses, no había hecho otra cosa que eso, finalmente podía apreciar el momento sin el
constante torrente de agua que solía nublar mi visión en momentos como este.
Entonces nos sentamos los tres y, mates de por medio, les conté todo lo que había pasado.
Les dije quién era Da Silva y cuál era mi relación con él. Todas las cosas que había hecho para
intentar sacarme de la empresa y el terrible descenlace como consecuencia. Mamá lloraba
mientras le contaba lo que había hecho y todo lo que había sufrido mientras creí que lo había
matado. Papá escuchaba impertérrito. Les hablé del Turco y de Oviedo y no reparé en
ocultarles que había sido gracias a él y a su errónea forma de actuar que estaba hoy yo ahí
sentado con ellos. Les relaté con lujo de detalles todo lo que había vivido dentro del
estacionamiento, la cantidad de veces que había pensado en ellos y en la vida que me dieron.
Luego mencioné el episodio con el cartonero y la manera en que finalmente pude agradecerles
desde el fondo de mi alma todo el apoyo que me brindaron mientras crecía. También les
sinceré que había llegado a creer que no iba a volver a verlos y les pedí disculpas por haber
ignorado que ellos también estaban sufriendo al creer que yo había muerto.
Luego de toda la historia nos quedamos un rato en silencio. Pero no era el clásico silencio
al que los tres estábamos acostumbrados. Este tenía que ver más con una cuestión de
asimilación de hechos. Mis padres se estaban desayunando mi terrible reciente pasado,
mientras que yo analizaba una vez más mis propias palabras. Cada vez que contaba la historia,
volvía a entrar en mi mente como si fuera nueva y completamente ajena a mi persona. Eso me
ayudaba a poner las cosas en perspectiva y a tratar de apreciarlas desde nuevos puntos de
vista. Mamá me preguntó si ya me sentía mejor y papá indagó acerca de mi situación legal. A
mamá le dije que aún tenía algunas cosas pendientes para resolver en mi vida y a papá le dije
que por ahora, en tanto me mantuviese oculto, no había riesgo de que me iniciaran una
demanda. Pero también le dije que no quería seguir escondiéndome, que ya estaba cansado de
ser un cobarde. No tendría que haberme sorprendido de su respuesta, ya que a esta altura no le
veía demasiadas diferencias con Oviedo, pero igual logró tomarme desprevenido cuando me
dijo que a veces conviene mantenerse pragmático y que probablemente no iba a lograr nada
yéndole a hablar a Da Silva.
-Los hijos de puta no cambian nunca -dijo, parafraseando a Oviedo.
Y quizás tenía razón.
Más tarde les conté de la posibilidad de irme a trabajar a Italia con Van Olders y papá me
dijo que quizás tendría que aceptar la oportunidad, si eso era realmente lo que quería y viendo
que además, el dueño de la empresa me tenía tanto afecto. Pero mamá lloraba. No tuvo que
decir nada para que yo comprendiese que ahora que nos habíamos reencontrado no quería
volver a perderme; aunque pude ver que su expresión rápidamente fue tapada con esa otra de
„lo que más me importa en este mundo es que vos estés bien, hagas lo que hagas, y no importa
dónde‟.
-Tengo ganas de hacer algo por la gente en situación de calle en esta ciudad -le dije a mi
viejo. -El haber estado tan cerca, y el haber vivido desde adentro esa terrible realidad, me hizo
cambiar la perspectiva de mi existencia y no quiero echarme atrás y volver a darle la espalda,
como hice durante tantos años.
Él se quedó pensando un instante, asintiendo casi imperceptiblemente con la cabeza.

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-La realidad no va a cambiar de acá a un par de años -dijo tranquilamente, como hablando
de negocios, -y quizás sea bueno que te vayas a Italia al menos por un tiempo y luego vuelvas
más tranquilo y actúes sin la amenaza de la ley, que aparte va a complicar cualquier tipo de
pedido que intentes hacerle al gobierno si queda no sólo una demanda civil en tu historial, sino
una de orden penal.
Mi viejo era un tipo pragmático y, aunque no quisiera admitirlo, también lo era yo. No me
había puesto a considerar demasiado las cosas que ahora me estaba diciendo, pero la verdad
era que tenía razón. Quizás sí era la mejor idea irme a Italia y volver en un par de años. Aparte
también era cierto que estas cosas llevan tiempo y quizás, mientras tanto, Oviedo podría ir
encargándose de los preliminares acá mientras yo junto más dinero desde allá. Nada mal me
va a venir el cambio en euros para conseguir algo de mejor calidad. Y cuanto más consiga,
menor va a tener que ser la colaboración del gobierno de turno y más rápido vamos a lograr
llevar esto adelante.
-Creo que tenés razón -dije, finalmente. Luego miré a mamá y agregué: -Ustedes podrían
venir conmigo.
Pero los dos se quedaron callados. Sabía que pondrían esas caras de desacuerdo, ya que
no los veía positivamente interesados en cambiar su vida de rutina ahora.
-Por supuesto que no a vivir, si no quieren, pero de visita, de paseo. Siempre dijiste que te
hubiera encantado conocer Europa, ¿no? -agregué, aún mirando a mamá. En cuanto me
acomode, pueden venir.
Y una vez más, nos quedamos en silencio.
Así que finalmente, ¿esto era todo? ¿Me iría a trabajar a Europa? Creo que me resultó más
fácil considerar la alternativa cuando le escuché a papá decir que puede ser temporal, que no
necesitaba quedarme allí para siempre, sino sólo hasta que se venciera el plazo de Da Silva
para iniciarme las demandas. Entonces me puse a pensar en Van Olders. Por más que yo me
fuera a trabajar con él, eventualmente Da Silva se iba a enterar de que yo estaba allí.
Definitivamente no era lo que se podría llamar „comunicativa‟ la relación que mantenía con su
hermana y con su familia política en Italia, pero luego de su accidente, las hermanas deben
estar más al tanto que nunca de su vida y de su recuperación y definitivamente, si no sabían
quien yo era antes de la fiesta, me convertí en una de sus personas menos favoritas luego de
ella. Tendré que hablar con Van Olders y consultarle acerca de todo esto antes de mudarme
para allá.
-Voy a preparar la comida -dijo mamá, levantándose, luego de otro silencio. -¿Te quedás?
No había contestado realmente a mi pedido, pero jamás le vi hacer algo a las apuradas y
creo que nunca le escuché decir que sí a algo con lo que no estaba de acuerdo o decir que no si
lo estaba. Su silencio, para esas cosas, le jugaba a favor, sobre todo en el chismerío cotidiano
del barrio. Todos sabían que ella no era mujer de muchas palabras y eso le prevenía tener que
ser hipócrita para quedar bien con los demás, a pesar de su desacuerdo. No me había
contestado, pero sabía que lo consideraría y que lo conversaría con mi viejo. Él me había
sacado un enorme peso de encima al recordarme que ninguna decisión tenía que ser definitiva
y que si pensaba que esto era sólo temporal, sería más fácil de llevar a cabo.
-Si, por supuesto -le contesté.
Ella sonrió y se fue a la cocina. Papá entró a levantar del suelo las cosas que habían
quedado tiradas y yo me quedé un instante más en el patio, solo, recordando la cantidad de

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momentos que viví acá junto a ellos y viéndome de pronto correr como niño, peloteando con
el viejo, mientras mamá nos espiaba por la ventana de la cocina.
Después entré y me fui arriba, al que fuera mi cuarto durante toda mi vida. Aún persistía
el olor tan particular y todo estaba ordenado y limpio, como si confirmara lo que había
sospechado cuando mamá atendió el teléfono; que aún esperaba que me apareciera cualquier
día de visita y que sería lo más normal del mundo. Pero luego recordé la angustia de mi viejo
cuando me abrazó y me puse a pensar que quizás mamá mantenía este lugar limpio y ordenado
para no tener que ponerse a lidiar con lo que consideraba inimaginable y ciertamente
imposible de aceptar como real. Sobre todo este último tiempo, luego de haberse enterado de
mi vida a través de las noticias y aún peor, desde el punto de vista de Dalmasso. Me senté en
mi cama al lado de la mesita de luz y recorrí el eterno acolchado con mi mano, recordando esa
textura tan particular que tienen las cosas hechas a mano. Por la ventana aparecían uno tras
otros los recuerdos de antaño. Los amigos del barrio, la escuela, los negocios siempre
atendidos por la misma gente. Sobre la mesa de luz aún estaba el teléfono y el despertador que
me había traicionado cada mañana de mi infancia y de mi adolescencia a las 7 para ir a la
escuela. Aún funcionaba y aún estaba puesta la alarma a las 7. Decididamente, mamá había
querido mantenerme presente a pesar de la distancia. Me parecía extraño que, ahora que no
estaba, siguieran dejando el teléfono aquí. Pero también imaginaba ahora a mamá entrando a
atenderlo, como si necesitara una excusa para recorrer el que fuera mi espacio ahora que ya no
vivía en él. Mirando el aparato me puse a pensar en Oviedo y en cómo se habían dado las
cosas hoy a la mañana. Levanté el auricular y marqué su número. Al menos uno sabía de
memoria. Ahora comenzaba a entender por qué era precisamente ese.
-¿Hola? -dijo Oviedo.
-Soy yo, Carlos -le contesté.
Increíblemente había logrado invadirme nuevamente la irritación al oír su voz.
-¿Dónde estás? Te estaba llamando a tu casa -dijo preocupado.
-En lo de mis padres. Después de lo que me contaste hoy me di cuenta de que no valía la
pena seguir esperando a que dieran el brazo a torcer. Algo positivo se extrae de todas las
situaciones, ¿no?
-Por supuesto. Tenés razón. Lo lamento -contestó Oviedo, como si lo estuviese retando.
Entonces suspiré. Me costaba demasiado seguir enojado con este hombre, sobre todo
porque yo no era quién para venir a juzgar sus actos, cuando no había funcionado en nada
diferente durante todos estos años.
-Está bien. No hay nada que perdonar. Es bueno saber que al menos no fue tarde y que me
recibieron con los brazos abiertos.
-Por supuesto que lo iban a hacer. ¿Qué esperabas?
-No lo sé... A esta altura, ya no lo sé. -Hice una pausa y luego agregué: -Quería que te
quedaras tranquilo y que supieras dónde estoy. Creo que me voy a quedar unos días.
¿Realmente le estaba pidiendo permiso a Oviedo para decidir?
-Está bien... -contestó, percibiendo exactamente eso y considerándolo igual de absurdo.
-Estuve reconsiderando la idea de irme a Italia.
-Me parece que, al menos por ahora, es la decisión más sabia.
„Al menos por ahora‟. Positivamente era más parecido a mi viejo de lo que pensaba.
-¿Tenés el número de Van Olders? Bah... ¿te parece bien si lo llamo directamente?

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-Está esperando tu llamado.
Comenzó a dictarme los números y los mejores horarios para encontrarlo. ¿Por qué nunca
funcionan las biromes cuando uno las necesita? Milagrosamente había no una, sino dos, arriba
de la mesa de luz, pero ninguna de ellas con tinta. Y sobre el escritorio había otra birome -
también vacía- y un lápiz sin punta. Excelente.
-Esperame que busco algo para anotar -le dije.
Fui hasta el cuarto de mis viejos y probé en mi mano la birome que estaba sobre la mesa
de luz de mamá. Por fin una.
-Gracias -le dije, cuando terminé de anotar. -Después te comento lo que hablamos.
Estaba a punto de cortar, pero él me frenó.
-¿Guille?
-¿Sí?
-Realmente siento mucho que te hayas enterado así de mi relación con Luciano.
Yo asentí, aunque no le respondí. Y luego dije:
-Dijimos nada de disculpas.
-Sí... -dijo Oviedo, aunque sonaba triste aún.
-Mirá, Carlos. No tiene que ver con vos. Fue más que nada el hecho de que fuera tan
similar a mi propia historia. Me sentí identificado y me lo tomé personal. No soy quién para
venir a juzgar tus actos. Sé la clase de persona que sos y seguramente habrás tenido tus
motivos.
Hubo un silencio.
-Ahora cuando corto con Van Olders te llamo -dije entonces.
-OK.
Y los dos cortamos.
Me quedé un instante recordando toda la conversación, luego miré el papelito con los
teléfonos de Van Olders y me invadió la adrenalina. No importaba cuál era la opinión que este
hombre tenía de mí, seguiría pareciéndome un dios, o al menos alguien fuera de este planeta.
Me asomé a la escalera y le pregunté a mamá si el teléfono tenía salida internacional.
-Creo que sí -me contestó.
Y me dio la sensación de que era una pregunta que jamás se había hecho, ya que no tenía
necesidad de verificarlo. Marqué entonces todos los números, un poco esperando que me
atendiera la operadora, ya que no sabía en verdad qué le iba a decir.
-Pronto? -dijo una voz de mujer.
Su señora, tal vez.
-Signore Van Olders, per favore.
-Non è qui ora. Chi sta chiamando?
Era definitivamente cierto que Julieta siempre encontraba la manera de lograr que las
cosas se dieran exactamente como ella quería.
-Il signore Domínico, dall‟Argentina. A che ora ho trovato?
-Dopo otto. Posso prendere un post?
-No. Chiamo di nuovo più tardi. Grazie mille.
Sólo ahora me estaba dando cuenta de que iba a ser bastante difícil -imposible- hallarlo a
esta hora. No faltaba demasiado igual para las 8 de la noche en Italia, pero no pude evitar
recordar lo que Oviedo me había contado de la suerte estando siempre del lado de Julieta. Y ya

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que estaba por esa línea de pensamiento, mi consciencia aprovechó para tirarme unos
latigazos. „¿Está bien si ahora pensás en ese tema? ¿O te parece que lo podés seguir tirando
para más adelante? ¿Cuándo vas a aceptar que eso es lo que querés? ¿Lo que necesitás? ¿Lo
que te hace feliz? ¿Te vas a Italia para escapar de Da Silva o para escapar de ella? ¿Creés que
vas a poder aguantar tanto tiempo? ¿Te parece? ¿Eh? ¿Eh?‟. Suspiré y negué con la cabeza.
No valía realmente la pena que me siguiera mintiendo. Ya no sabía qué era lo que valía la
pena, excepto el hecho de arriesgarme a considerar un futuro al lado de Julieta. Volví a
levantar el tubo del teléfono y lo llamé a Oviedo.
-Guille... -me dijo.
-No estaba. La suerte rara vez está de mi lado.
-No te subestimes -dijo, con una perceptible sonrisa. -Justo te iba a decir que era probable
que no lo encontraras.
-Voy a intentar más tarde.
-¿Y ahora? ¿Te quedás ahí?
-No -dije instintivamente, pensando en tomarme un micro a Santa Fe ahora mismo. Pero
volví a la realidad y corregí: -Sí. Sí, sí.
¿Cuántos sí voy a tener que decir para convencerme de que es la decisión correcta?
-Estaba pensando... -dije, pero me callé.
No era precisamente a Oviedo a quien me gustaría decirle lo que estaba pensando.
-¿Qué? -preguntó él rápido.
-No... nada... Me voy a quedar hasta mañana acá en lo de mis viejos. Anotá el número,
por las dudas.
Le pasé los datos y me quedé a esperar que terminase de anotar. Me pareció que tardaba
más de lo habitual en contestar, como si se hubiese quedado pensando en algo. Pero de
ninguna manera le iba preguntar qué, porque probablemente me diría algo demasiado sabio y
tentador como para rechazar.
-Te llamo en cuanto tenga novedades -le dije.
Y nos despedimos.
„En ella‟, dijo mi consciencia antes de que pudiera preguntarme „¿en qué estaba
pensando?‟. Negué otra vez y me fui abajo a darle una mano a mamá con la comida. Sólo por
hoy, me tomaría un descanso de tanta realidad. Sólo por hoy me dedicaría a estar con ellos,
que tanto tiempo hacía que no los veía. Mi viejo tenía razón. El mundo no se iba a terminar
mañana, ni ocurrirían cambios drásticos en cuestión de horas -o eso pensaba entonces, pero
¿cómo podía saberlo?-. Por lo pronto me dediqué a recordar y disfrutar un buen rato de la
armonía que tanto extrañaba de esta casa.

-¿Guille? -gritó mi mamá desde abajo y la escuché de casualidad, ya que justo estaba
saliendo de la ducha.
-¿Qué?
-Atendé ahí que es para vos.
Fui hasta la cama, pensando en Oviedo. ¿Quién más tenía este número y sabía que yo
estaba acá?
-Hola Carlos -dije.
-¿Sr. Domínico?

®Laura de los Santos - 2010 Página 341


Era Van Olders. Reconocería su voz en medio de una tempestad. Sentí un escalofrío,
como si me hubieran puesto un ventilador en la espalda con el cuerpo mojado. Todo este
tiempo en el que pasaron cosas terribles, en su mayoría generadas por mí y él no sólo me
seguía valorando, sino que además me estaba tratando con respeto empresarial. Miré
instintivamente el reloj y sí, ya eran más de las 8 allá en Italia. Le dijeron que llamé, él llamó a
Oviedo y le pidió mi número. Eso era lo más probable y lo más rápido. No imaginaba a este
hombre siendo capaz de hacer algo en más del menor tiempo requerido.
-Se-- -tosí y tragué saliva. -Lo siento, ¿Sr. Van Olders? ¿Cómo le va?
De ninguna manera iba a dejar de tratar de usted a este hombre.
-Bien, bien. Espero no molestarlo. Carlos me pasó su teléfono.
-Sí, me imaginé. Y no, por favor, no es ninguna molestia.
-Así que, ¿estuvo considerando mi oferta?
Derecho al grano. Ni tiempo para caer en la cuenta de que estaba hablando por teléfono
con un dios.
-Eeehh... sí. Dadas las circunstancias creo que es la mejor alternativa. Al menos por ahora.
-Por supuesto. ¿Cuándo viajaría?
-Eeeeeeeeeeeeeeeehhhhhhhhh... -„Idiota, decía algo‟. -Sí -„Sí, ¿qué?‟. -No... no sé aún.
Recién hoy comencé a considerarlo seriamente. Calculo que...
-Cuanto antes mejor -terminó mi oración.
-Sí, sí... eso iba a decir. Yo...
-¿Cuánto tiempo necesita para mudar las cosas? Puedo llamar a la mudadora mañana
mismo y cargar todo.
-N-- no... yo... espere, por favor... tengo que pensar un poco. Me gustaría dejar algunas
cosas acá. No... no sé... cuánto tiempo...
Descarrilé. Ya no sabía ni lo que quería decir. Todo estaba ocurriendo demasiado rápido y
nunca imaginé que Van Olders fuera a ponerse ansioso por algo. Pero luego, al recordar las
cosas que me contó Oviedo de las conversaciones que había tenido con él, calculé que
probablemente quería sacarme del país lo antes posible. Esto ya comenzaba a parecerse mucho
a la mafia y se estaba volviendo bizarro.
-El departamento en el que viví hasta ahora... -comencé. -¿Qué pasa con él?
Hubo un silencio del otro lado. Luego:
-Si quiere venderlo o alquilarlo, puedo mandar a alguien de ahí a que se encargue.
-¿Qué? No, no... no entiendo... ¿cómo „venderlo o alquilarlo‟? Es de la empresa ese
departamento.
Nuevo silencio.
-Los departamentos que la empresa compra para la gerencia y el directorio pasan a ser
propiedad de ellos.
Ahora fui yo el que generó el silencio.
-Pero si Da Silva me dijo que...
Pero no terminé la oración. De pronto me di cuenta de que esa era una de las tantas cosas
que Da Silva no me había dicho. Y ni siquiera gasté un segundo de mi tiempo en preguntarme
sus motivos. Ya había podido comprobar qué tan enfermo podía ser.
-Lo siento -dije luego de otro silencio. -Estaba evidentemente mal informado. Entonces,
¿ese departamento es... mío?

®Laura de los Santos - 2010 Página 342


-Sí, claro.
-No recuerdo haber firmado papeles de transferencia.
-Está en el sistema, así que seguramente alguien se encargó de hacerle firmar.
Y claro. Julieta siempre me decía „su casa‟, „su departamento‟. Pero creí que era tan solo
una formalidad, ya que Da Silva siempre decía „los departamentos de la empresa‟. La locura
de este hombre no dejaba de sorprenderme.
-Eeeehhhhmmmm... lo siento... en tal caso, preferiría conservarlo.
-Perfecto. Puede ver de alquilarlo más adelante.
-Sí. Entonces no necesito mudar nada.
-No hay problema. Su departamento de acá está amoblado.
-Su-- perdón... ¿Dijo su departamento?
-Sí, bueno. Por ahora es de la empresa, pero será suyo en cuanto se mude para acá.
Wow. Un departamento en Italia. Este hombre sí que iba rápido. Se ve que estaba
demasiado acostumbrado a este tipo de cosas que consideraba evidentemente protocolares y
aburridas.
-OK -dije, aún atónito. -Déjeme hacer los arreglos pertinentes y me comunicaré a la
brevedad con usted.
-Llame a este número, por favor, que me encontrará seguro.
Tomé nuevamente la birome y anoté.
-Muchas gracias, Sr. Van Olders, por su confianza y por todo lo que está haciendo por mí.
-Nada de agradecer. Y por favor, llámeme Wolfgang.
Wow. Wow. Wow. ¿Yo... llamar... a Van Olders... por su nombre... de pila? Wow. Esto sí
que estaba sucediendo demasiado rápido.
-¿Creo que es válido entonces pedirle que me llame Guillermo?
-Desde luego. Estaremos en contacto, Guillermo.
-Sí, sí. Gracias.
-¡Ah! Antes de que me olvide. Fue un honor recibir a Julieta cuando estuvo aquí hace un
mes.
-...
-¡Una encantadora mujer!
-...
-Estaría encantado de recibirla también si desea venir a trabajar para Valmont Northern.
-...
-Mándele mis saludos y trate de convencerla. ¿De acuerdo?
-...
-¡Ciao, entonces!
-...

No sé realmente cuánto fue el tiempo que me quedé con el tubo del teléfono en la oreja,
pero debió haber sido bastante, ya que sólo cuando mamá apareció, me sacó el teléfono, cortó
y me zamarreó un poco, pude pestañear y volver a la realidad. Parecía que el destino se había
empecinado en hacerme transitar un único camino sin importar cuáles fueran mis deseos o
motivaciones. Y ya estaba cansado. Ya no quería seguir luchando contra mí mismo. Ya lo
había hecho durante tanto tiempo que realmente no me quedaban energías para tratar de buscar

®Laura de los Santos - 2010 Página 343


caminos alternativos. Miré a mi madre, quien aún seguía algo preocupada por mi estado de
shock.
-¿Mamá? Tengo que... contarte algo.
Me miró con ternura y esperó, llena de paciencia. Yo miré al suelo, avergonzado. De
pronto me sentí un niño.
-Estoy enamorado... de una mujer que no merezco.
Mamá abrió la boca para decir algo, pero se lo calló. La miré y vi que su rostro se había
transformado. Fruncí el ceño confundido y ella apretó los labios, como conteniéndose para
hablar. Era extraño. Jamás la había visto callarse algo que hubiera sentido que era mejor decir.
-Sí que la merecés.
¿Qué? ¿Qué... estaba... queriendo... decir? ¿Que como madre sentía que su hijo era digno
de cualquier mujer? ¿O que era digno de esa mujer? Y en tal caso, ¿cómo sabía-- Pero,
¿entonces? ¿Qué--
-¿Qué? ¿Cómo-- ¿Qué sabés, mamá? -indagué, apartándome un poco de ella para
estudiarle mejor el rostro.
-Estuvo acá -comenzó a decir. -Hace... poco.
-¿Cuánto es „poco‟? -pregunté otra vez y ya comenzaba a asustarme.
Pero mamá no habló. Se quedó callada mirándome y una vez más nos estábamos diciendo
todo sin hablar. Y de repente comprendí lo que todo significaba. Con razón no se había
sorprendido en lo más mínimo cuando la llamé. Con razón mi pieza estaba limpia y ella
mucho más tranquila de lo que supuse que iba a estar. Con razón mi viejo creyó que había
muerto. No sólo era cierto que había llegado a la misma conclusión que Julieta, sino que
probablemente habían llegado juntos a la misma conclusión. Ella los había buscado. En la
desesperación por encontrarme había venido hasta acá y ahora mamá sabía todo lo que ella
sentía y por supuesto que sabía también lo que yo sentía. Y claro. No era de extrañar que
Julieta se hubiera ganado su corazón. Si era maravillosa, espléndida, dulce, comprensiva,
cariñosa, inteligente. Era... Mi mamá sabía todo. No había dicho una sola palabra porque ella
simplemente era así y estaba esperando que yo le contara. Pero sabía todo. Julieta se había
puesto en contacto con ella, se había mantenido en contacto y probablemente había hablado...
¿ayer? ¡¿Ayer?! ¡AYER! Mamá y Julieta habían hablado ayer. Pero, un momento... no dijo
„hablamos‟. Dijo „Estuvo acá‟.
Pegué un salto y quedé parado en un segundo. Julieta había estado en la casa de mis
padres ¿cuándo? Y ahora que lo pensaba mejor, ¿qué tan iluso podría llegar a ser como para
creer que Julieta... ¡Julieta! se iba a quedar de brazos cruzados y no iba a salir obstinadamente
en busca de lo que quería? Era obvio que mis palabras no la habían convencido en absoluto y
que si me cortó el teléfono sin decir palabra no fue porque estaba aceptando mis deseos, sino
porque los consideraba una estupidez indigna de ser tomada en consideración. Y así nomás,
detrás de hablar con Oviedo, se subió a un micro y se vino para Buenos Aires.
-¿Cuánto es „poco‟? -repetí.
-Anoche.
Ay, Dios. Mi pecho. Dios mío. Esta mujer era imparable. Me puse a mirar por la ventana
para no tener que ver a mi madre a los ojos y quedar como un perfecto imbécil que tarda
siempre eones de tiempo extra en darse cuenta de las cosas más evidentes. Pero ¿cuál era el

®Laura de los Santos - 2010 Página 344


propósito? Mi madre sabía perfectamente lo que yo estaba pensando y sintiendo, aún sin
mirarme. Así que volví hacia la cama, suspiré y me senté nuevamente a su lado, negando.
-Ella te ama, Guille. Estuvo tan desesperada como nosotros buscándote.
-Lo sé. Lo sé, mamá. Lo sé. Pero... No la merezco. Ella no merece a un hombre como yo.
Y hasta yo estaba cansado de oír siempre la misma excusa. Casi que comenzaba a
sonarme una falacia y el hecho de que mi consciencia se riera de mí descaradamente no
ayudaba en absoluto.
-Ella estaba ahí, mamá. Viendo cómo le destrozaba la cara a mi jefe, pidiéndome con
lágrimas en los ojos que me detuviera. Y yo no la escuché. No me detuve. No encontré la
voluntad para hacerlo. Y ella me vio... como un... monstruo.
-Comprendió tus razones y te aceptó así.
-Exacto. Pero, ¿puedo yo comprender las suyas?
Mamá me puso las dos manos en la cara y me hizo mirarla a los ojos.
-No trates de comprenderla, cielo. Ella te ama. Eso es todo lo que necesitás saber.
Quizás tenía razón. Quizás ese era precisamente el punto. Quizás debería dejar de tratar de
comprenderlo todo y aceptar que a veces las cosas no tienen explicación lógica. Y para ello no
tenía un ejemplo más tangible que mi propia madre, a quien jamás terminé de comprender y
con la que rara vez necesité palabras para comunicarme. Julieta era la mujer de mi vida y aún
si decidiera cambiar de opinión respecto de mí, al menos merecía saber la clase de mujer que
era, de la persona que ella amaba. Sí. Eso era lo que tenía que hacer. Tenía que ir a buscarla y
tenía que cumplir la promesa que me hice antes de salir del estacionamiento. Al menos le
pediría disculpas frente a frente. Era lo mínimo que podía darle.
Me levanté nuevamente de la cama y miré a mamá lleno de aventura.
-Mamá... -comencé a decirle.
-Andá, cielo.
Asentí y salí del cuarto a las corridas. Pero volví a entrar enseguida, casi riendo, al
recordar que lo único que me cubría el cuerpo era una toalla. Mamá sonrió y salió del cuarto.
Me cambié a las apuradas, poniéndome una ropa que no usaba desde mi época universitaria y
bajé las escaleras. Me detuve en la puerta, de pronto recordando que en realidad no sabía la
dirección exacta de la casa de Julieta y fui hasta el teléfono a llamar a Oviedo.
-Carlos -le dije cuando me atendió. -¿Me... este... pasas la... este... dirección de la casa
de... estemmm... Julieta?
Hubo un silencio del otro lado y luego:
-Por supuesto. Anotá.
Y aunque quiso sonar casual, se le notaba a la legua que estaba escondiendo demasiada
ansiedad. Y otra cosa... que no estaba en absoluto asombrado de que le pidiera la dirección,
con lo cual seguramente él también sabía que ella estaba en Buenos Aires.
-Creo que voy a recordarlo -le dije.
Me pasó la dirección, le agradecí y le dije que después le contaba lo de Van Olders. Es
decir... lo de... ¿Wolfgang? Uufff... demasiado surreal.
Salí a la calle, pensando que no encontraría un taxi en esta parte de la ciudad ni en mil
años, pero justo había uno del que justo se estaba bajando una señora justo en la puerta de la
casa de mis padres. Levanté una ceja, incrédulo. ¿Existiría alguien que no estuviese
complotado en favor de esta unión?

®Laura de los Santos - 2010 Página 345


Llegué a Olivos en 10 minutos. No estaba lejos de General Paz, pero igual me pareció que
hasta el camino se había enderezado para hacerme llegar antes. Me bajé en la puerta del
edificio y me quedé mirándolo un instante. Así que aquí vivía ella. Era cierto. Estaba a unas
pocas cuadras de la casa de Oviedo. Toqué el timbre, casi consumido por la adrenalina, pero
nada pasó. Sentí que me iba a morir en 5 segundos. “Tranquilo. Sólo venís a pedirle disculpas.
Dicho eso te das media vuelta y te vas”. Sí, claro. Volví a tocar el timbre. Nada. ¿Se habría ido
a lo de Oviedo? No. Absurdo. Me lo hubiera dicho cuando le hablé recién. No estaba ahí, no
estaba en lo de mis padres. ¿Adónde habría ido? Me acerqué a un teléfono público y volví a
llamar a Oviedo. ¿Habría ido hasta mi casa? ¿Sería realmente tan lanzada? Sí. Era una
lanzada. Eso era lo que era.
-¿Carlos? Julieta no está ahí, ¿no?
-No... hablé con ella más temprano, pero aún no la vi.
-¿Se habrá ido para mi casa?
-Puede ser... -contestó Oviedo, pero algo me estaba escondiendo.
-Hablá, Carlos.
Oí el suspiro en el teléfono y luego explicó:
-Bueno... dijo que quería pensar, que necesitaba un tiempo a solas.
¿Pensar? ¿Pensar en qué? ¿Es que ya se había arrepentido? Ay, Dios. Era un imbécil. Un
perfecto imbécil. Un cobarde que había dejado pasar demasiado tiempo. ¿Será tarde? Oviedo
tenía razón. No estaba huyendo para hacer lo correcto, estaba escapando de la posibilidad de
ser feliz. Tenía razón. Una vez más, tenía razón. Pero si Julieta necesitaba pensar, y no estaba
en su casa, ¿adónde iría? ¿Al río? No, mucha gente. ¿Se habría ido a...
-Por ahí va a ser mejor que esperes a que ella--
-Tengo que cortar, Carlos -lo interrumpí. -Después hablamos.
Y me fui corriendo hasta Libertador a ver si encontraba un taxi, cosa que iba a ser medio
difícil, ya que-- Por supuesto. En fila pasaron, como si estuvieran en pleno desfile.
-Vamos hasta Puerto Madero -le dije al primero que me subí.
Y de pronto me invadió una ansiedad enorme. Me sentía como en esas películas
románticas, yendo desesperadamente al encuentro de mi amada, en el lugar que nos había
unido por primera vez. Era un cliché y una vez más comenzaba a darme cuenta por qué
funcionaban tan bien esos finales. Aunque Oviedo había dicho que ella quería pensar. No
quería tener que admitirlo, pero existía la posibilidad de que finalmente se hubiese aburrido de
esperarme y, entrando en sus cabales, decidiera que lo mejor era alejarse de mí. Dios no lo
permitiese, pero sería la decisión más sabia. Ahora que empezaba a considerar nuevamente un
potencial futuro a su lado, no sé qué haría con mi vida si decidiera rechazarme. Pero sí había
algo que me preocupaba y eso era que, exceptuando el llamado telefónico, todo lo que yo
sabía de ella y de sus sentimientos era lo que otros me habían contado y era perfectamente
viable que estuvieran exagerando. Julieta siempre fue una experta en esconder sus
sentimientos y emociones y quizás había logrado engañarlos a todos; tal vez no
voluntariamente, pero en la desesperación y bajo situaciones de extrema presión, la gente no
piensa demasiado y existía la posibilidad de que estuvieran todos confundidos, incluso ella, y
que ahora que se estaba tomando el tiempo para analizar más fríamente las cosas, hiciera a un
lado sus sentimientos y escuchase los consejos de su padre.

®Laura de los Santos - 2010 Página 346


El taxi estaba tardando demasiado. A decir verdad, cualquier tiempo superior a treinta
segundos me parecía exagerado y no había manera de llegar a destino en tan poco tiempo, en
un día de semana tan hábil como cualquier otro. Me acomodé en el asiento y me puse a
pensar: “Está bien. Si ella decide que lo mejor va a ser que se aleje de vos, perfecto. Vos te
acercás, le pedís disculpas y después listo; la dejás que se vaya y que siga con su vida”. Qué
mentira, por favor. Pero no. Tengo que convencerme. “Es lo mejor; es lo mejor; es lo mejor”.
Y sí, lo mejor era, pero qué tan cercano estaba lo mejor de lo que yo quería. OK. Vamos a
dejar que ella decida. En principio lo más importante es que le pida disculpas. Sí. Eso está
bien. Podría hacer eso, ¿verdad? No debe ser tan difícil.
Le indiqué al taxi que fuéramos hasta Hereford, el restaurant en el que habíamos
almorzado aquella vez. Ya que no sabía realmente por dónde comenzar, ese iba a ser un buen
punto de partida. Pero cuando se detuvo en la puerta, no encontré la fuerza suficiente para
bajarme del taxi. De pronto la sinapsis de mi cerebro se vio interrumpida por un ataque de
pánico. ¿Y si me rechaza? ¿Y si no me quiere? ¿Y si se arrepintió? Disculpas. Disculpas.
Disculpas. OK.
Cerré la puerta del lado de afuera y si me había sentido extraño frente a la casa de mis
padres, eso no era nada en comparación con lo que estaba sintiendo ahora. “Respirá,
Guillermo”. Sí, era lo más inteligente. Crucé la calle y me fui hasta el río. Miré para los
costados, pero en principio no la vi. O sí, justamente, en las caras de todos los que pasaban por
ahí. Me tomé de la baranda para no quedar como un idiota al desmayarme y me puse a mirar
hacia los costados. La gente paseaba tranquilamente y me costaba ver más allá de unos
cuantos metros. Estuve así alrededor de 15 minutos, hasta que comencé a pensar que quizás
ella no había venido aquí después de todo. Entonces me puse a pensar qué otros lugares le
había oído decir que le gustaban como para emprender nuevamente la búsqueda. Pero justo
ahí, cuando levanté la vista y me impulsé para quedar nuevamente parado al lado de la
baranda, la vi. Allá. A lo lejos. Unos 100 o 150 metros. Apoyada contra la baranda. Mirando
al río. Vestida de blanco. Mi ángel. Mi amor. Mi vida. Y entonces perdí noción del tiempo y
del espacio y de mi cuerpo. Ya no lo controlaba y sin necesidad de que les diera una orden,
mis piernas empezaron a moverse en dirección a ella, como un imán, como si una fuerza
demasiado poderosa las estuviera impulsando y ya no importara nada. Un paso. Otro. Otro
más. Y ni siquiera corría, o avanzaba rápido. Era más bien un paso firme y decidido, tranquilo
en su convicción, completamente seguro de que llegaría a destino sin importar las
consecuencias.
Transité todo ese camino sin sacarle la vista de encima hasta que a unos 30 metros,
nuestras miradas se encontraron. Y entonces lo supe. Que había luchado en vano. Que no era
posible un futuro alejado de ella. Que haría cualquier cosa por volver a convencerla si se había
arrepentido. Ella se quedó dura mirándome y también caí en la cuenta de que no era
demasiado tarde. Aún estaba en sus ojos aquella mirada que me entregó una tarde de domingo
en este mismísimo lugar. Estuve tan ciego. Realmente merecía que me abofeteara y se
marchase sin más. Pero no la dejaría hacerlo sin antes cumplir con mi promesa de pedirle
disculpas de frente. Pero antes de que pudiera decir cualquier cosa, u ordenarle a mi cuerpo
que se detuviera, seguí avanzando, la tomé del rostro y terminé de cumplir no con mi promesa
sino con lo que habíamos comenzado aquel día. La besé. La besé como jamás imaginé que
fuera posible besar a una mujer. La besé como si fuera la última vez en lugar de la primera. Y

®Laura de los Santos - 2010 Página 347


lo más grandioso que el destino podía darme ocurrió entonces: Ella también me besó. Metí mis
dedos entre su pelo y luego le recorrí la espalda y la abracé como si fuera un sueño del que ya
no me importaba despertar jamás. O como si hubiese estado soñando y recién ahora
comenzara a despertar. Sus manos acariciaban mi pelo y la sentí más mía que nunca.
Luego nos quedamos abrazados por un instante en que cerré los ojos y sólo me dediqué a
recorrerle el cuello con mi nariz y mis labios.
-Te amo -le susurré al oído.
Nos separamos y nos miramos a los ojos, sonriendo. Le saqué un mechón de pelo de la
cara y se lo coloqué detrás de la oreja.
-Perdoname -continué. -Perdoname por haber estado ciego todos estos años y por haberte
hecho sufrir tanto.
Ella dejó de sonreír y miró al suelo. Sí, había sufrido demasiado, aunque no quería
admitirlo. Y todo por mi culpa. Cientos, miles de veces. ¿Qué hacía parada enfrente mío?
Tenía que pegarme y gritarme y putearme y salir corriendo. Pero no. Se había obstinado, como
tantas otras veces, y ahora aquí estaba, entregándome nada más que felicidad. No la merecía.
Decididamente no la merecía.
-Voy a entender si te querés ir y seguir adelante con tu vida -le dije, y me dolió el alma.
Pero ella se separó y pestañeó un par de veces, como si hubiese escuchado una
incoherencia.
-Realmente no entendés nada, ¿no? -me dijo, y me agarró de la remera para acercarme a
ella. -No puedo vivir sin vos.
Y me abrazó, como si fuera absurdamente necesario un esfuerzo para mantenerme allí.
Entonces la abracé también y le acaricié el pelo, mientras la sentía llorar en mi pecho. La llevé
así hasta uno de los bancos y nos sentamos.
-¿Sabés lo que fueron estos dos meses? -dijo llorando, aunque sin mirarme. -¿Sabés lo que
significó para mí tener que imaginar que quizás no te iba a volver a ver? Primero creer que
estabas... -pero se calló y negó con la cabeza. -Y luego, sentir que quizás seguías vivo y bien,
pero ¿no querías volver a verme?
-¿Por qué no iba a querer volver a verte? -pregunté confundido.
Y sí. Siempre fui yo el que creyó que era ella la que me iba a rechazar. Ella me miró, más
confundida que yo por mi pregunta, y luego suspiró y volvió a bajar la mirada.
-Con todo lo que pasó... las cosas que hice... los errores... yo... te juro que no pasó nada
con él. Estaba confundida y dolida y yo... perdoname...
-Sssssshhhhhh... sssssshhhhhh.... -la calmé, volviéndola a abrazar.
Esto se estaba convirtiendo en algo demasiado bizarro. ¿Cómo era que había venido hasta
acá con intención de disculparme y ahora era ella quien lo estaba haciendo? ¿Había sido por
eso que no había querido mirarme cuando le pedí disculpas? ¿Porque creía erróneamente que
era ella quien debía disculparse? ¿A eso había venido a pensar? Y ahora que volvía atrás en el
tiempo y recordaba la manera en que la rechacé, sólo ahora veía todo lo que había conseguido
herirla. Y más tarde, cuando se enteró de mi relación con Camila... Ella se estaba disculpando
y yo ni siquiera podía afirmar que nada había pasado entre nosotros. Todas las cosas por las
que se había sentido culpable habían sido provocadas por mí, y sin embargo me pedía perdón
avergonzada. No sabía por dónde comenzar a explicarle todo lo que ella significaba para mí.
Realmente estábamos conectados a un grado que superaba cualquier comprensión. Los dos

®Laura de los Santos - 2010 Página 348


nos habíamos martirizado creyéndonos culpables, mientras cada uno buscaba internamente la
manera de disculparse con el otro, sin saber que nos habíamos perdonado y aceptado aún antes
de comenzar. Los dos habíamos sufrido, los dos habíamos atravesado una fuerte crisis y los
dos habíamos logrado salir adelante gracias al otro, aún en la lejanía. Y ella me había sentido
morir y también me había sentido cuando comencé a recuperarme. Misteriosamente, todos
nuestros sentimientos se habían sincronizado y logramos sentir lo mismo a la misma vez. Ella
misma lo dijo, que sintió que me estaba recuperando. Lo que le llegó al intelecto
completamente tergiversado fue el motivo. Creyó que no quería volver a verla, cuando fue la
esperanza de este reencuentro el que me hizo salir adelante. Y sí. ¿Cómo no iba a pensar eso si
por algún motivo inexplicable sabe que estoy bien pero no salgo a buscarla? Tanta vergüenza
inútil, tanto sufrimiento incongruente, tantas incertidumbres absurdas. Ahora más que nunca
volvía a recordar la frase y me daba cuenta de la imposible verdad que escondía su simpleza.
Porque sí, éramos parte el uno del otro y sin lugar a dudas, nuestros miedos nos habían
afectado mutuamente. Y la experiencia nos había hecho llegar a la conclusión de que jamás
lograríamos alcanzar la libertad si no nos hacíamos responsables por el bienestar del otro.
La tomé del rostro cuando se calmó y la hice mirarme mientras le sonreía.
-Estuve muy mal durante un mes -le dije. -Me sentí morir y me dediqué a morir.
Ella quiso apartar la mirada llena de dolor, pero no la dejé.
-Luego... me empecé a recuperar, como vos decís -continué. -Pero si lo hice fue
únicamente porque tuve la esperanza de que te volvería a ver. Me prometí a mí mismo que te
pediría disculpas frente a frente; que te debía al menos eso.
Ella cerró los ojos y negó, como si estuviera escuchando lo más absurdo del mundo. Y así
también me sentía yo cuando ella quería disculparse. No nos estaba jugando a favor esto de
sentir lo mismo al mismo tiempo si íbamos a seguir intentando explicarnos. La verdad era que
en este momento, cualquier cosa que no implicara decirle todo lo que la amaba, me sonaba
ridículo; y por lo visto ella se estaba sintiendo igual.
-Te amo, Juli. Creo que es lo único que importa.
Ella abrió los ojos y asintió. Me besó suavemente en los labios y dijo:
-Lo único que importa es que yo te amo.
-Gracias -le dije.
-Lo mismo digo -contestó ella, sonriendo. -Somos parte el uno del otro y tus miedos nos
afectan a los dos.
Me alejé un poco de ella, sorprendido por lo que estaba escuchando.
-El bienestar de ambos es nuestra libertad -concluyó.
Sonreí, con los ojos llenos de lágrimas.
Justo en ese momento vi que un hombre vestido de traje pasaba por nuestro lado y nos
miraba como si estuviésemos locos. Lo miré de arriba abajo por un instante y vi cómo
agarraba con más fuerza su maletín lujoso, como si alguno de nosotros fuera a robárselo.
Luego volví a mirar a Juli, riéndome de la ironía del destino, y nos besamos.
Nos quedamos el resto de la tarde sentados en ese banco contándonos las mutuas
experiencias que habíamos atravesado durante estos dos meses. Otra vez no pude evitar
sorprenderme cuando me contó acerca de sus andanzas por Italia y luego por la Polinesia
Francesa. Y ella tampoco dejó de sonreír amargamente cuando le dije que no me había alejado
ni 100 metros de mi propia casa. Sufrí cuando me contó lo mal que estaba y la manera en que

®Laura de los Santos - 2010 Página 349


deseaba dormirse y ya no despertar nunca más, y cómo cada vez que abría los ojos, sentía que
el destino la estaba traicionando. Le comenté que aún estaba anonadado respecto de lo
similares que habían sido nuestras experiencias y que no encontraba una explicación lógica
para el hecho de que sintiéramos lo mismo en todo momento, como si nuestras vidas
estuviesen conectadas más allá de todo.
Finalmente llegamos al presente y le comenté lo que había hablado con Van Olders y de
mi idea de ir para Italia. No tendría que haberme extrañado que, aún antes de preguntarle si
prefería que me quedara, me dijera:
-¿Cuándo nos vamos?
Efectivamente. Era una lanzada.
Le dije que nada estaba decidido aún, mucho menos ahora que las cosas entre nosotros
estaban resultas. Y que si ella quería quedarse, que me enfrentaría a cualquier demanda que
Da Silva estuviese dispuesto a levantarme. Pero sólo el hecho de mencionar su nombre la puso
de mal humor, así que finalmente resolvimos que nos iríamos a Italia juntos.
-Al menos por ahora -dijo ella, al igual que lo habían hecho Oviedo y mi padre.
-Al menos por ahora -repetí.
Cuando oscureció, fuimos hasta el estacionamiento en el que ella había dejado su auto y
otra vez recordé aquel domingo en el que no había hecho otra cosa que cometer errores uno
atrás de otro.
-Moría de ganas de irme con vos esa noche -le dije, una vez que estábamos arriba del
auto.
Ella sonrió. No era necesario, a esta altura, seguir diciendo lo iguales que eran y que
seguían siendo nuestros sentimientos. Arrancó el auto y por primera vez en mi vida me dio
exactamente lo mismo el destino. Iría hasta el fin del mundo con ella y ahora no importaba si
era su casa o la mía; pronto estaríamos camino a nuestra casa.
Me puse a acariciarle el pelo mientras ella manejaba y casi no le saqué la vista de encima
en todo el camino, como si estuviese frente al más maravilloso milagro y me fuese imposible
dejar de adorarla. Era, después de todo, mi ángel; así que no estaba realmente muy lejos de esa
circunstancia. Cuando detuvo el auto, miré hacia el costado y me di cuenta de que estábamos
en mi casa. Pero ella no se bajó; simplemente se quedó mirándome de la misma forma en que
lo venía haciendo yo.
-Siempre quise conocer tu casa por dentro -dijo después de unos instantes.
Otra cosa más que teníamos en común. Un milagro. No tenía otra explicación válida. Este
era, sin lugar a dudas, el día más feliz de mi vida. Y lo mejor de todo era que recién
comenzaba mi vida a su lado.

Me hubiera gustado decir que todo fue cuesta arriba a partir de aquí. Me hubiera gustado
poner la palabra fin a este relato. Me hubiera gustado no tener que pensar en nada más. Pero
mi vida no era, lamentablemente, lo único importante en mi vida y, en estos dos meses,
muchas cosas pasaron que quedaron grabadas en mi memoria para siempre. Una de ellas era el
Turco, a quien había aprendido a llamar mi amigo, y a quien apreciaba casi tanto como a
Oviedo. Por eso fue que, a pesar de que mi vida personal estaba completa, el destino no tardó
mucho en hacerme ver que había salido del estacionamiento para algo más que reencontrarme
con Julieta. Jamás hubiera deseado que el destino me lo recordara de esta forma, pero al

®Laura de los Santos - 2010 Página 350


parecer, las tragedias siempre dejan marcas imborrables y una nueva estaba a punto de
atravesarme el alma.
Seguíamos sonriendo y mirándonos a los ojos cuando bajamos del auto, pero justo detrás
de Juli estaba la plaza y de reojo pude ver al Turco sentado en uno de los bancos, con la
cabeza entre sus manos, demasiado estático para su costumbre. Instantáneamente me dio una
mala espina. Algo extraño había ocurrido. Algo... terrible. Algo capaz de romperle el corazón
al Turco. No había demasiadas cosas que cumplieran con esa particular característica y lo
primero que se me vino a la mente fue lo que menos deseaba que ocurriera, pero lo que era en
efecto, más probable dentro de ese mundo y de esa peligrosa realidad. La mala noticia que
Romina rezaba todas las noches no recibir y agradecía cada mañana por haber sido escuchada,
finalmente había llegado y algo le había sucedido a algún miembro de su familia. Julieta se
puso seria de golpe cuando vio el repentino cambio en mi expresión y miró hacia atrás, en
busca de lo que me estaba ocasionando semejante malestar. Yo cerré los ojos y rogué por
favor estar tan equivocado como tantas veces antes. La miré y pude ver en su rostro todo el
dolor y la preocupación que reflejaba el mío.
-Ya voy -le dije a Juli, mientras le daba la llave del departamento. -Es el décimo.
Ella asintió y yo me fui caminando hacia la plaza.
Cuando llegué al lado del Turco me quedé un instante parado mirándolo sin saber qué
hacer. Ni siquiera levantó la mirada para ver quién era cuando finalmente me senté a su lado.
Sólo cuando le pasé la mano por la espalda se sobresaltó y miró para todos lados, como si
estuviera volviendo de un lugar demasiado lejano y demasiado doloroso. Me miró y sin decir
palabra comenzó a llorar. Lo abracé y nos quedamos así un bueno rato mientras él balbuceaba
unas palabras incomprensibles que se le mezclaban con los sollozos. Era simplemente
imposible describir el dolor que me estaba transmitiendo, pero sí supe en ese preciso instante
que era peor que aquel que le tocó vivir cuando tuvo que salir a defender a su hermano. Sólo
había tres personas en todo el mundo capaces de ocasionarle al Turco esta clase de
sentimientos a través de una tragedia y en la primera que pensé fue en Romina. Tuve que
hacer un esfuerzo enorme por controlarme para no preguntarle por ella, ya que si me llegaba a
decir que en efecto era la causante de su espantoso estado, no encontraría fuerzas para
consolarlo. Pero no pasó mucho tiempo antes de que yo levantara la vista y mirase en todas las
direcciones posibles para encontrarla, hasta que finalmente la vi. Fue mejor porque entonces
me trajo la tranquilidad de saber que estaba viva. Pero fue peor, mucho peor, cuando sólo con
su andar se notaba el peso de la enorme carga emocional que estaba llevando. Y pude sentir
todo su dolor, que sumado al del Turco, lograron acercarse demasiado al que sentí durante el
tiempo en el que viví dentro del estacionamiento bajo su cuidado. No supe qué hacer. No
podía pensar en nada más que seguir abrazando al hombre que una vez me rescató de las
tinieblas. Y no quería, pero sabía que yo había sido demasiado afortunado y que, a juzgar por
sus lágrimas, no existía salida para él, ni luz al final del camino, ni esperanza que pudiera
revertir las cosas ahora. Había nada más que oscuridad y dolor. Entonces sólo quedaban dos
personas imprescindibles en la vida del Turco; aquellas por las Romina rezaba cada noche. Y,
aunque no quería caer en la cuenta, comenzaba a percibir que de ahora en adelante ella rezaría
sus oraciones por una sola; y se las rezaría a ese por el que antes rezaba; a ese... que ahora
seguramente la miraba desde arriba. ¿Cuál de los dos? ¿Importaba acaso esa pegunta? ¿Y el
„qué‟? ¿Y el „cómo‟? ¿Tendrían relevancia alguna en este contexto? ¿Existiría alguna manera

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de explicar lo ocurrido para echar culpas, cuando no era algo más que una situación que
dependía tan solo del tiempo, y que tarde o temprano iba a terminar ocurriendo? Era una
tragedia que sólo una persona que tiene hijos puede llegar a comprender. Pero era también
algo que él mismo me había dicho que no cambiaría porque le resultaba conveniente. Y ahora,
aquí estaba, sufriendo las cosechas de sus propias siembras y, aún así, no podía dejar de sentir
que el mundo era un gran lugar demasiado injusto, demasiado perverso. Quería volver el
tiempo atrás y evitarle este sufrimiento al Turco. Quería deshacer el camino andado para poder
prevenirle a Romina la desorbitada angustia que ahora estaba sintiendo.

Luego de un tiempo que no podría saber cuánto fue, volví a levantar los ojos y justo en
ese momento se encontraron con los de Romina. Ella estaba del otro lado de la plaza, cerca del
estacionamiento, pero igual se quedó parada mirándome, como si en efecto mis ojos fueran lo
único que la mantenía unida a este mundo. El resto de su cuerpo parecía inerte, como una
muñeca, como un trapo. Caminó lentamente hasta donde estábamos con el Turco, dejando en
el suelo unas rayas de tierra que hacen esos pies que ya no tienen interés en levantarse más de
lo necesario para avanzar. Estaba viniendo hacia acá, sí, pero había dejado de avanzar. Y en
tanto más se acercaba a nosotros, más veía en su rostro ese manto de tristeza feroz que la
envolvía y la consumía. Sus ojos estaban apagados y nadie en este momento podría llegar a
pensar que era un ángel el que se estaba acercando.
Llegó hasta el banco y se quedó parada delante del Turco, mirándolo sin juicio, pero sin
expresión alguna en su rostro. Yo separé uno de mis brazos y se lo extendí. Entonces vi cómo
su labio inferior comenzaba a temblar y se desplomó en el suelo, colocando un brazo sobre la
pierna del Turco y el otro sobre la mía. Entonces el Turco me soltó y la abrazó a ella con todo
su cuerpo y con la poca fuerza que aún le quedaba. Y lloraron. Los dos lloraron. Durante un
lapso indescriptiblemente doloroso, lleno de pensamientos oscuros y sentimientos temerarios.
Estaban en ese lugar que yo conocí muy bien como el infierno. Ese lugar donde la realidad se
transfigura y la consciencia se desvanece. Ese lugar de donde no se puede volver jamás sin
sufrir una transformación eterna y condicionante... si es que alguna vez se vuelve. Y ahí estaba
yo, tratando de consolar lo inconsolable. Pasando mis manos por sus espaldas como si fuera
absurdamente posible lograr algo con ese gesto. Y entonces el Turco hablo.
-Perdoname -sollozó. -Perdoname... perdoname... perdoname...
Una y otra vez al oído de Romina, que no pronunciaba palabra ni emitía alguna señal de
que lo estaba escuchando. Sólo lloraba y lloraba. Una tras otra había sufrido las
incongruencias de su marido. Sin chistar lo había acompañado en el peligrosísimo camino que
él había elegido transitar. Y ahora que las consecuencias se habían hecho cargo de sus vidas,
también seguía abrazada al hombre que amaba. Y no era la primera vez que lo escuchaba
pedirle disculpas y no era la primera vez que se quedaba callada cuando él le suplicaba como
el pecador al sacerdote en su lecho de muerte. No había manera de explicar lo que ahora
estaba viendo; no encontraba una lógica para las actitudes de él, ni para la aceptación absoluta
por parte de ella, sin hacer preguntas y sabiendo de antemano que una tragedia como esta
terminaría ocurriendo. ¿Cuál sería el límite de Romina? ¿Cuándo diría basta? Y sin embargo,
ahora que había perdido una de las cosas más preciadas de su vida, ¿valía la pena poner punto
final? ¿O ahora más que nunca decidiría quedarse al lado de ese hombre que jamás hizo otra
cosa que ofrecerle peligro y llevarla a recorrer los caminos más dolorosos del mundo? Pero

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dentro de esta injustificable injusticia, había algo de equilibrio. Algo que evidentemente le
pasaba a todos los hombres que eran bendecidos con la compañía de un ángel. Ella no sería la
única que iba a sufrir. Él estaba irremediablemente a la par de ella y sufriría siempre mucho
más, porque experimentaría en su propio dolor la angustia que genera hacer sufrir a un ángel.
No había límites. No existía un lugar en el que fuera posible decir „basta, no se puede sufrir
más‟. La desesperación que el ser humano era capaz de sentir no tenía límites. Y peor para
este hombre, porque fue a hacerse el macho y a ponerle el pecho a las continuas amenazas que
le ofrecía este estilo de vida. Plenamente consciente de que las cosas no iban a terminar bien
de una manera u otra, decidió seguir eligiendo vivir así. El precio que tuvo que pagar por ello
fue demasiado alto y ahora se estaba dando cuenta, en los brazos de un ángel. Y sí. ¿Qué otra
cosa podía hacer más que pedirle disculpas? Y yo sabía que ella no conseguiría jamás sentirse
menos culpable que él. Y sabía también que era probablemente esa la razón por la cual no
respondía a las eternas súplicas de perdón que su marido le lloraba al oído. Al igual que
Julieta, no sabía realmente si ella tenía una opción más que la de quedarse al lado de su
hombre y sin embargo, las circunstancias hacían que el mundo se convirtiese en una paradoja
perversa. No tenía manera de salir ganando en este contexto, pero tampoco tenía la opción de
vivir en un mundo que no incluyera al Turco.

Fue largo el rato que estuvimos los tres en la misma posición, pero más tarde que
temprano, los dos se fueron calmando y el silencio nocturno se fue apoderando nuevamente de
la plaza. Esto no era más que el comienzo, yo lo sabía mejor que nadie. Todavía no habían ni
siquiera empezado a llorar esta tragedia. Pero ahora se encontraban en ese momento en el que
la consciencia vuelve lentamente a sonar lejana en la mente y el instinto de supervivencia
comienza a obrar tratando de guardar el dolor en algún lugar recóndito de la memoria. Eso era
producto del cansancio y me di cuenta de que ya era hora de actuar.
-Necesito que vengan conmigo -les dije en la voz más baja que pude.
Quise preguntarle a Romina por el hijo que aún le quedaba vivo, pero de pronto caí en la
cuenta de que quizás ya no le quedaban niños por los que rezar. Quizás, esta realidad
imposible había logrado desquitarse con los dos a la misma vez. Todo era posible aquí, lo
posible, lo imposible y lo inimaginable. Recordar eso me produjo más angustia que nunca.
Los dos se levantaron como marionetas y se miraron a los ojos por un instante. Luego el
Turco afirmo casi imperceptiblemente con la cabeza y Romina se fue al estacionamiento. Yo
no me moví, esperando la reacción del Turco. Pero era aún más doloroso que mi propio dolor
mirarlo a los ojos y ver que ese hombre que yo había conocido algún tiempo atrás, se había
desvanecido y que, en su lugar, quedaba sólo un manojo de huesos sostenidos por músculos en
contra de su voluntad. Romina volvió con el menor de sus hijos a upa, abrazándolo hasta el
límite de la estrangulación, como si él fuera nada más que un cuerpito efímero prestado, que
vendrían a reclamarle en cualquier momento. Cerró los ojos y se tragó el dolor en el preciso
momento en que me vio el gesto de sufrimiento y tristeza que recorrió mi mente cuando, al ver
al nene, caí en la cuenta de que era Ramito el que había muerto. Romina se guardó toda su
angustia en ese lugar que sólo las mujeres tienen, para escondérselo a su hijo y no preocuparlo.
Llegó hecha una roca hasta donde estábamos y así se mantuvo todo el trayecto camino a mi
departamento. No cruzamos palabra. No había realmente nada para decir. No existían, en todo
el idioma, términos capaces de expresar lo que había ocurrido.

®Laura de los Santos - 2010 Página 353


Cuando Juli nos abrió la puerta, le bastó con cruzar conmigo una mirada para entender
que los que venían conmigo eran nada menos que los que me habían ayudado a salir adelante
mientras me dedicaba a morir en el estacionamiento. Las personas de las que le había hablado
esta misma tarde al lado del río. Ella los miró con un aire maternal y algo extraño ocurrió
entonces. Las dos mujeres se quedaron mirándose por un tiempo que excedía cualquier
protocolo de introducción. Parecía como si de pronto el resto de nosotros sobrara en el
departamento y ellas se hubieran ido a conversar a algún lugar místico y etéreo de un universo
lejano. Jamás lograría comprender a las mujeres. No hubo palabras, sólo gestos. Expresiones
de dolor y confusión volaban de un rostro al otro y, luego de un momento, Juli asintió
frunciendo el ceño y apretando los labios y luego negó mientras le pasaba una mano por la
espalda a Romina. Entonces Romina suspiró y fue como si mágicamente el alma le retornara
al cuerpo. Este no era un intercambio entre mujeres; era una conversación entre ángeles. No
me sorprendería que pudieran leerse las mutuas mentes. Yo miré al Turco sin comprender
demasiado, pero él estaba parado con la mirada perdida en la ventana, probablemente
esperando alguna nueva orden para obedecer. Volví a mirar a Julieta y ella simplemente
asintió. Romina dejó de apretar a su hijo y se lo entregó a Juli cuando ella le extendió los
brazos, aún sin intercambiar palabras. Era muy raro que Romina entrase tan rápidamente en
confianza con una mujer que no conocía, sobre todo y especialmente, para entregarle el único
hijo que le quedaba vivo. Todos estábamos en silencio, pero parecía como si yo fuese el único
al que eso le resultaba extraño y un tanto incómodo. Juli llevó al nene dormido al sofá del
living, lo tapó con la mantita en la que Romina lo había traído envuelto y luego volvió hasta
donde estaba ella y, acariciándole nuevamente la espalda, la condujo hacia el baño. Después
acompañó al Turco hasta el otro sillón y lo acostó ahí, sacándole las zapatillas y levantándole
las piernas para terminar de acomodarlo. En ningún momento le vi al Turco modificar su
expresión de estatua. Simplemente se quedó ahí, con los ojos abiertos, casi sin pestañear,
probablemente deseando haber sido él quien ocupara el lugar de su hijo mayor. Después Juli
subió las escaleras, abrió el placard, sacó unas frazadas de adentro -como si esta jamás hubiese
sido otra que su propia casa- y bajó. Tapó al Turco con una y, cuando Romina salió del baño,
la acompañó al sillón en el que estaba el pequeñito. Ella se acostó y lo abrazó. Juli los tapó y
sólo entonces me miró y suspiró con una sonrisa que no expresaba otra cosa que tristeza.
Bajé la mirada y la intercalé entre los dos. En medio del silencio, vi cómo las lágrimas
caían de esos ojos que ya no encontrarían reposo nunca más. Sin mirarse, casi sin percibirse,
los dos estaban sufriendo el mismo dolor. Fui hasta arriba y saqué del botiquín del baño unas
pastillas de lexotanil. Bajé y le entregué una a cada uno con un vaso de agua, que tomaron sin
hacer preguntas.
No tardaron mucho en quedarse dormidos. Entre tanta tragedia, me alegró que al menos
yo pudiera devolverles un poquito de todo lo que ellos habían hecho por mí. Los miré mientras
dormían y recordé aquellos días bajo tierra en los que me despertaba y la veía a Romina
mirarme con esa expresión maternal de esperanza con que ahora Julieta la miraba a ella.
Caminé hasta donde había quedado Juli y nos abrazamos.
-Gracias -le susurré al oído.
Y no tuvo que hablar para que supiera que otra vez estaba pensando en la frase. Lo sabía
porque yo también lo estaba haciendo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 354


¿Cuánto tiempo había pasado desde que el Turco había estado acá en mi casa? ¿Un día?
Parecía mentira que tan sólo anoche hubiéramos estado charlando en este mismo lugar. Tantas
cosas habían pasado en el medio que lo sentía una eternidad. Y sin embargo, nada tan extremo
como lo que a él le había tocado vivir. Sólo un día nos separaba del recuerdo de nuestro
reencuentro. Cuando él había decidido seguir viviendo esta vida, y cuando Romina se había
ofendido cuando le sugerí la posibilidad de cambiar de destino. Ahora había sido este último el
tirano que no estaba dispuesto a dar segundas chances ni a tolerar determinadas decisiones.
¿Por qué a mí sí y a él no? ¿Quién decidía? ¿Quién juzgaba? Muchas preguntas para las que
jamás hallaría una respuesta. Lo único que podía hacer ahora era agradecer haberme
reencontrado con Julieta y tener la posibilidad de brindarle una mano al hombre que no dudó
en hacerlo conmigo cuando las circunstancias lo requirieron.
Volví a mirar largamente a Juli a los ojos y la besé, completamente agradecido de tenerla
conmigo. Inmediatamente pensé en lo que pudo haber sido; me puse en los zapatos del Turco
e imaginé que si hubiera sido ella en mi vida la que se moría, definitivamente mi vida se iría
con ella. No sonaba tan ilógico que las cosas que hubiesen dado de esta manera. El Turco
sabía perfectamente la vida que llevaba y lo peligrosa que era. Sin embargo, pocas cosas me
dolían en el mundo como verlo mal y debilitado y ahora ya era demasiado tarde para
prevenirlo. Ahora sólo quedaría ayudarlo a cruzar el infierno que se le había venido encima.

Cuando abrí los ojos todavía era de noche. La tenue luz de la ciudad entraba por la
ventana, pero más intensa era la que venía de abajo. Me di vuelta buscando a Juli, pero ese
lado de la cama estaba vacío. Me apoyé en el codo y miré para los costados, un poco
confundido. Aún me costaba internalizar la cantidad de cosas que habían ocurrido en tan
pocos días. Me levanté y me fui al baño. Por el balconcito de la pieza pude ver que la luz de la
cocina estaba encendida y que Romina y Julieta estaban conversando. El Turco seguía
durmiendo, al igual que su hijo. Quería bajar y charlar un rato con Romina, brindarle un poco
de seguridad para que limitara sus preocupaciones, que ya eran demasiadas. Pero seguramente
Juli iba a hacer eso mucho mejor que yo, como siempre. Así que enseguida me fui a dormir
otra vez y esperé a que llegara el nuevo día que sabía que, tanto el Turco como Romina,
despreciarían.

El sol entraba por la ventana cuando me volví a despertar. Ahora sí, cuando giré en la
cama, vi a Juli acostada a mi lado y me sentí completo y feliz. Aunque rápidamente recordé a
mis huéspedes y me invadió una sensación de dolor. Me levanté, me lavé y bajé las escaleras.
Los tres estaban durmiendo todavía, así que casi sin hacer ruido, me puse a preparar el
desayuno. No había demasiadas cosas; sólo los restos en la heladera de lo que había traído
Oviedo. Puse el agua a hervir para unos mates y me quedé mirando al Turco por encima de la
mesada. Aún en sueños, su rostro expresaba sufrimiento. Miré a su hijo y sentí de pronto la
tristeza que acarrea la pérdida del potencial futuro de un niño. ¿Cómo habría ocurrido?
¿Habría tenido algo que ver con el recuerdo de haber visto al Turco caminar furioso hacia el
estacionamiento? ¿Cuánto tiempo habría transcurrido entre ese momento y la tragedia? ¿Fue
antes o después? ¿Y cómo? Anoche, sentado en el banco, el Turco le había pedido disculpas a
Romina tantas veces que me había puesto la piel de gallina. ¿Había tenido algo que ver con la
muerte de su propio hijo? ¿Habría quedado en medio de una habitual pelea por territorio? O

®Laura de los Santos - 2010 Página 355


quizás... alguno de los muchos enemigos del Turco se había desquitado con su hijo. Suspiré y
negué con la cabeza mientras me la sujetaba entre las manos. En ese mundo surreal, las
posibilidades de que ocurriera un accidente eran infinitas. Había cientos de miles de
conjugaciones situacionales que daban como resultado una tragedia. Y los niños, en medio de
ese paupérrimo berenjenal, no hacían otra cosa que sumar datos nefastos a las estadísticas
cotidianas y a los noticieros sensacionalistas. Sentí que alguien apagaba la pava eléctrica
detrás de mí y me sobresalté. Era Juli. Me pasó la mano por el pelo, ordenándolo un poco y me
besó suavemente antes de ponerse a hacer el mate. De pronto resultaba muy extraña la forma
en que la tragedia y la felicidad podían conectarse. En este caso, sólo las separaba una mesada.
Dios, cómo deseé en ese momento que las cosas fueran diferentes del lado del living y que el
Turco no tuviera que sufrir como lo estaba haciendo. No quería tener que recordar lo que era
la vida para la gente en situación de calle. No quería tener que recordar mi propia experiencia.
Pero, por lo visto, no existía otra posibilidad. En pocos días de haber compartido su realidad,
yo -que lo que menos estaba buscando eran problemas-, había conseguido la manera de
encontrarme con ellos. Y él, rodeado de jóvenes drogadictos, que pierden la consciencia
voluntariamente para no tener que lidiar con el hecho de vivir en un mundo en el que no existe
la esperanza, había conseguido ser lo suficientemente hábil como para eludirlos durante años.
Hasta que finalmente perdió. Apostó y perdió a lo grande. No era sólo una la vida que se había
ido. Eran al menos tres. Porque dentro de estos cuerpos que ahora descansaban en los sillones
tampoco quedaban restos de vida. Apenas un pequeño destello en el cuerpo de un niño que
sólo se salva de esta tragedia gracias a su infantil ignorancia. ¿Será suficiente para alimentar a
sus padres? ¿Alcanzará para devolver la esperanza a dos personas que se desvanecieron junto
con el otro hijo? ¿Quedará algún resto de esperanza para rescatar de la antesala del infierno a
los que quedaron vivos? Espero que sí. Sólo deseo con todo mi ser que así sea.
-Tenemos que hacer algo, Juli -le dije desesperado.
-Ya lo estás haciendo -me contestó, mirando hacia el living.
Pero yo negué con mi cabeza.
-Algo más... importante -agregué. -Algo que prevenga este tipo de cosas.
-No está en vos prevenir lo que otro elige -corrigió.
Eso era algo que sabía; algo que había aprendido a fuerza de golpes; algo que había
necesitado vivir plenamente para poder comprender. Y algo, también, que me había dicho
Oviedo, luego de que ambos escucháramos al Turco decir que se quedaría con su cómoda
vida. Oviedo sabía y Julieta sabía. Yo era el boludo que otra vez me encontraba en una
encrucijada que lo único que me ofrecía era impotencia.
-ÉL eligió -le dije, señalando al Turco. -Pero, ¿ella?
Y entonces Juli se quedó en silencio. Sabía perfectamente a qué me estaba refiriendo,
porque en carne propia había permanecido al lado de un hombre que durante años no había
hecho otra cosa que herirla. Sólo asintió.
-¿Y los demás? -insistí, susurrando. -¿Cuántos hay ahí afuera que viven esa vida porque
no saben que otra opción es posible? ¿Cuántos son realmente los que eligen vivir en la calle?
Mirá a los cartoneros. Hacen ese laburo de mierda, mal pago, aún sabiendo que sería tantísimo
más fácil dedicarse a robar. ¿Por qué no lo hacen?
-La cultura del trabajo.

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-Exacto -dije, y tuve que hacer un esfuerzo para seguir susurrando y no despertar a los que
dormían. -Generaciones de personas que supieron comprender que sólo el trabajo honrado
brinda dignidad. No está todo perdido. No puede estar perdido.
Ella se quedó en silencio, mirándome comprensivamente. Teníamos la esperanza y
teníamos las herramientas. Pero no teníamos ni una sola idea. No sabíamos por dónde
comenzar.
Pero todos esos pensamientos fueron puestos en espera súbitamente cuando empecé a
sacar cuentas y llegué a la conclusión de que no había pasado más de un día desde la muerte
del hijo del Turco. Lo sabía porque la noche anterior habíamos estado aquí mismo y él sabía
que yo estaba aquí. De haber ocurrido un accidente entonces, seguramente habría venido a
tocarme el timbre. Incluso por la mañana, cuando salimos con Oviedo y yo lo vi caminar por
la plaza; aún ahí creo que todavía estaba vivo. Pero entonces, ¿qué había ocurrido? ¿Un
accidente que le había quitado la vida en el acto? ¿O una derivación a emergencias y una
posterior muerte? ¿Y qué había pasado con el cuerpo? ¿Tendría DNI? ¿Qué hacía el gobierno
de la Ciudad de Buenos Aires con los cuerpos de aquellos que no sobrevivían en el hospital?
¿Iban a la morgue? ¿Cómo harían el Turco y Romina para reclamar el cuerpo si estaba
indocumentado o si no había nada que los legalizara a ellos como padres del menor? Estaban
solos en la plaza anoche cuando llegamos. ¿Qué había ocurrido en el medio para que ellos
estuvieran en la plaza y no en el hospital? ¿Les habrían negado la entrada? Tantas preguntas
que jamás me hice por no haber tenido nunca que hacerme cargo de la muerte de nadie. Jamás
había vivido una muerte tan de cerca, ni de familiares ni de nadie. Ni siquiera podía meter a
Da Silva en esa lista. Qué cantidad de inconvenientes surgen cuando aparecen estas
cuestiones...
-¿Qué estás pensando? -me preguntó Juli.
-Me pregunto qué pasó con el cuerpo. ¿Por qué estaban en la plaza los dos cuando
llegamos ayer?
-Anoche me estuvo contando un poco Romina -dijo Juli, en voz tan baja que apenas pude
oírla.
Yo me quedé en silencio, viendo cómo su vista se clavaba en el suelo, volviendo a vivir el
dolor de Romina a través del recuerdo.
-Del hospital les dijeron que se fueran a la casa, que les iban a avisar cuando llegara el
cajón.
-¿Qué? -pregunté sin comprender -¿Y así nada más se fueron?
Definitivamente no estaba internalizado con este tipo de cuestiones. Juli levantó las cejas,
en gesto de indignación.
-Les dijeron que no había cajones disponibles en ese momento y que recién hoy iban a
hacer el pedido; que llegaría en un día o dos, y que el cuerpo quedaría en la morgue hasta
entonces. Que no valía la pena que se quedaran a esperar tantos días.
Me quedé atónito. Completamente helado. Hablaban del cuerpo como si fuera un celular,
o una computadora que podía ser trasladada de un lugar a otro sin importar cómo ni cuándo.
Cerré los ojos, perfectamente indignado con todo; con el gobierno de mierda, con el pésimo
sistema de salud que tiene esta ciudad, con los empresarios... y conmigo. Otra vez conmigo.
No podía realizar ningún tipo de crítica sin introducirme en ella como punto de partida.
¿Cuántos casos como este ocurrían todos los días para que el personal del hospital fuera tan

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escéptico y hablase de los cuerpos como objetos insignificantes? ¿Cuántos... mientras yo me
cruzaba de brazos en mi despacho y acariciaba el cuero de mi sillón? Suspiré y me calmé, para
pensar más fríamente.
-¿Cómo fue? -le pregunté a Juli, aún con los ojos cerrados.
Hubo un pequeño silencio y luego:
-Lo atropellaron -dijo, llena de dolor. -Un auto a toda velocidad. Y ni siquiera frenó a ver
qué había pasado.
-Pero, ¿nadie lo vio?
-Era de noche -explicó Juli, negando con la cabeza. -A la madrugada.
O sea que sí había sido antes. O sea que cuando vi al Turco caminando por la plaza, la
tragedia ya había ocurrido. ¿Por qué no vino a tocarme el timbre? Y luego se me ocurrió que
en el torbellino, quizás se olvidó de todo. Probablemente estaba buscando los documentos o
algo y luego permanecieron en el hospital hasta vaya-uno-a-saber-qué-hora, antes de que les
sugirieran tan encantadoramente que se fueran a la casa.
Salí de la cocina y me fui hasta el escritorio. Saqué de uno de los estantes la guía
telefónica y comencé a pasar las hojas frenéticamente hasta que encontré el primer lugar de
velatorios que encontré. Levanté el tubo del teléfono y llamé. Sonó varias veces. Aún no eran
las 8 de la mañana, pero rogué que alguien me atendiera.
-¿Hola? -dijo una voz de hombre medio dormida.
-Buen día -dije, poniéndome de espaldas al living, para tratar de mantener la conversación
lo más alejada del Turco y de Romina que fuera posible. -Estoy buscando un cajón -agregué.
No sabía si esta era la manera de hacer las cosas, pero no quería seguir perdiendo el
tiempo.
-Sí -dijo el hombre entre bostezos. -Tenemos de madera de pino, caoba, algarrobo,
también los hay de acero o plata, con diferentes diseños, personalizados...
Esas palabras me estaban helando la sangre. ¿Por qué todos hablaban de estos temas como
si fueran productos de la vida cotidiana que uno puede perfectamente comprar en un
supermercado?
-De algarrobo está bien -lo interrumpí, haciendo un esfuerzo para no gritarle mi
indignación. -Sin diseños, ni cosas raras. Un simple cajón de algarrobo marrón.
-¿De qué tamaño? -preguntó el hombre.
Y entonces ya no pude contestar. La angustia me llenó el pecho de un golpe al imaginar el
pequeño cajoncito y tuve que doblarme por el dolor que me generó. Juli llegó enseguida y me
atajó. Agarró el tubo del teléfono y dijo:
-Ahora lo vuelve a llamar.
Y cortó.
Yo me dejé caer en el suelo, vencido por la tristeza, la indignación y la desesperación.
Ella se arrodilló a mi lado y esperó. No quería llorar porque tenía miedo de despertarlos, pero
casi no podía contenerme. Respiré agitado y traté de concentrarme sólo en eso para recobrar
las fuerzas.
-Es... tan... triste... -alcancé a decir antes de abrazarla y llorar en silencio.
La muerte de ese niño me había tocado el fondo del alma. Jamás había logrado
comprender lo que se siente al pasar por esta situación, pero ahora la estaba viviendo tan de
cerca como los mismos padres. Porque sentía un afecto tan grande por el Turco que su dolor

®Laura de los Santos - 2010 Página 358


me dolía a mí también. Y todas estas situaciones con las que uno se ve de pronto obligado a
lidiar... Menos mal que estoy acá. Menos mal que puedo hacerme cargo de esto y liberarlos a
ellos de cargas extras de dolor. Suspiré y me separé de Juli.
-Despertá a Romina, por favor -le dije. -Preguntale en qué hospital está...
Pero no pude terminar la oración. Suerte que Juli era buena entendedora.
-En el Ricardo Gutiérrez -me dijo rápido.
Asentí y volví a marcar el número de la casa de velorios.
-Si... otra vez yo, disculpe -le dije cuando me volvió a atender la misma voz dormida. -
Necesito un cajón de... un metro y medio, no más.
Y otra vez me invadió la angustia; sólo que esta vez la estaba esperando.
-¿Para cuándo lo necesita?
Qué pregunta más pelotuda. Este hombre ya comenzaba a sacarme de quicio.
-Para ahora -le dije, pero lo que en realidad quería decirle me quedó en la punta de la
lengua.
Se ve que Juli se dio cuenta, porque me pasó la mano por la espalda, para que me
mantuviera tranquilo. ¿Con cuánta anticipación organiza la gente este tipo de cosas? ¿Cuántas
personas están en efecto esperando que un niño muera?
-Aguarde un momento, por favor -me dijo el hombre.
Entonces suspiré y miré a los que dormían en los sillones. Apreté los labios y negué.
Después la miré a Juli y los dos nos quedamos con la vista clavada en los ojos del otro por el
tiempo que tardó el hombre en volver a atenderme.
-De ese tamaño sólo tengo en stock uno de pino. Si no, va a tener que ser para la semana
que viene.
Era sorprendente la falta de tacto que tenía este hombre. Y yo que creí que nadie podía
superarme.
-El de pino está bien. ¿Podría mandarlo cuanto antes al hospital “Ricardo Gutiérrez”?
-Sí, cómo no -me dijo.
Y menos mal que no me preguntó dónde quedaba, porque no hubiera podido contener la
puteada que me venía guardando.
-¿A nombre de quién?
Ahí sí que me había agarrado desprevenido. Yo no sabía el nombre completo del Turco.
Pero no importaba. No iba a dejarlo solo ahora, así que lo mismo iba a ser que le diera el mío.
-De Guillermo Domínico.
-Perfecto.
¿Perfecto? ¿Era esa la mejor palabra que podía encontrar?
-Necesito trasladar ese cajón luego al... -¿A cuál? Miré a Juli pero ella negó simplemente.
-... ¿Cementerio de Chacarita?
Era el único que realmente conocía yo, ya que quedaba cerca de la casa de mis viejos.
Aunque jamás había tenido necesidad de entrar. Ni a ese ni a ningún otro. Pero Juli asintió, así
que me quedé tranquilo.
-¿Quiere que le mandemos un cura o un rabino? -preguntó el hombre.
¿Qué era esto? ¿McDonalds? ¿Me estaba ofreciendo un combo?
-No, gracias -le contesté.

®Laura de los Santos - 2010 Página 359


-Muy bien. En media hora va el cajón para el hospital. El coche lo espera y lo lleva luego
al cementerio. Son 582 pesos todo. ¿Cómo va a pagar?
-Efectivo -le dije. -¿Hay problema si le abono todo en el hospital?
-No. Ningún problema.
-Gracias -contesté, y corté.
Me quedé un instante con la mano apoyada en el teléfono, aún intoxicado con toda esta
situación funesta. Volví a la guía telefónica y me fui hasta la „C‟. Encontré el número de
teléfono enseguida, pero me costó un esfuerzo enorme marcarlo. Realmente no sabía cómo se
arreglaban este tipo de cosas y no tenía idea por dónde comenzar.
-¿Hola? -dijo una voz de mujer.
-Buenos días -contesté. -Estoy buscando un lugar para enterrar... un familiar.
-Le doy mi pésame, señor.
Por fin una persona decente.
-Gracias -le dije.
-¿Con qué urgencia lo requiere?
-¿Cuánto es lo más rápido?
Hubo un pequeño silencio y luego la mujer dijo:
-Queda lugar en los nichos. O... algunos exclusivos en el suelo.
Por „exclusivos‟ obviamente quería decir „pagos‟, y no sólo eso, sino „caros‟.
-En el suelo está bien. Lo más rápido posible -agregué, para sugerirle que el dinero no era
un problema.
La palabra „rápido‟, hoy en día, también significaba „una suma importante de dinero‟.
-Se requieren 3 horas para hacer el pozo -me dijo entonces.
-¿Se puede esperar en algún lugar? Lo están llevando para allá en una hora, más o menos.
-Por supuesto. Tenemos una sala de espera.
-No tengo ningún problema en cuanto a temas de costos -le dije abiertamente ahora,
sabiendo que ese comentario nunca era bueno para los negocios, pero absolutamente exhausto
como para pensar en el más trivial de todos los asuntos en este momento. -¿Podemos
arreglarlo directamente en persona?
Hubo un silencio del otro lado, y luego:
-Lo siento, pero necesito un anticipo para empezar a trabajar.
-Un anticipo... -repetí, mirando a Juli.
Ella asintió de inmediato y moviendo los labios, sin emitir sonido, me dijo:
-Yo voy.
-Enseguida va... mi mujer -le dije, sonriéndole levemente a Juli.
Ella también sonrió, aunque rápidamente volvimos al tema.
-Correcto, entonces. La esperamos -me dijo la mujer.
-Gracias -contesté.
Y corté.
Nos miramos con Juli un instante más y luego ella subió a cambiarse. Yo me acerqué al
Turco y en contra de todos mis deseos de dejarlo durmiendo, lo desperté. Él se sobresaltó y
quedó sentado en el sillón con un solo movimiento, mirando para todos lados. Pero enseguida
clavó la vista en su mujer y en su hijo y recordó de inmediato todas las razones por las que
quería morir ahí mismo.

®Laura de los Santos - 2010 Página 360


-Perdoname que te despierte, Turco, pero tenemos que prepararnos.
El Turco miró instintivamente su celular y se quedó confundido. Probablemente ahí tenían
que llegarle las noticias del hospital y no estaba viendo que eso hubiera sucedido.
-Ya me hice cargo de todo -le dije, pasándole la mano por la espalda. -En media hora van
a buscar... -no podía decir „el cuerpo‟; simplemente no podía. -...lo al hospital. Y de ahí vamos
para Chacarita.
El Turco me dirigió una mirada completamente vacía y asintió. Yo lo abracé tan fuerte
como pude y le dije:
-Acá estoy. No te preocupes, que acá estoy.
Entonces él también me abrazó, aunque sin llorar y sin vida. Juli bajó de la pieza y se
acercó a nosotros.
-¿Agarraste plata? -le pregunté.
-Yo tengo -contestó.
-Nos vemos ahí -le dije asintiendo.
Ella le apretó el brazo al Turco, miró nuevamente a Romina y se fue a las disparadas.
-Juli... -le dije cuando ella estaba ya con la manija de la puerta en la mano. -Llamalo a
Carlos.
No tuve que decirle para qué, obviamente. Ella asintió y salió.
El Turco se quedó un instante mirándome y atrás miró a Romina, que abrazaba a su hijo
fuertemente, aún dormida. Luego se levantó y fue hasta el baño mientras yo la despertaba
también a ella. Cuando abrió los ojos, Romina parecía un poco más viva que el Turco, aunque
la desesperación de su mirada no había aminorado ni un poco. Le dije que se fuera
despertando, que teníamos que salir. Ella se sentó en el sillón y, al despertar a su hijo, volvió a
convertirse en la roca que no dejaba escapar nada delante de él.

Salimos a la calle cuando terminaron de prepararse y paré un taxi. No los dejé pensar
demasiado en los hechos, ni quería que estuvieran parados delante de la plaza durante mucho
tiempo. Hubiera deseado estar a mil kilómetros de acá, pero bueno... esto era lo que había.
-¿Adónde vamos, mami? -preguntó el chiquito.
Y sólo el hecho de oír esa voz hizo que a los tres se nos abriera un agujero en el pecho.
-Al Ricardo Gutiérrez -le dije yo al chofer.
Y durante todo el trayecto ninguno emitió otro sonido.

Cuando llegamos al hospital, por un instante el chofer se quedó mirándonos, ya que


ninguno de los pasajeros encontramos fuerzas suficientes para bajarnos del auto. Romina fue
la primera en reaccionar. Por supuesto. La persona más fuerte. El Turco seguía funcionando
como una marioneta desarticulada, con la mirada perdida y vacía. Le pagué al taxi y se fue.
Una vez más me encontraba entonces parado frente a una construcción sin querer
realmente obrar al respecto. Ya me había pasado delante de la casa de mis viejos, luego frente
al edificio de Julieta y ahora aquí. Y todo, en el transcurso de unas cuantas horas. Había un
torrente de personas que entraban y salían con niños de todas las edades. El hijo de Romina
miraba a su alrededor con curiosidad y algo de temor. No sé por qué no se le ocurrió preguntar
dónde estaba su hermano, pero a veces los niños intuyen mucho más de lo que nosotros
creemos.

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-Voy a hacer los trámites -dijo el Turco, aunque en su voz se notaba que era lo último que
quería hacer.
-No -dijo enseguida Romina, con repentina autoridad incuestionable. -Quedate acá con
Pedro.
Y le pasó el hijo a los brazos. El Turco lo agarró, debatiéndose entre el dolor infernal y la
responsabilidad.
-¿Necesitás ayuda? -le pregunté a Romina.
-Mejor quedate con él -me contestó, negando.
Y sí. De la misma forma en que Julieta jamás necesitó de mi ayuda para resolver
cualquier cosa, esta mujer también era de hierro y podía valerse perfectamente por sí misma.
Yo asentí y justo en ese preciso momento, un coche fúnebre se estacionó en la puerta y no
tuve que analizar demasiado la situación para comprender que era el que nosotros estábamos
esperando. Y no sé de dónde saqué las fuerzas, pero logré contenerme y me quedé parado.
Romina cerró un momento los ojos y toda la angustia recorrió su rostro antes de volver a
convertirse en roca.
-Andá -le dije. -Yo me encargo de esto. Avisales que ya llegó.
Ella asintió y se fue para adentro mientras yo le indicaba al Turco que no se moviera de
ahí -como si fuera algo sobre lo que él pudiera decidir, ¿no?-, y me iba a encontrar con el
chofer del coche. El hombre abrió la puerta y se bajó. Era gigante y robusto, incluso para el
amplio vehículo que manejaba. Me presenté y nos estrechamos las manos. Le dije que ya
estaba todo en marcha y él asintió aburrido. Se apoyó contra la puerta del coche y se encendió
un cigarrillo sin volver a mirarme. Entonces me fui otra vez hasta donde estaba el Turco y nos
quedamos a esperar.
Debían haber pasado no más de 20 minutos desde que Romina se había ido para dentro
cuando volvió a aparecer por la puerta de entrada. Pero a mí me parecieron los más largos de
mi vida. Pasó por la lado nuestro con otra chica y juntas fueron a hablar con el chofer.
Cruzaron un par de palabras y luego el chofer asintió, se subió nuevamente al auto, hizo media
cuadra y se metió por una puerta lateral mientras las otra dos volvían adentro. Así que esto era
todo. En unos minutos el auto volvería a aparecer con el cuerpito adentro del ataúd. Era la
situación más dolorosa que había tenido que vivir en mi vida, incluyendo el reciente episodio
que me condujo al infierno. El horror que cada detalle sugería aquí hacía que las cosas se
volvieran a cada instante más y más insoportables.
Romina volvió a salir y le colocó una mano en la espalda al Turco cuando llegó hasta
nosotros. Él seguía inmutado y aferrado a su hijo más que a su propia vida.
-Ya está todo listo -me dijo ella.
Yo asentí y volvimos a caminar hacia la calle a tomarnos otro taxi. Nos subimos y le
indiqué al chofer que siguiera al coche fúnebre que estaba por aparecer más adelante, que
íbamos hasta Chacarita. Por algún motivo creí que el hombre se iba a sorprender o, al menos,
incomodar. Pero, no. Nada de eso ocurrió. Puso primera cuando apareció el otro coche y
condujo hasta el destino con cara de poker.

Juli nos estaba esperando en la puerta cuando llegamos y, al lado de ella, estaba Carlos.
Eran las únicas dos personas con las que yo quería encontrarme en todo el mundo y agradecí
enormemente la repentina fuerza que me brindó el sólo hecho de verlos. El coche fúnebre se

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detuvo en la puerta a esperar las indicaciones mientras nosotros nos bajábamos del taxi. Lo
primero que hice fue abrazar a Carlos. No importaba ya, ni en este momento, de qué manera
habían terminado las cosas entre nosotros dos días atrás. Ahora el mundo había cobrado una
nueva perspectiva transfigurada por el dolor y dejaba de lado instantáneamente cualquier
diferencia. El Turco miró a Carlos un instante también, en el que le mostró mucha más
expresión que a mí. Obviamente él podría comprender sus sentimientos mejor que yo y los
unía ese lazo especial que comparten todos los que han tenido el honor de ser padres.
Luego Juli nos indicó el camino hasta la sala de espera, donde ya tenían todo preparado
para la llegada del cajón. Incluso había dos enormes arreglos florales a cada lado del soporte
que en apenas unos instantes sujetaría los restos del hijo mayor del Turco. La mujer que nos
recibió nos condujo a una sala lateral para esperar a que trajeran el cajón. El Turco y Romina
se sentaron en una banqueta tomados de las manos y Pedro se impacientó para bajarse a jugar.
Como todo niño de cuatro años, tenía la buena fortuna de no saber absolutamente nada de las
razones que nos reunían en esa sala ni qué significaba toda esta situación.
Unos minutos después, la mujer nos indicó que ya estaba todo listo. Con Juli nos miramos
y, en un segundo, organizamos una estrategia sin formular ni una palabra. Ella tomó al
pequeñín de la mano y salieron a un jardincito lateral mientras Carlos y yo levantábamos al
Turco y a Romina y los conducíamos a la sala donde habían puesto el cajón. Y fue horrible.
Fue una de las cosas más angustiantes que tuve que presenciar en mi vida. No había palabras
para describir el dolor que nos invadió a todos en el instante posterior al que vimos el cajón
sobre el soporte. Sobre todo y especialmente porque la imagen del tamaño reducido del cajón
era desgarradora. Romina llegó hasta el cajón y no tuvo más que tocarlo para deshacerse en
lágrimas que el Turco acompañó inmediatamente. Les pusimos unas sillas y juntos se
quedaron abrazados al cajón haciendo lo único que se puede hacer en ese momento: llorar.
Ninguno de los dos liberó el contacto con la madera en mucho tiempo; como si fuera posible,
de alguna forma inexplicable, seguir unidos a una vida que hacía rato ya había dejado de
existir.
Al cabo de un rato, Carlos y yo salimos de la habitación y los dejamos solos para que
pudieran hacer su duelo tranquilos. Nos quedamos en el cuarto de al lado y yo me puse a mirar
por la ventana cómo Juli cuidaba al nene y lo mantenía entretenido para que se olvidara de su
madre por un buen rato. Después me di vuelta hacia Carlos y me quedé con la mirada clavada
en sus ojos. De pronto parecía que, a la misma vez, teníamos muchas cosas que decirnos y ya
nos las habíamos dicho todas. Salimos al jardín a respirar un poco de aire fresco, ya que el
intenso aroma a flores me estaba haciendo erizar la piel. Caminamos lentamente -todo parecía
estar dándose en cámara lenta- hacia Juli y, entre tanta tragedia, de alguna manera
conseguimos sonreírnos. Los tres comenzamos a intercambiar miradas y de pronto ya no
estábamos en este lugar, sino en el recuerdo de una noche nefastamente inolvidable, aunque
viéndola desde un lugar renovado y esperanzador.

Dos horas más tarde vinieron a avisarnos que todo estaba listo para el entierro y, como en
una procesión, nos vimos en pocos minutos caminando detrás del cajón. Yo abrazaba al Turco
y Julieta, a Romina. Carlos, por su parte, caminaba con Pedro a upa, tratando de entretenerlo
con los pajaritos, las plantas y los gatos que merodeaban por todo el lugar; en fin, todo lo que
tuviera que ver con la vida y no con la muerte. El Turco no parecía estar sujetándose de mí, ni

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haciendo un gran esfuerzo por caminar, pero yo sabía que si lo soltaba, quizás no caería, pero
tampoco avanzaría. Lo poco que aún le había quedado de vida esta mañana, se había filtrado a
través de las lágrimas que lloró en la sala velatorio. Y, aunque quise confiar en su fuerza
inagotable, la verdad era que no sabía si algún día lograría recuperarse de esta situación. Nadie
jamás logra recuperarse de la muerte de un hijo, por el simple hecho de que va en contra de
todas las leyes de la naturaleza y se vuelve demasiado insoportable, incluso para el dolor.
Los hombres que cargaban el cajón lo bajaron en el pozo con sogas lentamente, en un acto
solemne y silencioso que parecía afectar incluso a las aves que revoloteaban por el lugar.
Pedrito se quedó mirando cómo los restos de su hermano se hundían en la tierra y creo que, de
alguna manera, comprendió todo lo que estaba sucediendo. Como si supiera que, por primera
vez en su vida, la muerte lo estaba tocando de cerca. Pero no lloró, ni se mostró asustado. Sólo
se veía un dejo de preocupación en su rostro cuando veía a Romina y no terminaba de
interpretar lo que ella le estaba queriendo esconder. Tantas vivencias para un niño tan
pequeño... Seguramente se estaba enfrentando con un duro golpe de madurez que lo marcaría
inconscientemente hasta el final de sus días.
El cajón tocó el fondo y los hombres retiraron las sogas. Con un par de palas echaron un
poco de tierra al hoyo y luego se retiraron. Y entonces lo más extraordinario ocurrió. Pedrito le
pidió a Carlos que lo dejara en el suelo. Caminó unos pasos hacia atrás, arrancó una florcita
del suelo, fue hasta donde estaba Romina y se la entregó. Ella se lo quedó mirando sin
comprender demasiado. Y detrás de ese gesto, como si estuviera aseverando mis sospechas,
dijo:
-No te preocupes, mami. Todo está bien.
Y no sólo ella, sino el resto de los que estábamos allí, nos quedamos atónitos. Al Turco se
le iluminó por un momento el rostro y algo, en ese preciso momento, me dijo que encontraría
la manera de hallar luz al final del camino. Y que sería precisamente su otro hijo quien se la
mostraría.

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Epílogo

Estábamos arriba del avión, Juli y yo, sobrevolando el océano Atlántico camino a Turín,
cuando me puse a pensar en todo lo que había pasado en los últimos días, y lo primero que me
vino a la mente fue que me resultaba casi imposible de creer que las cosas se hubieran resuelto
de manera tan rápida. Como si fueran pequeñas partes de un gran rompecabezas sutilmente
organizado del que jamás conseguiría formar parte más que a través de la ignorancia extrema.
No era de extrañar que Carlos saliera corriendo a reencontrarse con su hijo después de lo
cerca que sintió la terrible experiencia que tuvieron que atravesar el Turco y Romina. Lo que
sí fue una tamaña sorpresa para todos fue lo que vino corriendo a contarme después.
Obviamente no tuvo ningún tipo de problema con su hijo y, como ocurrió con mis propios
padres, bastó un abrazo para dejar de lado todas las diferencias pasadas. Pero Carlos me contó
que hace ya unos cuantos años, su hijo viene trabajando en un proyecto ciudadano,
básicamente privado, para construir un centro de reinserción social en la ciudad de Buenos
Aires. ¡Exactamente la clase de idea que estábamos buscando nosotros! Se había reunido con
unos amigos y estaban ahorrando todo lo que podían para lograrlo sin la des-ayuda que el
gobierno tiene intención de proveer cada vez que mete mato en asuntos ajenos. Pero si uno no
cuenta con la corrupción política, lamentablemente, las autorizaciones y los trámites
necesarios para la inauguración, quedan automáticamente puestos en espera. Y como el
reencuentro entre ellos resultó tan rápidamente fructífero, enseguida Carlos le empezó a contar
acerca de lo que queríamos hacer nosotros y, sumada la experiencia de Carlos con las
excelentes ideas de Luciano y todo el dinero al pedo que yo tenía, comenzar con los
preparativos no llevó más que unos días. Por supuesto que hasta la inauguración iban a pasar
algunos meses, por lo que decidimos irnos con Juli a preparar nuestra provisoria vida a Italia
y, en todo caso, darnos una vuelta para el gran día. Por supuesto que no me gustó en lo más
mínimo que mi colaboración fuera meramente monetaria, pero tanto Juli, como Carlos, e
incluso mi viejo, me volvieron a decir „sólo por ahora‟, hasta que el ridículo Da Silva dejara
de ser una amenaza en mi vida.
Juli recostó su cabeza sobre mi hombro, cosa absolutamente innecesaria en las
comodísimas butacas de primera clase que Van Olders nos obligó a comprar -OK; no fue una
obligación en absoluto-. Casi tenía que estirarse y cruzarse de butaca para acceder a mi
hombro, pero no me importó y, por lo visto, a ella tampoco. La besé en la cabeza y me puse a
recordar la única pregunta que me había dejado preocupado unos días atrás: ¿Qué iba a pasar
con el Turco de ahora en adelante?
Los días que siguieron al entierro de Ramito se quedaron en el departamento y a Juli se le
ocurrió que quizás iba a ser una buena idea que se quedaran viviendo allí mientras
estuviéramos en Italia. Y cuando se lo comenté al Turco, se puso a llorar y me abrazó como
aquel día previo a mi reencuentro con el mundo exterior luego de dos meses de haber estado
encerrado. Pero yo me di cuenta que había mucho más detrás de ese gesto que un simple
agradecimiento por proveerle la posibilidad de contar con un hogar más seguro para él y su
familia. Y entonces me separó y, con todo el dolor del alma, me contó lo que había pasado con
su hijo. Me dijo que su muerte había sido por culpa suya -lo cual me dejó bastante helado-,
pero después entendí que no era precisamente literal su comentario, sino implícito. Me contó
que la noche esa posterior a nuestra charla en el departamento se había quedado pensando en

®Laura de los Santos - 2010 Página 365


mis palabras de que él no iba a poder proteger a su familia de todos los potenciales males que
le acecharan. Y que gracias a ellas no había podido pegar un ojo en toda la noche. Que se
había levantado a caminar un rato por la plaza y que en ese preciso momento había visto a
Ramito fumando paco. Y entonces se detuvo y me miró, ya que no necesitó decirme más para
que yo comprendiese lo ciertas que habían sido mis palabras para su consciencia. Ramito, con
tan sólo 7 años, ya estaba siguiendo los pasos de cuanto chico lo rodeaba y no era de extrañar
que se metiera en la droga, muy a pesar de las amenazas de su propio padre. Me dijo que en
ese momento le agarró una ira tremenda que aún no comprendía que era contra sí mismo. Le
gritó desde el otro lado de la plaza que lo mataría si lo veía otra vez haciendo eso, aún
sabiendo que sus palabras eran determinantemente absurdas y que nada más que un cambio en
su propia actitud podría prevenir eso. Lágrimas caían de sus ojos para el momento del relato
en el que llegó a la tragedia. Me dijo que su hijo se asustó tanto al verlo furioso y que eso,
sumado a la paranoia que provoca el paco, hicieron que el pequeño saliera corriendo en
cualquier dirección y, sin darse cuenta, se mandara a cruzar la calle.
-Sé que no fue la furia de ese momento lo que mató a mi hijo, pero lo maté al ponerle
delante de sus narices al paco y al camino sin retorno que significa la droga -me dijo el Turco.
-Y tenías razón, loco -continuó. -Tenías razón y yo no lo quise ver. Y ahora ya es demasiado
tarde...
Y volvió a llorar en mi hombro y me volvió a agradecer y, absurdamente, me volvió a
decir que estaba vivo gracias a mí. Y luego de eso, no tardó mucho en ponerse a trabajar con
Carlos y con Luciano en la creación del centro de reinserción social. Él, más que nadie, tenía
ahora motivación suficiente para no morirse sin dejar funcionando ese lugar. El hombre que
me había salvado, aquel que me había logrado rescatar de las tinieblas porque decía que yo era
su motivación para vivir, ahora había encontrado un nuevo propósito para su vida.
A todos nos cambió la perspectiva el habernos conocido. Cada uno influyó de diversas
maneras en la vida del otro y fue gracias a eso que pudimos afrontar nuestros propios miedos y
liberarnos mediante la mutua colaboración. Porque, en última instancia, jamás dejó de ser
cierto: somos parte el uno del otro y nuestros miedos nos afectan mutuamente; el bienestar de
uno conlleva, necesariamente, a la libertad del otro.

Fin.

®Laura de los Santos - 2010 Página 366

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