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Jueves 30 de Marzo de 2017

Shunko, un libro para reflexionar sobre


nuestro descenso al infierno escolar
Al cumplirse el centenario del autor de esta novela sobre la relación maestro-alumno, vale la pena
releer acerca de una experiencia docente que nuestra crisis social, cultural y ética volvería hoy
imposible
27 de septiembre de 2015

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Hace algunos días se cumplió el centenario del nacimiento de Jorge Washington Ábalos, autor de
Shunko: una novela hoy un poco olvidada —pero que aborda problemáticas muy vigentes— sobre
la relación maestro-alumno en una escuela rural de Santiago del Estero, a la que asisten niños
hablantes de quechua.
Publicada originalmente en 1949, y de lectura escolar obligatoria durante muchos años, la narración
está focalizada en Shunko (en quichua, "el más pequeño"), un niño de unos nueve o diez años que
de pronto se encuentra inmerso en una institución cuyos saberes y formas de ver —y ser y estar en
— el mundo se oponen a los que le han sido transmitidos en su entorno cultural inmediato. Esa
contradicción, en el fondo característica de todo acto pedagógico, le genera, como es natural,
una actitud de recelo que logra superar recién cuando puede implicarse emocionalmente con
su maestro.
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En el libro, algunos pasajes parecen enunciarse desde el ojo de un etnógrafo; otros bien podrían
formar sistema con alguna de esas descripciones etnocéntricas de viajeros europeos sobre "indios"
americanos. En la primera página, por ejemplo, se lee:
"(...) Responden a otra mentalidad y a otra cultura. Sus vidas están regidas por la superstición y la
leyenda. Creeme que hasta tienen una religión que no es la tuya (...). Ellos son otra cosa que
nosotros (...)".
El maestro se va revelando un hábil gestor de diferencias culturales y habilita un intercambio
virtuoso
Sin embargo, a lo largo de la novela el maestro se va revelando un hábil gestor de las diferencias
culturales: revaloriza la palabra de sus alumnos, sus historias, y habilita, así, la posibilidad de un
intercambio virtuoso. Digamos que aprende a enseñar aprendiendo, tópico que, por cierto, luego
se pondría de moda entre las nuevas corrientes pedagógicas, cuyos gurúes terminarían
sobrestimando, o ponderando en exceso, los conocimientos previos que trae el alumno, y leerían la
obra de Ábalos en clave medieval: casi como un exempla con el que aleccionar sobre los grandes
beneficios de poner al educando en el centro del sistema.
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Por supuesto, en esta novela de Ábalos —resumamos— todo es optimismo, amor, esperanza: el
maestro sortea con pericia los obstáculos, establece un vínculo fraternal con sus alumnos (un
paternalismo similar, dicho sea de paso, al que en ésa época mantenía el líder político con la masa),
y todos, al final, viven felices para siempre.
Hoy las cosas cambiaron. Las condiciones de posibilidad para un encuentro como el de Ábalos
y Shunko son cada vez menores. No basta con adoptar esa actitud —deseable, desde luego— de
reconocimiento del otro: todo esfuerzo individual, si no va acompañado por otros cambios
estructurales, por políticas educativas pertinentes, probablemente no surta ningún efecto. Además a
veces ni siquiera se genera la posibilidad del diálogo: entre los alumnos hay resistencia, incluso, a
que se los reconozca, a que se les dé voz y se les proponga una dinámica democrática. En ocasiones
pareciera más fácil "arrancar" a Shunko del quechua que a un bonaerense de su videosfera (o
digamos, más precisamente, de su celular). Desde luego, ni una cosa ni la otra está bien: todo puede
ser integrado en una buena propuesta pedagógica. El problema es que usualmente ni este tipo de
integraciones, ni otras, pareciera ser suficiente.
En ocasiones, entrar a un aula del conurbano es sumergirse en un paisaje dantesco
Con frecuencia entrar a un aula del conurbano es sumergirse (o hundirse) durante un rato en
un paisaje dantesco: celulares con música a todo volumen, papelitos y tizas que vuelan, paredes
escritas, ventanas emparchadas, sillas rotas, alumnos que fluctúan entre una apatía absoluta y un
pathos ingobernable: indiferencia o irreverencia, y docentes mal pagos, mal formados, exhaustos,
estresados, ojerosos, que hacen las veces de celadores, miran la hora cada dos o tres minutos y
concilian el sueño con Alplax.
En este contexto —al que, por supuesto, habría que añadirle el deterioro de la imagen del
maestro, la laxitud de las normas y tantísimas cosas más—, no sería aventurado suponer que
Ábalos probablemente no sobreviviría ni cinco minutos en un aula del conurbano. Tampoco sería
descabellado imaginar (y perdón por este pequeño abuso del razonamiento contrafáctico) que el
pequeño Shunko, trabajado por la civilización, acaso sería uno más de los tantos que desafían al
profesor, patean sillas y dibujan falos de estética expresionista en los asientos.
No obstante, el problema —entendámonos— no son los alumnos: las sucesivas crisis en educación
han sido siempre un tema de adultos. El chico simplemente aprovecha nuestra indecisión,
nuestra deriva, nuestros traumas, nuestras contradicciones e inseguridades, como lo hubieran
aprovechado otras generaciones de haber tenido la oportunidad. El mundo al que adviene lo
convierte con premura en homo videns, lo entrena en la búsqueda del placer inmediato, le obtura la
capacidad de abstracción, le enseña que todo es nepotismo o golpe de suerte, le ofrece modelos
a seguir que a duras penas pueden hilvanar dos oraciones, y luego lo arroja a una institución donde
varios tipos mal dormidos le hablan del mérito y del esfuerzo y de los beneficios de leer a Borges o
de estudiar las leyes de la termodinámica.
Compréndase bien: quien menos responsabilidad tiene en esta nueva crisis educativa es la escuela.
No hay que confundirse.
Gonzalo Santos es escritor y maestro, profesor en institutos docentes. Es autor del libro "En las
escuelas"

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