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Tal y como arrojan las noticias en gran parte del hemisferio, en el mundo de cada diez
sindicalistas muertos, nueve son colombianos. En los últimos 20 años han muerto más
de 70.000 personas, entre 15.000 y 30.000 han sido víctimas de desapariciones donde la
población civil es la más castigada. Ataques, desplazamientos forzados, asesinatos
extrajudiciales, hostigamiento, detenciones injustas, amenazas, persecuciones e
intimidaciones constantes hacen eco lo de lo que acontece hoy en Colombia, a más de
40 años de guerra.
Según cifras oficiales estos operativos militares han ocasionado la muerte de miles de
civiles, entre ellos campesinos y jóvenes no mayores de 30 años. De manera sistemática
y organizada los pequeños campesinos y agricultores propietarios de sus tierras, son
desplazados de sus territorios por parte de las fuerzas públicas para el cultivo de
palma, (planta utilizada como biocombustible) generando deforestación, desequilibrio
ecológico, pobreza entre los habitantes de esos sectores y muchísimas ganancias para
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las transnacionales que se encuentras tras bastidores. Es decir, todo un conflicto
donde indiscutiblemente la cuerda revienta por el lado más flaco.
Con todas estas cifras, Colombia se coloca entre los 25 países donde más se violan los
derechos sindicales, los derechos humanos y la libertad de prensa. Aunado a todo esto,
es el gobierno quien promueve una cultura antisindical a través de la intimidación y el
chantaje, favoreciendo marcadamente los intereses de los grandes consorcios
capitalistas asentados en ese país.
No sólo son los trabajadores afligidos, una gran proporción de la masa estudiantil
colombiana es perseguida por las autoridades. Los cuerpos de inteligencia del Estado
ofrecen cuantiosas sumas de dinero a estudiantes “soplones” para delatar a otros
estudiantes en función de interrumpir cualquier intento de organización, protesta o
desaprobación hacia el gobierno. Más de 350 estudiantes han sido torturados y 20
asesinados, mientras que la prensa pro-uribista reporta que estas muertes se deben a
“crimines pasionales”. La mayoría de los estudiantes detenidos arbitrariamente son
judicializados y en la mayoría de los casos son catalogados de “terroristas” o en su
defecto: miembros de la guerrilla.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) reporta
que: “Colombia es el país con más refugiados internos. La población desplazada a
causa de la violencia supera los 3.5 millones de personas”. Campesinos, estudiantes,
todos han pagado los platos rotos, entre ellos también las comunidades indígenas, las
cuales han sido castigadas por la violencia desatada cerca de sus territorios
ancestrales, donde sus derechos han sido vulnerados por su negativa a involucrarse en
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las hostilidades. En el año 2009 se reportaron 114 muertes, en su mayoría indígenas
nativos en el Departamento del Cauca, al sur de Colombia. Miles fueron víctimas de
los desplazamientos forzosos y maltratos por parte de las autoridades locales y del
ejército. La principal causa del conflicto: la falta de tierras y el no reconocimiento por
parte del Estado a la propiedad sobre esas comarcas y sobre los resguardos indígenas.
La ONG Amnistía Internacional reveló que “Decenas de miles de civiles han perdido
la vida en el conflicto. Miles de personas han sido víctimas de desaparición forzada a
manos de las fuerzas de seguridad o de los paramilitares”…En base a estos datos, en
el año 2007 estalló un escándalo en el Municipio Soacha (Cundinamarca) cuando 19
jóvenes desaparecieron repentinamente de esa localidad para la luego aparecer
asesinados injustamente en el Departamento del Norte de Santander, mostrados por el
ejército como si se tratase de “guerrilleros caídos en combate”. Estas operaciones las
han denominado “falsos positivos” lo cual es traducido como la práctica del asesinato
y exterminio sistemático de civiles y campesinos que son disfrazados (después de
muertos) como guerrilleros ó insurgentes, siendo llamados por los organismos
oficiales: ‘colaboradores del terrorismo’.
“En Colombia, los escuadrones de la muerte, que dicen ser grupos de limpieza social,
también empezaron matando guerrilleros, y ahora matan a cualquiera, al servicio de
los comerciantes, los terratenientes, o de quién guste pagar”. (Galeano: 2007:91). El
clamor de las madres que pierden a sus hijos por ser “confundidos” de insurgentes y
terroristas es un llanto interminable que no se detiene porque el dolor y el sufrimiento
las embarga completamente. A cambio de estas terribles muertes, los militares
implicados en tales operaciones son complacidos con ascensos militares, días de
permisos y dinero. A día de hoy, la fiscalía colombiana está investigando más de dos
mil muertes extra judiciales a causa de lo que se ha mencionado anteriormente–falsos
positivos–clasificado por la ONU como: CRIMENES DE ESTADO.
Debido a lo alarmante que han sido estos hechos, el periodismo responsable, veraz y
oportuno, ha decidido informar a la colectividad sobre dichos crímenes. Como
situación no ajena a este conflicto, ejercer el periodismo en Colombia se ha vuelto un
oficio muy peligroso. Según cifras de la FLIP (Fundación para la Libertad de Prensa)
las muertes de periodistas han disminuido porque las amenazas han aumentado
exponencialmente, trayendo como consecuencia, un silencio latente que no permite
divulgar lo que realmente acontece. El DAS (Departamento Administrativo de
Seguridad) se ha encargado de interceptar llamadas de periodistas, etiquetados por
este organismo de “sospechosos” ó “sapos” que intenten difundir información
concerniente a los crímenes cometidos por el Estado.
En vista a todo esto, el pueblo colombiano resiste y sabe que la batalla es hasta el final.
Campesinos, estudiantes, pequeños agricultores y periodistas han perdido el miedo a
lo anteriormente ocurrido, ahora la guerrilla no es una intimidación; la amenaza es
otra: el Ejército, los paramilitares y la fuerza pública.
julioguerraa@gmail.com