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Diálogo, Relaciones y Cambio:

Una Aproximación Discursiva a la Psicoterapia


Constructivista.
© 2001 Luis Botella
FPCEE Blanquerna
Universidad Ramón Llull
Barcelona, España
En el curso de la historia de las ciencias humanas en general (y de la psicología en
particular) la crítica al paradigma positivista predominante ha dado lugar, durante la última
mitad de este siglo XX que finaliza, a un alud de propuestas alternativas diferentes. Bajo el
nombre de hermenéutica, psicología narrativa, psicología posmoderna, postracionalismo, post-
fundacionalismo, constructivismo, construccionismo social y otros que sin duda aún están por
surgir, se agrupan una serie de formas de inteligibilidad más o menos articuladas internamente
que se presentan a sí mismas como posibles salidas a la crisis de credibilidad de la gran
metanarrativa positivista (véase Botella, 1995; Botella y Figueras, 1995; Botella, Pacheco, y
Herrero, 1999).

Sin embargo, y a pesar de las intenciones innovadoras y radicales de todos sus


proponentes, el diálogo catalítico entre ellos ha sido más bien raro y, en su lugar, se ha
generado en algunos casos un espíritu de crítica y de una cierta insularidad académica e
intelectual entre las diferentes comunidades que sustentan tales formas de inteligibilidad. Sin
duda, las prácticas relacionales de la comunidad académica y científica, inspiradas
fundamentalmente en la competitividad en lugar de la cooperación (Gergen, 1998), no son
ajenas a tal espíritu.

Este capítulo pretende ser una nueva aportación a un diálogo incipiente; el que se ha
generado de forma tímida pero sostenida entre proponentes de la visión constructivista y del
construccionismo social. Dicha conversación no está exenta de malentendidos y prejuicios
globales; entre ellos los más repetidos son los que, desde las filas del construccionismo,
acusan al constructivismo de ser una teoría individualista insensible a la dimensión relacional
(véase, por ejemplo, Gergen, 1994) y los que, desde las filas del constructivismo, acusan al
construccionismo de ser una forma radical de reduccionismo social que niega la posibilidad de
iniciativa personal al ser humano (véase, por ejemplo, Mancuso, 1998). Sin duda ambas
acusaciones son producto de la sobregeneralización y del clima de debate, en lugar de diálogo,
que generan tales intercambios. Precisamente mi intención en este trabajo es la de unir mi voz
a la de aquellos que, en lugar de recurrir al prejuicio como forma de justificar su desinterés por
lo que les es ajeno, intentan aportar elementos de racionalidad y elaboración discursiva al
diálogo catalítico al que me refería al inicio. En este sentido, lo que propongo a continuación es
una forma de llevar a la práctica una lectura relacional y discursiva del constructivismo
(particularmente en su aplicación a la psicoterapia) que fomente la posible interfecundación
entre ambos enfoques. A mi juicio, el resultado de tal interfecundación sería una visión más
generativa y liberadora que ambas por separado.

Para tal fin, he dividido el capítulo en cuatro apartados. En el primero se presenta una
aproximación relacional y discursiva de los procesos de atribución de significado que nos
caracterizan como seres humanos. Dicha aproximación se aleja deliberadamente de la
cognitiva/intrapsíquica, ampliamente difundida entre la comunidad constructivista y, en mi
opinión, más propia de planteamientos cartesianos que de la condición cultural posmoderna en
que nos vemos inmersos. En el segundo se aplica el mismo tipo de lectura a la cuestión de la
construcción de la identidad y a los planteamientos narrativos tan en boga actualmente. El
tercero constituye una aplicación de lo antedicho al terreno de los problemas humanos objeto
de la psicoterapia. Finalmente, el cuarto apartado se centra en la elaboración de las
implicaciones de la crítica constructivista a las terapias cognitivas y sistémicas, así como en
algunas sugerencias sobre el tipo de prácticas relacionales que actualmente encuentro útiles
en mi actividad como psicoterapeuta, por supuesto sin ninguna intención manualizadora o de
"recetario de cocina" sino simplemente de estimular la emergencia de otras voces que
contribuyan al diálogo al que me vengo refiriendo (véase también Botella, 1999).

Cuando se constituyó la Asociación Neozelandesa de Psicoterapeutas, sus fundadores


tuvieron que informarse sobre la traducción al maorí del nombre de dicha organización,
dado que maorí e inglés son lenguas co-oficiales en Nueva Zelanda. Reunidos con las
autoridades lingüísticas aborígenes, quedó claro que no sería tarea fácil; “psicoterapia”
no tenía una traducción literal al maorí. La propuesta aborigen fue que los
angloparlantes les explicasen qué hacía exactamente un psicoterapeuta, para así
poder buscar un término equivalente en su idioma. Tras las explicaciones pertinentes,
los maoríes consideraron que se habían formado una imagen clara y diáfana del rol de
psicoterapeuta: concluyeron que la traducción más adecuada era “tejedor de historias”.
Desde entonces, el nombre en maorí de la asociación es, literalmente, Asociación
Neozelandesa de Tejedores de Historias1.

En último término, este capítulo constituye mi intento de tejer una historia sobre cómo,
hoy por hoy, trabajo con las personas y las familias que acuden a psicoterapia porque las
historias que ellos han entretejido resultan demasiado limitadas, demasiado invivibles,
demasiado opresivas. En este sentido, mi posicionamiento en un discurso constructivista,
narrativo y relacional resulta secundario, dado que las construcciones, las narrativas y las
relaciones que realmente importan son las de mis clientes.

1. La Atribución de Significado como Logro Relacional

En la base de los enfoques constructivistas se encuentra la idea de que los sistemas


humanos (individuos, parejas, familias, grupos, organizaciones, comunidades…) se orientan
proactivamente hacia la búsqueda del significado de su experiencia del mundo y de su lugar en
él. Esta orientación finalista hacia la comprensión del mundo, estos "esfuerzos en pos del
significado" como los denominó Bartlett (1932) caracterizan a la especie humana desde el
origen de la cultura. En este sentido, las grandes preguntas ¿quiénes somos?, ¿de dónde
venimos? y ¿adónde vamos? han inspirado el desarrollo de los sistemas de pensamiento, la
filosofía, las religiones, la ciencia, el arte y la práctica totalidad de producciones culturales
humanas.

Precisamente, la riqueza y variedad de las producciones culturales a las que ha dado


lugar la tendencia humana a la búsqueda de significado y sentido evidencia que este no se nos
revela en la "realidad" en sí misma. Atribuir significado a la experiencia comporta un proceso de
construcción, es decir, constituirla mediante el lenguaje haciéndola inteligible para uno mismo y
para los demás. En otras palabras, la atribución de significado a la experiencia depende de
actos interpretativos.

La visión constructivista del lenguaje que sustenta tales actos interpretativos se


fundamenta en la idea de que su función no es primordialmente la de comunicar información
proposicional o factual, sino la de permitir la coordinación de la acción conjunta. Así mismo, el
lenguaje se considera la forma de acción mediante la que creamos y experimentamos el

1
La historia es apócrifa, y su "verdad histórica" (Spence, 1982) probablemente discutible, pero
eso no impide que sea hermosa. Al habitar en la tierra de nadie entre la verdad histórica y la
verdad narrativa ella misma es una metáfora de la teoría en que se basa este trabajo.
significado de la realidad social. El lenguaje cumple una función generativa, activa y constitutiva
y adquiere significado y valor de uso en el contexto de patrones relacionales.

En este punto, como anticipaba al inicio de este trabajo, una lectura discursiva del
constructivismo se aleja de la interpretación cognitiva más intrapsíquica, que, basándose en el
cogito ergo sum cartesiano, propone que tales actos interpretativos son producto de procesos
mentales individuales. Por el contrario, desde mi perspectiva actual los actos de interpretación
de la experiencia son logros dependientes de la participación en prácticas discursivas
conversacionales constituidas a partir de sistemas de construcción que operan como marcos
de inteligibilidad. En esta definición, el término práctica discursiva se refiere a las formas en
que la gente produce activa y conjuntamente realidades sociales y psicológicas (Davies y
Harre, 1990). A su vez, por marco de inteligibilidad entiendo un conjunto de proposiciones
interrelacionadas que dotan a una comunidad de interlocutores de un sentido de descripción o
explicación en un dominio determinado (Gergen, 1994).

En este sentido, la unidad de análisis mínima de la psicología deja de ser la persona


para pasar a ser la persona en relación. Desde el punto de vista aquí presentado se considera,
tal como proponía Bateson (1972) que los procesos sobre los que teoriza la psicología no son
producto de un sistema nervioso contenido en un organismo, sino del conjunto de pautas de
organización y autorregulación que caracterizan a cualquier sistema2. En este sentido, la mente
no es una propiedad exclusiva del individuo, sino un proceso distribuido social y
ecológicamente. Según el famoso ejemplo de Bateson (1972):

Consideremos un hombre que derriba un árbol con un hacha. Cada golpe del
hacha es modificado o corregido de acuerdo con la hendidura que ha dejado el
golpe anterior. Este proceso autocorrectivo (es decir, mental) es llevado a cabo
por un sistema total árbol-ojos-cerebro-músculo-hacha-golpe-árbol, y este
sistema total es el que tiene características de mente inmanente (p. 347).

Recientemente, Wortham (1998) se ha referido a un concepto equivalente a este;


cognición heterogéneamente distribuida, señalando que la estructura cognitiva que explica la
acción basada en el conocimiento emerge de un sistema interconectado de estructuras
parciales a diferentes niveles. En los sistemas humanos, como sistemas lingüísticos que son
(Anderson y Goolishian, 1988), los procesos de organización se articulan en conversaciones de
modo que el conocimiento, así como el resto de lo que denominamos procesos psicológicos, se
constituye y distribuye entre todas las conversaciones que sustentan las relaciones entre los
miembros del sistema del que se trate. De este modo, los procesos psicológicos son
equiparables a propiedades generadas en el seno de las prácticas discursivas en que
emergen. Nótese que esta visión dialógica de los procesos psicológicos no niega la posibilidad
de que se den en privado (por ejemplo, cuando uno rememora una experiencia personal en la
soledad de su habitación), sino que los considera una subclase del conjunto general. En otras
palabras, la "cognición privada", cuando se analiza detalladamente, reviste una naturaleza de
diálogo internalizado entre diferentes voces y posiciones subjetivas. Volveré sobre este punto
más adelante en referencia a la construcción narrativa de la identidad desde un punto de vista
dialógico.

Los términos de los párrafos anteriores se pueden ilustrar mediante ejemplos extraídos
de casos de psicoterapia. En general, es frecuente (o incluso inevitable) que cuando uno les
pregunta a sus clientes qué les ha traído a psicoterapia se refieran espontáneamente a una
serie de conversaciones con otras personas significativas en sus vidas. En muchos casos, la
decisión de acudir a un psicoterapeuta se fundamenta precisamente en tales conversaciones y
resulta absurdo plantearse si es una decisión "individual" o "conjunta" dado que es las dos

2
La noción social y ecosistémica de la mente, revolucionaria en su momento, ha sido recogida
con posterioridad tanto por el construccionismo social (p.e. Gergen, 1994) como por el
constructivismo radical de Maturana y Varela (1987). Resulta muy significativo que, a pesar de
las diferencias entre ambas posturas, puedan también rastrearse algunos antecesores
intelectuales en común.
cosas a la vez. Por ejemplo, Marta, una cliente con fuertes crisis de ansiedad, justificaba su
decisión de pedir ayuda psiquiátrica en términos de una conversación con su hermana:

Entonces mi hermana me dijo, "Marta, no te veo bien. ¿Verdad que si sufrieses una
enfermedad de corazón buscaríamos el mejor especialista, si fuese del estómago
también?, pues busquemos un médico que te cure definitivamente". Estuvo buscando
ella, yo era incapaz; entonces me propuso un médico que había atendido a una amiga
suya obteniendo muy buenos resultados. Cansada de dar vueltas sin encontrar
solución opté por pedir hora.

Nótese como la conversación con la hermana, en cuanto que práctica discursiva,


contribuye a la definición de la ansiedad de Marta como "una enfermedad" y,
consecuentemente, a definir la solución como médica. Desde la forma de inteligibilidad que
legitima el discurso de la hermana, los síntomas de la ansiedad son equiparables a problemas
del corazón o del estómago. Por otra parte, la hermana hace un uso muy competente del
paralelismo que ha definido en la propia conversación, y legitima su posición de dar consejo (a
la vez que posiciona a Marta como enferma incapaz de tomar sus propias decisiones) desde el
discurso de la protección fraternal.

La noción del significado como un logro relacional producto de la acción conjunta, si


bien relativamente reciente en psicología clínica y psicoterapia, ha sido uno de los puntales de
la sociolingüística desde hace décadas. Por ejemplo, el concepto de Harvey Sacks de
producciones conjuntas (véase Ferrara, 1994) hace referencia a la noción de que, en la vida
cotidiana, las prácticas discursivas son algo mucho más complejo que una concatenación de
monólogos, y a que la gente genera el significado dialógicamente al contribuir activamente a la
producción discursiva conjunta. Gergen (1994) denomina suplementación a este proceso,
refiriéndose así a que las acciones o palabras de un individuo aislado no tienen sentido si no es
gracias a la coordinación conjunta (suplementaria) de las acciones o palabras de otros que las
constituyen como parte de un juego relacional. Se trata de una visión ya anticipada por
Wittgenstein (1953) con la noción de juego de lenguaje, al equiparar el significado al uso del
lenguaje como constitutivo de las relaciones sociales. Desde este punto de vista, tanto el
significado de lo que se dice como el modo de decirlo están pautados por las relaciones
sociales entre los interlocutores y sus posiciones subjetivas en las prácticas discursivas de las
que se trate. Este es un punto sobre el que volveré más adelante, y que constituye también el
foco de los planteamientos clásicos de Bakhtin (por ejemplo, 1986) cuando proponía que una
emisión siempre dice algo, pero también contribuye siempre a posicionar al hablante con
respecto a los demás.

Extendiendo esta idea, atribuir significado a la experiencia es equiparable a


posicionarla (y posicionarse) en discursos sostenidos relacionalmente, entendiendo por
discurso un conjunto de afirmaciones, imágenes, metáforas, etc. que constituyen un objeto de
una forma determinada (Burr, 1995). Desde este punto de vista, el discurso no se considera la
manifestación externa de un proceso interno, sino un proceso público multifacético mediante el
cual se llega al significado de forma progresiva y dinámica (Davies and Harré, 1990). La
experiencia es, pues, una candidata al significado en un conjunto de afirmaciones (sostenidas
relacionalmente) que la constituyen como objeto del lenguaje. El significado depende del
lenguaje, concebido no como mecanismo de apropiación de un mundo externo, sino como el
origen mismo del proceso de establecer las distinciones que dan lugar a un mundo.

Como advirtieron los lingüistas en su momento, en la mayoría de situaciones sociales


cotidianas la función descriptiva del lenguaje pierde importancia frente a la no-descriptiva de
otros actos de habla. En palabras de Wittgenstein (1953) lo que llamamos descripciones son
instrumentos con usos concretos. Las formas de construcción de la experiencia sirven,
primordialmente, no para representar la naturaleza de dichas experiencias en sí mismas, sino
para representarlas de tal forma que constituyan, mantengan o cuestionen una u otra
modalidad de orden relacional (Shotter, 1990). Dado que a todos nos motiva que nuestra
versión de los acontecimientos sea tenida en cuenta, presentamos aquéllas construcciones de
nosotros mismos que anticipamos que nos garantizarán tener voz, es decir, legitimidad y
validez; en eso consiste la función validadora del discurso (Gergen, 1989). La consecución de
tal legitimidad y validez depende en último término de la competencia comunicativa del
hablante (Hymes, 1972), es decir, de su capacidad para construir un argumento aceptable
desde la forma de inteligibilidad que caracteriza las prácticas discursivas de las que se trate.

Teniendo en cuenta lo antedicho se llega a la conclusión de que las prácticas


discursivas poseen una fuerza constitutiva que reside en su provisión de posiciones subjetivas
mediante el uso de los constructos que caracterizan a los marcos de inteligibilidad que las
sustentan. Precisamente, el proceso de posicionamiento reside en el modo en que las prácticas
discursivas constituyen a los hablantes y oyentes en cierta forma y, a la vez, son un recurso
potencial mediante el cual negociar nuevas posiciones. Los roles sociales, entendidos como
posiciones subjetivas más o menos estables en el tiempo, se reconocen y mantienen gracias a
la interacción conversacional, a la acción conjunta de las prácticas discursivas cotidianas.

2. La Construcción Narrativa de la Identidad

Desde la perspectiva psicológica más tradicional, cargada de resonancias románticas,


el desarrollo de la identidad personal se contempla como un logro individual. La gran
metanarrativa en que se encuadra dicha visión es la del héroe mítico que se enfrenta a una
serie de pruebas iniciáticas para surgir de su particular odisea como un ser completo y
acabado, con una identidad consolidada. Esta gran metanarrativa es evidente en los
planteamientos evolutivos de teorías aparentemente tan dispares como el psicoanálisis o la
psicología humanista (véase Gergen y Gergen, 1986). También resulta evidente en las
prácticas discursivas cotidianas (al menos en las culturas occidentales) en que se posiciona la
adolescencia como una etapa de crisis y de descubrimiento de la propia identidad en todas sus
dimensiones; relacional, vocacional, sexual, axiológica, etc.

Sin embargo, como nos recuerda Geertz (1983) desde su visión de antropólogo:

La concepción occidental de la persona como un universo limitado, único y más o


menos integrado motivacional y cognitivamente, como un centro dinámico de
conciencia, emoción, juicio y acción organizado en un conjunto característico y opuesto
por contraste tanto a otros conjuntos semejantes como a su background social y
cultural es, por muy convincente que pueda parecernos, una idea bastante peculiar en
el contexto de las culturas del mundo (p. 77).

La lectura discursiva y relacional del constructivismo que propongo en este trabajo


considera que la identidad individual emerge en los procesos de interacción relacional, no
como un producto final acabado sino constituida y reconstituida en las diferentes prácticas
discursivas en que uno participa (Davies and Harré; 1990). Mantenemos nuestra identidad
mediante un proceso de posicionamiento constante que implica siempre un componente de
indeterminación, dado que el significado de una interacción concreta está siempre abierto a
interpretaciones alternativas--o, en términos de Gergen (1994) a nuevas formas de
suplementación .

Desde este punto de vista la identidad no emerge de dentro a fuera ni es un logro


exclusivamente individual propio de la maduración personal. El desarrollo de un sentido de
identidad personal es más bien equiparable a la consecución de un sentido de competencia
comunicativa o cultural (Hymes, 1972), es decir, implica (a) aprender a atribuir significado en
términos de las formas de inteligibilidad que caracterizan las prácticas discursivas de la
comunidad de interlocutores de la que uno forma parte y (b) posicionarse (o, en ocasiones, ser
posicionado) en el contexto de tales discursos.

El proceso de desarrollo de la identidad entendido como posicionamiento en el seno de


discursos sostenidos relacionalmente se puede ejemplificar mediante un fragmento de un texto
autobiográfico que analizamos en otro trabajo. Su autor, que se define como homosexual, tras
haber narrado sus dificultades para dar sentido a su identidad sexual en la adolescencia
explica cómo "descubrió" su identidad al llegar a un cierto momento de su vida:

Pero ¡oh milagro!, un día descubres que hay otras personas como tú, con tus mismas
inclinaciones sexuales, y empiezas a relacionarte con ellos. Descubres lentamente otra
realidad, otra forma de ser, otro funcionamiento. ¡Quién sabe por qué!, pero es otra
realidad. Supongo que el hecho de ser diferente y haber vivido el rechazo de la
sociedad, al menos en aquellos años, hace crecer en ti cierta rebeldía hacia el común
de los mortales a partir de la cual todo lo que deseas es ser alguien para que no
puedan tocarte más. Así, entre unas cosas y otras, naces en un mundo donde la
cultura, la intelectualidad, la información, la sensibilidad, el buen vivir, aunque no son la
aspiración última, sí son una forma de vida. Te relacionas con el arte y sus creadores,
con la literatura y sus creadores, con un cierto tipo de personas que viven diferente,
que se cuidan, que se regalan caprichos que nunca en tu familia has vivido. Y
descubres--¡qué curioso!--que los heterosexuales lo desean. Descubres que aquellas
bromas de mal gusto de la infancia, van cambiando hacia una cierta admiración por
quien eres y como vives.

El texto es sumamente sugerente desde muchos puntos de vista, pero aquí me interesa
resaltar especialmente como su autor atribuye el "descubrimiento" de su identidad al
descubrimiento de que hay más personas como él. Así, establecer relaciones con personas
cuyas prácticas conversacionales se sustentan en el discurso de la cultura homosexual (en
palabras del propio autor del texto) le permite re-conocerse, es decir, posicionarse como
miembro de tal comunidad. A partir de este logro relacional desarrolla un sentido de pertenecer
al mundo de una forma particular y, en consecuencia, una visión del mundo acorde con tal
posicionamiento.

La dimensión narrativa de la identidad se superpone a la discursiva y relacional en el


sentido que la existencia implica temporalidad y, en consecuencia, la construcción de la
identidad implica posicionamientos a lo largo del tiempo. Dado que la esencia de la narrativa es
su dimensión temporal, parece obvio asumir que la construcción de la identidad reviste
características narrativas. Las narrativas de identidad implican establecer una relación temporal
entre acontecimientos relevantes. De esta forma, los acontecimientos narrados se hacen
inteligibles gracias a la posición que ocupan en una secuencia o proceso continuo.

Dado que una narrativa es un logro esencialmente lingüístico, la estructura del lenguaje
afecta a la estructura de la identidad. El propio Kelly (1969), ya anticipó esta idea al afirmar,
inspirándose en el trabajo de Korzybski (1933) sobre semántica general, que los términos que
utilizamos para referirnos a las cosas expresan la estructura de nuestro pensamiento y,
especialmente, que aquéllos referidos a nosotros mismos expresan la estructura de nuestra
personalidad. Así, debido a la estructura del lenguaje (al menos de la mayoría de lenguas
indoeuropeas), el self puede dividirse en dos posiciones subjetivas: el YO (o self como autor) y
el MI (o self como personaje). En la construcción de las narrativas de identidad, el YO
construye un espacio análogo y metafóricamente observa al MI moviéndose en ese espacio
(Hermans y Kempen, 1993). Sin embargo esta imagen se complica más cuando se tiene en
cuenta que, como reconoció Bakhtin (1986) desde su posición de teórico y crítico literario, el
YO raramente habla con (o desde) una sola voz. En síntesis la idea bakhtiniana (recogida
posteriormente por John Shotter entre otros) es que, dado que cualquier acto de habla se sitúa
en el contexto de una polifonía de discursos en competencia, siempre incorpora una respuesta
a otros actos de habla reales o imaginados. En ese sentido Bakhtin (1986) afirma que un
discurso (al menos el que incorpora una doble voz) tiene como referente el objeto del habla
pero también los demás discursos sobre dicho objeto.

Siguiendo con el texto que utilizaba como ejemplo en los párrafos anteriores se puede
ilustrar el concepto bakhtiniano de doble voz. Este es el párrafo siguiente al que presentaba
más arriba:

Todo esto puede dar la impresión de un cierto orgullo gay, desprecio de la


heterosexualidad y cosas parecidas. Nada más lejos de mi intención. Simplemente, el
ser gay hace que vivas otro tipo de realidad donde--desconozco el motivo--los intereses
son diferentes, la forma de divertirse es diferente, los cuidados son diferentes. No creo
que sean ni mejor ni peor, pero evidentemente es una realidad vital diferente que acaba
marcando tu tipo de vida. Así, por ejemplo, las visiones de la sexualidad poco tienen
que ver. Dentro del “ambiente”, el sexo pierde todos sus tabúes y se convierte en algo
más de la vida cotidiana. No está manchado, ni es pecaminoso, es un medio más de
expresión, placer y felicidad, como podría serlo un buen vino, un buen viaje o un buen
libro.

Obsérvese como el autor incorpora una doble voz a partir del momento en que afirma
"nada más lejos de mi intención". El referente de esa negación no es sólo la homosexualidad,
sino las posibles voces en competencia con la predominante en su narrativa, que podrían
criticar la visión de la cultura homosexual que él mismo ha dado en el párrafo anterior por
considerarla narcisista, elitista o autosatisfecha. En la misma línea, la estructura de negación
de "(el sexo) no está manchado, ni es pecaminoso" sugiere que se trata de una respuesta a
otra voz en competencia--la que sostiene que sí está manchado y sí es pecaminoso.

En resumen, dado que a todos nos motiva que nuestra versión de los hechos resulte
convincente y que toda narrativa forma parte de una polifonía de posibles competidoras, todas
ellas incorporan en mayor o menor medida mecanismos retóricos para socavar versiones
alternativas y para evitar ser socavadas (Potter, 1996). En este sentido la relación entre una
narrativa y las demás es dialógica, es decir, en general una narrativa es una respuesta a sus
competidoras.

Precisamente este argumento lleva a la conclusión de que las narrativas de identidad


no son un producto exclusivamente individual. Al construir una narrativa de identidad uno está
circunscrito a las formas de inteligibilidad disponibles. Una narrativa de identidad que violase
tales convenciones básicas se consideraría incomprensible. En palabras de Potter (1996, p.
217):

Un relato del pasado se convierte en factual cuando recurre a una forma narrativa que
forma parte de la competencia cultural del lector. Lee la historia y la experimenta como
factual porque se ajusta a sus expectativas narrativas. Parece "correcta", "bien hecha",
"coherente".

Por otra parte, una narrativa ajena a su contexto relacional, aún en el improbable caso
de que fuese comprensible, sería irrelevante para cualquier tipo de práctica discursiva, llevando
a su autor a una posición de ostracismo relacional. Las narrativas de identidad se posicionan
en el seno de una ecología de narrativas, de forma que todos somos a la vez autores de unas y
personajes de otras. Un cambio súbito e inesperado en una de tales narrativas podría llegar a
amenazar el equilibrio que mantiene a todas las demás, como sabe por experiencia cualquier
terapeuta familiar.

Desde este punto de vista, teniendo en cuenta la dimensión relacional de las narrativas
de identidad, potencialmente podemos llegar a desarrollar tantas como relaciones significativas
mantengamos. Tales narrativas no tienen porque formar un todo coherente entre sí, aunque
tampoco tienen porque estar necesariamente fragmentadas.

3. La Génesis Discursiva de los Problema Psicológicos

Los problemas humanos objeto de la psicoterapia (igual que cualquier experiencia


humana) se generan y manifiestan en el seno de prácticas discursivas. A pesar de la
variabilidad interindividual, los problemas psicológicos se pueden concebir como resultado del
bloqueo en los procesos discursivos y relacionales de construcción del significado de la
experiencia y del fracaso de las soluciones intentadas a dicho bloqueo. En otras palabras, tras
la vivencia del problema se encuentra siempre la sensación subjetiva de discontinuidad
biográfica y de ineficacia e impotencia en la consecución de un nuevo sentido de continuidad.
Esta doble dimensión de discontinuidad e impotencia se manifiesta en este texto autobiográfico
de Marta, la cliente con crisis de ansiedad a la que me refería con antelación. En este
fragmento Marta explica su vivencia del problema que le trae a terapia:

Diría que últimamente he relegado mi vida a un plano superficial con un solo y único
objetivo: verme bien, levantarme por la mañana y verme en el espejo de forma
aceptable. No sentir angustia. Esto me ayuda a tener más fuerza. Entonces soy capaz
de olvidar mi obsesión y vivir el trato con los demás como cualquier ser humano. Es
sólo en mi intimidad, en mi rincón, cuando sale la no-aceptación, el rechazo hacia una
visión que detesto, que no acepto y que a la vez califico de estúpida. Es un
pensamiento cíclico, redundante, aniquilador… Mientras mi mente se ocupa en la
obsesión nada más es planteable. Va pasando el tiempo y no hay reacción. Toda
iniciativa se ve detenida por un pensamiento destructivo que me tiene atrapada sin
salida. Es inconsciente pero, a la vez, no puedo hacer nada. Es como si estuviese
atrapada en una red y no me pudiese deshacer. Lo intento, a menudo parezco salir a la
superficie, pero estoy muy bien atada. Un día me aferré y me até tanto que no puedo
salir.

En el texto de Marta se hace evidente que contempla su situación como crítica (en el
sentido de marcar un punto de inflexión regresivo en su narrativa de identidad); el uso de
términos como "cíclico, redundante, aniquilador" así lo sugiere. Por otra parte, su sensación de
impotencia se manifiesta en las líneas finales del texto en que Marta reconoce su sensación de
no poder escapar de la "red" en que ella misma se ha atrapado.

Las posibles causas de dichos bloqueos se relacionan con (a) los procesos de
construcción de la identidad (b) las características estructurales de los sistemas de constructos
de los implicados, resultado de tales procesos, y (c) las características relacionales de tales
sistemas en cuanto que provisores de posiciones subjetivas y prácticas discursivas. Las
etiquetas psicopatológicas, en el mejor de los casos, identifican a grupos de personas que se
caracterizan por su comunalidad en lo antedicho (para una crítica construccionista al uso de
términos psicopatológicos, véase Gergen, Hoffman, y Anderson, 1995). Sin embargo, desde
este punto de vista, la cuestión no es que la gente sea ni tenga un problema, sino que nuestra
situación relativa a un conjunto de recursos para dar sentido a nuestras situaciones y
experiencias nos posicionan en problemas.

Por ejemplo, en un artículo reciente de Caro (1999), la autora se refiere al trabajo de


Chesler (1973) Women and Madness para enfatizar como el origen histórico de la etiqueta
cleptomanía coincidió con la apertura de los primeros grandes almacenes en las principales
capitales europeas a principios del siglo XIX. El anonimato de tales locales facilitaba el hurto
entre todo tipo de clientes. Sin embargo, si éste era cometido por una mujer trabajadora se
consideraba un delito y se la entregaba a la policía. Por el contrario, si el hurto era cometido
por una mujer de la burguesía se consideraba producto de una enfermedad mental (¿cómo
podía llamarse delincuente a una burguesa?), se avisaba a la familia y se la enviaba a casa
tras haber devuelto la mercancía hurtada. Este ejemplo, y las decenas que se recogen en la
literatura crítica sobre psicopatología ilustra el punto con el que iniciaba este apartado, es decir,
que los problemas humanos objeto de la psicoterapia no se pueden concebir como ajenos a las
prácticas discursivas en cuyo seno adquieren significado.

4. La Psicoterapia como Desarrollo de la Inteligibilidad y la


Transformación mediante el Diálogo Colaborativo

La psicoterapia es equiparable a la génesis intencional de significados y narrativas que


puedan transformar la construcción de la experiencia de los clientes mediante un diálogo
colaborativo (Kaye, 1995). La psicoterapia, desde esta perspectiva, no es equiparable a un
tratamiento que un experto administra a un paciente con la finalidad de curarlo de una
enfermedad o disfunción. Más bien se concibe como un contexto conversacional privilegiado en
el que diseñar y contrastar formas de vida más satisfactorias. El cambio terapéutico no se
deriva directamente de la aplicación de una técnica específica, sino de la creación de una
forma particular de relación humana. Las técnicas no hacen nada al cliente; es más bien el
cliente quien hace uso de la técnica si ésta se ofrece en el contexto de una relación terapéutica
facilitadora del cambio.

La conexión entre inteligibilidad, transformación y diálogo deriva de los conceptos


elaborados con anterioridad. Más concretamente, la fuerza generativa y transformativa del
diálogo reside en que éste siempre reviste un componente de indeterminación semántica; es
decir, en palabras de Searle (1992) "en el diálogo o la conversación local cada acto de habla
crea un espacio de posibilidades para actos de habla en respuesta al primero" (p. 8). El
significado que emerge del diálogo lo hace de forma contingente a éste, y no puede ser
previsto. Como mencionaba antes, el concepto sociolingüístico de producciones conjuntas
(véase Ferrara, 1994) se basa en la idea de que las prácticas discursivas no son reducibles a
un intercambio de monólogos, y a que la gente genera el significado dialógicamente al
contribuir activamente a la producción discursiva conjunta. Así, según Shotter (1995) "las
influencias que estructuran nuestras acciones no pueden ser localizadas exclusivamente en
nuestro interior, ni en los demás individuos implicados en la situación, ni en el contexto al
margen de los individuos que lo configuran" (p. 53). En el diálogo los interlocutores negocian el
significado de sus actos de habla de forma contingente a la propia conversación, de modo que
es justamente de este esfuerzo proactivo de suplementación (Gergen, 1994) de donde
emergen la novedad y la fuerza transformativa de las prácticas discursivas dialógicas.

Un diálogo (a diferencia de un debate o una discusión) se caracteriza porque cada


interlocutor se halla inmerso en un intento deliberado de aprender y entender al/los otro/s,
negociando el significado mediante el uso del lenguaje. Se basa en una postura de escucha
generosa y de investigación colaborativa. La premisa raíz del diálogo es que en toda situación
hay múltiples perspectivas válidas, incluyendo la propia, mientras que la del debate es que en
toda situación existe sólo una perspectiva correcta: la propia. La meta del diálogo es
comprender al otro desde su punto de vista (comprender no significa estar de acuerdo). La
meta del debate, por el contrario, es ganar, tener razón, vender, persuadir o convencer al otro.
La actitud propia del diálogo es de curiosidad y apertura, suspensión del prejuicio, identificación
y suspensión de las presuposiciones y escucha activa. La del debate, a su vez, es de
evaluación y crítica, prejuicio, y está basada en presuposiciones y en una postura confrontativa.

Como paso previo a la elaboración de las implicaciones de la visión constructivista,


relacional y discursiva del diálogo como generador de la inteligibilidad y transformación en
psicoterapia, me detendré un momento a considerar algunos de los puntos básicos en que esta
visión discrepa de las formulaciones clásicas de las terapias cognitivas y sistémicas (las más
citadas como próximas al pensamiento narrativo y constructivista).

4.1. Constructivismo y Terapias Sistémicas: de la Pragmática a la Semántica

Las distintas escuelas de Terapia Familiar Sistémica (TFS) se apoyan en una


epistemología rica, aunque no siempre homogénea debido a que algunos de sus conceptos
básicos provienen de ámbitos relativamente independientes. Esta epistemología se nutrió
inicialmente de tres fuentes; (a) la Teoría General de Sistemas (von Bertalanffy, 1954), (b) la
Cibernética (Wiener, 1948) y (c) la Teoría de la Comunicación (Watzlawick, Beavin, y Jackson,
1967). Además, los conceptos procedentes de enfoques evolutivos (p.e., Haley, 1981) y
estructurales (p.e., Minuchin, 1974) resultan claves para la concepción sistémica de la familia.
La resultante de estas aportaciones teóricas aplicadas a la psicoterapia familiar constituye el
denominador común de la TFS.

El desarrollo y maduración de la epistemología sistémica en terapia familiar dio lugar a


la emergencia del constructivismo como tendencia que se manifiesta con fuerza creciente en
publicaciones, congresos y prácticas psicoterapéuticas familiares. El uso del término
constructivismo (y su vinculación al interés por las narrativas en terapia familiar) arranca de las
propias raíces de la terapia sistémica. Keeney y Ross (1985), por ejemplo, utilizan el término
para referirse a la afirmación de que “el observador participa en la construcción de lo
observado” (p. 24). Esta afirmación constituye el núcleo de los planteamientos de autores como
Humberto Maturana, Francisco Varela, Heinz von Foerster, Ernst von Glaserfeld, Paul
Watzlawick, o Gregory Bateson, quien ya en 1972 afirmaba que:

Creamos el mundo que percibimos, no porque no exista una realidad externa (…) sino
porque seleccionamos y remodelamos la realidad que vemos para conformarla a
nuestras creencias acerca de la clase de mundo en el que vivimos. (Bateson, 1972, p.
7).

También la cibernética, especialmente la de segundo orden, se inspira en una postura


epistemológica constructivista. Mientras la cibernética de primer orden se basaba en la premisa
de que el sistema observado podía considerarse separado del observador la de segundo orden
enfatiza el rol del observador en la construcción de la realidad observada. De ahí que la
realidad no se conciba como independiente de los procesos de organización del observador.
En este sentido, la coherencia epistemológica con los postulados del constructivismo es
evidente (véase Botella, 1995, para una discusión de las bases epistemológicas
constructivistas de diferentes teorías psicológicas contemporáneas).

El interés por el constructivismo en terapia sistémica ha sido documentado


ampliamente. Por ejemplo, el monográfico de Marzo de 1982 de Family Process estuvo
dedicado a una serie de críticas epistemológicas a la terapia familiar sistémica que invocaban
el constructivismo de la obra de Bateson. El monográfico de Septiembre/Octubre de 1988 de
The Family Therapy Networker llevaba el provocador lema de ¡Llegan los constructivistas! y en
él aparecían contribuciones de algunas figuras capitales del constructivismo en terapia familiar,
tales como Karl Tomm, Steve de Shazer, Carlos Sluzki o Lynn Hoffman. Resulta significativo
que una de las obras que marca la maduración del constructivismo como epistemología
aplicada a la clínica (Neimeyer y Mahoney, 1995) incluya una sección sobre perspectivas
sistémicas y psicosociales con contribuciones de Jay Efran, David Epston, Michael White y
Guillem Feixas--precisamente este último ha sido uno de los pioneros de la exploración de la
conexión entre constructivismo y sistémica en español (véase por ejemplo Feixas, 1991).

También uno de los monográficos de 1991 de la Revista de Psicoterapia (nº 6-7)


dedicado a la terapia sistémica evidencia el giro constructivista en artículos de autores como
Harlene Anderson, Harold Goolishian, Harry Procter o Valeria Ugazio. El trabajo de esta última
es un excelente ejemplo de la tendencia que parece seguir la terapia familiar sistémica
recientemente: la relativa desvinculación de la Teoría General de Sistemas y la adopción de
conceptos basados en el construccionismo social. En este sentido, el título de la obra de
McNamee y Gergen (1992) resulta clarificador: La Terapia como Construcción Social. Esta
perspectiva, asociada a posturas posmodernas en la práctica terapéutica y en la reflexión
intelectual, implica la redefinición de la psicoterapia como la génesis relacional de significados
mediante un diálogo colaborativo.

La reivindicación de la dimensión semántica en la compresión de la interacción humana


se puede considerar una reacción a la lectura excesivamente pragmática de la terapia
sistémica en su primera época. Por otra parte, el rechazo de los conceptos mecanicistas
subyacentes a la Teoría General de Sistemas y el re-descubrimiento de la importancia de la
dimensión histórica, narrativa y lingüística en terapia sistémica responden quizá a las mismas
causas. Este giro discursivo, semántico y narrativo es propio de toda la psicología
contemporánea y, como documentábamos en otro lugar (Botella y Feixas, 1998), ha sido
destacado por autores como Bruner (1990) en su denuncia al paradigma del procesamiento de
la información por haber descuidado lo que es más característicamente humano de tal proceso;
la atribución de significado a dicha información.

Como era de esperar, tal redefinición no ha despertado un entusiasmo unánime entre


los terapeutas familiares, y algunos de ellos (por ejemplo Jay Haley o Salvador Minuchin) se
oponen a la postura posmoderna constructivista/narrativa por lo que ellos entienden que tiene
de excesivamente igualitaria en cuanto a la difusión del poder del terapeuta. En este sentido,
como afirman Feixas y Miró (1993) citando a Anderson y Goolishian (1988), es posible que el
modelo sistémico se encuentre

… en una encrucijada entre aquellos que entienden la organización familiar en términos


de alianzas de poder y conductas encadenadas funcionalmente y los que consideran la
familia como un sistema de creencias compartido en el cual tiene sentido el síntoma.
(p. 283).

4.2. Constructivismo y Terapias Cognitivas: El Asedio a la Fortaleza


Cartesiana

Las terapias cognitivas han experimentado su propia evolución en la revolución como


consecuencia, en muchos casos, del asedio posmoderno a los planteamientos excesivamente
simplistas, mecanicistas e intrapsíquicos que las caracterizaban en los años 70. En este trabajo
tomaremos como ejemplo de este asedio las críticas, algo sobregeneralizadas pero
demoledoras, de Kenneth Gergen desde su posicionamiento construccionista posmoderno a
algunas de las bases de la psicología (y psicoterapia) cognitiva de las primeras generaciones.
En concreto, consideraremos dos de las afirmaciones más populares en las primeras
formulaciones del modelo cognitivo: (a) no son los hechos los que nos afectan, sino el
significado personal atribuido a ellos (véase Beck et al., 1979), y (b) el organismo humano está
compuesto por una serie de subsistemas relacionados entre sí (afectivo, comportamental,
fisiológico y cognitivo) y es el cognitivo el que regula los demás en función del significado
personal que otorga a la información que recibe (véase Beck, Emery, y Greenberg, 1985).

Siguiendo los argumentos de Gergen (1994), cabe plantearse lo siguiente en cuanto a


la afirmación (a): si bien puede parecer una idea innegable y casi de sentido común, seguirla
hasta sus últimas consecuencias lleva a una visión del mundo solipsista e irresponsable en
extremo. Esta visión legitima afirmaciones tan monstruosamente ridículas como por ejemplo
que, a las víctimas de la limpieza étnica serbia no es la violencia lo que le afecta, sino el
significado que le atribuyen a ésta. Si seguimos la noción cognitiva de que lo que determina
nuestras emociones y acciones no es el mundo, sino nuestras cogniciones sobre el mundo, el
mundo en sí deja de ser objeto de interés—ni terapéutico, ni ético, ni político, ni social, ni
científico. Es cierto que la crítica de Gergen se basa en un dualismo cognición/realidad muy
poco posmoderno, pero se tiene que entender como reducción al absurdo del razonamiento
cognitivo.

Obsérvese que dicha crítica no se aplica a los planteamientos constructivistas que


consideren que la realidad y sus construcciones son la misma cosa. Por tanto, elegir como
objeto de conocimiento las prácticas sociales que configuran (y son configuradas por) las
prácticas discursivas de construcción de la realidad es estudiar la realidad. Dicho de otra forma,
si se abandona el dualismo cognición/realidad, estudiar las prácticas sociales y discursivas de
legitimación del uso de términos tales como limpieza étnica en lugar de lisa y llanamente
genocidio (empleando el ejemplo anterior) es estudiar el genocidio, dado que, extendiendo los
argumentos post-estructuralistas, se postula que el estatus ontológico del genocidio deriva de
las prácticas discursivas que lo posibilitan y legitiman. En cierto sentido, hay muchas maneras
de eliminar a un grupo étnico; las balas y las deportaciones masivas son una, pero la
legitimación discursiva de su uso es casi igual de letal.

Por otra parte, la afirmación (b) que postula la primacía cognitiva nos lleva de inmediato
a uno de los problemas que ha hecho verter ríos de tinta a psicólogos cognitivos y
epistemólogos en general (véase, por ejemplo, Kornblith, 1985): el problema del origen de la
cognición (¿de dónde provienen los esquemas, constructos, conceptos o como quiera
llamárselos?, ¿cómo se pasa de ver un animal determinado a deducir que es un perro? ¿cómo
pueden los términos que utilizamos tener un estatus ontológico ajeno a ellos mismos si la
propia naturaleza de lo que llamamos realidad depende de su cognición?). Si se postula un
sujeto cognoscente en una situación de soledad epistemológica, como es el caso cuando se
concibe la cognición como un producto intrapsíquico individual, resulta imposible responder a
tal interrogante. Afirmar que un concepto (por ejemplo, perro) proviene de un concepto
evolutivamente anterior (por ejemplo, guau-guau) o lógicamente supraordenado (por ejemplo,
animal) sólo nos lleva a un ciclo sin fin en el que la pregunta puede seguir planteándose ad
nauseam. Dicho en otros términos, un niño abandonado en una isla desierta (en el improbable
caso de que lograse sobrevivir) podría pasarse toda su vida contemplando una palmera y no
llegar nunca a deducir que es una palmera. Gergen (1994) acierta al afirmar que el origen de la
cognición no puede entenderse ni explicarse sin hacer referencia a la cultura, la interacción y el
lenguaje. Sin embargo, exagera el argumento cognitivo, pues psicólogos cognitivos como
Nisbett y Ross (1988) aceptan el origen cultural de las teorías personales y el origen
interaccional de ciertos sesgos de razonamiento.

Obsérvese, de nuevo, que esta crítica no se aplica a las posturas constructivistas más
ajenas a los argumentos cognitivos ortodoxos. Tales posturas han incorporado
tradicionalmente el reconocimiento del papel constitutivo del lenguaje, la cultura y la interacción
en la construcción del conocimiento. Por citar dos ejemplos, como decía antes Kelly (1969)
reconoce la inspiración del trabajo de Korzybski (1933) sobre semántica general al afirmar que los
términos que utilizamos para referirnos a nosotros mismos expresan la estructura de nuestra
personalidad. El desarrollo de dichas estructuras depende de un proceso de validación
inevitablemente interpersonal, es decir, de la compatibilidad percibida entre nuestras
anticipaciones y el resultado de nuestras acciones. Justamente en esta intersubjetividad reside la
dimensión social, discursiva y cultural de los constructos que utilizamos, aunque su uso pueda ser
personal e incluso idiosincrásico. Estos constructos forman parte de narrativas y discursos
sostenidos relacionalmente en los que las personas se posicionan utilizándolos de tal forma que
acaban sintiéndolos como suyos.

Por otra parte, si bien Maturana y Varela (1987) defienden la idea de que el
establecimiento de una distinción es una operación del observador, también manifiestan que todo
lo que se dice, se dice desde una tradición. En este sentido, el conocimiento no es ni subjetivo ni
objetivo, sino participativo, es decir, producto de nuestra participación en comunidades lingüísticas
unidas por una forma común de trazar distinciones.

Críticas como las antedichas han llevado a las psicoterapias cognitivas a superar su
racionalismo cartesiano inicial y a buscar inspiración en la epistemología constructivista
(aunque algunos autores prefieran denominarla post-racionalista). La confluencia en la
evolución sistémica y cognitiva hacia posicionamientos discursivos, narrativos, constructivistas
y/o construccionistas constituye un panorama enormemente fructífero para explorar
posibilidades de integración entre enfoques compatibles. Una de tales posibilidades, que
venimos desarrollando en el Grupo de Investigación sobre Constructivismo y Procesos
Discursivos de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación Blanquerna (Universidad
Ramon Llull) es la que presento a continuación.

4.3. La Terapia como Diálogo Colaborativo: Estrategias y Técnicas

De acuerdo con la concepción de los problemas psicológicos y de la psicoterapia que


presento en este trabajo, mis principales objetivos terapéuticos al trabajar con mis clientes
sobre la base de la creación de un diálogo colaborativo son (a) ayudarles a introducir cambios
significativos en cualquier dimensión de sus narrativas de forma que éstas reaviven su función
de marcos relacionales para la búsqueda de nuevas posibilidades y significados alternativos
que amplíen sus posibilidades de elección e iniciativa, y (b) ayudarles a hacerse conscientes de
la propia naturaleza discursiva, narrativa y relacional de la experiencia humana, con la finalidad
última de fomentar no una “sustitución” sino una “trascendencia narrativa” (Gergen y Kaye,
1992). Tales objetivos se resumen en la afirmación de Mook (1992) de que las personas que
acuden a terapia necesitan dos cosas: inteligibilidad y transformación.

Más concretamente, a continuación describo algunos de los procesos que me parecen


importantes en psicoterapia (véase también Botella, 1999), no sin advertir que lo que considero
fundamental es su objetivo, no la forma concreta de intentar alcanzarlo. Así, he incluido
algunos detalles sobre algunas de las técnicas que empleo más a menudo, pero todas ellas
podrían ser reemplazadas por otras que cumplan la misma función, tanto si se han descrito en
la literatura como si responden a la creatividad del terapeuta.

Elicitación de las narrativas dominantes mediante el diálogo terapéutico o técnicas


como la autocaracterización y la Rejilla de constructos personales (Botella y Feixas, 1998;
Feixas, Procter, y Neimeyer, 1993; Kelly, 1955/1991), las preguntas circulares (Selvini-
Palazzoli, Boscolo, Cecchin, y Prata, 1980), y el uso de documentos escritos tales como cartas,
diarios o autobiografías (Botella y Feixas, 1993; White y Epston, 1980).

Fomento de la emergencia de narrativas subdominantes: Afortunadamente, como se


afirma desde el construccionismo social, ningún discurso es del todo monolítico. Dicho de otra
forma, para cada narrativa dominante existe otras voces y otros discursos subyacentes,
acallados, minusvalorados, subyugados, sometidos, desacreditados, menoscabados o
subdominantes. Son las voces discordantes de las excepciones, del desacuerdo; son las
pequeñas grietas que, debidamente ensanchadas en el diálogo terapéutico, pueden permitir la
entrada de aire fresco en el ambiente viciado de la narrativa dominante estancada.
Actualmente encuentro que la forma más significativa para el cliente de dar voz a esas
narrativas subdominantes es que provengan de su propio discurso. En este sentido, utilizo
formas de conducción de la conversación terapéutica tales como centrarme en soluciones (de
Shazer, 1985; Hudson O’Hanlon y Weiner-Davis, 1989), la externalización del problema y la
identificación y exploración detallada de los acontecimientos extraordinarios (White y Epston,
1980), estrategias de aflojamiento o rigidificación narrativa y de inducción del rol de observador
(Botella y Feixas, 1998), y en general cualquier estrategia que conduzca a la deconstrucción y
reconstrucción de los discursos narrativos dominantes. La tarea no resulta fácil en algunos
casos, dado que debido precisamente a la necesidad de dotar de inteligibilidad a su narrativa y
de hacerla convincente, la mayoría de las historias que los clientes narran en terapia ocultan
cuidadosamente sus condiciones de producción, presentándose como la única opción posible.
En algún caso, también el papel del equipo de supervisión resulta clave en cuanto a la génesis
de narrativas alternativas, especialmente si se utilizan recursos técnicos como el equipo
reflexivo (véase Andersen, 1991) o el uso de material escrito como forma de comunicación con
el cliente.

Validación de las narrativas alternativas: Tras haber accedido a dichas narrativas


subdominantes y haberlas convertido en figura (en lugar de fondo) prestándoles la atención
que merecen, el proceso continúa mediante su validación en contextos relacionales diferentes
y más amplios que el original. Este es un punto delicado y vital; en demasiadas ocasiones he
visto como terapeutas inexpertos desaprovechaban la oportunidad de validar una visión
alternativa a la narrativa dominante de sus clientes por estar prestando más atención al
problema que a las excepciones. En principio, mediante la co-construcción fomentada por el
diálogo terapéutico y el uso de instrumentos tales como la técnica de la moviola (véase
Guidano, 1995), la técnica de la pregunta curiosa (White y Epston, 1980), o las estrategias de
cambio propuestas desde la teoría de los constructos personales (Botella y Feixas, 1998)
intento resaltar los aspectos de la narrativa subdominante más ligados, entre otras cosas, a la
iniciativa activa, la forma narrativa progresiva, el nivel de conciencia narrativo reflexivo y una
mayor apertura a alternativas.

Práctica de las narrativas alternativas mediante el uso de tareas o prescripciones post-


sesión. La finalidad de esta fase es la de resaltar la utilidad de la nueva narrativa no sólo como
marco de comprensión del pasado, sino como fuente de acciones futuras.

Fomento de la reflexividad: Mi intención en esta fase es que el cliente se haga


consciente de hasta qué punto ha sido capaz de reavivar sus procesos discursivos de
atribución de significado a la experiencia precisamente al hacerse consciente de su propia
discursividad. En esta fase acostumbro a pedir a los clientes o familias que redacten una
narrativa sobre su historia en la terapia, dado que ello contribuye a externalizar su capacidad
de cambio y los factores que han contribuido a ella. Por otra parte, dado que no planteo el cese
de la relación terapéutica desde la metáfora del duelo, sino desde la del ritual de paso (véase
Epston y White, 1995), tales narrativas me resultan sumamente útiles en cuanto a la
especificación de los logros de mis clientes como consecuencia de dicho “tránsito”.

Durante todo el proceso terapéutico, mi intento es que se produzca una


interfecundación dialógica. Más concretamente, un análisis conversacional que incorpore los
conceptos teóricos elaborados a lo largo de este trabajo lleva a la conclusión de que la
conversación terapéutica es solo una de entre una ecología de conversaciones relevantes para
terapeuta y cliente, y que en ninguno de los casos se trata de algo tan simple y lineal como dos
personas intercambiando información. Así, además del diálogo terapéutico, deberíamos tener
en cuenta las conversaciones del cliente con otras personas relevantes (en las que se sustenta
su sentido de identidad) y sus conversaciones consigo mismo (en las que se genera el sentido
de reflexividad). En mi opinión, las transformaciones propias de la terapia tienen lugar en la
tierra de nadie que constituye la intersección de todas esas conversaciones relevantes. En
palabras de Gergen y Kaye (1992):

Una historia no es simplemente eso. En sí misma también es una forma de acción


situada que provoca efectos. Actúa de forma que crea, mantiene o altera un mundo de
relaciones sociales. En este sentido, no basta con que cliente y terapeuta negocien una
nueva forma de comprensión que parezca mejor. Lo que está en juego primordialmente
no es su relación. La cuestión es si los nuevos significados serán útiles en la esfera
social externa a esos confines. ¿Qué formas de acción fomentan? ¿Qué juegos de
lenguaje engendran, facilitan o mantienen? (p. 178).
Una Historia a Modo de Epílogo

Mi hijo Nacho, a sus tres años, tenía una mascota de peluche de la que era
inseparable: su loro Paco. Dormía con él, lo llevaba de viaje, le servía para consolarse de la
ajetreada vida propia de su edad. Desgraciadamente, un día se cumplió el vaticinio budista de
que todo lo que existe es impermanente y Paco desapareció olvidado en la oficina de una
entidad bancaria. Salvamos la noche (relativamente) explicándole a Nacho que Paco se había
quedado a dormir en casa de un amigo suyo. A la mañana siguiente recorrí Barcelona entera
(¡lo juro!) buscando un loro de peluche igual que Paco—que, por desgracia, provenía de una
tienda de Tenerife. Imposible. Puedo asegurar que vi animales de peluche con los que nunca
hubiese imaginado que un niño se pudiese encariñar, desde dobermans con aspecto de
asesinos en serie hasta peludas tarántulas amazónicas… pero nada de alegres loros
multicolores con la forma y el tamaño de Paco. De hecho, yo mismo empezaba a experimentar
síntomas de duelo por el loro. A base de tanto buscarlo, su pérdida parecía más irreparable de
lo que había imaginado. Cuando ya desesperaba y regresaba abatido y preparado para
contener el llanto amargo del doliente Nacho, encontré en una juguetería al lado de casa un
pingüino con la misma forma y tamaño que Paco sólo que, claro, blanco y negro. Lo compré, lo
escondí bajo un almohadón y le expliqué a Nacho que su lorito había ido a ver a unos primos
del Polo Norte y se había quedado a dormir allí. Paco había rechazado irreflexivamente una
manta que le ofrecían para dormir en el iglú, y de tanto frío como había pasado había perdido
sus colores tropicales y se había quedado todo blanco. Ahora había vuelto a casa, pero le daba
tanta vergüenza que Nacho lo viese de color blanco que se había escondido bajo el
almohadón. Al levantarlo, Nacho estalló en risas de sorpresa y alegría al encontrar a Paco
transmutado en pingüino. Desde entonces, según la perspectiva de Nacho, Paco pertenece a
una especie ornitológica peculiar: los loropingus.

Cada vez que rememoro esta experiencia le descubro nuevos significados e


implicaciones, pero en este caso quiero resaltar dos: (1) en la vida no nos basta con un nuevo
peluche, necesitamos una nueva historia, y (2) la credibilidad de algunas historias no depende
sólo de su verosimilitud, sino del amor con que se narran. Puede ser que la condición
posmoderna nos haya hecho conscientes de la transitoriedad de nuestros "peluches" favoritos,
pero también nos ha revelado el poder constitutivo de las narrativas de las que éstos forman
parte. Así mismo, puede que nos haya hecho ver que el fundamento de nuestras creencias no
reside en una Verdad Absoluta que las garantice, despertándonos del sueño de la razón
ilustrada (el que, según Goethe, "produce monstruos"). Con todo, nos ha resituado en el
dominio de lo que es más esencialmente humano: las relaciones que constituimos entre
nosotros y las realidades (con minúscula) contingentes a nuestras prácticas discursivas.
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