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La relatividad de Galileo y la física de finales del siglo XIX

Álvaro Moreno Vallori

27 de Febrero de 2010

No es ningún misterio que si estamos de pie al lado de una carretera, y pasa un coche con una
velocidad de 120 km/h, lo vemos pasar a 120 km/h, pero ¿qué pasaría si fuéramos conduciendo por
esa misma carretera, a 100 km/h, y pasara entonces ese coche por nuestro lado, a 120 km/h? Puede
que tampoco sea un misterio, y que la intuición nos diga que lo veríamos pasar a 20 km/h. Efectiva-
mente, esa es la velocidad a la que lo veríamos pasar, es decir, sería la velocidad del otro coche con
respecto a la nuestra, o lo que es lo mismo, considerando como sistema de referencia nuestro coche.

Por supuesto el cálculo ha sido simple, no hay más que hacer 120-100=20, pero, ¿qué son exac-
tamente 12o y 100? Se podría pensar que son las velocidades “reales” que llevan los coches, pero no
estaríamos siendo muy exactos, puesto que, si alguien desde fuera de la Tierra observase la situa-
ción, no vería a los coches moverse a 100 y a 120 km/h, sino que el movimiento de la Tierra también
afectaría a su percepción de las velocidades. Es decir, los coches llevan una velocidad de 100 y 120
km/h con respecto a un observador que se encuentre parado sobre la tierra, o lo que es lo mismo,
considerando como sistema de referencia la superficie terrestre.

Teniendo esto claro, veamos exactamente como hemos conseguido la velocidad del otro coche
tomando como sistema de referencia el nuestro. Para empezar, hemos tomado un primer sistema de
referencia, la superficie terrestre, respecto del cual medir, por un lado, la velocidad del coche que
nos adelanta, y por otro, la velocidad del segundo sistema de referencia, es decir, nuestro coche. A
continuación hemos hallado la diferencia de velocidades entre ambos. Nótese que lo que hemos hecho
es, partiendo de la velocidad de un objeto respecto a un sistema de referencia, obtener la velocidad
de ese mismo objeto respecto a otro sistema de referencia. Es decir, hemos hecho un cambio del sis-
tema de referencia. Lo que acabamos de hacer es aplicar la transformación de Galileo para realizar
un cambio de velocidad.

A finales del siglo XIX, se encontraba bien establecida la mecánica clásica de Newton, que en lo
que respecta a movimientos relativos entre dos sistemas de referencia inerciales (como son los que
hemos usado antes, ya que no sufren aceleración respecto de lo que se va a medir), se servía de la
relatividad de Galileo (la cual hemos usado en el ejemplo anterior), que por decirlo de alguna manera
es “intuitiva”. Asimismo, por aquel entonces, las ondas conocidas se limitaban a las ondas mecánicas,
como las olas o el sonido, hasta que en 1865, James Clerk Maxwell publicó su trabajo A Dynamical
Theory of the Electromagnetic Field, en el cual predecía la existencia de ondas electromagnéticas,
y en particular clasificó a la luz en este grupo. Ahora bien, era bien sabido que todas las ondas
mecánicas necesitan de un medio material para propagarse y, por extensión, se atribuyó la misma
necesidad a las ondas electromagnéticas. Esto suponía que el vacío que había entre, por ejemplo, el
Sol y la Tierra, no podía ser tal, ya que en ese caso a la luz le sería imposible llegar del primero
hasta la segunda. Es por esto que se llegó a la conclusión de que debía de haber una sustancia
material llenando ese vacío, que permitiera el desplazamiento de la luz, sustancia a la cual se llamó
éter lumínico, o simplemente éter. La luz se interpretó entonces como cierto tipo de oscilaciones del
éter y, en consecuencia, se supuso que su velocidad dependía exclusivamente de las propiedades del
éter, de la misma manera que la velocidad del sonido depende exclusivamente del medio en el que
se transmite aunque, a diferencia del sonido, la luz sólo se propaga por el éter, es decir, que si se
propaga por el agua es porque hay espacios vacíos (es decir, con éter) entre las moléculas del agua,
que permiten que la luz se desplace por ellos. Según esto, la velocidad de la luz respecto al éter
siempre sería la misma, independientemente de la velocidad del foco emisor. Este es el enunciado
en el cual se basará el conocido experimento de Michelson-Morley, sirviéndose de la relatividad de
galileo, con objeto de medir la velocidad de la tierra a través del éter.

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