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En este contexto aparece con rigor el tema del “relevo” que antes habíamos visto para el caso de los
manantiales. Con ocasión de la fiesta de año nuevo en el cerro de La Campana, se congregaron dos grupos de
danzantes de “Arrieros”, uno emergido del otro, “del original”. En ambos grupos había una competencia de
legitimidad y sus miembros tenían más o menos el mismo promedio de edad. Sin embargo, un viejo bmëfi me
aseguraba que el grupo disidente, “por ser nuevo”, tenía más energía que su grupo matriz. De la misma
manera explican los socios del Quinteto que los grupos “renovados” cuenten con más gente.
muerte y la extinción de los pueblos que antes subieron a pedir la lluvia buena y necesaria,
el aire mesurado: nuevamente, la comida.
El conjunto de estas acciones, verdaderas desinencias y conjuros dirigidos a provocar
el hambre de varios pueblos, suele hacerse por otros socios del Divino Rostro, encubiertos,
siempre desconocidos. “Nunca sabrás quién hizo el daño, quién hizo la chingadera, a no ser
que te los encuentres de frente, pero suben en la noche o entre semana. Se cuidan de no ser
vistos”, sostiene un mëfi para quien el origen de la envidia proviene directamente de la
cantidad y calidad del saber chamánico y el poder que éste acarrea:
A veces nos juntamos entre trabajadores, entre mëfis, y preguntamos: -a ver, ¿a ti Dios qué te
dio? ¿En qué eres chingón? ¿En qué eres el mayor? Y ahí se ve quién tiene qué cosa, quién
tiene qué poder. Porque no a todos Dios les dio de todo, a pocos les dio palabra completa. Y
ahí surge la envidia: ¿por qué Dios a unos les dio y a otros no?
Esta guerra2, simultáneamente oculta y conocida, es llevada a cabo por los mismos
hombres y mujeres alcanzados para transmitir el bien y el mal. De esta manera se verifica
en las sierras de Las Cruces y Montealto un doble juego predatorio que hasta ahora no se
había descrito con suficiencia: por un lado, la depredación divina para allegarse de
humanos cuya misión sea “trabajar sobre el mundo”, y por el otro, el constante latrocinio
humano que, cifrado en las claves de la brujería, se dirige en contra de pueblos enteros o
personas específicas, patrocinada siempre por la envidia. Es el envidioso el que pide
granizo para otros, muerte para otros, enfermedad para otros. Y es el mëfi, versado de los
dos caminos (limpio y sucio) el que logra conjurar los propósitos nefastos de la envidia.
Con frecuencia él mismo objeto del rencor y la codicia de los otros, este especialista sabe
que cada día juega entre dos filos: la agresión de Dios por no caminar ni trabajar “como se
pide y debe”, y la de sus pares que siempre están al acecho de querer robar aquello
recibido, no sin dolor e inclementes momentos de tribulación pues las diferencias y
oposiciones más fuertes provienen siempre del círculo propio o extenso.
Estos cismas no son lo anormal sino lo ordinario en las asociaciones del Divino
Rostro y son causa de conflictos que alcanzan escalas impensables. De hecho, es gracias a
la envidia que todo el sistema chamánico se mantiene activo, vigente y en continua
reflexión, es el lubricante de esta compleja y a veces descomunal máquina que es la religión
del monte. Por sospecha o por certeza, por indicios o murmuraciones, la envidia altera a tal
punto a los socios que cada que hay un servicio, Dios mismo alerta sobre las posibles
envidias que atentan contra sus cuerpos. Además, este poderoso sentimiento homologa a
todos los humanos bajo el tamiz de una desconfianza integral: en los cerros-santuario,
cualquier humano podría ser un compadre, un aliado, un brujo, un enemigo y un adorador
del diablo, tal es la explicación de las exageradas fórmulas de cortesía que acompañan cada
saludo, cada invitación aceptada para comer, cada favor o solicitud presentada, cada gesto y
palabra dicha en voz alta, cada mirada y cada silencio.
Pero la envidia también se cultiva con energía y finura dentro de la misma casa. Uno
de los mëfis mayores de Ameyalco me aseguró que en tiempos de sus abuelos la asociación
casi se había acabado por conflictos internos de los “viejitos”, quienes para evitar el control
de la asociación por un grupo contrario “terminaron embrujándose unos a otros hasta casi
lograr matarse entre todos; hará de eso unos 70 años”. Con ocasión de la aparición de una
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Literalmente, una operación de belicidad y rapacidad cosmopolítica que produce escasez y el hambre.
mëfi de la cual el Divino Rostro se está valiendo para introducir cambios en algunos
rituales, en una ceremonia de tránsito de año nuevo las comadres de Ameyalco trabajaron
diciendo que
Ustedes mis hijos de Ameyalco se me están durmiendo, se están descuidando. ¿Qué acaso no
me encanté yo en Ameyalco? ¿Qué acaso no fueron ustedes los que me descubrieron en la
cima del cerro? ¿Por qué vienen mis hijitos de Temoaya a querer hablar? ¿Porqué ellos dicen
lo que yo no he dicho? Si faldean mi mesa, si no respetan el trabajo, si no respetan a sus
mayores que son ustedes mis hijitos de Ameyalco ¿por qué los están dejando?
Nadie es mi dueño porque yo soy dueño de todo y de todos. Nadie me agarra porque yo los
agarro primero. Yo los quiero a todos, todos los pueblitos son mi pueblito, no tengo
preferencias para naides. ¿Cuándo mis hijitas de Temoaya faldearon mi mesa? ¿Cuándo mis
hijitas de Temoaya no respetaron mi camino ni mis palabras? Ahora les pido que se cuiden,
sobre todo de mi hijito N. (mayor de Ameyalco): cuando vayan a La Campana acepten el
taquito que les ofrecen, si les convidan, yo voy a cuidarlos para que no les entre daño si ellos
quieren meterlo en la tortilla o el refresquito. Voy a envolver su comida para que no les entre
daño de ellos. Pero mis hijos está equivocados y un golpecito mío les va a llegar a su boquita.
CONCLUSIONES
Estas observaciones contrastan con el tono general que se aprecia en el grueso de las
pocas etnografías que existen sobre las asociaciones del Divino Rostro, en donde pareciera
ser que el conflicto es un valor ausente en la organización ceremonial, donde se invisibiliza
la discordia creando en el lector una falsa idea de armonización utópica entre pueblos
“unidos en la fe”: la rivalidad, insistimos, es lo ordinario. Si el íntimo y furtivo móvil que
impulsa estas energías es la envidia, las reglas de operación que mantienen en
funcionamiento el sistema deben admitir las acciones de rapacidad que circulan casi
incontrolablemente en la sierra. ¿Por qué Dios es corajudo? La respuesta de los mëfis
siempre apunta a una explicación que deja a salvo la generosidad de Dios, atribuyendo su
ira a la informalidad humana: “por que sus hijos somos inconstantes, flojos, descuidados.
Por eso se enoja el papacito, por eso nos reprende como un padre, para educarnos”. Esto
obliga al despliegue de una serie de cavilaciones y operaciones rituales para distinguir
entre una enfermedad o una desgracia que proviene del coraje de Dios o de la envidia
humana. Esta posible doble vía es la que decidirá si un humano es presa “de Dios o de la
gente”, lo que decidirá el futuro del enfermo como mëfi (“agarrado por Dios”) o como
simple “socio”, aquella persona rescatada de la envidia de sus vecinos.