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ORIGINALIDAD DE ISRAEL

El corazón del judaísmo

Amor y obediencia

Circuncisión e instrucción

La familia

La oración

La sinagoga

El calendario

La vida en Palestina

Organización política

El Templo

Sacerdotes y levitas

La liturgia del Templo

Liturgia del Sábado y de las fiestas

Un Estado en el Estado

La vida cotidiana en los campos

Cultivadores y artesanos

Obreros y esclavos

Viajes y peregrinaciones

La vida en el Imperio Romano

Los centros de la Diáspora

Una máquina formidable

Encuentro con Grecia

Religiones

Lenguas y cultura

Arquitectura y urbanismo

Cosechas y comercio

Las ciudades
La familia, la enfermedad y la muerte

Un choque cultural

Las consecuencias de una singularidad

¿Podía un romano hacerse judío?

El corazón del judaísmo

Lo que caracteriza al judaísmo es un conjunto de creencias y de ritos, un


patrimonio religioso, cultural y social que da sentido a toda la existencia.
Inseparablemente ligado a la historia de un pueblo, el Judaísmo ha sido modelado
tanto por la palabra de Dios, transmitida incansablemente por sus profetas y guías
espirituales, como por el choque de los acontecimientos que han hecho esa
historia. Así es como la Torah entregada por Dios a Moisés es junto con la Tradición
oral la roca en la que se asentó el judaísmo a lo largo de los siglos. En torno a
estas dos fuentes convergentes se fue articulando la vida cotidiana de Israel en sus
diferentes componentes familiares, sociales y religiosos; Jerusalén y su Templo
hasta el año 70 de nuestra era constituyeron su centro y permanecieron como la
figura de los tiempos mesiánicos y del mundo futuro.

Amor y obediencia
Un texto del Deuteronomio resume al parecer la originalidad del ideal judío: ¿Qué
te pide Yavé tu Dios? Simplemente temer a Yavé tu Dios, caminar por todos sus
caminos, amarlo y servirlo con todo tu corazón y con toda tu alma. (Dt 10,11-13).

El amor del hombre por su Dios se verifica por la fidelidad a las observancias de la
Ley. Pero, con el tiempo, los Maestros de la Ley no cesaron de agregar y de volver
a agregar nuevas prescripciones de tal modo que, a comienzos de la era cristiana,
se llegaba a una lista de 613 prescripciones a las que los judíos religiosos se
atenían con una fidelidad digna de elogio.

Circuncisión e instrucción
Practicada en el recién nacido a partir del octavo día, la circuncisión era el signo de
la pertenencia al pueblo judío, lo que se entendía tanto en su dimensión geográfica
como en su arraigo histórico, ya que el texto sagrado relaciona su origen con
Abraham (Gén 17, 9-14).

Cuando el niño ya había crecido, su padre lo instruía, conformándose en eso con


una de las principales prescripciones del Deuteronomio (Dt 6,7). Esta enseñanza
versaba sobre la historia de las maravillas que Dios había realizado a favor de su
pueblo y sobre la manera como Israel del había de recordar esas hazañas de Dios y
dar gracias por ello. Más tarde, en una fecha que es difícil determinar, el rito de la
Bar-Mitzva vendrá a sancionar y consagrar esa enseñanza de la Ley.

Esa obligación que tenía el padre de instruir a sus hijos iba a tener muy
rápidamente como consecuencia para cualquier muchacho judío, fuese cual fuere
su condición social, el aprendizaje de la lectura. El padre no era el único
responsable de velar porque esta obligación se cumpliera sino que también la
comunidad se interesaba en ella; fue así como a partir de la segunda mitad del
primer siglo de nuestra era, un rabino, Yeshua ben Gamla, hizo que se abrieran
escuelas en todas las ciudades del imperio en donde se habían establecido las
comunidades judías.
Por su parte, la madre se encargaba de la educación de las hijas.

De ese modo la familia judía estaba profundamente inmersa en la creencia y las


prácticas de un pueblo al que Dios había llamado y puesto aparte entre todos los
demás pueblos de la tierra. Esta elección divina y este sentido de la pertenencia a
un pueblo son los constituyentes de la conciencia judía. Es por eso que será
constantemente reafirmado el arraigamiento a una tribu, un clan, una familia; para
convencerse de ello basta con ver el lugar que ocupan la genealogías en los relatos
bíblicos y la solidaridad que se ejerce entre los miembros de una misma familia en
las pruebas tanto cotidianas como más trágicas.

La familia
Sin ser una regla absoluta, la monogamia se impuso en Israel a lo largo del período
real y se convirtió en la norma: es muy probable que la revelación del amor divino
transmitida por los profetas haya estado en el origen de este paso de la poligamia,
que era corriente durante la época nómada, a la monogamia. Siempre será el
ejemplo de la fidelidad sin fallas de Dios lo que justificará en Israel la fidelidad
conyugal exigida tanto al hombre como a la mujer y la severidad de los castigos
infligidos a los infractores de ambos sexos.

El hombre y la mujer tienen cada cual su lugar, tanto en la vida familiar como en la
vida pública. Si la mujer debe ser al servicio de su marido discreta, eficaz y
afectuosa, y velar por el buen orden de su casa (Pro 31,27), el marido por su parte
debe reservarle sus alabanzas (Pro 31,28).

La familia es el primer lugar en donde se vive la adhesión de Israel a su Dios y es


en este marco familiar donde tienen lugar los primeros ritos encargados de
expresarla: la liturgia del sábado.

Cuando el sol se esconde en el horizonte el viernes por la tarde, la mujer prepara la


mesa y pone sobre un mantel bordado los dos panes rituales, luego enciende dos
velas y las lámparas de la casa, pero será al marido a quien corresponderá
bendecir la copa de vino y el pan. Hombres y mujeres se dirigen a la sinagoga,
pero sólo los hombres son admitidos a hacer la lectura o a dirigir la oración. El
sábado es para la familia judía como las arras del mundo futuro y la realización de
la palabra del salmo: “Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo iré pues a
presentarme delante de Dios?” (Sal 42,3).

La oración
Según el caso alabanza, súplica o acción de gracias, la oración enmarca toda la
vida del judío, desde que se levanta hasta que se acuesta. Está prescrita tres veces
al día y el tratado de las bendiciones precisa en qué momentos: por la mañana, al
mediodía, y “cuando se cierran las puertas de la noche”. El “Shema
Israel” (recuerda Israel) es la pieza maestra de esta oración: proclama la fe de
Israel en el Dios Único, el amor sin reservas de ese Dios como fundamento de la
religión, y la fidelidad a sus mandamientos como respuesta a su amor. Esta oración
quedará definitivamente establecida después de la primera rebelión judía;
comprende dos fragmentos del Deuteronomio (Dt 6,4-9 y 11, 13-21) y una
exhortación final sacada de los Números (Núm 15,37-41).

Pero el judío, cuya conciencia de pertenencia a un pueblo es tan fuerte, no puede


contentarse con una oración personal o incluso familiar, deja pues un gran lugar a
la oración comunitaria de la sinagoga.

La sinagoga
Si bien no se sabe nada exacto sobre los orígenes de la sinagoga, se puede suponer
que fue dentro del contexto de la cautividad en Babilonia cuando se adquirió la
costumbre de reunirse para la oración y el estudio de la Ley. El movimiento
comenzó a desarrollarse primero en las comunidades dispersas de la Diáspora y
continuó más tarde en Palestina a la vuelta del cautiverio: lo cierto es que en la
época de Cristo la institución estaba perfectamente ajustada y que se hacía
remontar sus orígenes a los tiempos antiguos (He 15,21).

La sinagoga era en general de plano rectangular con tres naves. Un nicho al fondo
del edificio, la Teva, estaba cubierto con un paño de terciopelo azul bordado en
oro; allí se guardaban los rollos de la Torah. Delante de este nicho ardía una
lámpara. En el centro de la sala de oración había un estrado, cuyo nombre recuerda
los estrados oficiales del imperio romano, el Bima, en el centro del estrado había
una mesa en la que se depositaba el rollo sagrado cuando se hacía la liturgia
sinagogal. Formaban parte de los objetos rituales de la sinagoga el candelabro de
siete brazos, los diversos vasos, el Shofar (trompeta de cuerno de carnero que se
utilizaba para el día del Año celebrado el primero y el segundo mes de Tishri y para
el día de Kippur, el día del perdón).

La liturgia sinagogal ha continuado siendo fundamentalmente la misma desde el


período antes de Cristo. Se divide en dos: un tiempo para la oración y un tiempo
para la enseñanza. Después de la oración “ Shema Israel ” que estaba rodeada de
oraciones de bendición, seguían los “ Shemoné esré ” (las “dieciocho” bendiciones)
que eran recitadas por el que presidía, y a las que los participantes respondían con
un Amén. Mientras las tres primeras y las tres últimas son de alabanza, las doce
bendiciones centrales son oraciones de perdón o de súplica. Antes de la última
alabanza se pone la bendición extraída del Libro de los Números (Núm 6,24-27).

Concluida esta primera parte de la liturgia, se escucha un pasaje de la Ley escogido


según un orden predeterminado de tal manera que se reparta su lectura a lo largo
del año. El día del Sábado se agrega la lectura de un texto profético. Es así como
son leídos cincuenta y dos pasajes de los profetas según un orden anual inmutable;
luego podían ser objeto de un comentario homilético (Cf Lc 4,16-30).

El calendario
La fecha de la creación (7 de octubre de 3760 A.C.) marca el comienzo de la era
judía. Al igual que todos los calendarios antiguos se procuraba, para respetar el
ciclo de las estaciones, hacer concordar el período lunar con la revolución de la
tierra alrededor del sol. En este caso, se agregaba siete veces durante diecinueve
años un mes lunar suplementario a los doce meses habituales del año. No hay
pues, por este hecho, una correspondencia estable entre las fiestas judías y el
calendario gregoriano que se usa actualmente.

Por otra parte, el calendario tenía dos puntos de partida: el año civil comenzaba en
otoño junto con el reinicio de las actividades agrícolas, mientras que el año
religioso comenzaba en primavera: así era como el ciclo de las fiestas de la
Creación y del Juicio comenzaba con el Día del Año que se celebraba el primer día
del primer mes del otoño, y las fiestas de la Salvación comenzaban con la Pascua
(o Ázimos) que se celebraba el primer mes de primavera. El calendario le recordaba
a cada israelita que era hijo de la tierra (ese es el sentido de la palabra Adán ) y
salvado para Dios.

Entre las fiestas que incluía el calendario de Israel, algunas revestían una
importancia mayor y se celebraban tanto en la casa como en la sinagoga mediante
ritos específicos, ya fuera en Palestina ya fuera en la diáspora.

Rosh Hashannah

Es el día del año, primer día del mes de Tishri, que en la Torah lleva el nombre de
fiesta de las Aclamaciones con motivo de las prescripciones del Levítico que le
conciernen (Lev 23,24). El sonido del Shofar (cuerno de carnero) evoca los sonidos
de trompeta del Sinaí, porque el hombre creado por Dios no puede olvidar el día del
Juicio que viene. El Rosh Hashannah es un día de advertencias solemnes que abre
los Yamin Noarim (las fiestas terribles) y prepara la fiesta siguiente del 10 de
Tishri.

Yom Kippur

El diez del mes de Tishri es el Día del Perdón (Lev 23,26). Ese día de penitencia
estaba marcado por un ayuno absoluto y por la abstinencia de cualquier trabajo o
actividad. Durante todo el día, subía de cada sinagoga a Dios una ardiente súplica;
la mayoría de los hombres, vestidos de blanco como el rabino, repetían la gran
oración Avinu, Malkénu (Nuestro Padre, Nuestro Rey) y leían a Jonás y algunos
textos de Isaías.

Pero cuando llegaba la tarde, cada cual retornaba a su casa, confiando en el


perdón, fruto de la infinita misericordia de Dios y se podía entonces hacer estallar
su alegría en una cena festiva.

Sukkot

El día quince de ese mes de Tishri, al comienzo del otoño, antes de la llegada de las
primeras lluvias, se celebra la fiesta de las Tiendas (Sukot en hebreo). Esta fiesta
que fue agrícola en sus comienzos había integrado el recuerdo de la estada en el
desierto, por eso se pasaba toda la semana en chozas o en cabañas de ramas, que
se construían en el jardín o en la terraza, y cuyo primer palo se había instalado la
tarde del Yom Kippur. Ese día se cantaba el Gran Hallel (Sal 113 a 118) agitando
con la mano derecha, en las cuatro direcciones, un ramo de palmas, de mirto, y de
ramas de sauce amarradas entre sí, que se llamaba lulav, y con la mano izquierda,
el Ethrog fruto del Cédrat (una especie de limón verde). Fiesta del agua y de la luz,
la fiesta de las Tiendas traía consigo la esperanza mesiánica de Israel y entonces se
aclamaba el famoso “¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en el nombre del Señor!”

Pessah (La Pascua)

Esta fiesta conmemoraba la salida de Egipto, pero a partir de la reforma de Josías


pasó a ser sólo una con la fiesta de los Ázimos, que había nacido del paso de la
vida nómada a la vida agrícola una vez que se instalaron en Canaán.

Para todos los que vivían en la Diáspora o incluso en Palestina pero fuera de la
Ciudad santa, el Sede , cena que se celebraba la primera tarde de la semana
pascual, era el rito principal de esta fiesta. Durante la cena se leía el texto
referente a la salida de Egipto: el padre de familia les enseñaba a sus hijos el
sentido de los panes ácimos, del hueso asado, de las hierbas amargas, del pastel
de manzanas, de la nuez mezclada con vino y canela, del huevo duro, que son
otros tantos alimentos simbólicos que recuerdan las diferentes facetas del
acontecimiento pascual. Luego venían las oraciones y bendiciones. Como los
corderos no podían ser inmolados más que en el Templo, sólo en Jerusalén la cena
pascual incluía cordero asado.

Shavuoth (Pentecostés)

Siete semanas a partir del día en que se había comenzado a segar el trigo (de
hecho se había determinado arbitrariamente ese día en la fecha de la Pascua) se
celebraba la fiesta de Pentecostés (Dt 16,9). Esa fiesta, que en su origen fue
agrícola, se extendía toda la semana; también se había transformado en la fiesta
del Don de la Ley en el Sinaí. Por eso era destacada en la Sinagoga con la lectura
de las Diez Palabras (el Decálogo) y con una noche de estudio de la Torah.

Hanukka

Esa fiesta, que fue instituida a mediados del siglo segundo antes de Cristo, fue
establecida el 25 Kislev (Noviembre-Diciembre). Recuerda la purificación del templo
llevada a cabo por Judas Macabeo en Diciembre de 164 a.C. después de que fue
profanado por Antíoco IV Epífanes. Durante los ocho días, tanto en casa como en la
sinagoga, se encendían una a una las ocho velas del candelabro de Hanukka el que,
a diferencia de la Menorah, tenía nueve brazos: de estos ocho son iguales y uno es
diferente, más alto, más bajo, poco importa, pero distinto a los demás. Una alegre
leyenda cuenta en efecto que la candela del santuario fue milagrosamente
encontrada encendida en el templo profanado, y que con ella se habían prendido
las velas durante los ocho días de la dedicación.

La vida en Palestina

Organización política
De la independencia a la colonización

La llegada del romano Pompeyo a Siria marcó el fin del reino seléucida y, para
Hircano II en Jerusalén la pérdida de su poder real y sacerdotal. Durante las luchas
que siguieron, Herodes, hijo de Antipatros, supo granjearse el favor del senado
romano que lo nombró rey de Judá.

Herodes gobernaba, pero Roma vigilaba. Al morir Herodes, Roma sólo le dejó a
Herodes Antipas el título de tetrarca de Galilea, mientras que Judea recuperó su
condición de provincia romana.

Reino aliado

Herodes tenía una total independencia en la gestión de su territorio, siempre que


sus decisiones no contravinieran la política imperial: respetó las sensibilidades
judías (en sus monedas no figuraba ningún ser animado), construyó varias
ciudades entre ellas Tiberíades que dedicó al emperador y a su familia. Tenía poder
para percibir impuestos y tener un ejército, siempre que usara este poder bajo el
control de Roma.

La Judea, provincia romana

Preocupado de no ofender a las instituciones judías, el prefecto de Judea dejaba a


los tribunales de provincia y al Sanedrín su poder judicial y él se reservaba el
derecho de decidir la pena capital. Dada la importancia del Sanedrín, que hacía las
veces de representante de los judíos ante el poder romano, el prefecto se
reservaba también la elección del Sumo Sacerdote.

Herodes había oprimido al pueblo de Palestina con el fin de realizar sus


desmesurados proyectos: agrandamiento del Templo, construcción de Cesarea
junto al mar y de su puerto, Sebaste, restauración de las fortalezas asmoneas, el
palacio Herodión, etc. Necesitó además una importante fortuna para satisfacer su
vida derrochadora y sus regalos a los grandes del momento. Después de su
muerte, Roma exigió el pago de esos impuestos y tasas, que se agregaban a las
rentas exigidas por el Templo. Esos impuestos eran recolectados, de común
acuerdo con el gobernador romano, por el Sanedrín, al que secundaba un ejército
de publicanos.

El Templo
Hasta su desaparición, ese Templo fue el lugar a donde “subían las tribus de
Israel”. Ese era el lugar que Dios había elegido para que habitara su Nombre (1Re
8,29).

Desde el reinado de Salomón y hasta el año 70 de nuestra era, o sea por casi 1000
años, el Templo estuvo en la “montaña santa” en pleno corazón de Jerusalén. Su
presencia sólo se vio interrumpida por la destrucción de la Ciudad Santa el 586 y
durante los cincuenta años de cautiverio en Babilonia.

Por medio del ordenamiento concéntrico de los diferentes atrios, agrupados


alrededor del Santo de los Santos, la arquitectura del Templo de Jerusalén
expresaba en el espacio la visión que la revelación del Antiguo Testamento
proponía de la marcha de la historia. En el centro de la tierra, que pertenece a
Dios, hay una tierra que Dios dio en herencia a su pueblo (1Re 8,36). Y en el centro
de esa Tierra prometida está Jerusalén, la ciudad que Yavé se escogió para que allí
habitara su Nombre (Sal 87,2). Por último, en el corazón de esa ciudad, se halla la
Morada de Dios, en la Santa Montaña.

El agrandamiento de la explanada del templo, establecida a la vuelta del cautiverio


de Babilonia, fue obra de Herodes. Como, por el sur, se encontró con un terreno
con un fuerte declive, hizo descansar la explanada que avanzaba en desplome
sobre bóvedas que, una vez amuralladas, pasaron a constituir salas cuyo uso varió
con el tiempo. Hacia el norte, en cambio, el terreno ascendía para formar la colina
de Bethesda. Allí, en vez de hacer un terraplén, fue necesario tallar la colina.
Herodes utilizó la colina así remodelada para poner allí la fortaleza Antonia; al
dominar el Templo, aseguraba su vigilancia.

Al oeste, un viaducto, al sudoeste una escalera sostenida por un macizo cúbico


proporcionaban un acceso directo al Templo.

La explanada del Templo formaba un rectángulo de aproximadamente unos 500


mts por un poco menos de 300 mts. La parte exterior estaba abierta a todos, pero
una inscripción en griego amenazaba de muerte a cualquier “no judío” que se
atreviera a franquear el muro que separaba el patio de los gentiles de la zona
reservada a Israel. La entrada principal de ese segundo patio estaba al este, era la
Puerta Hermosa, que daba acceso al patio de las mujeres.

Cuatro pequeñas edificaciones ocupaban las esquinas del patio de las mujeres: dos
sacristías, para las reservas de leña y de aceite, y dos edificaciones rituales, una
para la autenticación de los votos y otra para la purificación de los leprosos (Mt 8,4
y Hech 21,17-24).

Después de atravesar el patio de las mujeres, los hombres pasaban una segunda
puerta, llamada puerta de Nicanor; estaba precedida por una escalinata
semicircular de quince escalones. Se entraba entonces en el patio de Israel. Allí se
encontraban el altar de los holocaustos y su rampa de acceso, los arcos para
degollar a los animales y los ganchos para descuartizarlos; se admiraba la Santa
Morada con su vestíbulo, el Santo y, detrás de una cortina de separación se
imaginaba al Santo de los Santos. En esta última pieza, vacía, entraba el Sumo
sacerdote una vez al año para la fiesta del gran perdón. Al costado sur del patio de
Israel se ubicaba la sala del Sanedrín, y al costado norte, diversas salas destinadas
al servicio del Templo.

Hasta su desaparición, este Templo fue el lugar a donde “ subían las tribus de
Israel ” y donde oficiaban sacerdotes y levitas según un ritual del cual el Levítico
nos entrega una descripción detallada (Lev 1-7).

Sacerdotes y levitas
El Primer Libro de las Crónicas relaciona a los sacerdotes y levitas con los hijos de
Leví. Los primeros descienden de los dos hijos de Aarón: Eleazar e Itamar; los
segundos, de otras ramas de la tribu. En tiempos de Esdras, los sacerdotes estaban
repartidos en 24 clases de a 300, las que aseguraban por turnos el servicio del
templo durante una semana. Durante las tres grandes octavas del año, Pascua,
Pentecostés y Tiendas, la abundancia de los sacrificios demandaba la presencia de
7.200 sacerdotes. Los Levitas, encargados de empleos subalternos, más numerosos
aún, se repartían en 24 clases.

Con respecto a esta división entre sacerdotes y levitas, véase en la Historia de


Israel la sección: El reino de Judá, la reforma de Josías. Impedidos de acceder al
altar, numerosos levitas encontraban un empleo más grato en los servicios anexos:
administración del Templo, tribunales encargados de las cuestiones religiosas.
Otros recorrían los campos para enseñar al pueblo, mientras que algunos de ellos,
en Jerusalén, aseguraban el comentario de la Ley.

Este numeroso clero estaba bajo la autoridad del Sumo Sacerdote. Cuando Roma
impuso su autoridad, el gobernador romano otorgaba la investidura a los sumos
sacerdotes de su elección.

La liturgia del Templo


Antes de las primeras luces de la aurora los sacerdotes eran despertados por uno
de los vigilantes nocturnos. La suerte designaba entre los voluntarios a aquellos a
los que les correspondería la ofrenda del sacrificio de la mañana. Después de haber
limpiado y preparado el altar, la suerte determinaba también la repartición de las
diferentes tareas, y cuando apuntaba el día, se daba la orden de ofrecer el
sacrificio, mientras se abría la puerta del Santuario. Los sacerdotes encargados de
esas funciones inmolaban el cordero, esparcían su sangre alrededor del altar y
depositaban los trozos de la víctima, las tortillas de harina y el vino de las
libaciones en la rampa del altar. Otros sacerdotes tomaban esas ofrendas y las
ponían sobre el altar, de donde se habían sacado carbones encendidos que
servirían para el sacrificio del incienso celebrado sobre el altar interior. Este
sacrificio cotidiano terminaba con la bendición del pueblo dada por todos los
sacerdotes presentes que pronunciaban al unísono, con los brazos extendidos, los
últimos versículos del capítulo 6 del Libro de los Números Véase Sir 50,12-20). Esa
bendición se daba sólo en la mañana. A lo largo del día se sucedían los sacrificios
solicitados por los fieles por un motivo u otro: ofrendas voluntarias, sacrificio de
comunión o por el pecado, presentación de un hijo, purificación de una mujer que
había dado a luz, reconocimiento de la curación de un leproso, cumplimiento de un
voto, etc.

Hacia la hora de nona (las tres de la tarde), se celebraba el segundo sacrificio


cotidiano, de acuerdo a un rito semejante al de la mañana.

Liturgia del Sábado y de las fiestas


El día sábado, el sacrificio habitual era seguido por la ofrenda de dos corderos,
mientras se cantaba el capítulo 32 del Deuteronomio ejecutado por los levitas
cantores.

Durante la semana anterior a la fiesta del Yom Kippur, el Sumo Sacerdote iba a
residir en los anexos del Templo. Después de una noche de vigilia en la que pedía
que le leyeran numerosos textos de la Biblia, en cuanto aclaraba el alba, celebraba
el primer sacrificio cotidiano; luego se revestía con la santa túnica de lino, se ponía
calzoncillos de lino, se ceñía con un cinturón de lino y se ponía en la cabeza un
turbante de lino. Después de haber lavado todo su cuerpo con agua, se revestía de
los sagrados ornamentos (Lev 16). Luego celebraba la liturgia expuesta en detalle
en este capítulo. El chivato “para Azazel que debía ser enviado al desierto era
precipitado de lo alto de un acantilado rocoso, en el valle del Cedrón.

El primer día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes bajaban a la piscina de Siloé
para sacar agua en una cubeta de oro, subían al Templo, entraban a él por un paso
secreto y derramaban el agua como libación sobre el altar. Y este ritual se repetía
cada día de la semana. Los peregrinos daban entonces rienda suelta a su alegría,
agitando sus lulab (palma a la que le añadían ramas de sauce y de mirto y
un cedrat , especie de limón verde) y cantando el Gran Hallel (salmos 113 a 118).
Cuatro candelabros de oro, encendidos en el patio de las mujeres, iluminaban toda
la ciudad; esta era a la vez la fiesta del agua y la de la luz, a la que el salmo 118
daba una connotación mesiánica.

El ritual de Pascua en el Templo tenía la particularidad de que los mismos fieles


inmolaban su cordero, pero como sólo los sacerdotes podían derramar la sangre del
sacrificio en el altar, esta inmolación de los corderos exigía la presencia de todo el
clero.

Cuando la víspera de la Pascua caía un viernes, el sacrificio cotidiano se adelantaba


una hora debido a la abundancia de corderos que había que inmolar y para
permitirles a la gente que los asaran antes de la noche en que comenzaba el
descanso sagrado del sábado. Así fue como Jesús, el Cordero de Dios, fue inmolado
en el madero de la Cruz a la misma hora en que comenzaba la gran inmolación de
los corderos.

Un Estado en el Estado
La fuerza simbólica de los templos en las sociedades religiosas del Cercano Oriente
antiguo le permitió al clero, muchas veces, constituirse en un estado dentro del
Estado. No es por tanto sorprendente que el templo de Jerusalén y su clero se
hayan visto involucrados tan de cerca en los acontecimientos de la Primera
Revuelta judía entre los años 66 -70 de nuestra era.

La construcción del Templo que en tiempos de Jesús había necesitado de 46 años


de trabajo (Jn 2,20), movilizó a 18.000 obreros según el historiador Flavio Josefo.
Solamente los sacerdotes estaban autorizados para entrar en determinadas partes
del Templo (patio de los sacerdotes y Santuario); por eso fueron sacerdotes
quienes, después de haberse entrenado en el arte de la carpintería y de la
albañilería, ejecutaron los trabajos en ese sector. Esta construcción, pues, fue una
de las más importantes de la época y dio trabajo durante decenios a cerca de
20.000 trabajadores.

A la administración de esa empresa se añadía la de los fondos que llegaban al


Templo mediante el impuesto pagado tanto por los judíos de Palestina como por los
de la Diáspora (Mt 17,24). A éste se agregaban los dones espontáneos de los fieles
especialmente durante las fiestas de peregrinación. Por último el Templo cumplía
además con la función de Caja de Ahorro y en base a ese título mantenía un tesoro
paralelo considerable (2Ma 3,6).

La construcción y las finanzas estaban bajo la alta responsabilidad del sumo


sacerdote y de su ayudante el Comandante del Templo. Roma debía pues contar
con el Templo y su clero, pero estos últimos debían a su vez contar aquellos cuya
codicia, alimentada por una extrema pobreza, podía despertarse en cualquier
momento a instancias de algún cabecilla.
La vida cotidiana en los campos
Si se exceptúa a Jerusalén, que, desde los Seléucidas y de un modo particular bajo
el impulso de Herodes el Grande se reconstruyó bajo el modelo de las metrópolis
grecorromanas, el país conservaba su fisionomía tradicional.

En la aldea la habitación es de las más modestas. La casa incluye generalmente dos


piezas, la sala común y la bodega. La naturaleza por lo general accidentada del
terreno permitía excavar la bodega en la marga o roca de la colina en la que se
escalonaba la aldea; de ese modo fuese cual fuere el período del año, se
conservaban los víveres y el vino en un lugar fresco. Delante de esa gruta artificial
se edificaba la pieza de habitación; sus muros eran de ladrillos de tierra cocidos al
sol, el techo estaba hecho de ramas y de palmas entrecruzadas sobre las cuales se
extendía un barro arcilloso. La fragilidad de esa techumbre obligaba a una
manutención constante. Se vivía y se tomaba el alimento en la pieza común, de
algunos metros cuadrados, cuando caía la claridad del día o en los días fríos de
invierno.

Los muebles eran un producto de lujo y no se veían en las casas de la aldea; el


alimento, el aceite, el agua, el vino, la ropa, los géneros u objetos diversos que
usaba la familia se guardaban en numerosas ánforas, cántaros y jarras de diverso
tamaño. Todas esas vasijas se ponían en una parte un poco más elevada de la
pieza única par a protegerlas de los riesgos que entrañaban las idas y venidas de
unos y otros.

Cultivadores y artesanos
Allí donde la tierra era cultivable, una población agrícola, compuesta comúnmente
por pequeños propietarios, repartía su trabajo entre los campos, los huertos y los
rebaños. Al lado del burro, que era el principal entre las bestias de carga, se
criaban aves, cabras y corderos, y con menor frecuencia bovinos. En las aldeas
situadas a orillas del mar y en las que se ubicaban alrededor del lago de Tiberíades,
eran numerosos los que vivían de la pesca.

Las aldeas de cierta importancia, tenían a uno o varios artesanos tales como
albañiles, carpinteros o talabarteros. El resto de las necesidades eran cubiertas por
la familia que aprovechaba el tiempo libre que le dejaba el trabajo del campo o el
cuidado del rebaño. Si bien las sandalias y el cinturón de cuero se compraban, la
ropa de todos los días, en cambio, se confeccionaba en casa. Para los hombres una
túnica a media pierna compuesta de dos piezas de tejido rectangulares, cosidas por
los costados y que dejaban aberturas para la cabeza y los brazos.; iba apretada a
la cintura por un cinturón. Otra pieza tejida triangular anudada alrededor de los
riñones hacía las funciones de ropa interior. Las mujeres llevaban una túnica larga
que las dispensaba de ropa interior. Cuando llegaba el invierno hombres y mujeres
no salían sin envolverse en una capa de lana.

Esta población consumía la mayor parte de su producción, y el resto lo vendían en


los mercados de algunas ciudades que merecían ese nombre. Aceitunas, lechugas,
cebollas, higos, almendras y uvas conformaban junto con los cereales (cebada,
avena y centeno) la base de la alimentación, a lo que se agregaba pescado y carne
en determinadas ocasiones.

Obreros y esclavos
En el campo un artesano podía tener algunos obreros que le trabajaran, y lo mismo
ocurría con los pescadores a orillas del Lago, como fue el caso de Zebedeo, pero el
número de asalariados fue siempre reducido.

Algunos grandes terratenientes eran la excepción. Un administrador mandaba en


esos casos a un determinado número de esclavos y para los trabajos estacionarios
acudía a jornaleros que contrataba en las plazas de la aldea. En la ciudad, las
canteras de construcción podían movilizar a un número considerable de personas
porque, junto con los “maestros” albañiles, carpinteros, talladores y escultores, una
multitud de trabajadores, habitualmente esclavos, cargaban y descargaban los
carros, llevaban las piedras al pie de la obra o las izaban a los andamios.

La Ley aseguraba a los esclavos, si eran judíos, un status muy favorable


comparado con la suerte que les reservaba el mundo romano. Ella preveía
numerosas medidas de protección en contra de los abusos de sus dueños, y una
vez más es importante mencionar cómo influyó en eso el modelo divino : las
prescripciones que se referían a los esclavos surgieron de una referencia a la
manera como Dios liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto (Lev 25,35-43; Dt
15,13-15). Véase la nota sobre los esclavos en Éx 21.

Ante el trabajo manual, no había diferencias entre el hombre libre y el esclavo a los
ojos de los Doctores de la Ley, y los rabinos no se sentían deshonrados de trabajar
con sus propias manos. Pero, en cambio, para muchos de ellos, les estaban
vetados determinados oficios porque, como lo sostenían varios textos de la Mishna,
eran oficios de ladrones.

Viajes y peregrinaciones
Conscientes de las dificultades que habían tenido sus predecesores para gobernar
imperios que iban a veces desde Egipto a Mesopotamia y a Asia anterior, los Persas
llevaron a cabo la construcción de caminos. Las vías de paso habían existido desde
siempre, pero sólo se trataba de caminos de tierra amontonada y apisonada que,
con las primeras lluvias, se hacían intransitables. A los persas se debe pues la
primera red de carreteras del Cercano Oriente digna de ese nombre, es decir con
basamentos bien establecidos sobre los cuales descansaban las losas de piedra del
camino. Transitables en todo tiempo, permitían unir rápidamente las grandes
metrópolis del imperio.

Este trabajo emprendido en primer lugar con un propósito estratégico, debía sin
embargo favorecer también el desarrollo del comercio y la difusión de las ideas.
Iniciado en el siglo VI a.C., tuvo una considerable expansión con la llegada de los
Romanos: los caminos se multiplicaron, uniendo entonces a las numerosas
ciudades que habían surgido con la difusión del helenismo en el Cercano Oriente.
Desde que las legiones romanas se encargaron de su mantenimiento, ganaron en
calidad y en seguridad.

Uno se sorprende al constatar la frecuencia de los desplazamientos de todo tipo en


los días de esplendor de Roma. Por tierra y por mar, viajeros, negociantes y
militares surcaban las riberas del Mediterráneo, desde España a Egipto.

Palestina no quedó al margen de esos movimientos de población y el solo motivo


de las peregrinaciones hacía que numerosos judíos se pusieran en camino durante
todo el año. Para la población del campo, la subida a Jerusalén con ocasión de las
grandes fiestas añadía a la caminata religiosa el gusto de una evasión de la
monotonía cotidiana. Para la Pascua, Pentecostés o para los días de las Tiendas, se
podían ver caravanas más o menos importantes que, saliendo de las aldeas por
caminos de tierra, alcanzaban los caminos romanos que los conducirían a la Ciudad
Santa.

La vida en el Imperio Romano

Es fácil comprender por qué numerosos paganos volvían sus miradas hacia las
comunidades judías establecidas en las ciudades del imperio. El ideal de vida, las
exigencias morales,la dignidad de la conducta recordados incansablemente en la
sinagoga mediante los textos sagrados y los comentarios que hacían de ellos los
rabinos no podían dejarlos indiferentes.

Los centros de la Diáspora


Los avatares de la historia de Israel durante los ocho últimos siglos del Antiguo
Testamento explican la implantación de la Diáspora judía. El 721, la caída de
Samaria pone término al reino del norte. Una parte de la población es deportada a
Asiria, donde se desarrolla poco a poco. Muchos de esos israelitas se dejaron
asimilar por las naciones paganas circunvecinas, pero algunos, como fue el caso en
Nisibis, fundaron en un afluente del alto Éufrates, una comunidad muy dinámica
aún a comienzos de la era cristiana.

El 587 los exiliados partieron en dos direcciones: los que fueron deportados a
Babilonia, en donde las comunidades judías experimentaron un notable desarrollo;
y los que huyeron de los Caldeos rumbo a Egipto, cuya descendencia se encontrará
en el alto valle del Nilo; más tarde nuevos exiliados se instalarán en Leontópolis, en
la franja oriental del Delta, a unos cincuenta kilómetros al norte de Memfis.
Posteriormente se establecerán en Alejandría, donde la comunidad alcanzó más o
menos a 150.000 personas.

Cuando a fines del tercer siglo Antíoco III obligó a sus mercenarios judíos a
abandonar Babilonia para dirigirse a Asia Menor, éstos partieron con sus familias y
se instalaron en Frigia en un primer momento. Más tarde, atraídos por el prestigio
de que gozaba la nueva provincia romana de Asia que fue organizada entre 128 y
126 a.C., los inmigrantes judíos avanzan hacia el oeste y se multiplican en las
ciudades de Efeso, Esmirna, Pérgamo, Sardes, Filadelfia y Laodicea.

La red caminera instalada por Roma debió facilitar los viajes de los comerciantes
judíos; no tiene nada de sorprendente su llegada a Roma a partir del siglo segundo
a.C. Muy cerca del emperador, tuvieron que soportar sus caprichos y conocieron
momentos difíciles, incluso decretos de expulsión como ocurrió el año 41 de
nuestra era bajo el reinado de Claudio.

La enumeración de los pueblos representados en Jerusalén el día de Pentecostés


(Hech 2,9-11) no hace más que confirmar lo que el geógrafo griego Estrabón
escribía por la misma época: “No se encontrará fácilmente en la tierra habitada un
lugar que no haya acogido a ese pueblo y que no haya experimentado su poder”.
Actualmente los historiadores estiman entre seis a siete millones el número de
judíos dispersos en el imperio romano, para una población global cercana a los
ochenta millones de habitantes. Su presencia era particulamente importante en
tres de las mayores metrópolis de la cuenca mediterránea: Roma, Alejandría y
Antioquía de Siria.

Una máquina formidable


A comienzos del siglo primero de nuestra era, el imperio romano contaba
estimativamente con una población entre 60 a 100 millones de habitantes, de los
cuales unos 6 a 8 millones eran judíos. Y cubría con sus diversas provincias y los
“reinos aliados” todo el contorno del Mediterráneo, extendiéndose además al norte
de la Galia hasta el Rin y el sur de las islas británicas.

Desde la ascensión progresiva de Augusto al poder, a fines del primer siglo A.C.,
esa enorme empresa encontró el secreto de su éxito en instituciones fuertes que
fueron apareciendo de acuerdo al desarrollo y crisis que experimentaba el imperio.

En la cúspide de esta colosal pirámide estaba el emperador que gozaba de un


poder absoluto gracias a la acumulación de la autoridad política, militar y
administrativa. No tenía casi otro rival fuera del Senado. Esta asamblea solo
contaba con el respetable origen de sus miembros y su considerable riqueza con la
cual podían eventualmente financiar a los agentes de una revuelta.

A partir de la cima todo estaba estrictamente jerarquizado en esa sociedad y cada


clase social tenía sus obligaciones y sus reglas: senadores, caballeros, decuriones,
plebeyos, libertos y esclavos, y si por méritos propios reconocidos se podía
franquear uno solo de esos peldaños en toda la vida, eso representaba ya un gran
éxito. A los grandes oficiales del estado y a los magistrados les incumbía la misión
de alimentar y de entretener al pueblo: Panem et circenses! El pueblo a su vez
debía respetar y obedecer.

Y el derecho, sin el cual no se podría comprender a Roma, garantizaba la


estabilidad y la seguridad de esas instituciones que regían tanto la vida social como
la vida personal de cada súbdito en ese imperio que cubría las dimensiones mismas
del mediterráneo.

Encuentro con Grecia


Los primeros contactos entre Roma y los Griegos se habían establecido en el siglo
octavo A.C., gracias a las numerosas colonias griegas establecidas en las costas
mediterráneas, desde el Asia Menor hasta la península ibérica. Pero en ese
entonces los griegos consideraban a Roma todavía como una potencia bárbara igual
que Cartago. Hubo que esperar los Juegos del año 228 A.C. para que Olimpia
invitara a los atletas de Roma en iguales condiciones que los de las demás ciudades
griegas. Los conflictos que estallaron a partir del siglo tercero A.C. entre Roma y
laas colonias griegas del Mediterráneo occidental permitieron, entre otras
consecuencias, que Italia se abriese más aún a la cultura helenista. Poco a poco y
en todos los dominios del pensamiento y de las artes, Roma se dejó modelar por
Grecia.

La paz romana, la famosa Pax romana, la que sin embargo sólo se había hecho al
costo de una gran efusión de sangre, favorecía ahora la libre circulación en ese
vasto imperio y con ella los intercambios lingüísticos, culturales y religiosos. El
poderoso ejército que había asegurado la conquista incesante de nuevas provincias,
garantizaba ahora la seguridad frente a los bárbaros del exterior.

Religiones
Conscientes de estar sometidos a un destino que se les escapaba, los romanos
trataban de penetrar los designios secretos de los dioses. Por lo tanto era
importante no emprender nada sin antes haber consultado a los dioses por medio
de los augures, que buscaban en las entrañas o el hígado de un animal sacrificado,
el vuelo o el graznido de un ave, la respuesta de Júpiter que permitiría al
consultante hacer una buena elección. Las pitonisas eran también interrogadas y
sus respuestas sibilinas interpretadas en los santuarios de Apolo eran oráculos
divinos. Cada una de las fuerzas divinas, cada fuerza de la naturaleza, y con el
nacimiento del imperio, cada emperador, eran divinizados, haciéndose de ese modo
incalculable el número de los dioses; basta con recordar la reflexión de Lucas a
propósito del paso de Pablo por Atenas (Hech 17,16).

A esas innumerables divinidades, que para muchos no eran más que el calco de los
dioses del panteón griego, los romanos rendían culto: en las ciudades; los templos
eran numerosos y los sacerdotes también, pero en los campos los campesinos
seguían fieles a sus supersticiones ancestrales ligadas al ritmo de las estaciones y
de la vida agrícola.

La tolerancia de las autoridades ante tantas expresiones religiosas era total con tal
que no amenazaran el orden establecido ni hicieran sombra al culto oficial, porque
desde el momento que se divinizó al emperador en tiempo de Augusto, se había
establecido un culto imperial con su clero, sus ritos y sus fiestas. No aceptar este
ritual constituía un crimen de lesa majestad, por no decir un acto impío y una
rebelión política.

En medio de este embrollo religioso, o tal vez a causa del mismo, algunas y
algunos, insatisfechos en su búsqueda religiosa, aspiraban a una religión de
salvación. Así fue como las Religiones de Misterios venidas de Oriente
experimentaron a partir del siglo primero una verdadera excesiva afición: el culto
de Isis o de Eleusis, el culto de Mitra o de Cibeles se expandieron por todo el
imperio. Mediante un ritual mantenido oculto para los no iniciados, los fieles
comulgaban con la muerte y la vuelta a la vida de la divinidad, para asegurar su
propia salvación.

Lenguas y cultura
Era impensable, debido al gran prestigio de que gozaba Grecia entre los Romanos,
que un hombre culto ignorara la lengua y la literatura griegas. La cancillería
romana era bilingüe y traducía al griego los textos destinados a las provincias
orientales. El latín seguía siendo la lengua del derecho, de la administración y del
ejército. Se imponía además otra constante: mientras que en Occidente el latín
traspasaba rápidamente los límites urbanos suplantando de ese modo a las lenguas
locales, en Oriente, en cambio, el griego seguía siendo la lengua de las ciudades y
difícilmente se imponía en los campos. Una prueba de ello es el episodio de Pablo y
Bernabé en Listra (Hech 8, 8-14).

Cada familia de alto rango consideraba que era su obligación instruir a sus hijos: se
pagaba a un pedagogo privado, que habiendo llegado a menudo en un convoy de
prisioneros de guerra, había sido vendido en un mercado de esclavos y sobresalía
por su erudición. Las familias menos afortunadas enviaban a sus hijos a las
escuelas donde gramáticos mal pagados y con métodos pedagógicos arcaicos
enseñaban junto con el vocabulario y la gramática algunos rudimentos de mitología
y de historia. Los mejores alumnos podían entonces pretender una formación
oratoria junto un retórico; sólo una élite terminaba su ciclo escolar en una de las
metrópolis del Oriente, particularmente en Atenas que era siempre el faro cultural
del imperio, en Antioquía o Alejandría que poseían tanto la una como la otra lo que
se llamaría hoy una universidad de renombre.

Es evidente que los plebeyos, los libertos y con mayor razón los esclavos no
entraban a formar parte de este cursus escolar; la gran mayoría de la población era
analfabeta.

Arquitectura y urbanismo
Los romanos dejaron por doquier testimonios de su arquitectura: arcos de triunfo,
templos, gimnasios, basílicas y baños que incluso hoy en día hacen maravillarse a
los visitantes de sitios antiguos. A esto hay que añadir los caminos, los puentes y
los acueductos para dar una idea exacta del genio civil romano. Los esclavos que
eran numerosos como consecuencia de las conquistas victoriosas, las legiones
inactivas entre dos campañas proporcionaban una mano de obra barata, pero a
juzgar por la calidad de la talla de las piedras, la abundancia de decoraciones
esculpidas y la disposición de la estructura, hay que reconocer que a los
innumerables canteros del imperio se les daba una formación técnica y artística de
primer orden. Tres invenciones debidas al genio romano iban a modificar
profundamente la arquitectura de grandes monumentos: el cemento, la bóveda y la
cúpula.

Para facilitar el desplazamiento de las legiones, los responsables del genio civil
tejieron por toda la superficie del imperio una notable red rutera: cerca de 90.000
kilómetros de caminos abiertos tanto en planicie como en montaña, pero siempre
con el mismo rigor en la elección del trazado, la estructura interna de la calzada, la
calidad del revestimiento y el drenaje de las aguas.

En materia de urbanismo, se continuó globalmente siendo fiel a la herencia


helenística: el plan hipodamiano, del nombre de su inventor Hipodamos de Mileto,
incluye una disposición en cuadros contiguos ortogonal, diseñando islotes
cuadrados y regulares en los que se insertaban los diversos monumentos públicos.
Este plano se habia impuesto en el Mediterráneo oriental desde Alejandro; los
romanos se contentaron la mayoría de las veces con ampliar las avenidas centrales
de este a oeste y de norte a sur. Por último, para permitir una mejor conservación
del agua en las ciudades, el revoque de cisterna, conocido en Oriente desde el siglo
10º A.C., se empleó en los acueductos, las canalizaciones y las cisternas y se lo
reforzó con la inclusión de gravilla fina o de ladrillo molido.

Cosechas y comercio
La vida económica del imperio se basaba esencialmente en la agricultura y la
ganadería. Los rendimientos eran débiles debido a la ausencia de técnicas que
vendrán sólo diez siglos después. La vida de los campesinos era dura. Algunos de
ellos eran esclavos y trabajaban en los grandes dominios de varias decenas de
hectáreas, que pertenecian a ricos propietarios que tenian en las ciudades sus
actividades comerciales o sus responsabilidades políticas. Algunos dominios eran
mucho más extensos, cuando se trataba de las tierras del emperador. Los
pequeños propietarios explotaban ellos mismos sus tierras, ayudados a veces por
uno o dos esclavos. Otros por último vivian y trabajaban en un régimen de
mediería.

El trigo producido en Italia se hizoe pronto insuficiente para alimentar a una


población urbana que no hacia más que aumentar. Hubo que acudir a la Sicilia que
estaba más cercana, e igualmente a Egipto, que transportaba el trigo en barcos.
Tanto en el campo como en la ciudad numerosos talleres artesanales movilizaban
una multitud de esclavos que fabricaban para sus amos productos de alfarería,
cocían ladrillos, pisaban, hilaban y tejian la lana o el lino, teñían los cueros, colaban
el vidrio o el metal. Todos esos productos manufacturados, producidos en los
grandes dominios o por artesanos libres en las pequeñas aldeas, eran luego
entregados a los negotiatores que los venderán en los cuatro extremos del imperio.

Las ciudades
Roma había hecho escuela y cada ciudad se enorgullecía de sus edificios públicos.
Funcionarios locales, los Curiales, administraban la ciudad. Al lado del forum se
ubicaban los edificios administrativos en los cuales hacían estragos funcionarios
una de cuyas principales tareas era asegurar la buena entrada de los impuestos y
de organizar llegado el caso descuentos previos, requisiciones o reclutamiento
forzado.

Los debates políticos, la presentación del programa de acción municipal hecha por
los candidatos a los diversos cargos de la ciudad, las elecciones y los juicios se
realizaban en la basílica, especie de una gran sala municipal, que en el intertanto
servía de mercado.

Al recorrer los grandes ejes de la ciudad se encontraba uno con el teatro, el


anfiteatro y el circo donde ciudadanos ricos, altos funcionarios y a veces el mismo
emperador ofrecían al pueblo espectáculos a los que éste era muy aficionado:
combates de gladiadores, luchas contra las fieras o carreras de carros tirados por
caballos. El teatro griego había sido el lugar donde se construía el alma común de
la ciudad, el teatro romano, en cambio, se había transformado con el correr del
tiempo en un lugar de entretención donde la dimensión cultural y la elevación del
espíritu estaban a menudo ausentes. Pero por medio de esas liberalidades todos
esos grandes personajes de la época cuidaban su popularidad y aseguraban su
carrera política.

La vida en las ciudades era difícil, y más de un autor latino lo señaló con amargura.
El ruido era omnipresente: rodar de pesados carromatos por las baldosas de
piedra, mugir de rebaños que venían del campo y eran conducidos al matadero,
gritos de los tenderos para atraer la atención de los paseantes. No faltaban los
ociosos, y la gente del campo iba a las novedades antes de regresar a sus hogares.

La familia, la enfermedad y la muerte


La familia romana agrupaba de hecho a todos los que, igual como en el clan
nómade, estaban sometidos a una misma autoridad, es decir, los descendientes,
con sus mujeres, hijos y servidores de un mismo jefe de
familia (paterfamilias) todavía vivo. La diferencia entre el hijo y la hija se marcaba
desde el principio: el primero tenía tres nombres, el nombre de pila propio, el
nombre de la familia en sentido amplio y el nombre de la rama de la familia a la
que pertenecía; con respecto a la hija, sólo tenía su nombre de pila.

En las familias modestas el hijo era iniciado desde muy temprano en el oficio de su
padre: más que una escuela de aprendizaje, la repetición incansable de los mismos
gestos le daría un verdadero saber práctico y, si entraba a un taller de arte, como
tallador de piedra o joyero, una verdadera maestría.
Para el joven que quisiera casarse las cosas no eran tan sencillas. En efecto, el
derecho romano mencionaba numerosos impedimentos para el matrimonio: la ley
exigía el consentimiento de los miembros de la “familia”, habida cuenta de la
condición social de los pretendientes, de los oficios ejercidos.. De ahí que muchos,
en las clases desfavorecidas, vivían en concubinato. El ritual del matrimonio era
bastante flexible, pero siempre el pretendiente le daba a su esposa un anillo que lo
llevaría en su anular izquierdo. Bajo la República, sólo el marido podía pedir el
divorcio, pero a partir del imperio, la ley autorizaba también a la mujer para
pedirlo.

Las mujeres romanas se casaban muy jóvenes, a menudo entre los doce y los trece
años y no tardaban en dar un hijo a su marido. El nacimiento era siempre un riesgo
importante y se estimaba casi en un 10% el número de mujeres que morían al dar
a luz o en los días siguientes.

En el momento del nacimiento el padre aceptaba o rechazaba al hijo, si el recién


nacido era recusado se lo dejaba afuera entregado a una muerte segura, a menos
que alguien lo recogiera y lo criara para venderlo más tarde en un mercado de
esclavos.

Cuando estaban enfermos los romanos se volvían ya fuera a los dioses, lo que
explica la presencia de numerosos exvotos en los santuarios, ya fuera a los
médicos. Desde los griegos, la medicina se habia expandido en la cuenca
mediterránea. Eran conocidas las propiedades de las aguas termales, y allí el
romano jugaba a dos bandas: la del ritual religioso y la de la medicina, no sabiendo
muy bien a quién atribuir su curación.

También se observaban ritos funerarios: el muerto era expuesto en el atrium en


una cama de flores, entre lloronas y tocadores de flauta. Cuando llegaba el día del
entierro o de la cremación, según las costumbres de la familia, se ponía en
movimiento el cortejo, yendo el cadáver precedido de las lloronas y de los
tocadores de flauta y seguido de hombres vestidos con toga de color oscuro y de
mujeres que llevaban sus cabellos sueltos. Nueve días después se ofrecía un
sacrificio y se llevaban diversos alimentos a la tumba del difunto.

Un choque cultural
Hasta las horas sombrías del Exilio en Babilonia, el pueblo de Israel había vivido
confinado en un entorno cuasioriental entre las grandes potencias del momento,
Egipto, Mesopotamia y después el Asia Menor.

Tenían en común muchos rasgos de civilización:


 Un poder político absoluto ejercido por monarcas cuya sucesión hereditaria
sólo podía ser interrumpida bruscamente por un golpe de estado;
 Una concentración de la riqueza en manos de una oligarquía, lo que le daba
la facultad de explotar grandes canteras, capaces de glorificar tanto su
memoria como la habilidad de los artesanos;
 Una economía esencialmente agrícola que modelaba el paisaje con una
interminable campiña a la que interrumpían de vez en cuando las robustas
murallas de alguna megápolis;
 Un modo de pensar y de expresarse totalmente dominado por las clases
sacerdotales, que eran las únicaas detentoras del saber y de los arcanos de
la escritura.

Ahora bien, con su dispersión en la cuenca mediterránea, los judíos de la Diáspora


se encontraron, a partir de la conquista de Alejandro, enfrentados a un mundo
nuevo, a un modo cultural hasta entonces ignorado, cuya grandeza no dejaba de
ejercer en ellos una verdadera seducción; tal era entonces el riesgo de ese choque
cultural.

Las consecuencias de una singularidad


Las comunidades judías dispersas en el imperio no podían abandonar la Ley, que
para ellos constituía su identidad, pero que obligatoriamente hacía de ellos unos
“separados”. En efecto, les estaba prohibido entrar en casa de
un incircunciso (Hech 10,28), comer alimentos que no fueran casher , trabajar el
día sábado o participar en un culto extranjero, aunque fuera el imperial. Los judíos
debían vivir aparte y eso explica la presencia en las ciudades del imperio de un
barrio judío, con su sinagoga, sus tiendas y sus tribunales. Las excavaciones
arqueológicas en Sardes en el Asia Menor han permitido encontrar un barrio judío.

Este vivir aparte necesario por la fidelidad a la ley iba a motivar pronto la
desconfianza de las autoridades romanas y numerosos conflictos. Las dos grandes
revueltas de 66-72 y de 132 a 135 de nuestra era no deben hacer olvidar los
incidentes que tantas veces opusieron a los judíos y romanos. Las burlas y
vejaciones populares, las críticas hábilmente presentadas por filósofos e
historiadores, mantenían a veces un clima de hostilidad larvada que proporcionaba
a emperadores, tales como Tiberio, Claudio o Nerón, un buen pretexto para volver
sobre los derechos de las comunidades judías. Porque, paradojalmente, otros
emperadores concedían a los judíos privilegios y excepciones debido justamente a
su singularidad: Augusto los autorizó a mandar dinero a Jerusalén; avaló los
poderes judiciales del Sanedrín , el respeto del descanso del sábado para los que
dependían de la Comunidad, la protección de las sinagogas y de las tumbas judías.

¿Podía un romano hacerse judío?


La originalidad de Israel era motivo de interrogación y de seducción para más de
un pagano, así pues no era extraño que muchos hombres y mujeres hubieran
vuelto su mirada hacia las comunidades judías establecidas en las ciudades del
imperio. Una visión del mundo y de su historia proclamada por los profetas, un
ideal de vida espiritual alimentado por la oración de los salmos, un rigor moral
sostenido por una Ley claramente definida, una sabiduría para vivir lo cotidiano
recordados incansablemente en la sinagoga por los rabinos, todo eso no podía
dejar indiferentes a los súbditos del imperio.

El Nuevo Testamento distingue claramente dos categorías entre los paganos


atraídos por el Judaísmo: los que temían a Dios o Adoradores de Dios y
los Prosélitos . Los primeros habían abandonado su politeísmo de origen y habían
adherido a la Fe en un Dios único y obedecían las prescripciones de la Ley. Un
punto sin embargo los detenía, el de la circuncisión. Esa “mutilación” parecía
inaceptable a un hombre de cultura greco-romana y le impedía prácticamente
frecuentar los baños, que ocupaban un lugar importante en la vida social del
ciudadano, como ya vimos. El que temía a Dios frecuentará la sinagoga, o
participará en la enseñanza y en la oración de la comunidad judía, pero los fariseos
serán reticentes en admitirlos en sus relaciones.

Los prosélitos, en cambio, habían dado el paso de la circuncisión: integrados en


adelante en la Comunidad, se aprovechaban de su situación social, pero dentro de
esa comunidad seguían siendo siempre judíos de “segunda clase”. Su apertura a la
fe judía y la purificación de sus costumbres que habían adquirido por la práctica de
la Ley predispusieron a muchos de ellos a dar un paso más decisivo aún: el del
bautismo (Hech 6,5; 10,22; 10, 46-48; 16, 14-15).

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