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4/5/2018 El Malpensante

Crónica
El Herrero y la Marimba
Por Juan Pablo Liévano
En un municipio remoto del Pacífico colombiano, dos percusionistas de orígenes distintos se encuentran para
fabricar a cuatro manos un instrumento que simula el golpeteo de la lluvia sobre techos de zinc. Esta crónica
detalla un trabajo artesanal que culmina marcando el ritmo de una región.  

Libardo es el heredero de una música zamba. Una música hija de la mezcla entre los indígenas y
afrodescendientes que han convivido en el Piedemonte del Pacífico nariñense desde principios de la Colonia.
Libardo es también un buenavida, un hombre con espíritu pícaro pese a su máscara seria. Aprendió a tocar
marimba yendo de fiesta en fiesta a los pueblos y veredas vecinos, con su padre como cómplice. Que en tal
vereda había una fiesta, y los que sabían tocar marimba eran los Rosero de Barbacoas; allá llegaban padre e hijo
y los atendían con comida y aguardiente, además de arrimarlos a mujeres bellas. En ese entonces había que
tener contentos a los músicos porque no había electricidad para los equipos de sonido.
Barbacoas, histórico asentamiento minero fundado en 1616, es hoy un revoltijo de cemento y madera en peligro
constante de ser devorado por el imparable avance del bosque. Sus contadas calles exhiben un pavimento
resquebrajado por el continuo pasar de polvorientas volquetas, anticuados camiones y caóticos cardúmenes de
motocicletas. Un pueblo alejado del litoral y ubicado en la frontera natural entre la Llanura del Pacífico y las
más bajas estribaciones de la cordillera andina. Para lograr llegar hasta allí, había tenido que tomar una lancha
desde Tumaco, penetrar el continente a través de los manglares del litoral, remontar el majestuoso río Patía y
alcanzar las faldas de la Cordillera Occidental de los Andes navegando sobre las aguas esmeralda de su principal
afluente, el río Telembí. Una travesía de once horas hasta el remoto paraje.
Ahora estoy cerca del taller del marimbero en el barrio Guayabal. Ingreso a La Primavera –el estrecho callejón
sin salida que lleva hasta la casa de Libardo–. Al fondo de la calle diviso al músico, que me espera con
impaciencia sentado en una silla de plástico. Apenas me ve entra a su casa y sale nuevamente a la calle con un
costal lleno de guaduas. Me saluda sin mirarme y me dice: “Bueno, si va a grabar grabe porque vamos a
comenzar”. De inmediato vacía el costal y empieza a organizar los palos según su tamaño sobre el andén elevado
del vecino, un planchón de cemento con la altura ideal de un mesón de trabajo.
La marimba del Pacífico se compone de una estructura de madera que soporta dos grupos de teclas de chonta
(nombre genérico de varias palmas, entre las cuales se usa la madera del pambil y la del ualte), ubicados sobre
los respectivos cilindros de guadua, dispuestos en sentido vertical, que actúan como resonadores. Las guaduas
amplifican el sonido de las teclas y a su vez las hacen estremecerse, gracias a una vibración empática.

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4/5/2018 El Malpensante

“La guadua debe tener su sonido”, dice Rosero mientras golpea un bambú con otro, sin mirarme todavía a los
ojos. “Si no suena desde un principio ya no va a servir. Si hay una que no suena toca botarla”. Tuk tuk tuk,
continúa golpeando las guaduas, una por una, escrutando el sonido y buscando las imperfecciones de la madera.
“Si está rota, no le va a sonar. Para asegurarse usted la sopla por aquí”. Entonces toma uno de los canutos,
aprieta la boca de la guadua contra la suya –una boca que está en un eterno puchero de niño grande, aburrido y
bravo, como una sonrisa al revés que al principio intimida– y sopla con fuerza hasta que se le inflan los
cachetes. Al confirmar que no tiene agujeros continúa: “No debe salir aire, si no le va a sonar despacito, no va a
tener resonancia”. Tuk tuk tuk, sigue escuchando las guaduas. “Para ponerle el sonido uno tiene que ir
calibrando el canuto, a medida que uno lo va recortando el sonido es cada vez más alto”. El maestro se detiene
por un momento, deja las guaduas de lado y me mira a los ojos como si repentinamente se hubiera acordado de
algo importante. “Para poder ponerle el sonido se necesita estar en silencio. Que no haya música ni ruido, si no
le queda mal el tono. Nuestros abuelos acostumbraban hacer esto por la noche, cuando todo el mundo estaba
dormido. Ellos las armaban de las doce a las tres de la mañana. En silencio”, dice y luego vuelve su vista a las
guaduas. “Ahorita vamos a hacer una marimba de veinte teclas”.

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