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La teoría de la vanguardia como corset

Algunas aristas de la idea de “vanguardia” en el arte argentino de los 60/70


Ana Longoni

En los últimos años hay signos evidentes de la reapertura (no sólo local) de la pregunta sobre las
relaciones entre vanguardias, arte, política y activismo. Cabría mencionar una nutrida serie de
publicaciones, exposiciones, tesis, coloquios. La nota de Adrián Gorelik “Preguntas sobre la
eficacia”,1 escrita a propósito de la enorme repercusión pública de la retrospectiva de León Ferrari abierta
en diciembre de 2004, puede tomarse como un indicio más de la actualidad de esos debates. El lugar en
donde él coloca a las vanguardias argentinas de los años 60 (“escena primordial”, “ese núcleo mítico...
con el cual cualquier reflexión sobre el arte y la política debe medirse”) pone de manifiesto la particular
atención que ha concentrado ese momento del arte argentino, aunque elude considerar que las lecturas
que circulan acerca de las vanguardias sesentistas no son unánimes sino que pugnan por definir el
sentido de aquellas radicales prácticas.2
En la trama de relatos que revisan aquellas experiencias, es que aspiro a intervenir con mi
investigación acerca de las interrelaciones entre vanguardia artística y política radicalizada de los 60/70
en Argentina, a partir de la pregunta principal acerca de cómo se resolvieron en diferentes programas
artístico-políticos muchas veces antagónicos los conceptos de “vanguardia” y “revolución”.3 Indago los
modos en que esos términos funcionaron como ideas-fuerza en el arte, valores en disputa y en
redefinición continua, a veces vectores o dispositivos aglutinantes; otras, herramientas de impugnación al
oponente. Recurro para ello a un vasto repertorio de intervenciones artísticas, un conjunto de obras,
ideas, vidas, que tendían hasta no hace mucho a ser obliteradas, leídas con un sesgo parcial e
inamovible, o pasadas por alto en la historiografía canónica del arte, que preservaba la “autonomía” de su
objeto de estudio a costa de cercenar aquellas tensiones hacia la heteronomía inscriptas en esas
experiencias. Tampoco encontraban su dimensión específica en la historia política de ese período, cuyo
tratamiento de los productos artísticos suele reducirlos a ilustración, mero ejemplo decorativo, si es que
los trata.
Debo decir que en los últimos años este panorama está cambiando en la medida en que se dieron a
conocer algunas investigaciones históricas de largo aliento que sugieren que estamos ante una
articulación polifónica de esfuerzos diversos por reescribir otra historia del arte argentino.
En la nota de Gorelik ya citada encuentro marcas de un efecto que pretendo examinar aquí,
partiendo de la hipótesis de que la Teoría de la vanguardia de Peter Bürger funciona como un
sobreentendido y restrictivo corset que constriñe las aproximaciones a la historia concreta o a la idea
misma de vanguardias argentinas.
Como reconoce el propio Bürger en el epílogo a la segunda edición, su libro está imbuido por “el
punto de vista posterior a los acontecimientos de mayo de 1968 y al fracaso de los movimientos
estudiantiles de los primeros años 70”.4 El clima de desaliento ante el desmantelamiento de la protesta
social y contracultural de los años previos está inscripto en su desalentada mirada sobre las
potencialidades críticas del arte en términos de una paralizante clausura. Esas son las coordenadas
desde las que impugna a las llamadas neovanguardias como condenadas a la inevitable fagocitación
dentro del renovado circuito institucional de posguerra, en la medida en que los movimientos históricos de
vanguardia de entreguerras ya fracasaron, y cualquier intento de emularlos está condenado a ser réplica
fallida, gesto inútil o apenas una farsa.
Son varias las voces que desde la aparición del crucial libro del alemán (1974) le plantearon
objeciones, entre ellas la crítica incisiva que realiza Hal Foster: “la misma premisa de la que parte –
que una teoría puede comprender a la vanguardia, que todas sus actividades pueden subsumirse en el
proyecto de destruir la falsa autonomía del arte burgués– es problemática”. 5 Son tres las condiciones
definito-rias de la restringida definición de vanguardia que propone Bürger. Primera, la
antiinstitucionalidad, entendida como la rebelión contra la Institución Arte (esto es: no sólo las instituciones
sino también las ideas que sobre el arte dominan una época dada). Segunda, la ruptura absoluta con la
tradición. Tercera, la vanguardia verifica una autocrítica del estatuto de autonomía del arte, al plantearse
reinscribirlo en la praxis vital y poner fin a su condición escindida del resto de la experiencia. Así, se
propone superar la carencia de función social a la que está sometido el arte burgués desde el esteticismo.
Asumir esa definición llevaría a la conclusión de que en Argentina –y en América Latina– no
existieron nunca auténticas vanguardias, en la medida en que muchos de nuestros primeros
vanguardistas emergieron en condiciones históricas muy distintas de las europeas y no sólo no se
enfrentaron a las instituciones, sino incluso fueron activos partícipes de su creación. Esta observación
puede por cierto extenderse a gran parte de las vanguardias soviéticas que, en los primeros años de la
revolución, desempeñaron un activo papel (incluso directivo) en organismos culturales del nuevo Estado y
pugnaron por hegemonizar las instituciones de educación artística. Por otra parte, tanto la vanguardia
soviética como las latinoamericanas no rompen con el pasado (como sí el dadaísmo o el futurismo
italiano) sino que se reapropian productivamente de zonas de la tradición (culta y popular).
Tampoco sería lícito pensar desde la teoría de Bürger en la existencia de nuevas vanguardias en el
mundo luego del fracaso de los movimientos históricos. Contra esto, algunos autores 6 han señalado que
en el arte de posguerra hubo manifestaciones artísticas que se plantearon la crítica radical al orden
existente, la invención de una energía transformadora del presente y la reintegración del arte en la vida, y
que en esas experiencias puede entenderse no la réplica inútil sino el retorno o la reactivación del
sustrato utópico de las coordenadas más radicales las primeras vanguardias. Y que estos vectores de
radicalización no sólo corresponden a experiencias antiinstitucionales (que también las hubo, como el
situacionismo o el mismo caso de Tucumán Arde) sino a prácticas nada marginales dentro del circuito de
exhibición, instaladas dentro de la institución artística, desde donde ejercieron –en términos de crítica
institucional– un sistemático y sutil trabajo de develamiento de las condiciones de producción, circulación
y recepción del arte moderno.7
La compleja relación que efectivamente tiene lugar entre los artistas, sus prácticas y el circuito
institucional, sus vaivenes o ambigüedades, obligan a repensar la oposición histórica entre vanguardia y
museo, o la condición antiinstitucional de la vanguardia.
Ya no creo, como podía desprenderse del libro Del Di Tella a Tucumán Arde,8que a un primer
período “cínico” en el cual la relación entre la vanguardia de los 60 y el circuito modernizador fue pacífica,
aceitada y mutuamente colabo-rativa, siguió un segundo período “heroico”, iniciado por el itinerario del 68,
y signado por la abrupta y definitiva ruptura de la vanguardia con la Institución Arte, durante el cual los
vínculos entre vanguardia e institución se tornan de oposición e impugnación.
El que une a vanguardia e instituciones artísticas a lo largo de toda la época es, en todo caso, un
lazo cambiante e incluso contradictorio, signado por convivencias pasajeras o pertenencias más
persistentes, rupturas estruendosas y “copamientos” coyunturales, asincronías y también consonancias
que permitieron el impulso de iniciativas comunes.
En cada una de las fases en esta vanguardia coexisten gestos de ruptura y de integración ante la
institución. Hay artistas (los más rupturistas, inquietantes, inclasificables) que pugnan por entrar en la
institución (simplemente en busca de un espacio visible, recursos, un público), mientras que el circuito
modernizador tiende en cambio a asimilar exclusivamente las zonas más moderadas de los
experimentalismos. El término destiempos puede describir esos cruces marcados por el desencuentro:
unos (artistas) llegan muy temprano, u otros (gestores institucionales) demasiado tarde.

Señales
¿Qué señales de eso que llamo “encorsetamiento de la teoría de la vanguardia” encuentro en el artículo
de Gorelik? En primer lugar, apela al parámetro antiinstitucional para medir la radicalidad de las prácticas
artísticas, cuando distingue entre la vanguardia del 68 (cuya “tarea política principal fue la subversión del
marco institucional”) y la exposición de León Ferrari, ante la que manifiesta ahora “enormes dudas”:
“aquellos procedimientos nacidos de la voluntad de subvertir la Institución del Arte ya no están
acompañados de una crítica a la absorción o a la manipulación”. O cuando critica al GAC (Grupo de Arte
Callejero) por su participación en el Parque de la Memoria. Esta supuesta institucionalización del arte
político o –más precisamente– su carencia de voluntad antiinstitucional traería aparejado, concluye, que el
sentido político de algunos gestos quede restringido a la esfera artística: “El arte ha internalizado la
política como una variable más de su lógica institucional y de sus procedimientos”. Lo insólito de este
razonamiento es que justamente se refiera a dos “casos” que exponen en forma extrema los tensos
límites entre la esfera del arte y la de la política en la Argentina contemporánea. La obra de León Ferrari,
circule dentro de los canales de exhibición convencionales del arte o fuera de ellos (en fascículos de un
diario, por ejemplo), nunca resulta indiferente ni termina destinada a la mera contemplación estética. Al
GAC, uno de los colectivos más significativos surgidos hace casi una década, cooperando en los
escraches de HIJOS desde 1997, y realizando otros dispositivos gráficos que subvierten los códigos
institucionales en la calle, no se le escapa que sus intervenciones en convocatorias institucionales como
la Bienal de Venecia son siempre problemáticas. Moverse entre el adentro y el afuera de la institución
artística, más que incoherencia, oportunismo o irreflexión, puede denotar capacidad política para apostar
a instalar un dispositivo crítico (en este caso la denuncia de la persistencia actual de violaciones a los
derechos humanos) en donde éste pueda interpelar a nuevos espectadores.
Al mismo tiempo que define como insuficientemente antiinstitucionales a Ferrari y al GAC, Gorelik se
muestra burlonamente hostil ante cruces insólitos entre –por ejemplo– poetas y cartoneros (en una velada
referencia a la experiencia editorial de Eloísa Cartonera). Aquí aparece la segunda señal de
encorsetamiento –esta vez en clave de la Teoría Estética de Adorno–: la defensa a ultranza de la
autonomía del arte, entendido como un territorio con límites bien precisos y delimitados, cuyas reglas de
juego, de inclusión y de exclusión, están arbitradas por intelectuales debidamente habilitados.
A pesar de que Gorelik elige referirse a producciones que justamente obligan a revisar la condición
autónoma del arte (no porque se sometan a las imposiciones del poder o del mercado, sino porque
pretenden actuar en la transformación de las condiciones de existencia), y menciona a sujetos que
renuncian explícitamente a defender el estatuto artístico de sus intervenciones, genera una suerte de
escalafón de grados de artisticidad, que fija parámetros acerca de qué es legítimamente artístico y quién,
artista. A la vez, maneja un concepto cerrado sobre qué se entiende por política, y cuál debería ser la
politicidad en el arte. Este escalafón, aplicado a la obra de Ferrari, establece una diferencia entre una
obra como La civilización occidental y cristiana (1965), porque encuentra su resolución formal más
ambigua y abierta, en contraste con la serie Infiernos e idolatrías (1999), cuyos “temas” le resultan
maniqueos o esquemáticos, y en cuyas formas “es más difícil ver más allá del mensaje”. Esta lectura de
“La Civilización Occidental y Cristiana”9 termina siendo extemporánea cuando obvia un dato histórico
ineludible: en 1965 la obra no pudo ser mostrada en el Di Tella ¡justamente porque ni para Romero Brest
ni para Ernesto Ramallo –el crítico del diario La Prensa que la descalificó por su indiscutible carga
política– resultaba para nada ambigua! Por otro lado, recurrir a “significados” inequívocos (para usar otro
término caro a Ferrari) es leído como un disvalor artístico, lo que puede resonar a una persistencia de
viejas y demostradamente estériles polémicas que enfrentaron hace siete décadas abstracción y realismo.
Esta jerarquía parece recurrir a una operación bien conocida, aquella que entiende el (verdadero) arte
como sublimación.
Ante las tensiones que provoca la articulación del arte y la política, la lectura de Gorelik parece más
bien dirigida a delimitar e incluso oponer ambos conceptos: el arte apuesta a formas ambiguas, a
sugerencias, mientras la política no ve –ni va– más allá de los significados explícitos; el arte perdura en el
tiempo, la política es coyuntural y finita; el arte es provocación y la política es eficacia. Con esta divisoria
prefiere obviar como un caprichoso rasgo de la poética de Ferrari su insistencia –sostenida desde su
respuesta a Ramallo en 1965– acerca de que no importa si lo que él hace es considerado arte o panfleto.
El artista se erige como sujeto político, y la pregunta por la eficacia política es inescindible del
posicionamiento estructural del propio pensamiento, como señalaron muchos periodistas en los días
turbulentos de la clausura y reapertura de la muestra.

Usos de la vanguardia
Intento en lo que sigue poner en foco distintos usos de la categoría “vanguardia” en relación al arte
argentino de los 60/70, para lo que puede resultar útil la distinción entre –por un lado– la puesta en
discusión y redefinición de una categoría teórica (que implica una toma de posición dentro del debate ya
consignado en la teoría de la vanguardia) y las consiguientes posibilidades o límites a la hora de pensar
en esos términos estas manifestaciones concretas, y –por otro lado– los empleos “de época” que del
término vanguardia hacen los sujetos involucrados en el proceso, cómo recurren a esa noción para
caracterizar su posición o construir su identidad. Esto último, en la medida en que “vanguardia” es una
autodefinición recurrente desde muy distintas posiciones en el campo artístico en ese período, aunque se
trata de una insistencia que puede resultar llamativa en un contexto internacional en que definir lo
experimental o novedoso en esos términos resulta fuera de época o aparentemente anacrónico.10 Aceptar
la condición vanguardista de todas las producciones experimentales de la época sin sopesar las
implicancias del concepto es un riesgo, aun cuando los artistas, los gestores, los críticos o los medios
masivos insistieran en nombrar el fenómeno como tal.

Para evitar la superposición e indiscriminada confusión entre ambos empleos del concepto (llamémosles
el teórico y el de época) es que me detendré en diferenciarlos. En cuanto al primero, puede resultarnos
productiva la distinción entre experimentalismo y vanguardia que propuso en 1984 Umberto
Eco.11 Mientras el experimentalismo actúa de forma innovadora dentro de los límites del arte, la
vanguardia se caracteriza por su decisión provocadora de ofender radicalmente las instituciones y las
convenciones, esto es: apunta contra la idea misma de arte y su museificabilidad, con actitudes y
productos inaceptables. La diferencia radica entre una provocación interna a la historia del arte y una
provocación externa: la negación de la categoría de obra de arte.
En cuanto a los significados de época del término vanguardia, son múltiples y no del todo
coincidentes con el que acabo de delimitar teóricamente.
Una serie de pugnas (teóricas o empíricas), en la que no sólo intervienen los propios grupos de
artistas experimentales sino también otras posiciones del campo artístico, los gestores institucionales, los
críticos especializados y masivos, el público, e incluso los intelectuales y cuadros políticos de las distintas
vertientes de la izquierda, contribuyen a definir el sentido de “vanguardia” como complejo artefacto verbal
ambiguo y en continua disputa, que nombra no sólo la novedad sino también una posición de valor.
Una primera posición es la que entiende vanguardia como puesta al día. A comienzos de la época,
en dos eventos significativos del campo artístico inmediatamente posterior al derrocamiento de Perón, la
Primera Reunión de Arte Contemporáneo (Santa Fe, 1957) y la importante exposición “150 años de arte
argentino” (en el Museo Nacional de Bellas Artes, 1960), aparece la apuesta a la vanguardia como eje
vertebral del relanzamiento del arte argentino al mundo. En la primera, el poeta Raúl Aguirre piensa la
vanguardia como defensa del arte autónomo frente a la amenaza de la cultura de masas y la política, que
puede leerse como un efecto residual de la oposición entre arte comprometido y vanguardia que había
tenido su mayor despliegue en décadas anteriores, y de la insistencia adorniana en la autonomía del arte
frente a la amenaza de la estetización de la política en clave totalitaria.
Otra posición sostiene como programa la invención de una vanguardia nacional. En el primer libro de
Luis Felipe Noé, Antiestética (1965), se articula la voluntad de crearla, en términos de una fundación
antes que de una ruptura con lo existente. Concibe dicha vanguardia en el cruce entre identidad nacional
e información internacional.
Otro conjunto de posiciones acerca de la vanguardia artística puede rastrearse en las publicaciones
de las viejas y nuevas izquierdas. Si es cierto que muchos sectores de la izquierda orgánica atacan a la
vanguardia entendiéndola como moda extranjerizante o ejercicio meramente lúdico y superficial, lo que
aparece en el análisis de los debates en Cuadernos de Cultura, órgano cultural del Partido Comunista
Argentino, a lo largo de la época, es un trayecto que va de la impugnación (ubicarse contra la vanguardia)
a la reivindicación (en una pugna por definir cuál es la verdadera vanguardia, en tanto posición de valor y
legitimidad). En lugar de reeditarse la antigua oposición entre realismo y abstracción, según la cual la
vanguardia es leída como la expresión decadente de la burguesía en descomposición, se acude en los 60
al término “vanguardia” como si fuera un paraguas similar al que en décadas previas había constituido el
término “realismo”, es decir, un concepto tan flexible como para abarcar todo aquello que se quiere
reivindicar.
Mientras algunos sectores de la izquierda persistieron en la impugnación hacia la vanguardia, otros
justificaron la superposición entre vanguardia y realismo, y algunos otros asumieron la defensa de la
vanguardia como programa artísticopolítico.
Es evidente que los artistas que participan en los debates organizados por la revista comunista se
perciben excluidos y amenazados por el lugar central que ocupa en el campo lo que llaman “la
vanguardia” (aquellos artistas favorecidos por su pertenencia a la trama institucional modernizadora, en
especial al Instituto Di Tella). Un efecto menor del cese de la oposición entre vanguardia y realismo se
constata en la moderada “vanguardización” de algunos pintores comunistas, que incorporan determinados
procedimientos como el collage, más cercano a los movimientos históricos de vanguardia que a las
rupturas artísticas de la posguerra. De alguna manera, Antonio Berni en los 60 puede pensarse como el
más avanzado de los pintores comunistas y a la vez el más realista de los vanguardistas de la época.
Detenerse en las políticas de intervención de los partidos de la Nueva Izquierda hacia la vanguardia
permite invertir el punto de vista más recurrente a la hora de pensar los vínculos entre arte y política, para
pasar a preguntarnos de qué recursos de las vanguardias artísticas se apropia la vanguardia política. Y
también qué resistencias, malentendidos o desencuentros se generan ante ciertas modalidades militantes
en su operatoria sobre el ámbito artístico.

Aportes de la vanguardia a su autocomprensión


La marcada condición autorreflexiva de la vanguardia argentina de mediados de los 60 nos provee de una
batería de conceptos para nombrar lo que hacían. Mencionaré algunos de estos aportes de la vanguardia
para la comprensión de sí misma. Oscar Masotta postula de modo excluyente: “En arte sólo se puede ser
hoy de vanguardia”. Su sistema de conceptos para abordar el arte contemporáneo incluye la noción
de ruptura (no existe una relación de pasaje o continuidad entre el arte previo y la vanguardia, sino una
“conexión de ruptura”), desmaterialización (para designar el desplazamiento del interés del objeto artístico
en sí al concepto o idea que subyace en él, por lo que el objeto deviene en medio del
arte), ambientación y discontinuidad. Sintéticamente, para él la obra de vanguardia es discontinua (no
sólo en el tiempo y en el espacio, sino también en la percepción), se vuelve tema de sí misma (en tanto
sus medios no son soporte de otro mensaje sino de su propia condición de medios), tiende a la
ambientación (no sólo porque excede los formatos artísticos tradicionales y se expande en el espacio,
sino también porque los propios medios artísticos ambientan). También busca incidir sobre la conducta del
espectador, la modificación o alteración de su conciencia o sus parámetros de percepción.
Por su parte, Ricardo Carreira propone la noción de deshabituación para designar el efecto del arte,
emparentada con la idea de extrañamiento del formalismo ruso. Deshabituar alude para él a incomodar de
tal modo que para la buena conciencia adormecida resulte intolerable. En un sentido semejante, Edgardo
Vigo empleó el término revulsión. E insistió –como también de alguna manera lo hizo Alberto Greco– en
que el arte (o su arte) no había representación sinopresentación. Presentar y no representar es mucho
más que un juego de palabras: es la ruptura con la condición idealista del arte como reflejo o ventana al
mundo, es decir, como fenómeno ajeno, externo a la realidad. Presentar es señalar la condición material y
construida del objeto artístico, su capacidad de invención.

Coda
¿Puede definirse, entonces, en términos de “vanguardia” el proceso emergente que tiene lugar en el
campo artístico argentino de los 60/70? Seré enfática en afirmar que sí, que hubo vanguardias, pero
también en que no todo lo que produjo el arte experimental de la época fue vanguardia. Pueden señalarse
zonas de vanguardia en cada una de las fases o momentos del arte experimental de la época. Insisto en
que no corresponde hacer extensivo ese concepto a la totalidad de las formas artísticas nuevas
producidas en determinado momento, lo que diluiría su especificidad histórica, ni considerar que toda la
trayectoria de un artista debe sostenerse en esa posición extrema para considerarlo un vanguardista. Ser
vanguardia es una condición necesariamente efímera.
Por otro lado, considero que estas vanguardias sostienen ciertos énfasis, que – sin ser exclusivos de
ellas– hacen a su intensidad. Primero, el hecho de pensar el arte en su relación con la sociedad, la
política o la vida cotidiana de los hombres, ya no en términos de exterioridad, sino desde sus puntos de
fuga de la autonomía o de reconexión con la praxis vital, aquellos intentos que atentan contra la carencia
de función o el carácter político restringido del arte en la Modernidad (esto es: la restricción de la crítica en
el arte a una cuestión de experimentación de lenguaje). Son experiencias que reivindican la unión de la
crítica con los binomios éticaestética, políticapoética, arteutopía.
Segundo, la tensión hacia la (acción) política que implica la correlación entre vanguardia artística y
vanguardia política muchas veces se traduce en la apropiación de procedimientos, materiales, soportes,
propios de la acción política radicalizada en las producciones o acciones artísticas. Aludo a este proceso
como “foquismo artístico” (para pensar el itinerario de las vanguardias porteña y rosarina a lo largo del
año 1968) y como “estética de la violencia” (en el arte de los primeros años 70).
Por último, la ampliación de los límites del arte conduce hacia su estallido, lo que en sus variantes
extremas lleva a sostener la abolición del arte, la muerte de la pintura. Si Tucumán Arde puede
confundirse con un acto político es porque fue un acto político. Es recurrente la metáfora del suicidio para
describir el fin de las vanguardias, como gesto extremo de protesta, reclusión en la autonegación y en el
silencio autoimpuesto.12
Cuando Greil Marcus construye su historia secreta del siglo XX a partir de hipotéticas y a veces
descabelladas relaciones entre el movimiento Dadá, la Internacional Situacionista y los Sex Pistols, el
trasfondo común que justifica esa inesperada genealogía es –dice– que los tres movimientos comparten
una “voluntad irreductible de transformar el mundo”. Esa voluntad irreductible es también la que define los
mayores ímpetus de vanguardia en el arte argentino de los 60/70. Al mismo tiempo, semejante voluntad
resulta tan fuera de lugar, tan desmesurada respecto de cierto estado regulado de las cosas, que muchas
veces es leída como una farsa. Alberto Greco, Oscar Masotta, Ricardo Carreira fueron descalificados por
muchos de sus contemporáneos como farsantes. En el impreciso límite entre la voluntad irreductible de
transformar el mundo y la farsa, allí, se instala la vanguardia. Antes de desaparecer.

Notas

1
En revista: Punto de Vista n.º, 82, Buenos Aires, agosto de 2005.
2
Varias de las ideas y posiciones que expongo aquí provienen del estimulante intercambio intelectual que sostengo
hace tiempo con Marcelo Expósito y los integrantes del grupo de discusión “Los miserables”. A ellos, mi
reconocimiento, que no los hace en nada responsables de lo dicho en estas páginas.
3
Sintetizo en este texto algunas cuestiones que atraviesan la investigación que desembocó en mi tesis doctoral
titulada Vanguardia y revolución. Ideas y prácticas artístico-polí-ticas en el arte argentino de los 60/70 , defendida en la
Facultad de Filosofía y Letras (UBA) el 24 de agosto de 2005, ante un jurado integrado por Nicolás Casullo, Nicolás
Rosa y Oscar Traversa.
4
Cito la segunda edición en español: Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1987, p. 169.
5
Hal Foster, El retorno de lo real, Madrid, Akal, 2001, p. 10.
6
Respecto de las críticas que mereció este libro capital, puedo señalar el ya citado libro de Hal Foster; Andreas
Huyssen, Después de la gran división, Buenos Aires, AdrianaHidalgo, 2002, y algunas de las intervenciones
recopiladas en: AA.VV., Vanguardias argentinas, op. cit.
7
Este conjunto de prácticas encuadradas dentro del conceptualismo son agudamente analizadas por Benjamín
Buchloh en Formalismo e historicidad, Madrid, Akal, 2004.
8
Ana Longoni y Mariano Mestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2000.
9
Afirma Gorelik al respecto: “Quizá esa sea la paradoja del arte de vanguardia: pese a su voluntad de romper con el
arte y adherir a un mensaje político explícito, cuando perdura lo hace como arte. No porque el tiempo la desprenda de
su mensaje político, sino porque fue capaz de expresarlo y, a la vez, trascenderlo”.
10
Lo señala Rodrigo Alonso en su intervención en: AA.VV, Vanguardias argentinas, Buenos Aires, Libros del Rojas,
2003.
11
“El grupo 63, el experimentalismo y la vanguardia”, en: Sobre los espejos y otros ensayos, Buenos Aires, Lumen,
1992.
12
Debo esta y otras estimulantes sugerencias a la lectura de la tesis doctoral de Fernando Fraenza, Arte y
comunicación en el mundo administrado, Universidad de Castilla-La Mancha, 2001.
13
Greil Marcus, Rastros de carmín, Barcelona, Anagrama, 1993.

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