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Nadie sabe cómo fue que el gato adquirió estas extraordinarias capacidades para oler la
muerte. Quizá la nariz de Oscar aprendió a detectar un olorcillo especial a muerte: por
ejemplo, los químicos que liberan las células al morir. Quizá había otras señales
indescifrables. En un principio yo no lo creía por completo, pero la perspicacia de Oscar
fue corroborada por otros médicos que vieron al gato profético en acción. Tal como
escribió el autor del artículo: “Nadie se muere en el tercer piso a menos que Oscar le haya
hecho una visita y se haya quedado un rato”.
La historia cobró mayor interés para mí el verano pasado, pues había estado tratando a S.,
un fontanero de 32 años que padecía cáncer de esófago. Había respondido bien a la
quimioterapia y la radiación y habíamos extirpado su esófago quirúrgicamente sin dejar
rastro detectable de células malignas en su cuerpo. Una tarde, a pocas semanas de haber
finalizado su tratamiento, mencioné con sumo cuidado el tema de los cuidados durante los
últimos días de vida. Por supuesto, le dije a S., nuestro objetivo era la cura, pero cabía una
pequeña posibilidad de que hubiera una recaída. Tenía esposa, dos hijos y una madre que lo
había llevado cada semana a la sala de quimioterapia. Tal vez, sugerí, podría sostener una
conversación sincera con su familia respecto a sus objetivos.
Pero S. objetó. Se volvía más fuerte cada semana. La conversación estaba destinada a ser
una molestia, como él la describió con su marcado acento bostoniano. Tenía esperanzas y
ya no había cáncer. ¿Para qué echar a perder la celebración? Acepté a regañadientes; era
poco probable que regresara el cáncer.
Cuando se presentó la recaída fue una avalancha implacable. A los dos meses de haber sido
dado de alta del hospital, S. regresó a verme con dos brotes de metástasis en el hígado, los
pulmones y, lo que no era nada común, en los huesos. El dolor causado por dichas lesiones
era tan fuerte que solo dosis muy elevadas de analgésicos podían calmarlo y S. pasó sus
últimas semanas de vida en un estado casi comatoso, incapaz de reconocer la presencia de
su familia alrededor de su cama. Al principio, su madre me rogaba que le aplicara
quimioterapia y luego me acusó de haber engañado a la familia respecto al diagnóstico. Yo
permanecí en silencio por la vergüenza: yo sabía que los médicos tenemos un pésimo
registro en cuanto a nuestra capacidad para predecir cuáles de nuestros pacientes morirán.
La muerte es nuestra principal caja negra.
Pero ¿qué pasaría si un algoritmo pudiera predecir la muerte? A finales de 2016, Anand
Avati, un estudiante graduado del Departamento de Ciencias Computacionales de Stanford,
junto con su pequeño equipo de la Facultad de Medicina trataron de “enseñarle” a un
algoritmo a identificar pacientes con altas probabilidades de fallecer dentro de un periodo
determinado. “El equipo de cuidados paliativos del hospital tenía un reto”, me comentó
Avati. “¿Cómo podríamos encontrar pacientes que se encontraran a tres o doce meses de
morir?” Esta ventana era “el punto óptimo de los cuidados paliativos”. Un tiempo que
superara los doce meses podría agotar los limitados recursos innecesariamente, al ofrecer
demasiados cuidados, demasiado pronto; por el contrario, si la muerte ocurriera en menos
de tres meses a partir de su predicción, no habría una preparación real para el fallecimiento:
serían muy pocos cuidados, suministrados demasiado tarde. Avati sabía que ubicar a los
pacientes en el reducido periodo óptimo les permitiría a los médicos echar mano de sus
recursos de una manera mucho más apropiada y humana. Y, si el algoritmo funcionaba, los
equipos de cuidados paliativos se sentirían aliviados al no tener que buscar en los registros
de forma manual a quienes podrían beneficiarse de ello.
Avati y su equipo identificaron a 200.000 pacientes que podrían ser objeto de estudio. Los
pacientes padecían todo tipo de enfermedades: cáncer, enfermedades neurológicas y
deficiencias cardiacas o insuficiencia renal. La idea clave del equipo era utilizar los
registros médicos del hospital como una especie de máquina del tiempo. Un hombre
falleció en enero de 2017, por ejemplo. ¿Qué pasaría si pudiéramos retroceder en el tiempo
hasta el “punto óptimo de cuidados paliativos” (la ventana entre enero y octubre de 2016,
cuando los cuidados habrían sido más efectivos)? Pero Avati sabía que para encontrar ese
punto en el caso de un paciente determinado muy probablemente tendrías que reunir y
analizar información anterior a ese periodo. ¿Sería posible reunir información acerca de
este hombre durante el periodo previo a la ventana de tiempo que le permitiría a un médico
predecir su fallecimiento en ese periodo de tres a doce meses? Y ¿qué clase de información
podría enseñarle a dicho algoritmo a hacer las predicciones?
Avati obtuvo registros médicos que ya habían sido codificados por los médicos del
hospital: el diagnóstico del paciente, la cantidad de tomografías realizadas, la cantidad de
días de estancia en el hospital, los tipos de procedimientos realizados y las recetas médicas.
La información era limitada (no había cuestionarios, conversaciones ni olfateo de
químicos), pero era objetiva y estandarizada entre los pacientes.
Con todo, al husmear en la caja para analizar casos particulares, es posible ver patrones
esperados e inesperados. Un hombre al que se le asignó una puntuación de 0,946 falleció en
unos cuantos meses, como se había predicho. Había padecido cáncer de vejiga y de
próstata, se le habían practicado veintiuna tomografías y había estado hospitalizado sesenta
días (toda esa información fue interpretada por el algoritmo como señal de muerte
inminente). Pero al parecer se dio gran relevancia al hecho de que las tomografías eran de
su columna y de que se había colocado un catéter en su espina dorsal, características que
mis colegas y yo no habríamos sabido reconocer como predictores de muerte (más tarde
supe que una tomografía de la médula espinal tenía más probabilidades de identificar
cáncer en el sistema nervioso, una ubicación mortal para la metástasis).
Para mí es muy difícil leer acerca del “algoritmo de la muerte” sin pensar en mi paciente S.
De haber estado disponible una versión más sofisticada del algoritmo, ¿lo habría utilizado
en ese caso? Por supuesto. ¿Habría sido posible que ello hubiese dado pie a la conversación
de los últimos días de vida que S. jamás sostuvo con su familia? Sí, pero no puedo
sacudirme cierta incomodidad inherente al pensamiento de que un algoritmo pueda
comprender los patrones de mortalidad mejor que los humanos. ¿Y por qué un programa
como ese ─sigo preguntándome─ parece mucho más aceptable cuando viene dentro de una
caja de pelo blanco y negro que en lugar de emitir resultados de probabilidades se acurruca
junto a nosotros con las patas retraídas?