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Mi nombre no lo recuerdo, por ahora.

Sé cuántos pares son tres moscas porque era un impar en la


lista de la profe del colegio. Mi cualidad más destacada es escuchar mentiras entre las diez y once
de la mañana. No soy artista, pero juego con Clementina a buscar la piedra filosofal, dos veces por
semana, en su cuarto, al fondo de su casa, diagonal al de su moribunda madre que respira con
alegría y dificultad sus últimos cigarrillos. En los buenos días, con frecuencia, suelo estar de un genio
de mierda que ni frotándolo sale de su botella para entretenerme. En los malos días, bueno, soy
más malo que de costumbre; me sienta bien porque al fin siento que puedo ser diferente (que lugar
común tan cómodo, como un paréntesis, este del bien y del mal).

Conozco a un tal Rep, o Reptil como le gusta que le digan en los días calurosos. Su verga no pasa de
ser su mayor y más evidente fracaso, pero me gusta su manera de contarlo, de decir con su mirada
que puede ser interesante, que puede ser algo más que un simple “punki” pateador de tarros de
basura. Pobresito, Valentino Ortega, me ama como una novedad que pudiera cautivarme, y como
si, además, eso fuera lo que mejor hablara por él. Es decir, de una manera que no hace temblar la
luna en el agua y que el sol le gusta insolar como un rotundo fracaso.

No me vayan a decir que esto es plagio porque los atomizo, los trituro, los desaparezco con este
baretico de 15 centímetros que me dispongo a soplar. Dios ocupa un lugar importante en mi
incredualidad, por lo general hablo con él por las tardes cuando tengo una duda insuperable; doy
clic a su puerta, tarda en responderme entre dos y cinco segundos, esa es su nueva actualización.
Parece un parque donde estoy. En cualquier momento recordaré mi nombre, me raya la idea de
presentarme. No me mataron, me llamó Prudencia Aguilar.

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