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Anne Vernet

Jean Genet
Revista Trasversales número 21 invierno 2010-2011

Anne Vernet (1953) es doctora en Ciencias del Lenguaje y escenógrafa.


Profesora de teatro durante 20 años. Autora de numerosos artículos sobre
filosofía política, historia del arte y dramaturgia. Autora de las novelas La
Seconde Chance (2009, éditions Sulliver) y Un trop-plein d’espace (2010,
éditions Sulliver). Traducido del francés por Trasversales, con autorización de la
autora.

Las anotaciones en azul que aparecen en algunos lugares del texto son
aclaraciones del traductor, que no figuran en el texto original.

La obra de Genet marca un renacimiento. Desde el lado de la barrera contrario al


del brechtismo que esterilizó el teatro de Brecht, impulsa la creación teatral
crítica a partir precisamente de lo descartado por Brecht en su estética: el
culturalismo y la identificación. Genet trastoca las normas dramatúrgicas y abre
una perspectiva totalmente nueva. Su percepción del teatro no procede a través
de la práctica artística, la teoría o la literatura, sino de la vivencia de las
instituciones sociales: “Todas las formas de gobierno moderno son sordamente
teatrales”, dijo, pero “hay un lugar en el mundo donde la teatralidad no oculta
ningún poder: el teatro” [Edmund White, Jean Genet, París, NRF Gallimard,
1993, p. 497]. Así, Genet, como Foucault, comprendió lo esencial del dispositivo
francés desde el siglo XVII. Dando un rodeo a través del “lugar sin poder” del
escenario, desvela la estructura de los poderes civiles, que es la estructura de una
perversión de la teatralidad. Así, el teatro vuelve a vincularse con una sacudida
activa de las representaciones sociales y rompe con la crítica pseudoiconoclasta
del absurdo (sobre todo Ionesco), limitada a tópicos sociales presentes desde el
siglo XIX.

La obra de Genet convoca e inaugura la puesta en escena contemporánea con un


texto completamente innovador. “Si el público se adhiere físicamente a la obra,
hace falta (...) interrumpir su credibilidad para recordarle sin cesar que se trata de
trece comediantes que se divierten entre sí, lo que requiere una puesta en escena
visible” [Ibid.].
Su teatro está concebido para presentaciones simultáneamente diferentes,
singulares y contradictorias, a la manera de ciertas representaciones funerarias de
la alta antigüedad africana que, ante la tumba, declinaban a la vez todas las
facetas de lo que fueron los diversos “apareceres” del difunto. Su obra inaugura
la era de la libertad para el teatro, al que Beckett ya le había cerrado la puerta de
la vieja convención mostrando que su único fundamento era la dictadura de lo
“representado”. El rigor estético del escenógrafo Roger Blin, sin el que Genet no
hubiera encontrado a su público en condiciones tan favorables, abre desde
1953 (año en que Blin monta en París Esperando a Godot, de Beckett) toda la
problemática de la puesta en escena contemporánea y señala con la mayor
precisión esa “componente textual” que toman como regla, en un caso, o como
ofrenda, en el otro, las dos opuestas modalidades de puesta en escena: o bien
servidora del texto, o bien creativa y consubstancial con la obra teatral.

La distribución de los personajes retoma en Genet los grupos-personaje


brechtianos (chicas del burdel, clientes, ejército, revolucionarios, figuras
judiciales, muertos, etc.). Pero transponer la propia ejecución teatral, por
definición igualitaria, en representación de este “principio social de igualdad”
que motiva la falsa teatralización del poder denunciada por Genet, es toda una
proeza. Impone un manejo absolutamente riguroso del lenguaje, dirige totalmente
su uso y destierra de él todo substrato psicológico, ya que el mimetismo queda
prohibido por la propia factura de la obra: es sustituido por la dimensión
colectiva de la interpretación de los actores a través de una suerte de doble juego
de la igualdad. No existe ningún “papel secundario”, pero tampoco
individualismo.
No se trata de “teatro dentro del teatro” en el sentido de una estructura en
abismo (serie de narraciones encajadas una dentro de otra) de la teatralidad al
modo de Pirandello; lo que hace Genet es más bien su transposición, algo
incomparable con el embalaje de los quesitos de La vaca que ríe (aparece una
vaca con unos pendientes que reproducen la misma caja con una vaca con
pendientes-caja...).
Esta transposición consiste en provocar sobre el escenario el estallido de la falsa
teatralización del mundo o, para decirlo con más precisión, del poder. Esto es
infinitamente más sutil y vertiginoso, pero también mucho más difícil, pues exige
una delicadeza extrema en la brusca reorientación de los procesos estéticos del
teatro, en cuanto a la composición y la puesta en escena. Genet no se equivoca al
denunciar la falsedad de la “teatralidad” del poder: en la medida en que la
jerarquía constituye la realidad del poder desde su propia perspectiva, no puede
haber una verdadera “teatralidad” del poder, ya que lo que éste convierte en
ficción es la igualdad. Toda teatralización del poder, esto es, toda representación
que haga de sí mismo y con la que pretenda convencer, es una perversión, un
engaño dirigido a mostrar al poder como garante de la igualdad, de la isonomía.
Sólo es sordamente teatral.

Genet no comete el error posmoderno que identifica las representaciones


mediáticas y políticas contemporáneas con la teatralidad: no hay ningún carácter
auténticamente teatral en las representaciones de las que el poder se dota. La
intención real de toda representatividad política es siempre la jerarquía. Genet
concentra en eso su crítica. La transposición de los valores invierte la dinámica
de la estética teatral para poner de manifiesto el procedimiento que se oculta tras
la teatralización del poder: el papel mimético de las funciones sociopolíticas. La
principal inversión que Genet impone al juego teatral consiste en limitar, como
Beckett, la isonomía de la actuación de los actores, la libertad de interpretación,
la psicologización del personaje y toda “personificación” reductora a la
figuración cotidiana de la que el teatro occidental “burgués” ha hecho su norma.
En Genet, las funciones representadas por los personajes son el medio utilizado
por la puesta en escena para mostrar la igualdad que regula sus relaciones. Esa
transposición, en tanto que contraria a la vivencia de la realidad social, desvela la
coacción jerárquica que actúa tras su distribución falsamente democrática.

La inmensa mayoría de las declaraciones de Genet sobre su obra tienen doble


sentido, como las de Brecht. Cuando declara que “la teatralidad, en el teatro, no
enmascara ningún poder”, significa que se sirve de la estética teatral para
desenmascarar la naturaleza del poder que éste disimula bajo las
representaciones, excesivamente teatrales, que hace de sí mismo. Igualmente,
cuando dice, refiriéndose a Los biombos, “Mi obra tiene lugar en un dominio en
el que la moral es reemplazada por la estética del escenario” [White, op. cit., p.
498], no hace una reivindicación de “artista”. Genet percibió la naturaleza
profundamente social y crítica de la estética teatral; se refiere a la estética
escénica como moral (la moral social era para él una máscara del orden) en tanto
que instrumento adecuado para desenmascarar las instituciones. La máscara es la
función social simbólica. De alguna forma, nos encontramos así en el corazón del
proceso instituyente de las representaciones colectivas en el imaginario humano.
La clave reside en el poder mimético. En Genet, función y mimetismo se
presentan como factores activos de la jerarquización del mundo: evidentemente,
no se desea imitar lo que es igual a nosotros. La modelización del deseo por la
imitación, la identificación con la función como proceso de satisfacción, implican
la referencia a un plus que soi, superior a uno mismo, y por tanto conllevan la
autonegación del sujeto.

La distribución de los personajes puede ser dual (Las Criadas) o pletórica (Los
Biombos), ya que reposa sobre la función. Es funcionalidad:
“Sobre el escenario de El Balcón aparecen las funciones humanas en tanto que
relacionadas con lo simbólico: el poder del que hace y deshace en el orden del
pecado y de la falta, a saber (...) todos los episcopados; el poder del que
condena y castiga, a saber el juez; el poder del que asume el mando (...), poder
del jefe de guerra, comúnmente el general. Todos estos personajes representan
funciones respecto a las que el sujeto se encuentra como alienado respecto a esa
palabra de la que él es soporte, en una función que supera con mucho su
particularidad” [Jacques Lacan, “Sur le Balcon de Genet”, Magazine littéraire, nº
313, p. 53].

La significación imaginaria social aquí captada es esa funcionalidad que fuerza la


identificación con los roles fundamentales del poder, constelación según la cual,
como espejo o en reacción a ella, se distribuirá, inventará o perderá la palabra de
aquellos a los que tales roles alienan.
“De repente, estos personajes van a ser sometidos a la ley de la comedia. Esto
es, nos ponemos a representar lo que es gozar de esas funciones (...) Vemos al
obispo, al juez y al general promovidos a partir de esta pregunta: ¿qué será eso
de gozar de su estado de obispo, juez o general? (...) Genet hace encarnar en el
ámbito de la perversión aquello que, en lenguaje fuerte y en días de desmadre,
llamaríamos el burdel en el que vivimos” [ibid. p. 54].

La escenografía y sus topoï (“lugares” de la acción) derivan de la denominación:


esto es el burdel, así que esto es un burdel. El burdel de El Balcón no es una
metáfora del mundo si el mundo es un verdadero burdel:
“el obispo mismo, el juez y el general (...), en posición de especialistas, como uno
se expresa en términos de perversión, ponen en cuestión la relación del sujeto
con la función de la palabra (...) Esta relación, si bien es una relación
adulterada, una relación en la que todos han fracasado y en la que nadie se
reencuentra (...), sigue sosteniéndose, por muy degradada que esté, como algo
vinculado (...) a lo que se denomina el orden. Sin embargo, si una sociedad ha
llegado a su desorden más extremo, ¿a qué se reduce ese orden? Se reduce a lo
que se llama la policía” [ibid. p. 55].

La función subalterna del prefecto de policía va a revelarse como dominante y


fundamento de las de obispo, juez y general. Es decir, el substrato del orden
simbólico que la política moderna instituye puede calificarse como fascista. En el
burdel, cada cliente solicita los ornamentos, los atributos funcionales, de obispo,
de juez, de general, para organizar la puesta en escena necesaria para su goce.
Pero ninguno reclama el atributo de prefecto de policía.
La hipótesis de Genet, según Lacan, que la encuentra “muy hermosa”, es que el
prefecto no es “un personaje en cuya piel se pueda gozar”: “el prefecto de policía
(...) llega y pregunta ansiosamente: ¿alguien ha pedido ser prefecto de policía. Y
eso nunca ocurre” [Ibid.]. Pero finalmente alguien lo pide. Fuera, tiene lugar la
revolución, de la que una de las chicas que antes estaba en el burdel (Chantal) ha
sido convertida en encarnación. Su “salvador” (Roger) pedirá en el burdel los
atributos de prefecto de policía: los obtendrá pagando como precio su
autocastración.

“En esto, el prefecto de policía, que estaba muy cerca de alcanzar la cima de su
satisfacción, hace, pese a todo, el gesto de comprobar que él aún está intacto,
cómo, en efecto, así es. Su tránsito al estado de símbolo bajo la forma del
uniforme fálico propuesto se ha hecho inútil de ahí en adelante” [Ibid p. 57].

La falsa teatralidad del poder consiste en forzar la identificación con el símbolo:


¿pero qué es lo castrador? ¿La naturaleza del orden? ¿El acceso a lo simbólico?
¿O el propio mimetismo en que, como tal, reposa la naturaleza castradora del
orden? En eso reside la pregunta planteada por Genet. A esa pregunta aún no se
le ha dado respuesta: se encuentra en el corazón de toda la simbología del
imaginario colectivo, de la funcionalidad de las representaciones sociales. No
resulta sorprendente que el analista Lacan concluya, aunque con toda la
ambigüedad posible, que...
“aquel que luchó para que algo que hasta ahora hemos llamado el burdel
recupere su estribo, su norma, su reducción a algo que pueda ser aceptado como
plenamente humano, una vez pasada la prueba, sólo se integra a condición de
castrarse, es decir, de hacer que el falo sea promovido de nuevo al estado de
significante”.
Pero El Balcón no fue concebido como ilustración del discurso psicoanalista ni,
por tanto, como garantía del orden del que procede. Genet, a mi juicio, va mucho
más lejos.
El teatro de Genet es un obra de combate contra los procedimientos miméticos, a
los que, en definitiva, considera castradores, es decir, que si bien liberan al sujeto
imitador del modelo también instauran éste como tabú, ya que el modelo queda
fantaseado como algo que escapa a la castración. Evidentemente, se dirá que la
homosexualidad cristaliza la problemática mimética de la identificación con los
roles impartidos (sexuales y sociales). Es cierto. Pero eso no hace de la obra de
Genet un “teatro gay”, como es catalogado al otro lado del Atlántico: la
problemática planteada afecta a todo papel, a toda función, de la identificación y
de la coacción mimética, mucho más allá de una única problemática sexista
(homosexual y feminista, como han planteado Kate Millet y particularmente
Hélène Cixous, que ve en la obra de Genet “la expresión de una verdadera
conciencia feminista” [citada por E. White, op. cit., p. 521]).
En Genet tiene lugar una sutil transposición: el poder de la representación
falsamente teatral se revela, por medio de la escena, como coacción mimética.
Sería oportuno tomar en cuenta la proposición de Genet: lo castrador es la
mímesis [el término mímesis designa orginalmente los procesos de
representación o de figuración del mundo social elaborados por el arte y la
literatura; puede extenderse a toda representación que una sociedad se da de sí
misma y a los procesos de socialización del individuo puestos en práctica por el
orden social (mímesis social)]. ¿Cuál es el precio que hay que pagar por un goce
“no identificado”? Es más que evidente que costará muy caro. Es muy posible
que la experimentación del suicidio, intentado una vez por Genet, y el uso que
hacía del Nembutal le permitiese acercarse a esta percepción, que podemos
considerar cercana a ese “no-lugar de la Voz” que funda el lenguaje según
Agamben Giorgio [Agamben, Le Langage et la Mort]: experiencia de lo
innombrable vinculada al espacio “ab/soluto” del no lenguaje. Recordemos aquí
que Genet hace de su lengua “materna” (el francés) una lengua extranjera, mejor
dicho, una lengua apátrida, en y por la cual se inscribe deliberadamente como
extraño a sí mismo.
Todo poder procede de esta mímesis alimentada con la fascinación del símbolo,
que se desvela, cuando es alcanzado o realizado, bajo la forma del acto
irreversible que funda el orden más arcaico: la castración. El poder absoluto sólo
arraiga en la sumisión absoluta. Este acto, que deja al sujeto definitivamente
amputado de sí mismo por la pérdida de su potencia creadora es antimimético ya
que es reflexivo: la castración deroga la mímesis. Recíprocamente: sólo nos
liberaríamos de la coacción mimética dejando de gozar en ella. ¿La castración
abre el paso hacia lo simbólico o bien la trampa de la captación simbólica sólo
conduce a la castración, en este caso a la imposibilidad de gozar, por definición,
de la función del orden? Nadie entra en la piel del prefecto de policía para hacer
el amor, como señala Lacan. El goce captado a través de las máscaras miméticas
(en cuyo corazón se oculta su motivo: la piel “frígida” del prefecto de policía) es
en realidad sólo imitación del goce, lo que descubre el acceso a la función
primaria del orden (el prefecto): ese absurdo y burdelario deseo de los atributos
del orden y de obtenerlos a alto precio sólo empeña la pérdida de una máscara,
ilusión de un placer que jamás existió, no existe y jamás existirá, “franca farsa de
gusto picante”, concluye Lacan.

“Genet no escribe para aportar su contribución a la literatura. Escribe contra


ella. Y el escenario es, por excelencia, el lugar donde realizar semejante
operación, a la que hay que calificar de deconstrucción. (...) Genet desplaza el
teatro. Lo pone en entredicho (...) Niega [al espectador] toda tranquilidad, le
prohíbe la catarsis” [Bernard Dort, Magazine littéraire, nº 313, p. 50].
Pero va mucho más lejos que el simple cuestionamiento formal del teatro. Porque
recurrir a la escena para explorar y trastocar las funciones sociales trastoca
también la función teatral en la medida en que rompe precisamente el punto de
articulación, en el imaginario social, donde el teatro y las representaciones
instituidas se cruzan. El cuestionamiento de El Balcón es realmente vertiginoso.
Se puede hablar en verdad deestructura en abismo: el plano simbólico está más
allá de toda representación, incluyendo la teatral. Pues la mímesis teatral recusa
por definición todo poder sobre lo real: las acciones son, sobre el escenario,
figuraciones efímeras e inconsecuentes, imágenes ficticias de la mediación que
en sí jamás es visible ni identificable. El teatro es pues el único lugar donde la
mímesis escapa de la coacción utilitaria, ya se trate del poder o del símbolo, y, de
hecho, también escapa a la castración.

El teatro inaugurado por Genet es la antítesis de la dramaturgia trivial que exhibe


como ley, verdad, realidad y placer la coacción mimética del mundo. Por eso,
Genet no se vuelca en la defensa del happening. Lo impide la elaboración de un
nuevo orden, indirecto, de un lenguaje dramático y poético imprescriptible y que
no prescribe nada, porque no confunde lengua y símbolo. Capaz de “citar de
memoria pasajes enteros de Bakunin” [según E. White, op. cit., p. 517], Genet se
mantiene fiel a la visión del “gran exiliado” que declaraba al zar: “Nuestra
misión es destruir y no construir; otras personas construirán” [Bakunin,
Confession, en André Rezsler, L’Esthétique anarchiste, París, PUF, 1973, p. 31],
para motivar su negativa a esbozar la visión de una sociedad futura.
La negativa de Bakunin a sistematizar el arte tuvo la misma razón.
Contrariamente a numerosos teóricos de una estética anarquista, Bakunin no
creyó en el poder revolucionario del arte “comprometido”. Genet tampoco:
“jamás creyó que el arte tuviera una eficacia política directa y tuvo que renunciar
a escribir (...) para comprometerse plenamente en política” [White, op. cit ., p.
513]. Pero si Bakunin “dijo no a un arte militante, dijo sí a un arte que testimonia
la parte inalienable del ser humano y cuyas obras mantienen una actualidad
indiscutible” [André Rezsler, op. cit., p. 36]. “La ciencia no puede salir de la
esfera de las abstracciones. Es muy inferior al arte que también está relacionado
sólo con tipos generales y situaciones generales, pero que las encarna, por un
artificio que le es propio (...) El arte individualiza en cierto modo los tipos y las
situaciones que concibe. Él es, pues, retorno de la abstracción a la vida. La
ciencia es, al contrario, la inmolación perpetua de la vida, fugitiva, pasajera, pero
real, sobre el altar de las abstracciones eternas” [Bakunin, Dieu et l’État, citado
por A. Rezsler, op. cit ., p. 37].

Genet se coloca exactamente en esta filiación o más bien en esta “obsesión”, en


el sentido musical del término, ya que es poco elegante hablar de “filiación” al
referirnos al anarquismo, que se inscribe en la historia, más que como “herencia”,
como obsesión sin cesar retomada, o como motivo musical en una obra. Genet
persigue en su obra el desarrollo de una reflexión filosófica y sociológica/crítica
que, singularmente, intenta llevar a buen término, sin disolverla en lo que sería el
“goce colectivo” de la creación instantánea del happening, donde la
individualidad se reencuentra cosificada como mínimo común denominador de
un deseo colectivo amorfo.
Y precisamente eso hace que su obra sea notable: ninguna valoración
egomaníaca del “personaje”, ninguna posibilidad de que el espectador se
identifique con personajes de Genet. En cierto modo, realiza, en la obra artística
individual, el objetivo del happening, pero sin que haya disolución de la
individualidad en un colectivo informe y terrorífico: la “fibra salvaje” de la
resistencia psíquica a toda modelización [Cornelius Castoriadis, L’Institution
imaginaire de la société] está muy presente y es irreductible en Leila y en Said
[personajes de Los biombos]. No reflexionamos bastante sobre lo que esto
implica: por una parte, Genet jamás se compromete con uno de sus personajes
(“proyección” psicológica); por otra parte, mantiene en la objetividad de la
presentación el análisis del proceso mimético.
Es sorprendente, sin embargo, que pueda hacerse tal “acrobacia”. Son muy
ilustrativas sus declaraciones respecto a Los Negros y Las Criadas:
“creo que la acción directa y la lucha contra el colonialismo harán más por los
negros que cualquier obra de teatro. En estas obras quise dar voz a una cosa
profundamente enterrada, una cosa que los negros y otros seres alienados son
incapaces de expresar. Puede que haya escrito estas obras contra mí mismo, que
soy los Blancos, el Patrono, el Clero... “ [O. Aslan, Roger Blin. Qui êtes-vous?,
La Manufacture, 1990, p. 201].
La problemática de la identificación en Genet se presenta, por tanto, como
oxímoron (metáfora que armoniza dos conceptos que se niegan mutuamente).
Genet forma parte de esos seres (a los que otros calificarán como perversos) que
no pueden identificarse (a lo que se esperaría como norma) o que sólo se
identifican por medio de la negación del modelo, es decir, se constituyen en la
paradoja y el conflicto. No obstante, tales procedimientos sólo son patologías
respecto a la norma. Y si algo hay seguro es que tales conformaciones producen
rebeldes frente al orden, esto es, aquellos revolucionarios que no aspiran a la
instauración de un orden “nuevo”. Genet desarrolla pues la atracción del orden
como captación mimética. En eso insiste: toda mímesis es, en definitiva, una
trampa para el goce.

Por tanto, la revolución no puede aspirar a instaurar un orden que se diga


diferente: no puede haber en ella “otro” orden que el del prefecto de policía, es
decir, la contrarrevolución. En Las Criadas, Genet trata del mimetismo en la
situación igualitaria, no de las criadas mismas sino del juego teatral que
instauran. El personaje imitado/deseado (Madame) es un “plus-que-soi”, superior
jerárquico fantaseado: símbolo-falo. Por eso las actrices deben renunciar al juego
psicológico (y a la isonomía) para dejar ver el proceso mimético en el cual han
sido atrapadas las personajes. La caída en la trampa del juego rigurosamente
igualitario -corazón de la estética teatral- muestra en Las Criadas cómo el juego
pseudoigualitario (teatralmente “democrático), cuando usa de la identificación,
conduce no sólo a la desigualdad sino también a la opresión y al terror. Las
Criadas nos remiten al engaño mediático de las democracias occidentales y a su
tentación permanente: la teatralización fascistoide.
Se puede plantear que existe una diferencia de sexos entre El Balcón y Las
Criadas: si en el mundo masculino del burdel el proceso mimético acaba en la
castración (y por tanto en la instauración del orden), en el universo
aparentemente femenino de Las Criadas culmina en el crimen. Pero este universo
está regulado por lo masculino ausente: Monsieur, amante de Madame, es el
pivote, la fuente de la situación y el agente del mortífero “golpe teatral”.
Corriendo a reunirse con él, Madame escapa del crimen y condena, sin saberlo, a
las criadas: el orden confiere el poder al hombre castrado cosificando a la mujer.

Genet alumbra una problemática de crucial gravedad: la más mínima práctica, en


sociedad, del “juego” igualitario como tal, en la medida en que subsiste un
referente jerárquico y se funda sobre la codicia mimética, es portadora de
violencia y conduce al homicidio. En otros términos, el juego social no es y no
puede ser teatral: en el mundo real, la igualdad no puede, sin destruirse y destruir,
caer en la trampa mimética y jugar con las figuras jerárquicas. Desde este punto
de vista, Las Criadas son la autopsia de las contrarrevoluciones generadas por las
revoluciones mismas, la de las máscaras revolucionarias y su recurso, siempre
fatal, a la solución jerárquica para instaurar la igualdad.
Genet repliega el teatro sobre sí mismo: descubre su proceso y función por medio
de la exhibición de su perversión social y política. Antipoder (y no contrapoder),
el teatro destruye las normas identificantes por el juego de su propia mímesis.
Una verdadera teatralización del lenguaje, propia para revelar la potencia
poiética (creativa) de éste, prohíbe la convención dramática del juego
“psicológico”. Como en Beckett, el actor de Genet está de entrada forzado a la
derrota, derrota de sus experiencias técnicas, ya sean el juego stanislavskiano u
otras, y conducido a otro registro. Pero esto funciona de forma exactamente
inversa que en las obras de Beckett, donde lo representado (escénico) impuesto
bloquea la destreza ordinaria del actor. En Genet, lo que prohíbe ese recurso es la
misma teatralización de la lengua, que se exhibe a sí misma como espectáculo
(de manera opuesta a “la palabra directa” del happening): la lengua se designa
como tercer término, no como “comunicación” o mediación directa. La lengua,
en la dimensión política de la nacionalidad que induce, es para Genet una de las
figuras pervertidas de la falsa teatralización del poder. Hay pues que demoler
también este aspecto del orden lingüístico, lo que Genet hace como poeta
enamorado de la lengua...

“El lenguaje, que prescribe a una obra su espacio, su estructura formal y su


existencia misma como obra de lenguaje, puede conferir al segundo lenguaje que
reside dentro de la obra una analogía de estructura con el delirio. [Pero] hay
que distinguir entre lenguaje y obra: ésta es, más allá de sí misma, aquello hacia
lo que se dirige, lo que ella dice, pero también es, más acá de sí misma, aquello
a partir de lo que ella habla. A este lenguaje no se le pueden aplicar las
categorías de lo normal y de lo psicológico, de la locura y del delirio, pues es
franqueamiento de límites original, pura trasgresión” [Michel Foucault, op. cit.,
p. 216]. En ese aspecto, Los Biombos es una obra ejemplar. Blin debió renunciar
en 1959 a montar la obra bajo la presión del ministerio del Interior. Siete años
más tarde, Barrault aceptó producirla en el Odéon. Blin dirigía la puesta en
escena, en justo desquite para este firmante del Manifiesto de los
121 (Declaración sobre el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia) y
quien, por eso mismo, había sido vetado durante un año en la radio, en la
televisión y en los teatros del Estado, junto a otros firmantes como Cuny, Martín,
Terzieff y Signoret [O. Aslan, op. cit., p. 206].

El título definitivo de la obra (que también recibió sucesivamente los títulos


de Ça bouge y Les Mères) designa el dispositivo escénico, que, evidentemente,
es más que esto. Los Biombos van más allá del prejuicio político. Genet no deja
de negar, con Fanon, el sistema revolucionario que se enfrenta como un espejo al
orden rechazado:
“La humanidad espera algo más de nosotros que esa imitación caricaturesca (...)
no hay que reflejar una imagen, aun ideal, de su sociedad y de su pensamiento,
por los que sienten de cuando en cuando una inmensa náusea” [Frantz Fanon,
Los condenados de la tierra, FCE, México, 1983].

El combate contra la mímesis social continúa: “Todo ocurre como si los


revolucionarios se dijesen: vamos a probar al régimen que hemos derrocado que
somos capaces de hacerlo tan bien como ellos. Y, entonces, imitan los
academicismos” [Entrevista de Hubert Fichte con Jean Genet,]... No puede
realizarse una verdadera revolución bajo la coacción mimética.
Si Genet envía algún mensaje, es el siguiente: la revolución sólo podrá efectuarse
después de que las personas se hayan liberado de la huella mimética y abolido la
idea de modelización. Leila, la absoluta fealdad hasta el punto de no tener cara, y
Said, el pobre absoluto hasta el punto de no poder comprar como mujer más que
a Leila, ese antimodelo, este anti-mimo absoluto de la belleza, son la pareja que
queda fuera de toda identificación, para la que, en el mundo mimético, no hay
salida, ni por la vertiente del orden ni por la vertiente de la revolución. Carecen
de identidad. Pero de golpe, son quienes son libres. La actualidad de Genet es
extraordinaria en esta hora de comunitarismos identitarios y de dictadura
mimética. La intención va más allá de toda problemática cultural. Los Biombos
rompen la cultura: los personajes rompen estos biombos de signos, de imágenes,
de palabras, biombos culturales que enmascaran el vacío identitario de la
humanidad, su ausencia de imagen. Los biombos son espejos que dejaron de
reflejar imágenes. El lenguaje trabaja como los biombos, puesto/quitado,
desplegado/perforado, significando/borrando: juego y combate, cuerpo a cuerpo
entre mímesis sutil y mímesis del orden, así es la obra que parece circular a
través del lenguaje. “Voy a hacer otras obras. Una sobre los negros y veréis como
hablarán: la gente quedará estupefacta” [O. Aslan, ibid., p. 200]. Genet anunciaba
la creación de Los Negros: “Por medio del estiramiento deformaremos el
lenguaje lo bastante como para envolvernos y escondernos en él” [Los Negros].
Genet, “Negro blanco”, se entregará a ello:
El negro sólo puede decir su odio al hombre blanco por medio de esta lengua
que pertenece tanto al negro como al blanco, pero sobre la que el blanco ejerce
su jurisdicción de gramático. [El negro] tiene sólo un recurso: aceptar esta
lengua, pero corromperla tan hábilmente que los blancos caigan en la trampa
(...) Es un trabajo. Un trabajo que parece ser contradicho por el del
revolucionario [O. Aslan, op. cit ., p. 188].
En Los Biombos, el estiramiento del lenguaje por los oprimidos “en pie”
(separados de la tropa revolucionaria) aparta a éstos de su identidad de
oprimidos. “Genet conocía la lengua árabe y sus vocablos, sus giros, hasta el
punto de restituirlos en francés” [Ibid., p. 207]. Nada de organicidad
dramatúrgica de la lengua funcionando por causalidad lógica y semántica. La
lengua procede por choques y retiradas bruscas, saltos y desplazamientos,
explosiones y entonaciones rítmicas. Y muchas, muchas risas.
“Blin orquestó las risas: la risa rota de Paule Annen, la risa celebre de María
Casares, esa especie de cloqueo-temblor de la voz en la escena del corral donde
imita los gritos de aves, de pavos, de patos. Y luego la risa de los Muertos”
[ibid., p. 233].

Genet hace de la risa un término del diálogo... que prohíbe un manejo


convencional del diálogo. Ni ruido corporal ni palabra, entre ambos y más allá, la
risa de los personajes asigna al lenguaje un lugar incongruente, un no-espacio
que le desposee de sus atributos convencionales y de todo utilitarismo. Este
espacio es, por tanto, libre, más allá de toda servidumbre al significado: “Quiero
llevar la lengua francesa a su cumbre de calor y de intensidad” [Ibid., p. 189].
Las risas de los personajes son Gestus que quebrantan la percepción pasiva.
La risa tiene por función ser compartida: el que no se ríe con los reidores siente
malestar. Queda, por tanto, fuera de toda identificación quien es colocado en la
posición de espectador de la risa (en Los Biombos, nada provoca menos la risa
del público que las risas de los personajes). El espectador es convertido en un
extraño ante lo que contempla, fuera de toda mímesis: jamás nos reímos de la
risa, sino de lo que la suscita, salvo si se trata de una risa loca. El juego de las
risas, al que Blin no fue ajeno, es fundamental si se quiere que el espectador se dé
cuenta del proceder de la identificación mimética. La risa de la Madre, o la de
Warda, pueden expulsar al espectador y sumergirle en un malestar profundo, para
después, guiando la repetición de lo grotesco, llevarle a sonreír de nuevo, a entrar
en el juego, pero habiendo adquirido conciencia de ello. Las risas de los
personajes de Los Biombos son ellas mismas biombos, ni visuales ni verbales
pero tremendamente eficaces: también hay que ser capaz de reventarlas. Nunca
se había alcanzado tan alta intensidad épica: el espacio que genera el lenguaje y
en el que se desarrolla es “tierra de nadie”, zona prohibida, quizá en la mayor
cercanía posible al “no-lugar de la Voz”. Este espacio, el “más “antiteatral”
posible si se mide según la norma, se manifiesta como el más fiel a lo exigido por
lo que se podría denominar “la esencia” del teatro.
“Toda representación teatral (...) es un espectáculo mágico. El espectáculo
mágico del que hablo (...) reside en una voz que se quiebra sobre una palabra
cuando debería hacerlo sobre otra, pero hay que encontrar la palabra y la voz;
reside en un gesto que está fuera de su lugar en ese instante, etc.” [ibid., p. 230].
La exigencia de Blin y de Genet a los ac

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