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El otro día quedé con uno de estos seres de luz para tomar unos vinos.
Teníamos infinitas ganas de vernos y muchos temas de conversación
pendientes. Hablamos de trabajo, de proyectos, de artículos que habíamos
leído, de cosas que habíamos escrito. Nos aconsejamos libros y otras
lecturas más ligeras. Hablamos de nuestras casas. De gatos. De hijos. De
aquel documental de Joan Didion y de la charla de Virginie
Despentes. De organizar planes de cara a la primavera. Hablamos de
todo. Pensé, una vez más, en la suerte que tengo de estar rodeada de
personas tan enriquecedoras. Entre todo esto, hubo un momento en el que
hablamos de nuestras parejas. Y a partir de ahí, nuestras parejas coparon
al 100% nuestra conversación.
A otra amiga le sucede que ha intentado por activa y por pasiva que él se
encargue de la mitad de las cenas de la semana, pero que siente que él le
impone una doble carga cuando le toca su turno. Resulta que cuando ella
va a la compra decide qué van a cenar los próximos cuatro días y esos
cuatro días ella tiene una estupenda cena lista a las nueve de la noche.
Luego deja una lista para las tres noches restantes. Y cuando le toca
comprar a él, termina llamándola por teléfono porque ella ha puesto
“pollo asado” y él necesita saber cuáles son todos los ingredientes que
A mí lo que me molesta es que los problemas que tienen mis amigas son
intercambiables con los míos. Que yo también los he pasado, los estoy
pasando o tengo claro que los pasaré. Me molesta que nada de lo que
me cuentan me suena a cuento. Pero lo que de verdad me molesta es
que ahí estoy, con mi puñado de amigas brillantes menores de 30 años,
reduciéndonos al papel de cuidadoras de personas que no cuidan tan bien
de nosotras como deberían.