Está en la página 1de 8

Imperios del mundo atlántico

(John Elliott, 2011)

La corona y los colonizadores


El marco del imperio

Cuando se disolvió la compañía de Virginia en 1624, se impuso el gobierno real directo


sobre la colonia. Carlos I hizo pública una proclama por la que anunciaba que Virginia,
las islas de Somers y nueva Inglaterra formaban parte del imperio real. La resolución
tenía por fin que hubiera una línea uniforme de gobierno en y por su entera monarquía.
El término “entera monarquía” era concebida por Carlos I como una línea uniforme de
gobierno, la que contemplaba principalmente los reinos de Inglaterra, Escocia, Irlanda y
el principado de Gales, y que idealmente se extendía por el Atlántico para incorporar
colonias americanas.
Existía una colonia en ultramar que no era gobernada por la corona, sino que por una
compañía mercantil Carlos I tenía gran interés en los asentamientos de ultramar, ya que
lo consideraba como algo más que simples operaciones comerciales. Sin embargo,
durante su reinado no hubo gran avance en la subordinación de los territorios americanos
a la línea uniforme de gobierno.
La corona insistió en que los inversores y los potenciales colonizadores obtuvieran una
autorización real primero para sus proyectos y dejó clara su intención de mantener una
supervisión general de sus actividades, las que, si se regulaban de manera adecuada
podían contribuir a aumentar el poder y la prosperidad nacional.

Aunque la fundación de la compañía de Massachusetts (1629) insinuaba que, a pesar de


su fracaso en Virginia, la compañía con cedula real todavía podía tener fututo en América,
se apreciaba una tendencia hacia el establecimiento de gobiernos no reales, sino de
propietarios patrocinadores que tenían acceso privilegiado al monarca y estaban bien
situados para movilizar capital y posibles colonos.
Barbados se convirtió en una colonia de propietarios en 1629 como una de varias islas en
las Antillas que caían dentro de la patente del conde de Carlisle, mientras que, a George
Calvert, lord Baltimore le concedía la propiedad del nuevo proyecto d colonia de
Maryland mediante la emisión de una cedula real a nombre de su hijo en 1632, la cual le
confería poderes de gobierno similares a los ejercidos tradicionalmente por los príncipes
obispos de Durham.
Con la empresa colonizadora británica en una fase experimental, y pocas perspectivas de
beneficios rápidos a partir de las inversiones, las iniciativas coloniales bajo los primeros
Estuardo adoptaron diversas formas, con el resultado de un mosaico de diferentes estilos
de gobierno y jurisdicción.
En 1634 se estableció una comisión para la regulación de las colonias bajo la presidencia
del arzobispo Loud, pero la corona no era lo suficientemente fuerte, ni estaba la economía
colonial lo suficientemente desarrollada para permitir la imposición de un grado
significativo de homogeneidad, o incluso de una dirección central.
La supervivencia era absoluta prioridad. Fue a mediados del siglo XVII, a medida que
las colonias se arraigaban con firmeza y la gran Bretaña del régimen republicano de
Cromwell y de la restauración se establecía como una de las principales potencias
marítimas y comerciales entre los estados europeos, cuando se hizo posible pensar en
términos realistas en el desarrollo de una política auténticamente imperial y un marco
sistemático para el gobierno del imperio de ultramar.
En este periodo comienzan a usarse expresiones como “imperio británico” (o inglés), la
cual se utilizaba para referir a Inglaterra, Irlanda, Escocia y las colonias.
Los pasos lentos de los ingleses hacia el establecimiento de un imperio son contrastantes
a la rapidez con que los territorios americanos de España fueron incorporados
formalmente al sistema imperial efectivo. Nuevamente, la terminología resulta ambigua.
Cuando en 1519 su monarca fue elegido emperador del Sacro imperio Romano bajo el
nombre de Carlos V, los castellanos dejaron claro que para ellos seguía siendo Carlos I.
Castilla no tenía ninguna intención de ser parte de un imperio universal. Sin embargo, su
rey además de ser el emperador era soberano de una monarquía compuesta, de la cual
Castilla era parte, aunque cada vez más como primus inter pares, dentro del complejo de
reinos y territorios que incluía la corona de Aragón, los países bajos y las posesiones de
España en Italia.
Tras la abdicación Carlos en 1556, su hijo Felipe II heredó la mayor parte de su
monarquía compuesta, pero no el titulo imperial, el cual pasó al hermano de Carlos,
Fernando.
Al pasar el tiempo, surgió un nombre para la colectividad de tierras que le debían lealtad
a Felipe y sus descendientes: “monarquía española”. Entre tanto, se realizaron varias
propuestas para dotar a Felipe de un título que le diera clara precedencia sobre su
competidor europeo más directo, el rey de Francia. Fue llamado “emperador de las
indias” o “emperador de América”. Sin embargo, esos títulos no llegaron a adquirir rango
oficial durante los dos siglos de soberanía de la dinastía Habsburgo en España.
Aunque no constituyeran formalmente un imperio, los territorios trasatlánticos de la
colonización española fueron dotados de su propia condición jurídica distintiva dentro de
la monarquía, compuesta española.
 La monarquía estaba formada por reinos y dominios de dos tipos:
Por herencia o unión: Se incorporaban como asociados en igualdad de condiciones, pero
seguían gobernándose conforme a las leyes y costumbres vigentes en el momento de la
unión.
Por conquista: En calidad de territorios conquistados, quedaba sujeta a las leyes del
conquistador. Así pasaba, al menos, en teoría, porque en la práctica incluso reinos que
podían clasificarse como conquistados (como Nápoles y Navarra) tendían a mantener sus
formas de gobiernos tradicionales.
Las indias eran territorios que si o si estaban conquistados. Alejandro VI en su bula de
1493, mencionaba explícitamente que en adelante debían ser unidos e incorporados en la
corona de castilla y león.
Ante la disyuntiva de mantener como entidad separada las posesiones trasatlánticas
recién adquiridas (unas pocas islas) o agregarlas a una u otra de las coronas de castilla y
Aragón, Isabel y Fernando escogieron la segunda opción.
La bula papal de 1493 iba destinada a Fernando e Isabel, como soberanos en común. En
1504, tras su muerte, Isabel legó a Fernando el usufructo de por vida de la mitad de los
ingresos procedentes de las indias y ciertas rentas adicionales, bajo la condición de que a
su muerte tales cuotas revirtieran en los herederos y sucesores de la pareja al trono de
Castilla y león. Lo que Fernando cumplió a cabalidad.
Luego de su muerte en 1516, los derechos sobre las indias recayeron en su hija Juana en
calidad de reina de castilla, pero dada su “incapacidad mental” pasaron a su hijo Carlos,
el futuro emperador.
Esta condición jurídica de las nuevas posesiones trasatlánticas fue expuesta en una real
cedula publicada por Carlos V en Barcelona en septiembre de 1519, cuya formula inicial
procuraba evitar la dependencia exclusiva de las donaciones papales como legitimación
del título real mediante la invocación de derechos basados en la conquista o el primer
descubrimiento. “Por donación de la santa sede apostólica y otros justos y legítimos
títulos, somos señor de las indias occidentales islas y tierra firme del mar océano, y están
incorporados en nuestra real corona de castilla.” Este decreto afirmaba además que, la
unión con la corona de castilla iba a ser perpetua y prohibía cualquier enajenación o
división de los territorios en favor de otra parte.
La incorporación de las indias a la corona de castilla tuvo inmensas consecuencias a largo
plazo para el desarrollo de la américa española. Técnicamente iba a ser una América más
castellana que española, así mismo los territorios de Norteamérica colonizados desde las
islas británicas iba a construir una américa inglesa más que británica.
Aunque los reyes de castilla fueran también reyes de Aragón y cierto número de
aragoneses participaran en las primeras fases de expansión española en el nuevo mundo,
iba a permanecer una incertidumbre sobre los derechos de los súbditos de la corona de
Aragón a trasladarse a américa o instalarse ahí.
Dotar a los nuevos territorios americanos de leyes e instituciones inspiradas en las de
castilla en vez de las de Aragón tenía una importancia inmediata.
El reino de castilla había surgido en la edad media con barreras ideológicas e
institucionales contra el ejercicio autoritario de la realeza más débiles que los que se
encontraban en los territorios aragoneses.
Por más que se considerara a las indias como una conquista castellana y, por tanto, se las
vinculara a la corona de castilla por lo que se conocía como una unión “accesoria”, más
que basada en la igualdad, la verdad es que los mismos conquistadores eran súbditos del
rey y evolucionaban para tener el “titulo” de pobladores o colonizadores. En su calidad
de conquistadores, es comprensible que confiaran en que sus servicios fueran recordados
t recompensados debidamente por un “agradecido” monarca, quien difícilmente habría
de negarles a ellos y a sus descendientes el tipo de derechos que hombres de su valía
podían esperar disfrutar de castilla. Esto se justifica entendiendo que la condición
jurídica que su “valentía” había sometido al dominio castellano “debía recibir un
reconocimiento adecuado”.
Los conquistadores habían derrocado los imperios de los Aztecas y los Incas, y habían
desposeído a grandes soberanos. Bajo tales circunstancias, era natural que las más
extensas entidades políticas anteriores a la conquista que ellos habían puesto en manos
de su monarca tuvieran un rango comparable al de los diversos dominios (León, Toledo,
Córdoba, Murcia, Sevilla y más recientemente Granada) que constituían la corona de
castilla.
Nueva España, Nueva Granada, Quito y Perú, se conocerían como reinos y los
conquistadores y sus descendientes esperaban que se gobernaran de un modo adecuado a
su condición.
A pesar de que la corona sabia de los riesgos que acarreaba herir innecesariamente la
susceptibilidad de los conquistadores, sobre todo en las fases iniciales de la colonización
en que seguía siendo muy volátil la situación política y militar, estaba decidida a imponer
su propia autoridad a la primera ocasión.
Convencidos de un gran sentido de su propia autoridad, que habían luchado tanto por
imponer en la península Ibérica, Isabel y Fernando tomaron medidas con prontitud para
cumplir con las obligaciones que les incumbían como “señores naturales” de las indias,
mientras que al mismo tiempo aumentaban al máximo el potencial para la corona de sus
nuevas adquisiciones territoriales. Para esto, era necesaria la organización y el
establecimiento urgente de estructuras administrativas, judiciales y eclesiásticas sobre las
indias, un proceso que continuarían Carlos V y Felipe II.
Las indias como territorio incorporado caían dentro de la órbita del consejo de castilla, el
organismo gubernamental supremo de este reino; para asesorarse sobre asuntos de indias
durante los primeros años, los monarcas se dirigían a algunos miembros selectos del
consejo, en particular el archidiácono de Sevilla y posterior obispo de Burgos Juan
Rodríguez de Fonseca.
Hacia 1517 se hablaba de este pequeño grupo de asesores como “el consejo de indias”.
En 1523 asumió tan título de manera formal y distintiva dentro de la estructura de
gobierno de la monarquía, basada en tales órganos.
El consejo de Indias con Fonseca como primer presidente, iba a tener la principal
responsabilidad en las áreas de gobierno, comercio, defensa y administración de justicia
en la américa española durante los casi dos siglos de reinado de los Austrias.
Así España obtuvo en una fase temprana de su empresa imperial un órgano central para
formular y poner en práctica la política relacionada con todos los aspectos de la vida de
sus posesiones americanas.
La tarea más apremiante que tenían los consejeros de las Indias tras la conquista de
México por Cortés entre 1519 y 1521, era asegurar que fuera seguida tan pronto como
fuera posible por otra: la de los conquistadores por parte de la corona.
El gobierno de nueva España entre 1528 y 1530 por parte de su primera audiencia resultó
un auténtico desastre, con jueves y conquistadores a la “greña”. A pesar de que la nueva
audiencia nombrada en 1530 represento una mejora en términos de calidad de gobierno,
era Antonio de Mendoza, el hijo menor de una ilustre familia noble castellana, fue
nombrado virrey de nueva España y se mantuvo en el puesto con distinción durante
dieciséis años (duración que jamás seria igualada, ya que el sistema virreinal se consolidó
y las tendencias de seis a ocho años pasaron a ser la regla).
El éxito que tuvo Mendoza alentó al consejo de indias a repetir el experimento en Perú,
el que fue convertido en virreinato en 1542. Nueva España y Perú iban a ser loa únicos
virreinatos americanos hasta que en el siglo XVIII llegaron a tal rango Nueva Granada,
con capital en Santa Fe de Bogotá y la región del rio de la plata, con capital en Buenos
Aires.
El virrey iba a ser en la práctica el alter ego de un soberano por fuerza absentista y el vivo
reflejo de la realeza en un país distante. Cada nuevo Virrey de nueva España seguiría la
ruta a la capital recorrida por Hernán Cortés.
El virrey no era solo el gobernante supremo en nombre del monarca. También era
presidente de las audiencias dentro de su área de jurisdicción, a pesar de que no estaba
autorizado a intervenir directamente en asuntos judiciales; era la cabeza del sistema de
hacienda y el capitán general de todo el territorio.
Los subordinados al virrey eran los gobernadores de las diversas provincias incluidas en
su virreinato, además de los oficiales de la administración local, los alcaldes mayores y
los corregidores.
Los cabildos o concejos municipales formaban parte integral de esta estructura
administrativa de las Indias, en donde la corona se hallaba en una mejor posición para
crear un sistema de gobierno directamente dependiente del control real e imperial que en
la península ibérica, con su acumulación de privilegios municipales históricos y derechos
corporativos.
El gobierno de la américa colonial era más moderno que el de España.
Desde mediados del siglo XVI, existía una compleja cadena de mando administrativa
para el imperio español del nuevo mundo: Partía del consejo de indias, pasaba por los
virreyes en la ciudad de México y lima, y alcanzaba hasta los ministros y oficiales locales
y de hacienda y los gobiernos municipales. Un sistema de justicia similar operaba desde
el consejo de Indias a través de los virreyes hasta el conjunto de audiencias y funcionarios
judiciales.
El aparato administrativo y judicial impuesto sobre las posesiones americanas
conquistadas por castilla fue acompañado de otro eclesiástico, cada vez más complejo a
raíz de la concesión a la corona del Patronato de Indias. El patronato le confería enormes
poderes sobre el nuevo mundo, los que explotó al máximo.
La relación de apoyo mutuo entre la iglesia y la corona consolidó una estructura de
gobierno real español en América tan ubicua que en la década de 1570 Juan de Ovando
podía hablar con razón del “estado de Indias”.

Autoridad y resistencia.
La corona española había necesitado una lucha larga y enconada para imponer su
autoridad, la cual resultó ser más nominal que real en un alto número de ocasiones y
lugares.
Cuando castilla e Inglaterra exportaron sus gentes a América, también exportaron
culturas políticas preexistentes que marcarían tanto las instituciones de gobierno como
las respuestas de los gobernados. Dichas culturas políticas produjeron dos mundos
coloniales diferentes con rasgos políticos profundamente distintivos que reflejaban los de
las sociedades metropolitanas de las que surgieron. No obstante, entre los contrastes
también había puntos de notable parecido.
Impulsada por la “sed de metales preciosos” y sus obligaciones hacia sus nuevos vasallos
indios, la corona española fue intervencionista desde el principio en su enfoque sobre el
gobierno de las indias. Procuró modelar la sociedad colonial en desarrollo según sus
propias aspiraciones y su propio sentido de la naturaleza preeminente de su autoridad
establecida por gracia divina.
Era inevitable que, al emprender la latera de dar expresión institucional a sus aspiraciones
teóricas, topara con la resistencia de aquellos que albergaban pretensiones propias bien
diferenciadas. Los frailes anhelaban establecer en el nuevo mundo una nueva Jerusalén
libre de influencias seculares corruptoras. Por su parte, los conquistadores, soñaban con
ejercer el señorío sobre multitud de vasallos indios y así transformarse en una aristocracia
terrateniente hereditaria tan rica y socialmente dominante como la castellana.
La incompatibilidad de esas aspiraciones divergentes implicaba que ninguna de ellas se
podía llevar a la práctica del todo, por lo que la corona se veía obligada a llegar a
compromisos declarados o tácitos en su lucha para que se obedecieran sus órdenes. Al
poner en marcha esta tarea partía con una importante ventaja: el éxito de Isabel y
Fernando en restablecer la autoridad real en la misma España y el prestigio místico
conferido a la corona por una milagrosa serie de triunfos, lo que incluía la recuperación
de Granada de los moros y el descubrimiento y adquisición de las indias.
La elección de Carlos en 1519 como emperador del sacro imperio romano, aunque
amenazaba con tener consecuencias indeseadas para Castilla, también podía interpretarse
como una señal del continuado favor de Dios hacia la dinastía, como hacía Hernán Cortés,
quien se veía a sí mismo como beneficiario, como leal capital de Carlos, “de la ayuda de
Dios y de la real ventura de vuestra alteza”.
El aura mística de la realeza y las realidades de la vida política en la España creada por
Isabel y Fernando se combinaron en consecuencia para inculcar en la generación que
conquistó América un sentido instintivo de la deferencia que se debía rendir a la corona.
No se cuestionó la autoridad real, incluso en la misma castilla. La conquista de México
coincidió casi exactamente con una de las grandes convulsiones políticas de la historia
castellana, la revuelta de los comuneros, durante la cual las ciudades el interior de castilla
desafiaron abiertamente las medidas y acciones del nuevo rey y sus consejeros flamencos
en nombre de la comunidad del reino.
Las doctrinas contractuales incorporadas a las teorías españolas del estado permitían
distintos niveles de resistencia. El primero y más básico, que tendría una larga y
floreciente vida en las Indias, se articulaba en la formula, originaria de los vascos y
después incorporada a la legislación castellana medieval más tardía, de reconocer un
mandato, pero no cumplirlo. Con esto se demostraba el respeto por la autoridad real y a
la vez se declaraba que las ordenes reales eran inaplicables en este caso particular.
El último recurso contra lo que se percibía como un gobierno “tirano” o como leyes
irrazonables era empuñar las armas.
La combinación de una estructura estatal burocrática con una cultura de la lealtad que
permitía la resistencia dentro de ciertos límites sobreentendidos, confería a la América
colonial española el aspecto de una sociedad políticamente estable.
Semejantes asuntos sucedían con las Élites coloniales de la América Británica. Aquí, sin
embargo, la índole del gobierno colonial permitía muchas más posibilidades para el
ejercicio independiente de un poder político eficaz. Se trataba de una sociedad donde era
más fácil que las instituciones políticas y administrativas evolucionaran desde abajo a
que se impusieran desde arriba.
En teoría, el gobernador de una colonia real inglesa disfrutaba de un gran poder de
patronazgo y nombramientos de cargos civiles y eclesiásticos, incluida la autoridad para
realizar concesiones de tierras.

Desde finales del siglo XVII las colonias inglesas fueron absorbidas por una red
trasatlántica de influencias que se había creado. En gran Bretaña como en España, los
altos cargos constituían una especie de subsidio para miembros de la aristocracia en
apuros. “Los gobernadores no vienen aquí a tomar el aire, sino a rehacer una fortuna
perdida o a adquirir propiedades” (Lewis Morris).
En la América británica se esperaba que el gobernador tomara decisiones con el
asesoramiento de un consejo, que estaba formado normalmente por doce miembros.
En la América hispánica como en la propia España, la corona se veía forzada a recurrir a
mercaderes y financieros para que le adelantaran fondos como anticipo de rentas aun no
recaudadas. No obstante, tuvo éxito a la hora de desarrollar un sistema fiscal imperial
eficaz, en particular en lo referente a su capacidad para responder ante necesidades
cambiantes.
En contraste, el gobierno colonial de la América británica carecía de una base fiscal solida
e independiente y no existía un aparato administrativo para el reparto de los recursos del
imperio.

También podría gustarte