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La rebeldía de pensar
Derechos reservados
© 2006, Óscar de la Borbolla
© 2006, GRUPO PATRIA CULTURAL, S.A. DE C.V.
Bajo el sello de NUEVA IMAGEN
Renacimiento 180, colonia San Juan Tlihuaca
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Registro núm. 43

ISBN: 970-24-0937-3

Queda prohibida la reproducción o transmisión total o parcial del


contenido de la presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas
o mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del editor.

Impreso en México
Printed in México

Primera edición: 2006


Primera reimpresión: 2006
¿QUÉ ES PENSAR?

Debido a la buena fe, a la inercia que causan


los prejuicios o al hecho simple de que muy pocas
veces sometemos a revisión nuestras creencias,
tenemos la costumbre de admitir la tranquilizadora
idea de que toda la gente piensa, de que cualquier
persona, por el solo hecho de haber nacido
como miembro de la especie humana, recibió de
Prometeo o de unas bondadosas hadas madrinas la
chispa que posibilita el pensamiento. A causa de
esta idea suponemos que la condición humana es
un regalo que ya tenemos y que para mantenerla no
hace falta esforzarse. Sin embargo, pensar, saber
pensar, no es algo que se pueda dar por descontado.
Ojalá que fuese un atributo innato que formara
parte de la herencia con la que cualquiera llega al
mundo; pero no es así: pensar es una capacidad que
se conquista, que exige de nosotros empeño para
desarrollarse y, sobre todo, que requiere de práctica

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12 • Óscar de la Borbolla

y del dominio de ciertas reglas para desenvolverse


de forma correcta.
"No todos piensan." He aquí una afirmación
que suena agresiva y ajena a esa actitud democráti-
ca que tanto gusta en nuestro tiempo, que parece
dicha desde un montículo de superioridad y que
muy pocas veces estaríamos dispuestos a suscribir
en público. En cambio, la frase "no todos saben
pensar" suena bien, no ofende a nadie y, ya sea
en privado o en público, podemos sostenerla sin
sentirnos incómodos. Sin embargo, no existe dife-
rencia entre decir "no todos piensan" y "no todos
saben pensar", ya que pensar al igual que pintar,
leer o andar en bicicleta, pertenece a ese tipo de
acciones que si no se saben no pueden hacerse. "No
todos piensan" y "no todos saben pensar" son per-
fectamente equivalentes: ocurre con ellas lo mismo
que cuando se dice: "no todos pintan" y "no todos
saben pintar". "Pensar" cuando no se sabe cómo
hacerlo no es pensar y, de igual manera "pintar",
cuando no se sabe, tampoco es pintar. Embadurnar
un lienzo no es pintar; amontonar enunciados, tam-
poco es pensar. La gente alega, discute, alza la voz
y, normalmente, conforme más se acalora, menos
La rebeldía de pensar •13

piensa: el alegato, en efecto, sí está bien extendido;


el pensar, por desgracia, no.
Cualquiera puede aprender a pensar, pero
no cualquiera piensa. Lo que los seres humanos
tenemos en común no es el pensar, sino la posibili-
dad de conquistar el pensamiento. Poder aprender
a pensar no depende de la raza ni del sexo ni de la
situación económica, ni siquiera del nivel de es-
colaridad, aunque esto último pueda facilitarlo. La
escuela ayuda a pensar no por los contenidos que
ofrece, sino por los análisis que suelen hacerse en
las aulas. Hay muchos individuos que en la carrera
académica han llegado a la cúspide, se han gradua-
do de doctores y han ido más allá y a quienes, no
obstante, les vendría como anillo al dedo la frase
irónica de André Bretón: "Lo saben todo, pero
nada más". Y también hay muchas personas que
sin haber asistido, siquiera, a la educación primaria,
son capaces de deslumhrarnos por su buen juicio y
claridad. Saber mucho acerca de un tema, o saber
mucho acerca de muchos temas, no guarda relación
con el pensar: se puede ser erudito, experto, docto
y no haber sacado nunca ninguna conclusión, no
14 • Óscar de la Borbolla

haber hilado nunca dos ideas para obtener una ter-


cera.
Pensar, saber pensar, tampoco guarda una
relación directa con el éxito: hay sujetos lerdos,
auténticos campeones en imbecilidad, que amasan
fortunas inconmensurables, que se encumbran hasta
la cima en el escalafón del poder, o que gozan de
enorme popularidad y que nunca han pensado. El
éxito no es garantía de pensamiento. El pensamiento,
por supuesto, puede ayudar a conseguir el éxito;
pero una cosa no se sigue de la otra, porque el éxito
no siempre depende de factores que se pueden
discernir. Las razones del éxito, con desesperante
frecuencia, no son juiciosas y se da el caso de que el
éxito escape al hombre que piensa.
Ni todo aquel que tiene éxito piensa, ni todo
aquel que piensa tiene éxito. Ésta es la trágica
ecuación que, una y otra vez, se desprende de las
evidencias de la historia y, desafortunadamente,
quien vaya por la vida creyendo lo contrario estará
incapacitado para entender el mundo y entenderse
a sí mismo.
Pero, si saber pensar no es garantía para
alcanzar el éxito, ¿qué sentido tiene aprender a
La rebeldía de pensar • 15

pensar? Ésta es, precisamente, la pregunta que


hacen los que no piensan, los que forman parte de la
masa de seres humanos que se mueven por inercia y
que, más que moverse, corren agitados tras el éxito,
convencidos de que el éxito, y lo que conduzca a
él, es lo único que vale la pena. Preguntémonos:
¿por qué para la masa actual sólo importa aquello
que sirve para el éxito? ¿Qué tiene la masa en la
cabeza cuando desdeña lo que aparentemente no
habrá de reportarle poder, fama o dinero? Tiene la
inmemorial creencia que dejó consignada en
uno de sus versos Francisco de Quevedo: "Poderoso
caballero es don Dinero"; tiene la idea que late en
el fondo de ese refrán que dice: "Tanto tienes, tanto
vales" y, sobre todo, lo que la masa actual tiene
en la conciencia es un letrero luminoso de gas neón
que, todos los días, los medios de comunicación se
encargan de mantener encendido, el pueril mensaje
con el que sin cesar se martillan los cerebros: la
felicidad es idéntica al éxito.
No es indeseable que las personas persigan el
éxito, lo absurdo es que, por no pensar, vivan con-
vencidas de que el éxito es lo único que posee valor
y que, por esta ceguera, empobrezcan la dimensión
16 • Óscar de la Borbolla

de su existencia. Cuando toda la gente marcha en


una misma dirección, cuando las palabras y los ac-
tos de la mayoría parecen apuntar hacia una misma
meta, se produce una inercia social, una ideología
que muy pocos revisan y de la que muy pocos se
apartan, pues, para ponerse a salvo de la corriente,
hace falta pensar y, en el caso que nos ocupa, la
creencia de que sólo el éxito vale, hace falta pensar
-nada menos- en uno de los más graves asuntos:
en el sentido de la vida.
Es más fácil plegarse a la corriente, buscar lo
que busca la mayoría, pues el disparate que se canta
en un coro no parece locura: el respaldo que le
dan los demás lo acredita. Quien se subsume en
la corriente, quien imita, no sólo no piensa, sino
que no quiere pensar: le basta con ver a los lados
para descubrir a otros como él y para convencerse
de que eso que lo rodea es lo normal y lo correcto.
Para quienes no piensan sólo existe un camino y un
único sentido: por donde vaya la mayoría.
Pensar, en cambio, es descubrir en cada
camino una multitud de sentidos y en cada sentido
una multitud de caminos. Para quien piensa hay
muchas metas y muchas maneras de alcanzarlas
La rebeldía de pensar •17

y, por ello, el que piensa relativiza, duda, y el que


no piensa se vuelve dogmático. Pensar no es tran-
quilizador: provoca dudas, incertidumbre y a veces,
inclusive, zozobra. Pensar hace que uno mire a los
lados y que no halle fácilmente un compañero; pen-
sar produce una sensación de soledad, pues el que
piensa no puede confundirse considerando como
compañía la mera presencia de los demás. Pensar
nos aparta de la masa pues nos vuelve individuos y
el individuo necesita de otros individuos para sen-
tirse acompañado: no de otros que "piensen" como
él, sino de otros que también piensen.
¿Qué ventajas tiene entonces pensar frente a
no pensar?, volverá a preguntarse el que no piensa,
e incluso dirá de modo enfático columpiándose del
sentido común: "Si pensar causa dudas y soledad,
y no pensar da tranquilidad y muchos compañeros
de viaje, pues prefiero mantenerme sin pensar el
resto de mi vida". A quienes así opinan habría que
contestarles que no se fíen de las apariencias, pues
nunca podrá ser mejor la certeza ciega -que más
que certeza es inercia- que la duda que descubre
pros y contras, que permite advertir los matices, los
tonos y los medios tonos de la vida; ni tampoco
18 • Óscar de la Borbolla

podrá compararse la aborregada compañía de los


inconscientes con el humano encuentro de dos que
sí piensan. Pero, como quienes no piensan no son
capaces de captar dicha diferencia, preguntemos
nuevamente:
¿Por qué es preferible detenerse a pensar si el
éxito es o no lo único que vale en la vida, en vez de
sentir que es la máxima meta y lanzarse de cabeza a
lograrla? El éxito es esa situación excepcional a la
que sólo unos cuantos llegan; es más, se desea pre-
cisamente en la medida en que supone dejar atrás
a todos los otros. Gráficamente, el éxito se repre-
senta con la cima de una montaña, o con el vértice
superior de un triángulo. El éxito por definición
implica que no todos puedan alcanzarlo. Ahora
bien, ¿qué pasa con la mayoría de quienes adoptan
el éxito como sentido exclusivo de la vida? Pasa
que al no conquistarlo sufren como animales lo que
no relativizaron como hombres; pasa que por haber
puesto todas sus esperanzas en una misma canasta
experimentan el fracaso y su vida como una ban-
carrota. La frustración es el demonio con el que se
encuentran quienes no piensan. No pensar sólo es
tranquilizador al principio; a la larga, en cambio,
La rebeldía de pensar • 19

se paga: el no haberse entrenado en la revisión de


las metas, en el repaso de las posibilidades, en la
comparación de los distintos sentidos de la vida, en
la ampliación de los horizontes, provoca ese dolor
típico de los miopes absolutos, de aquellos que por
no pensar no han aprendido a distanciarse de su do-
lor; de aquellos que son uno con el dolor: provoca
un sufrimiento rotundo como el de los animales.
El que piensa duda, nunca está seguro; pero
se asegura de tener a su alcance otras opciones.
El que no piensa tiene el triste privilegio de la
seguridad, lo ha obtenido al renunciar a la infinita
pluralidad de sentidos y de caminos que brinda el
mundo.
¿Cuál es el sentido de la vida? es una pregunta
que no admite una única respuesta, pues cualquier
sentido puede darle sentido a la vida y, por ello,
nadie, más que uno mismo, puede responderla en
cada caso. No es el conocimiento, ni la santidad, ni
el placer, ni el dinero, ni el arte, ni el éxito, es eso
y más. Cada quien debe ponerle, luego de pensar,
uno o varios o sucesivos sentidos a su vida.
Para acceder al espectáculo de la diversidad
de sentidos es indispensable pensar, y claro que no
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es fácil. Séneca ya lo había advertido cuando dijo:


"A la mayoría le gusta más creer que juzgar". No
es fácil separarse de la corriente, del coro de los
convencidos; no es fácil volverse un individuo,
ser uno mismo; no es fácil pensar, pues a todos se
nos han inculcado formas prefabricadas de pensar
y, cuando queremos pensar, nuestro discurrir no
inaugura caminos, sino que avanza por autopistas
viejas y transitadas que, obviamente, desembocan
en unas determinadas conclusiones: las que aplaude
el sentido común, las que todos corean.
Ponerse a pensar es atreverse a pensar, e
incluso, es arriesgarse a pensar: es un aventurarse,
pues el pensamiento que se lanza a su propio vuelo
nunca sabe a dónde llegará. Pensar es una aventura,
no un viaje en tren con itinerario marcado. De ahí
que pensar amplíe las posibilidades de la existencia,
pues el que piensa no sólo revisa el elenco de lo
que está delante, sino que convierte lo que está
delante en un balcón para mirar más lejos.
Uno puede llegar a pensamientos parecidos a
los que suscriben los demás; pero una cosa es llegar
y otra partir: quien parte de un pensamiento ajeno
no piensa, a lo más, deduce. Deducir es distinto de
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pensar, deducir es derivar de una idea general ideas


particulares, aplicar un principio a casos concretos.
La deducción es mecánica, hasta las computadoras
deducen.
En los ámbitos en los que se da la regularidad
basta con la deducción para saber a qué atenerse;
pero en la vida, donde las cosas no ocurren de forma
regular, atenerse exclusivamente a la deducción no
es recomendable: ¿qué persona se comporta siem-
pre de la misma manera?, ¿qué reacción puntual
podemos, incluso, esperar de nosotros mismos?
Para entender a los demás y para entendernos hace
falta pensar y no sólo deducir. Cuando se llega
autónomamente a la misma idea que ha pensado
otro es porque se ha repensado, cuando se parte de
una idea ajena no se piensa, sólo se deduce.
La deducción implica, por supuesto, algunos
de los elementos del pensar: quien deduce relaciona
y compara, relaciona lo general con lo particular a
partir de lo que tienen en común. El ejemplo clási-
co es aquel silogismo que dice: "Todos los hom-
bres son mortales, Sócrates es hombre, Sócrates
es mortal". La deducción, en efecto, implica dos
de las características fundamentales del pensar: la
22 • Óscar de la Borbolla

relación y la comparación; pero no basta con estos


elementos para pensar, y la prueba es que nadie, a
partir de dicho silogismo, ha sentido nunca el más
leve estremecimiento, pues nadie comprende su
muerte por mera deducción. Para pensar no es sufi-
ciente con establecer una o muchas relaciones, hay
que entender el sentido de estas relaciones y, por
ello, las computadoras podrán aventajarnos en ve-
locidad y complejidad al tejer un abigarrado enjam-
bre de relaciones; pero mientras las computadoras
no descubran el sentido de sus entramados lógicos,
mientras no se dé en ellas la apercepción: el darse
cuenta de que se da uno cuenta, sus conexiones no
serán superiores a las de los tapetes de Temoaya, es
decir, urdimbres de cientos o miles o millones de
hilos anudados sin una sola pizca de conciencia.
¿Qué ocurre con las personas que se basan
única y exclusivamente en la deducción, es decir, qué
pasa con aquellos que sin entender el significado de
los principios los aplican acríticamente a los casos
particulares? Pues ocurre que se vuelven pedantes:
carecen de la capacidad para entender el sentido de
una situación determinada y, en consecuencia, se
comportan como autómatas. El pedante es, precisa-
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mente, aquel que no entiende lo que cada situación


particular le exige y, para asegurarse -según él- una
buena actuación, adopta de la forma más fiel po-
sible lo que dicta la norma general, el axioma o el
principio. El pedante provoca risa porque es una
máquina disfrazada de ser humano, una mera má-
quina deductiva que nunca pierde el tono doctoral,
que nunca pierde el aliño ni el buen porte: es capaz
de nadar con esmoquin o de disertar acerca del arte
histriónico cuando está en una carpa y todas las
demás personas ríen a mandíbula batiente.
El pedante no piensa, sólo deduce y no lo hace
mal: no es que relacione incorrectamente lo general
con lo particular; lo que sucede es que no ha pen-
sado lo suficiente la norma para relativizarla, ni ha
pensado lo suficiente la situación particular hasta
descubrir lo que la vuelve irreductible: el pedante
relaciona y compara, pero no relativiza ni distingue,
o sea, no entiende lo que singulariza cada situación,
vive en el mundo de los principios generales, las ex-
periencias no le dan carne a sus esquemas.
La pedantería es, literalmente, falta de inteli-
gencia: el pedante no es capaz de inteligir y, por
desgracia, esta modalidad de los no pensantes está
24 • Óscar de la Borbolla

más extendida y es más peligrosa de lo que cabría


suponer. Porque el pedante al que nos referimos no
es simplemente ese sujeto antipático, de ademanes
afectados que siempre está fuera de lugar, sino
el sujeto que cree tener las claves correctas para
comportarse ante cualquier situación, el que ac-
túa única y exclusivamente de acuerdo con prin-
cipios que jamás, ante ninguna situación, revisa; es
el dogmático vital, aquel para quien la ley es la ley
sin que le importe si es justa y equitativa. Este tipo
de pedante ama las formas, las reglas; para él, lo
que no cabe en el esquema no existe y, peor aún,
no tiene derecho a existir: es el fanático. La cien-
cia ficción ha creído descubrir mundos nuevos al
imaginar sociedades regidas por computadoras,
por máquinas que aplican sin piedad y sin criterio
un conjunto de normas; la verdad, estos infiernos
son tan viejos como la historia, pues siempre ha
habido hombres que sólo deducen, o sea, que
sólo son capaces de pensar a medias: de establecer
relaciones y de comparar para aplanar, pero no ca-
paces de distinguir y mucho menos de compren-
der.
La rebeldía de pensar • 25

El pedante del que hablamos aquí no necesita


siempre de una posición encumbrada para llevar a
cabo la tiranía maquinal de "lo que debe ser por
encima de todos y a cualquier costo", está en
cualquier parte, en mayor o menor grado; está
inclusive en cualquiera de nosotros, cuando sin
pensar juzgamos, es decir, cuando prejuzgamos:
cuando a un caso concreto -rico en diversidad,
como son todos los casos concretos- aplicamos de
manera mecánica una norma.
Y, aunque es cierto que en ocasiones resulta
no sólo necesario, sino preferible atenernos a una
norma: cuando la urgencia de actuar no nos deja
tiempo para pensar, habría que tener en cuenta que
cada que actuamos de ese modo, contribuimos a la
edificación de un mundo que sólo permite la exis-
tencia de los seres humanos promedio, no de los
individuos y, también, que los llamados "seres hu-
manos promedio" no existen más que en la imagi-
nación de los pedantes, nunca aquí en la Tierra
donde todo es diverso. Así, actuar sin pensar, ba-
sados en la mera deducción, termina construyendo
un mundo para nadie.
26 • Óscar de la Borbolla

Es muy difícil contener al pedante que en cada


uno de nosotros lucha por apoderarse de nuestros
juicios, pues no sólo es más cómodo obrar ciega-
mente ateniéndonos a las reglas generales que hay
en la sociedad, sino que -aun en el caso de que
sintamos viva curiosidad por las determinaciones
concretas que hacen de cada experiencia un caso
único- conforme pasa el tiempo, mientras más ex-
periencias vamos acumulando, se solidifican en
nosotros ciertas certezas que nos impulsan a vivir
de manera mecánica, que comienzan a operar como
prejuicios. Una, dos, tres, cuatro experiencias en
una misma dirección nos llevan a dar un salto in-
ductivo -a pasar de lo particular a lo general- y
a que decline nuestro interés por el análisis ca-
suístico. Esta esclerosis ocurre cuando creemos ya
saber y creemos que ya no es necesario seguir pen-
sando: cuando creemos que ya hemos pensado lo
suficiente, porque ya hemos logrado establecer las
características comunes de un asunto, su comporta-
miento regular, su definición, su ley inductiva. Sin
embargo, y esto lo enseña la historia del pensamiento,
nunca se piensa lo suficiente, porque pensar arre-
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bata a cualquier asunto su suficiencia y a cualquier


conclusión su definitividad.
Cuando se establece la inducción, cuando los
casos concretos parecen haberse disuelto al revelar
lo que tenían en común, cuando se cree haber ter-
minado con la nebulosa de los detalles por haber
descifrado las claves de un asunto, reaparece el
pedante, un pedante ciertamente moderado, me-
nos dogmático que el pedante cerril que usa la de-
ducción como un mazo para imponer la tiranía de
los principios; menos pedante, pero pedante al fin.
El trabajo que se tomó en analizar los casos concre-
tos, lo ha vuelto más comprensivo, más tolerante,
más apto para admitir lo individual, lo irreductible;
pero cuando alguien se cree dueño de los frutos
del análisis, cuando ha desarrollado una inducción
y se cree el poseedor de la verdad, considera que
puede -al menos para esos casos en los que según
él ya "pensó lo suficiente"- dejar su vida en manos
del piloto automático. La fe en la verdad, sea la del
que deduce o la de quien cree haber alcanzado una
ley gracias a la inducción, provoca automatismo,
abona el no pensar.
28 • Óscar de la Borbolla

Y una vez más, aquí podría arrojársenos una


pregunta: "Si pensando, analizando casos particula-
res, se llega a establecer una ley que comprende esos
casos, ¿por qué no basarse en esa ley y aplicarla sin
más cuestionamientos?, ¿por qué seguir pensando?
Esta pregunta es demasiado aguda para que nos la
arroje una persona que no ha pensado; más bien,
parece provenir de quienes han pensado mucho, de
quienes consideran incluso haber pensado ya lo su-
ficiente, de quienes creen haber alcanzado la meta
del pensar: el entender. Supongamos que, en efecto,
alguien lo haya logrado; que ha alcanzado el límite
extremo que en un momento histórico se puede con-
seguir; que considere, como Hegel, haber conquis-
tado el saber absoluto. ¿Habría que dejar de pensar
por ello?
No. Porque pensar es como caminar: se
camina para llegar a una meta y se camina, también,
para estar saludable: en el caminar hay un fin y un
propósito como los hay en el pensar. El fin del pen-
sar puede ser, ciertamente, entender, y esto tal vez
se logre; pero el propósito de pensar es humanizarse
y esto no se completa nunca. Lo más propio de los
seres humanos es pensar y no se piensa sólo para
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entender, sino para mantenerse siendo hombre. El


que no piensa, como bien dijo Nietzsche, es un dios
o una bestia.
Hay automatismo en quienes obran por im-
pulso, hay automatismo en quienes obran por de-
ducción, y el anhelo de quienes se toman el trabajo
de llevar a cabo una inducción es, también, el au-
tomatismo. Parecería que el pensar, o mejor aún, el
mantenerse pensando, es una hazaña. Y es cierto,
en el esfuerzo por vencer esta dificultad radica la
posibilidad de ser hombre. Lo fácil es ser un autó-
mata, un pedante.
¿Por qué la duda y el cuestionamiento ce-
san cuando se arriba a una conclusión? ¿Por qué
el pensar desemboca en el no pensar? Revisemos
dos de los procedimientos que recorre el pensar en
estas ocasiones: el análisis y la síntesis.
En el análisis, un objeto o un problema se
desmenuza para encontrar los elementos simples
que lo componen, se asume que es más fácil en-
tender lo simple que lo compuesto y, por ello, se
desagrega el problema para avanzar en su com-
prensión. Al descubrir lo que está implicado: las
partes, los supuestos, los aspectos, el problema, al
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menos como tal, se vuelve diáfano, pues sabemos


qué lo compone, qué complejidad de elementos lo
integran: lo que en apariencia era uno, gracias al
análisis se vuelve múltiple. El análisis es, precisa-
mente, un viaje hacia lo singular; de hecho, se dis-
grega para distinguir. Es en el análisis cuando más
hondamente calamos en lo particular.
¿Cómo se analiza un objeto, por ejemplo, un
reloj? El reloj como tal desaparece: sobre la mesa
yacen desarticuladas sus partes. Ahí, esparcidas, es-
tán la carátula, las manecillas, montones de tuercas
y la cuerda. ¿Bastará con romper para analizar?
Obviamente, no: un martillazo no analiza, destruye.
Una de las diferencias entre analizar y romper es
-aunque en ambas acciones se deshaga la unidad-
que en el análisis se lleva una bitácora del orden:
se aislan los elementos, pero sin perder la noción
del lugar y de la función que ocupaban en el todo.
La desagregación analítica ha de ir formando este
registro, pues si cuando se desciende al nivel de
las partes no se entienden las relaciones que ri-
gen entre ellas, su fisiología, se estará rompiendo
pero no analizando. Sobre la mesa del analista de-
berán quedar la carátula y las manecillas, el montón
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de tuercas y la cuerda; pero sobre todo, el registro


de la relación entre las tuercas y la comprensión
del sentido de la cuerda. La destrucción busca la
mera desarticulación; el análisis busca descubrir el
orden que guardan entre sí los elementos y el sen-
tido general que ese orden da a los elementos. El
análisis se realiza, siempre, con vistas a la síntesis, a
la reintegración de la unidad. Cuando el reloj es re-
construido en la síntesis el saldo que nos deja es la
comprensión de su funcionamiento: la síntesis es
la prueba de que hemos efectuado correctamente
el análisis y, por ello, la síntesis viene a ser la con-
clusión del pensar. El objeto analizado y, luego, sin-
tetizado es, por fin, entendido: descifrado su cómo.
Si se considera que entender es todo lo que puede
aportarnos el pensar, pues entonces suspendemos el
pensar, porque creemos, a la luz de la síntesis, que
ya hemos pensado lo suficiente. He aquí el porqué
de que el pensar, tomado como análisis y síntesis,
conduzca también al no pensar.
Por lo visto, aunque la deducción, la in-
ducción, el análisis y la síntesis impliquen momen-
tos en los que el pensar se ejercita, sucede que de
una forma u otra conducen al automatismo, al no
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pensar que se da cuando se cree que ya se entiende


porque se aplica a lo particular una verdad general
(deducción), o porque a partir de varios particulares
se ha alcanzado una verdad general que sirve para
todos los particulares que puedan presentarse en el
futuro (inducción), o porque tras dividir y subdi-
vidir un caso concreto se le ha podido reconstruir
y, por lo tanto, entender cómo funciona (análisis y
síntesis). Si entender y saber son cuanto esperamos
del pensar resulta lógico que, cuando se cree haber-
los alcanzado, se tomen vacaciones.
Sin embargo, como ya hemos dicho, el pen-
sar tiene, además del fin de entender, un propósito
que no se logra nunca de manera cabal: humanizar-
nos, y aquí podríamos introducir otro símil: pen-
sar es como respirar, pues, aunque ciertamente
mantenernos pensando nos humaniza, nos da más
holgura existencial, pues nos permite entender y
relativizar, también con el pensar ocurre algo que
es más simple y más definitivo: si pensar es como
respirar, entonces el que no piensa no sólo no se hu-
maniza, sino que simple y llanamente no es un ser
humano. Sé que esta afirmación suena grave, pero
¿qué pasa si una nota que se da como definitoria no
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se cumple? ¿Qué pasa si un triángulo no tiene tres


ángulos; qué, si en el mar no hay agua; qué, si un ki-
logramo no pesa mil gramos? Pues ocurre, simple
y sencillamente, que no serán ni triángulo, ni mar, ni
kilo y, de igual manera, si un hombre no piensa,
pues, no será hombre.
¿Podremos admitir, sin más, la anterior
conclusión o estamos obligados a repensarla, dada
su gravedad?

Hemos dicho que no todos los hombres piensan,


lo que equivale a afirmar que no todos son seres
humanos, y hemos caracterizado esta afirmación
como grave. Añadamos, ahora, que la gravedad es,
precisamente, la que hace que un asunto no pueda
dejar de pensarse, pues "lo grave -como dice Hei-
degger- es lo que da qué pensar". ¿Qué es lo grave?
Lo que suena a barbaridad; pero hay barbaridades
que se desechan de inmediato y no se piensan
más; lo grave es, entonces, la barbaridad de la que
no podemos despedirnos porque tiene visos de ver-
dad, porque parece lógica o real de algún modo. Si
decir que hay hombres que no piensan y, por lo tan-
to, que no son hombres fuese una mera barbaridad
34 • Óscar de la Borbolla

podríamos ignorarla y seguir adelante; pero no es


una mera barbaridad, porque, al menos, uno de sus
aspectos resulta evidente: aquel que dice que "no
todos los hombres piensan". Es la segunda parte
del enunciado la que nos suena inadmisible: la que
afirma que "no todos los seres humanos sean seres
humanos". ¿Por qué no admitir el primer enuncia-
do y desechar el otro? Porque entre una afirmación
y otra hay un nexo que parece imposible de desa-
tar. Este nexo es el que da qué pensar, ya que es
grave que se diga que no todos los seres humanos
son seres humanos.
¿Cómo podemos desatar dicha relación, es
decir, repensarla? Existen dos maneras: negar que
el pensar sea la nota definitoria de los seres huma-
nos, o proponer que aún no hemos identificado
correctamente en qué consista pensar y, por ello,
es que no hemos encontrado presente este rasgo en
todos los seres humanos. La primera posibilidad,
aunque se ofrece interesantísima -pues de poder
avanzarse en ella caería cuanto la filosofía ha dicho
a propósito del ser del hombre- no es viable como
primera instancia, pues supondría que ya sabemos
qué es pensar y, simplemente, se trataría de buscar
La rebeldía de pensar • 35

ese rasgo en los seres humanos para descubrir si se


da o no en todos. No podemos, con lo dicho hasta
aquí, suponer que ya sabemos qué sea pensar; por
lo tanto, el camino obligado es el segundo: proponer
que no hemos pensado suficientemente en qué con-
siste pensar como para decidir si tal característica
es común al hombre.
¿En qué consiste pensar según lo que lleva-
mos dicho? Recapitulemos: hemos partido de la evi-
dencia de que no todos los seres humanos piensan;
hemos revisado algunos procedimientos en los que
se ejercita el pensar (deducción, inducción, análisis y
síntesis) y hemos concluido que estos procedimien-
tos desembocan en el no pensar, o sea en el au-
tomatismo: la aplicación mecánica de lo general
sobre lo particular o el mero actuar por prejuicio.
Necesitamos un procedimiento en el que el pensar
se ejercite sin descanso y, además, que se presente
en todos los seres humanos. ¿Cuál puede ser éste?
La crítica.
En la crítica, igual que en los otros pro-
cedimientos del pensar, entran en juego la relación,
la comparación, la distinción, etcétera, pero no para
encontrar lo común, sino lo diferente: se comparan
36 • Óscar de la Borbolla

dos objetos o un objeto con una idea con la mira


puesta en lo que los diferencia: en aquello en que
un objeto aventaja a otro, o en aquello que falta al
objeto para ajustarse a la idea que nos hemos hecho
acerca de él. La crítica es esa forma del pensar en
la que se compara no con el propósito de hallar lo
común, sino lo diferente: ese aspecto por el que una
cosa nos parece mejor o peor que otra y, por ello, la
crítica es siempre enjuiciamiento. En cualquiera
de sus modalidades, la crítica es esa deliberación
que nos permite pronunciarnos a favor o en contra
de algo, que nos induce a preferir una cosa y no otra.
Por la crítica somos capaces de negar, es decir, de
apartarnos de lo que se encuentra ante nosotros. Lo
inmediato se hunde en el horizonte gracias al no. Por
la crítica se suspende la comunión inconsciente con
lo que nos rodea. Lo negado se aleja, no importa que
siga siendo lo que tenemos más a la mano: nuestro
repudio lo aparta de nosotros y, de igual manera, lo
más remoto, pese a su lejanía, puede casi rozarnos
si lo deseamos. Lo inmediato y lo mediato intercam-
bian sus sitios, el mundo se reordena: los objetos ya
no se distribuyen en ese espacio neutro del aquí y
del acullá, sino en el espacio valorativo del querer
La rebeldía de pensar • 37

y el no querer. Y, por este motivo, aquello que de-


finitivamente no queremos es lanzado por nuestro
no a la lejanía, pues, para los efectos prácticos, el no
separa igual que la distancia: cancela por completo
la posibilidad o, al menos, eso quisiéramos.
Es por la crítica que los seres humanos
hemos traído al mundo nuestra más genuina apor-
tación: los valores, esa caprichosa red de relacio-
nes o jerarquías que establecemos al querer y no
querer. Porque el mundo humano, más allá de es-
tar compuesto por los elementos consignados en la
tabla periódica de Mendeleyev, está integrado por
objetos que odiamos o deseamos, que repudiamos o
preferimos: son la antipatía y el amor los extremos
del metro con el que medimos lo que efectivamente
compone nuestro mundo. Desde esta perspectiva, el
peso atómico de cada elemento importa un bledo;
lo que realmente importa es el peso que cada ente
tiene en el universo valorativo.
La crítica es esa modalidad de pensar por la
que los valores llegan al mundo y, gracias a ello,
éste se hace discernible: se presenta como un orden
donde los seres se jerarquizan de lo mejor a lo peor,
de lo bueno a lo malo, de lo bello a lo horrendo, de
38 • Óscar de la Borbolla

lo odiado a lo amado. Es por la crítica que las cosas


se distinguen.
Sin crítica no habría valores y sin éstos no
habría distinción, y sin distinción no habría manera
de elegir: ¿entre qué elegiríamos si todo nos pare-
ciera lo mismo? La crítica es también condición de
posibilidad de la libertad, pues sin elección no hay
libertad que valga. Es la pluralidad, no la mera mis-
celánea de objetos sino las cosas ordenadas según
valores, lo que hace posible la libertad: cuando una
cosa nos parece mejor que otra estamos ya ante la
posibilidad de ser libres. Otro asunto es que podamos
alcanzar o hacer lo que nos parece mejor, el ejerci-
cio efectivo de la libertad supone otras condiciones
y otros pasos.
Poder decir "esto no y esto sí" es la carac-
terística efectivamente común de todo ser huma-
no y, además, una acción que todos practicamos
permanentemente. La crítica es aquello por lo que
puede establecerse que el pensar es la nota defini-
toria de los seres humanos. Este primer momento
de la crítica, el negar, no admite excepciones ni
vacaciones, todos los seres humanos lo cumpli-
mos todo el tiempo.
La rebeldía de pensar * 39

Existen, sin embargo, distintos niveles de la


crítica: el más elemental -sin ser por ello desde-
ñable- es la deliberación que inclina la preferencia
a uno u otro lado. En este nivel básico, aunque la
crítica carezca de método o el individuo no pueda brin-
dar las razones en que funda su preferencia, se lleva
a cabo una comparación con vistas a la distinción.
Aquí, no importa si el individuo se enfrenta ante la
opción de ir al cine o al teatro o ante la disyuntiva
de decidir entre Newton y Leibnitz a propósito del
cálculo infinitesimal, pues es irrelevante la com-
plejidad de las opciones; lo que cuenta es lo que
supone la acción de elegir: haber distinguido entre
una cosa y otra e inclinarse por una de ellas, pues,
distinguir es comparar para encontrar la diferencia,
y la diferencia nunca se halla de manera automáti-
ca: no hay regla general para inferir la diferencia,
para encontrarla es preciso, en cada caso, pensar.
Cuando el hombre critica, cuando convierte
lo que está ante él en objeto de su consideración, eso
que está ante él deja de parecer natural, necesario; el
hombre descubre, por virtud de la crítica, que no
tiene por qué contentarse con lo que está a la mano
sólo porque está ahí. Levantar la mira, apuntar más
40 • Óscar cíe ¡a Borbolla

lejos, descubrir las posibilidades enmarcadas por


el horizonte e, incluso descubrir, en el ejercicio del
pensar, que los horizontes se vienen encima como
olas y que uno puede ir siempre más allá sin que
nada lo colme, son los efectos humanizantes de la
crítica. Y, claro, también con ella nace la inconfor-
midad que es el motor de la historia. Pensar y ser
un inconforme son sólo dos maneras de nombrar lo
mismo.
Lo que está ante uno, aquello con lo que uno
se tropieza, es lo establecido: las costumbres, los
modos acreditados de pensar, los valores que gozan
de inmemorial prestigio, las normas que regulan las
conductas del hombre, las técnicas ya instituidas.
Todo aquello que nos rodea y con lo que muchos vi-
ven satisfechos, conformes, no soporta la crítica: ni
la resiste ni la tolera. Porque criticar es, literalmente,
poner en crisis; es descubrir las fisuras, las fallas de
lo que intenta hacerse pasar por monolítico; es poner
en duda la definitividad de lo que está delante, es
atreverse a imaginarlo de otra forma; es subvertirlo
con el no de la inconformidad, del pensar. Ningún
producto humano ha conseguido mantenerse a sal-
La rebeldía de pensar • 41

vo de la crítica: mantenerse ahistórico; todo se ha


trasformado por la actividad crítica del hombre.
Esto no significa que la crítica se presente
con el mismo no en todos. Hay un no inconforme y
un no al no de los inconformes. La doble negación
de aquellos para quienes lo que existe, tal y como
está, es lo mejor que podría existir. Podría creerse
que los conformes no critican, que no se oponen,
que no piensan; pero no es así: la intolerancia de
los conformes es la manera como expresan su no,
su preferencia: también ellos critican, aunque en su
apreciación, lo que está a la mano, lo establecido,
es preferible a lo que está más allá rodeado de in-
certidumbres. Los conformes se oponen al cambio;
los inconformes a la permanencia, porque ser hom-
bre es oponerse, usar el no en un sentido u otro.
"Pero -dirá el conforme- no es lo mismo
distinguir defectos reales para proponer una so-
lución que señalar falsas ventajas y desventajas
en las cosas con el único fin de oponerse." A este
conforme inconformado habría que preguntarle:
¿Quién puede tener el primado de la realidad para
saber a ciencia cierta cuáles son sus defectos reales?
La realidad, ese conjunto indiferenciado de cosas,
42 • Óscar de la Borbolla

está ahí tal y como es, no le falta nada, es plena en


su ser. Somos nosotros los que "descubrimos" qué
le falta, porque no nos parece, porque no aparece
como quisiéramos que fuera, porque, cuando com-
paramos con la mira dirigida a la diferencia, la reali-
dad no se ajusta a nuestro juicio: la falta siempre es
subjetiva, el defecto sólo está en los ojos del que
mira, no en el mundo real.
Las cosas son mejores o peores no en función
de sí mismas, sino de lo que esperamos de ellas; son
mejores o peores de acuerdo con nuestros fines, de
acuerdo con nuestras expectativas, de acuerdo con
los modelos con los que las contrastamos. La falta
que creemos descubrir en las cosas es resultado de
la jerarquía que proyectamos sobre ellas, es la con-
secuencia directa de haber inventado los valores.
Y, por ello, "proponer ventajas o desventajas sub-
jetivas con el fin de oponernos" es lo que hacemos
todos, pues la apariencia de sensatez o de insen-
satez de una particular crítica no se debe a que se
apoye en faltas reales, en defectos en-sí, sino que
depende del número de militantes que compartan
ese punto de vista crítico: si son muchos, la crítica
pasará por incuestionable; si son pocos, será tildada
La rebeldía de pensar • 43

de excentricidad o disparate y quienes la suscriban


serán considerados como locos.
El que los defectos que advertimos no sean de-
fectos de las cosas, sino mero resultado de nuestros
valores proyectados sobre el mundo es una con-
sideración de la más alta importancia, pues los
hombres se matan, precisamente, porque creen
que los defectos que ellos miran pertenecen a las
cosas y son igualmente visibles para todos. No es
así, cada persona compara el mundo con la idea de
lo que debe ser y "descubre" ciertas faltas, siem-
pre subjetivas, que sólo son advertidas por quienes
comparten el mismo punto de vista; para los demás
esas faltas no existen y nada justifica que alguien
quiera enmendarlas.
Es necesario efectuar una crítica de la crítica,
porque la crítica que no vuelve sobre sí misma,
que no entiende que los defectos "descubiertos"
son más bien proyectados, se hace feroz. Para
los críticos simples los defectos que "descubren"
son defectos reales y, en cambio, las faltas que
"encuentran" los demás son defectos irreales,
falsas faltas, meras objeciones sin justificación,
"críticas fáciles" cuya causa no logran entender. Lo
44 • Óscar de la Borbolla

preocupante de los críticos simples -y casi todos


lo son- es su semejanza con los locos, pues, igual
que ellos, actúan y reaccionan a partir de lo que
creen que es la realidad. Tal vez resultarían menos
furiosos, menos cruentos, menos despiadados y
aguerridos si, en lugar de creer que las faltas están
presentes en la realidad, se percataran de que las
faltas son diferencias que nacen del cotejo entre el
mundo y los valores.
Se ha dicho que la razón engendra monstruos
y habría que añadir que pensar a medias produce
fanatismos, porque también la crítica cuando no
avanza contra sí misma, cuando no se critica, con-
duce a estaciones desde las que lo hallado, nues-
tra verdad, lucha por imponerse. Es una paradoja
que la crítica engendre el fanatismo, aunque sea
el fanatismo del no; que con gran frecuencia nos
lleve a posiciones que se endurecen, que se escle-
rosan, pues, en cuanto creemos haber descubierto
un defecto en las cosas, ya no vamos más lejos
con nuestro no y, al estacionarnos, nuestro pensar
se dedica a tejer argumentos que zurcen los pun-
tos flacos de nuestro enfoque, y si acaso seguimos
haciendo crítica, ésta es dirigida contra los juicios
La rebeldía de pensar • 45

que intentan vulnerar nuestra verdad. Rara vez


pensamos para ir más allá de nuestra crítica, para
extremarla, para pasar al no de nuestro no.
Y es que hay faltas tan evidentes para nosotros
que casi es imposible admitir que sean el mero resul-
tado de nuestro punto de vista o simples proyeccio-
nes. ¿Cómo aceptar, por ejemplo, que la injusticia
sea una falta subjetiva, cuando nuestro ser entero
clama indignado que la injusticia es rotundamente
objetiva, que es una falta que está ahí con la misma
inequívoca presencia que una montaña? ¿Cómo
aceptar que el acto criminal no es malo, sino que
simplemente nos parece malo? Hay muchas faltas
que se nos imponen como reales: todas aquellas que
se relacionan con nuestra vida. En lo que personal-
mente nos atañe es casi imposible criticar nuestra
crítica: el punto de vista propio no puede considerarse
como un punto de vista más; para nosotros es el
enfoque, sentimos que es el único correcto.
"Y sin embargo se mueve", habría que repe-
tir con Galileo, porque las faltas no son en-sí. No
están en el terreno del ser, sino en el del deber ser.
¿Comprender esta distinción significará que debe
renunciarse a todo plan de corrección del mundo?
46 • Óscar de la Borbolla

No. Simplemente se trata de que entendamos que


las fallas que nos instan a la polémica o a la lucha
no son fallas reales, sino desajustes de la realidad
con nuestros sueños: no es la realidad la que nos
da la razón, sino el amor que le tenemos a nuestra
utopía, a nuestra irrealidad. Esta reubicación de la
falta no tiene por qué restar validez a la crítica; al
contrario: la pone en su verdadera dimensión hu-
mana, en ese mundo que no tiene que ver con el
peso atómico de los objetos, sino con las coorde-
nadas de lo que queremos y no queremos. ¿Quién
ha dicho que no vale la pena pelear por un sueño?
Lo que he dicho es que la vida propiamente hu-
mana es aquella en que se vive arrebatado por los
sueños. Criticar la crítica, extremarla, lleva a com-
prender que los anhelos de libertad y de justicia, el
deseo de que las cosas marchen de otra forma, la
certeza de un futuro mejor no son sino sueños; pero
los sueños más altos de unos seres para quienes la
irrealidad es su verdadero territorio.

Hemos revisado algunos mecanismos del pensar:


la deducción, la inducción, el análisis, la síntesis
y la crítica, y hemos visto cómo, en todos ellos,
La rebeldía de pensar • 47

el pensar puede conducir al automatismo: a esa


situación estacionaria en la que -por creernos
dueños de la verdad- se produce la certeza,
ese estado en el que uno ya no quiere seguir
pensando, porque lo alcanzado se considera lo más
conveniente, o uno ya no puede seguir más allá
porque la propia conclusión resulta insuperable.
¿Para qué pensar más si ya está claro? ¿Para qué
seguir dando de vueltas a un asunto si ya sabemos
la respuesta? Quien llega a esta estación, esté o no
en lo correcto (eso es lo de menos), suspende el
pensar. Así, paradójicamente, dejar de pensar no es
la consecuencia del fracaso de pensar, sino de su
presunto éxito: creer que ya se ha encontrado la
solución o que la triste respuesta que se ha obtenido
es inmejorable.
La verdad -o su apariencia- es enemiga del
pensar; la duda, en cambio, es el medio del pen-
sar, su hábitat. Nos referimos, por supuesto, a la
duda que es mucho más que un mero no saber: a
la duda que incluye la intensa preocupación por no
saber. Esta es la duda que nos mantiene pensando,
que hace del ejercicio de pensar exactamente eso:
un ejercicio: una caminata sin meta, un fin en sí
48 • Óscar de la Borbolla

mismo. La duda a la que nos referimos no es de


la que se puede salir, sino aquella en la que, como
dice Cioran, hemos caído. Esta duda no es resul-
tado de la elección; más bien, es la que se apodera
de nosotros y no nos da tregua; la que convierte
nuestras soluciones en un castillo de naipes, la que
no nos deja más remedio que seguir pensando.
La duda, incluso, propicia el pensar mejor
que la crítica, porque quien duda posee un lubri-
cante que vuelve escurridiza cualquier verdad a la
que uno podría aferrarse. La duda nos despierta
una sensación de inconformidad hacia las solucio-
nes que encontramos, introduce la sospecha de que
somos incapaces de alcanzar cualquier respuesta
valedera y nos arroja al pensar puro, al ejercicio, en
ocasiones angustiante, de dar vueltas y más vueltas
alrededor de un asunto. La duda de que aquí habla-
mos tiene la fuerza hipnótica de la serpiente de los
celos, pero no nos sujeta como los celos a la dolo-
rosa contemplación de una escena que se repite sin
cesar, sino que nos ata al movimiento, al ir y venir
de los pros y los contras, y al ir y venir de las hipó-
tesis con sus nuevos pros y sus nuevos contras.
La rebeldía de pensar • 49

Con todo, hay de dudas a dudas. Hay unas


dudas graves, aunque pobres, que despeja el
tiempo; hay otras que las resuelve la simple ob-
servación; otras más que no se nos aclaran nunca,
porque quienes podrían librarnos de ellas mueren
con el secreto, y unas dudas especiales que son
los barrancos más hondos conquistados por la hu-
manidad: las dudas insolubles: ¿por qué hay ser?
y ¿para qué existo? El intento por aclarar estas dos
dudas ha dado origen a la filosofía, por más que
muchos actualmente crean que la filosofía tiene
unos propósitos más modestos y unos temas me-
nos abismales. La filosofía, sin embargo, es y será
ese proceso del pensar que, desde los sótanos de la
historia, ha venido buscando la solución de estas
dos preguntas cuya sola comprensión es más que
bastante para humanizarnos.
La duda es ciertamente un no saber: un no
saber qué hacer, un no saber a qué atenerse, un
no saber de qué se trata; pero también es un estar
hondamente preocupado por ese no saber. Quien se
despreocupa se quita de dudas, igual que quien cree
haber encontrado la verdad y, por ello, la verdad y
la despreocupación son hermanas gemelas; es más,
50 • Óscar de la Borbolla

la verdad podría ser simplemente la coartada de la


despreocupación.
Quien duda podrá no discurrir con rigor, no
usar un método para ordenar y clasificar sus pensa-
mientos, pero esa agitación en que se encuentra es,
ni más ni menos, el meollo del pensar, porque pen-
sar no es tanto analizar o criticar, sino dudar de los
análisis y de las críticas o, dicho de la manera más
compacta posible: pensar es dudar.

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