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EL AMOR DE MAGDALENA

Sermón descubierto por el abad Joseph Bonnet


en el manuscrito Q I,14
de la Biblioteca Imperial de San Petersburgo

Magdalena, la santa amante de Jesús, lo ha amado en sus tres estados. Lo ha amado


vivo, lo ha amado muerto, lo ha amado resucitado. Ha señalado la ternura de su amor
hacia Jesucristo presente y vivo; la constancia de su amor hacia Jesucristo muerto y
sepultado; las impaciencias y los transportes, los furores, los desmayos y los excesos de
su amor abandonado hacia Jesucristo resucitado y subido a los cielos.

Cuando miro a Magdalena a los pies de Jesús me parece que veo el amor extraviado
que deplora sus extravíos y busca la vía recta a los pies de Aquel que es la vía misma.
¿Es el amor quien la aprieta? Sus ardientes besos lo testimonian; la palabra de Jesucristo
lo confirma. Pero ¿cuál es ese amor de Magdalena? El amor puede todo; el amor osa
todo; el amor no es solamente libre y familiar, sino, aun más, audaz y emprendedor; y
veo a Magdalena que se mantiene detrás, que no osa levantar los ojos ni mirar ese
rostro, que se cree demasiado feliz por aproximarse a sus pies; que suspira y no habla;
que llora y no osa esperar consolación; que da todo lo que ella tiene y todo lo que ella
es, y no osa ni siquiera pedir su gracia. Si es el amor lo que os impulsa, Magdalena
¿qué teméis? Osad todo, emprended todo. El amor no sabe limitarse, sus deseos son su
regla, sus transportes son su ley, sus excesos son su medida. No teme más que temer; y
su licencia para poseer es la audacia de pretenderlo todo y la libertad de todo emprender.

Es verdad: tales son los derechos del amor, con tal que marche siempre en la vía
recta. Pero cuando se está extraviado, hace falta que vuelva por largos rodeos, hace falta
que tiemble, hace falta que se aleje, hace falta que llore sus extravíos y que repare sus
faltas por su confusión. ¿Para qué estáis hecho, oh amor? Para lo bello y para lo bueno,
para la unidad y para el todo, para la verdad y para el ser, y para la fuente del ser: y todo
eso es Dios mismo. Sí, si siempre habéis marchado rectamente a Dios, osaríais todo con
Jesucristo; emprenderíais todo por Jesucristo. El Dios hecho hombre para estar con el
hombre fue abandonado completamente a vuestros abrazos, tan castos como libres, tan
apacibles y dulces como fervientes e insaciables. Pretenderíais todo sin temor y
poseeríais todo sin reserva. Pero, amor, os estáis extraviado en objetos extraños, para los
cuales no estáis hecho. Volved, volved, pobre vagabundo, pero volved con temor, por un
justo castigo por haber dejado errar vuestra libertad; volved oprimido de dolor, a fin de
llevar la pena de vuestros desahogos disolutos; volved humillado y rebajado, a fin de
hacer conocer que habéis sacudido muy audazmente le yugo y olvidado vuestro
Soberano.

El amor une, el pecado aleja, y el amor penitente tiene los dos. Magdalena corre a
Jesús: eso es amor; Magdalena no osa aproximarse a Jesús: eso es pecado. Entra
audazmente: eso es amor; aborda con temor y confusión: eso es pecado. Perfuma los
pies de Jesús: esos es amor; los baña con sus lágrimas: eso es pecado. Esparce y prodiga
sus cabellos: esos es amor; para enjugar los pies de Jesús: esos es pecado. Es ávida e
insaciable: eso es amor; no osa pedir nada: eso es el pecado. Pero llora; pero suspira;
pero mira; pero se calla: eso es amor y pecado al mismo tiempo. ¡Qué el amor penitente
es amable en sus audacias sumisas, en sus libertades reprimidas, en sus licencias
temblorosas! Una vez más, ¡qué es amable, porque ama, porque honra, porque practica
la justicia y porque renuncia a los derechos que le pertenecen por el nombre y la calidad
de amor, para hacer reinar la justicia por los sentimientos de penitencia!

Pues escuchemos hablar el amor en el Cantar de los Cantares. No respira más que la
unión, los castos besos, los íntimos abrazos del Esposo. Audaz e impetuoso como es,
comienza así: Que me bese con un beso de su boca 1. El amor penitente quisiera sin duda
abandonarse completamente en la primera vez a ese amable exceso; pero confundido de
sus desordenes, no osa hablar con ese noble transporte; y en lugar de cantar con la
Esposa: Que me bese con un beso de su boca; ¡ah! estima demasiado feliz que se le
deje decir: Que solamente sufra por besar sus pies. Es el cantar del amor penitente; es
aquel que canta Maria Magdalena por sus lágrimas, por sus sollozos, por su silencio
melodioso.

No creamos, sin embargo, que renuncia del todo a los abrazos del Esposo. Todas esas
amables dulzuras, de las que ella parece alejarse, convencida de que ella es indigna de
eso, en un fondo más secreto, ella aspira a eso. Prosternada está a los pies del Esposo,
ocupada está completamente a sus sagrados pies, y no osando, solamente, mirar su
rostro, ya le abraza espiritualmente en el corazón. Pero suprime ese deseo, como siendo
demasiado libre tras sus pecados; y al suprimirlo, lo hace vivir de una manera diferente,
más intima y más delicada. Ese deseo, retenido por la humildad, va a su objeto por una
ruta diferente. Él se aproxima retirándose, y el cautiverio que se impone le da la
libertad.

He ahí los admirable y los misteriosos rodeos del amor penitente, que avanza al huir,
que se pone en posesión al rechazar, de alguna manera, el bien que persigue. No osa
decir al Esposo con esa libertad de la Esposa: Venid, el bien amado de mi corazón;
venid, venid prontamente; pero encuentra el medio de llamarle con una manera
diferente, al decir: Retiraos; retiraos. Retiraos, Señor, decía san Pedro, pues soy un
hombre pecador2. ¡Método nuevo e inaudito de invitar repeliendo! Pero el Esposo
entiende ese lenguaje. Sabe reconocer que es desearlo muy ardientemente como
rechazarlo de este modo; y ese deseo de poseerlo, que se expresa por su contrario, le
toca el corazón y le da lastima; pues ve todo junto y las impaciencias de un alma
verdaderamente amante, y su secreto suspiro, tanto más violento cuando no osa escapar,
y las molestias de su amor que no se descubren por respeto.

Entonces su propia bondad, ávida de extenderse a su criatura, le aprieta a favor de esa


alma que no osa apretarle; de manera que, compadeciendo por la violencia que ella se
hace, corre él mismo al encuentro, y le asegura con su amor reciproco por la gracia que
le concede. Varios pecados, dice, le son perdonados, porque ha amado mucho3. Así
pues, ¡oh amor penitente, que tu secreto, que tu discreción y que tu silencio han sabido
hablar fuertemente al corazón de Jesús! Magdalena ha adquirido todo al no pedir nada,
porque Jesús estaba en el fondo de su corazón, escuchando todo lo que decía, y
escuchando mejor aún lo que no osaba decir.

1
Cant 1,1.
2
Lc 4,8.
3
Lc 7,47.
No me canso de contemplar esas admirables disposiciones de nuestra santa penitente,
y el combate y la concordancia del celo de la justicia con la impetuosidad del amor.
Magdalena, poseída por esos sentimientos, no osa aproximarse casi a Jesús, y sin
embargo no puede abandonarle. ¿Qué medio encontrareis, oh amor, para concordar tales
contrariedades y conciliar el amor y la justicia, que piden disposiciones tan opuestas?
He aquí el temperamento. Magdalena se tira a los pies, no osando abrazar a Jesús: es
para contentar a la justicia; pero ¡qué hábil e ingeniosa! Prendiéndose a los pies, tiene
completamente a Jesús: es para satisfacer el amor. Jesús no puede escapársele más, ya
que está detenido por sus sagrados pies, y me parece que oigo a María Magdalena que
dice con la Esposa: Lo he tenido, y no lo abandonaré4. O bien, con Jacob: No os
abandonaré hasta me que hayáis bendecido5. O mejor dicho, yendo más lejos que
Jacob: No os abandonaré, incluso cunado me habréis bendecido. En efecto, Jesús la
bendice y le perdona sus pecados, pero ella no le abandona por eso; y cuanto ella
puede, siempre vuelve a sus pies, pues no pide su bendición sin a él mismo.

¡Qué veo aquí, oh amor! Un espectáculo verdaderamente admirable: Magdalena


cautiva de Jesús, y Jesús cautivo de Magdalena. Poniendo su cabeza en los pies de
Jesús, se declara, bastante, su cautiva; pero reteniendo los pies de Jesús, lo hace también
su cautivo. ¿Cómo retiene los pies de Jesús? Los retiene con su boca, al besarles mil y
mil veces; los retiene con sus ojos, al regarlos con sus lágrimas; los retiene con sus
manos, al abrazarlos y perfumarlos. Todo eso no detiene, y hacen falta cadenas.
Desplegaos vuestros cabellos, oh Magdalena, y atad los pies de Jesús. ¡Oh las delicadas
cadenas que Magdalena prepara a su vencedor, que ella quiere hacer su cautivo!
Magdalena, no temáis. Aquel que confiesa en el santo Cantar que deja tomar su corazón
por un solo cabello de su Esposa6 ¿podrá desenredar sus pies de las redes de toda
vuestra cabellera? Pero ¿puede ser que escape, y puede romper sus ataduras muy
fácilmente? No, no: no busquéis otras. Conocéis el genio del amor: no rechaza ser
cautivo; pero quiere, al mismo tiempo, ser libre. Quiero decir que no quiere ser cautivo
más que por su propia voluntad. Quiere ataduras delicadas y tiernas; ataduras que no
sean fuertes más que porque uno no quiere romperlas. Es pues, basta con vuestros
cabellos para tomarlo y para comprometerlo, y no podéis encontrar ataduras más
propias.

¿Osaría decir aquí lo que pienso? Y esas lágrimas, y esos perfumes derramados, y
esos cabellos que secan esos pies, me hacen admirar las amables delicadezas y, si oso
explicar todo mi pensamiento, las santas galanterías del amor penitente. No, no puedo
arrepentirme de haber hablado de este modo. La verdadera galantería que gana el
corazón de Jesús, es despreciar, es descuidar, es derramar a sus pies todo lo que ha
servido a la galantería mundana. Es ahí donde su amor y su simplicidad, y su modestia
se placen de triunfar de todas las vanidades, de todas las mundanidades y de todas las
delicadezas del amor profano. En medio de sus caricias que hace a los pies de Jesús el

4
Cant 3,4.
5
Gén 32,26.
6
Cant 4,9.
amor penitente, Magdalena se hace lágrimas, y no se puede consolar por haber
comenzado tan tarde a amar a Jesús. Comienza a sentir que su corazón era capaz, y se
aflige sin medida por haber prodigado mucho tiempo el amor. Se toma a sí misma; a sus
ojos, que ahoga en un torrente de de lágrimas; a su pecho, que golpea cruelmente; a su
corazón, que desgarra con sus sollozos; pero sintiéndose demasiado débil para vengar
tal ultraje; pone su cabeza a los pies de Jesús, como una victima que consagra a su
cólera.

Viendo, luego, eso que, en lugar de flechazos, no le da más que golpes de gracia 7, ella
se irrita; se estremece de nuevo, vuelve a entrar en furor contra sí misma; y, faltando los
suplicios, se deja agobiar y anonadar por sus beneficios. Así, se abandona a las
confusiones donde la tiran las bondades de su Salvador. Tocada por las misericordias
que le reprochan sus ingratitudes, para vengar la justicia de un Dios ofendido, pero
demasiado bueno para ella, se da, presa de un dolor inmenso. Si algo la consuela en el
exceso de ese dolor de haberse rendido tan tarde a Dios, es cierta alegría de reparar, con
su mismo dolor, el ultraje que le ha hecho, y de arrancar su corazón a la criatura para
dárselo, mostrando con su ejemplo, que es un extravío deplorable amar otra cosa que a
él. Me parece que llorando dice a Jesucristo: Recibid un corazón, oh Jesús, que no es
más digno de vos, porque ha sido de otros que vos; pero que saca, al menos, esta ventaja
de su infeliz experiencia, que permanece sensiblemente convencido de que sois el único
amable.

Habiendo, pues, encontrado ese único amable, recuerda por así decir, todas las partes
de su amor que se habían comprometido en otra parte, para consagrarles a su único;
recoge todo lo que tiene fuerza en el centro del corazón, y admirando hasta el infinito
ese nuevo amante, busca para él un nuevo fondo de amor que no tenga más límites. Ve,
corazón agotado, fatigado, que nunca has encontrado nada que fuera capaz de recibir la
inmensidad de tu amor, ve a abismarte en el Océano; ve a perderte en el infinito; ve a
absorberte en el Todo. Ahí nace en el corazón de Magdalena, no se qué tierno y
apasionado, que no puede ocuparse más que de Jesucristo; que languidece, que
desfallece, que se deja ir tras él. A cada momento, ella muere y va a recobrar a cada
momento, al besar los pies de Jesús, una nueva vida, para inmolarle inmediatamente
después. Ella da y prodiga todo: sus perfumes, sus cabellos, sus lágrimas, sus suspiros e,
incluso, su corazón. Parece que quiere agotarse a favor de su bien amado. Ella teme, sin
embargo, de agotarse, porque quiere dar sin medida.

7
Juego de palabras entre coups de foudre: flechazos y coups de grâce: golpes de gracia.
Si su prodigalidad es infinita, su avidez no lo es menos. No puede saciarse de besar
los pies de Jesús, y Jesús ha sabido bien remarcar el hambre furiosa de ese amor
insaciable. Desde, dice, que ella ha entrado, no ha cesado de besar mis pies 8. Ved: no
ha cesado; he ahí una infinitud; su amor bien tiene otras. Pero, entre todas esas
infinitudes, no hay nada más infinito ni más inagotable que sus lágrimas. Siempre le
vuelven sus pecados, y los torrentes de sus lloros se multiplican. Lloraría hasta morir, y
se desolaría hasta desesperar, si no veía en sus crímenes algo que puede servir de
materia para honrar las bondades de su bien amado y de su cualidad de Salvador, y si
no veía también en su arrepentirse algo que hace conocer por experiencia la verdad de
esa palabra que su bien amado ha dicho mucho tiempo después en su favor: No hay una
cosa que sea necesaria9. ¿no hay nada que haga ver mejor cuanto eso único es
necesario, más que los pesares amargos de aquellos que se han extraviado en la
multitud? Sí, ciertamente, oh Dios viviente, no hay más que vosotros que sois en verdad
necesario al hombre, ya que nada se aparta de vosotros que no se pierda, ni retorne a
vosotros que no se arrepienta sin fin y sin límites por haber sido capaz de alejarse y por
desear otra cosa. Así, todas las almas penitentes, ávidas desmesuradamente de borrar, de
aniquilar todo lo pasado, dan testimonio a todos los hombres, al cielo y a la tierra, que
verdaderamente sois el único necesario.

Esa palabra de Jesucristo acabó el triunfo del santo amor en el corazón de Magdalena,
pues le hizo ver la espantosa envidia de su Esposo, y cuánto él quería estar sólo. Marta
se apresuraba por la verdad, pero, al fin, era por él; y, sin embargo, él la censuraba, y le
ordena a Magdalena, su amante, no ocuparse más que de él, y de abandonar por eso
mismo lo que hace por él. Tal es la delicadeza de su envidia; tal es la unidad que desea.
Esas palabras sagradas: No hay una cosa que sea necesaria, llevan en su dulzura, un
rayo que asola todo el corazón, y destruyendo todo lo creado, para hacer vivir una
unidad soberana que vuelve a echar cualquier otro pensamiento y cualquier otro objeto.
¡Oh Dios! ¿quién podría comprender qué horrible trastorno hace esa palabra? Reduce el
corazón a una soledad y a un despojo, insoportables para la naturaleza; pues esa unidad
es matadora para su soberanía incompatible, que arranca a los sentidos, al espíritu y a
todos los poderes del alma todo lo que le place. Así, siendo el alma despojada, y todo
siendo lo superfluo destruido, está ligada a lo único necesario por una fuerza increíble.
Son los efectos que hizo esa palabra en el corazón de Magdalena. Ella vino
primeramente como un flechazo, invirtiendo y consumiendo toda multiplicidad de
deseos, y no dejando en ese corazón, enteramente despojado, ese único objeto necesario,
le tomó por su centro para perderle totalmente. He ahí, pues, a Maria Magdalena ligada
a Jesús, corazón con corazón, íntimo con íntimo. Ella no tiene vida más que para
Jesucristo; y ¿os sorprendéis si ella le sigue a todas partes, en sus viajes, en sus
suplicios, y hasta en los horrores de su tumba?

Ella busca por todas partes su único, el único objeto de su amor, el único e
inquebrantable sostén de su corazón desfalleciente, y no lo encuentra. ¿En qué pensáis,
oh Jesucristo, al atar los corazones tan fuertemente, al ligarles tan estrechamente a
vosotros, luego de retiraros de una manera tan imprevista? ¡Oh, qué cruel sois! ¡Oh, qué
extrañamente os jugáis con los corazones que os aman! Es el método de Jesucristo, es su
conducta ordinaria. Atrae poderosamente los corazones, los hace ávidos e insaciables,
los gana, los domina, los sujeta, se da a ellos de mil maneras que los compromete de tal
manera que no respiran más que a él; y en seguida que están comprometidos sin poder
8
Lc 7,45.
9
Lc 10,42.
desprenderse ya, se retira, se oculta, los ejercita con huidas y privaciones horribles. Se
quejan, y Jesús se ríe de sus quejas; les deja agotarse y consumirse por sus indecibles
avideces. Él mismo pone la mano para inflamarlos, y los mira de lejos sin dejarse
conmover, alegrándose, por así decir, de sus arrebatos y de sus furores. Es así como ha
tratado a María Magdalena. Al comienzo, no escatima nada. Aspira sus pies: él los da;
ella quiere besarlos: él los libera; ella quiere perfumar su cabeza: él lo sufre; el fariseo
murmura: él hace su defensa; Judas se escandaliza: él la alaba. En otra ocasión, Marta la
quiere apartar del lado de él: Jesús, favoreciendo la dulce ociosidad de su amor
únicamente ocupado en él, la prefiere a las atenciones de su corazón.

Magdalena, encantada con sus bondades, se empeña y se ata. Jesús, viendo el amor
tan firme, poco a poco retira su mano. No da más, es poca cosa; quita poco a poco lo
que ha dado. Esta presto a morir; quiere que Magdalena esté presente. Habla con su
santa Madre y con su querido discípulo; no dice una palabra a su casta amante, que
languidece al pie de su cruz. No se desanima; sigue a los que lo sepultan para señalar
donde se le pondrá. Desde la mañana, ella corre con perfumes; encuentra la tumba
vacía. Pedro y Juan, no encontrando más el divino cuerpo, se retiran; Magdalena
permanece firme y perseverante. Mira de vez en cuando en la tumba, por miedo de que
sus ojos no la hayan engañado y siempre buscando a aquel, tras el que su corazón
suspiraba. ¿Magdalena, qué buscáis? Ya no está. Dos ángeles se le aparecen, los cuales
están contentos de hacerle decir la causa de su dolor, no le dan una palabra de
consolación, no le dicen donde está Jesucristo.

Al fin, aparece él mismo, pero, sin embargo, desconocido. Se hace conocer; quiere,
quizás, contentar su ávido amor. En absoluto. Al contrario, quiere atormentarle sin
medida; pues, como ella está toda transportada, ella corre a él, y Jesús le dice: No me
toques, pero ve a decir a mis hermanos que me voy a mi Padre y a mi Dios 10. ¡Oh Dios,
qué amante, no aparecer a su amante más que para anunciarle su pronta partida! Pero
dejadle por lo menos besar sus pies. No, no lo hará. Se tira a Jesús, siempre creyendo
encontrar en Jesús la misma facilidad, y Jesús la rechaza y le dice: No me toques, pues
aún no he subido con mi Padre11. Palabras inventadas para ser eternamente el tormento
de su amor. No me toques ahora que estoy entre tus manos; espera a tocarme cuando
estaré subido en los cielos. Apártate de mí mientras que estoy presente; espera a tocarme
cuando no estaré más en la tierra; tú te lanzarás, entonces, con toda tu fuerza. Es lo
mismo que si dijera: Consúmate, pártete el corazón con esfuerzos inútiles. ¿No es
burlarse del amor hablarle de este modo?

Fácilmente me represento que esas palabras de Jesús tuvieron un efecto horrible en el


corazón de Magdalena, pues ella ve que Jesús se va y que es en el tiempo de esa
ausencia que quiere atraer los corazones más violentamente que nunca. Ella se siente
advertir que tras su retorno al lado de su Padre, es el tiempo de correr a él y de hacer el
esfuerzo por tocarle. Buscad, dice el apóstol, lo que está en lo alto, donde está
Jesucristo, sentado a la diestra de su Padre 12. Ella corre pues, busca, se consume, se
agota, se desgarra el corazón por violentos deseos. Es ahí que el amor, frustrado por lo
que desea, entra en furor y no puede soportar más la vida. Magdalena, hostigada y
cansada, no puede abrazar a Jesús más que a través de las obscuridades de la fe, es decir
que puede abrazar más bien su sombra que su cuerpo. ¿Qué hará ella? ¿A dónde se

10
Jn 20,17.
11
Ibíd.
12
Col 3,1.
volverá ella? No puede hacer otra cosa que gritar sin cesar con la Esposa: Revertere13,
revertere. Retornad, oh mi bien amado, retornad. ¡Ay! no os he visto más que un
momento. Retornad, retornad otra vez. ¡Ah! ¡qué bese vuestros pies una vez más! Y, sin
embargo, Jesús no retorna; es sordo a las quejas y a las desesperaciones de una amante
tan apasionada.

El Revertere de la Esposa es el verdadero cantar de la Iglesia, como esas otras


palabras: Venid, acercaos, mostraos, horadad las nubes, son el cantar de la Sinagoga.
Esta no la ha visto todavía; pero la Iglesia la ha visto, la ha oído, la ha tocado, y de
repente él se ha ido. Ella había abandonado todo por él. He ahí, dice el apóstol san
Pedro, que hemos abandonado todo para seguiros14. Jesús, luego, la había desposado,
tomando su pobreza y su despojamiento para su dote. Inmediatamente después de
haberla desposado muere; y resucita, es para retornar de donde ha venido. Él deja su
casta Esposa en la tierra, joven viuda desolada, que permanece en sostén. Qué otra cosa
puede hacer sino gritar sin cesar: Revertere, revertere. Volved, volved, oh divino
Esposo; apresurad ese retorno que nos habéis prometido. Es por eso que todas las
entrañas de la Esposa no cesan de suspirar luego del segundo advenimiento de
Jesucristo. Pero al esperar que ella lo vuelva a ver, ella se abandona a los pesares.

Es, pues, en ese estado de la Iglesia que se cumple esa palabra del sagrado Cantar: La
voz de la tórtola ha sido oída en nuestra tierra15. Pues, ante la venida de Jesucristo, se
había oído la voz del deseo y de las quejas por el motivo del retraso. Pero luego de su
Ascensión, una voz diferente, un suspiro diferente, un gemido diferente ha comenzado a
dejarse escuchar. Es el gemido de la Iglesia privada de su Esposo, que ella no ha
poseído más que un momento; y es la voz de la tórtola que ha perdido su pareja, que no
encuentra más nada en la tierra, que busca los desiertos y los lugares horrorosos para
gemir y quejarse con libertad.

Tal es la vida de Magdalena. No se alimenta más que de lágrimas; no vive más que de
suspiros. Hace falta que el sagrado Esposo se plazca extremamente de hacer languidecer
su Esposa. Todos los siglos antes de su venida se han pasado entre las amargas quejas de
lo que tardaba en venir; todos los siglos después de su venida acabaron de pasar entre
quejas aun más extremas de lo que tan pronto se ha ido. No es mostrado más que un
momento, y aun, apenas, se veía lo que era, tenía tanto esmero de ocultarse. Lo
habíamos visto, dijo Isaías, y no era reconocible; y lo habíamos deseado, incluso en su
presencia16. Vidimus eum, et non erat aspectus, et desideravimus eum. Por qué todo ese
misterio, si eso no es más que él se place de oír la voz, los suspiros de un amor
quejumbroso. Así, el designio de ese santo Esposo es tenernos siempre en espera, y, en
la espera, siempre gimientes y suspirantes al lado de él. La única consolación que nos
quiere dar es decirnos sin cesar: Un poco más, un poco más. Un poco más, decía en la

13
Vuelve. Del latín reverto-reverti-reversum: Volver sobre los pasos, volver, regresar.
14
Lc 18,28.
15
Cant 2,12.
16
Is 53,2. Citación libre.
Sinagoga, y moveré el cielo y la tierra 17, y lo deseado por las naciones vendrá. Un poco
de tiempo, decía en la Iglesia, y no me veréis más; y un poco más de tiempo, y me
veréis18. ¡Qué dulzura tiene esta palabra! Pero, más bien, ¡qué crueldad tiene esa
palabra! ¿A quién habláis, oh Jesucristo? ¿Soñáis que habláis a corazones que aman?
Para nada tenéis en cuenta, siglos enteros de privación, mientras que, cuando se os ama
bien, los momentos incluso son lo mismo que eternidades. Pues sois la Eternidad
misma, y no se cuenta más los momentos cunado se sabe que a cada momento se pierde
la eternidad completamente. Y, sin embargo, decís: Un poco más. Eso no es consolar.
Es, más bien, ultrajar el amor; es insultar a sus dolores, es burlarse de sus impaciencias
y de sus excesos intolerables.

Hace falta, pues, no sorprenderse si el amor, así desechado por las caricias mismas
del Esposo, entra en una especie de furor; si huye de toda compañía; si busca los
lugares solitarios; si se place de ver objetos que tienen algo de horroroso y de salvaje, y
que le son como una terrible pintura de la desolación donde está reducido por la
privación de lo que desea. ¿No es lo que habría puesto Magdalena en el horror de ese
espantoso desierto, en ese horroroso silencio y en sus tenebrosas cavernas, para dejar
asolar su corazón en los furores de su amor desamparado y abandonado?

Señalemos en ese santo Cantar que el amor ama el campo y la soledad, donde
encuentra no sé qué más libre; pues el tumulto de las compañías y la vista misma de los
hombres le desvía y le aturde. Es porque el Esposo y la Esposa no respiran en ese
Cantar más que los jardines reservados, más que los bosques solitarios, más que las
praderas verdosas, en que no se ve más que rebaños que pasean entre las flores y entre
las hierbas.

Ven, mi bien amado, dice la Esposa, salgamos al campo; vamos a quedarnos en los
campos. Levantémonos por la mañana para ir a visitar las viñas; veamos si comienzan
a salir sus flores; si los naranjos han florecido 19; si las flores de nuestros árboles se
anudan y nos prometen del fruto. No hay ninguna de esas palabras que no respire un
aire de soledad y las delicias de la vida campestre. Ya sea que el amor, celoso de su
libertad, ame los campos descubiertos, donde pasea sus ensueños y deja exhalar más a
su gusto sus deseos impetuosos; ya sea que enemigo del tumulto y placiéndose en
ocuparse de sí mismo, busque los lugares retirados, de los cuales el silencio y la soledad
mantienen su ociosidad siempre activa; ya sea que otra causa le haga amar el campo, es
cierto que es encantador. Pero hay cierto amor que llena el corazón de delicias; es
ordinariamente el amor que comienza. Ése ama los jardines, las flores, los campos
cultivados y agradables, que, por su rostro risueño, si puedo hablar de la manera, sirven
para mantener sus alegrías. Al contrario, hay un amor diferente perdido, desesperado,
llevado al fin por ausencias, por privaciones, por los desprecios del amado y por sus
propias violencias. Ése ama los lugares horrorosos, donde ve, así como he dicho, sus
desolaciones vivamente presentadas. Es lo que vemos en el sagrado Cantar en esas
palabras del Esposo que llama a su Esposa bien amada, ya no desde jardines y praderas,
sino en el medio de los peñascos y de los desiertos más espantosos. Elévate, dice, mi
bien amada, mi beldad, mi paloma, sal de los agujeros de las rocas; sal de las
profundas cavernas20. Y en otra parte: Ven del Líbano, esposa mía; ven de la cima de

17
Ag 2,7. Citación literal hasta aquí.
18
Jn 16,16.
19
Cant 7, 11-12.
20
Cant 2, 13. 14.
las montañas y de lo alto de los precipicios; sal de las cavernas de los leones; de las
guaridas de las encantadoras bestias21. Son retiros parecidos, que busca una amante
irritada y desesperada. Es ahí que ella se place de ver la imagen de su corazón desolado,
en el que los furores y las desesperaciones parecen tanto a bestias feroces y
devoradoras. En ese estado de amor, todo es horrible y horroroso, e incluso las
consolaciones no hacen más que irritar el amor y desesperarle más; pues todo lo que no
es el bien amado mismo se vuelve abrumador e insoportable.

Pienso que tal era, poco más o menos, el estado de Maria Magdalena. Siempre veía a
Jesucristo en las agonías de la Cruz; siempre tenía, no tanto las orejas como el fondo del
alma abierta para ese último grito de su expirante Esposo; grito verdaderamente terrible
y capaz de arrancar el corazón. Siempre oía resonar esa palabra asesina e intolerable en
un corazón que ama: No me toques. Así, su amor abrumado llevaba más bien unos
rugidos más que suspiros, y Jesús, despiadado, la dejaba en su soledad, privada del
sustento de sus sacramentos, de la comunión de su sagrado cuerpo, de la consolación de
sus santos apóstoles, que le representaban sobre la tierra, de la vista de su Madre, que
parece haber querido dejar en el mundo atrás a él para consolar, su Esposa viuda durante
los primeros esfuerzos de su reciente aflicción.

¿Qué diríais, Magdalena, a Jesús, vuestro querido amante? ¿Os quejaríais, que el os
ha engañado? No, no: no nos engaña; o, si nos engaña, es de una manera diferente. Es
que nos une a él más íntimamente en el tiempo mismo que todos nuestros sentidos no
prueban más que alejamiento y separación. Es así que el amor debe ser tratado durante
ese peregrinaje. Hace falta que se nutra con la fe, que no viva más que de esperanza, que
crezca entre los desamparos y las privaciones más asesinas; pues hace falta no
solamente que muera, sino, más aun, que muera, pero por Jesucristo: que sus propios
ardores sean su martirio, y que el Bien Amado mismo sea su tirano.

Abramos el sagrado Cantar y leamos en él el misterio del amor. Veremos que la


Esposa suspira siempre; siempre aspira; siempre expira y languidece. No hay casi nunca
un momento de gozo. Siempre: Venid. Siempre: Volved. Ella dice casi siempre: Le he
buscado; le he tenido, solamente una vez. Nunca: Le tengo y le poseo. Él viene como
por brincos y por saltos, parece a los corzos y a los cervatos de las ciervas. Él aparece;
habla; huye. Mira, pero por las ventanas; se muestra, pero por los emparrados.
Encuentra a la Esposa dormida, y no quiere más que se le despierte, por miedo a que
ella no sienta demasiado su presencia. Ella le ha tenido, dice ella, y protesta por no
abandonarlo nunca; pero él escapa solo. Vuelve; golpea a la puerta; acosa que se le abra;
ella tarda un poco; él pasa su mano por alguna abertura; vierte algún don, alguna
gracia; todas las entrañas de la Esposa son conmovidas por ese toque. Ella se levanta
toda transportada; corre para abrir la puerta; el Bien Amado ya ha pasado su camino.
Ella mira y no ve más nada; busca y no encuentra; grita, llama, y nada responde.
Desolada por su huida, corre detrás. Los guardias que hacen la ronda alrededor de la
ciudad la encuentran perdida; la golpean, la hieren. Los pastores de la Iglesia la
reprenden por su lentitud, que no ha corrido bastante fuerte tras el que no se alcanza
nunca más que apresurándose. Los reproches que le hacen hieren el corazón; pero todo
21
Cant 4.8. Citación libre.
eso no le devuelve su Bien Amado, y no le quena ningún recurso, sino el de conjurar a
las hijas de Jerusalén, las almas amantes como ella, que si vuelven a encontrar a su Bien
Amado, le relaten, al menos, que le han visto lánguido y pasmado de amor. ¡El Bien
Amado pasa tan rápido!

Tal es la condición del amor de los viajeros, en que Dios no se comunica más que
escondiéndose; no para saciar, sino para irritar el amor. Pues, durante el tiempo de ese
exilio, nunca se vuelve más presente que cuando parece alejarse, de tal suerte que se le
pierda de vista, y Su Majestad aparece entonces sobretodo cuando ella destruye y disipa,
hasta la vista de ella misma. Es porque la divina Esposa, habiendo conocido por
experiencia que Dios ama comunicarse de la manera retirándose, que sus huidas son
atractivos, sus demoras impaciencias, sus rechazos dones, sus desdenes caricias; y
viendo que ella no le posee nunca mejor que cuando parece perderlo; después de estar
agotada llamándole, instruida por sus pruebas del misterio del amor durante el exilio,
persigue sus transportes y su cantar al decir: Huye, mi bien amado22; Fuge, dilecte mi.
Ella quiere que huya con la misma rapidez que le había deseado para venir. Volved,
decía ella, mi bien amado, sois parecido a los corzos y a los cervatos de las ciervas 23. Y
ahora ella dice: Huid, mi bien amado; sois parecido a los corzos y a los cervatos de las
ciervas24.

¡Qué extraña e incomprensiblemente rareza de la Esposa! Decir con tanto ardor:


Volved, mi bien amado; y luego decir de repente: Huid, mi bien amado; ¡y querer dar a
sus pies la rapidez de los corzos y de los ciervos para apresurar y precipitar su huida!
¿Es eso inconstancia? ¿Es eso hastío? ¿Es eso algún despecho amoroso? En absoluto. Es
un efecto admirable del misterio del amor. Ella ve que su casto Esposo se dona durante
esta vida al huir, al esconderse, al ocultarse. Así ella le acosa para huir; y lo que es lo
más sorprendente, es que trata, de este modo en el tiempo, que él la acaricie más
tiernamente que nunca. Oh vosotros, dice él, que habitáis en el jardín, entre las flores,
entre los perfumes, entre los frutos, entre las delicias del santo y divino amor, ved
nuestros amigos que están atentos; toda la naturaleza está en silencio; haz, hazme oír
vuestra voz25: quae habitas in hortis, fac me audire vocem tuam. Él querría,
aparentemente, oír de ella alguna palabra de dulzura, y él recibe esas palabras por toda
caricia: Huid, oh mi bien amado, con la rapidez de un ciervo. Ella ama mejor sus
privaciones que sus dones mismos y sus favores. Es porque ella dice: Huid. Y ahí
finaliza el Cantar, es que es la consumación de todo el misterio del santo amor. Todos
los ardores y todos los transportes se terminan, al fin, por querer toda perdida.
Magdalena, poseeréis y besareis los pies de Jesús al comienzo de vuestro amor. Cuando
le hará falta consumar, Jesús os dirá: No me toquéis más.

Tal es la conducta, tales son los rodeos, tal es la tiranía del amor divino durante esos
tiempos miserable de cautividad y de exilio. Vendrá el día de la eternidad, donde
veremos, donde amaremos, donde gozaremos, donde viviremos por los siglos de los
siglos.

22
Cant 8,14.
23
Cant 2,17.
24
Cant 8,14.
25
Cant 8,13. Citación libre.

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