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¿Amos del universo o

esclavos de las máquinas?

Esteban Pittaro/Mariano Asla | May 27, 2018

Temores y esperanzas en torno a la inteligencia artificial


Con frecuencia se escucha decir, y no sin algo de razón, que mucho más
preocupante que la inteligencia artificial es la estupidez natural. Si puede
aprenderse una lección de la historia es que el mayor enemigo de la humanidad
rara vez se escondió fuera de las fronteras de nuestra propia especie humana. Para
qué preocuparnos por Terminator, si ya bastante tenemos entre nosotros…

El hecho de alimentar temores ante males todavía inciertos o de tejer ilusorias


expectativas sobre un paraíso terrenal tecnológico puede resultar un medio eficaz
para hacer buenas ficciones, pero puede también ser un interesante factor de
evasión. Con recursos de atención que no son infinitos, el temor de los
fantasmagóricos robots o las esperanzas utópicas de que la tecnología solucione
mágicamente todos los problemas relevantes, pueden distraer nuestras energías
de aplicarse a males reales y urgentes, que requieren de acciones sencillas y de
eficacia concreta para combatirlos.

Con todo, los defensores de la tesis de la inteligencia artificial general,


como el ingeniero de Google Ray Kurzweil, basan sus pronósticos
optimistas en un hecho indiscutible y es que la capacidad de procesar
información de los computadores ha venido creciendo desde hace 50
años a un ritmo exponencial. Su vaticinio se acomoda a la ley de Moore, por
la cual cada dos años se duplica el número de transitores de un microprocesador.
Y aunque algunos teóricos especulan con que factores como la dificultad de seguir
achicando los componentes electrónicos sin llegar al ámbito cuántico o límites
muy poco o nada elásticos producirán un cuello de botella y, finalmente, un
amesetamiento tecnológico, lo cierto es que las computadoras son cada vez más
potentes y accesibles.

De un lado y del otro


Pero ¿qué tan lejos se puede llegar en ese camino? ¿Podrán las computadoras
alcanzar una forma de inteligencia análoga a la nuestra? ¿Podrán superarnos y
dominarnos?

Hay pocos campos del desarrollo tecnológico en los que existe tan poco consenso.
A vuelo de pájaro y haciendo una supersimplificación, es posible reconocer
especialistas relevantes y voces autorizadas en cada una de las posiciones en
disputa.

Del lado de los escépticos, y por razones diferentes, encontramos nombres tan
reconocidos como los del matemático del siglo XX Kurt Gödell, el filósofo John
Lucas, o el físico más contemporáneo Roger Penrose, quien dijo: “La conciencia
solo podrá entenderse y ser replicada por una máquina cuando tengamos una
nueva teoría física que vaya más allá de la mecánica cuántica. De momento, la idea
de que un robot piense me parece divertida como fantasía de ciencia ficción, pero
nada creíble desde el punto de vista de la física contemporánea”.

El célebre filósofo de la mente John Searle, por su parte, se manifiesta más bien
agnóstico. ¿Podrá una máquina no biológica llegar a pensar?–No lo
sabemos–, afirma, porque hasta ahora la única estructura fehacientemente
correlacionada con el pensamiento es el cerebro humano, y como no tenemos ni
la más remota idea de cómo lo hace, no sabemos si lo vamos a poder imitar o no.
Lo cierto, añade, es que si se lograran máquinas pensantes no sería por un
crecimiento en la línea del actual procesamiento sintáctico de la información.
Estas máquinas necesitarían hacer algo cualitativamente diverso: generar una
subjetividad y dar lugar al plano de la semántica.

En la otra orilla, se encuentran los creyentes, aquellos que entienden que la


Inteligencia Artificial fuerte es un hecho que más tarde o más temprano se va a
producir. Entre éstos, algunos lo viven con una esperanza cuasi religiosa,
postulando que con el advenimiento de esa superinteligencia la especie humana
podrá librarse por fin de los límites del cuerpo biológico. Las mentes humanas,
cargadas (*uploaded*) en una especie de megacomputador universal, tendrán
poderes aumentados y podrán no sufrir y no morir. Un estado de potencia y
beatitud sin precedentes: algo así como el paraíso en la tierra. Claro está, que sin
humanos como hoy los conocemos. Quizás Ray Kurzweil, quien vaticinó que para
2029 las computadoras tendrán nivel humano de inteligencia, y Ben Goertzel,
creador del robot Sophia, sean los exponentes más conspicuos de este horizonte.

No han faltado tampoco ni faltan los temerosos, de espíritu Frankesteiniano, que


ven en la Inteligencia Artificial una amenaza a la preeminencia e incluso a la
conservación de la especie humana. Elon Tusk, fundador de los coches eléctricos
Tesla, y el periodista Jay Tuck han salido a la palestra con algunas declaraciones
en ese sentido. Tuck, experto en Defensa, es contundente: nos matará.

Finalmente, algunos creyentes realizan una valoración ambivalente, afirmando,


como el filósofo transhumanista Nick Bostrom, que la Inteligencia Artificial puede
ser un aliado formidable o un peligro como no hubo otro en la historia. En esa
línea podríamos ubicar además al propio Stephen Hawking, sobre todo sobre el
final de su vida, quien consciente de los riesgos cree que si es controlada, podría
ser positiva.

La batalla más importante


Sobre todas las cosas, estos escenarios de ficción constituyen una excelente
oportunidad para reflexionar sobre nosotros mismos. Si entendemos que la
tecnología, como sostiene Luciano Floridi, cumple más bien un rol amplificador,
veremos que en sí misma no es buena ni mala, ni Dios ni demonio, simplemente
un potenciador de lo que somos nosotros mismos.

Por eso, la batalla decisiva difícilmente se pelee en ambientes lejanos y contra


enemigos cibernéticos, si antes no se perdió otra batalla más fundamental en
nuestros propios corazones. Es en el corazón humano donde se gestan los
crímenes abyectos y los actos de amor heroico. Si aceptamos y vivimos con
responsabilidad el sitial de privilegio que Dios nos ha concedido, no toleraremos
amenazas a la dignidad humana y avanzaremos en genuinos (y factibles)
proyectos de florecimiento personal. Proyectos abiertos a la trascendencia

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