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La gracia de los justos

Ramiro R. Rivera Coria

Ramiro R. Rivera Coria


El frío implacable de Febrero se hacía sentir en París. La década del
noventa parecía comenzar a relucir un futuro prometedor en Francia, que
se manifestaba a cada paso entre las calles rebosantes de gente y bullicio.
Adam Smith corría apresuradamente hacia la universidad de la mano de su
novia Bianca Doyle, en medio de sonrisas, y escapándole a la llovizna, en
lo que parecía más una aventura trivial, que una responsabilidad. Habían
sido novios desde su adolescencia, asistieron a la misma acaudalada
escuela, y vivieron siempre muy cerca el uno del otro, por lo que su destino
parecía estar escrito, más por el deseo de sus padres que por ellos
mismos.
La decisión de no estudiar en Inglaterra la tomaron junto a varios fraternos
e inseparables amigos franceses, con los que compartieron innumerables
viajes y alborotos.
Extrañamente fue el momento en el que estuvieron más distanciados
desde que se conocieron, ya que tanto Adam como Bianca optaron por
vivir separados en París, mientras durasen sus estudios, con ciertas
libertades y deseosos por compartir una especie de complicidad
sentimental que algunas veces se manifestaba, y otras desaparecía,
plasmándose como indiferente.

La universidad anglosajona de París presumía un diseño majestuoso,


perfilando tantas excentricidades como lujos, que justificaban su fama de
ser una de las universidades europeas más costosas.
Adam había decidido estudiar leyes desde niño, siempre influenciado por
las películas dramáticas que involucraban juicios enredosos, más que por
una real convicción. Bianca pretendía imitarlo en todo, ya que de alguna
manera suponía poseer un destino ineluctable, que la ligaba a compartir un
futuro junto a él. Tanto Bianca como Adam provenían de familias opulentas
y congraciadas por una evidente alcurnia londinense, por lo que cualquier
camino que escogiesen los conduciría inevitablemente a un futuro
ostentoso.
En su primera clase ambos se sintieron como en casa, conocían a varias
personas y el ambiente les sugería un carismático entorno. Entre los
alumnos se podía fácilmente diferenciar a aquellos que realmente estaban

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allí por interés y que les costó ingresar, de los que habían sido obligados a
acudir por influencia de sus padres.
Provenían de diversos países, tanto de Europa como también de Estados
Unidos. Con una predominancia lingüística del idioma inglés, la diversidad
de acentos repercutía tanto en la confusión, como en las risotadas y burlas
por parte de algunos consentidos y mimados hijos de mamá.
El primer profesor en hacerse presente asombró más por su atuendo que
por su sentido del humor. Aunque el ambiente sugería arrogancia y detalle,
ese hombre estaba vestido de jeans y alpargatas, propias de un hippie
rodeado de personas de traje y corbata.
Luego de varios murmullos se pudo de alguna manera comprender aquel
ligero atrevimiento en su imagen. Su nombre era Ruud Van Den Bergh, un
hombre holandés de 55 años, muy inteligente y prácticamente un erudito,
que era considerado una eminencia dentro de la universidad, muy
respetado, y digno de vestirse como le daba la gana. Había dictado cátedra
en las mejores universidades del mundo y era siempre motivo de
controversia por sus escuelas políticas.
A pesar de haber nacido en Holanda, vivió en distintos lugares, le tocó
sentir las crisis y revoluciones económicas en todos los países en los
cuales decidía residir, como si fuese él, el vaticinio nefasto que arrastraba
la desgracia bajo sus pies.
Había estado casado varias veces, pero ninguna mujer supo aguantarle
sus imprevisibles y descabellados pasatiempos que consistían mayormente
en caldear los ánimos del gobierno de turno con sus agudas publicaciones
en los medios de prensa. Consideraba como gracia divina el que nunca
pudo tener descendencia, y como todo buen hombre de principios
detestaba el racismo.
Su única pasión era la de formar y según él cambiar a los desentendidos e
insensibles aspirantes a abogados que asistían a sus clases en busca de
conocimiento, y que lo obtenían luego de la tortuosa metamorfosis
psicológica que les impartía.
A primera vista Adam no la vio, o si la vio no le llamó tanto la atención, ya
que ella leía un libro con tanta tranquilidad que parecía estar sorda, con
una irónica concentración que llevaba en medio de tanto ruido.

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Luego de que el profesor Ruud Van Den Bergh se hiciera presente con un
gesto de burla, el silencio se apoderó del salón, las bromas cesaron y la
atención general se la ganó ese extraño sujeto que manejaba la Quinta
República Francesa como si fuese un comic.
De pronto escogió a varios de entre sus víctimas para escudriñar un poco
sobre sus pretensiones académicas, deteniéndose en una hasta entonces
chica común, Adam la reconoció al instante, era la misma y misteriosa
mujer que leía minutos antes con el temple incorruptible del Dalai Lama.
El inquieto profesor la invitó a ponerse de pié, le preguntó su nombre, de
donde venía y cual había sido el motivo por el que había decidido estudiar
leyes.
Ella sin vacilar, sonriendo y con una ávida mirada respondía de una
manera tan elocuente y sagaz, que dejaba a muchos más que pasmados al
presenciar aquella firme y tácita manera de expresarse.
Su nombre era Monique Chassier, una joven y atractiva mujer de veinte
años, que había vivido toda su vida en Francia. A pesar de nunca haber
conocido a ninguno de sus padres, supo aferrarse al orfanato donde se crió
hasta sus trece años. Nunca pensó en abandonarlo, teniendo la tenaz idea
de jamás separarse de las personas que consideraba su familia, y que
parecían no importarle al resto del mundo.
Las monjas del hospicio siempre la vieron muy inquieta y segura de sí
misma, fue irremediablemente querida por todos, al punto de dejarle
siempre pasar las incontables travesuras en las que se vio involucrada
alguna vez, ya que sabía compensarlas muy bien con el ángel que la
acompañaba en todo momento, volviendo a todos prácticamente
dependientes de su presencia.
Pero la calidez del hogar se vio afectada la tarde en la que una mujer
solitaria y mayor se hizo presente en el lugar con el fin de adoptar una
pequeña compañera que infortunadamente fue la inquieta Monique, quien
se rehusó más de una vez a que la separasen de las que había
considerado como hermanas suyas desde la primera vez que las vio. Las
monjas no pensaron en ningún momento en perder la valiosa oportunidad
de que la pequeña niña tuviese un futuro mejor, más aún por la confianza
que les ofrecía aquella noble y solitaria señora a la que conocían tan bien y

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quien les había demostrado su corazón piadoso con las repetidas
donaciones y visitas que hizo al hogar.
Las dos únicas razones por las que Monique Chassier aceptó luego de
tantos intentos fallidos por parte de las monjas abandonar el orfanato e irse
con una extraña, fueron la posibilidad de ayudar mejor a sus hermanas
huérfanas desde afuera, y poder estar al mismo tiempo cerca de ellas, ya
que iba a vivir aunque lejos del orfanato, pero en la misma ciudad.
La tarde más triste de su infancia Monique la grabó para siempre en sus
recuerdos, desde el momento en el que el taxi partió, y veía como la
alejaban de una vida privada quizás de mucho, pero nunca del afecto.
Durante toda su adolescencia Monique fue muy responsable, y se vio
sorprendida por el extraño cambio que le tocó enfrentar. Pasó de vivir en
un orfanato, a estudiar en el colegio más caro de París, rodeada de gente
rica. Pero el lujo no era precisamente lo que se destacaba en su nuevo
hogar, ya que era una insólita y antigua casa de muebles viejos, que
sacaba a relucir la conservadora mampostería francesa de comienzos del
siglo pasado, y que por lo visto nunca antes había sido refaccionada. Lo
primero que le llamó la atención apenas presenció su nuevo hogar además
del deterioro, fue lo alejado de la ciudad que se encontraba. Sin casas
vecinas cerca y rodeada de árboles, ese extraño lugar solo compartía
vecindad con unas ruinas de aspecto terrorífico, que por lo visto habían
sido consumidas por el fuego, las cuales se encontraban cercadas con
innumerables cables de púas como impidiendo permanentemente la
entrada a los curiosos.
Aquella singular manera de vivir por parte de su ahora madre adoptiva, tan
alejada de la civilización y sola, le pareció a Monique algo tan triste que
supo mantener una relación de apego y retribución casi inmediato hacia
ella.
Las privaciones siempre estuvieron presentes, no había dinero para
malgastar, y eso incluía la diversión, lo único que parecía estar asegurado
eran los costosos estudios. Algo que de alguna manera reconfortó a
Monique, que se sintió como si estuviera en casa, al no ostentar más nada.

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A pesar de ser una buena alumna, se dio tiempo para trabajar en horas
extras, y ganar algo de dinero que generosamente destinaba al orfanato
del que alguna vez formó parte.

Adam Smith la escuchaba hablar y al mismo tiempo la veía tan diferente a


como la había visto en un principio. En silencio parecía una muchacha
cualquiera, pero al hablar realzaba un aura especial, que la hacía
irresistible de escuchar. Algo completamente nuevo para él, que creía que
ya había conocido a todo tipo de gente.
Monique supo ganarse a los profesores fácilmente, pero no tanto a sus
compañeros, que en medio de la envidia e ignorancia trataban de
comprender su rapidez de pensamiento y congruencia en el análisis. Si
algo había aprendido en sus largos años de colegio, además de
destacarse, era a ganarse enemigos, por lo que le restaba importancia a
todo tipo de provocación, que infortunadamente no la libraba de ciertas
actitudes por parte de algunos en la clase, que trataban de complicarle los
días con torpezas e historias absurdas que menospreciaban su presencia.

A medida que los meses transcurrían y el clima en París cesaba en


hostilidades, el ambiente en la clase del profesor Ruud Van Den Bergh se
tornaba más cautivante y exigente. Con candentes debates y
representaciones judiciales, la convivencia entre los alumnos se
fragmentaba claramente en dos bandos que resaltaban una divergencia
social y de opinión.
Adam trataba infructuosamente destacarse en clases, pero se veía
fácilmente ridiculizado por Monique, que no acostumbraba tomarlo como
ningún rival digno de debate, mucho menos cuando aquel solía tropezarse
en sus propias palabras y no poder contener ese extraño tic de ojo que
ponía al sentirse nervioso e incapaz de plasmar sus ideas en palabras.
El profesor Ruud Van Den Bergh disfrutaba a pleno de aquella diversidad
de opinión, y se deleitaba por las diferencias sociales que presenciaba
tanto dentro como fuera de clases, siendo uno de sus objetivos
primordiales el unir a las personas que le parecían más incompatibles de

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espíritu, y romper de alguna manera con las camarillas de amigos que no
compartían ni el saludo con otros.
Fue así como luego de presenciar un round más entre Adam y su alumna
predilecta y despiadada verbal Monique, decidió unirlos en lo que sería el
trabajo más importante del semestre. Tanto ellos como muchos otros en la
clase mostraron su descontento al ser mezclados de esa abrupta manera y
ser sentenciados a pasar largas horas de estudio junto a personas que
consideraban tan diferentes.
El hasta entonces querido profesor Ruud Van Den Bergh, había logrado
decepcionar a muchos con su sorpresiva decisión, más aún a Monique,
que fue la primera en objetar, al mismo tiempo de recordar los desatinos
morales a los que se enfrentó con su menospreciado rival, sobre todo por
el hecho de ser el amigo o extraña pareja de Bianca Doyle, la persona que
más detestaba en clases, y quien no le brindaba sosiego a la hora de
inventar historias absurdas sobre ella e intentar hacerla ver inferior frente al
resto. Actitudes que Monique ya había soportado en el pasado y que no
pensaba repetir de nuevo, pero el deseo de su madre adoptiva la obligaba
a soportarlo todo.
Una madre adoptiva que nunca quiso que se dirigiera a ella como madre,
sino únicamente por su nombre, Martina Raycroft, una mujer de sesenta y
cinco años y con el cabello de color ceniza. Alguien a quien Monique supo
ganar cariño fácilmente por sus esfuerzos por brindarle una educación
costosa. En el tiempo que estuvieron juntas supieron llevarse y entenderse
muy bien, Monique colaboraba en lo que podía en el hogar, ya que nunca
le gustó la idea de vivir sola y únicamente de la pensión de vejez de la
noble señora, ni mucho menos de la obstinada idea de estudiar en
establecimientos caros, mientras en el hogar se privaban de todo. Talvez
Martina Raycroft sentía la necesidad de cuidar y educar a la hija que nunca
pudo tener. Si bien estuvo casada una vez, y muy enamorada, los cálidos
lazos matrimoniales se vieron rotos y sentenciados a una innegable
separación, donde el orgullo parecía vencer ante todo. Monique recordaba
muy bien la tarde en la que le abrió la puerta a un hombre de más de
sesenta años que pasó a buscar a la solitaria señora, quien apenas pudo

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atisbar de quien se trataba se negó a atenderlo, cerrándole la puerta en la
cara y refugiándose sollozante en su habitación.
Monique pensó inmediatamente en consolarla, pero no se atrevió, además
de comprender que ese hombre fue alguna vez el que se encargó de
acelerarle los latidos cardiacos a esa pobre mujer, y encender la luz de su
amor, para luego apagársela súbitamente.
Martina Raycroft parecía sentirse muy avergonzada luego de tal escena, ya
que no tuvo el valor de mirar directamente a los ojos de Monique, quien
pensó en que aquella relación debió ser muy trágica para que alguien se
avergüence tanto y esquive las miradas por casi dos semanas.

Luego de varios intentos fallidos por cambiar de pareja en la clase del


injusto profesor Ruud Van Den Bergh, Adam sintió la necesidad de firmar la
paz de alguna manera con su archirival.
-Creo que tendremos que dejar las diferencias momentáneamente. Le dijo
al salir de clases, Monique, quien no podía evitar el gesto de rabia al tener
que dejar su terquedad de lado, respondió:
-Las cosas las haremos a mi manera, solo así, ¡Lo tomas o lo dejas!,
mientras observaba las indeseables miradas de Bianca Doyle a pocos
metros de ellos.
Adam asintió, siendo consciente del esfuerzo que significaba para ella, más
que para él aceptar aquella injusta decisión. Acordaron encontrarse por la
tarde en una cafetería algo alejada de la universidad, en un barrio humilde
que si no fuera por la invitación de ella, él jamás hubiese puesto un pié en
el.
Después de abandonar el taxi, Adam comenzó a sentirse inerme estando
allí, se arrepintió de haber aceptado los términos de aquella testaruda y
exigente mujer. Todo en las calles lucía tan sucio, las personas se
acercaban a pedirle una moneda con un aspecto presidiario que obligaban
al nervioso y asustadizo muchacho inglés a caminar a toda prisa y dirigirse
de inmediato a la cafetería sin detenerse en lo absoluto. Una vez allí Adam
observaba por la ventana del lugar el trayecto de media cuadra que hizo
para llegar a donde estaba. Parecía haber atravesado todo un campo de

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futbol en pocos metros, y sentía que su seguridad estaba en riesgo allí, por
lo que no pensaba esperar demasiado.
Como si fuese una niña caminando en un parque, Adam pudo vislumbrar a
Monique a la distancia, haciendo el mismo recorrido que él hizo minutos
antes, pero con tanta desemejanza que de alguna y confusa manera lo
hacía sentir avergonzado. Monique sonreía y saludaba a esas mismas
personas con rostros de ex-convictos, al mismo tiempo de alcanzarles algo
de dinero. Una anciana con aires gitanos la detenía en lo que parecía una
bendición, mientras otra mujer le enseñaba su pequeño hijo recién nacido,
a quien Monique tomaba y sostenía con una tierna sonrisa.
Adam nunca lo hubiera imaginado, ni mucho menos notado en clases, pero
su extraña compañera universitaria lucía tan bella sonriendo, que parecía
un arcángel divino en medio de esa gente. Con su sensual figura relucía un
escote que provocaba inevitablemente la mirada de todos, su cabello
brillaba más que en clases, al igual que su aguda mirada de ojos azules
que parecía ordenar sometimiento.
-Veo que sobreviviste. Le dijo a Adam, apenas entró en la cafetería y vio
ese rostro tan inseguro. La razón por la que Monique había citado a Adam
allí, ni ella misma la sabía, ya que no fue por comodidad, ni mucho menos
por obstinada, talvez ella vio en la mirada de él un poco de sencillez
cuando se le acercó por la mañana y quiso ponerla a prueba, o pudo haber
sentido la necesidad de enseñarle un mundo completamente distinto al que
él estaba acostumbrado.
Mientras conversaban con cierta frialdad, Adam hacía un tremendo
esfuerzo por romper el hielo y tratar de agradarle al menos algo a ella, que
lucía como presa de un orgullo y repulsión hacia la gente rica. Conversaron
de muchas cosas aquella tarde además del trabajo que debían hacer y se
podía percibir una pizca de simpatía por parte de ella, a pesar de que no
haya sido del todo evidente en el trato que le brindaba.
Al salir del lugar Adam se sentía más cómodo en ese barrio y el miedo que
había experimentado con anterioridad parecía haberse disipado al lado de
ella. Monique no desperdició la oportunidad de guía turística que tuvo y lo
invitó a conocer algunos lugares extraños para él, previniéndole de
permanecer con los ojos bien abiertos ante cualquier imprevisto, ya que

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como bien le había explicado la pobreza se manifiesta de distintas
maneras, y seguro que él con la manera de vestir que llevaba, lucia más
provocativo para los ladrones que una bella mujer de pantalones ajustados.
Lo condujo a una especie de mercado suburbano predominante de
personas procedentes de India y Turquía, con negocios itinerantes donde
se podía encontrar desde marihuana hasta una aceptable imitación de
Kashmir.
La ingenuidad de a donde pisar delataba el comportamiento temeroso de
Adam, que dependía en todo momento de la mirada de Monique, quien le
indicaba donde ir. Ella sonreía cuando él se encontraba de espaldas, y es
que el solo hecho de asustarse cuando alguien se le acercaba le parecía
tan gracioso a ella que pensaba en lo que la madre de él seguro le
reprendería si se enterase de a donde fue a parar su mimado hijo.
Desde el primer momento en que Adam la conoció, ella siempre estuvo a
un paso delante de él, y fue inevitablemente más rápida en prácticamente
todo, desde sus coherentes comentarios en clases, hasta el
comportamiento autosuficiente que demostraba en la calle, pero en lo único
en que no pudo precederle fue en el preciso momento en que una niña
indigente se les acercó para pedirles una moneda, cuando Monique se
disponía a dársela, vio como él se le adelantaba y le obsequiaba un billete
de cincuenta francos a esa pobre niña, una actitud por demás generosa
que Adam no supo distinguir del todo, pero que lo hizo para tratar de
agradarle un poco más a su nueva amiga, quien no pudo complacerlo ni
siquiera con una sonrisa:
-La generosidad no es para presumirla. Le dijo luego de observar su
mirada y sonrisa dirigida hacia ella en lugar de a la niña.
Adam comprendió entonces que talvez nunca podría terminar de agradarle
a ella, debido a que eran muy distintos, por lo que se limitó a hablar, solo, y
exclusivamente de trabajo aquella tarde.
A pesar de todo, Monique le enseñó a Adam todos los lugares en los
cuales ella solía acudir en sus tiempos libres a auxiliar a los que tenían
menos. De todos esos lugares solo le faltó uno, el orfanato en el que se
crió, que quedaba en ese mismo barrio, y que por ningún motivo pensó en
darlo a conocer.

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Martina Raycroft sentía como los años no pasan en vano, mientras jadeaba
y sentía una opresión en el pecho luego de realizar varias tareas
domésticas. Había descuidado su salud hace mucho, aún después de
haber sido diagnosticada con angina de pecho. Una predominancia familiar
que habían padecido su madre y abuela, pero que ella atribuía
exclusivamente a un calvario de amoríos ingratos.
El extremo ajetreo y debilidad cotidiana la habían puesto a pensar en
buscar auxilio médico esta vez, no tanto por sí misma, sino por la joven y
bella Monique, a quien había decidido proteger y brindar un futuro mejor
que seguramente nunca hubiese podido tener por si sola. Pero los
cuantiosos gastos médicos comprometían los estudios de su joven
protegida, que necesariamente debía de realizar si no quería ser
sorprendida por un infarto cardíaco, tal cual sucedió con su madre y
abuela, aquellos nefastos y coincidentes días de verano.

Mientras los primeros frutos de la convivencia forzada que había


ocasionado en sus alumnos el profesor Ruud Van Den Bergh, se daban a
conocer en clases, las mismas parecían no ser las habituales, dos de los
miembros más incompatibles habían decidido mantenerse callados, sin
objetarle nada el uno al otro mientras hablaban, como si hubieran firmado
un tratado previo de no agresión, y si bien no cruzaban palabra alguna en
clases, si lo hacían al salir, siempre mediante la insistencia de Adam, y la
indiferencia de Monique.
Habían logrado mantener una muy singular amistad, que se trasladaba a
muchos lugares, incluso la casa de ella, donde Adam solía ser muy bien
recibido, al menos por la dueña de la casa Martina Raycroft, quien no
interfería en la vida de Monique, pero que si disfrutaba verla con al menos
alguien que le inspirase confianza.
Aquella tarde en la que Martina Raycroft decidió visitar en reserva a un
cardiólogo, Adam veía la casa antigua de enfrente, muy deteriorada y con
un aspecto lúgubre.

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Monique al percatarse de que su lectura no era atendida y luego de una
habitual reprimenda, comprendió que era un buen momento para tomar un
descanso.
-Esa casa está abandonada desde que llegué aquí, y según me contaron
sufrió un voraz incendio. Le comentó a Adam quien luego de sacar algo de
marihuana, le sugirió a Monique ir a fumarlo allí. Ella aceptó sin vacilar ya
que si algo había aprendido en la escuela católica a la que asistió además
de estudiar, fue a fumar algo más que tabaco convencional.
La casa abandonada lucía muy apropiada para filmar una película de
terror, con lo poco que quedaba en pié se podía percibir un muro de
bloques de piedra, a los que Monique pudo fácilmente asemejar a los que
tenía su casa, denudando los diseños arquitectónicos franceses de antaño.
Parte del techo había sido devorado por el fuego, los restos metálicos de
muebles antiguos, y lo que parecía instrumental médico yacían
desparramados por el piso como si nadie se hubiese ni siquiera asomado
por allí desde que se incendió el lugar.
Tanto Monique como Adam se dejaron llevar por una imperiosa curiosidad
que les invadía a tal punto de olvidarse del verdadero propósito por el que
acudieron allí. Cada paso que daban parecía transportarlos a un pasado
incierto que les insinuaba un ambiente trágico que poco a poco los
inmiscuía en el, a medida que recorrían ese extraño lugar.
Además de la imprudencia de Adam, la poca visibilidad en un sector de la
casa lo hizo desaparecer tras el crujido de una tabla de madera carcomida
que pisó imprudentemente, cayendo estrepitosamente dos metros hacia la
oscuridad de lo que parecía ser un sótano, al mismo tiempo de alzar un
grito que desesperaba a Monique.
-¿Te encuentras bien? Le preguntó ella mientras trataba de divisar mejor el
lugar y entrever unos escalones. Luego de asegurarse que Adam se
encontraba bien, Monique se dirigió a su casa por una lámpara, pudiendo
luego divisar mejor aquellas gradas que conducían al sótano, que parecía
haber sido cubierto por un extraño y brilloso reluciente piso.
Una vez que pudieron remover los restos de madera envejecida, tanto
Monique como Adam se vieron sorprendidos por un cubículo secreto
aparentemente intacto, en relación al resto de la casa. Una antigua cama

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arrinconada y correctamente arreglada desentrañaba un tétrico entorno,
donde el único mueble además de la cama era una pequeña mesa
metálica que descansaba sobre un todavía lustroso piso de arcilla. Junto a
las escaleras se encontraba un pequeño baño semejante al de una prisión.
-¿Quien podría vivir aquí? Preguntó un sorprendido Adam a Monique,
quien no supo contestarle mientras escudriñaba el lugar.
-¡No te sientes allí! Le reprochó a él, apenas lo vio sentarse en la cama. De
alguna manera ese ambiente solía sugerirle algo a ella, quien había
demostrado desde muy pequeña tener un gran instinto y discernir los
acontecimientos con una pericia semejante a la de un detective.
-Este lugar va a terminar de caerse en cualquier momento. Comentó Adam
insinuando abandonar el lugar, mientras terminaba de sacudirse el polvo y
evaluar el daño de la caída en el dolor de su espalda.
Monique no le prestaba atención a nada, más que al muro de piedra que
contemplaba en detalle.
-Algo no está bien, ese bloque de piedra no se continúa con el resto. Le
dijo a Adam, quien la observaba como una mujer paranoica, más suspicaz
que de costumbre.
-Es solo un mural antiguo, no tiene por que ser simétricamente perfecto.
Respondió él. Comentario que no podía tener más validez que el de ella,
ya que Monique solía recorrer habitualmente como una costumbre cada
elemento en los murales de su casa con la mirada. Lo hizo apenas llegó a
su nuevo hogar y sintió el miedo de la soledad, más aún al acostarse, por
lo que solía quedarse con la luz encendida observando las paredes hasta
quedarse profundamente dormida.
Adam vio como su obstinada amiga se dirigía hacia ese supuestamente
disconforme bloque de piedra para tratar de removerlo, luego de que
ambos lo consiguieran, se miraron el uno al otro sin poder creerlo. Habían
descubierto un pequeño escondite que albergaba lo que parecía un libro
abultado, envuelto en una cubierta de paño.
Después de abandonar el siniestro lugar, ambos se dirigieron al patio
trasero del lugar a indagar en detalle su misterioso hallazgo. Al querer
hojear las páginas, Monique observó como caía una cadenita collar de oro
al piso, al observarla lucía tan brillante y reluciente que ambos se

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detuvieron a mirar la medalla que traía. La divina imagen de la virgen de
Lourdes se manifestaba en ella, además de las iniciales J.H que llevaba en
el reverso. Al abrir el libro ambos se encontraron con algunos dibujos mal
hechos de un par de rostros, y lo que curiosamente perfilaba la fachada de
una casa, seguramente la misma antes de incendiarse. El libro resultaba
ser una especie de diario con un idioma extranjero.
-Es alemán. Se precipitó en decir Adam como si estuviesen en clases.
-No. Replicó Monique, -Es sueco, estoy segura.
A pesar de comprender muy poco de lo escrito allí, Monique trataba de
recordar lo poco que le había enseñado una monja sueca sobre aquella
compleja lengua en el orfanato donde se crió.
Pero algo quedaba claro, ese diario relataba un homicidio, talvez el que
propició el autor o autora del mismo.
-También podría ser un invento. Sugirió Adam. Pero Monique no pensaba
en cruzarse de brazos a especular. Luego de hacerle jurar a Adam que no
comentara con nadie sobre su descubrimiento, acordaron en reunirse
después de clases para traducir lo que tenía para contar aquel extraño
manuscrito.

Martina Raycroft había recibido el resultado de sus estudios médicos con


tan evidente desmedro anímico que le hacía suponer de alguna manera
que su final podría estar más cerca de lo que pensó. De la misma manera
como aquella enfermedad empezó con su abuela y su madre, comenzaba
con ella, a su misma edad, insidiosamente y con los mismos atenuantes
tan desagradables que significaron haber amado a las personas
equivocadas. Ya que además de haber heredado una anomalía congénita
de ellas, también supo heredar el mal augurio a la hora de escoger pareja.
Había estado evitando recordarlo a toda costa desde que se separó, pero
resultaba una proeza al rememorar el lado de la cama que él compartió
junto a ella, los lugares donde le había llevado, la pasión tántrica que
significaron sus caricias a la hora de manifestarle su amor. Martina lo había
amado más que a sus propia madre, y a su vida misma, cometiendo más
de los siete pecados capitales por él, tolerándole todo, y obedeciéndole
como una fiel y sometida mujer de hogar, para luego echarlo como a un

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perro en los últimos y nefastos días que significaron estar a su lado,
sintiéndose tenue y miserable por dentro pero con el valor moral y
necesario para no querer verlo más.
No sabía como iba decirle a Monique que no tendría dinero esta vez para
pagarle el próximo semestre universitario, talvez ya era hora de vender y
abandonar de una vez por todas esa horrenda casa que heredó de su
madre, que parecía ser la responsable de un futuro aciago de tres
generaciones, que además nunca quiso abandonar, por la promesa que se
hizo a sí misma de morir en esa decrépita residencia que además le
quitaba el sueño. Algo que iba más allá de un masoquismo penitente, ella
sabía muy bien que tenía que compadecer por una vida malgastada y
corrompida éticamente.

Bianca Doyle veía con cierta indiferencia como Monique exponía en clases
las conclusiones a las que había llegado en el trabajo que realizó junto a
Adam, el que parecía haber sido su novio hace tantos meses y que ahora
había decidido hacerse amigo de alguien a quien ella consideraba tan
desagradable. La informal relación que habían acordado tener apenas
llegaron a París, se empañaba cada día más desde que Adam se paseaba
al lado de Monique como si de alguna manera estuviese a su merced.
Bianca supo seguirle el juego y tuvo más que amistades entre sus salidas
nocturnas pero de alguna manera no compartía el exceso de atención que
su novio le prestaba a ella. Si bien ese loco profesor Ruud Van Den Bergh
les había encomendado un importante trabajo y lastimosamente a Adam le
había tocado la peor parte, tanto tiempo compartido entre ellos le resultaba
más que innecesario. Bianca comprendía bien que su destino junto a él ya
estaba escrito, fueron amigos desde niños, vivían en el mismo y lujoso
barrio londinense y sus padres compartían desde el mismo gusto del
brandy de Jerez hasta el desprecio por cierta clase de personas.
Su matrimonio a futuro ya era prácticamente un hecho y Bianca sentía que
no debía preocuparle el presente en lo absoluto, aunque su novio haya
decidido tener una que otra aventura en su ausencia, pero aquel brillo en
su mirada cuando veía a Monique, no era algo para dejar de lado. Adam
parecía sentir algún tipo de admiración por su nueva amiga, había

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descuidado su relación con Bianca hasta el punto de no esperarla al salir
de clases, y apurar el paso para ir al encuentro de Monique.

Adam insistía como un niño poder ver aquel extraño manuscrito una vez
más mientras se dirigía junto a Monique hacia una biblioteca, aunque le
costaba mucho trabajo, de alguna manera solía ingeniárselas para hacerla
sonreír de vez en cuando, ya que ella había estado más seria que de
costumbre desde que descubrieron aquel extraño objeto.
-Ya déjate de tonteras, y ayúdame con esto. Le reprimió a Adam mientras
le ordenaba que anotara el significado de cada palabra proveniente de una
muy extensa lista que ella misma había escrito con anterioridad y había
ordenado prolijamente.
Cada minuto que pasaba parecía tan tenso e intrigante que ambos no le
prestaban atención a las largas horas que habían estado traduciendo y
articulando palabra por palabra, descifrando una historia por demás
macabra que los mantenía perplejos ante el relato de aquella víctima.

-No estoy segura si aún es el año de 1970. Mi nombre es Janette Hansson,


nací en Suecia, y tengo veinte años. Talvez no salga nunca de aquí, y los
largos y horribles meses que llevo dentro, me han obligado a escribir lo que
espero pueda ser leído alguna vez por alguna persona. Mi madre Emma
Hansson fue asesinada por alguien a quien detesto con toda mi alma, el
mismo mal parido que me tiene retenida en este sufrimiento y quien
desgraciadamente es también mi padre Herman Ahnert.
Nunca tuvimos una relación cercana con él, y tanto mi madre como yo
supimos odiarlo, pero ahora la repulsión que siento por él es tan grande
que quisiera tener las fuerzas suficientes como para matarlo. Desconozco
que fecha es hoy y no se si se escondió el sol o salió recién, tampoco estoy
segura de cuantos meses llevo aquí, he sido drogada decenas de veces y
violada centenares, hasta el punto de perder la conciencia y querer
suicidarme las veces que he recobrado la conciencia, pero las fuerzas se
me han ido con los días. Gritar no tiene sentido y desconozco si ese
monstruo vive solo o tiene algún cómplice ya que le he escuchado hablar
con alguien alguna vez.

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Ramiro R. Rivera Coria
En este horrible sótano no hay nada más que una cama que no la puedo
desarmar, ni mucho menos mover, un pequeño y oscuro baño, una mesa
con algunos libros, un estuche lleno de lápices, un sacapuntas metálico
imposible de quitarle la hoja, una goma de borrar y algunos cuadernos que
ese infeliz dejó talvez para sentirse algo piadoso dentro de su alma podrida
y permitirme hacer algo con mi tiempo. Lo primero que he intentado y a
Dios gracias pude lograrlo una vez, fue clavarle un lápiz en la pierna e
intentar huir, pero aquel propósito me ha costado la privación de todos los
lápices, excepto los que pude guardar debajo de la cama, y que conservé
allí para alguna otra oportunidad de fuga, pero que desistí de la idea una
vez que me dí cuenta de que mi inferioridad anímica y fortaleza física no
me lo permitirán ya.
He logrado increíblemente quitar un bloque de piedra de la pared, me costó
talvez una semana hacerlo raspando el algo deteriorado concreto que
tenía, con la ayuda de cinco lápices, pero el llanto se apoderó de mí el
instante en que me dí cuenta que mi ingenuidad me había llevado a la
desesperación de pensar que podría huir removiendo una pequeña pieza
aparentemente decorativa que no hace más que continuarse con otro
inmenso muro detrás. No se por cuanto tiempo me mantendrán viva aquí, y
trato de escribir lo que puedo cuando estoy con fuerzas, y tengo el mayor
recaudo en devolver la piedra a su sitio.
Irónicamente Herman Ahnert es un médico muy conocido en esta ciudad y
aparentemente admirado, y a pesar de considerarme siempre a mi misma
como una mujer valiente, tal cual lo fue mi madre, me acobarda la idea de
la impunidad de este deplorable ser. Por lo que lo único que ruego a la
persona que espero esté leyendo esto, es que pueda hacer justicia por mí
y por mi madre.
Monique comenzó a maldecir de mil maneras a ese sujeto, al mismo
tiempo de derramar una lágrima. Adam compartía el impacto que fue haber
leído parte de lo que aquella pobre mujer había escrito.
Por primera vez desde que la conoció Adam veía a Monique tan frágil y
sensible que no sabía que decirle por miedo a decir algo tonto.

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Ramiro R. Rivera Coria
-Tenemos que encontrar a ese sujeto. Le dijo a Adam. Pero él se
encontraba tan confuso que sugirió acudir a las autoridades a dar a
conocer el caso.
-¿Estás loco? Le reprendió ella. –Ese sujeto ya debe tener como setenta
años, y ojala aún viva, si vamos con la policía y sin pruebas no nos harán
caso, y si con la ayuda de la gracia divina pudiéramos lograr que lo juzgue
la justicia, seguro le darían ciertos privilegios seniles, y eso no lo podemos
permitir. Ese hombre debe de pagar, tenemos que encontrarlo.
-Y que piensas que deberíamos hacer cuando lo encontremos, si lo
llegamos a encontrar. Preguntó Adam, pero Monique no le respondió,
como tampoco tuvo ganas de seguir discutiendo, dándole la espalda de
inmediato y solo diciéndole:
-Hay muchas cosas por hacer y que no me quedan del todo claras en esta
traducción, tendremos que buscar ayuda con una persona nativa sueca.
Como también tenemos que cavar en ese sótano.
Adam la miraba con tanto pavor como intriga, si bien no pensaba que tal
escrito pudiese contener tan horrenda historia, mucho menos pensó que
Monique se pudiese identificar tanto con ella.
-¿Piensas que el asesino pudo enterrarla ahí mismo, y además vivir en la
misma casa con un cadáver debajo de su sótano? Preguntó Adam
consternado.
-Si ya vivió así cuando la torturaba, por que no una vez muerta, además
ese piso lucía impecable, como si lo hubieran puesto justo antes de sellar
el sótano.
Adam ni siquiera lo había pensado, y le pareció una premisa casi lógica,
pero la idea de buscar un cadáver le hacía erizar la piel más que aquella
vez en su fiesta de graduación en que sus compañeros lo arrojaron ebrio y
desnudo a una piscina helada en pleno invierno.
La biblioteca cerraba y ambos se habían desconectado del mundo apenas
comenzaron a enterarse de aquella horrible historia. Adam invitó a cenar a
Monique mientras ella no paraba de hablar y discutir con él sobre que
hacer con su descubrimiento de aquí hacia delante.
Algo que le había llamado profundamente la atención a Monique desde que
conoció a Adam fue su extraña costumbre de pagar sus cuentas siempre

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Ramiro R. Rivera Coria
con todos sus billetes doblados en una esquina, como si fuese un mal
hábito de alguien que consideraba al dinero como un papel cualquiera.
Habían hablado tan poco sobre ellos mismos desde la vez que se
conocieron por obligación y orden del profesor Ruud Van Den Bergh, que
asombraba la sobresaliente amistad y confianza que ambos habían
logrado. Conociendo tan poco el uno del otro supieron desarrollar una
alianza tan armónica que encajaba a la perfección con la personalidad
austera de Monique, y la sumisa de Adam. Ambos compartían la misma
complicidad aunque en diferente magnitud de llegar hasta las últimas
conclusiones en su investigación. Adam desarrolló un sentimiento de cariño
y dependencia hacia ella que no podía evitar, la incluía en todo, a pesar de
casi no cruzar palabra en clases, solía estar pendiente de ella apenas salía
de la universidad. Adam admiraba la libertad y serenidad de ella a la hora
de tomar decisiones y manejar el mundo a su antojo, conocía
prácticamente todo y no había ninguna persona que se atreviese a hacerle
frente a la hora de mostrar su afán por conseguir algo. Una peculiaridad tan
nueva para él, quien siempre estuvo acostumbrado a los lujos y
comodidades que significaba vivir bajo la tranquilidad de un seno familiar
acomodado, siendo atendido en todo momento, y sin preocuparse
absolutamente por nada.

Martina Raycroft había cambiado por completo su rutina cotidiana y logró


conseguir un trabajo extra con el que pensaba de alguna manera tratar de
alivianar los costosos tratamientos médicos a los que estaba siendo
sometida. No pensaba decirle nada en lo absoluto a Monique y
aprovechaba las horas en las que ella acudía a la universidad para
esforzarse al máximo con tal de que a su ahora protegida hijastra no le
faltase nada en sus estudios.
Gracias a su pasado como licenciada en enfermería, Martina logró ser
aceptada nuevamente en el hospital del que formó parte por más de 30
años, pero ahora con la desazón de trabajar de auxiliar de limpieza, ganar
mucho menos y realizar los trabajos más duros y agobiantes, tras la mirada
atenta de las que estuvieron alguna vez bajo su autoridad. Dentro de los
comentarios que rondaban dentro del personal médico siempre estuvo

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Ramiro R. Rivera Coria
presente la duda de cómo una mujer como ella, con ese prestigio pudo
terminar así a su edad, se suponía que tenía una renta digna, y se sabía
además que vivía sola. Nunca nadie tuvo el valor de acercársele y
preguntarle algo, ni mucho menos brindarle ayuda alguna, solo
acostumbraban darle órdenes y perderle de a poco el respeto que alguna
vez le tuvieron.
El tremendo esfuerzo que Martina realizaba trabajando secretamente no
hacía otra cosa que agravarle su ya complicado estado de salud y
comprometerle más aún su expectativa de vida.

Adam contemplaba la excepcional elegancia de Monique al discutir con los


comerciantes de ese extraño mercado, mientras la veía comprar varios
regalos en el mismo barrio humilde donde lo citó por primera vez. Su
presencia parecía no necesitar de costosas prendas de vestir, ni joyas para
realzar una figura por demás imponente. Algo tan gratificante como nuevo
para él que disfrutaba cada palabrota que ella decía demás, y ese
resplandor en sus ojos que acobardaba hasta al más tramposo de los
estafadores.
-Sujeta esto, quédate aquí, y procura no hablar con nadie, voy al almacén
de este sujeto que se quiere pasar de listo. Le dijo a Adam, al tiempo de
recomendarle nuevamente que se mantuviera atento a todo, ya que la
imagen de él tenía, obligaba prácticamente a cualquiera a robarle.
Luego de tener todo listo, Monique condujo a Adam al lugar en el que
había compartido la felicidad más grande de su vida, y que injustamente
se la quitaron alguna vez, el orfanato donde creció.
Al verla sonreír y abrazar a las personas que fueron su familia por muchos
años, Adam experimentó una sensación sentimental que desconocía, pero
que había visto algunas veces sin prestarle la debida atención. La calidez
que evocaba una congraciada caricia parecía restarle importancia a los
impasibles y distantes lazos familiares a los que él estaba tan
acostumbrado. Adam no pudo evitar conmoverse y sentirse a sí mismo
como un ser egoísta al no haberles comprado absolutamente nada a esas
pobres personas que no entendía como podrían pasar la noche en tan
álgido ambiente. Le tomó pocos minutos sentirse tan cómodo allí y jugar

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Ramiro R. Rivera Coria
con los niños de la mano de Monique, a la que desconocía por las
risotadas y gestos que denotaba. Jugaron un montón de juegos nuevos
para él, y se deleitó con la función de títeres que ella hizo para todos los
niños del lugar, con un guión improvisado que lo expresaba como si lo
tuviese bien memorizado.
Conversando con algunas de las monjas del lugar, Adam pudo conocer
mucho más sobre su ahora carismática amiga, fue así como se enteró de
sus sueños de ser monja y de entregar su vida entera al servicio de las
personas desamparadas. Él solo sonreía y no podía ni imaginarse a
Monique realizando todas esas travesuras que le contaban con tanta gracia
y picardía.
Después de pasar parte de la tarde jugando con los niños, Monique guió a
Adam donde la madre superiora del hospicio, quién además era de origen
sueco, y quien iba a serles tan útil a la hora de traducirles varios términos
que ya se encontraban correctamente ordenados y escritos a parte, y que
Monique se encargó de anotarlos la noche anterior.
Luego de poco más de una hora de acomodar palabras, Adam veía a su
amiga con cierto gesto de preocupación, seguramente por ir conociendo
más detalles sobre la siniestra historia, la cual había enmascarado tan bien
en una especie de novela y trabajo universitario, con el fin de que la cortés
monja no sospechase nada en lo absoluto sobre lo escrito.
Una vez solos en un tranquilo bar de la zona norte del canal Saint Martin,
Monique y Adam estaban listos para continuar con la oscura historia que
los consumía en la intriga, y ansiedad, además de obligarlos a continuar
con ella en el mismo punto en el cual se quedaron la última vez:
-Es muy difícil para mí dejar de recordar la felicidad que algún día tuve al
lado de mi madre y mi novio en Suecia, pero estos meses cautiva me han
hecho sacar fuerzas que nunca creí tener, quizás por la pequeña
esperanza que significa el escribir todo esto y tener la leve ilusión de que
alguien pueda algún día leer toda esta injusticia a tiempo. También porque
me he hecho la firme promesa de narrar todo cuanto pueda, siempre que
mis fuerzas me lo permitan para dejar en claro todo este calvario que me
tocó vivir. Es por eso que he tratado de dibujar el rostro de ese indigno
sujeto, con el mayor detalle que pude. Como también lo hice con el de su

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Ramiro R. Rivera Coria
cómplice, a la que al fin pude ver, más no cruzar palabra, las veces que me
trajo algo de comer a punta de revolver, e inclemente ante mis súplicas.
La historia de cómo mi madre pudo ligarse a este monstruo nunca la pude
comprender del todo, menos aún como ella decidió verlo por última vez,
quizás porque en su momento ella lo amó de verdad, pero ese sentimiento
que alguna vez le tuvo fue comprometiéndose con los años, por los
innumerables maltratos tanto físicos como psicológicos a los que ella fue
sometida, incluso al encontrarse embarazada de mí. Se conocieron en
Alemania mientras estudiaban medicina, vivieron algunos años juntos en
Munich, donde ella aceptó casarse con él, separándose un año después de
que yo naciera. Luego del fracaso matrimonial, mi madre decidió regresar a
Suecia conmigo y fue allí donde en medio de visitas esporádicas, él trató
infructuosamente de rehacer nuestra vida en familia, por lo que
seguramente guardó un gran rencor dentro de su oscura alma, hasta el día
que tuvo la oportunidad de volver a vernos.
Mi madre nunca estuvo de acuerdo en regresar con él, y la distancia entre
ambos fue acrecentándose a medida que pasaron los años y ella decidió
restablecer de alguna manera su desafortunada vida amorosa con alguien
mas, cometiendo el grave y fatal error de querer divorciarse primero y
sentirse libre de aquel monstruo que fue su esposo alguna vez. Los
trámites legales no fueron problema alguno, el que si resulto serlo para mí
fue tratar de convencerla de no hacer el fatal viaje.
Al no poder disuadirla decidí acompañarla y de alguna manera conocer
ingenuamente a mi padre, del que no conservaba recuerdo alguno, y con
quien solo converse por teléfono algunas veces.
Lo que pasó después me cuesta bastante recordarlo, además de que fue
tan rápido, cruel y premeditado que no me dio tiempo a nada.
Luego de un fingido y creíble recibimiento, ese monstruo nos invitó a cenar,
y la pasamos tan bien junto a él que nunca dudamos de su sonrisa y
amabilidad. Nos condujo por casi toda la ciudad en su automóvil,
enseñándonos varios lugares turísticos y famosos, fue así como se ganó
nuestra confianza y nos invitó conocer su casa al día siguiente.
Tanto mi madre como yo pensamos que él había cambiado de alguna
manera por la calidez que demostraba, y nunca se me hubiera pasado por

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Ramiro R. Rivera Coria
la cabeza presenciar lo que hizo después. El instante en el que entré a esta
casa fue el último en el que pude ver la luz del día.
Sin perder el tiempo y con la frialdad de un desalmado sociópata, ese
sujeto sacó un arma y disparó a mi madre reiteradas veces,
amenazándome después a mí, y derribándome de un golpe que me hizo
perder la conciencia instantáneamente.
Al despertar estaba amarrada y algo sedada, me había inyectado algún
medicamento que me hizo dormir por varias horas. Lo que pasó después
se convirtió para mí en una rutina de gritos y golpes hacia él cada vez que
lo tenía cerca y me hacía lo que su puta voluntad quería, haciéndome
sentir su aliento ácido y torpeza, humillándome las veces que quiso. Con
los días las fuerzas para combatir se me habían ido, y si bien no creía la
promesa de ese sujeto de dejarme ir pronto, comencé a sentir la necesidad
de ser fuerte y aguantar de algún modo, por mi madre y por mí. Ya que
comprendí que si me rendía en mi esfuerzo anímico por sobrevivir solo
lograría que él ganara, por lo que traté en medio de fortaleza y resignación
mantener un diálogo con él, y confiar de alguna manera en tener la
posibilidad de fuga alguna vez o en pensar algo para evitar su impunidad.
Cuando le pregunté que hizo con el cuerpo de mi madre, no quiso
responderme y la horrible relación que desarrollamos desde entonces se
basó en breves y horribles conversaciones que de alguna manera eran
necesarias para evitar más maltratos.
Cuando él se convenció de mi serenidad fingida, las drogas y los químicos
disminuyeron, ya que acepté comer por mi cuenta y dejar de hacer tanto
escándalo que no hacía más que ponerlo furioso.
Durante un tiempo dejé de verlo y pensé que talvez mi final estaba cerca,
ya que solo tuve contacto por varios días con su extraña cómplice, la que
me trae la comida, pero que no me brinda palabra alguna, aunque de
querer hacerlo seguro no entendería mi idioma.
Ese tiempo me hizo pensar en la remota posibilidad de rescate por parte de
nuestra familia y amigos que de seguro nos debieron y nos deben estar
buscando en Suecia de mano de las autoridades, y que podrían venir a
tratar de localizarnos a este país. Pero esa posibilidad no me alienta del
todo, ya que presiento que me matarían y de seguro me harían

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Ramiro R. Rivera Coria
desaparecer tal como lo hicieron con mi madre, una vez que la policía
siguiera el rastro.
Las semanas pasaron y él reapareció nuevamente, más torpe y lascivo que
antes, sepultando mis últimas esperanzas de rescate, como también
haciéndome perder las ganas de escribir. Recién hoy me anime a continuar
y pienso detallar lo poco que sé sobre él:
Luego de separarse de mi madre, Herman Ahnert vivió en Munich
alrededor de diez años, para luego residir en Francia, trabajando en
distintas clínicas en Amiens y Niza. Años más tarde decidió establecerse
en Paris donde ha radicado desde entonces. Nunca tuvo hijos, tiene una
relación distante con su familia en Munich y goza de cierto prestigio
profesional según nos comentó, siendo respetado y conocido en el ámbito
médico como un buen profesional y ocultando la oscura personalidad
detrás de su carismático y fingido rostro. Es diabético, zurdo, de finos
modales y con la apariencia de no matar una mosca, le gusta fumar
habanos y demuestra ser muy metódico, tengo la sensación de que
siempre aparece aquí a la misma hora, ya que a pesar de desconocerla, la
rutina me ha hecho considerar un determinado horario en el que él se hace
presente, como también su callada cómplice, que por lo visto mantiene
firme las órdenes del puntual almuerzo y cena.
Durante el corto tiempo que pude conocer su casa, me di cuenta de que
tiene afición por la música, ya que posee una diversidad de instrumentos
musicales, desde un lujoso piano de cola, hasta un viejo bandoleón que
tantas veces los he oído tocar desde aquí abajo.

Monique trataba de buscar exhaustivamente una correlación y orden a la


historia que leía, le parecía algo tan complicado por las continuas
interrupciones que la propia autora expresaba, seguramente presa de
algún medicamento o simplemente del miedo, ya que en algunos párrafos
se la notaba tan coherente y en otros resultaba muy complicado retomar la
historia y traducirla.
Había pasado junto a Adam las últimas semanas leyendo ese manuscrito
con tanto esmero que parecía importarles poco su carrera, faltándose
continuamente a clases. Fue así que en uno de sus habituales trayectos

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Ramiro R. Rivera Coria
hacia la biblioteca, y como si se tratase de una oportunidad concertada,
ambos pudieron ver a Martina Raycroft caminando a toda prisa por las
calles, vestida de sirvienta y con rumbo incierto. Decidieron seguirla,
averiguando rápidamente su hasta ahora secreto y sacrificado trabajo.
La relación que comenzó con una evidente tranquilidad y respeto mutuo
entre Monique y su madre adoptiva se opacó por una fuerte discusión que
tuvieron ambas al encontrarse en casa por la noche.
Para Martina Raycroft el estudio era lo más importante, pero Monique no
iba a permitir que ella continuase con ese esfuerzo desmedido que
significaba comprometer su propia salud a costa de un capricho maternal.
Más aún luego de enterarse de su enfermedad cardíaca.
Las repetidas veces que ella le recordó a esa señora que no era hija suya
retumbaron la vieja casa de extensos muros, que parecían derrumbarse
ante tales estruendosos gritos. Monique logró demostrar su enérgico
carácter al imponerse ante una envejecida mujer que quedaba derrotada y
sin argumentos válidos como para hacerle frente, obedeciendo y
aceptando dejar ese trabajo cuanto antes.

La casa en ruinas era horrible, ahora lucía mucho más aterradora que
antes, Monique la miraba con cierto recelo mientras esperaba a Adam para
realizar lo que habían acordado el día anterior.
Martina Raycroft le había recomendado a Monique nunca dirigirse allí,
desde aquella vez cuando tenía 15 años y la vio corriendo hacia ese lugar
con toda ingenuidad.
-¡Sal de alli! Esa casa se vendrá abajo en cualquier momento.
Monique recordaba lo poco que le había contado Martina desde entonces
sobre aquellas ruinas.
-Esa casa ha estado así desde mucho antes de que yo me mudara,
desconozco a quien le perteneció, nunca nadie se apersonó a reclamarla, y
solo se que el ayuntamiento está a punto de expropiarla.
Monique recorría toda el área con total concentración como si esperase
que el siniestro lugar le rindiera algún tipo de explicación. Le aterraba la
idea de haber sido habitado alguna vez por un monstruo desquiciado que
no merecía ni el perdón divino, alguien que tuvo tal inhumano accionar,

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Ramiro R. Rivera Coria
talvez impulsado por una soledad enfermiza. Ella trataba de encontrarle
una explicación a ese frío comportamiento, al mismo tiempo de recordar la
opinión que ella misma dio en la clase del profesor Ruud Van Den Bergh
sobre una posible causa dentro de la mente criminal:
-“La ociosidad es la madre de la perversión”. Algo que para nada cayó bien
en el grupo, pero que si fue celebrado por el profesor Van Den Bergh. Pero
esto iba más allá de todo entendimiento racional. Ese hombre enfermo
había asesinado a su esposa y mantuvo cautiva a su propia hija, a la que
humilló y violó sin escrúpulos, burlándose de los límites de la ética a su
antojo.
Monique tenía la necesidad de saber que más escondía ese sótano, y
estaba segura que ese infeliz la había asesinado y enterrado ahí mismo.
Desconocía el porque de sus suspicaces pensamientos que no la dejaban
dormir por las noches, pero tenía de alguna manera esa inexplicable
certeza y determinación que la obligaba a llegar hasta las últimas
consecuencias en su ahora obsesiva historia con la que se identificaba a
pleno.
Adam sorprendía a Monique con su habitual torpeza que no hacía más que
inducirla a un incontenible grito que hacía esconder fugazmente a las ratas
dentro de sus madrigueras.
-¡Idiota! Me asustaste.
Tal como ella le había encargado el día anterior, Adam había conseguido
todo lo necesario para despedazar el lustroso piso del sótano,
aprovechando la ausencia de Martina Raycroft para cumplir con sus
últimos días laborales en el hospital.
Adam trataba de comprender lo que le decía Monique al mismo tiempo de
intentar conectar la pequeña hoyadora mecánica que trajo junto con un par
de palas. Él recordaba muy bien el escandaloso acontecimiento que
presenció junto a Monique el día anterior, donde habían sorprendido a
Martina Raycroft esforzándose por ganar algo de dinero extra. Adam sintió
la necesidad de ayudar pero sabía que su obstinada amiga nunca se lo
permitiría, por lo que había pasado la noche entera pensando en la mejor
manera anónima de hacerlo.

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Ramiro R. Rivera Coria
Logró poner en marcha la máquina y comenzó a remover enérgicamente el
aparente piso nuevo del sótano con más rabia que ganas, al contemplar el
tremendo trabajo que tenía que hacer junto a ella y a su terquedad a la
hora de encapricharse con algo.
Le costaba poder acostumbrarse a su invencible orgullo, había hecho de
todo por ganar más confianza, pero ella siempre estaba presente con ese
gesto de indiferencia y marcándole claramente los límites de la simpatía.
Un pequeño camino sesgado dentro del sótano que conducía hacia las
gradas, separaba un suelo firme en donde pisar, de la extensa superficie
descuartizada por ambos minutos antes. Trabajaron esforzadamente
durante toda la mañana. Adam sentía el ardor y castigo en sus manos de
tanto empuñar las herramientas con fuerza, y trataba de disimularlo a toda
costa de la mirada atenta de su compañera, intentando esmeradamente
demostrarle que era un hombre fuerte a pesar de tener ese lánguido
aspecto.
Monique hizo caso omiso a la sugerencia de Adam que le indicaba
abandonar la excavación luego de haber alcanzado más de un metro de
profundidad. Ella insistía en su obstinada labor, alentada por los extraños e
inexplicables sueños que había tenido con ese sótano desde hace ya
varias noches. Monique podía ver a la víctima Janette Hansson en sus
sueños, amarrada, gritando y suplicándole su ayuda.
Las veces que Monique se despertaba gritando terminaban siempre
asustando más a Martina Raycroft que a ella misma. La superstición
atormentaba a Martina todo el tiempo, y cualquier acontecimiento fuera de
lo común en esa vieja casa a la que ella consideraba maldita, le aceleraba
el pulso, fatigando despiadadamente su débil corazón.
Mientras Adam se daba por vencido y se sentaba en las gradas rendido,
ella sintió como el extremo de la pala chocaba contra una superficie tan
dura que le hacía resbalar la herramienta de entre sus manos.
-Aquí hay algo. Le gritó a Adam, al mismo tiempo de ordenarle que
acercara las lámparas allí.
Ambos se miraron fijamente, casi temblando y sin dirigirse palabra alguna
mientras removían toda la tierra que podían con las manos y dejaban al
descubierto un terrorífico féretro en frente de ellos. Lucía tan lujoso y

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solemne con ese impecable tallado antiguo que hacía imaginar estar
profanando la tumba de un monarca.
A pesar de haberles costado bastante, pudieron mover el pesado cajón de
madera que lograron poner sobre la superficie, apoyado en un pequeño
montículo de tierra.
La tapa había sido sellada con tanto esmero como si se hubiese pretendido
librar alguna culpa escondiendo el pasado a más de un metro bajo tierra.
La reverberante mirada de Monique le indicaba a Adam que no debía
detener sus arduos intentos de abrir el casi hermético ataúd, mientras ella
corría por una barra de hierro y un martillo para intentar destrozar las
fuertes bisagras que parecían haber sido soldadas.
Un halo de nerviosismo y presión se hacía evidente en el frío ambiente a
medida que ambos pretendían resolver el holístico misterio que reavivaba
su intriga con cada golpe de martillo y bisagra que caía al suelo.
Al lograr ceder la tapa, una extraña sensación de angustia se apoderó de
ambos, quienes presenciaban acongojados la cruel evidencia que
aseveraba la veracidad dentro de la trágica historia que los había
mantenido al margen de la desazón por varios días.
En lágrimas y abrazos Monique había olvidado los límites de cordialidad
que había sentado a su amistad con Adam, en quien buscaba consuelo y
alguna explicación lógica a tal crueldad.
Los restos de Janette Hansson yacían tan bien preservados que asustaba
el pensar que tenía veinte años allí sepultada. Presentaba un aspecto
esmirriado, con los brazos flexionados descansando sobre su pecho,
aparentando estar dormida. A pesar de que no la habían embalsamado se
encontraba vestida con un elegante vestido largo de encaje y unos
llamativos pendientes como si hubiese asistido a una fiesta de gala.
Monique no se atrevió a tocarla, a pesar de sentir una remota necesidad de
hacerlo, estaba tan aterrada que no soltó la mano de Adam en ningún
momento más que para volver a poner la tapa en su lugar y abandonar el
lugar al sentirse sofocada y sin aliento.
El golpe emocional los consumió a tal magnitud que ambos permanecieron
en silencio por un rato, casi inmóviles y sin cruzar mirada alguna.
-Tenemos que acudir a la policía. Dijo Adam, con una mirada pavorosa.

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Monique se rehusó irrebatiblemente, se mantenía firme en su decisión de
encontrar al autor de tal macabro crimen, pero seguía sin poder
responderle a Adam que harían una vez que lo encuentren.
Ella percibió el miedo en la mirada de su amigo y supo tranquilizarlo
explicándole que no pensaba hacer ninguna locura si lograban encontrarlo,
y que además era imposible dejar de lado lo que les había tocado vivir,
tenían que llegar más lejos.
Adam pudo tranquilizarse más por la mirada fija y las manos de ella sobre
sus hombros, que por sus palabras.
Luego de una breve y cálida conversación, ambos acordaron continuar al
día siguiente con su aventura, terminando de traducir el manuscrito y
tratando de averiguar el paradero del asesino.
Al caer la noche, Monique veía las tenebrosas ruinas desde el comedor,
mientras cenaba junto a Martina, pensando que talvez no podría dormir
nunca más en esa casa conociendo lo que se guardaba a pocos metros de
allí.
Martina percibió la mirada perdida y el silencio en su hijastra, que se vio
obligada a cerrar las cortinas rápidamente al mismo tiempo de decirle:
-Si que es horrible ese lugar, no malgastes la vista viéndolo. Confío en que
las autoridades lo demuelan algún día.
Monique supo disimular casi instantáneamente su vaga mirada con el fin
de esquivar la suspicacia de Martina. Lo que menos quería era levantar
sospechas, más aún después de haber encontrado un escalofriante
cadáver en el sótano.
A pesar de haber tomado todas las medidas para restringir el acceso al
lugar, Monique no podía evitar su preocupación por algún curioso que
pudiera acercarse al lugar y complicar con su investigación, si bien
pensaba darlo a conocer a las autoridades, primero tenía que encontrar al
asesino por su cuenta.
Adam se pasó buena parte de la mañana buscando una persona de
confianza a quien le pudiese encomendar talvez el acto más noble hasta
ahora en su vida.
El solo hecho de pensar que su amiga tenía problemas económicos que
comprometían su tan imponente presencia en clases, le desesperaba en

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demasía, más por su tonto orgullo que de seguro la obligaría a trabajar
sacrificadamente para poder ayudar a Martina, ahora que ella se
encontraba comprometida por su terrible enfermedad.
Después de tratar con toda clase de personas, Adam logró negociar con un
joven y humilde muchacho con el que acordó la entrega de un portafolio
totalmente sellado que él mismo se encargó de lacrar, antes de salir del
banco. Adam conocía el hospital donde Martina trabajaba, la había visto
caminar a toda prisa mientras él se dirigía a la biblioteca junto a Monique
aquella tarde, por lo que supo encontrarla nuevamente, pero esta vez junto
a su cómplice, quien la observaba con toda atención. Su plan debía de ser
preciso, y Adam supo repetírselo y obligar a memorizárselo a su joven
amigo. Él debía de seguir a Martina al salir de su trabajo y encontrar el
momento y el modo apropiado para entregarle el tan extraño portafolio.
Con la coartada casi perfecta al estar junto a Monique, Adam confiaba en
que ella no sospecharía de él mientras ese muchacho entregara el
portafolio, más aún por el hecho de que ella lo consideraba más
dependiente que un niño recién nacido, incapaz de hacer algo como
aquello por su propia cuenta.

La historia que narró Janette Hansson antes de morir había sido develada
casi en su totalidad, Monique la supo descifrar paso a paso y con el mayor
detalle posible, tanto ella como Adam se sentían poseídos por la ansiedad
cada vez que se reunían a escrudiñar más sobre aquella tragedia narrada y
escrita a puño y letra de la víctima:

-El nerviosismo me está matando de a poco, los últimos días han sido muy
crueles, me creía con las fuerzas para poder continuar, pero la resignación
de que nada va a cambiar se ha hecho evidente en mi vida, creo que todo
tiene un límite y estoy dispuesta a dejarme llevar por la nada misma, la que
me ha enseñado a desvariar con lo inevitable del sentirme humillada y
desdichada día a día.
Él se ha puesto muy violento al notar mis pocas ganas de vivir y las drogas
se han vuelto a hacer presentes como al principio, no recuerdo cuando fue
la última vez que escribí y talvez no tenga más fuerzas para hacerlo en el

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futuro. Me he olvidado de mi rostro y muchos de mis recuerdos son
confusos, tengo la sensación de que vienen a matarme cada vez que
entran, trato de defenderme pero siempre logran derribarme para
inyectarme sustancias mientras ella me sujeta y el introduce la aguja
torpemente. Pierdo el conocimiento continuamente, teniendo sueños
imposibles donde me veo a mí esquiando y jugando con la nieve junto a mi
madre en Branas, pero al despertar la pesadilla continúa en este horrible
lugar donde el tiempo se detuvo y en donde desconozco la hora en que
ellos volverán a hacerse presentes con más torturas.
He decidido detener todo esto quitándome la vida, aunque es difícil por la
poca cantidad de objetos que hay aquí pero pienso intentarlo de mil
maneras, ya que no puedo permitir que lo que tanto me temía concluya.
Pensé mucho en no escribirlo, y decidí al final comentarlo debido a que no
tiene sentido alguno ocultarlo, ya que la humillación se ha vuelto algo tan
cotidiano en mis días que creo es justo que se conozca todo lo que ese
monstruo ha ocasionado en mi vida y en la de mi madre.
Con lo que ha pasado este último tiempo no pude darme cuenta, pero
considero que es un hecho el estar embarazada, y creo además de que
ellos ya lo saben, porque los abusos han cesado por parte de él, al menos
estando yo consciente, y me aterra el pensar que ambos sean capaces de
querer que nazca una ingenua e inocente criatura que no tendría la culpa
de nada, pero que su nacimiento no haría más que vivificar una injusticia
oculta y omitida con los años.
Es por eso que aún conservo la única esperanza que me alienta, la que me
dice que mi historia podrá salir algún día de aquí ya que yo nunca lo podré
hacer.
Pienso despedirme muy pronto, escribiendo por última vez apenas tenga
todo listo.

Monique buscaba insistentemente la última parte del diario, la que indicaba


la despedida de la autora, pero no aparecía por ningún lado.
-Bueno ahora ya sabemos que no lo logró y la asesinaron. Afirmó Adam.
-Si, y no pudo despedirse. Le respondía ella.

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Ramiro R. Rivera Coria
Ambos se miraron fijamente expresando su necesidad por conocer que
pasó después en la vida de Janette Hansson, y sabían que iban a intentar
de todo por lograrlo.
Solo tenían un nombre Herman Ahnert, y un par de dibujos muy mal
hechos, el nerviosismo les hacía considerar un montón de posibilidades,
desde el regreso del asesino a su país natal, o hasta su tan indeseada
muerte.
Habían comenzado con su búsqueda esa misma tarde, rentaron un auto y
recorrieron gran parte de las clínicas y hospitales de París sin lograr ningún
resultado. Nadie parecía haber escuchado nunca ese nombre en el
ambiente médico, más aún por tratarse de alguien que ejerció hace tantos
años atrás.
Adam sonreía admirado mientras veía a Monique hacer de las suyas con
los médicos a los que lograba convencer de que ella era nieta de ese
misterioso sujeto al que había dejado de ver hace tanto tiempo y que le
urgía encontrarlo. Les había mostrado el dibujo como también les comentó
todos los detalles y hábitos que había leído sobre él. Muchas personas se
habían ofrecido comunicarse con ella en cuanto tuvieran datos de él, algo
que en parte les alentaba pero que también indicaba que les esperaba un
arduo trabajo.

Martina trataba de convencer infructuosamente a Monique lo que


increíblemente le había ocurrido en la estación del metro por la tarde, pero
ella se negaba a aceptarlo. La idea del portafolio mágico lleno de francos le
resultaba tan inverosímil como ridículo.
¿Como se le ocurriría a alguien pedirle a otra persona que le cuidara por
unos minutos su portafolio y luego desaparecer por completo sin dejar
rastro?
-Debe ser robado, tendríamos que devolverlo. Le dijo a Martina antes de
echarle un vistazo a esa enorme cantidad de dinero.
-Puede que lo sea, pero lo necesitamos, tú podrías continuar con tus
estudios tranquilamente y yo con mi tratamiento médico, sugiero
aprovechar esta increíble oportunidad.

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Ramiro R. Rivera Coria
Monique asintió con una leve sonrisa luego de permanecer en silencio por
un par de minutos mientras revisaba el dinero. Le preocupaba de
sobremanera la salud de Martina y comprendía que no aceptar a estas
alturas aquella oportunidad, sería una muy infortunada y tonta decisión.

La relación entre Adam y Bianca Doyle había llegado a su fin, aunque ella
sintió el dolor de ser rechazada no se animó a intentar más nada, la falta
de comunicación que mantuvo con él, solo consolidaba la falta de
retribución que había tenido hacia ella desde hace varios meses, algo que
decepcionaba de sobremanera a Bianca, quien no podía entender como la
amistad de una mujer cualquiera podría cambiar tan rápidamente al que
fue su novio y a quien continuaba amando a pesar de todo.
La torpe reacción que Adam tuvo con ella una vez que se enteró de que
había llamado a sus padres para comentarle sobre sus constantes
ausencias en clases, además de su amistad con una mujerzuela, haciendo
referencia a Monique, demostró el límite de su paciencia con Bianca.
Él desconocía la dependencia que Monique había generado en su vida, su
amistad se había afianzado a un nivel tan fraterno que ridiculizaba la
confianza que alguna vez se tuvo con Bianca, la novia de toda su vida, la
que fue su mejor amiga y con quien había compartido tanto.
Al verla nuevamente en clases Adam sentía la tranquilidad de haber
influenciado secretamente en su regreso, aunque ella nunca le comentó
nada sobre el curioso portafolio que Martina encontró, Adam podía sentir a
su amiga mucho más tranquila que antes, la veía sonreír dejando de lado
la hostilidad con la que se había dirigido hacia él desde un principio, pero
aún sin permitirle traspasar del todo el límite de su cordialidad.
Monique presentía como toda mujer que Adam estaba enamorado de ella,
por más que este tratara de ocultarlo a toda costa, quizás por el miedo que
significaba poner en riesgo su amistad.
A pesar de sentirse muy feliz a su lado, Monique no podía permitirse
demostrarlo, y su egoísmo personal realzaba más que lo que ella sentía
por dentro, con justa razón, ya había sentido el desagradable gusto del
amor antes, en brazos de un insolente e insensible novio rico, quien le
prometió todo con tal de acostarse con ella, enseñándole la amarga

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Ramiro R. Rivera Coria
lección del amor no correspondido, y de la injusta infidelidad sin sentido
que le costó tanto superar.
La tarde caía junto a un extraño cielo color rosa en el Jardín de Tullerías.
Junto a un maravilloso estanque, Adam escuchaba atento los planes de
Monique que hacían mención a su travesía por todas las clínicas y
hospitales alejados de la ciudad hasta dar con el rastro del cruel asesino
que los tenía sumidos en una aguda y tensa intriga.
Aprovechando las vacaciones y a diferencia del resto, Adam había decidido
quedarse junto a Monique hasta concluir con su búsqueda. Recorrieron
toda París y algunas ciudades aledañas durante varios días sin encontrar
una sola coincidencia al nombre que tenían. Parecía como si Herman
Ahnert nunca pisó Francia y cada intento los desalentaba más con cada
negativa que recibían de los hospitales que visitaban.
Antes de que otro día de investigación concluyese con ese mismo
angustioso final, una doctora decidió volver a ver el curioso boceto
mostrado tan insistentemente por la joven pareja a todos los miembros
presentes de la administración hospitalaria.
-Se parece a Marc Tausiet, al menos en algo. Trabajamos juntos en
Amiens, y fuimos muy amigos.
-¿Está usted segura? Preguntó Monique con una mueca más que
esperanzadora.
-Si pero no quisiera ilusionarte niña, además que él nunca me comentó
nada sobre una hija suya, menos una nieta.
Tras una interminable ola de preguntas, Monique pudo encontrar un
respaldo anímico que le hacía valorar lo que oía, anhelando la tan
esperada coincidencia del poder estar hablando del mismo sujeto. Si bien
la doctora afirmaba que su amigo no fumaba, la diabetes y el ser zurdo
parecía llevar a la joven pareja hacia la senda correcta en su búsqueda del
asesino, aunque con otro nombre.
-¿Tiene idea de donde puedo localizarlo? Insistió Monique.
-Si, lo visité el año pasado en su casa en Mairselle.
Adam compartía el entusiasmo de Monique al lograr al fin un resultado, la
amable doctora les había detallado la dirección del sujeto como también su
teléfono y demás datos valiosos.

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Ramiro R. Rivera Coria
Monique no prestaba atención a los consejos de Adam por llamarle
primero, ella quería verlo con sus propios ojos, sin importarle en lo absoluto
recorrer más de 775 kilómetros de distancia.
La excitante aventura compartida, la vivían ambos cada minuto más
intensamente, adentrándose de a poco en una comprometida experiencia
que exponía su tierna juventud con la destreza y frialdad de un asesino.
Adam la observaba mientras la abrigaba con su chaqueta y la veía dormir
acurrucada como una niña en el frío asiento del automóvil. Él no se había
dado cuenta hasta ahora, pero podía verlo reluciendo allí, en medio de su
celestial escote, la cadenita de oro que habían encontrado junto al diario, la
que tristemente tenía las iniciales de la víctima.
Solo en ese momento Adam pudo comprender la importancia que Monique
le había dado al asunto, talvez se identificó tanto con la víctima al punto de
no querer denunciarlo con la policía hasta no encontrarse cara a cara con
el asesino. Adam reconocía la importancia en la aventura que compartían,
consciente del riesgo, pero encantado por compartirla con la mujer más
bella que había conocido, sin importarle el mañana.
Él había logrado valorarla de un modo jamás imaginado, apreciaba cada
detalle en su vida, los consejos y lecciones que había aprendido de su
omnisciente personalidad, que lo alejaban de su pasado insensible, su
sonrisa perfecta, las bromas que hacía cuando decidía reír un día entero, y
hasta sus increíbles cambios de humor. Él la respetaba y sentía la dicha
divina de haberla conocido, una mujer íntegra como ella, incomparable e
imprevisible, bella e inteligente. Adam disfrutaba de su tranquilidad
mientras la recordaba firme e imbatible al discutir en clases, y frágil como
una niña mientras jugaba con las más pequeñas en el orfanato.

La ciudad más antigua de Francia no parecía llamar la atención de


Monique, que no volteaba la mirada ni hacia el castillo de Saint Jean. La
ansiedad la devoraba sin misericordia, sabía que se encontraba a tan poco
del asesino que podía imaginárselo fumando un habano, y disfrutando de
una hermosa tarde, impasible y sin remordimientos.

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Ramiro R. Rivera Coria
Luego de haberse registrado en un hotel y sin planes previos, ambos se
dirigieron a la casa de Marc Tausiet, conversando sobre las coincidencias
que tenían y la obvia razón de su cambio de nombre.
Monique observaba el hermoso jardín lleno de flores que adornaba el
hogar de Marc Tausiet mientras Adam lograba estacionar el automóvil.
-¿Y ahora que? Preguntó él.
-Aún no lo sé. Pero ya se me ocurrirá algo- Sígueme- Respondió ella,
saliendo del auto a toda prisa, cogiendo antes un cuaderno y un lápiz,
abandonando a un Adam que la miraba perplejo.
Al tocar el timbre, Monique podía notar el nerviosismo en Adam, que
sacaba las manos de los bolsillos para cruzarse de brazos y luego volver a
meterlas en los bolsillos.
-Ya cálmate, es solo un anciano ahora, ¡No seas cobarde! Le reprimió ella.
Una joven sirvienta les abría la puerta al mismo tiempo de preguntarles el
motivo de su visita.
Adam observaba con los ojos bien abiertos a su compañera que le
explicaba a la sirvienta que ambos eran médicos residentes del hospital de
Amiens y que querían entrevistarse con el señor Tausiet.
Luego de una agobiante espera, la sirvienta los invitaba a pasar a una
elegante sala.
Al ver ese piano de cola, Monique sintió como un escalofrío le recorría toda
la espina dorsal. El ambiente se tornaba confuso, símil en densidad y
opresión al que sintieron ambos en el sótano cuando encontraron el
cadáver de Janette Hansson.
-Sin lugar a dudas es él. Comentó Adam, esperando una respuesta de
Monique que lograra tranquilizarlo un poco, pero ella no respondió, ni dijo
absolutamente nada, hasta que un extraño anciano apoyado en un bastón
se hacía presente.
-Soy Marc Tausiet ¿En que puedo ayudarlos?
Monique reconocía de inmediato al hombre del retrato con la sensación de
haberlo visto antes, mientras tomaba las riendas de la conversación con
tanta naturalidad y fluidez que resultaba imposible percibir que se
encontraba nerviosa, al contrario de Adam que pellizcaba ligeramente su
propia pierna.

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Ramiro R. Rivera Coria
Marc Tausiet creía todo lo que escuchaba de labios de tan bella y
carismática jovencita, desde su residencia en el hospital de Amiens hasta
el proyecto de bioestadística que realizaba. Monique fingía anotar al pie de
la letra todo lo que escuchaba, mientras trataba de sacarle al sujeto algo de
valiosa información. Fue así como pudo ratificar las ciudades en las que él
había vivido, como también algunas actitudes personales que lejos de
formar parte del trabajo de bioestadística ratificaban las palabras de la
víctima, Janette Hansson.
Cuando Monique le preguntó si estaba o estuvo casado alguna vez, no
sorprendió para nada su cinismo a la hora de negarlo, pero lo que sí les
sorprendió tanto a ella como a Adam, fue su correcta pronunciación del
idioma francés, ya que por más que ellos conocieran su país de origen,
resultaba algo increíble de creer a la hora de escucharlo hablar.
La incesante conversación se extendió por casi una hora y la gracia de
Monique lograba ganar la confianza del gentil anfitrión que permitía la
confianza de invadir su privacidad y mostrarles su casa a un par de
extraños como si hubiesen sido amigos de toda la vida.
Su afición por la música francesa era notable, lo demostraba su hermosa
colección de instrumentos antiguos que muy gentilmente se atrevía a tocar.
Adam podía intuir el odio y la repulsión que Monique sentía por dentro ya
que por más que sonriera, el brillo en sus ojos denotaba una displicente
sed de venganza.
El momento más tenso se vivió gracias al descuido de Monique que
exasperada por atisbar en la intimidad de un asesino, había olvidado
quitarse la cadenita de oro con la imagen tan peculiar de la virgen de
Lourdes que llevaba, y que había pertenecido a la desdichada víctima.
-¿Donde compraste esto? Preguntó el anciano, con un evidente
nerviosismo y un rostro pálido, como si aquella imagen de la virgen fuese
presagio de un mal augurio.
Monique trató aunque torpemente disimularlo, quitando bruscamente la
mano del hombre de su cuello y recordándole a Adam que ya era hora de
retirarse.
Adam reconoció el error de Monique al llevar consigo tal objeto, y no dudó
en preguntarle al abandonar la casa si había notado la exaltación en el

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Ramiro R. Rivera Coria
rostro del viejo. Ella asintió con una notable intranquilidad y aceptó al fin la
sugerencia de él, sobre acudir a las autoridades y contar todo apenas
llegaran a casa.

Mientras el resplandor del sol brillaba sobre el cautivador encanto del


Parque Borély, el increíble ambiente en Mairselle parecía desafiar al
romanticismo y elegancia de París con su interminable magia rebosante de
un fresco e inexplicable aroma que parecía animar incluso a los más
tímidos a tomar la iniciativa en el juego y gracia del galanteo.
Adam había comprado una cámara polaroid aprovechando el momento de
paz que se había generado entre ambos, una vez que decidieron
descansar por un momento del propósito que había significado su largo
viaje y olvidarse por un instante del enredoso y macabro hecho.
Él la veía sonreír disfrutando talvez del único momento en el que él supo
tomar las riendas en su amistad al fingir ser un fotógrafo profesional y
tomarle fotos a toda aquella belleza que los rodeaba, implicándola
inevitablemente a ella.
Monique demostraba su gracia ante la cámara a pesar de su fingido intento
por evitarla, si bien odiaba que le tomen fotografías, aquel momento la
hechizaba inevitablemente, nunca antes había disfrutado tanto la compañía
de alguien como en ese momento, una sensación que la obligaba a
mostrarse sin prejuicios, sin importarle hacer el ridículo ante la gente, solo
sonreír para él y sentirse por un instante la mujer más bella del mundo,
solo ante sus ojos.
Adam no perdía la oportunidad y le pedía gentilmente a una pareja de
enamorados que les hiciera el favor de tomarles una foto a los dos.
La fotografía quedó grabada como una imagen que evocaba a ser un
recuerdo intemporal, puro e ilimitado, reflejando ser un sentimiento mutuo
de algo más que una amistad, inmortalizado en un simple abrazo y apego
propio de dos personas que valoraban el azar y el destino en sus vidas por
haberse conocido.
La calidez de la tarde quedaba ofuscada por la brusquedad en el
distanciamiento de Monique ante la proximidad de Adam y de sus labios

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Ramiro R. Rivera Coria
que parecían advertirle sobre el riesgo de enamorarse nuevamente y sufrir
innecesariamente por alguien.
-¿Que piensas que estás haciendo? Le reprimió a él, al mismo tiempo de
tirar al piso la foto que se habían tomado juntos minutos antes.- No lo
compliques todo-. Le advirtió, para luego indicarle enérgicamente que
necesitaba encontrar un teléfono para comunicarse con Martina.
Adam sentía la inexplicable sensación del ahogo que reflejaba ser
rechazado por primera vez en su vida. Abandonaba súbitamente el lugar
en el que habían estado tan cerca el uno del otro, alejándose del ahora
angustioso encanto y de la fotografía que quedaba en el suelo revelando
además de la bella imagen el haber propiciado tal angustioso incidente.

Martina Raycroft había estado muy de acuerdo en el viaje que Monique y


Adam iban a realizar y le llenaba de emoción el poder verla con alguien
como Adam, al que consideraba un buen muchacho. La idea de que
Monique pudiese terminar sola o que tuviese la desdicha de equivocarse
de persona del mismo modo que lo hizo ella, le afligía constantemente.
A pesar de haber reducido su esfuerzo y ya no trabajar en el hospital
gracias al portafolio lleno de francos que se había hecho presente
milagrosamente en su vida, Martina Raycroft continuaba con los intensos
dolores en el pecho que se hacían más evidentes con las noches de
insomnio y los recuerdos que le atormentaban día a día.
Cargar con el abrumador peso del pasado había sido su condena por los
largos y repetidos años que le tocó vivir y que se plasmaban en la perversa
costumbre de victimizarse con el cruel desamparo de vivir desterrada del
mundo entero, presa de una culpa que parecía inerte e inmisericorde al
remordimiento.
Monique trataba insistentemente de comunicarse con Martina pero
continuaba sin recibir respuesta, le preocupaba el hecho de que no
contestara el teléfono, y comenzó a temer lo peor de su delicado estado de
salud.
Martina no había podido resistir las intensas molestias que sentía en el
pecho al intentar hacer la limpieza, por lo que había sido internada de

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urgencia por la mañana, dejando solo una nota para Monique en el
vestíbulo desordenado de la casa.
Adam la esperaba en el auto con esa mirada de perro aporreado por su
amo, sin ganas de nada, luego de que sus deseos de ser más que amigos
hayan sido sepultados para siempre por ella.
Le habían pasado un sin número de cosas por la cabeza, desde
manifestarle toda la rabia que sentía por dentro, hasta abandonarla ahí
mismo y no volver a dirigirle la palabra, pero su instinto era frágil, sobre
todo al sentir su presencia que le contagiaba una para nada habitual
sensación de dependencia.
-Martina no contesta, tenemos que volver cuanto antes. Le dijo ella al
entrar en el auto, deseosa por recibir alguna respuesta alentadora por parte
de él, esperando que las relaciones fraternas de amistad volvieran a ser lo
que fueron, pero Monique fue sorprendida por la reacción más incómoda
que le tocó vivir hasta ese momento, el cruel silencio de Adam.

El viaje de retorno distaba mucho del primero, donde todo había sido
química pura, lleno de ansiedad y presto de aventura, con entretenidas
paradas cada 15 kilómetros en exóticos restaurantes que se convertían en
los cuarteles generales a la hora de planificar la estrategia para encontrar
al asesino.
Monique observaba discretamente a su angustiado amigo dirigirse hacia
ella con la retórica de un guardián del palacio de Buckinham, comenzando
a sentirse culpable por haberlo lastimado, viéndolo manejar a toda prisa
por la carretera sin mayor determinación que solo llegar a destino.
-Tenemos que hablar. Le manifestó a Adam al ver una gasolinera cerca
pero él se rehusó con tal firmeza que le expresaba sus intenciones de no
querer volver a tocar el tema en un futuro.
Una singular experiencia que reafirmaba la austeridad en la expresión de
Monique, presa de un orgullo sobrenatural que la convencía de haber
escarmentado del amor, y de un rencoroso Adam que aún trataba de
comprender donde pudo haberse equivocado.

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Ramiro R. Rivera Coria
Marc Tausiet había sentido como si todo el peso del mundo se hubiese
postrado encima de él. Ese medallón con la imagen de la virgen de
Lourdes exhibido en el provocativo escote de la acelerada y carismática
jovencita le hacía inevitablemente rememorar el nombre de Herman
Ahnert, un nombre que tanto le había costado olvidar, y que lo
comprometía con ese turbio pasado que lo obligó a recurrir en el
cristianismo, y a reformar su estilo de vida para servir exclusivamente a
Dios por el resto de sus días, cumpliendo al pié de la letra con la estricta
ordenanza del decálogo divino.
Muchos años pasaron y el vil recuerdo aún estaba presente, con la cruel
sensación de tenerlo como un cuchillo clavado en la carne.
Una equivocación como él supo llamarle, algo que nunca tuvo explicación
ni motivo alguno, y que solo pasó.
Herman Ahnert vivió en Munich gran parte de su vida, en un ambiente con
las claras secuelas de la post guerra, pero que no supieron afectarle en lo
absoluto. Fue siempre un alumno destacado con una conducta impecable
que dio de que hablar a más de uno.
Hijo único, vivió con su padre desde muy joven, luego de que su madre
muriese de cáncer cuando él tenía apenas 11 años. Pese a la angustia
temprana, él siempre supo salir adelante, incluso con la pena que
significaba ver a su padre con las continuas depresiones que sufría por el
hecho de nunca poder superar la pérdida de su esposa, a la que siempre
amó con toda su alma, incluso después de su partida, los pocos años que
pudo resistirlo, antes de morir de tristeza.
Al cumplir 25 años Herman Ahnert terminaba su carrera de medicina y ya
hablaba tres lenguas, fue en ese mismo tiempo en el que fue seducido por
el encanto de la que fue su primera novia y futura esposa Emma Hansson,
una ciudadana sueca que había decidido estudiar en Alemania y que supo
dejarse llevar por ese tímido y tierno muchacho.
Debido a su necesidad por aprender sin descanso, Herman Ahnert nunca
tuvo una novia, ni tiempo para el amor, hasta el momento en que la tuvo
enfrente de él y se dio cuenta que ese injusto sentimiento que nacía lo
jorobaba a medida que iba creciéndole muy dentro, y de a poco, como si
fuese un tumor maligno.

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Ramiro R. Rivera Coria
Los casi dos años que estuvo detrás de Emma Hansson fueron tan
estresantes como lapidarios, sufría con cada bocanada de humo que ella
exhalaba cada vez que la veía conversando con sus amigas sin ni siquiera
mirarlo, que le parecía imposible poder lograr una conversación
trascendental con ella que fuera más allá del saludo.
La perseverancia no pudo haber logrado nada sin la ayuda de la suerte, fue
así como Herman Ahnert pudo acercarse a ella, aprovechando quizás el
único atractivo potencial que poseía, su intelecto. Siendo el mejor alumno
en clases pudo fácilmente difundirlo en la práctica, donde gracias a su
simpatía con los médicos pudo lograr que lo transfirieran, lo más cerca
posible de su obsesivo anhelo.
Emma Hansson siempre fue una mujer coqueta. Bella y esbelta,
derrochaba sensualidad sin quererlo, víctima de su provocativa imagen
pletórica de erotismo.
Relucía su rebosante busto que desconcentraba hasta a los enfermos más
desahuciados del hospital, que olvidaban por un momento su estado
crítico, para deleitarse lascivamente con la mirada, al verla atenderlos.
Una mujer de principios, dotada de un carisma único, que soñaba además
de ser una buena madre, llegar a convertirse en una gran doctora. Nunca
pudo alejarse de los cachondeos de sus pretendientes que la acosaban
siempre con esa misma empalagosa mirada dirigida al pecho, en lugar de a
sus hermosos ojos azules, delatando sus efímeras y lascivas intenciones.
Quizás fue eso lo que vio distinto en Herman Ahnert, alguien que no la
desvestía con la mirada, y que por el contrario trataba de apoyarla en todo,
con el fin de conocerla a plenitud y poder acercársele. Ella lo había notado
desde la primera vez que intentó ingenuamente tratar de explicarle un tema
en clases, algo que ella nunca le pidió.
La amistad que nació entre ambos fue enraizándose con el tiempo,
floreciendo un sentimiento tardío que se manifestaba con solo tímidos
besos y caricias por más de un año, propiciados por un inseguro muchacho
que delataba con su ineficacia en el romance, su virginidad. Una virginidad
que fue el inicio de un pleito psicológico arraigado en lo más profundo de
los pensamientos de Herman Ahnert, al verificar que no era una gracia
compartida, y que además se exacerbaba diariamente con las continuas

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miradas lujuriosas a su novia, provenientes de los que él consideraba los
babosos parásitos de la sociedad, que no respetaban ni el amor ajeno.
El recuerdo de su madre, él lo tenía presente todo el tiempo, una persona
de hogar, segura de su familia y de la lealtad hacia su pareja, que había
nacido para un solo hombre y que había muerto pensando en él. Herman
Ahnert tuvo la confianza en sí mismo de poder superar el escabroso inicio
que significaba haber compartido a su mujer en el pasado con alguien más,
por lo que no dudó en contraer nupcias y tener un hijo cuanto antes,
albergándose de una vez por todas en una vida de hogar que le asegurase
ese equilibrio familiar que alguna vez tuvo, pero que le duró tan poco.
La vanidad provocativa e involuntaria de Emma Hansson le jugó en contra
a la hora de querer comprometerse, y demostrarle a su esposo su
responsabilidad como madre y mujer consecuente en el hogar. Pero la
misoginia de él lo incitaba a reacciones violentas cada vez que la veía
exhibirse como una cualquiera, vestida provocativamente de cualquier
manera que lo hiciera, incitando a más de uno a desatinados halagos en la
calle o donde fuere, que él tenía necesariamente que soportar, cargando
sobre sus recuerdos el inmenso peso que significaba el haber conocido la
impureza de su propia mujer e imaginársela en todo momento cal lado de
otros.
Fue así como los desvaríos e inseguridad que Herman Ahnert demostraba,
ocasionaron el encierro de su joven esposa, que víctima de la torpeza y
sufrimiento, no pudo soportar más el aislamiento y decidió separarse poco
después del nacimiento de su pequeña hija Janette Hansson, a la cual le
heredó su apellido, una vez que decidió escaparse y regresar a su país
natal, dejando sus estudios inconclusos, presa del miedo y angustia por
haber compartido con el hombre equivocado.
Las súplicas de Herman Ahnert por rehacer y cambiar todo lo que estuvo
mal, no terminaron nunca de convencer a una Emma Hansson que sintió el
haber escarmentado del matrimonio, optando por criar a su hija por su
propia cuenta, permitiéndole al padre únicamente las visitas esporádicas
solo en Suecia y jamás en otro lugar. Una especie de represalia que ella
sintió por el tiempo en el que vivió sometida a sus maltratos tanto físicos,
como psicológicos.

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Ramiro R. Rivera Coria
Luego de algunos solitarios años, y reacio a convivir con la frustración que
significaba el haber comprometido su felicidad y vida familiar, Herman
Ahnert decidió escapar a Francia y refugiarse de los recuerdos
desagradables, cambiando su nombre por el de Marc Tausiet, y fingiendo
comenzar de nuevo, con el rigor que se manifestaba en obligarse a sí
mismo a ser feliz al lado de otra mujer, con la mirada hacia delante, pero
con el inevitable rencor por detrás.

Monique leía sorprendida y muy angustiada la nota que Martina Raycroft le


había dejado en la mesa indicándole su internación médica de urgencia.
Sin perder tiempo y sin importarle en lo absoluto el teléfono que sonaba
desde hace ya un rato, salió corriendo rumbo al hospital alcanzando a un
todavía sentido Adam que a punto de retirarse daba reversa al automóvil.
Apenas se enteró de lo ocurrido él se ofreció de llevarla de inmediato al
hospital compartiendo su tristeza al recibir la desagradable noticia.

-Está todo bien, saldré de esta. Contenía Martina a Monique al ver las
lágrimas en sus ojos, al mismo tiempo de acariciar la mano de la única
visita que había recibido, y de sentirse más tranquila después de haber
sentido el miedo ante la posibilidad de morir sola.
Mientras Monique perseguía al médico de turno, Adam se despedía de la
sufrida anciana con un beso en la frente y su número de teléfono en
Inglaterra para Monique. Él no se lo había dicho pero pensaba viajar a
Londres.
Sin pensarlo su amor por Monique había llegado más lejos de lo que
imaginaba. El orgullo que sentía era insignificante al lado de su temor, el
temor de no poder olvidarla, minimizando la aventura que habían vivido
juntos, sin importarle el futuro de aquel homicidio que habían descubierto.
Lo único que quería era alejarse lo más rápido de esa ciudad a la que llegó
a aborrecer.
Monique se sorprendía por segunda vez aquel día al encontrar sola a
Martina en la habitación de la clínica, sin Adam, solo ese número de
teléfono que le indicaba su angustiosa partida a Inglaterra.

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Ramiro R. Rivera Coria
Los días transcurrieron para Monique en la clínica desde donde nunca se
separó de Martina, cuidándola como si fuese su propia madre, con el
mismo cariño y voluntad que significaba sentirse ahora hija suya.
La salud de su madrastra había mejorado notablemente, Monique sentía el
alivio de verla sonreír, pero también sentía la angustia de no haber podido
acudir a las autoridades a denunciar al asesino, tal cual lo había acordado
con Adam, por lo que decidió comentarle a Martina sobre su macabro
hallazgo en las tenebrosas ruinas cercanas a su hogar, y terminar de una
vez por todas con aquella agobiante confidencialidad.
Martina no podía ocultar su espanto al escuchar la tenebrosa historia, un
escalofrío manifiesto en una trémula actitud la delataba, no por el asombro
que significaba el conocer aquella horrible historia, sino por el hecho de
que ya la conocía.

La hosquedad con las continuas lloviznas y el frío penetrante y húmedo de


Londres castigaba la ciudad, mientras Adam encontraba calor y consuelo
en los brazos de Bianca Doyle, la que siempre fue su novia y la que él
tanto despreció. Los recuerdos los tenía siempre presentes, aquellos que
marcaron su vida para siempre junto a la mujer más increíble que conoció.
No le sorprendía para nada que no le haya llamado, conocía más que
nadie su orgullo y lamentaba el tener que alejarse por un tiempo de ella, tal
cual lo había decidido en su departamento mientras empacaba como un
loco, y trataba de reprimir su tristeza.
Se sentía como un tonto y ridículo poeta que había compuesto el mejor de
los idilios románticos para el villano del cuento, en lugar de la doncella, una
persona fría y sin sentimientos que lo había usado a su antojo para todo,
dándole la impresión de significar algo para ella, pero que en el fondo solo
le había interesado jugar a los detectives a su lado.

Había pasado una semana desde que Adam regresó y la sorpresiva


llamada de Martina Raycroft lo sorprendía, despertándolo por la
madrugada, luego de haber asistido a una fiesta junto a Bianca, y de haber
bebido algo para paliar de alguna manera su secreta amargura.

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A Martina se la escuchaba de una manera entrecortada, muy afligida y
desesperada porque Adam pudiese hacerse presente lo más antes posible
allí.
-¿Se encuentra usted bien? Preguntaba Adam sorprendido, ¿Donde está
Monique?
-Ella es el problema ahora. Respondía Martina, antes de colgarle el
teléfono.

Una densa neblina espesaba las calles de Londres, el castigo del invierno
caldeaba los ánimos de la gente y comprometía las salidas de los vuelos
en el aeropuerto. Adam había abandonado su casa mientras sus padres
dormían. Aún le costaba digerir lo que había escuchado de Martina, la idea
de que algo malo pudiese ocurrirle a Monique le incitaba acudir a toda
prisa a su encuentro, sin importarle haber planificado la noche anterior un
viaje junto a Bianca, arriesgando su propio bienestar y planes futuros.
Largas horas de espera y escalas por todos lados complicaban un viaje
relativamente corto, al mismo tiempo de cabrearle los ánimos a un Adam
por demás exaltado que luchaba contra la impotencia de quedarse de
brazos cruzados, orando para que el tiempo mejore.
La excitación y nerviosismo parecían haber cambiado el débil instinto que
alguna vez tuvo Adam en París, presintiendo algo muy malo mientras
golpeaba la puerta en la casa de Monique sin recibir respuesta. Sin vecinos
alrededor a quien preguntar, Adam se dirigió a la vieja casa en ruinas,
notando todo tal cual lo dejaron semanas antes.
La soleada mañana de París relucía la calidez de un ambiente muy
diferente al clima hostil que presentaba Londres por la mañana, Adam se
dirigía en un taxi rumbo al hospital donde se había despedido de Martina la
última vez. Entró con la delicadeza de un lunático a terapia intensiva al
notar en el rostro de las enfermeras la prontitud y preocupación con la que
lo conducían a una aparente despedida.
El respirador artificial y la palidez en el rostro de Martina no impedían su
esfuerzo por incorporarse al ver que Adam se acercaba. Las enfermeras
comprendían su intromisión al permanecer allí, por lo que decidían
retirarse, dejándolos solos.

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Ramiro R. Rivera Coria
-¿Donde está Monique? Preguntó él, más que exaltado.
Martina le pedía que se acercara más para casi susurrarle sus palabras.
Las lágrimas en su rostro eran evidentes, pero la frialdad en la historia que
quería contarle a Adam, neutralizaba cualquier resquicio de ternura que
alguna vez conservara.
Martina Raycroft dedicó su vida entera al servicio de los enfermos, luego
de haber perdido primero a su abuela, y luego a su madre, heredó la
maldición familiar que significaba enamorarse perdidamente de un mal
hombre, para luego servirle como una esclava, dejando de lado la dignidad
y el amor propio.
Sirvió como enfermera en el hospital de París durante toda su vida, siendo
respetada en su momento por todos los médicos que trabajaron junto a
ella, supo aferrarse al ambiente profesional que lo llegó a considerar como
su propia familia.
El amor nunca tocó su puerta, más aún por el hecho que significaba tener
una personalidad tímida e introvertida a la hora de presentir el deseo en la
mirada de un hombre.
Marc Tausiet se hizo presente en el hospital de París con la pericia y
elegancia que resguardaba sus intrínsecos deseos de ser un hombre
nuevo. Gracias a su dominio del idioma, nadie nunca notó su acento
alemán, ni mucho menos se enteró de su triste pasado como Herman
Ahnert.
El amor se despertó con apenas el roce de la piel que se erizaba cada vez
que involuntariamente ambos se tocaban mientras Martina obedecía sus
órdenes al pie de la letra en el hospital.
No le costó mucho trabajo a Herman Ahnert ganarse el solitario corazón de
Martina, a la que supo conquistar fácilmente y demostrarle ser una persona
cordial y diferente, un hombre deseoso por construir un futuro juntos.
Los años pasaron y la cordialidad de Herman Ahnert fue cambiando a
medida que se daba cuenta de la dependencia de Martina. Poco a poco las
caricias fueron siendo remplazadas por los golpes que eran alentados por
los recuerdos dolorosos de un matrimonio frustrado.
Un sentimiento de odio hacia Emma Hansson que Martina supo compartir,
viviendo en carne propia todo el desprecio de Herman Ahnert hacia su ex

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Ramiro R. Rivera Coria
esposa, expresado en las interminables palizas a las que fue sometida por
él.
La idea de imaginársela al lado de otro, invadiendo su cama y profanando
la solemnidad con la que se habían jurado pertenecerse el uno al otro por
siempre, le carcomía el buen juicio al mismo tiempo de alimentarlo de un
pérfido deseo de venganza.
Luego de tantos años e interminables crisis de conducta Herman Ahnert
tuvo su oportunidad de venganza con la sorpresiva petición que le hizo
Emma Hansson, en una de las habituales llamadas que él siempre le hacía
pero que ella nunca respondía, la cual le exigía un inminente y legal
divorcio, separándolos de una vez por todas y para siempre.
El sometimiento de Martina Raycroft era tal, que aceptó sin
cuestionamientos su complicidad en el asesinato de Emma Hansson,
siempre impulsada por el profundo amor que sentía hacia él.
La idea de librarse de la desdichada mujer le sugería a Martina un futuro
mejor para ella y su pareja, olvidándose definitivamente de la que fue su
esposa, y de las interminables crisis de odio que él padecía, gracias a sus
interminables recuerdos. Fue así como Martina pudo enterarse del
verdadero nombre de su pareja, como también de su rencoroso pasado.
Ella accedió a brindar su propia casa para el asesinato, la misma casa que
había heredado de su madre, quien la había heredado de la suya, y que
había sido testigo de incontables lamentos y amores no correspondidos.
El lugar era perfecto, un amplio escenario que se encontraba bien alejado
de la ciudad y de las casas vecinas. Repleto de árboles, escondía dos
ambientes completamente diferentes, uno la casa donde vivía Martina y
otro el que perteneció a su abuela, y que luego de su muerte nunca más
fue habitado.

Mientras Martina Raycroft temblaba y emitía su última lucha por sobrevivir,


Adam la observaba como si presenciara un monstruo, alguien que supo
disimular muy bien una doble vida que la arrastraba hasta el fondo de lo
imperdonable.

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Ramiro R. Rivera Coria
Ese día había llegado, pero fue complicado por la inesperada presencia de
la hija de Herman Ahnert, la misma que nunca llevó su apellido, y que solo
le bastó el de su madre para ser feliz, Janette Hansson.
Luego de ganarse la confianza de ambas, Herman Ahnert las condujo a la
que engañosamente les dijo fue su casa por años. Martina pudo escuchar
el disparo y el grito de Janette Hansson que fue súbitamente silenciado por
él, casi instantáneamente.
Mientras ayudaba a sedar a la inesperada visita, Martina escuchaba
atentamente las instrucciones del asesino para deshacerse del cuerpo de
la víctima, el cual ingeniosamente fue introducido dentro del hospital por
ambos, sin nombres, ni testigos que pudieran entorpecer su siniestro
objetivo de hacerlo desaparecer.
Los días pasaron y luego los meses, siempre iguales, con la misma torpeza
de Herman Ahnert que nunca se iba, y ese instinto lascivo que se
apoderaba de él, a medida que se aprovechaba y humillaba continuamente
a su propia hija.
Las repetidas peleas que tuvieron Herman Ahnert y Martina Raycroft, no
terminaron nunca por definir el futuro de la víctima, a la cual mantuvieron
sedada mientras trataban de paliar el remordimiento y duraban sus
indecisiones.
Por un momento Martina pudo notar la intensión en la mirada fría de
Herman Ahnert, que parecía evocar dentro de sus oscuros pensamientos el
deseo de mantener viva a la víctima, como si se tratase de una familia
unida y fiel a su hogar, como alguna vez quiso, más no pudo lograr.
El embarazo de Janette Hansson significó el límite dentro de las
corrompidas aspiraciones de Herman Ahnert. A pesar de las súplicas de
Martina por impedirlo, que además le costaron algunas palizas, el deseo de
él por ver con vida a la criatura imperó más que la inmoralidad del hecho.
El rechazo y sospechas de la víctima por lo ocurrido y por lo que iría a
ocurrir, obligó a sus captores a mantenerla sedada y en observación por
los meses restantes del embarazo, como si se tratase de una enferma en
coma, incapaz de pensar o de manifestar la angustia de sus últimos días.
Janette Hansson nunca pudo conocer a su pequeña criatura, falleció
repentinamente al no cumplir su embarazo más de 26 semanas. El

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Ramiro R. Rivera Coria
esfuerzo por mantener a la pequeña con vida fue intenso, siendo
trasladada de urgencia al hospital donde vivió varias semanas dentro de
una incubadora, sin un nombre, ni ningún certificado que evidenciara su
existencia.
Luego de que Herman Ahnert viera la mirada de la pequeña recién nacida,
sus deseos por cuidarla fueron sustituidos por una inmensa culpa, que le
obligaba a deshacerse lo más pronto posible de ella.
Gracias a la efectividad de la enfermera a cargo: “Martina Raycroft”, la
niña fue sustituida inteligentemente por la hija fallecida de una paciente
drogadicta e indigente, cuyo nombre era Monique Chassier.
Sin parientes y con la falsa madre desahuciada, Monique Chassier fue
entregada a un orfanato, con apenas pocos meses de vida y con la
inocencia que disimulaba un horror oculto.
Herman Ahnert enterró a la que alguna vez fue su hija en el mismo sótano
donde la tuvo cautiva. Lloró desconsoladamente al verla por última vez, tan
bien arreglada y con ese bello rostro que parecía amenazar con
atormentarle el resto de sus días.
Sin mucho tiempo que perder Herman Ahnert cambió el viejo piso del
sótano, ordenó, y limpió exageradamente el lugar, para luego sellarlo para
siempre.
La culpa lo agobiaba por las noches y esa firmeza y determinación que lo
caracterizó alguna vez, fue desapareciendo repentinamente, sustituyendo
su rígida personalidad por una endeble dependencia hacia el perdón
divino.
Martina Raycroft comenzó a verlo como un hombre detestable, que había
llegado muy lejos, y que había cegado la moral de ella por completo,
obedeciéndolo, y complaciendo sus más oscuros caprichos. Decidió
echarlo de su vida y no volver a verlo nunca más, pese a todavía amarlo.
Trató infructuosamente quitarse la vida al querer morir sofocada por el
humo y las llamas de la casa que consideró maldita, y que la atormentaba
con el recuerdo cada vez más fresco de un cadáver debajo del sótano.
Los bomberos lograron rescatarla con vida y milagrosamente apenas con
quemaduras leves, que ella supo considerar como un aviso de que tenía
que cargar con la culpa por el esto de su vida.

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Ramiro R. Rivera Coria
A medida que pasaron los años, Martina tuvo la necesidad de cuidar y
asegurarse del bienestar de Monique Chassier, por lo que acudió al
orfanato con relativa frecuencia, haciendo numerosos donativos y
asegurándose que no le faltase nunca nada, manteniendo el contacto con
las monjas del lugar, pero nunca con ella, hasta el día en que decidió que
el futuro de Monique no iba a cambiar si ella no interfería en su vida de una
manera más directa.

Adam miraba espantado a Martina, quien trataba de contener el llanto, al


mismo tiempo de esforzarse por respirar. Sentía el alivio de haberlo dicho
todo, y se entregaba sin resistencia a la agonía.
-¿Donde está Monique? Volvía a preguntar Adam, esta vez con un grito al
darse cuenta que las enfermeras corrían a auxiliar a Martina tras el pitido
del monitor de ritmo cardiaco.
Adam comenzó a temer lo peor y abandonó el lugar a toda prisa,
esquivando a una enfermera que trataba de retenerlo. Tomó un taxi y
regresó a la casa de Monique, donde tocó la puerta como un loco, sin
recibir respuesta. Divisó una pequeña ventana por la que se dio modos
para ingresar y recorrer todo el lugar, sin encontrar rastros de ella ni nada
que indicara su paradero.
Recordó el orfanato y se dirigió allí de inmediato, el rostro triste entre las
huérfanas iba acorde con la despedida que Monique había tenido allí horas
antes. Les había dicho en medio de lágrimas que iba a hacer un viaje muy
largo, y que la alejaría mucho tiempo de ellas.
A pesar de no haber mencionado donde iba, Adam lo intuyó y sintió ese
escalofrío que le indicaba que debía apresurarse.

Monique sintió el odio y la aversión en su sangre, como si se tratase de un


realismo onírico, transmitido a través de los tantos sueños que tuvo con la
víctima, ahora su propia madre, que le incitaba una inevitable sed de
venganza.
La historia en los labios de Martina le había impartido un deseo por matarla
en ese preciso momento. La cómplice en el asesinato de su madre y con

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quien había compartido tanto durante los años que trató de imitar ser una
hija verdadera para ella.
Las enfermeras del hospital tuvieron que interceder para tratar de calmarla
y evitar que destrozara toda la habitación, pero Monique no permitió los
roces, ni mucho menos que la detuvieran. Abandonó el hospital tan rápido
como pudo, burlando la seguridad, y escapando como si fuese una
persona programada y guiada únicamente por la voluntad, y el deseo de
instalar una represalia.
Si bien no le hizo daño a Martina, no la perdonaba, pero tampoco podía
olvidar todo lo que había significado ella en su vida.
No tuvo el valor de volver a visitar la tumba de su madre, ni tampoco de
mirar las viejas ruinas de frente. De alguna extraña manera sentía la
presencia de ella dentro, incitándola a destrozar a Herman Ahnert, sin más
disyuntiva que ser tan desalmada como lo fue él, asesinando a dos
mujeres inocentes, evadiendo la justicia tanto como la moral, para luego
disfrutar de un confortable retiro, como si se tratase de un noble emérito.
Tomó el diario de su madre, un cuchillo y los guardó en su bolso, se dirigió
al orfanato a despedirse de su única familia, para luego abordar el primer
vuelo a Marsella.
Herman Ahnert no pudo calmar su ansiedad, y el temor que le impartía el
haber visto el mismo medallón de la virgen de Lourdes en el cuello de la
simpática jovencita que la había visitado, alguien a quien él pudo reconocer
mientras la veía abandonar su casa, y la observaba por la ventana
desesperado, corriendo de un lugar a otro, rogando a Dios que se tratara
de una persona distinta y no de la hija de la víctima, a quien Martina había
adoptado pese a su rechazo y desaprobación. Herman Ahnert recordaba
muy bien el último día que fue a pedir perdón a la casa de Martina
Raycroft, y se sorprendió al encontrarla allí irradiándole ese mismo brillo en
la mirada que alguna vez tuvo la madre.
Herman Ahnert llamó a la casa de Martina tantas veces como pudo,
cansado de no recibir respuesta decidió que era el momento preciso para
esfumarse. Despidió a la sirvienta, retiró todos sus ahorros del banco y
comenzó a empacar.

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Adam se encontraba en el aeropuerto, esperando por el próximo vuelo a
Marsella, si algo no quería más para él ese día, era justamente volar, pero
tenía que arriesgarse, pensó en llamar a la policía, pero desconocía las
reales intensiones de Monique, solo presentía que la iba a encontrar, lo
pensaba una y otra vez parado exactamente en el mismo lugar donde ella
había estado algunas horas antes.
Lo que había comenzado como una excitante aventura comenzaba de a
poco a teñirse de una densa realidad, tan funesta como injusta. Monique
caminaba rápidamente hacia la casa del asesino de su madre, alguien que
además de ser su padre era un monstruo, un indigno ser que merecía morir
con el mayor dolor posible.
La tarde caía y la luz en la casa de Herman Ahnert como así su automóvil,
delataba su presencia allí, Monique tocó el timbre con toda serenidad tras
la mirada de espanto de él detrás de las cortinas.
Le sorprendió el hecho de volverla a ver tan rápido, sola, y sin nadie a su
alrededor, comprendió que esa segunda e inesperada visita solo podía
significar algo, y tenía que enfrentarlo inevitablemente.
En medio de un silencio abrumador, Herman Ahnert condujo a Monique
hacia la sala donde la recibió por primera vez.
Desde que no pudo comunicarse con Martina, él estaba convencido de que
ella había roto su código de silencio, y le había contado todo a Monique,
quien además de todavía llevar consigo el inconfundible medallón de
Janette Hansson , ponía sorpresivamente sobre la mesa un extraño
manuscrito que ocasionaba el temblor, y espanto en el rostro lívido de
Herman Ahnert al hojearlo.
-¿Cómo es posible? Preguntó él, incrédulo como si presenciara un espíritu.
-¡Tú eres mi padre! Afirmó Monique, mientras trataba de contener su odio y
repulsión hacia él.
Herman Ahnert se derrumbó en una ola de lamentos que hacían mención a
su triste y enfermizo pasado, como si tratara exhaustivamente encontrar
alguna explicación a lo inexplicable, una angustiosa disculpa más consigo
mismo que con nadie, algo reconfortable que pudiese aliviarlo del tormento
que significaba el volver a repetir aquella trágica historia.

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Pero Monique escuchaba impasiblemente aquellos exiguos lamentos que
no la conmovían en lo absoluto, al contrario solo le exacerbaban desde lo
más profundo de su ser el inmenso deseo de asesinarlo. Aunque no sea
más que un viejo rengo, y arrepentido que expresaba su dolor y súplicas
por ser perdonado.
Herman Ahnert veía el odio en ojos de su única hija, y comprendía por su
gesto de indiferencia que jamás lo perdonaría, más aún luego de conocer
el descubrimiento de la tumba de su madre y ese diario que amenazaba su
impunidad.
Herman Ahnert todavía con lágrimas en sus ojos sacó el mismo revolver
aún cargado que utilizó alguna vez para asesinar a su esposa, y disparó
con la misma inmisericordia de la primera vez, derrumbando y
sorprendiendo a Monique con el fuerte golpe de los disparos que la
derribaba con un rostro de asombro igual al que tuvo su abuela Emma
Hansson, al sentir el calor y ardor de la pólvora quemándola por dentro.

Adam trataba de tomar desesperadamente un taxi en el aeropuerto de


Marsella, agobiado por la intranquilidad y la duda que no lo dejaba respirar
en paz. A pesar de haber conocido muy bien a su amiga, temía lo
imprevisible en su carácter, más por las circunstancias y la manera en la
que la horrible historia la había sorprendido tanto a ella como a él.
Pensó por segunda vez ese día en llamar a la policía y evitar una posible
catástrofe, pero la duda a la hora de tomar decisiones por su cuenta lo
atormentaba más que nunca.

Herman Ahnert trató de borrar con un simple llanto y varios años de


angustia la frialdad y el instinto asesino que le habían acompañado desde
siempre, permaneciendo latentes y oportunistas ante cualquier posibilidad
que pusiese en riesgo su propia libertad.
Guardó su equipaje y el revolver en su automóvil con tanta prisa que se
olvidó del bastón y del intenso dolor de cadera que le atormentaba. Roció
gasolina por toda la casa mientras Monique se retorcía de espaldas a él,
tratando de alcanzar el cuchillo que guardó en su bolso al mismo tiempo de
pensar en Adam, y percibir el olor a gasolina por todos lados.

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Ramiro R. Rivera Coria
Con todas las fuerzas que aún le quedaban e impulsada por la furia e
impotencia de su madre y abuela, Monique pudo clavar el cuchillo en el
muslo más firme de Herman Ahnert, con tanto odio como desesperación,
antes de que él la empapara en gasolina, o pudiera reaccionar.
Herman Ahnert cayó rendido e imposibilitado de levantarse, invadido por
un intenso dolor que lo obligaba a arrastrarse por la sala para intentar huir.
Monique sonreía mientras recordaba y cogía de su bolso el encendedor
que Adam le había regalado hace un tiempo, recomendándole que cada
vez que lo encendiera pensara en él. Y así lo hizo.
En sus últimos segundos de vida Monique Chassier pensó en Adam,
mientras el fuego quemaba la casa y ella caía en el sueño profundo de la
agonía, atinando a ver la cara de espanto y dolor de su padre que gritaba
desesperadamente, imposibilitado de pararse, viendo y sintiendo como el
fuego consumía su carne lentamente.
Adam sentía como de pronto se le erizaba inexplicablemente la piel y su
angustia crecía al acercarse a la casa de Herman Ahnert. Se bajó
corriendo del taxi media hora después de que las llamas destruyeran todo
el lugar, mientras los bomberos se esforzaban y la policía evitaba que los
curiosos se acerquen.
Adam no necesitó ver el cadáver de Monique para saber que estaba
muerta. Al presenciar el voraz incendio, su corazón se lo indicó mientras
caía de rodillas y se quebraba en llanto, observando como aquella casa
quedaba reducida prácticamente a cenizas, de la misma manera que
ardieron alguna vez las ruinas que tuvo la desdicha de conocer junto a ella.

En el año de 1991 el entorno de París resplandecía su interminable


encanto, los muguets colmaban las calles con su elegancia, que provocaba
el interés de los miles de turistas que se hacían presentes ese día primero
de mayo de clima tibio sin sol.
La tétrica casa de Martina Raycroft manifestaba su lúgubre deterioro más
que antes, gracias a lo desarreglado de su jardín y a los incontables
destrozos que la policía había hecho para poder ingresar.
Varios meses habían pasado desde la muerte de Martina, quien además
presenció cruelmente el miedo de la agonía en soledad, tal como se lo

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imaginó alguna vez. Sin familiares ni amigos, con la mirada llena de un
vacío existencial, a medida que recordaba sus errores pasados.
El ciclo del destino se había completado, pensó, aquel que significaba no
dejar huellas en la historia, ni ser recordada por nadie. Fue la hija única de
una mujer solitaria y engañada, al igual que lo fue su madre, con quien
compartió más advertencias que cariño, y de quien heredó la desgracia en
el amor, que iba más allá de la superstición.
Martina Raycroft tuvo la voluntad de cambiar y arrepentirse, adoptando a la
pequeña e inocente niña que provenía indebidamente, pero el destino,
según ella, tenía su propia historia, donde la voluntad humana poco podía
hacer ante ella. Lo único que la reconfortó antes de morir fue precisamente
el hecho de que toda la verdad haya venido de sus labios y de que ese
funesto destino cumpliese al final con su ciclo.
Adam había vivido la crueldad más grande de su vida, las preguntas lo
acorralaban hacia un callejón sin respuestas. Luego de haber compartido
tanto con ella, le asustaba el pensar que sería ahora de su vida sin la
persona que había pensado por ambos, y que decidió por los dos desde
aquella bendita vez que la conoció en ese glorioso barrio suburbano.
El hecho de que haya decidido abandonarlo así, sin despedirse lo
lastimaba sin piedad. Él estaba convencido de que significó algo en su
vida, y que ese ingenuo intento por besarla la última vez, no fue una razón
suficiente como para no tomarlo en cuenta a la hora de precipitarse de la
manera como ella lo hizo. Solo fue lo imprevisible de su carácter lo que la
empujó a hacerlo, pero con una actitud tan egoísta que resultaba difícil de
creer.
Luego de un casi fugaz proceso investigativo, la policía pudo seguirle las
pistas a la tétrica historia, encontrando el cadáver de Janette Hansson,
entregándolo junto con el de Monique a sus parientes en Suecia. Adam se
vio obligado a revivir en carne propia y narrar toda la historia con un nudo
en la garganta a las autoridades, a medida que los investigadores se
esforzaban por obtener los máximos detalles posibles sin percatarse en lo
absoluto de la inmensa angustia del testigo.
El dolor con la ausencia de Monique, obligaba a Adam a dejar de lado sus
habituales vacilaciones a la hora de tomar una decisión. No solo había

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huido de Francia luego de haber donado los ahorros de toda su vida al
orfanato de su amiga, también abandonó su carrera de leyes por completo,
refugiándose íntegramente en su novia de toda la vida Bianca Doyle, luego
de que ella lo perdonase sin rencores, ni remordimientos, como la mujer
que siempre fue, dominada por la costumbre y el deseo de sus padres,
quienes habían planificado su vida como también su matrimonio con Adam
apenas los vieron juntos por primera vez.
Lo único que Adam intentaba con los días era poder olvidarse de Monique,
amparándose en su novia y amigos, viajando por todos lados, escapándole
a la realidad y tratando de retomar la vida que alguna vez tuvo, con el
mismo desinterés y mezquindad que lo caracterizó. Pero a donde quiera
que fuere la presencia de Monique terminaba por acosarlo y sorprenderlo
cuando menos lo esperaba. La veía en la mirada de los niños pobres que
se le acercaban a pedirle una moneda, en las carcajadas de alguna mujer
bella, y hasta en el aroma de los jardines, pero nunca en los besos ni
abrazos de su actual novia y futura esposa Bianca Doyle.
Adam aprendió a disimular con mucho afán la obsesión que sentía por
dentro, pero su silencio e intranquilidad lo traicionaba. Había cambiado por
completo, su personalidad alegre y carismática que lo definió casi siempre,
iba siendo sustituida de a poco por la de un ser autómata, insensible con
los suyos, pero acogedor con los extraños. Se alejó de sus amigos,
impulsado por la apatía e indiferencia social que veía en ellos al observar
que vivían dominados por el placer, y ahuyentados por el sufrimiento,
cumpliendo fielmente las normas del hedonismo.
Donaba todo lo que podía a espaldas de su familia y de su esposa Bianca,
sintiendo al fin ese extraño bienestar que significaba ayudar a alguien que
si lo merecía.
Pero el dolor de la soledad e ingratitud lo castigaba sin clemencia, la
ingratitud que significaba el haber sido abandonado sin previo aviso por
alguien que consideraba parte suyo, y que se había ido sin decirle nada, y
sin nunca haber podido decirle al menos lo mucho que había significado
para él en su vida. Estuvo cerca aquella vez, pero talvez su inseguridad la
hizo sentir incómoda, haciéndola reaccionar de aquella torpe manera.

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A pesar de la prontitud para ser padre, Adam Smith se encontraba en
París, contemplando la casa de Monique. Las ruinas habían sido del todo
demolidas, quedando aún en pié la casa que alguna vez perteneció a
Martina Raycroft. El silencio se extendía en el lugar, sin obreros, y con la
maquinaria pesada paralizada.
Adam sintió la nostalgia en el aire del ambiente que le dificultaba respirar,
al mismo tiempo de inducirlo a ingresar allí. La misma ventana por la que
alguna vez entró como un loco a buscarla, le servía también esta vez.
Adam recorrió el lugar por última vez, acariciando las paredes, con una
sonrisa que evocaba más una interminable angustia que una alegría.
Ingresó en la habitación que le perteneció a ella, habían saqueado casi
todo, excepto la pesada y vieja cama llena de polvo, se recostó sobre ella y
sintió la necesidad de quedarse allí para siempre, siendo demolido y
arrastrado junto con el resto de la casa. Pensaba una y otra vez en la
manera como ella se fue, y en como había comenzado toda esa trágica
aventura a su lado, en un muro idéntico al que él tenía ahora en frente, y
pudo así darse cuenta como ella fue tan perspicaz aquella vez en que vio
que un bloque de la pared del sótano no coincidía con la simetría del resto.
El muro de su habitación era prácticamente igual, con los mismos detalles
y estilo, seguro que ella los contemplaba todo el tiempo.
Adam se quedó inmóvil por unos segundos mientras trataba de pensar y
comprender lo que estaba viendo, se arrodilló de inmediato y comenzó a
remover apresuradamente ese bloque irregular y asimétrico de la pared, tal
cual lo encontró junto a Monique aquella vez, parecía un sueño, él no lo
podía creer mientras lograba retirarlo de allí y presenciar lo que ocultaba
detrás.
El diario de Monique, envuelto de la misma manera que lo hizo su madre,
una costumbre subconsciente, íntegra y absoluta, heredada en la sangre, y
manifestada con los años.
Adam se percató al tratar de ojearlo como caía de entre medio de las
páginas la misma foto que se tomaron juntos en Marsella y que él había
abandonado en el suelo. Ella la había guardado en el final de su diario,
como incitándolo a leer primero aquella parte, numerada con la misma
fecha de aquel fatídico día.

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-Querido Adam, algo me dice que serás tú el que lea esto por primera vez.
Siempre Aprecié mucho tu amistad y lamento haberte lastimado aquella
vez. Nunca pude comprender hasta el día de hoy el por qué de mi frialdad
hacia ti, solo sentía esa extraña voz que me decía que debía alejarme. Y
según veo todo tenía sentido. Seguramente ya te habrás enterado de todo,
y quiero que sepas que esto es algo que debo hacer por mi cuenta, y no
puedo permitir que nadie interfiera. Pensé en ti todo el tiempo desde que te
conocí, y confiaba algún día poder acercarme más, pero el destino me
guardó esta sorpresa y debo enfrentarla.

Adam trataba de comprender en medio de lágrimas y con el pulso


tembloroso cada palabra que ella había escrito para él, e inevitablemente
venían a su mente los recuerdos tibios de todos los momentos que habían
vivido juntos, las lecciones que había aprendido de ella, su estruendosa
risa, sus muecas perfectas, sus profundos ojos azules que siempre trataba
de evitar para no sentirse nervioso, la elegancia de su voz, la picardía de
sus actos y hasta su cita preferida: “Adopta todo lo que tú quieras”, con la
que lo obligó a aprender todo cuanto pudo sobre la humildad y la gracia de
los justos, cambiando su manera de pensar radicalmente, e imponiéndole
la ferviente necesidad de ser mejor cada día de su vida, adoptando para sí
mismo la realidad humana en la que todos estaban inseparablemente
inmersos.

-Estoy segura de que nos encontraremos en otro lugar y que nuestros


pensamientos se unirán por siempre. Estoy contigo en cada momento.
Gracias por todo.

Adam pasó toda la tarde como un niño, sentado en un rincón de la vieja


casa, leyendo y conociendo todos los secretos sobre la vida de su amiga,
desde aquella vez que ingresó en un nuevo mundo y se vio alejada de su
entrañable familia del orfanato.
Tanto sus alegrías como sus penas estaban descritas con una variable
elocuencia que delataba la madurez con la que iba creciendo. Su primer y

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único novio, sus extraños atavíos, su primer beso, su primera experiencia
sexual y hasta su decepción amorosa las había incluido, manifestándolas
con el mayor detalle posible. Fue así como Adam pudo al final comprender
el pánico en ella a la hora de considerar volver a enamorarse. Y también
como se había dado cuenta de la procedencia del dinero que Adam había
planificado forzosamente entregárselo a Martina en el metro, por
intermedio del muchacho al cual él le había pagado. Su inocente mal hábito
de doblar los billetes en una esquina le había costado su anonimato. A
pesar de que ella nunca se lo dijo, supo valorarlo en silencio, así como el
inmenso afecto que sentía por Adam, y que supo manifestarlo tan bien en
su diario.

Adam guardó hasta su último día de vida el diario de Monique, expresando


su última voluntad quince años después, con el deseo de que lo enterrasen
junto a el. Su obsesión por ella la mantuvo fielmente por los años que fue
un padre verdadero y responsable, fingiendo ser feliz al lado de su esposa,
sin importarle los amoríos de ella con otra persona, ni mucho menos el
haberse convertido en un hombre solitario, con poco para decir, y que
había donado su fortuna entera a organizaciones benéficas, sintiendo la
dicha de ayudar a otros, pese a la desaprobación de su familia que
pensaba que había perdido el sano juicio hace mucho.
Bianca Doyle siempre supo que su marido jamás dejaría de serle infiel con
el pensamiento, vivió la amargura de no poder compararse nunca a ella,
obligada a compartir su cama con un irremediable extraño que le
incomodaba por completo, sin cruzar palabra alguna con él, y detestando
su presencia las veces que tuvo el compromiso de dormir a su lado.

Irónicamente el momento de mayor felicidad para Adam Smith fue su


agonía, donde su familia pudo verlo esbozar una tenue sonrisa que pese a
los años y el silencio, aún la mantenía, cada vez que pensaba en ella, y
más en ese preciso momento en el que el tiempo parecía haberse
detenido, y las luces se apagaban lentamente, mientras la imagen casi
perfecta de ella comenzaba a relucir su tierna e inmortal sonrisa.

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