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El progresismo está en debate en la Argentina, porque sobre esta visión de una sociedad deseable, más justa y mejor
distribuida, convergen dos concepciones antitéticas: la primera, que cifra su confianza en la calidad de las instituciones políticas
como condición necesaria del progreso social y económico, y la segunda, que pretende conducir esos cambios mediante un
liderazgo fuerte y personalista, encasillado en el papel hegemónico del Ejecutivo sobre los otros poderes -el Legislativo y el
Judicial- previstos por nuestra Constitución.

Este contrapunto se expande en la actualidad desde Caracas hacia Buenos Aires, y marca una línea divisoria con alguna
semejanza a la que se trazó en el último siglo entre los adictos a un régimen de partido único o de carácter dominante, y las
corrientes socialdemócratas adscriptas a la legalidad de los regímenes constitucionales pluralistas. En aquel entonces, en
especial antes de la caída del Muro de Berlín, ambas vertientes aspiraban a plasmar los fines del progreso y los ideales
igualitarios; la diferencia residía en el contraste con respecto a los medios: autoritarios con vocación totalitaria o sin ella en un
caso; constitucionales y democráticos, en el otro.

Estas contradicciones persisten en América latina, pero en la actualidad se cruzan con otros ingredientes. Entre ellos, se
destacan las mutaciones que ocurren en el planeta tanto con respecto a las concepciones vigentes en cuanto al género, la
definición de la vida antes de nacer y el rol de la familia en la sociedad, como en relación con los bruscos sacudones derivados
de una crisis económica de trascendencia mundial que no se supera fácilmente.

Dada esta circunstancia, el progresismo del siglo XXI tiene que enfrentar los desafíos clásicos, propios de una sociedad injusta
con pobreza, indigencia y regresiva distribución del ingreso y, al mismo tiempo, debe asumir los retos característicos de este
siglo (por ejemplo, el matrimonio gay, la despenalización del aborto o las nuevas fronteras de la investigación en biología y,
desde luego, el medio ambiente).

En esta demarcación las líneas se confunden. En el cuadrante de los conflictos clásicos, no se sabe bien desde hace un
tiempo dónde están la izquierda y la derecha. La crisis económica en Europa ha producido en estos días el curioso espectáculo
de un ajuste fiscal compartido con idénticos instrumentos por gobiernos socialistas y gobiernos de centroderecha. Ajustan los
socialistas griegos y españoles, y ajustan también los conservadores-liberales británicos y los democristianos alemanes.

Por otra parte, si bien en Europa los cortes ideológicos que generan los retos en torno al género y la vida humana son bastante
claros entre izquierda y derecha, en nuestro país las fronteras son más difusas, al punto que, en los partidos mayoritarios, en el
Congreso no hay disciplina de voto en los bloques, con el consiguiente alineamiento independiente de diputados y senadores
(tal el cuadro que trasunta en estas semanas el debate sobre el matrimonio gay).

Podríamos abundar en un mayor número de ejemplos, para subrayar la exigencia que se plantea en el campo del progresismo
de marcar alternativas y propuestas. Estas últimas, naturalmente, se entrelazan con las distinciones que acabamos de apuntar.
En primer lugar, progresismo con calidad institucional o sin ella; en segundo lugar, progresismo atento a las condiciones
fiscales y monetarias, capaces de generar más trabajo, menos pobreza, mejor distribución y la esperanza capaz de retomar la
ruta histórica del ascenso individual y colectivo.

El progresismo que hoy encarna el actual gobierno busca denodadamente instaurar las tres metas del trabajo, de la eliminación
de la pobreza y de la movilidad social, sin descuidar, por cierto, el flanco de los nuevos debates en torno al género (de ahí el
apoyo al proyecto de matrimonio gay), pero lo hace sobre la base de una evidente omisión de las restricciones típicas de un
buen ordenamiento institucional. Su propuesta de un "modelo de acumulación con inclusión social" se desenvuelve con
estadísticas espurias y el montaje de un capitalismo de amigos en una atmósfera de sospechas recurrentes de corrupción. Esto
no invalida los éxitos parciales para salir de la crisis y recuperar el crecimiento, un propósito, aclaremos, viciado por altas tasas
de inflación.

En este sentido, gracias acaso a la política expansiva en el corto plazo que impulsó el presidente Barack Obama, la Argentina
se ha incorporado al pelotón de economías emergentes que están capeando con éxito la tormenta que azota a la economía
internacional. No obstante, este beneficioso giro, a todas luces imprevisto hace un año, adquiere dos rasgos que es preciso
destacar. En el plano de las relaciones económicas internacionales no sabemos aún si esta recuperación será sostenible,
cuando muchas voces se alzan para anunciar una "depresión larga" que, tarde o temprano, podría impactar sobre nuestra
región.

El otro rasgo es propio de una circunstancia doméstica en la cual los logros económicos pasajeros se utilizan para acumular
poder en un gobierno ocasional, en lugar de hacerlo en las instituciones del Estado, aquellas que, como tales, deberían ser
comunes a todos los argentinos. Entre otras, sin cerrar la lista: los recursos fiscales, las reservas para las jubilaciones, las
retenciones a la exportación, que van a parar a una "caja" al servicio de un designio reeleccionista.

El desafío del progresismo que no adhiere a esta matriz del poder consistiría, entonces, en dar respuesta eficaz a dos
condiciones del progreso de los argentinos: las condiciones institucionales y las condiciones sustantivas de las políticas
públicas en materia de estabilidad monetaria, reforma fiscal en el marco del federalismo y reorientación de los subsidios hacia
los sectores más desprotegidos de la sociedad. Ya lo dijo Juan B. Justo, el fundador del Partido Socialista: la inflación es el
enemigo principal de la clase asalariada, sobre todo, hoy en día, de la que trabaja "en negro" y carece de protección social. Del

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mismo modo, no prosperaría una reforma fiscal sustentada en impuestos directos y progresivos sin contar previamente con un
shock de confianza que atraiga inversión directa y capitales dispuestos a incorporarse a una economía capaz de levantar la
mira hacia el horizonte del largo plazo.

Obviamente, este repertorio no es exhaustivo. En todo caso, son políticas que requieren concertación y consenso, siempre que
haya liderazgos de reconstrucción dispuestos a señalar un camino y entender esas apetencias profundas. Si queremos una
sociedad anclada en el subsidio que como dádiva desciende del Gobierno, y en el consumo incentivado inflacionariamente por
políticas de tranco corto, una visión progresista de esta índole está de más. En cualquier caso será una política de
reproducción del poder establecido, acaso condenada a soportar, en el mediano plazo, otras crisis e implosiones sociales. Si,
en cambio, aspiramos a una civilización del trabajo y de acceso a la propiedad, devota además del ahorro individual y familiar,
el perfil novedoso de estas políticas del progreso humano tendrá mucho que ofrecer.

Las ideas inspiran en la política acciones y justificaciones. Valdría la pena enfrentar este repertorio de cuestiones para poner
manos a la obra y romper con la estrategia del discurso único

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