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EL RETO DE LA RACIONALIDAD

LADRIERE, Jean. La ciencia en: J. Ladriere, El reto de la racionalidad. Madrid:


Ediciones Sígueme y UNESCO, 1978. 11-65 pp.

INTRODUCCIÓN

La ciencia moderna nació y se desarrolló en un ambiente cultural que estaba ya


profundamente marcado por la idea de la racionalidad. Y ésta descansaba
esencialmente sobre los cimientos filosóficos que la cultura griega legó a
occidente. Ahora bien, lo que ha dominado la concepción de la razón que se
elaboró en el contexto del pensamiento griego, es la idea de un saber
especulativo ordenado según el criterio de la verdad; y la verdad misma se
entendía como la correspondencia entre la representación, tal como se expresa
en el discurso, y la realidad. El saber especulativo pertenece al ámbito de la
visión; implica, desde luego, una articulación que puede ser enormemente
compleja, pero que, a través de la estructura conceptual en que se expresa,
hace ver el mundo de una manera adecuada; y esta correcta aprehensión es,
en sí, la finalidad última del saber y, en cierto sentido, de la vida misma. El
conocimiento verdadero conduce a la contemplación de la realidad tal cual es;
es decir, en su origen, y, por tanto, en lo más esencial de todo lo existente. Ver
el mundo desde la dimensión de los principios es verlo en su nacimiento, en su
crecimiento, en su eterna juventud. Tanto la imagen del eterno retorno, como la
idea de una visión bajo las especies eternas, recogen, aunque en contextos
diferentes, este tema. La filosofía clásica, sin duda, hace un hueco a la razón
práctica junto a la razón especulativa, pero le concede a ésta la prioridad y, en
sus formas más consecuentes, hasta pone en ella la razón de ser y la finalidad
de la razón práctica. Si se plantean problemas en el ámbito de la acción, es
porque el hombre es complejo; en concreto, porque existe en él una dualidad,
incluso una oposición, entre sensibilidad e intelecto. Pero, en definitiva, sólo
con la actualización de las potencias del intelecto encuentra el hombre su
armonía perfecta. La virtud de la acción consiste en hacer posible esta
armonía, asegurando las condiciones que permitan al pensamiento
especulativo desplegar todos sus recursos. La contemplación de lo verdadero
produce el más profundo de los goces; es visión y regocijo, a la vez. La “teoría”
nos abre las puertas de la vida bienaventurada.

Hay, sin duda, un componente cognoscitivo en la ciencia y hasta puede decirse


que un aspecto “contemplativo”. Y la idea clásica de verdad juega ciertamente
un papel regulador en sus desarrollos. Esto explica que haya sido posible
interpretarla, durante mucho tiempo, a la luz de los conceptos fundamentales
de la filosofía clásica. Aún cuando se hizo evidente que la ciencia no podía ser
considerada como una parte de la filosofía, que tenía sus propios principios y
métodos, continuó siendo entendida como una modalidad del saber teórico y,
por tanto, situada en la perspectiva de un ideal especulativo y contemplativo.
Este tipo de interpretación es el que se encuentra, por ejemplo, en la idea
relativamente corriente según la cual las teorías científicas, reemplazándose
unas a otras, se aproximan asintóticamente a la teoría completamente
verdadera, que sería una representación adecuada de la realidad. El mismo

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tipo de interpretación aparece también en la idea de la ciencia como el único
camino auténtico que conduce a la sabiduría. Esta concepción recoge, casi al
pie de la letra, la antigua idea de la salvación por el conocimiento, entendiendo
por salvación la conquista de una actitud justa y totalmente armonizada con el
mundo y consigo mismo, la entrada en un estado superior de unificación,
donde todas las contradicciones de la existencia estén superadas. Sólo se ha
producido un desplazamiento del método filosófico al método científico, pero,
en el fondo, es aún la idea de la razón teórica, crítica y constructiva a la vez,
ordenada a un saber verdadero, la que domina este enfoque.

Ahora bien, parece cada vez más claro que la ciencia es un modo de
aprehensión de la realidad que depende esencialmente, no de la visión sino de
la acción. Es lo que se expresa en la fórmula: “Todo saber es un poder”. A decir
verdad, esta relación entre el conocimiento científico y la capacidad de actuar
eficazmente sobre el mundo fue percibida ya con lucidez por los fundadores de
la ciencia moderna o, al menos, por alguno de ellos. Pero fue necesaria toda la
evolución que se produjo desde los comienzos para que cayéramos en la
cuenta del verdadero significado de esta relación. Hoy, la ciencia no es ya
simplemente un método de conocimiento, ni siquiera sólo un cuerpo de
saberes, es un fenómeno sociocultural de inmensa amplitud, que domina todo
el destino de las sociedades modernas y que empieza a plantear problemas
absolutamente cruciales porque, desde ahora, parece que ciertos límites están
traspasados. Si la ciencia marca tan profundamente la vida social
contemporánea, no es, ante todo, y en cualquier caso, de modo directo, por las
representaciones que nos proporciona de la realidad, sino porque ha creado un
modo de proyección exterior, bajo la forma de un conjunto de maniobras y de
prácticas en las que nuestras existencias están enredadas a pesar suyo y que
determina, de forma inmediata, las representaciones y los sistemas de valores.

La tecnología constituye esta mediación concreta, material, entre la ciencia y la


vida cotidiana, y representa algo así como la cara visible del fenómeno
“ciencia”. Desde luego, no se trata de identificar, pura y simplemente, ciencia y
tecnología. Pero hay que reconocer que existe una relación muy estrecha entre
estos dos componentes de la cultura moderna. Precisamente esta conexión,
que parece no tener carácter fortuito alguno y que puede manifestar un rasgo
característico de la ciencia, nos obliga a ver la ciencia mucho más como un
sistema de acción que como un método de conocimiento puro. Eso significa
que el desarrollo de la ciencia ha modificado profundamente, no sólo el
contenido de la cultura (introduciendo nuevos elementos de conocimiento y
produciendo nuevas prácticas), sino sus mismos cimientos. Comenzamos a
entrever que, por su misma dinámica, la ciencia, de modo no explícito, no
visible directamente, ha trastornado por completo la idea que la tradición
occidental se había hecho de la razón, de la verdad, de las relaciones entre la
razón teórica y la razón práctica, de la finalidad del hombre y de la naturaleza
de la historicidad. Descifrar el mundo fue el objetivo durante siglos y la misma
ciencia aparecía, durante mucho tiempo, como un instrumento particularmente
eficaz para ello. Ahora se trata de transformarlo. Claro que la transformación no
es sólo de naturaleza tecnológica, atañe también a las estructuras sociales, de
manera que es tanto política como tecnológica. Y hasta aparece esencialmente
como tarea política, en el sentido de que lo que está en juego es el destino

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global de las sociedades humanas. La tecnología, por su parte, no es más que
un savor-faire (saber hacer) de carácter local, limitado, dependiente siempre de
las circunstancias. La dimensión política es la que da su sentido global a la
acción, incluso a la puramente tecnológica, vinculándola a una perspectiva de
totalidad, es decir, a la puesta en práctica de un destino que atañe en definitiva
a la esencia del hombre (en cuanto libertad). Hay que señalar, al menos, que la
práctica científica ha jugado un papel inductor determinante en la evolución que
ha conducido a estas nuevas perspectivas. Desde cierto punto de vista, la
ciencia no aparece hoy sino como un componente, entre otros, de un proceso
general que afecta a la vida social entera. Pero, desde otra perspectiva,
constituye el factor decisivo gracias al cual se ha puesto en marcha todo el
proceso. Cabe preguntar, no obstante, si la acción de la ciencia debe
considerarse como algo causal o si su desarrollo no es más que la primera
manifestación de un movimiento histórico que sólo recientemente ha adquirido
toda su amplitud y que sobrepasa con mucho al sector concreto de la
investigación científica. Pero, aun en este segundo caso, podrá decirse que fue
precisamente sirviéndose del factor científico como pudo configurarse y
extenderse sucesivamente este movimiento a los demás sectores de la vida
social.

Lo cierto es que la ciencia y la tecnología a ella vinculada han adquirido


progresivamente una influencia decisiva sobre todo lo que constituye la cultura,
en el más amplio sentido del término, es decir, sobre todo lo que da a la vida de
una colectividad histórica su configuración específica. Puede decirse que la
cultura de una colectividad es el conjunto formado por los sistemas de
representación, los sistemas normativos, los sistemas de expresión de esa
colectividad. Los sistemas de representación abarcan los conjuntos
conceptuales y simbólicos a través de los cuales los diferentes grupos que
constituyen la colectividad tratan de interpretarse a sí mismos y al mundo en
que están inmersos, y, también, los métodos por medio de los cuales trata
dicha colectividad de ampliar sus conocimientos y su savoir faire. Los sistemas
normativos agrupan todo lo que depende de los valores con los que se juzgan
las acciones y las situaciones, y a partir de las cuales, eventualmente, se
justifican las prácticas concretas y, por otra parte, todo lo que depende de las
reglas particulares por medio de las cuales se organizan los sistemas de
acción. Los sistemas de expresión contienen las modalidades, a la vez
materiales y formales, por las que las representaciones y las normas consiguen
su proyección concreta, en el ámbito de la sensibilidad y gracias a las cuales
los estados profundos (en los que se materializa la existencia vivida, como
modo de experimentar la realidad natural e histórica) se exteriorizan como
figuras significantes, ofrecidas a un desciframiento constante. Los sistemas de
acción comprenden, a la vez, las mediaciones técnicas que permiten dominar –
más o menos adecuadamente- el medio social y las mediaciones propiamente
sociales, a través de las cuales se organiza la colectividad para seguir su
propio destino.

Todos los fenómenos humanos son históricos, pero es evidente que el tipo de
historicidad propio de la ciencia y de la tecnología es profundamente distinto
del tipo de historicidad que caracteriza los determinantes más profundos de
una cultura. La ciencia no se constituye como tal hasta el momento en que

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empieza a funcionar una perspectiva objetivante, propia de un sujeto anónimo,
impersonal, desligado de las vinculaciones concretas que proporcionan al ser
humano sus cimientos existenciales y le atan efectivamente a la naturaleza, al
tiempo, a una comunidad histórica concreta. Es preciso que se de una ruptura
con lo vivido, que se interrumpa la red de significaciones, el sistema tradicional
de evidencias, para que se pueda elaborar un tipo de saber científico. El
distanciamiento objetivante en relación con lo vivido, que subyace a la actitud
científica, se extiende al campo de la tecnología. Hay desde luego, a nivel de
uso, una reinversión existencial de los instrumentos técnicos, pero estos
tienden cada vez más a formar un mundo construido aparte, desligado de todo
lo natural y en el cual la actitud científica se proyecta de forma, en algún
sentido, material. La ciencia y la tecnología tienen sus leyes de desarrollo, pero
la historicidad que se manifiesta en ellas es emergente respecto a la que
sostiene a las culturas. Es posible que un día, por la acción de la ciencia y la
tecnología precisamente, desemboquemos en una cultura universal, uniforme y
sólo dependiente de lo “construido”. Pero, hasta ahora, las culturas son
múltiples, profundamente diversificadas y ligadas esencialmente a tradiciones
que les proporcionan el cariz de una realidad “dada”. Una cultura es la
expresión de una particularidad histórica, de un punto de vista original e
irreductible sobre el mundo, sobre la vida y la muerte, sobre el significado del
hombre, sobre sus obligaciones, sus privilegios y sus límites, sobre lo que debe
hacer y puede esperar. En y por su cultura el individuo entra de verdad en la
dimensión propiamente humana de su vida, se eleva por encima y más allá del
animal que hay en él. Su cultura le ofrece una “forma de vida”, por y en la que
se configura su existencia individual, y en cuyo contexto puede construirse su
destino particular. Por tanto, la ventaja de esta forma de vida es, primero y ante
todo, que le proporciona un arraigo, que le sitúa en alguna parte, en un tiempo
y en un lugar determinado, que le confía una cierta herencia, para lo mejor y
para lo peor, que le abre también, correlativamente, un cierto horizonte de
posibilidades que son, para él, su futuro concreto; en una palabra, que le ligan
a una perspectiva particular, a un modo específico de entender y gozar el
mundo.

Aunque por algunos conceptos, la ciencia, como sistema peculiar de


representación, y la tecnología, como sistema peculiar de acción, no sean otra
cosa que subcomponentes de la cultura, en otro sentido se separan de ella
para formar sistemas considerablemente autónomos, en interacción con la
cultura, pero oponiéndose a ella como lo universal a lo particular, lo abstracto a
lo concreto, lo construido a los dado, lo impersonal a lo vivido, lo sistemático a
lo existencial. He aquí la razón que ha obligado a preguntarse urgentemente
sobre las modalidades de la interacción entre la ciencia y la tecnología, por una
parte, y la cultura, por otra; y más específicamente, a preguntarse cómo
afectan la ciencia y la tecnología al porvenir de las culturas, en el sentido de
una desintegración progresiva, o en el de la elaboración de nuevas formas
culturales.

Esta interacción no se ha desarrollado de forma perfectamente sincrónica en


todas las partes del mundo. Es evidente que la ciencia y la tecnología científica
están estrechamente vinculadas a la industrialización. La ciencia moderna pasó
un largo período de incubación en la región del globo que había recogido, al

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menos parcialmente, la herencia griega y había combinado los métodos de
conocimiento legados por Grecia con la visión de la naturaleza y de la vocación
del hombre transmitida por la tradición judeo-cristiana. La industrialización
comenzó en los países donde la ciencia había alcanzado el más alto desarrollo.
A partir de ese momento empezó, respecto a la cultura tradicional de estos
países, un inmenso trabajo de erosión que no ha terminado aún, pero que está
ya muy avanzado. Es cierto que la ciencia ha estado dirigida, en parte, por
determinados elementos de la cultura tradicional, pero ha sido también y
durante mucho tiempo, como un cuerpo extraño dentro de la cultura. Sólo
recientemente, y mucho más por sus efectos indirectos que por su influencia
directa, ha llegado a ser un factor visiblemente determinante de la cultura. Se
produjo, por un lado, la desintegración de las representaciones y valores
tradicionales y, por otro, la integración progresiva en la cultura dominante (la de
los grupos más activos, más influyentes, más directamente relacionados con
los mecanismos de poder) de la mentalidad científica, de los valores, de los
contenidos de conocimiento y de los modelos de acción que subyacen a la
práctica científica y de las que son productos. Este doble proceso ha tenido
tendencia a acelerarse y ha llegado a ser mucho más intenso en el curso de los
últimos decenios. Pero se ha desarrollado según un ritmo progresivo, de modo
que, a pesar de las crisis, los conflictos, las rupturas, los efectos de las
diferencias entre los grupos sociales, hubo, en conjunto, una adaptación y
asimilación progresiva y continuada. En cambio, en las regiones del mundo que
sólo recientemente han sido alcanzadas por el impacto de la ciencia y de la
tecnología, la interacción con la cultura ha adoptado una forma mucho más
brutal y los efectos de desintegración se han sentido con mucha más agudeza.
En realidad, si se observa el fenómeno a un nivel suficientemente profundo, se
ve que el resultado es, al final, el mismo en todas partes. Pues incluso allí
donde la desintegración no se ha sentido como tal de forma intensa, está
igualmente presente. Sin embargo, un estudio medianamente preciso debe
tener en cuenta estos desfases temporales en los ritmos evolutivos. En
particular, debe distinguirse la situación de los países donde la industrialización
comenzó ya hace mucho tiempo y ha conducido a una transformación radical
de la sociedad, y la situación de los países que han entrado recientemente en
la vía de la industrialización y que sufren del modo más traumático el impacto
de la ciencia y la tecnología.

Este trabajo trata de analizar, desde esta perspectiva, la interacción entre la


ciencia y la tecnología científica, por una parte, y las culturas por otra.
Intentamos poner el acento, de modo particular, por lo que se refiere a las
culturas, sobre su dimensión ética (que forma parte del componente normativo
de una cultura) y sobre su dimensión estética (que forma parte del componente
expresivo de una cultura). Dos dimensiones especialmente significativas,
porque pertenecen a las regiones más profundas de un sistema cultural: la
ética está en la base del proceso de justificación y elaboración de las normas y
por esto regula en definitiva las conductas concretas y sus finalidades, y la
estética constituye el lugar de aparición de las disposiciones afectivas más
significativas, que determinan, en última instancia, el perfil concreto de una
cultura. Se podría decir que estas dos dimensiones revelan, respectivamente,
el carácter y la presencia característicos de una entidad histórico-cultural.
Prestándoles atención, estamos seguros que tropezaremos con los elementos

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más reveladores del fenómeno “cultura”; el impacto de la ciencia y la tecnología
sobre estas dimensiones determina su impacto sobre la cultura general.

Por supuesto, el estudio que tratamos de emprender deberá poner


esencialmente en evidencia el aspecto dinámico y evolutivo del fenómeno.
Estamos, en efecto, ante un proceso, histórico cuya significación no puede
captarse si no se abarca en toda su amplitud. Esto no quiere decir, sin
embargo, que pretendamos reconstruir su génesis histórica. Tomaremos la
situación tal como se presenta en la actualidad, pero intentando iluminar sus
fuerzas profundas, lo que hace que se trate precisamente de un fenómeno
evolutivo que, por lo demás, tiende a aumentar constantemente su intensidad.
El carácter esencialmente dinámico de la ciencia moderna es, sin duda, en
gran parte, responsable de este estado de cosas y tendremos que ponerlo
particularmente en evidencia.

Esto implica que el análisis no será sólo descriptivo, sino también parcialmente
prospectivo y evaluativo. No tendremos, desde luego, la pretensión de ofrecer
soluciones. El descubrimiento de la solución de un problema histórico es una
tarea colectiva, que no puede encerrarse en una fórmula simple, sino que
representa el resultado de muchos y muy variados esfuerzos parciales. Los
problemas se plantean en la acción y en ella deben ser resueltos. Pero para
que la acción sea eficaz y útil, para que responda adecuadamente a los
términos del problema, es preciso que éste sea captado en toda amplitud. Por
tanto, para iluminar la acción es muy importante verificar lo más posible la
significación global del fenómeno que aquí nos ocupa. Y para mostrar toda su
importancia, no vendrá mal intentar prolongar un poco la visión presente hacia
el porvenir, descubrir las tendencias que operan en la situación actual y hasta
lanzar ciertas hipótesis sobre las probables evoluciones. Pero a partir del
momento en que se abandona el terreno de la pura descripción (suponiendo
que de verdad existe un acercamiento puramente descriptivo a un fenómeno
histórico), se introducen inevitablemente las valoraciones. Por otra parte, no es
posible intentar una clarificación de la acción sin apelar a ciertos fines, y por
tanto, a cierta idea de la historia y del devenir del hombre. Porque la historia no
es simplemente la naturaleza prolongada; es imposible descubrir las leyes de la
evolución a partir de las cuales podrían hacerse predicciones. La historia es el
lugar de la libertad; se inventa a sí misma. Aunque no arbitrariamente y como si
todo fuera posible. La historia se construye partiendo de sí misma, hereda en
cada momento lo ya realizado, trabaja siempre sobre lo adquirido. Pero su
significación permanece siempre abierta; toda acción implica una toma de
posición valorativa sobre el pasado. Hay que saber captar las posibilidades
inscritas en lo que nos proporciona el presente; nada está decidido de
antemano; siempre se actúa a partir de una situación dada, con su vertiente
positiva y sus lagunas, a partir, tanto de lo que esa situación propone
directamente, como de lo que sugiere de forma indirecta a través de sus fisuras
e incluso de sus contradicciones. La acción, para ser eficaz, debe apoyarse
sobre posibilidades objetivas, pero éstas no actúan por sí mismas. Hace falta la
voluntad, la intervención de una responsabilidad y, en ella, el impulso de una
finalidad para que las potencialidades de lo posible aparezcan y se concreten
en su actualización. La lectura del presente, para que sea útil a la acción, debe
inscribirse, por tanto, en un horizonte lo más amplio posible y no debe dudar en

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cuestionar lo más esencial, las razones de vivir y esperar y un cierto
sentimiento de eso a lo que el hombre está llamado.

A MANERA DE PREGUNTAS GENERADORAS, PARA TENER EN CUENTA:


Estas orientarán la próxima clase.
1. ¿Qué se entiende por razón en el contexto del pensamiento griego?
2. ¿En qué sentido se afirma que las teorías científicas se aproximan
asintóticamente a una teoría completamente verdadera?
3. ¿Por qué se afirma que la tecnología es la cara visible del fenómeno
ciencia?
4. ¿En qué sentido se afirma que Todo saber es un poder?, ¿Cuál es su
postura al respecto?
5. ¿Cuál es el concepto de cultura planteado y cómo se relaciona con la
ciencia y la tecnología?

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