Está en la página 1de 2

El secreto del mundo 

El acápite de novela más extraordinario que leí en mi vida dice: “El roble es un árbol. La rosa es una flor. 
El ciervo es un animal. La golondrina es un pájaro. Rusia es nuestra patria. La muerte es inevitable”. Son 
palabras de un tal Piotr Smirnovsky y, si le creemos a Nabokov, vienen de un manual de gramática rusa 
que se usaba para educar a los niños en Berlín durante la primera gran oleada de la emigración, después 
de la revolución bolchevique. Había muchos rusos que tomaban estas palabras como un dogma de fe en 
aquellos tiempos. Bajaban a caminar por la calle en Berlín y esperaban encontrarse con el otoño en San 
Petersburgo. Si se subían a un tranvía y se les caía un guante por la ventanilla, tiraban el otro para que 
quien lo encontrara tuviera el par, aunque no les quedara en los bolsillos ni una moneda para tabaco, 
carbón o té. Todos eran escritores, todos creían tener algo que decir porque les dolía Rusia. Leían los 
periódicos de la emigración como si leyeran a Tolstoi y los escribían como si fueran Pushkin. No sólo no 
entendían la revolución que los había expulsado de su mundo idílico; tampoco les entraba en la cabeza 
que la edad de oro de la literatura rusa (ese medio siglo de Pushkin a Tolstoi) hubiera dejado su lugar a la 
edad de plata (Ajmátova, Maiacovski, Blok). Para ellos no había terminado todavía: continuaba en ellos. 
Habían tenido delante de sus narices a los acmeístas y a los futuristas y a los imaginistas, antes de 
abandonar la patria, pero seguían pensando que la literatura rusa la hacían ellos, en salones prestados en 
Berlín. 

Había un muchacho que iba a esos salones, uno de “esos jóvenes rusos en Berlín que vendían pobremente 
las sobras de su educación aristocrática dando lecciones particulares de inglés, boxeo y tenis”. El también 
llevaba a Rusia en el corazón. De hecho, se creía con más derecho que todos esos vejestorios de salón a 
sentir que Pushkin y Tolstoi corrían por su sangre, porque en su caso el parentesco no sólo era metafórico, 
sino sanguíneo: el joven Nabokov se creía el príncipe heredero de la literatura rusa, y un poco así lo 
trataban esos vejestorios (a fin de cuentas, su padre había muerto por la patria poco antes, poniéndole el 
pecho a las balas que pretendían asesinar a Kerensky a la salida de un mitín político en Berlín). El joven 
Nabokov asistía a aquellas veladas con el cuello de la camisa abierto y zapatillas de tenis sin medias, el 
rostro y las manos y los tobillos siempre bronceados y una inalterable indiferencia en su expresión 
helénica, pero por dentro se sentía “como una casa a la que han privado de su piano de cola”. En sus 
prolongados ratos libres entre clase y clase, leía a Pushkin como si lo inhalara (“El lector de Pushkin 
siente que su capacidad pulmonar crece”). Lo hacía como entrenamiento, pero no para escribir poemas: 
sabía ya que sus poemas podían engañar a otros pero a él no; necesitaba encontrar otro envase para la voz 
que tenía adentro. Y, así como descubrió temprano frente a un tablero de ajedrez que no tenía pasta de 
gran maestro pero sí tenía un talento tan endiablado como elegante para inventar problemas que vendía 
después a la revista 8x8, supo en aquellos tiempos en Berlín (cuando una muchacha hermosa que se 
convertiría en la mujer de su vida le dijo: “Me gustan tus poemas pero las palabras parecen un talle más 
pequeño de lo que deberían ser”) que la única manera que tenía de ser poeta era disfrazándose de 
novelista. 

Años después, cuando ya había escrito todas sus fabulosas novelas en inglés, dijo que sólo se había 
limitado a aplicar la idea que se le ocurrió en ruso, en aquellos tiempos en Berlín: la de enmascarar la 
poesía en la prosa, la idea de que la gran narrativa es “poesía inadvertida”, opera sin hacerse evidente. 
Todos esos años de indolencia en Berlín, Nabokov estuvo en realidad entrenando el instrumento, escribió 
primero siete novelitas una tras otra para ir familiarizándose con el formato, y después puso sobre la mesa 
el libro que quería escribir desde un principio: la biografía de la mente de un escritor. Puso todo ahí: el 
Berlín opaco, la añoranza permanente de Rusia, las enfermas rivalidades literarias, las mujeres, las 
estrecheces económicas y también los delirios de grandeza de ese joven escritor, la manera en que va 
escribiendo su vida en la cabeza mientras tanto. Fue la última novela que escribió en ruso; después se 
pasó al inglés y, si se fijan un poco, repitió la táctica: un puñado de novelitas para ir tomándole el punto al 
idioma y entonces los grandes libros, ​Lolita​, P​ álido fuego​, ​Habla memoria​, M
​ ira los arlequines​. 

Cátedra Manela. TP1. Coleccionables. Juan Forn. 


Nina Berberova, que tenía la misma edad que Nabokov, dijo que cuando leyó ​La dádiva​ en París en 1939 
sintió “que toda mi generación había sido justificada, estábamos salvados, teníamos sentido”. Pero el 
resto de la emigración detestó el libro y se sintió ultrajada. Nadie quiso pagarle la publicación, Nabokov 
terminó encontrando un editor alemán de poca monta que dejó morir al libro, y después, cuando logró 
cruzar a salvo hasta Estados Unidos huyendo de los nazis, no confiaba en nadie para que la tradujera, y él 
mismo no se decidía a hacerlo porque le resultaba demasiado doloroso tener que enfrentar en inglés los 
dilemas estilísticos que tan bien había sabido resolver en ruso, de manera que ​La dádiva​ (que en su lengua 
original se llama ​Dar​, un título que habría sido perfecto para su traducción al castellano) durmió el sueño 
de los justos durante años y años, y todavía hoy es un libro semiolvidado: las editoriales que publican con 
pingües ganancias a Nabokov lo tienen fuera de catálogo, es una hazaña conseguir un ejemplar, sea en 
castellano o en inglés, para no hablar del ruso. 

Había tanto que ofendía en La dádiva a los emigrados rusos en Berlín (y a los de Praga y a los de París, 
que participaban a la distancia), fue tal la catarata de cartas quejándose a los diarios sobre distintos 
momentos del libro, que nadie se sintió escarnecido por una escena en que el joven protagonista compara 
la vida de los rusos en Berlín con un cuento de los muchos que le hizo su padre (muerto, como el de 
Nabokov, e idealizado como el de Nabokov): en los confines de Chang, durante un incendio, un viejo 
chino tira agua sin cansarse al reflejo de las llamas en las ventanas de su casa, convencido de que la está 
salvando. Otro de los personajes de ​La dádiva ​dice en cierto momento: “La vida como viaje es una ilusión 
estúpida. No hay viaje, no vamos a ninguna parte, estamos sentados en casa y el otro mundo nos rodea, 
siempre”. Los rusos de Berlín evitaban en lo posible el trato con los “aborígenes” (ajj, krautz), 
desconfiaban y evitaban a los nuevos rusos que llegaban (espías, todos espías) y seguían tirando agua 
contra el reflejo de un fuego en el vidrio. No había mundo más pequeño. Y sin embargo, en el centro 
mismo de ​La dádiva ​una voz dice estas fabulosas palabras: “No es fácil de entender pero si lo entiendes lo 
entenderás todo y saldrás de la prisión de la lógica: el todo es igual a la más pequeña parte del todo, la 
suma de las partes es igual a una de las partes de la suma. Ese es el secreto del mundo”. 
 

Cátedra Manela. TP1. Coleccionables. Juan Forn. 

También podría gustarte