Está en la página 1de 2

La suave interrupción

Hermann Bellinghausen
La Jornada 25 de agosto de 2008

La hora es imprecisa y el lugar también. Pasa de medianoche, eso sí, y el restorancito permanece abierto. A
través de los ventanales se distinguen luces, clientes, una mesera y un encargado de barra. La calle, una
pequeña avenida del Centro, enmarca en su penumbra la vitrina del establecimiento como una joya en el
corazón de la noche.

En la esquina donde los vidrios hacen ángulo de 90 grados, Clara ocupa una mesa amplia. Hace frío y la
calefacción está descompuesta, así que no se quitó el abrigo negro, sólo la bufanda. Una taza de café, un pay
de limón a medias. Su bolsa hecha bolas a un lado. Un cuaderno y dos libros apilados. Uno tercero abierto bajo
sus ojos, absorta en él. Colillas en el cenicero y un cigarro encendido que toma sin mirar, se lo lleva a la boca,
inhala y exhala rápidamente. A falta de calefacción le permiten fumar. A estas horas no llegará ningún inspector
del departamento de Sanidad.

Seria. Qué seria puede ser. Un gesto obstinado, casi duro. Entra al restorán una mujer furtiva, camina
directamente a la mesa de Clara, que la ve venir con el rabo del ojo sin darse por enterada. La mujer tan joven
como Clara, aunque con huellas más profundas en el rostro, toma asiento y dice:
-¿Te importa si me siento un momento?
-Sí –responde Clara, con una sonrisa de lado, irritada ante lo obvio de la intromisión.
-¿estás estudiando? –añade la mujer.
-No. Sí.
-¿Te molesta si pido un café? Nada más uno, y me voy, no te importuno más. ¿Por qué no estás en tu casa?

Clara no tiene tiempo de responder. La mujer llama a la mesera, que acude, inexpresiva, impaciente, mascando
chicle, mira a Clara en busca de aprobación, y escucha a la mujer ordenar un café. Y un pan de pulque.

Clara sonríe abiertamente, con ironía. Adivina que la orden corre por su cuenta. La mujer se arranca
inopinadamente con una historia de hombres violentos, ella de pendeja siguiendo a uno. Dos niños. Aquí están,
afuerita, dormidos. Son tranquilos. Cenaron un poco. Cuando menos.

Clara está en uno de los raros ratos de reposos en la semana. Trabaja la mayor parte del día y su casa está
toda tirada, nunca tiene tiempo. Y ahora hay gente. Quería estar sola. La mujer le cae simpática, por descarada.
Devora el pan de pulque. ¿Ejerció la prostitución o la ejerce? No es fea, pero el maquillaje no le ayuda. Clara,
con su cara limpia siempre, tiene algo de niña. De buena gana hace a un lado su lectura y escucha:
-Qué tranquila te ves, mi amor. Haces bien en prepararte, no cometas pendejadas como yo. Sigue así, te lo
recomiendo.
Clara decide no hacer preguntas. Se las pasa haciéndolas, para eso le pagan. La mujer se queja de “la gente
metiche” que le quiere quitar a sus hijos para meterlos en una casa-hogar. Asegura que ella puede con ellos,
que van a salir mejores de lo que salió ella. “Digo yo, de algo ha de servir tanta experiencia”, bromea. Apura su
café.
-Sigue así, te lo recomiendo. Y gracias por el refrigerio, cuídate. Eres un ángel, mi vida.

La mujer se incorpora, extiende la mano a Clara, que sonríe al fin esa que es la sonrisa más bonita del mundo y
se la obsequia a la atribulada mujer, que de pronto le parece más bien una gitana, sobre todo cuando se ofrece
para leer la mano. No acepta, pero se muestra a su vez agradecida. La mujer, que no tiene pelos en la lengua y
habla en voz alta todo el tiempo le dice:
-Qué bonito te ríes. Seguro ya te lo han advertido. Dichoso el hombre que te quiera.

Clara no responde. Se sonroja levemente. Renueva su sonrisa y el establecimiento, alumbrado de por sí, recibe
más luz. Todos lo notan, menos ella que regresa a su libro en otro mundo de este mismo. Últimamente piensa
en su difunto abuelo. Lo quiso mucho. Un hombre dispuesto a ayudar a la gente. Se dedicaba a resolver
trámites, conseguir becas y seguro social para los vecinos, gestiones con la policía, cosas así. Hacía el paro.
Clara quiere ser como él. De hecho lo es, pero ella cree que no lo suficiente.

Ya afuera, la mujer golpea el vidrio y le muestra a sus hijos dormidos, que carga con naturalidad. Besa el vidrio.
Clara extiende la mano y toca el lugar de esos labios. “Al fin un ser vivo en esta ciudad”, piensa.

También podría gustarte