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Napoleón I [Napoleón Bonaparte]

(Ajaccio, Córcega, 1769 - Santa Helena, 1821) Militar y estadista francés. Como
Primer Cónsul (1799-1804) y Emperador de los franceses (1804-1814), dirigió los
destinos del país y llevó a Francia a ejercer la hegemonía europea tras una serie de
brillantes campañas militares por las que ha sido considerado uno de los mejores
estrategas de todos los tiempos. Aunque acabó con la República surgida de la
Revolución Francesa para centralizar el poder en torno a su figura, conservó parte
de las conquistas revolucionarias y contribuyó a su difusión por todo el continente.

Biografía
Nacido en una familia modesta de la pequeña nobleza de la isla de Córcega -recién
incorporada a Francia-, Napoleón siguió la carrera militar como becario,
graduándose en la Academia de París en 1785. Tras el triunfo de la Revolución
francesa (1789) simpatizó con el nuevo régimen, pero fracasó en su intento de
intervenir en política en pugna contra el nacionalismo corso representado por Paoli.

En 1793 conoció a Robespierre y se adhirió al partido jacobino. En aquel mismo año


adquirió notoriedad militar: se le encargó el mando de la artillería francesa en el
asedio contra Tolón (ocupada por los británicos), y el éxito de la operación le valió el
ascenso a general. Caído Robespierre, la Revolución dio un giro a posiciones
moderadas; se iniciaba la etapa del Directorio (1795-1799), nuevo poder ejecutivo
que confió a Napoleón la represión de los múltiples intentos de derrocamiento,
procedentes tanto de los realistas (que aspiraban a restaurar el absolutismo
monárquico) como de la izquierda radical.

Su prestigio culminó con el mando de la campaña de Italia (1796), que, concebida


como una mera maniobra de distracción en la guerra contra Austria, fue llevada con
tal éxito por el joven general que le hizo dueño de todo el norte de Italia y llegó a
amenazar Viena, obligando a los austriacos a la rendición y desbaratando la
coalición de príncipes italianos que se había agrupado en torno a Austria contra la
Francia revolucionaria: batallas victoriosas como las de Mondovi, Lodi, Arcole, Rivoli
y Bassano acabaron llevando a la Paz de Campoformio (1797), que otorgó a Francia
la orilla izquierda del Rin y un Estado satélite en el norte de Italia (la República
Cisalpina).

Napoleón fue recibido en Francia como el salvador de la República (tanto más


cuanto que el botín enviado desde Italia contribuyó a sanear las agotadas arcas de
la Hacienda francesa). La tarea de deshacerse del último enemigo que le quedaba a
Francia -Gran Bretaña- resultaba más difícil: tras desistir del proyecto de
desembarcar directamente en la isla, el Directorio concibió la idea de cortar las
comunicaciones británicas con sus colonias en Asia mediante la ocupación de Egipto,
y puso al mando de la operación a Bonaparte para alejarle de París, donde su
popularidad resultaba preocupante.
Napoleón desembarcó en Alejandría en 1798 y luchó con suerte desigual contra
turcos y mamelucos; pero el almirante inglés Horacio Nelson le cortó la retirada al
hundir la flota francesa en Abukir, y Napoleón prefirió regresar a Francia dejando a
sus tropas abandonadas en Oriente Medio (1799). Antes de que su popularidad
pudiera verse deteriorada por aquel fracaso o de que se le pudieran exigir
responsabilidades por su conducta, se unió a un grupo de conspiradores en el que
participaban su propio hermano Luciano y el abate Sieyès; Napoleón aportó la fuerza
militar que hizo triunfar el golpe de Estado del 9 de noviembre de 1799 (el 18 de
Brumario, según el calendario republicano).
El Consulado (1799-1804)

Napoleón se erigió enseguida en el hombre fuerte de la nueva situación, que se


diseñó como una dictadura personal conservadora, encaminada a salvaguardar
algunas conquistas esenciales de la Revolución (impidiendo el triunfo de una
contrarrevolución monárquica), pero evitando igualmente su prolongación en un
sentido democrático y poniendo fin a la inestabilidad social (descartando toda
posible revancha de los jacobinos). La dictadura, apoyada en la primacía de los
notables, se institucionalizó con la llamada Constitución del año VIII (1799), en la
que formalmente la República quedaba gobernada por un triunvirato con amplias
prerrogativas (el Consulado) que presidía el propio Napoleón como Primer Cónsul.

El fortalecimiento del poder ejecutivo le permitió pacificar el país (acabando con la


insurrección realista de la Vendée) y realizar importantes reformas de orden interno:
normalizó las relaciones del Estado francés con la Iglesia (Concordato de 1801),
completó la obra jurídica de la codificación (promulgando, entre otros, el Código
Civil en 1804), centralizó y racionalizó la administración en torno a la figura
del prefecto, puso en pie un sistema educativo público laico y eficaz, reorganizó la
administración de Justicia estableciendo una jerarquía única de tribunales estatales,
creó el Banco de Francia (1800) e impuso el franco como unidad monetaria nacional
(1800).

Estas reformas, en las que predominó un sentido racionalizador, uniformizador y


estatista, moldearon las instituciones francesas con arreglo al principio de igualdad
jurídica surgido de la Revolución. Una combinación de reformas militares y genio
estratégico personal le permitió completar la obra en el exterior, venciendo de nuevo
a los austriacos (Paz de Luneville, 1801) y asegurando la hegemonía continental
francesa en un reparto de esferas de influencia con Gran Bretaña, que conservaba el
control de los mares (Paz de Amiens, 1802).

El Primer Imperio (1804-1814)

Todos estos éxitos permitieron a Napoleón acentuar la orientación autoritaria de su


gobierno, decretando primero el carácter vitalicio del Consulado (1802); en 1804,
gracias a su inmenso prestigio, hizo aprobar una Constitución a su medida que
anulaba la República y configuraba un régimen centralista y autocrático mucho más
parecido a una monarquía hereditaria: el Imperio. Se conservaban, no obstante,
algunas conquistas de la Revolución Francesa, como la igualdad de derechos ante la
ley y las libertades civiles y políticas. El 2 de diciembre de 1804, Napoleón fue
coronado Emperador de los franceses

Aparte de constituir una respuesta a los intentos por restablecer en el trono francés
a los Borbones, el Imperio suponía un ideal de poder continental por encima de los
Estados nacionales. Efectivamente, apoyándose en el poder de sus ejércitos,
Napoleón procedió a reorganizar el mapa de Europa en torno a una Francia
fortalecida y extendida por múltiples adquisiciones territoriales (los Países Bajos, la
costa alemana del mar del Norte, la orilla izquierda del Rin, Cataluña, Piamonte,
Génova, Toscana y Roma). El propio Napoleón se hizo coronar rey de un nuevo reino
de Italia, y situó a otros miembros de la familia Bonaparte como soberanos de
Estados satélites en Nápoles (el mariscal Joachim Murat, cuñado suyo), España (José I
Bonaparte), Westfalia (Jerónimo Bonaparte) y Holanda (temporalmente entregada a
su hermano Luis Bonaparte).
Napoleón reorganizó Suiza convirtiéndola en un Estado dependiente de Francia;
controló personalmente el Estado creado en la costa dálmata bajo el nombre de
Provincias Ilíricas; y reorganizó Alemania en 1806, estableciendo el protectorado
francés sobre la llamada Confederación del Rin, en detrimento de la influencia de
Austria (a la que venció en Ulm y Austerlitz en 1805, y de nuevo en Wagram en
1809) y de Prusia (vencida en Jena y Auestadt, 1806). Tras vencer a Rusia en
Friedland (1807), le arrebató Polonia, creando en aquel territorio un Gran Ducado de
Varsovia gobernado por el rey de Sajonia, aliado de Napoleón; e incluso consiguió
que uno de sus generales, Jean-Baptiste Bernadotte, se hiciera con la Corona de
Suecia.
Controlada la práctica totalidad de Europa occidental, el poderío naval de Gran
Bretaña le impidió una vez más doblegar a este último enemigo (batalla de
Trafalgar, 1805); intentó entonces rendir a Gran Bretaña mediante un bloqueo
continental que la aislara de los mercados europeos (Decreto de Berlín, 1806), pero
los perjuicios fueron mayores para los comerciantes europeos que para la economía
británica. Aquel primer ensayo de unificación europea llevó a gran parte del
continente las ideas e instituciones surgidas de la Revolución francesa, extendiendo
a otros países la dinámica de transformaciones políticas, económicas y sociales del
liberalismo que habrían de marcar su entrada en la Edad Contemporánea.

Las ambiciones napoleónicas, sin embargo, topaban con demasiados enemigos:


nacionalistas, liberales, católicos, tradicionalistas y víctimas del bloqueo continental.
La invasión de España (1808) dio lugar a una insurrección permanente en la
península Ibérica, con una lucha guerrillera que absorbería grandes recursos
humanos y financieros del Imperio. El posterior intento de invadir Rusia en 1812-13
le permitió tomar Moscú, pero hubo de retirarse ante la estrategia rusa de «tierra
quemada» y de rehuir las batallas decisivas; la retirada del Gran Ejército del
emperador constituyó un desastre por el efecto combinado del clima, las grandes
distancias y el acoso enemigo, iniciándose entonces el derrumbamiento del sistema
napoleónico (1813).
Una gran coalición de todos los enemigos de Napoleón (con Rusia, Austria, Prusia y
Gran Bretaña a la cabeza) acabó por consolidarse y derrotarle en la batalla de
Leipzig (1813): el emperador tuvo que retirarse hasta territorio francés, mientras
veía esfumarse su anterior poderío en el resto de Europa. En 1814 los aliados
completaban su avance tomando París y Napoleón era obligado a abdicar.

El Imperio de los Cien Días (1815)


Mientras los aliados iniciaban la restauración del Antiguo Régimen en el Congreso de
Viena, Napoleón era confinado en la isla mediterránea de Elba. Restablecida en
Francia la monarquía borbónica en la persona de Luis XVIII, la arbitrariedad y el
revanchismo de los vencedores causaron pronto descontento entre la población.
Unido esto a las disensiones políticas que surgieron entre los antiguos aliados, el
depuesto emperador se decidió a intentar recuperar el poder.

Napoleón escapó de su confinamiento y desembarcó en Cannes, reuniendo a sus


fieles en apoyo del que, por su breve duración, sería llamado «el Imperio de los Cien
Días» (1815). El rey huyó y Napoleón se puso de nuevo al frente del Estado y del
ejército y, mientras intentaba ganarse a los franceses presentándose con un
proyecto más liberal, preparó la inevitable confrontación militar contra los aliados.

Ésta se produjo en la batalla de Waterloo (Bélgica), donde los aliados derrotaron


definitivamente a Napoleón bajo el mando de duque de Wellington. La segunda
restauración castigó más duramente a Francia y a Napoleón, que fue desterrado en
peores condiciones a la lejana isla de Santa Helena (océano Atlántico), bajo control
británico. Allí permaneció hasta su muerte, viendo deteriorarse su salud
gradualmente, al tiempo que dictaba al conde de Las Cases unas memorias en
donde interpretaba su labor como un intento de continuar y consolidar la obra de la
Revolución de 1789, añadiéndole una idea de orden y extendiéndola por el resto de
Europa.

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