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Ese viernes en la noche ya se había terminado la cena y la celebración del Shabbes, pero las velas en

los candelabros plateados aún estaban encendidas. Se escuchaba el grillo bajo el horno y la mecha de
la lámpara chupando la nafta. Sobre la mesa estaban las garrafas con vino, la copa de plata del ritual
con el grabado del Muro de las Lamentaciones, el cuchillo con mango de nácar y el mantelito del pan
bordado con letras doradas.

El anfitrión, un hombre todavía joven, tenía ojos azules y una pequeña barba amarilla. Su bata
sabática no era de satín, como la de los judíos observantes, sino de seda. Incluso llevaba puesto un
cuello postizo y un pañuelo en lugar de corbata. Su esposa llevaba un vestido de arabescos y una
peluca, señal de que estaba casada y era observante. La peluca, rubia y llena de peinetas. Su rostro
como de niña: ovalado, sin una arruga, una naricita redonda y ojos claros.

La nieve se amontonaba afuera y la luna llena brillaba. La temperatura de congelación creaba dibujos
de árboles, flores, palmas, arbustos sobre los vidrios de las ventanas, pero el calor interior los
disolvía.

Sobre una silla estaba la gata, preñada y ahíta de todas las sobras de la cena. Con sus ojos verdes
contemplaba al huésped, una persona de espalda recta y barba blanca que parecía hecha de jirones de
algodón sucio. Tenía la nariz roja, porque ya se había tomado más de media botella. Bajo las
pobladas cejas asomaba un par de ojos penetrantes. Puso sobre el mantel blanco una mano venosa,
peluda, de endurecidas uñas, y dijo:

–Es una historia larga. No es para hoy. Ustedes querrán irse a dormir.

–¿Dormir? –dijo la esposa–. Son apenas las seis y cuarto. Mire usted mismo.

Y señaló un reloj de largos punteros y letras en yi-ddish.

Su marido comentó:

–¿Para qué nos apuramos? De todas formas, la noche invernal es demasiado larga para dormirla toda.
Aún podemos tomar té con un pedazo de torta.

–Cuando yo era joven podía dormir doce horas seguidas, pero con el paso de los años uno ya no
duerme. Me quedo dormido, me despierto casi enseguida y, acostado sobre el duro camastro, me
pongo a divagar.

–Hoy dormirá usted sobre un colchón blando.

–¿Y qué más me da? Después de eso, mi camastro me parecerá aún más duro... Aquí donde me ve
puede parecerle que soy de baja extracción, pero en realidad nací noble. Estoy diciendo tonterías...
Mi padre fue comerciante; por parte de madre desciendo de matarifes y negociantes en madera. Soy
de Hrubieszow. Mi abuelo fue allí un líder comunitario. Mi padre tenía un almacén de ollas y cosas
de hierro. No éramos millonarios, pero ganábamos buen dinero. Mi madre había tenido ocho hijos
pero solo quedábamos dos, mi hermano Bendit y yo. Mi nombre es Avrum Volf.
Cuando se pierden seis hijos, una madre espera que los restantes solo le den satisfacciones, pero
ninguno de los dos quiso estudiar. Nos mandaron a las mejores escuelas y las Sagradas Escrituras
jamás nos entraron. A mi hermano Bendit –dos años mayor que yo– le gustaba cazar palomas y había
construido un palomar sobre nuestro tejado. Las palomas venían a él desde muy lejos. Las alimentaba
con cáñamo, con alverjas y con lo que podía encontrar. El trago no le disgustaba. En eso se parece a
mí, ja ja... Era muy hábil manualmente.

Mi padre quiso que él fuera rabino, pero la verdad es que solo servía para la carpintería. Cuando en
casa se rompía la mesa, o una silla, o un banco, Bendit los arreglaba enseguida. Sucedió que se
rompió uno de los bordes del armario; arreglarlo requería un ebanista, pero Bendit lo reparó a la
perfección e incluso le puso laca. Él habría querido emplearse con Fabio, el carpintero, pero mi
madre armó un escándalo y dijo: “¡Prefiero verte muerto que trabajando como obrero!”. En resumen,
ambos terminamos de vagos.

Malandrines no faltaban en Hrubieszow y con ellos trabamos amistad. Íbamos a los almacenes. Los
sábados molestábamos a las costureras mientras paseaban por la calle Yanov. Teníamos suficiente
comida, y cuando no se tiene hambre, dan ganas de bromear. A la sinagoga íbamos poco, y hacíamos
cosas prohibidas el sábado.

Por aquella época vivía en Shebreshin un hereje, Jacobo Raifman. En Zamosz había muchos –¿cómo
es que se llaman?– iluminados. Decían que Dios no había creado el mundo y otras barbaridades.
Durante toda la semana la tienda de León se mantenía vacía, porque los campesinos solamente
venían a beber el jueves, día de mercado. Allí se reunían a tomarse unos tragos y a hablar. En ese
entonces se apostaba a todo: cuántos huevos duros serían capaces de comer, cuántas cervezas serían
capaces de beber.

Un par de años atrás había sucedido una desgracia a raíz de una de esas apuestas. Un cochero, Jonás
Klap, había apostado que era capaz de comerse una tortilla de treinta huevos. Se la tragó entera y la
acompañó con una jarra de cerveza. Pero de repente le estalló la barriga y al cabo de unos segundos
murió. Cualquiera pensaría que después de una desgracia tal los jóvenes recapacitarían. Pero no.
Seguían jactándose y alardeando. Apostábamos a doblar el brazo del adversario sobre la mesa, y en
eso yo era un experto. Tenía fuerza. De no haber sido fuerte, ya estaría bajo tierra.

El hecho es que durante un invierno llegó un tipo de Zamosz, un tal Joselito Baran. No recuerdo a
qué vino ni a quién iba a visitar. A lo mejor sin motivo, o quizás a comprar centeno. A veces le
ayudaba a su padre en los negocios. Al día siguiente nos fuimos a la tienda a beber una copa. Joselito
sacó del bolsillo un pedazo de cecina y, para pasar el trago, le dio un mordisco. En la tienda de León
se podía comprar salchichón kosher, pero Joselito quería demostrar que él era un mandamás. Esto
comenzó una discusión, en medio de la cual Joselito dijo:

–Dios no existe, una persona muerta es lo mismo que un pescado muerto. Moisés nunca subió al
cielo, y todo lo demás.
Había dentro del grupo un muchacho de nombre Tévele Kashtan, bastante vago, de pelo rojo, que
interrumpió:

–Sin embargo, si te ordenaran quedarte con un muerto toda la noche, en el cuarto donde se alistan los
cadáveres, te orinarías del susto.

–Yo no le tengo miedo ni a los vivos ni a los muertos –replicó Joselito de inmediato–. Si el duelo es
tuyo, no se lo cargues a otro.

Ambos se exaltaban fácilmente.

Después de mucho discutir hicieron una apuesta. Joselito apostó veinticinco rublos a que él sería
capaz de quedarse con un muerto toda la noche en la habitación donde los alistan. Tévele también
puso veinticinco rublos. En esos años esa cantidad era una fortuna, sobre todo para nosotros, pero los
dos eran ambiciosos. Joselito tenía otro compromiso, por lo que nos separamos con la idea de
rencontrarnos más tarde.

Después de que Joselito se fue, nos dimos cuenta de que no había ningún muerto en el pueblo. En
primer lugar, nadie había fallecido recientemente en Hrubieszow, y además en el cementerio no se
permitía que el difunto pasara la noche en el cuarto donde arreglaban a los muertos; el lugar solo se
usaba para la preparación, excepto cuando el muerto no era del pueblo o se trataba de un mendigo
que vivía de la caridad. Finalmente, después de mucho discutir se nos ocurrió una estratagema:
alguno se disfrazaría de muerto. Uno de nosotros se acostaría, se le pondría una vela encendida en la
cabecera y, de esa forma, Joselito creería que estaba muerto. Le haríamos una chanza que recordaría
por el resto de sus días.

Esto sucedió hace casi cincuenta años y, sin embargo, al volverlo a contar me parece que fue ayer.
Coincidieron estos hechos con una salida de mis padres a Izbice, a una fiesta de matrimonio. Mi
hermano Bendit comenzó a persuadirme para que yo tomara el puesto del muerto. Los demás lo
apoyaron. Me ofrecieron la mitad del dinero de la apuesta.

En realidad, el asunto no me gustaba mucho, pero me dieron un trago y luego otro y otro más. Me
insinuaron que hiciera trucos debajo de la sábana para asustar a Joselito. Él, con seguridad, saldría
corriendo y nos quedaríamos con el dinero. Así que al final la ambición me pudo y terminaron
convenciéndome.

Bendit y yo nos fuimos a la casa. Me puse un calzoncillo de mi papá y una de sus camisas, para que
pareciera un sudario. Mi padre me sacaba por lo menos una cabeza en altura. El camino al
cementerio estaba, como esta noche, cubierto de nieve. Nos fuimos por caminos secundarios para no
ser vistos. Había un encargado del cementerio, Zalman Ber, pero vivía lejos; en realidad, era un
cargador de agua. Si no había ningún muerto, ¿qué tendría que hacer en el cementerio?

Encendimos dos velas y nos pusimos a esperar. Al sentir que Tévele, Joselito y el resto de la pandilla
se acercaban, yo de inmediato me haría el muerto. Entre tanto, nos pusimos a conversar y a comer
pepitas de girasol. Las cáscaras las guardábamos en el bolsillo. Todo el asunto me parecía una broma
sin importancia. ¿A quién se le iba a ocurrir que terminara en semejante desgracia?

Al cabo de un rato los vimos llegar. Ya había anochecido, pero la oscuridad estaba teñida de rojo por
la puesta del sol. Los veía abrirse paso entre la nieve. Me quité las botas y el abrigo y me acosté
sobre el banco. Mi hermano me tapó con una sábana. Mi ropa la escondió debajo de la banca. Alineó
las dos velas y salió.

¿Para qué voy a mentir? Me sentí muy extraño, pero sabía que muy pronto entraría la pandilla y
comenzaría la comedia. Doce rublos y cincuenta kópecs tampoco se encuentran tirados en la calle.

El grupo no tardó mucho en llegar al cuarto. Escuché que mi hermano estaba con ellos. Hablaban en
voz baja, como corresponde a ese tipo de situaciones. Joselito Baran preguntó quién era el difunto. Se
le explicó que era un asistente del maestro de la escuela religiosa para niños, que era huérfano de
padre y madre, y que había muerto en santidad.

De repente, Joselito se acercó y me destapó la cara. Pensé que ahí terminaría la broma, pero al
parecer yo tenía la palidez de un cadáver, porque de inmediato me cubrió de nuevo. Me quedé
paralizado, contuve la respiración, sin hacer ningún movimiento. Era imprescindible que ganáramos
la apuesta.

Pronto los demás salieron. La puerta no tenía cerradura, pero escuché que le adosaron bastante nieve
y la apisonaron para que Joselito no pudiera abrirla, en caso de que se asustara. Cerca de esta
habitación había una casa en ruinas y los bromistas decidieron que podían quedarse allí, jugando
cartas. Habían decidido que si Joselito era presa del miedo, se pondría a gritar y entonces ellos
vendrían a abrirle la puerta. Pero Joselito Baran se mantenía firme. Yo veía, a través de la raída
sábana, cómo prendía un cigarrillo. Se acomodó sobre un balde volteado y sacó del bolsillo una
baraja de naipes.

Puede tratarse de una broma pero estar acostado en la habitación de los muertos, sobre la banca en la
cual se les hace el aseo, y además tener un par de veladoras encendidas a la cabecera, produce una
sensación extraña. Los latidos de mi corazón eran tan fuertes que me preocupó que Joselito los
pudiera oír.

–Señor, por el amor de Dios, no continúe con esa historia –dijo la anfitriona–. Es horripilante; me va
a dar miedo acostarme esta noche.

–Tontita –dijo el marido–, no se trataba de un muerto verdadero.

–De todas maneras me da miedo.

–Si te da miedo, reza antes de acostarte…

–No es una historia como para el Shabbes.

–Si así lo desea, no continuaré con el cuento –dijo el invitado–. Ustedes son una pareja joven.
Apenas están empezando a vivir.
–Raytsele, me estás poniendo en ridículo ante nuestro invitado –protestó el marido–. No se debe ser
tan cobarde. Al final todo el mundo se muere. Nosotros mismos algún día estaremos muertos.

–¡Ya calla!

–Les pido disculpas. Me iré a dormir –dijo el invitado.

–No, señor. Yo soy el anfitrión, no mi mujer. Si ella no quiere escuchar, que se retire de la mesa.

–Realmente no quiero crear un conflicto entre esposo y esposa –alegó el invitado–. Ustedes dos se
reconciliarán pronto y el rencor irá contra mí.

–No, lo mejor es que continúe con el cuento. Si a mi esposo le gusta, a mí también.

–El cuento le puede producir pesadillas.

–Cuente, cuente. A mí también me produce curiosidad.

–¿Por dónde es que iba? Ah, ya.

–Estoy acostado y veo a Joselito Baran a través de la sábana. Él está barajando las cartas, pero de
vez en cuando echa una mirada en dirección mía. Sé con certeza que tiene miedo y pienso que me
gustaría que esta broma acabara pronto. Cuando uno está acostado sin moverse, comienza a sentirse
un escozor en el hombro, en la cabeza, en la espalda. La saliva se acumula en la boca, y se siente la
necesidad de escupirla. ¿Cuánto tiempo se puede estar acostado como una piedra?

Me muevo un poquito y el silencio es tal que el banco sobre el que estoy acostado emite un chirrido.
Joselito gira la cabeza y las cartas se le caen del regazo. Comienza a echar vistazos hacia el lugar
donde estoy acostado y oigo con claridad que sus dientes castañean. Tengo ganas de estornudar, pero
me contengo con todas mis fuerzas. Me dieron ganas de levantarme y decir: “Joselito, te estamos
tomando el pelo”, pero me dio miedo que enloqueciera. ¿Para qué les sigo alargando el cuento? Solté
un gas.

Es imposible relatar lo que sucedió. Él pegó un brinco y emitió un bramido como el de un buey al
que están degollando. Yo me senté para decirle que todo era una broma, pero se me enredó la sábana
y se apagó la veladora. Escuché que algo se cayó, y sobrevino el silencio. Pensé que Joselito se había
desmayado y quise revivirlo, pero en la oscuridad no podía ver nada. Al comienzo de la broma no se
me había ocurrido proveerme de fósforos. Comencé a gritar con todas mis fuerzas. Me tropecé con
Joselito y caí. Lo toqué e inmediatamente supe que estaba muerto. Ese tipo de cosas se saben.

–¡Dios nos cuide y nos proteja de todas las cosas que pueden suceder en este mundo! –dijo la joven
anfitriona.

–Recuerdo que corrí hacia la puerta para tratar de tumbarla, pero la nieve apilada contra ella se había
convertido en hielo. Ahora era yo el que estaba con un muerto y en total oscuridad. Mis queridos
amigos, me desmayé del susto. Hasta el día de hoy no logro comprender cómo estoy vivo.
Solamente ahora es que comienza el verdadero enredo. Los que se encontraban dentro de la casa en
ruinas estaban tan absortos en el juego de cartas que se olvidaron por completo de la apuesta. De
repente uno de ellos se acordó y salieron a echarle un vistazo a la habitación. Me enteré de esto que
les estoy contando solamente cuarenta años después de los acontecimientos. Llegan al cuarto y se
dan cuenta de que adentro está oscuro. No había ventanas, pero las paredes tenían rendijas. Se ponen
a gritar: “¡Joselito! ¡Avrum Volf!”. Pero nadie responde. Quitaron rápidamente la nieve acumulada,
abrieron la puerta y por el fulgor de las estrellas vieron dos cuerpos. No llevaban linterna y la luna no
estaba brillando.

El grupo se componía de tres personas: mi hermano Bendit, Tévele Kashtan y uno que se llamaba
Berish Kirschner. Los muchachos nunca dejan de ser muchachos. Ante la muerte todos sienten
miedo. Se echaron a correr como locos. Berish Kirschner se cayó y se fracturó una pierna. Tévele
Kashtan corrió a golpear la ventana del rabino, que se había quedado estudiando hasta altas horas de
la noche. Tévele llegó medio congelado y se puso a tartamudear temblando.

Hasta que el rabino llamó al sacristán y mientras el sacristán despertó a los de la junta y estos se
abrigaron y lograron prender una lámpara, el amanecer fue llegando. Marcharon hacia el cementerio
y por el camino se tropezaron con Berish Kirschner, quien yacía ya sin vida. Como no se pudo
levantar, murió congelado.

–¡Dios santísimo!

Entre tanto, yo había despertado del desmayo y de alguna manera había llegado hasta mi casa.
Imaginé que allí encontraría a Bendit. Pero la casa estaba vacía. Bendit pensó que yo había muerto
del terror, y había escapado fuera de la ciudad. No se atrevía a presentarse ante nuestros padres. Esto
lo sé hoy. En ese momento solo sabía una cosa: Bendit no estaba por ningún lado.

En la ciudad se formó un escándalo. El rabino me mandó llamar con el sacristán, pero cuando lo vi
llegar me escondí en el tejado. Los parientes de Berish Kirschner, que eran todos carniceros, le
propinaron tremenda golpiza a Tévele Kashtan. Casi le aplastan los pulmones. Yo me mantuve
escondido durante dos días, esperando que Bendit regresara; pero al tercer día, cuando debían
regresar mis padres de Izbice, empaqué mis cosas en una bolsa y me fui de la ciudad. No podía
enfrentar a mis padres y tampoco estaba dispuesto a escuchar sus gritos y lamentaciones. El pueblo
ya se había enterado de que yo me había hecho el muerto y entonces me echaron a mí la culpa de
todo. Joselito Baran tenía una familia numerosa, varios matones en ella, que me convertirían en
picadillo.

Me fui a Lublin, y allí me empleé y tomé una habitación en arriendo donde un panadero, pero amasar
esas cantidades de pan me partía la espalda. Además, me eché de enemigos a los otros empleados de
la panadería porque no quería jugar dominó con ellos. Trataron de conseguirme esposa, pero las
candidatas no me gustaron. Adicionalmente, todos querían conocer mi pasado: de dónde venía, quién
era mi padre, pero como me hacía el tonto, llegaron a convencerse de que era bastardo. Todo el
tiempo tenía la esperanza de poder encontrar a mi hermano. Lo buscaba en todas partes: en las
sinagogas, en los bares, en las tiendas.
Vivía en ese entonces en Lublin un músico al que llamaban Dudye. Él tocaba con su grupo en todos
los eventos matrimoniales. Los invitados se emocionaban mucho oyendo tocar a Dudye. Pero tuvo
problemas con el grupo y decidió salirse. Como no tenía esposa, empezó a viajar por ahí. Ya nos
conocíamos porque nos habíamos tomado unos tragos, de manera que acepté ser su conductor. Al
comienzo solo viajamos a los pueblos vecinos. Con el tiempo recorrimos toda Polonia.

Yo buscaba a mi hermano por todas partes. Interrogaba a todo el que se me cruzaba: “¿Habrá visto
usted por casualidad a una persona que es… (y le describía a mi hermano)?”. Pero nadie lo había
visto. Mientras Dudye se desempeñaba en su oficio, nos iba de maravilla. En las fiestas de
matrimonio el ambiente es agradable. Llegan de viaje los consuegros y los invitados. Mientras se
canta, se juega y se baila uno olvida todas las amarguras. Escuché tantos versos de los que amenizan
las bodas, que, al final, yo mismo estaba improvisando rimas. Si en algún pueblo perdido no había un
animador para el festejo matrimonial, yo asumía el papel. Pero Dudye comenzó a apagarse a medida
que pasaban los días y empezaron a temblarle las manos. En uno de esos festejos se cayó y hasta allí
llegó Dudye.

Para contarles lo que me sucedió después, tendría que quedarme sentado aquí con ustedes un año
entero. También me casaron, pero no funcionó. Me emparejaron con una solterona y ella se me pegó
como un hambriento a la comida. Me da hasta vergüenza hablar de eso. Era tísica, y los que sufren de
tuberculosis no tienen ninguna limitación. De noche porque es de noche y de madrugada porque es
de madrugada.

Un tío de ella me enseñó a retorcer las cuerdas para fabricar lazos. No era un oficio muy complicado,
pero solo se podía hacer fuera de la casa y cuando hacía buen tiempo. Cada vez que estaba afuera, en
mi oficio, ella salía y me llamaba:

–Avrum Volf, venga adentro.

Y cada vez era con otra excusa. Los pulmones enfermos producen fiebre y esa fiebre se sube al
cerebro. Siempre había gente alrededor que escuchaba y se reía. Los niños la imitaban burlándose:

–Avrum Volf, venga adentro.

Si me demoraba, comenzaba a toser y a escupir sangre. Quise divorciarme, pero ella no quería por
nada del mundo. En el pueblo no existía una autoridad que pudiera hacerlo y era necesario
desplazarse a otro pueblo.

Sufrí esa situación durante casi cinco años. En el último ella se mantenía más en la cama que en pie.
Pero cada vez que mejoraba un poco, volvía con la misma tonada. ¿Cómo se puede explicar este tipo
de cosas? El último día se sintió mucho mejor. Se levantó de la cama como si estuviera sana y dijo
que estaba dispuesta a viajar para que la examinara un médico. Le alcancé un vaso de leche, que ella
se tomó. Su cara adquirió colores y se veía más bonita y más joven que el día del matrimonio. Salí a
seguir trabajando en mis lazos. Al regresar vi que estaba dormida. Me acerqué y no la oí respirar. Así
se apagó.
Después de su muerte me propusieron toda clase de esposas, pero ya no me interesaba. Ya no podía
permanecer por más tiempo en la ciudad. Vendí muy barata la casa y su contenido, además de la
rueda de trenzar y el poco yute que tenía, y me fui a recorrer el país. Si el corazón está atribulado, es
difícil quedarse en el mismo sitio. Los pies te arrastran. Si uno está solo, ¿qué necesita? Un pedazo
de pan y un lecho para la noche. Los judíos confían. En todas las ciudades hay un alma bondadosa.
La gente como ustedes acoge huéspedes. Seguía buscando a mi hermano, pero ya había perdido la
esperanza.

Está escrito en algún libro sagrado que el Mesías llegará cuando los judíos se hayan desalentado de
esperarlo y así sucedió conmigo: llegué a un pueblo llamado Szikhlin y me di cuenta de que mis
botas estaban hechas una ruina. Me puse a preguntar por un zapatero que trabajara bien y barato. Me
señalaron una callecita que subía por la colina. Llegué hasta allá y vi, de lejos, al zapatero sentado
sobre un taburete, trabajando concentrado. Me acerqué y él levantó la cabeza: era mi hermano
Bendit.

Cada vez que hablo sobre este encuentro no me puedo contener y me pongo a llorar. Es como el
reencuentro de José y sus hermanos en la Biblia. Yo lo reconocí de inmediato, pero no él a mí. Quise
decírselo, pero primero debía asegurarme de su identidad. Le pregunté: “¿De dónde es usted?”. Y él
contestó de mala gana: “¿Usted vino a charlar o quiere que le arregle las botas?”. Tan pronto
pronunció esas palabras supe que se trataba de Bendit. Entonces le pregunté: “¿Es usted de la región
de Lublin?”. Y me contestó: “Sí, en efecto”. “¿De Hrubieszow?”. Se quedó algo perplejo y preguntó:
“¿Quién es usted?”. Entonces le dije: “Le traigo un saludo de su hermano”. La bota que estaba
remendando se le cayó de las manos. “¿Cuál hermano?”, preguntó, y yo le contesté: “De su hermano
Avrum Volf”. “¿Avrum Volf vive?”, preguntó él, y ahí sí le confesé: “Yo soy Avrum Volf”.

Se levantó del taburete y se echó a llorar, como si fuera el día de Yom Kippur. La esposa salió de la
casa, descalza y con un vestido raído. Llevaba un balde en la mano, que le cayó a los pies. Lo
primero que pregunté fue cómo estaban nuestros padres. Y él me respondió consternado: “Ya ambos
están en el otro mundo. Nuestro padre murió ese mismo año. Nuestra madre le sobrevivió un tiempo,
con muchos sufrimientos”. Mi hermano se enteró de estos hechos varios años después.

–¿Su hermano aún vive? –preguntó mi anfitrión.

–No lo sé. Quizás. Me quedé allí una semana. Después recogí mis cosas y me fui. Con lo que ganaba
ni siquiera tenían suficiente comida para ellos dos.

–¿Por qué no intentó hacerles saber a sus padres que seguía con vida?

–Tenía miedo. Me daba vergüenza. Yo mismo no lo sé. Ellos habían perdido dos hijos al mismo
tiempo.

–¿Por qué no les escribió una carta?

–¿Quién sabe? No escribí. No sé escribir.

–Se le puede pedir a alguien que lo haga.


–Sí.

–¿Cómo se explica eso? –preguntó el anfitrión.

El invitado no contestó.

La anfitriona sacó un pañuelito y se secó los ojos.

–¿Por qué se comporta así la gente? Raytsele, tomemos una taza de té.

El invitado levantó la cabeza:

–¿Me pueden invitar a un trago?

–Claro. Tome lo que quiera.

–No soy un borrachín, pero si se siente un peso sobre el corazón es mejor tratar de aliviarlo. ¡Salud!
Ojalá que nunca les suceda una desgracia.

El invitado apuró el trago y volteó la copa sobre la mesa. Le pasó como un escalofrío. Empujó la
botella y dijo:

–Esta historia no se la vuelvo a contar a nadie.

Esto me lo contó un escritor judío, no de los conocidos sino de aquellos que de tiempo en tiempo
publican un libro con su propio dinero. Cuando lo conocí en Buenos Aires, fue la primera vez que oí
mencionar su nombre, pero él me hizo saber que ya había publicado dos cuadernos de poemas y que
la prensa local lo había reseñado un par de veces, además de un semanario en México o quizás en
Río de Janeiro.

Era un hombrecillo pequeño, calvo, de patillas grises, de cara arrugada, que recordaba a una criatura
recién nacida. A pesar de ser un día de verano llevaba puesto un abrigo manchado. Durante muchos
años fue vendedor ambulante. Le sobrevino una artritis y no pudo seguir cargando el bulto de puerta
en puerta; le quedaron algunos clientes que venían a comprarle a su casa, y de esta manera lograba
sostenerse. Vivía en alguna calle apartada, en casa de unos españoles. Su pequeño cuarto no tenía
ventanas, sino una puerta a un patio, y estaba lleno de libros, periódicos viejos y trapos.

Se me acercó y prácticamente me obligó a prometerle que iría a visitarlo. Para llegar a su casa había
que hacer tres cambios de autobús. Prometió contarme una historia extraordinaria, un relato que
nunca antes había contado a nadie.

–Si yo fuera un prosista, y no un poeta, lo escribiría yo mismo –argumentaba–. Pero no soy cuentista.
Hay gente que dice que tampoco soy un poeta, pero esa ya es otra discusión. Por otra parte, si
realmente fuera un buen poeta, ¿quién me necesitaría? ¿A quién le sirve, verdaderamente, la poesía?
A nadie. La mayoría de los escritores en yiddish se han visto obligados a caminar mucho para poder
vender sus propios libros. Los que compran no leen; simplemente guardan los libros en el sótano.
Incluso en español es difícil vender más de quinientos libros por impresión. ¿Usted fuma? ¿No? Un
hombre con suerte. El médico me prohibió fumar, pero no puedo dejar de hacerlo. Esta es,
prácticamente, mi única satisfacción, fuera de...

Las últimas palabras me hicieron sentir vergüenza. Me parecieron exageradas.


–¿Por qu&e...

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