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Autoridad y resistencia.
La corona española había necesitado una lucha larga y enconada para imponer su
autoridad, la cual resultó ser más nominal que real en un alto número de ocasiones y
lugares.
Cuando castilla e Inglaterra exportaron sus gentes a América, también exportaron
culturas políticas preexistentes que marcarían tanto las instituciones de gobierno como
las respuestas de los gobernados. Dichas culturas políticas produjeron dos mundos
coloniales diferentes con rasgos políticos profundamente distintivos que reflejaban los de
las sociedades metropolitanas de las que surgieron. No obstante, entre los contrastes
también había puntos de notable parecido.
Impulsada por la “sed de metales preciosos” y sus obligaciones hacia sus nuevos vasallos
indios, la corona española fue intervencionista desde el principio en su enfoque sobre el
gobierno de las indias. Procuró modelar la sociedad colonial en desarrollo según sus
propias aspiraciones y su propio sentido de la naturaleza preeminente de su autoridad
establecida por gracia divina.
Era inevitable que, al emprender la latera de dar expresión institucional a sus aspiraciones
teóricas, topara con la resistencia de aquellos que albergaban pretensiones propias bien
diferenciadas. Los frailes anhelaban establecer en el nuevo mundo una nueva Jerusalén
libre de influencias seculares corruptoras. Por su parte, los conquistadores, soñaban con
ejercer el señorío sobre multitud de vasallos indios y así transformarse en una aristocracia
terrateniente hereditaria tan rica y socialmente dominante como la castellana.
La incompatibilidad de esas aspiraciones divergentes implicaba que ninguna de ellas se
podía llevar a la práctica del todo, por lo que la corona se veía obligada a llegar a
compromisos declarados o tácitos en su lucha para que se obedecieran sus órdenes. Al
poner en marcha esta tarea partía con una importante ventaja: el éxito de Isabel y
Fernando en restablecer la autoridad real en la misma España y el prestigio místico
conferido a la corona por una milagrosa serie de triunfos, lo que incluía la recuperación
de Granada de los moros y el descubrimiento y adquisición de las indias.
La elección de Carlos en 1519 como emperador del sacro imperio romano, aunque
amenazaba con tener consecuencias indeseadas para Castilla, también podía interpretarse
como una señal del continuado favor de Dios hacia la dinastía, como hacía Hernán Cortés,
quien se veía a sí mismo como beneficiario, como leal capital de Carlos, “de la ayuda de
Dios y de la real ventura de vuestra alteza”.
El aura mística de la realeza y las realidades de la vida política en la España creada por
Isabel y Fernando se combinaron en consecuencia para inculcar en la generación que
conquistó América un sentido instintivo de la deferencia que se debía rendir a la corona.
No se cuestionó la autoridad real, incluso en la misma castilla. La conquista de México
coincidió casi exactamente con una de las grandes convulsiones políticas de la historia
castellana, la revuelta de los comuneros, durante la cual las ciudades el interior de castilla
desafiaron abiertamente las medidas y acciones del nuevo rey y sus consejeros flamencos
en nombre de la comunidad del reino.
Las doctrinas contractuales incorporadas a las teorías españolas del estado permitían
distintos niveles de resistencia. El primero y más básico, que tendría una larga y
floreciente vida en las Indias, se articulaba en la formula, originaria de los vascos y
después incorporada a la legislación castellana medieval más tardía, de reconocer un
mandato, pero no cumplirlo. Con esto se demostraba el respeto por la autoridad real y a
la vez se declaraba que las ordenes reales eran inaplicables en este caso particular.
El último recurso contra lo que se percibía como un gobierno “tirano” o como leyes
irrazonables era empuñar las armas.
La combinación de una estructura estatal burocrática con una cultura de la lealtad que
permitía la resistencia dentro de ciertos límites sobreentendidos, confería a la América
colonial española el aspecto de una sociedad políticamente estable.
Semejantes asuntos sucedían con las Élites coloniales de la América Británica. Aquí, sin
embargo, la índole del gobierno colonial permitía muchas más posibilidades para el
ejercicio independiente de un poder político eficaz. Se trataba de una sociedad donde era
más fácil que las instituciones políticas y administrativas evolucionaran desde abajo a
que se impusieran desde arriba.
En teoría, el gobernador de una colonia real inglesa disfrutaba de un gran poder de
patronazgo y nombramientos de cargos civiles y eclesiásticos, incluida la autoridad para
realizar concesiones de tierras.
Desde finales del siglo XVII las colonias inglesas fueron absorbidas por una red
trasatlántica de influencias que se había creado. En gran Bretaña como en España, los
altos cargos constituían una especie de subsidio para miembros de la aristocracia en
apuros. “Los gobernadores no vienen aquí a tomar el aire, sino a rehacer una fortuna
perdida o a adquirir propiedades” (Lewis Morris).
En la América británica se esperaba que el gobernador tomara decisiones con el
asesoramiento de un consejo, que estaba formado normalmente por doce miembros.
En la América hispánica como en la propia España, la corona se veía forzada a recurrir a
mercaderes y financieros para que le adelantaran fondos como anticipo de rentas aun no
recaudadas. No obstante, tuvo éxito a la hora de desarrollar un sistema fiscal imperial
eficaz, en particular en lo referente a su capacidad para responder ante necesidades
cambiantes.
En contraste, el gobierno colonial de la América británica carecía de una base fiscal solida
e independiente y no existía un aparato administrativo para el reparto de los recursos del
imperio.