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FAREED ZAKARIA
Democracia y libertad
Desde los tiempos de Herodoto, la democracia ha significado, en primer lugar y ante todo, el
gobierno del pueblo. Este concepto de la democracia como un proceso de selección de los
gobiernos, expresada por estudiosos que van desde Alexis de Tocqueville a Joseph Schumpeter y
Robert Dahl, es el que normalmente usan los sociólogos. En The third wave, Samuel P.
Huntington explica el motivo: “Las elecciones, abiertas, libres y justas son la esencia de la
democracia, el inevitable sine qua non. Los gobiernos producidos por elecciones pueden ser
ineficaces, corruptos, miopes, irresponsables, dominados por intereses creados e incapaces de
adoptar la política que exige el bien público. Esas cualidades hacen que tales gobiernos sean
indeseables pero no los hacen dictatoriales. La democracia es una virtud pública, no la única, y la
relación de la democracia con otras virtudes y vicios públicos sólo puede entenderse si se distingue
claramente la democracia de las otras características de los sistemas políticos”.
Esta definición está también de acuerdo con la visión lógica del término. Si un país mantiene
elecciones competitivas y pluripartidistas, lo llamamos democrático. Cuando aumenta la
participación pública en la política, por ejemplo gracias a la concesión de derechos políticos a la
mujer, se le considera más democrático. Por descontado, las elecciones deben ser abiertas y justas, y
esto requiere alguna protección para la libertad de expresión y de reunión. Pero ir más allá de esta
definición minimalista y calificar de democrático a un país sólo si garantiza un amplio catálogo de
derechos sociales, políticos, económicos y religiosos convierte la palabra “democracia” en una
enseña de honor más que en una categoría descriptiva. Después de todo, Suecia tiene un sistema
económico que, según mantienen muchos, coarta los derechos de propiedad individuales; Francia,
hasta hace poco, mantenía un monopolio estatal de la televisión, y Gran Bretaña posee una religión
establecida. Pero todas ellas son clara y visiblemente democracias. Hacer que democracia
signifique, subjetivamente, “un buen gobierno” es analíticamente inútil.
Soberanía absoluta
John Stuart Mill inició su clásica obra Sobre la libertad destacando que, al tiempo que los países
se hacían democráticos, la gente tendía a creer “que se ha concedido demasiada importancia a las
limitaciones del propio poder. Aquello (…) fue una respuesta contra gobernantes cuyos intereses se
oponían a los del pueblo”. Cuando los pueblos se hicieron cargo de sí mismos, la precaución fue
innecesaria. “La nación no necesitó protegerse de su propia voluntad”. Como si fuera una
confirmación de los temores de Mill, hay que considerar las palabras de Alexandr Lukashenko
después de ser elegido presidente de Bielorrusia por una mayoría aplastante en unas elecciones
libres celebradas en 1994, cuando le preguntaron sobre una limitación de sus poderes: “No habrá
dictadura. Soy del pueblo y voy a estar a favor del pueblo”.
La tensión entre el liberalismo constitucional y la democracia se centra en el alcance de la autoridad
gubernamental. El liberalismo constitucional se centra en la limitación del poder, la democracia en
su acumulación y uso. Por esta razón, muchos liberales de los siglos XVIII y XIX vieron en la
democracia una fuerza que podría minar la libertad. James J. Madison explicaba en El federalista
que “el peligro de opresión” en una democracia procedía de “la mayoría de la comunidad”.
Tocqueville advertía contra “la tiranía de la mayoría” y escribía: “La propia esencia del gobierno
democrático consiste en la absoluta soberanía de la mayoría.”
La tendencia de los gobiernos democráticos a creer que tienen soberanía (es decir, poder) absoluta
puede dar origen a la centralización de la autoridad, a menudo por medios extraconstitucionales y
con resultados siniestros. A lo largo del último decenio, gobiernos elegidos que pretenden
representar al pueblo han usurpado sistemáticamente los poderes y derechos de otros elementos de
la sociedad, usurpación que es tanto horizontal (de otras ramas del gobierno nacional) como vertical
(de autoridades regionales y locales, así como de empresas privadas y otros grupos no
gubernamentales). Lukashenko y el peruano Alberto Fujimori son sólo los peores ejemplos de esta
práctica. (Aunque las acciones de Fujimori –disolver el Congreso y suspender la Constitución entre
otras– hacen difícil llamar democrático a su régimen, merece la pena advertir que ganó dos
elecciones y que ha sido extraordinariamente popular hasta hace poco.) Incluso un reformador de
buena fe como Menem ha dictado cerca de trescientos decretos presidenciales en sus ocho años de
presidencia, tres veces más que todos los presidentes argentinos anteriores juntos, desde 1853.
Askar Akayev, presidente de Kirguizia, elegido por un sesenta por cien de los votantes, propuso
ampliar sus poderes en un referéndum que se aprobó con facilidad en 1996. Entre sus nuevas
atribuciones figura el nombramiento de todos los altos funcionarios excepto el primer ministro,
aunque puede disolver el Parlamento si éste rechaza a tres de los que él proponga para ese puesto.
La usurpación horizontal, habitualmente por presidentes, es más visible, pero la usurpación vertical
es más común. En los tres últimos decenios, el gobierno indio ha disuelto sistemáticamente las
asambleas de diversos Estados con endebles razones, colocándolos bajo la autoridad directa de
Nueva Delhi. En una actuación menos llamativa pero típica, el gobierno elegido de la República
Centroafricana puso fin recientemente a la tradicional independencia de su sistema universitario,
haciéndolo parte del aparato de Estado central.
La ruta norteamericana
Un tratadista norteamericano viajó recientemente a Kazajstán en una misión patrocinada por el
gobierno de Estados Unidos, con el fin de ayudar al nuevo Parlamento a redactar sus leyes
electorales. Su homólogo, miembro destacado del Parlamento kazajo, desechó las muchas opciones
que el experto norteamericano indicaba y dijo enfáticamente: “Queremos que nuestro Parlamento
sea exactamente como su Congreso”. El tratadista se sintió horrorizado y recordaba más tarde:
“Intenté decir algo que no fueran las tres palabras que me acudieron impetuosamente a la mente: no
lo hagan”. Este punto de vista no es insólito. Los norteamericanos que se ocupan de la democracia
tienden a ver su propio sistema como un torpe artilugio que ningún otro país debe imitar. De hecho,
la adopción de ciertos aspectos de su marco constitucional podría mejorar muchos de los problemas
asociados con la democracia no liberal. La idea que late tras la Constitución de Estados Unidos, que
es el temor a la acumulación de poder, es tan pertinente ahora como lo era en 1789. Kazajstán, por
su parte, se sentiría muy bien servido con un Parlamento fuerte –como el Congreso
norteamericano– para controlar el insaciable apetito de su presidente.
Es extraño que EEUU sea tan a menudo el defensor de elecciones y democracias plebiscitarias en el
extranjero. Lo característico de su sistema no radica en lo democrático que es, sino más bien en lo
antidemocrático que es, por disponer, como lo hace, de múltiples cortapisas a las mayorías
electorales. De sus tres ramas de gobierno, una –posiblemente la suprema– está encabezada por
nueve hombres y mujeres no elegidos en un puesto vitalicio. Su Senado es la cámara alta menos
representativa del mundo, con la única excepción de la Cámara de los Lores británica, que no tiene
poderes. (Cada Estado envía dos senadores a Washington sin su población: los 30 millones de
personas de California tienen tantos votos en el Senado como los 3,7 millones de Arizona, lo que
significa que unos senadores que representan cerca del 16 por cien del país pueden bloquear
cualquier ley que se presente.) De modo semejante, en las asambleas legislativas de todo EEUU, lo
llamativo no es el poder de la mayoría, sino el de las minorías. Para contrarrestar aún más el poder
nacional, los Estados y gobiernos locales son fuertes y combaten duramente cada intrusión federal
en su campo. Las empresas privadas y otros grupos no gubernamentales, a los que Tocqueville
llamó asociaciones intermedias, componen otro estrato de la sociedad.
El sistema norteamericano se basa en una concepción declaradamente pesimista de la naturaleza
humana, según la cual no se puede confiar el poder a las personas. “Si los hombres fueran ángeles –
según la famosa frase de Madison– ningún gobierno sería necesario”. El otro modelo de gobierno
democrático en la historia occidental se basa en la Revolución Francesa. El modelo francés pone su
fe en la bondad de los seres humanos. Puesto que el pueblo es la fuente del poder, éste debe ser
ilimitado para que pueda crear una sociedad justa. (La Revolución Francesa, como observó lord
Acton, no trata de la limitación del poder soberano, sino de la abrogación de todos los poderes
intermedios que se le colocan delante.) La mayoría de los países occidentales ha adoptado un
modelo francés –en pequeña medida porque a las elites políticas les gusta la perspectiva de dar más
poder al Estado, ya que esto equivale a darse más poderes a sí mismas– y la mayoría ha sufrido
paroxismos de caos, tiranía o incluso ambos. Esto no debe sorprender. Después de todo, desde su
revolución, la propia Francia ha pasado por dos monarquías, dos imperios, una dictadura
protofascista y cinco repúblicas.9
Debe acometerse la labor intelectual de
recuperación de la tradición liberal
constitucional, clave de la experiencia
occidental y del desarrollo del buen gobierno
en todo el mundo
Las culturas varían, y sociedades diferentes requieren diversas formas de gobierno. No se trata, por
ello, de adoptar totalmente el modelo norteamericano, sino de tener en cuenta otra concepción de la
democracia liberal. Antes de adoptar nuevas políticas debe acometerse la labor intelectual de
recuperación de la tradición liberal constitucional, clave de la experiencia occidental y del
desarrollo del buen gobierno en todo el mundo. El progreso político en la historia occidental ha sido
el resultado de un creciente reconocimiento, a lo largo de los siglos, de que, como expresa la
Declaración de independencia, los seres humanos tienen “ciertos derechos inalienables” y que “para
garantizar estos derechos se instituyen los gobiernos”. Si una democracia no preserva la libertad y la
ley, poco consuelo es que sea una democracia.
Notas:
1. Roger Kaplan, ed. Freedom around the world, 1997, Nueva York: Freedom House 1997,
págs. 21-22. El examen clasifica a los países en dos escalas de siete puntos, en cuanto a
derechos políticos y libertades civiles (lo más bajo es mejor). He considerado a todos los
países con una gradación combinada de entre cinco y diez para la democratización. Los
números de porcentaje se basan en los números de Freedom House, pero en el caso de
ciertos países no me he adherido estrictamente a sus clasificaciones.‘ Aunque el Informe es
un extraordinario logro –amplio e inteligente–, su metodología compara ciertos derechos
constitucionales con procedimientos democráticos, lo que confunde los asuntos.
2. Freedom in the World: The Annual Survey of Political Rights and Civil Liberties, 1992-93,
Freedom in the World, 1989-90.
3. El término “liberal” se utiliza aquí en su antiguo sentido europeo, que actualmente se suele
llamar liberalismo clásico. En Estados Unidos ha llegado a significar hoy algo muy distinto,
es decir la política que defiende el Estado benefactor moderno.
4. Indonesia, Singapur y Malasia son ejemplos de autocracias liberalizantes, mientras Corea
del Sur, Taiwán y Tailandia son semidemocracias liberales. Ambos grupos, sin embargo, son
más liberales que democráticos, lo cual es también cierto en lo que respecta a la única
democracia liberal de la región: Japón. Papúa Nueva Guinea y, en menor medida, Filipinas,
son los únicos ejemplos de democracia no liberal de Asia oriental.
5. Larry Diamond, “Democracy in Latin America”, en Tom Faren, ed., Beyond sovereignty:
collectively defending democracy in a world of sovereign States. Baltimore, Johns Hopkins
University Press, 1996, pág. 73.
6. Myron Weiner, “Empirical democratic theory”, en Myron Weiner y Ergun Ozbudun, eds.
Competitive Elections in Developing Countries, Durham: Duke University Press, 1987, pág.
20. Realmente hay democracias en el Tercer Mundo que no son antiguas colonias británicas,
pero la mayoría lo fueron.
7. Véase Arthur Schlesinger, New viewpoints in American History, Nueva York: Macmillan,
1922, págs. 220-240.
8. Véase Alvin Rabushka y Kenneth Shepsle, Politics in plural societies: A theory of
democratic instability, Columbus: Charles E. Merrill, págs. 62-92; Donald Horowitz:
“Democracy in divided societies”, en Larry Diamond y Mark F. Plattner eds. Nationalism,
ethnic conflict and democracy, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1994, págs
35-55.
9. Véase Bernard Lewis, “Why Turkey is the only muslim democracy”, Middle East Quarterly,
marzo de 1994, págs. 47-48.
Link: http://www.politicaexterior.com/articulos/politica-exterior/el-surgimiento-de-las-democracias-
no-liberales/