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Ella los desnombra

Ursula K. Le Guin
The New Yorker, 21 January 1985

LA MAYORÍA de ellos aceptó el desnombre con la perfecta indiferencia con la que lo habían
aceptado durante tanto tiempo. Las ballenas y los delfines, las focas y las nutrias consintieron
con particular alacridad, deslizándose hacia el anonimato como si fuera su elemento. Sin
embargo, una facción de yaks protestó. Decían que "yak" sonaba bien, y que casi todos los que
sabían que existían ya los llamaban así. A diferencia de las ubicuas criaturas como las ratas y las
pulgas, que habían sido llamadas por cientos o miles de nombres diferentes desde Babel, los
yaks, podían decir de verdad, decían ellos, que tenían un nombre. Discutieron el asunto todo el
verano. El consejo de ancianas convino al final en que, aunque un nombre podría ser útil para
otros, era tan redundante desde el punto de vista del yak que ellos mismos nunca lo decían y,
por lo tanto, era mejor prescindir de él. Después de que ellos expusieron sus argumentos a sus
toros, el consenso se retrasó sólo por el inicio de severas ventiscas prematuras. Poco después
del inicio del deshielo, se llegó a un acuerdo y el nombre de “yak” fue de vuelto a su donante.

Entre los animales domésticos, a pocos caballos les preocupó que nadie los llamara desde el
fracaso del intento de Dean Swift de nombrarlos por su propio vocabulario. Ganado, ovejas,
cerdos, asnos, mulas y cabras, junto con pollos, gansos y pavos, todos acordaron con
entusiasmo devolver sus nombres, como ellos dijeron: a aquellos a quienes pertenecían.

Surgieron un par de problemas con las mascotas. Los gatos, por supuesto, negaron con firmeza
haber tenido nunca ningún otro nombre que no fuera aquellos que se daban a sí mismos,
inefables, no-dichos, como escribió el poeta Eliot, ellos pasan largas horas contemplándoselos,
aunque ninguno de ellos ha admitido nunca que esto que contemplan son sus nombres y
algunos observadores se han preguntado si el objeto de esa mirada meditativa no podría ser de
hecho el Ratón Perfecto, o Platónico. En cualquier caso, ahora se trata de un asunto
controvertido. Fue con los perros, y con algunos loros, tórtolas, cuervos y minás, que se suscitó
el verdadero problema. Estos individuos de gran talento verbal insistían en que sus nombres
eran importantes para ellos y se negaban a desprenderse de ellos.

Pero tan pronto entendieron que se trataba sólo de una cuestión de elección individual, y que
cualquiera que quisiera llamarse “Rover”, o “Froufrou”, o “Polly”, o incluso “Birdie” en el
sentido más personal, era libre de hacerlo, ninguno de ellos tenía la menor objeción a separarse
de las denominación genérica en minúsculas (o, en lo que respecta a las criaturas alemanas, en
mayúsculas) de "caniche", "loro", "perro" o "pájaro", y de todos los calificativos de Linnae que
llevaban doscientos años detrás de ellos como latas de conserva atadas a un cola.

Los insectos partieron con sus nombres en vastas nubes y enjambres de sílabas efímeras
zumbando y picando y vibrando y revoloteando y arrastrándose y cavando túneles.
En cuanto a los peces de mar, sus nombres se dispersaron en silencio a través de los océanos
como tenues oscuros difuminados de tinta de calamar, y se alejaron de las corrientes sin dejar
rastro.

NINGUNO quedó sin desnombrar, y sin embargo qué cercana me sentí de ellos cuando vi a uno
de ellos nadar o volar o andar o trotar o arrastrarse por mi camino o sobre mi piel, o acecharme
en la noche, o acompañarme durante el día. Parecían mucho más cercanos que cuando sus
nombres se interponían entre ellos y yo como una barrera: tan cercanos que mi miedo hacia
ellos y su miedo hacia mí se convirtieron en un mismo miedo. Y la atracción que muchos de
nosotros sentíamos, el deseo de sentirnos o frotarnos o acariciarnos las escamas o la piel o las
plumas o el pelaje de los demás, saborear la sangre o la carne de los demás, mantenernos
calientes —la atracción era ahora una sola con el miedo, y al cazador no se le podía distinguir
del cazado, ni a la comida del comensal.

Este era más o menos el efecto que yo estaba buscando. Era algo más poderoso de lo que había
anticipado, pero ahora no podía, con plena conciencia, hacer una excepción para mí misma.
Dejé de lado la ansiedad y con determinación, fui a ver a Adán y le dije: "Tú y tu padre me han
dado esto, me lo regalaron. Ha sido muy útil, pero no parece encajar muy bien últimamente.
¡Pero muchas gracias! En realidad, ha sido muy útil."

Es difícil devolver un regalo sin sonar malhumorado o malagradecido, y yo no quería dejarlo con
esa impresión de mí. No prestó mucha atención, y sólo dijo: "Ponlo en su lugar ¿bien?", y
continuó con lo que hacía.

Una de las razones por las que hice lo que hice fue porque la palabra no nos llevaba a ninguna
parte, pero de todos modos me sentía un poco triste, un poco decepcionada. Me preparé para
defender mi decisión. Y pensé que quizás cuando se enterara podría estar molesto y querría
hablar. Guardé algunas cosas y jugueteé un poco, pero él siguió haciendo lo que hacía y no se
dio cuenta de nada más. Al fin, le dije: "Bueno, adiós, querido. Espero que encuentres la llave
del jardín".

Él estaba juntando trozos, y dijo, sin mirar a su alrededor: "Está bien, querida. ¿Cuándo es la
cena?" "No estoy segura", le dije. Me voy ahora mismo. Con los... dudé un momento, y dije al
final: "Con ellos, ya sabes," y salí. En realidad, acababa de darme cuenta de lo difícil que habría
sido explicarme. No podía charlar como antes, dando todo por sentado. Mis palabras deben ser
tan lentas, tan nuevas, tan singulares, tan tímidas como los pasos que di al salir de casa, entre
los altos bailarines de ramas oscuras, ramificados e inmóviles contra el resplandor del invierno.

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