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“La observación de los pájaros”.

En La mesa de los galanes

Uno abre la puerta y sale a la calle con un infierno escarbándole las entrañas. Afuera, la siesta del domingo transcurre
silenciosa y quieta, como si no pasara nada. Y no pasa nada, hermano, no pasa nada. Si después de todo, es apenas
un partido más. Un partido más entre los miles de partidos que han jugado los clásicos equipos rosarinos. ¿O acaso
uno piensa o alguien se acuerda de cómo salieron en el primer partido del año 75? ¿O en el segundo? Ni uno mismo lo
sabe. Ni se acuerda. Son emociones momentáneas, pasajeras. Intensas pero fugaces. Un dolor profundo, una alegría
enceguecedora pero que al día siguiente ya se va, desaparece sin dejar huellas físicas visibles, como la varicela.
Seguro que no hay casi nadie en la cancha. Casi vacío el Parque. Maña na dirá el diario que el partido concitó poco
público. Que la campaña irregular de los sempiternos rivales, la promesa de un mal partido y la amenaza de un nuevo
empate alejó a las parcialidades, por supuesto. No tiene importancia el partido. Si se pierde, habrá un chisporroteo
urticante durante un rato, alguna cargada extemporánea, una mirada sobradora, pero nada más. Nada más. Pero será
un empate. Quedan 45 minutos apenas, si es que ya ha empezado el segundo tiempo. 45 minutos. Pero ¿cómo es po-
sible que tarden tanto en pasar 45 minutos? ¿Cómo puede ser que se transformen en una eternidad inacabable? La
cosa es no mirar el reloj. No mirarlo nunca. Entonces, de pronto, cuando uno en un refle jo natural y entendible de
animal urbano mira el cuadrante, ya han pasado 40 minutos o 43, no queda nada. Dos minutos apenas, un suspiro,
una minucia de tiempo, un preámbulo mísero al gesto altivo del árbitro que levanta la mano derecha y muestra a los
jugadores, a la tribuna y al mundo, que adiciona dos minutos solamente, que le importa un carajo que haya habido
ocho de demora por choques y turbamultas y que está dispuesto a cortar el clásico lo antes posible con la tranquilidad
de haber sacado el partido sin problemas mayores ni expulsiones injustas. Es así. Pero lo más jodido son los primeros
20 del segundo tiempo, eso es lo jodido, uno cavila. Allí todavía los equipos quieren llevarse los dos puntos y el local
especialmente, carajo, se lanzará al ataque obligado por su condición de dueño de casa. ¡Y los nuestros son tan
boludos que siempre se desconcentran en los primeros minutos! Entran dormidos, no encuentran las marcas, les
meten goles imbéciles tras un rebote. Goles boludos... ¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¡Un bocinazo! ¡Hay un gol! ¡Alguien
festeja! Si se escucha otra bocina no quedan dudas, ya se celebra... Pero no hay nada. Vuelve el silencio. Uno camina
y percibe un golpeteo sordo, un tam-tam opresivo desde el lado de adentro del pecho. La boca pastosa ¿cómo mierda
pueden tardar tanto en pasar 45 minutos? Si uno va a comer por ejemplo, o a tomar un café y esta allí, al pedo,
charlando, mirando a la gente, distraído y de pronto cuando mira el reloj, ya se le ha pasado más de una hora ¿Cómo
es posible esa diferencia de densidad en el tiempo? Es más, hace muy poco, digamos ayer sin ir más lejos, uno estaba
en el patio de su casa jugando a los soldaditos y ahora, de golpe y porrazo, ya tiene la edad que tiene y se le ha caído
el pelo de la cabeza. Hace horas prácticamente, se reunía con los compañeros de la secundaria festejando la
finalización del quinto año, estrechaba la mano de Podestá, jodía con Carelli y de pronto, en un soplo, está aquí,
caminando por las calles del barrio como un prófugo, como un linyera, como un fugitivo, tratando de que pase de una
buena vez por todas ese puto clásico con el resultado que sea. Eso mismo. El resultado que sea. Victoria, empate o
derrota. Incluso derrota. Porque la derrota, cuando se acepta, cuando se instala, invade el cuerpo como una medicina
amarga pero relajante, resignada. Lo que a uno lo destruye es la ansiedad. Dos semanas, tres semanas, cuatro,
esperando que llegue el día preanunciado. Séptima fecha de las revanchas. Y lo inapelable de lo indefectible. Esa bola
en el estómago que se va formando en los comentarios previos, durante el partido con Vélez, durante el partido con
Ferro, durante el partido con Boca, en torno al clásico que se acerca. La fiesta de la ciu dad... ¡justamente! Se van a la
concha de su madre con la fiesta de la ciudad. Feliz es ese perro que cruza la calle. Se oyen incluso las pisadas
acolchadas de sus patas sobre el empedrado, tal es el silencio de la siesta. No sabe nada del fútbol, no sabe nada del
clásico, no le importa un sorete el resultado ¿Y eso? Alguien gritó. Sí. Alguien gritó. En una casa cercana se elevó un
grito. ¿Hombre o mujer? Si es mujer puede que no haya pasado nada. Un reproche a su hijo tal vez. Si es de un
hombre puede ser un gol. Aunque hay mujeres terriblemente fanáticas también. Es más. Son las peores con las cosas
que les gritan a los jugadores en la cancha. La casa es humilde. Puede ser gol de Central, entonces. El barrio es un
reducto canalla. Pero ahora está todo muy mezclado. Antes los verduleros eran de Central y los oligarcas leprosos.
Pero ahora uno ve conchetos que son canallas y unos grones impresionantes que son leprosos. Se ven incluso niños
con la rojinegra muchas veces. No hay seguridad por lo tanto de que ese grito de alborozo provenga de un centralista.
De todos modos, no se repite. Uno mira hacia el entorno como un indio. Olfatea el aire, para las orejas, gira la cabeza
buscando indicios en el aire. No se puede sufrir tanto. Tal vez sea mejor ir a la cancha. Uno esta allí in situ, en el lugar
propiamente dicho de los hechos. Enclavado en medio de la popu, mirando lo que pasa, sin necesidad de adivinar
nada ni de que se lo cuenten. Pero hay que ir muy temprano, cuando empieza la reserva. Y pararse y sentarse, y
pararse y sentarse y pararse y sentarse cada vez que hay una situación de gol hasta que al fin se paran todos para
siempre y se termina esa historia. Hay que estar más entrenado que los jugadores, carajo. Estrujado, además, por la
sudorosa multitud bajo el sol inclemente del estío. Y ver el insufrible espectáculo de los lepras cubiertos de banderas
gigantescas, saltando y gritando como demonios en la bandeja de enfrente. Porque no se puede ir a las plateas y
correr el riesgo de quedar sentado junto al enemigo. Y después, la otra, la verdad: de visitante, sea en la Bombonera,
en el Gasómetro o en el Monumental, es muy pero muy probable que te rompan el culo. Históricamente ha sido así. Y
el regreso es duro. Pero lo peor es la radio. Es mucho peor que ir a la cancha. Es como pelearse con un tipo en una
habitación a oscuras. Los relatores asumen la responsabilidad frente a sus oyentes, y más que nada frente a sus
anunciantes, de dotar de dramatismo al espectáculo, esa verdadera fiesta del fútbol rosarino. Por lo tanto, los remates
siempre salen rozando los maderos, las atajadas siempre revisten la condición de milagrosas y los ataques en
profundidad despiden invariablemente un definitivo aroma a gol. Hay que guiarse entonces por el estallido de la
tribuna, allá, en el fondo. El rumoreo de la indiada como telón de fondo del tipo que transmite. Uno escucha el "Uhhh"
que se transforma en "Ahhh" cuando todavía el relator no ha alcanzado a gritar que esa pelota se viene como balazo
para el marco, y uno ya entiende que nos salvamos de pedo o que volvimos a perder una ocasión irrepe tible. Uno
escucha el estallido lejano cuando el tipo aún está anunciando que llega el centro y ya sabe que el grandote de ellos
saltó y te la mandó a guardar. En la cancha al menos, uno ve dónde está el wing, dónde se fue esa pelota y a qué
distancia real del arco se desarrolla la jugada. Aunque también está el recurso de escuchar otro partido y esperar la
conexión con Rosario. River-San Lorenzo por ejemplo, que conectará a cada momento con la emoción que se vive en
el Parque Independencia en otra edición de uno de los clásicos más antiguos de nuestro fútbol. Pero allí la cosa suele
ser peor. El corazón está inerme ante el sablazo fatal de la noticia. Antes por lo menos, con Fioravanti —un caballero
de la radiofonía deportiva— alguien te anunciaba: "Atento Fioravanti". "¡Atento Fioravanti!" llamaba un tipo. Entonces
uno se agarraba de las almohadas, por ejemplo —si estaba tirado en la catrera— daba una vuelta carnero sobre el
lecho, mordía la sábana y aguardaba, como un pelotudo, como un cordero ante la destreza final del matarife, el golpe
artero. Podía ser que llamaran desde otra parte, supongamos, desde Platense en Manuela Pedraza y Cramer, después
de todo. O bien desde el coqueto estadio de Atlanta, para anunciar un gol de un ignoto puntero izquierdo. A veces
uno, antes, un segundo antes, percibía detrás de aquel llamado cobardemente anónimo el corto e inusual estallido del
público, de algún público, más parecido al sonoro griterío de los locales que al apagado de los visitantes y entonces
intuía, detectaba, temía, que el llamado fuese desde Rosario. Y para colmo, Fioravanti demoraba la cone xión
comentando, preciso y atildado, que en esos momentos, los bravos muchachos azulgranas estaban armando la
barrera, la empalizada, el valladar, el muro de contención... Pero aquel anuncio, el "¡Aten to Fioravanti!", alertaba el
espíritu, prevenía la psiquis y disponía el terreno para recibir el dolor supremo o la alegría enceguecedora. En cambio
ahora no. Ahora, de buenas a primeras descaradamente, crudamente, ferozmente, un desaforado se mete en la
transmisión vociferando "¡Gol de Boca!" y a la mierda. Uno queda aterido, trémulo, abofeteado, pensando que en esas
tres palabras pudo haber cambiado el sentido de la vida, el eje del movimiento del mundo y el sentido mismo de
nuestra existencia sobre la Tierra. Por eso, por preservación tal vez, uno puede decidir que no quiere saber
absolutamente nada sobre el partido. No quiere verlo ni escucharlo, ni siquiera enterarse del resultado hasta el
momento exacto del pitazo final. ¿Por qué? Porque uno sabe que todo sufrimiento tiene un límite, que su cansado
corazón no podrá aguantar el trámite, que la angustiosa transmisión radial se sumará a la tensión propia hasta
alcanzar ribetes intolerables y que prefiere, en suma, conocer el marcador ya puesto de un impacto seco, un
manotazo duro, un golpe helado. Sin embargo encerrarse en un ropero, en la piecita chica de la terraza, puede ser
ocioso. El sonido radial es finito, incisivo, líquido y se filtra por las paredes. Usted conoce que su vecino suele estallar
en un mugido estremecedor ante los goles. Y están también las lejanas bombas de estruendo. Y las bo cinas... El cine
puede ser. El cine es una opción. Pero siempre habrá en la platea casi desierta del domingo a la siesta, filas más
atrás, otro cobarde con una radio portátil incrustada en el oído. Uno, sensibilizado como un animal en carne viva, pese
a las tinieblas lo ha visto y asume desde ese mismo momento, que Sharon Stone podrá ponerse en bolas una y mil
veces, que Michael Douglas podrá agarrarse los huevos contra una puerta en repetidas ocasiones, pero que, a uno
solo lo tendrá sobre ascuas ese mínimo canturreo oscilante y rápido que más que escuchar, adivina y que proviene de
la radio del hijo de mil putas de la fila de atrás que hubiese podido elegir otro cine para refugiarse. Por eso, ahora uno
está en la calle. Intentó ver televisión y fue lo mismo. Tomó café, dio vueltas por la cocina pero el tiempo se había
detenido en la casa como aquel tiempo que diseñara Bioy Casares en La invención de Morel. De pronto hubo una
explosión, clara, inequívoca. Una bomba de estruendo. ¡Aquello era un gol, sin duda alguna! Se levantó de la silla y
giró varias veces en torno a la mesa, cautivo del infernal desasosiego. En la cocina la radio, apagada, muda, lo
esperaba ¡Podía ser un gol de Central y uno estaba ahí, como un boludo, sufriendo al pedo! Y si era gol de Newells
mala suerte. La resignación, sabía, habría de invadirlo como una melaza reparadora. Hubo que correr hasta la radio y
encenderla. El dial capturaba un programa musical, insensible a los problemas medulares de la sociedad. Uno buscó
locamente con el dial. Apareció una propaganda gritona y vertiginosa ¡Era allí! "Vamos a la boca del túnel" indicó un
tipo. Atrás, el rumoreo. No había excitación en los comentaristas, no había exaltación ni clamoreo. "El empate está
bien, hasta el momento" sentenció otro. Era el entretiempo y cero a cero. Algún pelotudo descerebrado había hecho
explotar aquella bomba perturbando a la gente en su descanso, atentando contra la vecindad inocente. Uno apagó la
radio, casi con rabia ante su ataque de debilidad. Cuarenta y cinco minutos nomás para el final del suplicio. No se
podría aguantar allí adentro. La adrenalina recorría el cuerpo como uno de esos carritos multicolores que suben y
bajan, endemoniados, por las Montañas Rusas. Había que salir. Caminar. Hacer algo. Ya deben ir como 20 del
segundo. Ya seguro los equipos se conforman con el empate. Más vale no arriesgar, quedarse en el molde, cuidar
atrás. Un punto es negocio para los dos, ni vencedores ni vencidos, la ciudad tranquila. Todos contentos. Pasa, veloz,
un auto. Su conductor lleva el gesto adusto. ¡Puede ser otro hincha de Central que está escuchando el resultado tan
temido! Sí, a uno le parece haber visto el péndulo de un escarpín azul y amarillo colgando del espejito... ¡Suena una
bocina varias veces! Puede ser el inicio de un festejo u, ojalá, el anuncio fatal de un accidente... ¡Ladra un perro! Tal
vez se alarmó ante el salto gozoso de su amo, lepra insigne... ¡Atruena el escape abierto de una moto! ¿O son
petardos? ¿Hay gol de alguien? ¿Será alborozo ajeno o fuego propio? Uno recupera, de pronto, aquel instinto primario
y animal que infructuosamente trataran de legarnos nuestros ancestros aborígenes. Comienza a rastrear señales en la
copa de los árboles, a adivinar conductas en la actitud de los animales, a bucear respuestas en los indicios de la
naturaleza, en la interpretación del vuelo de los pájaros. Desde una persiana cerrada llega la bocanada fugaz de un
relator de radio. Uno apura el paso pero la voz lo persigue como un misil de ca beza inteligente. ¿Qué inflexión ignota
había en su voz? ¿La entusiasta y exitista del cronista ante la vibración de una victoria? ¿La cadencia monótona y
desilusionada ante la mediocridad de un nuevo empate? Uno es un radar, es una antena, es el cervatillo frágil que
eleva el morro húmedo en la espesura, el oráculo que adivina el destino en la lectura sutil de los guijarros. Recuerda
sin duda la última tarde en que se perdió —catastróficamente— un clásico. Aquella mañana previa al hecho los perros
ladraron alocados, las aves enmudecieron y los gatos tuvieron un comportamiento errático y equívoco revolcándo se,
aparatosos, sobre sus propias heces. Deben ir, uno calcula, 30 minutos, media hora. Que todo siga así, en calma
chicha, que no cambie ¡Otra vez una explosión, otra de estruendo! ¡Que la corten con eso, pelotudos! Ya se la hicieron
correr una vez y era mentira. Tiran por tirar. Para hacerlo cagar a uno en las patas, nada más. Aunque sabe que si se
confirma un gol de Central lo va a gritar. Solo y en la calle, como un pavote, seguro que pega un salto y se lo grita. Sí
señor. Es toda una avalancha de presión que tiene acá, en la boca de la garganta, esperando salir, atragantada. Dobla
lentamente un auto, el conductor lo mira y va hacia uno. Es el Negro Mario. ¿Qué quiere este boludo? ¿Por qué
aminora la marcha, por qué lo mira? Mario saca media cabeza por la ventana, la menea y sonríe con una mueca
triste. "¡Qué verga que somos, hermano!" dice. Un estilete de hielo le baja a uno desde el pecho hasta la entre pierna.
"¿Qué pasa? ¿Perdemos?" pregunta. "Uno a cero". "Qué va a hacer" dice uno, supuestamente filosófico, medio como
si no le importara, como si hubiera salido a caminar porque quiere reflexionar tranquilo sobre el devenir humano en el
próximo milenio. Mario acelera y se va. Uno está destruido, pulverizado. Un hachazo feroz lo ha partido por el medio.
"Qué va a hacer" se repite ¡Una mierda "Qué va a hacer"! ¡Mañana y pasado y toda la semana viendo en la televisión
ese gol puto! Y el festejo, y el salto interminable de los lepra, y la pila de jugadores rojinegros celebrando. Y eso si es
un solo gol, después de todo. Porque por ahí Central se va a la desespera da a buscar el empate y se come cuatro.
Decí que falta poco... Y aguantarse la cargada de Marini. La cara de sobrador del pelado Vega. Los mil chistes malos
que brotan como hongos después de cada derrota. El "¿Sabes cómo le dicen a Central?". Hay que meterse en la cama
y no salir por 20 días. Eso hay que hacer, la puta madre que lo reparió ¿Para qué carajo uno se pone esa remera
mugrienta, la blanca con el dibujo del oso panda, que lo acompañara en tres victorias? ¿Para qué mierda se la pone
uno? De ahora en adelante, no los ayuda más, así de claro. No los ayuda más. Después de todo ¿qué tiene que ver
uno con ellos, con el equipo? ¿Juega acaso? ¿Uno entra a la cancha y juega, acaso? Son once muchachos
medianamente conocidos y a la mierda. Nada más. Apenas eso. Hay cosas más importantes en la vida. Si a uno se le
estuviera muriendo la madre en este momento, poco y nada de bola le daría al clásico. Un clásico que no pasará a la
historia, de eso no hay duda. Uno de tantos. ¿Cuánto va? Ya debe estar por terminar, casi seguro. Ahora sí, que pase
algo. Alguna otra explosión, algún otro dato que permita aferrarse a una ilusión momentánea por lo menos. Aunque
después resulte otro gol de Ñuls, mirá lo que te digo. Un dos a cero no es goleada, un dos a ce ro... ¡Hay otra
explosión, otra bomba de estruendo! ¡Y ahora otra, y otra más! Terminó. No cabe duda. Se acabó el clásico y nos
ganaron. La reputísima madre que lo reparió. Y bueno, ya pasó. Hay cosas peores. Seguimos arriba, de todos modos,
en la estadística. Se oscureció la tarde, está nublado. Ojalá que llueva y se arruine todo. Que nadie ande por la calle.
Sale un chico de una casa y después otro. El primero, en cueros grita "¡Vamos Central, todavía!". Un relampagueo de
flash lo ilumina a uno por dentro. Se le seca la garganta. Balbuceante alcanza a preguntar, "¿Terminó?". "Uno a uno"
dice el chico, "empató Central sobre la hora". Uno camina, ahora aterido, por inercia, por instrumental. ¡Central so bre
la hora, carajo! ¡Central sobre la hora! No grita. No hace un gesto. No levanta la mano. El grito le ex plota adentro
como una bomba de profundidad ¡Vamos los canallas, todavía! Parece mentira. Uno hubiese pensado que iba a saltar,
desencajado; brincar sobre una verja, treparse a un árbol como un simio, escalar por un balcón hasta una terraza.
Pero no. No es para tanto. No era tan terrible, después de todo. Tal vez no tan importante. Pero una sensación de la -
situd, de calidez, de infinita paz interior lo va invadiendo cordialmente. Ya está a una cuadra de su casa. Tiene
hambre, tiene ganas de ver a su madre, de estar con sus amigos, de acariciar la cabeza de los niños que juegan en la
vereda, futuro de la Patria. La tarde está clara, plena de sol y hasta más fresca. Uno se detiene un momento antes de
entrar a abrir la puerta y cruza un par de frases con su vecina. Le pregunta por las flores que está regando, por la di -
mensión insólita que ha alcanzado la enamorada del muro. Comprende, de pronto que esa vieja hinchapelotas y mal
llevada, no es tan mala. Por lo contrario, es muy simpática. Entra por fin y va hasta el baño, antes de prender la radio
para oír, de punta a punta, los comentarios finales. Orina. Se lava las manos, se mira en el espejo. Tiene más de mil
nuevas canas en las sienes. Hay dos arrugas novedosas y profundas en la frente. Las ojeras se han tornado más
oscuras. Uno ha envejecido cinco años otra vez, igual que siempre. Todo por un clásico, apenas. Un partido de fútbol,
simplemente.

“Un confuso episodio”. En La mesa de los galanes

La idea es francamente fuerte. Es, como dirían los publicitarios, una "idea fuerza". Imaginemos la situación. Es casi de
noche, en una ciudad de los Estados Unidos, supongamos que Tampa. Serán las cinco, seis de la tarde pero es
invierno y allí oscurece muy temprano. Incluso en el estado de Florida. Aunque bien podría ser en Boston. Dejemos
Tampa. Mejor el frío. Hace frío, lo que da imagen de ropas abrigadas, telas gruesas, pesadas, uniformes de paño,
calles brillantes por la llovizna, nubes de aliento frente a las bocas de los protagonistas. Y hay una luz roja y otra
amarilla girando lentamente desde el techo de un coche policial. No se escuchan sirenas por ahora, todavía no. Ni
tampoco se advierten muchos policías. Ya irán llegando. Es una calle ancha, una avenida elegante porque la zona es
elegante. Y hay una mansión, algo recedida de la línea de construcción, muy señorial, con gran parque al frente y una
verja de hierro artísticamente forjado. Frente a ella está detenido el coche policial.
¿Qué ha sucedido? Por el momento, admitámoslo, la situación no dice demasiado. No genera la misma expectativa
que podría crear una situación en la que un tipo común y silvestre vuelve de su rutinario trabajo como empleado en
una empresa de informática y advierte, desde unas dos o tres cuadras antes, que sobre su casa, donde habitan su
mujer y sus cuatro pequeños hijos, oscila un helicóptero de la Cruz Roja con todos sus faros de localización apuntando
hacia abajo. No es lo mismo.
Pero el conflicto irá creciendo, si ustedes me ayudan. Se irá convirtiendo en un relato atrapante que no podrán dejar
de leer ni por un instante. ¿Qué ha pasado?
Una media hora antes de que el móvil policial llegara al lugar de los hechos, Emory McElligott, miembro de la custodia
del congresal Wetmore, ha hecho su recorrido de rutina por la cuadra. Ha llega do hasta la esquina, ha curioseado por
el negocio de alta costura de la línea "Levenia Biganzoli", ha saludado con una mano en alto a Melvin, manager del
restaurant tailandés "Sukhothai" y se ha detenido un momento frente al escaparate de la agencia de coches italianos
"Carpo Imperatricce".
Siempre le gustaron los sedanes, especialmente, los de diseño deportivo Luiggi Lucca. Luego, llegando ya a la reja del
frente de la mansión del congresal Wetmore, ve el bolso azul oscuro. Está casi oculto bajo los mustios helechos que
reclinan sus hojas desde el cantero que hace de base a la reja y es de un tamaño considerable. Un bolso deportivo, de
uso horizontal, casi cilíndrico. McElligott observa hacia todos lados buscando a alguien que pueda haberlo dejado allí.
Luego se agacha para estudiarlo. El bolso luce viejo y raído, es de la ignota línea "Sportworld Famina" y su cremallera
está cerrada, salvo en los últimos dos centímetros de recorrido. McElligott va a abrirlo pero su mano se contiene y una
oleada de calor, una sofocación, le recorre el cuerpo desde los pies hasta el cuello. Desde hace dos meses el congresal
Wetmore está recibiendo amenazas por el enojoso caso de la habilitación del motel "Gardenia".
Habrán observado ustedes que ya la cosa adquiere otro matiz. Ya no es, apenas, un móvil policial estacionado a mitad
de una cuadra, que podría estar indicando solo una estúpida infracción de tránsito o cualquier otro procedimiento de
rutina, sino que ya entra en escena una incógnita y un riesgo cierto ¿Habrá dentro del bolso realmente una bom ba?
¿Se cumplirán las amenazas contra el polémico congresal?
Ahora ustedes, que han tenido en más de una ocasión —deben confesarlo— el impulso rebelde de abandonar
definitivamente el relato, acceden a concederle una nueva chance, le abren un crédito que no es para siempre, lo sé,
pero que los compromete seriamente con la narración. ¿Por qué? La curiosidad, amigos míos. La curiosidad que ha
llevado al hombre a los mayores descubrimientos está actuando sobre sus psiquis y los impulsa a permanecer junto a
estas páginas descuidando, incluso, deberes laborales y/o familiares.
McElligott, ya puesto de pie, sopesa en su mano el teléfono celular. Duda en llamar a su superior, el comisario
retirado Conrad Sanborne. McElligott por ejemplo, ha sufrido ya un par de reveses gracias a su celo profesional. Hacía
no más de tres meses que había denunciado a un sujeto sospechoso, ataviado en forma rústica, sujeta la melena en
una coleta, disimuladas sus facciones tras un par de lentes oscuros, revoloteando preocupantemente cerca del
Mercedes Benz 330 del congresal en la propia cochera privada de éste. El sujeto resultó ser Margaret, la esposa del
congresal, que retornaba de un día campestre, lo que cubrió de escarnio a McElligott.
Sin embargo, la duda de McElligott dura poco. Es un hombre valiente que sabe vencer la más terrible de las
amenazas: la de la vergüenza. Conrad Sanborne se muerde el labio inferior y le contesta: "Espere". Como una
exhalación baja desde su oficina instalada en la misma mansión de Wetmore y en dos minutos está junto a su
colaborador. Ambos observan el bolso entonces, con minuciosa atención. Sanborne hace un gesto enérgico al portero
que observa la escena desde la puerta de ingreso al edificio, unos quince metros más allá, cruzando el parque, para
que encienda las luces de la reja.
Ya es casi de noche y oscurece sobre Boston. Pero la mayor claridad no ayuda en mucho a la pesquisa. Sanborne saca
su linterna y recorre con el haz de luz la superficie del bolso. Éste tiene pequeños orifi cios de ventilación pero nada
puede verse a través de ellos.
—Quisiera poder calcular su peso —masculla el ex policía. Habla para sí mismo, pero lo suficientemente alto como
para que ustedes lo escuchen. E imaginen su voz. Ustedes están poniendo su parte del relato. Adivinan la voz
cavernosa del jefe de la custodia. Imaginan también cuál es su contextura física y los rasgos fisonómicos. Componen
un personaje como bien podría hacerlo el mejor de los actores de teatro. Tal vez ustedes no se den cuenta, pero ya
están involucrados, ya están atrapados por la narración. Han corporizado al custodio Sanborne, le han dado voz y
físico. Es ya casi un hijo vuestro. Y nadie abandona a su suerte a un hijo, cerrando un libro y dejándolo solo frente a
un bulto sospechoso.
—Levantémoslo— transpira McElligott, irresponsable. Sanborne lo mira duramente y bufa.
—El más mínimo contacto y puede estallar —enseña—. Conozco explosivos que estallan ante el mero cambio en la
contaminación del aire en su derredor. Ante la mínima oscilación de la temperatura rectal de un curioso que se le
acerque.
McElligott contiene el aliento, aterrado. Casi podríamos afirmar ya que es un pusilánime sobre quien se depositarán
las pequeñas cuotas de humor que destila este cuento. Pónganle ustedes un rostro sin temor a que, páginas más
adelante, aparezca una ilustración del tema donde puedan verse a McElligott y Sanborne escudriñando el bolso y allí
sus rostros nada tengan que ver con los que ustedes pergeñaron. No habrá ese tipo de traiciones, pese a ser un relato
de intereses enfrentados, ambiciones desmedidas y hombres en pugna, después de todo. El comportamiento
semirridículo, semipatético de McElligott volverá cada tanto, aflojando un poco la tensión que amenaza convertirse en
insoportable y que puede precipitar por tanto un resultado opuesto al buscado: que usted, en definitiva, deje este
asunto y se dedique a otra cosa.
Ahora es Sanborne quien esgrime su teléfono celular. Dentro de la mansión, en su amplísimo despacho alfombrado, el
congresal Wetmore se resiste a admitir la gravedad de la situación. Deja por un momento el cúmulo de papeles
comprometedores y sonríe, amargo quizás, ante la información de su custodio. El congresal es así, un negador de
situaciones comprometidas. Desestima el hecho, no colabora con el relato. Lo mismo hizo cuando el confuso episodio
con Carleton Gómez, su secretario privado; cuando el enojoso conflicto en torno al motel Gardenia; o cuando el
escandaloso permiso de la venta de armas a los "Contras".
Pero Sanborne insiste con lo suyo. Ha estado en Vietnam cuatro años. Nunca en el frente, siempre en una calurosa
oficina de Saigón escribiendo a máquina. No obstante, cuando volvió de allá nadie accedió a brindarle trabajo con la
remanida excusa de la demencial violencia, del posible desequilibrio nervioso, de la latente locura. Su foja, además,
registra una lesión de guerra algo severa: una escoliosis de columna, producto de la mala posición adquirida durante
las horas de tipeo. El frío, la llovizna que comienza a caer y abrillanta las calles como lo describiéramos al principio,
acentúan la molestia ósea, pero Sanborne se arquea e insiste frente a su jefe.
—Por el tamaño —informa— el bolso podría contener explosivos como para volar toda la reja y el jardín mismo.
Incluso parte de la puerta de entrada.
—Llame a la policía —concede el congresal—. Bajo de inmediato.
Hace un manojo con los papeles y los arroja a la chimenea de leños. Es éste un gesto desmesurado, quizás, pero
eficiente. No se aparta, si se quiere, de la desmesura del relato pese a que éste muestra hasta el momento un perfil
bajo, como nunca ha podido mostrarlo ni siquiera el mismo congresal.
Cinco minutos después, Wetmore se ha unido al jefe de su custodia y a McElligott. Ha llegado tam bién, extrañamente
silencioso, el patrullero policial. Sus ocupantes, sin abandonar el auto, observan la escena.
—Comuníquese con la Brigada de Explosivos, Sanborne —ordena Wetmore, expeditivo. Sanborne, imprevisible,
consulta su reloj pulsera. Menea la cabeza.
—Son las seis menos cinco, congresal —asesora—. Puede ser una bomba de tiempo programada para estallar a las
seis.
—¿Qué le hace pensar eso? —desconfía Wetmore.
—A las seis llegan sus hijos de la escuela.
Un ramalazo de angustia cruza el rostro del congresal. Se había olvidado de sus hijos. Esas cria turas, supeditadas a
los devaneos de su carrera, abandonadas tantas veces en sus continuas giras por diferentes estados, por Europa, por
el sudeste asiático.
—Ordene a los policías que corten el tráfico —reacciona Wetmore. McElligott, comedido, corre ha cia el móvil policial,
grita, ordena, gesticula.
Cinco minutos después la escena se ha tornado más tensa. A la propia expectación que, aun a rega ñadientes, los
mantiene a ustedes pegados a la lectura, se suma ahora la de los desprevenidos viandantes que circulan por la
avenida Charlestown, la de los sorprendidos y/o furiosos conductores de los coches que ven impedido su paso por las
barreras policiales, la de los entrometidos que nunca faltan y se amontonan tras los otros cuatro patrulleros llegados
desde el Precinto 36 capitaneados, lógicamente, por el capitán Drake.
El congresal Wetmore observa —algo molesto, algo fastidiado—, el circo que se ha ido montando en derredor suyo.
Una nueva irregularidad en su ya azarosa carrera. Rechina los dientes.
—Le advierto, Sanborne, que todo esto puede terminar en una payasada.
—Hay vidas en juego, congresal.
—¿Revisó bien el bolso? ¿Procuró levantarlo?
Sin esperar respuesta, Wetmore amaga con aplicarle al bulto sospechoso una patadita corta, de comprobación.
Sanborne salta sobre él y lo aparta sujetándolo por los antebrazos. Sanborne transpira.
—¡No haga eso! —recrimina—. Podría estallar al mínimo impacto. Puede tener una espoleta conectada a la cremallera.
O lista a explotar por el mismo peso del bolso, al ser levantado.
—Llamemos entonces a la División Explosivos —ordena, otra vez práctico, el congresal Wetmore, algo amoscado por
la reprimenda recibida.
—No hay tiempo —se planta Sanborne, volviendo a consultar su reloj—. Faltan tres minutos para las seis.
—Mis hijos serán detenidos por las barreras policiales.
—Pero lo mismo explotará la bomba —urge Sanborne— Alejémonos.
Los dos hombres, seguidos por McElligott, cruzan la avenida y se alejan hacia uno de los coches policiales. La gente se
inquieta aun más. Hay quienes preguntan a los gritos qué es lo que pasa. Hay otros que reclaman que se les permita
circular por esa calle. No faltan quienes reconocen a Wetmore y le exigen, estentóreamente, la reducción de las tasas
impositivas. Wetmore, impertérrito, ordena a los policías que se cubran tras los coches y a la gente que se aleje hacia
cualquier parte. Nadie le hace caso. Pero se genera un silencio opresivo, de expectativa general, donde todos miran
fijamente hacia el bolso distante sin saber a ciencia cierta qué es lo que puede llegar a suceder.
Es otro momento fuerte, admitámoslo. Uno de esos picos emocionales donde las cosas no están sucediendo, pero
ocurre algo mucho mejor: están por suceder. Sin embargo, pasa un minuto y nada ocu rre. Sanborne consulta su reloj
y se mordisquea el labio superior. Wetmore mira a Sanborne, como culpándolo de la decepción. Sanborne torna a
mirar el bolso haciéndole al congresal una señal de espera. De pronto, un murmullo de espanto recorre la multitud.
Desde un camino lateral, aquel que bordea la mansión y conecta el jardín del frente con el parque trasero y la piscina,
aparece un perro dálmata. Un manchón blanco con puntos oscuros trotando, vital, sobre el césped.
—¡Dixie! —gime Wetmore.
—¡Dixie! —gritan al unísono Bart y Rosalie, los dos hijos más pequeños del congresal que de esta forma dan cuenta
de su llegada. Rosalie, impuesta del problema, intenta incluso correr hacia la casa, pero el fornido capitán Drake la
atrapa por un brazo. Dixie, en tanto, tras un formidable y ágil arranque hacia la puerta misma de la verja, donde se
entrevé el bolso, ha girado sobre sí mismo, eléctrico, desandando el camino hacia el fondo, con la conoci da enjundia
de los perros cuando salen a un espacio verde luego de largas horas de encerrona.
—¡Volverá! —advierte, a los gritos, el congresal Wetmore a Sanborne—. ¡El perro volverá! ¡Morderá ese maldito bolso
y volará en pedazos!
Sanborne mira hacia la reja, hay un brillo de obcecada determinación en sus ojos. Admitirán que la situación es, en
este punto del relato, óptima. Cualquiera de ustedes habrá tenido un perro y está al tanto de la inefable conducta
curiosa de estos animales. Un dálmata, por si fuera poco, con ese espíritu juguetón y revoltoso.
Podrán imaginar fácilmente, entonces, una de las posibles vertientes de la narración, ya anunciada por la clarividencia
política del congresal: el retorno vertiginoso del perro, su descubrimiento del bolso, su exploración del mismo, la
posibilidad cierta de que lo atrape entre sus dientes y lo sacuda de un lado al otro como bien podría hacerlo con un
gato o con un conejo. La idea es fuerte. Sería bueno saber si alguno de ustedes, ahora, se siente con voluntad sufi-
ciente como para abandonar el relato para retomarlo luego, después de cenar, por ejemplo.
Sanborne, aceptando convertirse en el eje de la situación, admitiendo el papel protagónico del momento, abandona el
refugio precario de los patrulleros y se adelanta dos pasos sobre el pavimento mojado. Las luces rojas y amarillas
varían intermitentemente la palidez de su rostro y pintan brillos esporádicos sobre el metal bruñido del revólver que
ahora enarbola a la altura de su cabeza. Hay otro rumor perturbador entre la gente.
—¿Qué va a hacer, Sanborne? —ruge el congresal, que detesta el riesgo de las armas de fuego.
—¡Dixie! —solloza Rosalie, anticipando la muerte de su adorada mascota.
Sanborne no contesta. Se adelanta dos pasos y se planta firme sobre sus dos piernas abiertas, co mo tantas veces lo
hizo en el polígono de tiro. Asume la responsabilidad. Recuerda Vietnam, cuando una colilla de cigarrillo cayó en uno
de los cestos de papeles y él tomó para sí el compromiso de agotar un extinguidor de incendios sobre el escritorio del
Teniente Coronel Petrone, aun a riesgo de arruinar definitivamente documentos secretos del Pentágono.
—No podemos arriesgarnos a que ese perro retorne —musita Sanborne, en una explicación inaudible, mientras
precisa la mira de su Lawman MK III 357 Magnum en el centro mismo del bolso sospechoso.
Mil pares de ojos acompañan la mirada escrutadora del custodio que se fija, obsesa, sobre la segunda y circular letra
"O" de "Sportworld Femina". Es cuando, atención, de pronto, desde la multitud se eleva un alarido de mujer,
desgarrador.
—¡Hijo! ¡Hijo mío!.
Alocada, con la fuerza que da la desesperación, una mujer flaca y desgreñada corre hacia la puerta de rejas,
cruzándose ante la línea de tiro de Sanborne, quien baja bruscamente su arma mientras maldice.
—¿Quién es ella? —escupe.
—¡Deténganla, deténganla! —grita el capitán Drake, menos curioso pero más drástico. Dos policías se abalanzan
sobre la mujer, mas es inútil. Ella, los ojos enrojecidos, desencajada, en dos largos tran cos llega junto al bolso
deportivo.
—¡Hijo! —vuelve a gritar, cayendo de rodillas. Cuando Sanborne, McElligott y el capitán Drake, a toda carrera, llegan
junto a ella, ya la mujer ha abierto el bolso con un tirón enérgico de la cremalle ra y saca de su interior a un bebé de
no más de cuatro meses. El niño, ni siquiera ante la sacudida despierta de su sueño. Los policías, Sanborne y el pro-
pio congresal Wetmore la rodean y la ayudan a ponerse de pie con el pequeño en brazos, sin atinar a decir palabra.
—¡Dejé a mi hijo aquí... —explica la mujer, a borbotones—... porque ya no podía alimentarlo! ¡Soy extremadamente
miserable y no tengo trabajo! ¡Pensé que en una mansión opulenta, en una familia millonaria, podría encontrar el
confort y la educación que yo no podré darle!
Wetmore aparta un tanto a Sanborne y pasa uno de sus brazos sobre los hombros de la mujer. Atisba, entre tanto, si
está en el objetivo de las cámaras de televisión que, un tanto tarde dado la rapidez de los acontecimientos, ya han
llegado.
—Señora... —el congresal inicia su párrafo, solemne.
—¡Pero mi amor de madre pudo más! —lo interrumpe la desaseada mujer—. ¡Por eso volví, para buscarlo! ¡De alguna
manera me las arreglaré para criarlo!
—Hizo muy bien, señora —asiente con la cabeza, Wetmore—. Acá, con mis asesores —señala— con mis colaboradores
y todo el grupo de asistentes que me rodea, ya estábamos a punto de adoptarlo.
Y nos vamos alejando de la escena, elevándonos, cada vez más, hasta que las balizas giratorias de los patrulleros se
convierten, simplemente, en apenas minúsculos destellos dentro de las miles y miles de luces de la gran ciudad.

“Informe de Beirut”. En Nada del otro mundo


Circular en taxi por Beirut es muy peligroso. Pero no queda otra forma. Los ómnibus interurbanos ya no se arriesgan a
ser blanco de los disparos y, por otra parte, la Osmubal, la fuerte empresa maronita que nuclea la mayoría de las uni -
dades de transporte, se ha declarado en huelga ante el mal estado de las calles, perforadas por los cráteres de los
obuses.
Casi todos los taxistas son sunitas confesionales. Han sido, poco tiempo atrás, camelleros. Para colmo, los fran -
cotiradores de las diversas fracciones procuran acertar en los vehículos; es frecuente estrellarse contra las barricadas
y, por si esto fuera poco, los conductores tratan de pasearlo a uno por toda la ciudad para cobrar más el recorrido. Me
doy cuenta de ello cuando nos topamos, por tercera vez, frente al mismo oficial rubio de uniforme camuflado que nos
hace bajar apuntándonos con una bazuca antiaérea Blow Pipe, inglesa.
—Los drusos de Chafic Bikfaya se niegan a dejar Beirut —me diría luego el imán Mussa Bechir, en su conforta ble
sótano blindado del barrio cristiano de la Bekaa—. Han recibido dinero de Khomeini y de los coptos para marcharse a
Londres y montar allí una lavandería. Pero la niebla los repele como el agua al aceite.
El oficial rubio y unos ocho soldados comienzan a golpearnos con las culatas de sus armas, como ya lo hicieran en las
dos ocasiones anteriores. Pero esta vez también nos dan puntapiés, nos escupen, nos propinan algún bayonetazo y la
emprenden con el coche. Finalmente, tras indicarnos que nos apartemos, el oficial arroja una granada incendiaria de
fósforo blanco dentro del viejo Plymouth, que estalla envuelto en llamas. Luego, revisan nuestros papeles y nos dejan
marchar.
—Son las Fuerzas de Paz de la ONU — me cuenta Maurice Boisson, al día siguiente, sentados ambos en lo que queda
del café "La Boiserie".— No será mucho el tiempo que estarán por acá. Francia los ha enviado por un simple acuerdo
protocolar con Reagan. Los paracaidistas vienen a Beirut y jóvenes estudiantes californianos aceptan recibir en sus
casas a estudiantes de Bayeux. A nuestros paracaidistas no les gusta esto. Hace calor y no tienen con quién hablar.
Dos días después encontraré una patrulla de ellos haciendo cola para entrar a un cine donde ponen una película
americana. Se los ve cansados y de mal humor. Es notorio que aguardan la orden de retirarse pues todos llevan
colocados sus paracaídas. Más de uno encontrará, entonces, dificultades para sentarse con comodidad en los asientos
del cine y abandonará la sala antes de que la película (una de Robert Redford) finalice. Otros, como parejas de novios
adolescentes, optarán por ver el film arriba, en el primer piso, y desde allí se arrojarán con sus paracaídas sobre la
platea baja. Pienso con pena en las pasadas glorias de ese cuerpo, traicionado en Indochina por nuestros pensadores
pseudo-comunistas.
Asha Hama Mechref es una mujer alauita ya no tan joven, alistada en la falange del Cedro Azul. En tanto vocea su
mercadería (muñequitos para colgar de los espejos retrovisores en los automóviles checos) en una demolida esquina
del barrio palestino del Baadbad, procura explicarme la situación.
—Es entendible el desconcierto de los aerotransportados franceses. Se han preparado por años para ser transportados
por avión. Y aquí los trajeron en tren.
La fresca brisa que llega del Mediterráneo nos trae el aroma fuerte a iodo madrépora y cardumen, como así también
el dulzón perfume a las rosetas de maíz que acostumbran fritar los marines del acorazado "Minnesota", apostado
frente a Beirut, mar afuera, lejos del alcance de nuestra vista. Estando allí, en la terraza de "La Boiserie", sobre la
amplia avenida Nakoura en el distrito dominado por la falange Kataeb, junto a Maurice, sorbiendo un aperitivo
chipriota a base de cizaña, uno no puede menos que rememorar aquel Beirut soberbio y despreocupado de una
década atrás, cuando la bonanza y el despilfarro ocultaban, a algunos ojos necios, la turbulencia que se avecinaba.
—La caída del precio del petróleo y la falda corta, tuvieron mucho que ver —sintetiza Maurice. A Boisson lo conozco
desde los duros tiempos de Argelia (fue uno de los pocos que desobedeció el llamado de De Gaulle a merendar). Él
cubría la información para la France Presse y perdió su mano derecha al hacer explosión una carga de dinamita que
activistas de la resistencia ocultaron en su máquina de escribir. Aún recuerdo que era una Erika, de origen alemán,
que voló en mil pedazos junto con los dedos de Maurice, cuando éste presionó la tecla del signo de admiración.
Boisson es un cronista que gusta del sensacionalismo y los argelinos de Ben Bella lo sabían (presumo que los "pieds
noirs" de Raoul Salan, también).
—La lucha se ha centrado en los grandes hoteles —le digo a Maurice en tanto el mozo, un maronita de piel aceitu-
nada, nos sirve cordero con coles— ¿Por qué crees tú que los sirios no han intentado aún ocupar el Place des Canons
Hilton?
—Está en una colina de difícil acceso. Una sola ametralladora pesada puede dominar un ataque. Y sus duchas son
pésimas. Cuando hay poca presión, como hoy, el agua no llega hasta allá arriba. No creo que a los jerarcas del
Kremlin les interese un lugar como ése.
—Sin embargo —le corrijo— Walid Jumblatt podría estar interesado en ese hotel para ofertárselo a los integracionistas
laicos. En ese hotel puede instalarse, desde una base de misiles SS 21 hasta un casino, pasando por un sauna.
Boisson no alcanza a contestarme. Un cohete Katiuska, de los que los iraníes venden al menudeo a la salida de los
cines los sábados por la noche, estalla sobre una mesa vecina. Una lluvia de cascotes, maderas encendidas, arve jas
incandescentes, carne humana y ovina y tenedores retorcidos cae sobre nosotros. Nuestro mozo, el maronita, maldice
en voz baja. Ha perdido su propina y el cobro de la adición.
—Ahí lo tienes —me dice Maurice— Los iraníes venden los cohetes Katiuska a los hezbollahs e integracionistas de
Trípoli. Pero se los venden en consignación. Aquellos cohetes que los integracionistas no disparan los regresan a los
iraníes y éstos los vuelven a colocar en el Mercado Común Europeo. Un buen negocio.
Muy cerca nuestro, jóvenes de la falange Kataeb y tropas livianas palestinas luchan encarnizadamente por una mesa.
Es cierto que son las siete de la tarde y a esa hora es difícil conseguir turno en "La Boiserie", pero no es fácil
entender, para un occidental, un combate tan duro. También hay civiles esperando por la mesa, pero optan por
marcharse. Están acostumbrados a tales atropellos.
Los componentes falangistas son muchachos apenas salidos de la infancia, provenientes de los suburbios de Damour,
delgados adolescentes de los barrios bajos de la zona Este de Beirut, y algunos egresados de las academias Pitman de
Saida, desalentados por lo dificultoso de los exámenes finales. Han ido tomando uniformes quitados al desarticulado
ejército libanes, pero aún muchos visten con lo que encuentran. Hay uno con sombrero texano, camisa militar, jeans
y zapatillas. Otro con sombrero Panamá, saco de felpilla color mostaza cruzado por los cargadores de su fusil de
asalto Kalachnikov (de los nuevos, con culata plegadiza) y pantalones de sarga. Veo uno, incluso, de gruesos bigotes,
con vestido de tul calado, muy suelto, algo tomado en la cintura, color salmón suave. Lleva una AK 47 (el modelo
chino de la Kalachnikov) y los hombros descubiertos.
Los mozos se han atrincherado tras el mostrador, están armados con pistolas ametralladoras FM K 3 con linterna
láser, compradas a los restos del ejército del Sha.
—Esas armas se compran en Latakia por containers cerrados —me informa Hafez el Taoune, cajero administrativo del
Banco de Sangre de Beirut, uno de los tantos empleados burocráticos a quienes la creencia musulmana les ha hecho
rechazar todo uso de tinta estilográfica azul en sus lapiceras— Se venden a muy bajo precio y usted recibe el
container una semana después en el puerto de Sidón. Es una transacción barata, pero en el container puede venir
cualquier cosa. Se cuenta que Suleimán Jedid compró dos para la milicia drusa. Uno venía lleno de ta pices de baja
calidad. El otro traía una bazuca de la segunda guerra, cojines inflables y una familia de vietnamitas, miembros de los
"boat-people", que no encontraban dónde vivir.
Los jóvenes de la falange Kataeb reclaman un puerco a la pimienta pedido, según ellos, hace más de dos horas.
Disparan con una tanqueta francesa AMX 13 pintada de rosa, olvidada por el contigente de paz egipcio, contra la
puerta del baño de damas.
El comandante Axnín Keffieh es un copto confesional, militar de carrera, que ha dado un año de franco a sus tropas
hasta que la situación se clarifique.
—Una sola salva del "Minnesota", con sus cañones de 420 milímetros, bastaría para terminar con todo esto —me dice.
Y es verdad, nadie entiende a ciencia cierta, el ridículo papel que juega el formidable acorazado, vigilante en mar
abierto desde hace tres años, frente a Beirut. Un rumor echa algo de luz sobre su sorprendente pasividad.
—El "Minnesota" tiene un error estructural —me confía John S. desertor de la flota estadounidense, de la que ha
escapado hurtándose un destroyer de 23.000 toneladas.— Su casco no ha sido diseñado para sopor tar las ondas
sonoras formidables que se producen al disparar su artillería. La quilla está rajada, muestra un rumbo de unos quince
metros. Cada cañonazo la aumenta en cuatro centrímetros.
John S. ha conseguido trabajo, ahora, en la zona mahometana, como muezzin. Es uno de los sacerdotes que, día a
día, a la hora de la oración, eleva sus cánticos litúrgicos desde lo alto de los minaretes. Pero John S. lo hace en estilo
"country". El día que el almirante Patrick L. Newport descubra la falta del destroyer, John S. se las podrá ver feas.
—Acá hay un problema que va más allá de lo político —se queja Sharon Naún Najenson, agregado de la embajada
israelí en Atenas y que se salvara de la masacre de Munich porque, él, ese día, estaba en Lima y jamás prac ticó
ningún deporte.— Y es la presión que ejerce sobre el presidente Reagan la empresa "Rent-a-Car", de alquiler de
coches. En Beirut han rentado unidades a grupos falangistas y éstos los usan como autos-bombas. Al último, un Ford
Coronado nuevo, impecable, lo llenaron de trinitrotolueno y lo hicieron estallar contra un teatro de títeres de los
"Camaradas de Saladino". A la agencia sólo le devolvieron el picaporte de una de las puertas de atrás y un trozo de
poliuretano, que ellos pensaron pertenecía a una de las butacas, pero resultó ser la mejilla de un títere. Los de "Rent-
a-Car" están desesperados porque los grupos confesionales coptos prosiguen alquilándoles co ches y la agencia no
tiene demasiados argumentos para negarse. Deberemos seguir esperando que el ejército libaneés se recomponga y
tome las riendas de la situación.
Pero esto último no parece muy sencillo. Con las sempiternas dudas de Dany Bigeard, abandonados del apoyo
logístico americano, con el comandante Fuad Acrafieli en cama con gripe, el otrora eficaz ejército del Líba no, es hoy
tan sólo un conjunto de voluntades dispersas al que no le quedan sino dos brigadas eficientes: la séptima, al mando
del general Ibrahim Nabih, que mantuvo durante dos semanas bajo fuego enemigo la fortificación portuaria de Souk el
Gharb; y la tercera, que mantuvo durante una semana al tope del record de ventas americano el tema "Tú eres la
luna de Medio Oriente", grabado por el coro de una de sus mejores compañías.
Quizás sólo reste esperar que Gemayel recomponga su gobierno, de por sí precario, y fortalezca sus alianzas con los
encrespados chiítas o, al menos, con las fracciones disidentes cristianas que ya no lo incluyen en sus plegarias. Parece
más difícil el arreglo con los sectores drusos que no le perdonan la matanza de ovejas cometida por las tribus kurdas
al mando de Fakheredín Akkar en las laderas del monte Juniye, en 1522.
—Me han dicho que el Santo Padre está visitando el acorazado "Minnesota", donde procura terminar con la tradicional
rivalidad entre marines y artilleros. ¿Cree usted que el Vaticano enviará tropas?
La pregunta de la anciana confesional maronita es, apenas, una más de las tantas que nos formulamos, día a día, los
que estamos inmersos en la conflictiva realidad libanesa. Pero no puedo detenerme a meditarla, un camionero jordano
se ha ofrecido a llevarme mañana hasta el zoco de Merj Uyún, donde los brigadistas coptos anuncian una conferencia
de prensa seguida por un baile de disfraz.

“Mamá”. En Te digo más.


A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una barbaridad pero, a veces, cuando a la noche
se acercaba a darme un beso, yo podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me besaba antes de irse
a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía ocho o nueve años. Ella se quedaba viendo televisión hasta
tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo
fingía dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer porque se tropezaba contra los
muebles en la semipenumbra. Tampoco podría precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad.
Cuando nuestro padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su vaso con soda y luego
coloreaba la soda con un chorrito mínimo de vino. Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula
altamente explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar cuando se asomaba a la
puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que
viniera a darme un beso. Además musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no llegaba a escuchar
pero agradecía.
Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí. Seguía tomando el vaso de soda coloreada al
mediodía, y también a la noche, pero nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez
a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso, pero al menos frente a mí conservaba
cierto recato. Poco tiempo después, cuando yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba
tirada en el gallinero. Teníamos un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los ángulos de la terraza.
Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le
ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo
no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para
no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me
dijo que se había dormido sin querer mientras buscaba huevos para la noche, que el sol estaba muy lindo allí en la
terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.
Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con licor de huevo al chocolate son terribles,
devastadoras. Había días en que amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía que había
tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado le latía. Siempre recuerdo esa expresión
suya, “que el hígado le latía”. Era muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de basura,
cómo se acumulaban las botellas. Se escondía para beber. A veces mirábamos televisión —a ella le gustaba
muchísimo el programa de Pipo Mancera— y de pronto se iba al baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente
privado y que yo no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuándo ella se metió debajo de la
mesa del living con la excusa de buscar un carretel de hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una
petaca.
Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol “Abeja”, un alcohol para desinfectar
lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas, con la tijera.
Desde chico me gustó recortar figuritas de las revistas de modas. De los “figurines” como decía ella. Me salía bastante
sangre. La yema del dedo siempre sangra mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me puso alcohol
en el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago. “¡Mamá!”, la alerté. Mi padre nos retaba
cuando nosotros bebíamos directamente del pico, aun siendo gaseosas. “Es que me ponés nerviosa”, me dijo. Pero
después se tomó todo lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales de que le hubiese caído mal ni mucho
menos. Tenía bastante conducta alcohólica con el “Abeja”. No así con el perfume. Un día la acompañé a una
perfumería, después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial las películas de piratas. Vio tres veces
“Todos los hermanos eran valientes”. Conozco mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la
vio en un mismo día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno que fuera frutado. Yo
no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros
de la clase media. Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la veía aparecer a
mamá oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil, sin
embargo, verla dando pena o tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas, o se le
ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón
en alguna fiesta familiar. Yo detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte de mis tías o
de abuela Alicia, como decir “Sacale la copa a Dora” o “Decile a Dora que pare”, pero nada más. Algún codazo
intencionado, a veces, cuando mamá preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba, lo
que no dejaba de ser, por otra parte, un costado simpático de su personalidad. Admito que hubo una especie de
nervio y hasta una suerte de incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de Chuco y
Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa, aunque acabábamos de llegar del entierro de tía
Clorinda. Pero era una mujer encantadora. En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos
los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A la que no le gustaba nada el asunto
era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando
pasaban esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco, por otras razones. En el
caso de papá creo que tenía algo de razón. Con mamá, en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que
mi hermana reclamaba lo que a ella le correspondía. No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte nunca Elenita
encontró a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana nunca subía a la terraza
porque decía que le tenía terror a las alturas y porque aún conserva una extraña alergia a los animales con plumas.
Veía un pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un globo. Aunque no supiera que el
plato contenía gallina lo mismo se hinchaba, con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día tía
Chuco, pobre, desconociendo este problema de Elena, le regaló una gallinita de chocolate para Pascuas, y a mi
hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos
tajos. Ella, justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos. Pero mamá le caía muy bien a todo el
mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alcohol. Era el cigarrillo.
Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del feminismo. Una activista. Ella me contaba
que fumaba desde los once años, a instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el Ferrocarril Mitre. El padre la
convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le desagradara y nunca más probara el tabaco, pero
ella se envició. Había momentos en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía. Dejaba el cigarrillo —
fumaba “Marvel” cortos, negros, sin filtro—, cortaba un pedazo de milanesa, por ejemplo, lo masticaba, lo tragaba, y
le pegaba otra pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha amarillos por la nicotina, casi
verdes. Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida, agitando la mano exageradamente
frente a su cara, como apartando el humo. “Es mi único vicio”, decía mamá. Y en esos momentos era verdad, pues
creo que ella empezó a beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie supiera muy bien
por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para olvidar el abandono de mi padre. Creo que, simplemente,
se sintió liberada y ya pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria de Elena. Elena
a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran
reclamándole que comiera el postre. Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una clase
media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien, cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos
tres platos, por ejemplo. Una sopa de entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta, o queso y dulce.
Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi hermana. Para empezar a fumar, mamá
aprovechaba cuando la sopa estaba bien caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba
con el de la sopa y así se disimulaba.
Sin embargo no era abusiva. No era una persona a la que le importara muy poco lo que pasaba a su alrededor, con
sus semejantes. La prueba es que se ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema es que les leía
sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un estibador que había perdido una pierna al
caérsele encima una grúa portuaria, y a quien mamá insistía en leerle Mujercitas de Luisa M. Alcott. Digamos —para
que quede claro— cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de que mamá fumaba en la mesa, dejó
de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo. Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía
desaparecida con los últimos arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas hojas de tabaco, las
plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento
en que se le escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me desagradaba mucho.
Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante sensible. Y de chico, más.
Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir al baño cada tanto, mientras masticaba
tabaco, ya que, cuidadosa, no quería hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la
casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las cortinas con encajes, a los macramés, a las
puntillas. Bordaba muy bien. A mí me gustaba mirarla por las noches, acostado en su cama, escuchando en la radio el
radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando tabaco.
Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios cigarrillos. Al terminar el almuerzo se
recostaba en una reposera, en el patio, y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco.
Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el cilindrito como si fuera un canelón
minúsculo, lo encendía, entrecerraba los ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más
tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a leerles a los enfermos. Toda una sala
del Clemente Álvarez había hecho una huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de
protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las voluntades. En esa marcha un
anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo
que provocó más animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba tenernos a mí y a
mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo después, cuando mamá le tomó —le bebió, digamos— un
perfume carísimo que le había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.
Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos “Génova”, el aliento que tenía por las noches cuando se acercaba a
darme el beso de despedida, era insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen destapado una
cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de solución biliosa con aroma a animal
muerto. Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía que era culpa de la pelusa de las
bolitas de los paraísos, esos árboles que, en verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego,
años después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando los barcos cargaban cereal, no sé
cómo le llaman. Tomaba miel, entonces, para suavizarse la garganta. Comía pastillas de orozuz. O iba a buscar
huevos a la terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo solía encontrarla tirada en
el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina, y solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito
guardafaros, que era la princesita de aquella soledad. O esa otra que decía “en qué se mete, la chica del diecisiete”.
Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a escupir los dos pulmones a cada momento. Se
le salían los ojos de las órbitas y lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía al mal
tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente, y decía que eso le calmaría la picazón de
garganta, producida por las bolitas de paraíso. Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre,
pero ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor. Cantaba, para demostrármelo. Pero
son cosas que, tarde o temprano, afectan a una persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos
uñas de los dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un crujido como el que hace un
sillón de mimbre al recibir el peso de una persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones
hasta la terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no era el tabaco. Era el juego.
Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve, Zulema y las hermanitas Mendoza. Se
encontraban una vez a la semana en casa de Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. Se pasaban, a
veces, seis o siete horas jugando. “Es mi único vicio”, decía mamá, y tal vez fuera cierto. Ella decía que el vino y el
tabaco constituían, apenas, rasgos de personalidad. Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa.
Adornos, jarrones, espejos, o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía porque eran cosas que perdía
en el juego con sus amigas. Reconocí, un día, un prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había
regalado mi padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las hermanas Mendoza. Yo no
me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó y Marilú dijo que se lo habían regalado, que eran muy
comunes. Que si uno en Casa Tía, por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno
de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como cuando Zulema apareció con una estola, una boa símil
zorro, que a mí me impresionaba de chico porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que,
sin lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que se la había regalado a Zulema para
su cumpleaños pero yo no le creí. Lo mismo pasó con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi
hermana no pudo digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi hermana ya hacía mucho que
había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió aquel asunto, pero lo mismo se enojó.
Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Álvarez
le impedían leerles a los enfermos, a partir de aquel problema con el portuario y más que nada cuando decidió leerle
La peste de Camus a un grupo que estaba en terapia intensiva. Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con
los internados, para entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un papagayo enlozado,
casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un tuberculoso en un partida de monte criollo. Insistía en que se lo
había regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de última, se había vuelto bastante
mentirosa. “Imaginativa”, decía ella, riéndose de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los
enfermos por dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones, piyamas, radios portátiles,
cosas que significaban mucho para ellos. “Me sorprende de vos —le dije un día—. Siempre fuiste una persona muy
buena y amable con la gente”. Se puso seria. “Son viejos enfermos, terminales algunos, indefensos”, le insistí. Fue la
primera vez, podría jurarlo, que percibí una arista dura en sus palabras. “Las deudas de juego se pagan”, me dijo, y
encendió un Avanti.
Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más chico, fue demasiado para mí. Ella decía
que mi padre y Elena ya no estaban con nosotros y que era al divino botón mantener un departamento tan grande
como el de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y arreglarlo. Pero yo sabía que eran
todas mentiras. Que había perdido el departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo del Club
Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó sangre porque he querido muchísimo a mi
madre. Aún la quiero.
La última vez que la vi, la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy encorvada, los ojos salidos de las órbitas
y su piel luce un color grisáceo arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa fácil y
trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su
salud. El doctor Pruneda me tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios. Pero me
dijo que el problema de ella no es el alcohol, ni el tabaco, ni el juego. Y me dio el nombre de una enfermedad.
“Ninfomanía”, me dijo. Y reconozco que no quise averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que
está estudiando Medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco cuando le toco el tema de mi
familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que
a mi madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el recuerdo, esa imagen que siempre
he tenido de ella. Esplendorosa, vital, encantadora, cariñosa y alegre.

“Giovanni y Andrea”. En El mayor de mis defectos.


La brisa era ligeramente tibia y traía un aroma a lino, trigo y grosella. Ellos ya habían corrido hasta cansarse por el
borde de la colina, hollando con sus pies el pasto tierno y gritando sus nombres al viento.
—¡Giovanni!
—¡Andrea!
Luego, ella, ebria de juventud y libertad, había desconcertado a Giovanni gritando otros nombres, de hermanas, de
tías, de vecinos, de firmas comerciales y hasta el glorioso nombre de Luiggi Villoresi, el intrépido devorador de rutas,
héroe de todos los adolescentes.
Ahora caminaban ambos acompasadamente, tomados de las manos, en silencio, sin poder creer ese hecho mágico,
fantástico, de amarse tanto bajo la luz mórbida y púrpura de la tarde.
Él, de pronto se detuvo, deteniendo el caminar de ella. Había cortado una flor silvestre y la hacía girar nerviosamente
entre sus dedos torpes.
Andrea sonrió, un tanto tensa y encantada por esa proximidad incómoda, por la cercanía excesiva del rostro de
Giovanni frente al suyo.
—Una flor—musitó él, dejando escapar un gemido contenido, en tanto procuraba engarzar el tallo bajo el pelo negro
de la muchacha.
—¿Para mí? —se ruborizó ella, sin reparar en lo obvio de su pregunta. La pequeña flor amarilla quedó prendida en el
cabello de ella y ambos permanecieron mirándose profundamente a los ojos, arrobados, ajenos, al parecer, al paisaje
que los circundaba.
—Andrea —exclamó Giovanni presintiendo que el momento tan anhelado se acercaba.
—Sí... —susurró ella a modo de curiosidad o aceptación.
De pronto, la flor se deslizó por el lacio cabello de Andrea y cayó al suelo. La reacción de ambos fue instantánea,
agachándose a recogerla.
—¡Acá está! —dijo ella, retomando el breve tallo con la misma devoción con que puede reponerse un símbolo patrio
mancillado. Giovanni no contestó. Se tapaba crispadamente la nariz con una mano. Su blonda cabeza, al inclinarse
buscando detener la caída de la flor, había golpeado contra la cabeza de ella.
—Oh... no es nada, no es nada —procuró sonreír el joven. Andrea se asustó.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te ha pasado?
—No... no es nada... No te inquietes... La nariz...
—He sido yo... ¡Te he golpeado! —Andrea parecía al borde del llanto— ¡Déjame ver!
—No tienes la culpa. Fue al agacharnos, tu cabeza golpeó contra mi cara.
Ella procuró apartar con sus manos las prietas manos de él, todavía sobre la nariz. Pero las quitó de inmediato,
frenando ese impulso samaritano y noble de ayudarlo ante la vecindad pictórica de su tórax. Giovanni alejó su mano
derecha de la nariz tinta en sangre. De la boca húmeda de ella partió un grito.
—¡Te he lastimado!
—No te inquietes... —la tranquilizó él—. No has sido tú... Tal vez el solo hecho de inclinarme impulsó el flujo de mi
sangre. Suele ocurrirme.
Soy muy propenso a estas hemorragias.
—¿Hemorragias? —se alarmó Andrea.
—Por llamarlas de alguna forma... —Giovanni se quedó un momento tieso, como aguardando que cesara el fluir de la
sangre por su nariz.
—Oh... ¡cuánto lo siento! —Andrea depositó una caricia fugaz y leve sobre la mejilla de él. Quedaron un momento en
silencio. No dijeron nada, pero ambos comprendieron, en ese instante, que era la primera caricia real que uno de ellos
depositaba sobre el cuerpo aterido del otro.
—Ya está... Ya pasó... —desestimó lo ocurrido, Giovanni—. ¿Dónde está la flor?
—Acá, acá —le ofreció ella, con una sonrisa. Giovanni tornó a su tarea de prender la frágil corola en el cabello de ella,
que sacudió entonces la cabeza, como molesta por algo.
—¿Qué ocurre?
—No... Nada... —Andrea se cubría el párpado derecho con los dedos. El continuó con su intento, hasta que la amarilla
insignia quedó, de nuevo, sobre la sien de ella. Se apartó un paso y contempló su obra.
—¿Qué pasa?... —se asustó Giovanni—. Estás llorando.
—Es que... Soy una tonta...
—Andrea... mi chiquilla... —Giovanni la tomó con delicadeza por los codos.
Ella procuró mirarlo pero su ojo derecho pugnaba obstinadamente por cerrarse.
—¿Qué te pasó? —dijo Giovanni.
—Nada... Nada... El tallo de la flor... —Andrea parpadeaba velozmente.
—¿Qué...?
—Fue sin querer, no fue tu culpa...
—¡Por Dios¡¡Qué torpe he sido!
—No digas eso, no te castigues. Fui yo que me moví sin quererlo...
—Lo tienes muy colorado. Déjame verlo —Giovanni le tomó la cara con ambas manos y la acercó a la suya—. ¡No me
lo perdonaré jamás!
—No ha sido tu culpa. Te aseguro que no es nada —procuró sonreír ella en tanto meneaba un poco la cabeza
intentando dejar de lagrimear, sintiendo inútiles las manos, sin saber dónde ponerlas, cautivada por la cercanía
cómplice de Giovanni.
—¡No me perdonaría nunca si, por mi estupidez, perdieses uno de tus hermosos ojos, Andrea! ¡Si tuvieses que usar
uno de esos horribles parches negros, o un puñado de estopa en la vacía cuenca de tu rostro! —casi tembló, Giovanni.
—Oh... ¡Qué tonto eres! —sonrió ella—. Ya no me molesta.
Se quedaron un instante así, una eternidad para ambos. Ella había decidido apoyar sus manos, sus puños, sobre el
cinturón de él, y él continuaba ciñendo el rostro de ella entre sus manos. Ambas narices distaban apenas pocos
centímetros una de otra y podían percibir mutuamente el regocijante aroma joven y fragante de sus cuerpos.
—Andrea... —musitó Giovanni, hipnotizado por la frescura tersa de los labios de ella.
—Giovanni —susurró ella— ...te está saliendo sangre.
—¿No digas? —pareció fastidiarse Giovanni—. ¿De nuevo?
Se palpó sobre los labios y percibió en las yemas de sus dedos al contacto tibio de la sangre.
—Déjame que te limpie—. Andrea buscó un pañuelo entre sus ropas.
—No. No ensucies tu pañuelo —dijo él, elevando la cabeza hasta quedar mirando el cielo. La sangre, escapando entre
los dedos de su mano derecha, bajaba en un hilo por su cuello fuerte y se mezclaba con el vello del pecho—. ¿No
tienes algodón, alguna venda, un coagulante, tal vez?
—En casa.
Giovanni sacudió la cabeza, consciente de que se hallaban a unos veinte kilómetros de Farrugia.
—Espera —dijo ella, de pronto, buscando algo en el suelo.
—¡Qué hermoso cielo...! —suspiró Giovanni, los ojos claros clavados obligadamente en el bajorrelieve de las nubes—.
Mira, Andrea... ¿No te recuerda a aquellos cielos que veíamos en las láminas que en el colegio nos mostraba la
señorita Assunta?
Andrea no pareció escucharlo.
—Acércate, déjame ver tu nariz... —dijo, en cambio, volviendo junto a Giovanni. Tomando la bella cabeza del
muchacho por la nuca con su mano izquierda, Andrea le introdujo en la fosa nasal, una bolilla de barro oscuro y
denso.
—Cuando seque... —le explicó— formará un tapón firme y seguro.
Aquellos ligeros y titubeantes contactos físicos les habían brindado tanta perturbación como cercanía. Giovanni,
temeroso primero, más confiado después, tomó a caminar, bajando la cabeza. La había tomado por la cintura breve y
ella lo dejó hacer. Treparon lentamente, entonces, hacia la cima de la colina, embelesados por la mutua compañía,
por el ruido muelle de sus pies hendiendo los pastos altos, por el apenas cálido viento que les tocaba las mejillas.
Cuando llegaron a lo alto, se sentaron sobre una piedra plana.
Mirando hacia abajo se veía el valle del Trébbia, el brillo maravilloso del río herido por el sol tangencial, los prados que
bordeaban el camino a Rapallo y las fincas sembradas que preanunciaban las primeras casas blancas de Reggio Della
Vercelli. A lo lejos, podían divisar los tejados rojos y ocres de Ferramonti, el campanario de la iglesia, y, por un
momento, el viento les trajo el canto diáfano de un labriego. No obstante, ellos tenían ojos sólo el uno para el otro y a
Giovanni, el corazón amenazaba con escapársele del pecho.
—Es asombroso lo que lograste hacer con ese pequeño bolillo de barro —logró decir, superando la repentina sequedad
de su garganta—¿Eres alfarera?
Andrea sonrió, sin contestar. Giovanni le tomó el rostro con ambas manos y lo acercó al suyo. Tuvo la embriagadora
certeza de que nada ni nadie podría impedírselo ahora. Fue un intento torpe, inarmónico, un inepto ensayo ungido
entre la urgencia de él y la rigidez de ella, un fugaz desacople de dos voluntades inexpertas tanteando en la unción de
los ojos cerrados. El áspero y duro escozor depositado sobre los labios de Giovanni le dijo, tras aquella exaltación
efímera, que lo que había besado era una rodilla.
—Fue muy hermoso —musitó ella, como en trance.
Giovanni acomodó mejor su cuerpo y la cabeza blonda de Andrea quedó en el propicio hueco de su hombro.
—Andrea... —dijo.
—Giovanni... —abrió los ojos, ella— ...te sale sangre...
Un juramento escapó de los labios ávidos del muchacho. Se tocó la nariz.
—Deja, deja, no tiene importancia... —urgió.
—Es que me impresiona...
—No quiero impresionarte, Andrea. Me sucede a menudo. Es algo tan común para mí, como comer o dormir. Mis
padres suelen reprocharme cuando no sangro. Dicen que cura y renueva la sangre...
Espera... espera... —pidió ella, y, con gesto suave pero convincente lo empujó hacia atrás—. Recuéstate en el pasto
un momento, apoya tu cabeza sobre el suelo, te hará bien. No quiero verte así, has manchado tu camisa recién
lavada...
El tono dulce de ella controló a Giovanni, tendido cara al cielo sobre la hierba fragante. Cerró los ojos, y esperó.
Escuchó los pasos de ella, alejándose.
—Buscaré algo para ti... le oyó decir. Giovanni abrió los ojos y volvió a conmoverse ante la cotidiana maravilla del
cielo en primavera.
—¡Andrea! —llamó—. ¡Andrea!
—¿Quién? ¿Quién me llama?
—Soy yo, pequeña, Giovanni... ¿quién pensabas que podía ser?
—Es que no reconocí tu voz —se disculpó ella, acercándose.
—Ocurre que me estoy tapando la nariz con los dedos.
—Es eso. Por un momento pensé que tío Augusto nos había seguido hasta aquí.
Poco tiempo más buscó Andrea entre las hierbas, luego se acercó a Giovanni nuevamente. Este mostraba una
expresión de dolor en el rostro.
—Giovanni... ¿qué te ocurre?
—La espalda... Me he acostado sobre una zarza...
—Oh... ¡No me lo digas! ¡Ha sido mi culpa!
Andrea lo ayudó a incorporarse. Giovanni procuraba no quejarse pero su cara se desfiguró en mil y un visajes de
estremecimiento contenido que lo llevaban a abrir la boca como un poseso y a reprimir un alarido. No le fue fácil a
Andrea levantarlo del suelo adonde la crueldad silvestre de montones de filosas púas procuraban retenerlo perforando
la tela de su camisa e hiriendo la carne joven y torturada. Sin hablar, pero casi al borde del llanto, Andrea fue
quitando una a una las agujas y el dolor de Giovanni era su propio dolor en cada espasmo.
—Fue mi culpa, fue mi culpa —gimoteó, al fin, cuando pudo enfrentar la mirada aliviada del muchacho.
—No te culpes —la tranquilizó éste, empapado en transpiración, la pechera de su camisa tinta en sangre, el barro
disuelto sobre su labio superior, hebras de pasto seco y abrojos prendidos en el cabello rubio—. Fui yo quien no tuvo
cuidado al posarse en el suelo. Me ocurre muy a menudo. Un día dormí una siesta sobre un hormiguero.
Ambos sonrieron primero, para reír luego. Giovanni se solazó del acierto de su recuerdo.
—De veras —remarcó su logro—. Dormí toda una siesta sobre un hormiguero.
Rieron abiertamente con la franqueza de los adolescentes. Y se abrazaron, lo que provocó un respingo en Giovanni, al
pasar Andrea sus brazos por el sector de la espalda flagelado por la zarza.
—Oh... ¡Perdóname!
Giovanni, esta vez, no contestó. Fijos sus ojos en los ojos de ella, la fue conduciendo hasta la piedra plana, donde
volvieron a sentarse.
Andrea había logrado contener el hilo de sangre que escapaba de la nariz de Giovanni introduciendo en ella una
ramita del mismo diámetro de la fosa nasal. Ahora, Giovanni irradiaba una extraña y selvática belleza, nimbada de luz
su cabellera despeinada, restallantes de amor sus ojos claros y asomando sobre el bozo, la sombra adivinada del
bigote ámbar, esa ramita de quinoto, casi en brote.
Giovanni debió enseñarle todo, desde el exacto quiebre de la cintura que permitiera a ella ofrecerle la turgencia
ubérrima de sus labios, hasta la posición justa de los brazos para que ni codos ni clavículas interfirieran el exacto
punto de encuentro de ambas bocas. No era mucha la experiencia que él tenía, pero el haber transportado, cierto día,
por dos cuadras, un maniquí de su abuelo, el sastre, le confería cierto conocimiento del tema, una ligera familiaridad
con la cercanía de otro cuerpo.
Fue un vértigo, un oscilar, un balanceado éxtasis enceguecedor que los llevó a ceñirse, a estrujarse, a inclinarse y a
caer tumultuosamente por la abrupta ladera de la montaña, largamente, rebotando como muñecos inanimados,
procurando aferrarse a matas o salientes, unos quinientos metros, hasta detenerse ambos, magullados, sangrantes
las rodillas y los codos, irreconocibles por la tierra, junto a las riberas del Trébbia.
Se pusieron de pie y, con gesto de autómatas, en silencio, se sacudieron las ropas procurando quitar ortigas y
peñascos. Giovanni había perdido sus zapatos y Andrea se pasaba, lentamente, saliva por un codo. Rengueando, ella
comenzó a caminar hacia Farrugia. Giovanni se quedó mirándola, chorreante de nuevo la sangre sobre su pecho. A
unos cincuenta metros más allá, ella se dio vuelta y dibujó un saludo con la mano. Giovanni se quedó un rato
mirándola alejarse y luego comenzó a caminar lentamente hacia Vincenza. Sabía que el domingo siguiente volvería a
verla.

“El canto de las ballenas”. En El mayor de mis defectos.


La expedición llevada a cabo en el "Cordelia", para estudiar el legendario canto de las ballenas, no fue
subvencionada por la organización "WildWorld", como muchos han afirmado, sino por el sello discográfico francés
"Beauvoir". "WildWorld" se interesó por la propuesta, es cierto, poco tiempo después de ser formulada. Con su
inveterado desvelo por la protección del medio ambiente, esta organización ecologista consideró que sería interesante
lanzar un larga duración donde estuviese registrado el melancólico y casi desconocido llamado de los grandes
cetáceos.
Por ese entonces, mediados de 1973, había tenido considerable éxito un long-play grabado en conjunto por
una constelación de astros de la canción internacional, con el propósito de recaudar fondos en ayuda de los
menesterosos de Yemen meridional, estragados por una plaga de langostas. Más de 100.000 copias de aquel disco
("Démosle una oportunidad al saltamontes") fueron enviadas a Yemen para solaz y esparcimiento de los sufrientes.
Fue así como "WildWorld" colaboró con el rescate y puesta a punto del "Cordelia", empresa que nos llevó un par de
largos años e insumió una cantidad de dinero con la que no contábamos por entonces.
Tanto "Wild World" como "Beauvoir" se habían sentido atraídos, vale consignarlo, por el nombre de Jacques
Cousteau, director de nuestra organización. Sin embargo, Cousteau rehusó la propuesta de liderar personalmente
aquel viaje, delegándome la responsabilidad. Para aquella época, Jacques se hallaba abocado las 24 horas del día a
solucionar los problemas que surgían en torno al habitáculo submarino que había diseñado junto a Le Corbusier. Si
bien habían sorteado con destreza los inconvenientes derivados del oxígeno comprimido, no lograban ponerse de
acuerdo sobre la fuente decorativa que Le Corbusier insistía en colocar en el patio trasero de la casa. Fue tal vez el
estado de nervios en que se encontraba, lo que hizo que Cousteau me negara la posibilidad de realizar la expedición
en el "Calypso", por lo que debimos abocarnos al rescate del "Cordelia".
Es cierto, y esto es bueno aclararlo, que dos años más atrás Jacques nos había prestado el "Calypso" a Axel
Ertaud y a mí, cuando partimos en procura de descubrir el sitio exacto donde desovaban las tortugas opalinas de las
Comores y nosotros se lo chocamos. Jacques nos había alertado largamente sobre la peligrosidad de los monzones en
el océano Índico durante el mes de julio y sobre los traicioneros arrecifes de la costa de Mogadiscio; también nos
había indicado que no navegáramos de noche. Pero nada nos había dicho sobre la dársena nueva del puerto de
Durhan. Se comprobó luego que Axel estaba ligeramente ebrio cuando nos dimos contra la dársena, pero todo aquel
que haya estado embarcado en soledad mas de seis meses sabe lo dura que se hace la faena.
Pese a la negativa de Jacques, me sentí reconfortado porque no me había apartado del proyecto, lo que
significaba que mi largo periodo de castigo tocaba a su fin. Jacques es un obsesivo de la perfección, pero sus
pequeños ojos vivaces no pueden esconder un brillo de ternura cuando habla con sus subalternos. Y pude adivinar ese
beneplácito en su rostro aquella mañana, pese a que él tenía cubierta la cabeza con la escafandra. Sin duda, se sentía
complacido al perdonarme. El castigo para Axel y para mí no había sido leve. Durante tres largos años, mientras el
"Calypso" partía con su tripulación completa en busca de resolver nuevas incógnitas suscitadas en derredor de los
millones de sapos que
habitan el lago Titicaca, Axel y yo fuimos asignados al estudio del pez Hedión, el "Amoníacus Trifilis", más conocido
como "Zorrino abisal" o "Mofeta de Mar" por una irritante costumbre que no viene al caso explicar ahora.
Con luz verde para encarar el nuevo proyecto, nuestro primer paso, con Axel, fue agenciarnos una
embarcación que pudiera llevarnos hasta las cercanías de Groenlandia, en la Bahía de Baffin, lugar de encuentro de
las ballenas azules. Desde allí, seguiríamos su derrotero hasta el sur de Sudamérica, en las costas argentinas.
La empresa no fue fácil. Finalmente dimos con la posibilidad de reflotar el viejo casco de un carguero hundido
en la Segunda Guerra Mundial, el "Cordelia". La nave estaba frente a la costa de Le Havre, reposando a unos 85
metros de profundidad, desde 1943. Había sido cañoneada sin piedad por un destructor alemán que la había
confundido con la isla de Guam. Casi a punto de irse a pique, había sido bombardeada duramente por aviones
japoneses que volvían de la batalla de Midway. Y, ya hundiéndose rumbo a las profundidades marinas, había sido
torpedeada por un submarino italiano, el "Profumo di donna". Un año después, hombres rana ingleses interrumpirían
su aparente descanso eterno, depositando una carga de gelinita bajo su semi enterrada quilla, procurando limpiar de
obstáculos el paso de las barcazas de desembarco, en su rumbo hacia Salerno. El estado del casco, en suma, no era
bueno.
Pese a todos los esfuerzos y al dinero invertido, sólo pudimos poner fuera del agua la caseta trasera y la
cubierta del "Cordelia". El resto quedó bajo la superficie y, paradójicamente, esto entusiasmó a Costeau. El "Cordelia"
configuraba, así, un acuario ambulante y un formidable medio de observación submarina.
El 18 de marzo de 1976, finalmente, pusimos proa a la Bahía de Baffin, con una tripulación de quince
hombres. Durante el trayecto comprendimos que no sólo el canto de las ballenas podía ser estudiado a fondo y
grabado exhaustivamente, sino que podíamos ahondar en otras incógnitas referidas a estos inmensos mamíferos
acuáticos.
Cuando llegamos al punto prefijado sufrimos momentos de incertidumbre, ya que por un par de días los
cetáceos no aparecieron por ninguna parte. Axel, angustiado, se dio a la bebida sosteniendo que las ballenas ya
habían comenzado su peregrinar hacia el sur y la escasa velocidad que podía desarrollar el "Cordelia" (tres nudos por
hora) le impediría alcanzarlas. Recuerdo que sollozaba, apoyado en el trinquete, ante la perspectiva de que Cousteau
nos volviese a enviar con el "Amoníacus Trifilis". Procuré reconfortarlo argumentando que el "Cordelia" podría alcanzar
los cinco nudos por hora en bajada, ya que pondríamos proa hacia el sur, pero recién se animó cuando, desde el
puente, nos avisaron de la presencia de ballenas azules.
Detuvimos los motores para no asustarlas y quedamos a la espera. Es sabido que las ballenas son muy
curiosas y estábamos seguros que muy pronto se acercarían. Y así fue. Quince horas después una ballena hembra y
su cría se aproximaron al casco, pero la suerte no estaba de nuestra parte. Ya era noche cerrada y no pudimos
observarlos, Al día siguiente, todo mejoró. Volvieron la madre con su hijo y giraron más de diez veces en torno del
"Cordelia", al punto que Axel se mareó y devolvió lo que había comido por sobre la barandilla.
Tras cinco horas de observación mutua, la ballena madre produjo un hecho que puso de relieve la reconocida
curiosidad de estos cetáceos.
Se estacionó a estribor del "Cordelia", a unos veinte metros, y asomó su ojo derecho por sobre el agua. Dejó
así fija su vista sobre el puente de mando. Media hora después advertí que "Margaret" (como ya la habían bautizado
los muchachos) me estaba mirando. Admito que me sentí molesto ante su constante y si se quiere desfachatada
observación. Hasta que una hora después descubrí la causa de su extrañeza. Yo llevaba por entonces en la solapa un
pequeño escudito esmaltado con la Cruz de Lorena, que identifica a los estudiosos de los fenómenos parapsicológicos,
"El Círculo Espiritista de Lyon". El escudito no superaría el centímetro y medio de diámetro. Prestamente, lo tomé
entre mis manos y lo arrojé al mar, unos diez metros delante de la ballena. Y ahí, ante la sorpresa de todos nosotros,
"Margaret" abandonó su puesto de observación y se lanzó en procura del minúsculo adminículo.
No fue ésa la única sorpresa que nos depararían estos queribles cetáceos en el curso de la expedición. Al día
siguiente nos darían una prueba palmaria de su carácter lúdico y divertido. Otra hembra (reconocíamos a "Margaret"
porque lucía ahora mi escudito entre los miles de hongos que cubrían su lomo) se acercó con dos ballenatos a nuestro
barco y los tres comenzaron a pasar por debajo de la quilla con movimientos lentos y sinuosos. Cada tanto despedían
un berrido grave, lanzaban chorros de aire hacia arriba o golpeteaban con sus colas formidables contra las olas.
Nueve horas después, con Axel habíamos arribado a la conclusión de que todo aquello no era sino un juego. La
hembra debía dar cuatro vueltas en torno del "Cordelia" en el sentido de las agujas del reloj. Si durante el transcurso
de su girar ninguno de los ballenatos lograba pasar más de dos veces bajo la quilla, la ballena se acreditaba tres
puntos y el derecho a otra vuelta en torno del barco. Lo señalizaba con los golpes de su cola, y los surtidores de aire y
agua que despedía por el orificio respiratorio de la cabeza indicaban el momento en que el otro ballenato debía iniciar
su intento. Si los ballenatos, en cambio, lograban cruzar bajo nuestro casco antes de que la ballena terminase su
circuito reunían ambos
puntajes y podían acceder, en caso de superar el puntaje de la hembra, a una cabriola cerca de la proa. Cuando uno
solo de los ballenatos cumplía su cometido antes que la madre, tenía opción a rozar con su cuerpo el cuerpo de la
hembra y acceder a una vuelta de prueba, o vueltatestigo.
Al poco tiempo, el juego nos había fascinado y ya desde la cubierta cruzábamos apuestas o alentábamos
ruidosamente a nuestros preferidos. Alan Nahas por ejemplo, perdió una fortuna apostando a la suerte de "Simone",
una de las crías, y debió abandonar el barco en el puerto de Santos, imposibilitado de pagar sus gastos de cantina.
Había un detalle del juego, sin embargo, que nunca logramos entender y era el que movilizaba a la ballena hembra,
cada tres circuitos no terminados, a nadar velozmente hacia la costa, girar como un torno sobre sí misma, para volver
luego a estrellar su cabeza contra la hélice del "Cordelia". La imposibilidad de resolver esa parte del juego y captar su
significado nos dificultó su explicación a nuestro regreso a Francia y es, quizás, el motivo que haya impedido que ese
juego acuático no sea aún tan popular en nuestro medio como el water-polo. Y que haya sido vetado como disciplina
olímpica.
Tras aquel período de conocimiento mutuo, de toma de confianza y de habituar a las ballenas azules a nuestra
presencia, llegó el día en que decidimos abandonar el refugio del casco y, con nuestras vestimentas de neoprene
sumergirnos en las aguas y acercarnos a los cetáceos.
Surgió, entonces, un inconveniente. No habíamos contado con la bajísima temperatura del agua. Ya habíamos
notado, a bordo, que la zona era fría en grado sumo. Axel aventuró que el hecho de hallarnos a la intemperie y ser el
mar una superficie abierta influía notoriamente en la sensación térmica. Para Germán Plinio Chapinero, nuestro
sonidista, el motivo obedecía a que habíamos ido desabrigados, poco conocedores de las características del mar
Ártico. Y, al menos en él, acostumbrado al tórrido clima de su Barranquilla natal (Colombia) aquello era cierto, ya que
sólo se había llevado un par de pantalones cortos y su clásica guayabera blanca con floripondios amarillos.
Por lo tanto, nuestro primer contacto con las aguas nos resultó por demás hostil. Ni el remanido recurso de
orinar dentro de nuestras ropas de neoprene aliviaba el martirologio del frío. Habíamos descubierto que el consumo
intensivo de chocolate nos aportaba calorías y podía ser un buen elemento para evitar el congelamiento, pero al solo
contacto con el agua profunda las barritas de chocolate se disolvían con fastidiosa facilidad.
Con Axel llegamos a la conclusión de que sería mejor esperar hasta que los cetáceos se trasladaran a aguas
más cálidas. Era notorio, por otra parte, que el frío imperante les quitaba toda gana de cantar.
El 17 de julio, uno de los marineros me informó que las ballenas se alistaban para emprender la peregrinación
hacia el sur, el trayecto que las llevaría hasta Puerto Madre, en Argentina, sitio donde debían acoplarse.
Entendimos que las ballenas se aprestaban a la partida, dado que se habían alineado en una larguísima fila, de
una a una, apuntando hacia el lejano trópico. Cuando iniciaron la marcha el "Cordelia" partió tras ellas.
Es poco lo que podría relatar con respecto al viaje que hicimos tras los cetáceos, cruzando el Atlántico en
busca de las aguas del sur. Sólo dos comprobaciones de suma importancia. La primera: las ballenas azules, las tan
famosas ballenas azules, no son azules. Se ponen cianóticas por el frío en las aguas del Ártico, pero en tanto van
acercándose a los mares más cálidos del trópico, la coloración de sus gruesas pieles va adquiriendo un tono grisáceo
primero, rosado luego y, finalmente, ya en las proximidades de Cuba, algunas lucían notoriamente rojizas al sol
caribeño. La otra comprobación es que las ballenas no despiden su expresivo canto o lamento en cualquier situación o
circunstancia, sino que lo reservan para momentos muy especiales. No son como los miembros de sociedades como la
nipona, itálica o tirolesa, que cantan así sean sus sentimientos alegres o tristes. No adelantaré más en este tópico
para resguardar el ordenamiento del relato.
El 31 de enero llegamos, siempre tras las ballenas, al golfo de Puerto Madre, en las costas argentinas. A las
ballenas se las veía seguras y gozosas, clara indicación de que conocían el lugar y les resultaba familiar. De allí en
más, por espacio de catorce maravillosos días, asistimos al apareamiento de algunos miembros de la colonia de
ballenas. Contemplar ese renovado milagro de la naturaleza nos llenó de emoción, pese a nuestro carácter de
científicos acostumbrados a la fría lucubración y procesamiento de datos genéticos.
Una semana permanecieron sumergidos Guy-Michel y otros cuatro hombres rana con el equipo de grabación,
procurando acercar los micrófonos, especialmente adaptados, a las parejas de ballenas que copulaban intentando
percibir algún cántico, algún quejido, alguna onda sonora. Pero fue en vano. Las ballenas lo hicieron todo en silencio,
con una austeridad y un recato que más quisiera una pareja de seres humanos. Sin embargo, para nosotros aquello
nos podía al borde de un nuevo fracaso. No podíamos volver luego de un año de navegación, a decirle a Jacques que
no habíamos grabado nada. Para colmo de males, al vigésimo día al despertarnos, las ballenas habían desaparecido,
se
habían retirado. Sin duda aprovechando nuestro sueño, usufructuando las espesas sombras de la noche, muy densas
en esa región de Sudamérica, habían escapado sin dejar huellas. Fue en vano que buscáramos sus rastros en el agua.
La estela de un barco puede permanecer sobre las olas un par de horas, la de una lancha motora casi 25 minutos, e
incluso el surco acuático dibujado por un pato silvestre mantiene su efervescencia en superficie por más de cinco
minutos, sea pato o gallareta. Estudiosos australianos han podido calcular el curso migratorio del pájaro zambullidor
fragata por los arcos concéntricos que sus picos dejan en el agua al pescar atuncillos... ¡hasta dos meses después de
que dichos palmípedos han partido en busca de los calores! Sin embargo, las ballenas nadando, al parecer,
sumergidas, habían burlado nuestra vigilia para desaparecer de nuestras vidas.
Grande era nuestra desesperación y desaliento, cuando un extraño sonido, casi un crujido que hería el oído,
comenzó a hacerse escuchar.
Armados de binoculares, pronto detectamos el origen de aquel fenómeno. La débil columna de agua que se
elevaba unos tres mil metros a estribor del "Cordelia" nos señalaba que allí permanecía una ballena, más fiel o más
holgazana que las restantes. Además, y esto nos llenó de esperanzas, estaba emitiendo el ancestral, legendario pero
paradójicamente casi desconocido, canto de los cetáceos. Acercarnos al ejemplar y arrojarnos a las aguas munidos de
nuestros aparatos de grabación y detección de sonidos nos llevó apenas unos veinte minutos. Por espacio de ocho
horas giramos, sumergidos en torno al cetáceo, grabando sus gemidos. Era un ejemplar macho bastante viejo y
meneaba la cabeza inmensa casi con humano desaliento. A intervalos considerables, escapaba de su cuerpo una
vibración intensa que se iba convirtiendo en un sonido con infrecuentes modulaciones. Finalmente, en forma abrupta,
como si se hubiese cansado de nuestra presencia, se alejó de nosotros rumbo a la costa. Pero ya teníamos lo nuestro:
seis horas de grabación de su angustioso gemido. Desentendiéndonos del ejemplar, subimos al barco y a lo largo de
un día nos abocamos a escuchar, estudiar y codificar las modulaciones sonoras escapadas del cetáceo.
Si bien aquello podía parecer el fin o el principio de una apasionante aventura en el mundo de la comunicación
social o naval, acordemos que, para un neófito en aquel aspecto de la materia, más de tres horas de escuchar esos
crujidos abismales, sinuosos y poco armónicos era demasiado. Tras ese lapso uno se derrumba en un estado de
absoluta indiferencia y aburrimiento. El único que mantenía su interés en alto, reconcentrado, con los inmensos
auriculares oprimiéndole la cabeza, era Germán Chapinero, nuestro técnico de sonido. No nos sorprendía en él tal
desvelo, ya que se había adentrado tiempo atrás en música del altiplano y en cadencias cuadrafónicas. Con paciencia
admirable procuraba trasladar a signos sobre un pentagrama los ásperos sonidos. De pronto, una de las tantas veces
en que solicitó a Sadao Sakai, nuestro ecualizador, que pasar la cinta hacia adelante o hacia atrás intentando
descubrir alguna armonía reconocible, su rostro se transfiguró por el asombro. Esto tuvo la virtud de devolvernos el
interés y de inmediato rodeamos su mesa.
"¡Pasa de nuevo la cinta hacia adelante, más velozmente!" solicitó Germán al operador. Este lo hizo. Germán
paseó la vista por todos nosotros y se quedó unos instantes señalando la consola de grabación con la mano derecha.
"¡Es un tango!", nos dijo. Hizo repetir la operación un par de veces. "No quedan dudas", confirmó, sacándose los
auriculares. "Las ondas sonoras, bajo el agua", explicó, "cambian su frecuencia y velocidad y es por eso que no
pudimos reconocer la melodía. Pero el canto de esta ballena macho es un tango."
"¿Cómo puedes saberlo?", le consulté, ya que el tango no es un género demasiado escuchado en Lyon.
Germán nos explicó que en su tierra natal, Colombia, dicho género musical es muy escuchado. Más específicamente
en Medellín, adonde fue introducido por los soldados que llegaron desde Argentina en las guerras por la
Independencia libradas por esos dos países.
"Es más...", aseveró Germán, "...creo reconocer ese tango. Habla del abandono por la mujer amada, de la
desazón, de la traición, de la soledad más pura... Indudablemente este macho ha sido dejado por su pareja luego del
acople." Ahora entendíamos la predilección de las ballenas por aquel lugar lejano del mundo, por aquel golfo perdido
en la Patagonia, cuando bien podían acceder a lugares más propicios y cercanos como Niza, el Golfo de Vizcaya o
Capri. Sin duda, aquel melancólico género musical propio de inmigrantes, las atraía en el trance de la disolución de la
pareja. Estábamos cavilando sobre estos avatares, cuando Germán nos sacudió con una nueva comprobación.
"Mucho me temo...", dijo, "...que este ejemplar está nadando hacia la playa con intenciones de suicidarse."
¡El suicidio de las ballenas! Un fenómeno tan misterioso y poco investigado como su cancionero. Nuestra vieja
fibra de investigadores y la férrea convicción del compromiso con la preservación de las especies, nos sacudió como
una corriente eléctrica.
Apenas tres minutos después, el "Cordelia" partía hacia la costa a toda marcha procurando dar con el cetáceo
suicida. Sería nuestra misión de investigadores disuadirlo de tomar tan drástica resolución y, de no conseguirlo,
impedírselo, aunque debiésemos recurrir a la violencia.
Durante cuatro largas horas navegamos sin avistar al cachalote, hasta que, casi amaneciendo, divisamos una
sombra oscura varada en la playa. Por fortuna estaba aclarando, ya que no conocíamos la costa y podían verse
arrecifes peligrosos. La cercana presencia de un faro abandonado indicaba, incluso, lo amenazador de esas aguas.
Lanzamos una chalupa al mar y, a pleno motor, nos dirigimos hacia la ballena varada. Estábamos dispuestos a
atarle una cadena a la cola y arrastrarla con el "Cordelia" mar adentro, hasta que se le pasara ese rapto negativo. Sin
embargo, muy pronto, unos gritos de Axel captaron mi atención. La ballena había desaparecido de la playa o al menos
del sitio donde la viésemos atorada. Desde lejos la habíamos visto contorsionarse y retorcerse, como procurando zafar
de su varadura, lo que nos hizo pensar que podía haber cambiado de opinión. Cuando llegamos a la playa y bajamos a
la arena, pudimos comprobar algo desconcertante. Un ancho surco de unos seis metros de ancho se veía en la playa,
húmedo aún, perdiéndose en la arena en dirección al faro.
"Nunca supe", se asombró Axel, "que una ballena pudiese desplazarse por una superficie sólida."
"Puede haberse adentrado en las dunas empujada por su propio impulso, desde el mar", le dije, "y luego
trasladarse con movimientos similares a los de los elefantes marinos. Nadie podría imaginar que los elefantes
marinos, con esos cuerpos fofos y deformes puedan desplazarse fuera del agua. Y, sin embargo, lo hacen."
Aquello nos podía llevar a una nueva conclusión: la aceptación de la controvertida tesis de que, en épocas
remotas, ballenas y elefantes marinos conformaban una sola familia, descendiente de los trilobites. Lo que nos
pondría en el umbral de una nueva deducción estremecedora: el parentesco entre ballenas y elefantes comunes,
plantígrados asiáticos y africanos. En definitiva: siendo dos de los mamíferos más grandes del mundo, ¿por qué no
pueden haber sido años atrás miembros de una misma especie? ¿Y por qué, entonces, dado que el elefante es un
proboscidio cercano a otros paquidermos como los cerdos comunes, jabalíes o pecaríes de collar, no se podría
determinar que ballenas, delfines y orcas se hallan estrechamente ligados a las razas porcinas? Claro, esto sería
ponernos a un paso de la certeza de que otras especies degradadas de los cetáceos, como marsopas, toninas,
salmones, congrios y barracudas tendrían relación directa con diversas especies de corral, tales como gallinas, gansos
patos y conejos. De allí a la aseveración de que el abadejo y la tortuga de patio son una misma cosa hay sólo un
milímetro y creo que tal conocimiento me paralizó más que el desasosiego que me producía el posible suicidio de la
ballena fugitiva.
"Pero...", insistí, " ...¿qué le ha hecho escapar tierra adentro, en una actitud tan alejada de toda lógica
náutica?"
Es notorio el caso de las tortugas del atolón de Bikini, que luego de las pruebas atómicas han perdido el
instinto de orientación y cuando salen de sus huevos en lugar de enfilar hacia el mar lo hacen hacia la ruta 14 de
Taongi, que las conduce al centro de Rongelap, donde quedan a expensas de los coches y los omnibuses y sin
perspectivas de encontrar ocupación.
"Huye de nosotros", me dijo Germán. "Sabe que estamos intentando salvarla y no quiere que impidamos su
suicidio."
"¡Miren! ¡Allá!", gritó entonces Guy-Michel, señalando hacia lo alto del faro abandonado. Lo que vimos
entonces nos sacudió de espanto. Por el borde de la torreta que rodeaba el recinto vidriado que, muchos años atrás,
había protegido la potente luz del faro, vimos asomar una aleta.
Luego, la cabezota y el torso de la ballena fugitiva.
"¡No lo hagas!", gritamos al unísono. Pero, en menos tiempo del que insume contarlo, el cachalote se empinó
sobre la baranda, giró en el aire, su inmensa cola describió una suerte de saludo y se estrelló veinte metros más
abajo, sobre los puntiagudos perfiles de las rocas afiladas por el oleaje incesante.
Eso fue todo.
El viaje de vuelta hasta Marsella nos insumió 43 días. Lo hicimos, recuerdo, silenciosos y reconcentrados. Cada
tanto, por las noches, Sadao conectaba el grabador y escuchábamos aquel tango trágico y final, en la voz grave,
profunda y monocorde del despechado

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