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Dejé el estudio pasada la medianoche del viernes. Caminé en círculos por minutos. Paré. Recordé
respirar para espabilar. No avancé más de dos escalones recordando la divagación mesopotámica que tuve
en el sillón-cama color ocre. Sudaba. ¿Fueron cinco? o quizá… Sí, seis tazas de café las que tomé ahí,
antes de quedarme dormida: Moi petite mort. ¡Pero qué sobrevalorado está el francés! Salí del edificio
Caminé un par de cuadras recordando lo soñado ¿En realidad lo soñé o fue delirio vanguardista?
Lammasu, Lammasu… Seguí caminando. Pasé un semáforo en rojo porque sí, porque en el Paseo Bulnes,
entre tanto árbol, concreto, bares de buena y mala muerte, una luz roja es lo de menos. Me senté en una
banca pasada la calle Tarapacá. Saqué un cigarro. Lo prendí. Fumé mirando las ventanas aún con vida. El
sudor se secaba.
Miré mi celular. Abrí Facebook. Un titular amarillista al estilo Crónica me abofeteó: “Los yanquis
Acto siguiente, los reconocí. Último momento. Una trasmisión en vivo: Híbridos, cuerpo de león,
rinoceronte o toro, alados y con cabeza humana1. ¡Lammasu!* Expulsados de su tierra, se dirigieron a las
principales ciudades para sembrar el caos, la muerte, el apocalipsis tan esperado de los fanáticos religiosos.
1
*Estas grandes bestias humanas aladas surgieron en el imperio Asirio como personajes apotropaicos que
custodiaban puertas importantes. Además de benéficos para con sus dueños, estos seres androcéfalos infunden
temor y respeto a los enemigos y espíritus maléficos. Además, aniquilan a quién se les acerca, excepto a las
personas puramente buenas o totalmente malvadas.
Apotropaico, ca.
Del gr. ἀποτρόπαιος apotrópaios 'que aleja el mal' más el sufijo -aico.
A.P.Us. (Adjetivo poco usado) Dicho de un rito, de un sacrificio, de una fórmula que, por su carácter taumatúrgico, aleja
el mal o propicia el bien.