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LA SIERRA DE LA ENVIDIA

Desde la conformación de su geomorfología, la Sierra de las Cruces o Cuahutlalpan


ofrece una serie de cerros y montes que se constituyen como un tablero de ajedrez, en el
cual los diferentes santuarios que los coronan son objeto de culto y peregrinaciones por
parte los grupos otomíes y mazahuas a lo largo del año.
Ésta se construye como una gran frontera natural y cultural que ha librado batallas a
diferentes niveles, en el geográfico por el incipiente crecimiento en sus márgenes, presa de
dos grandes urbes (la Ciudad de México y el Valle de Toluca) y la segunda a nivel
ontológico en donde los trabajadores del Divino Rostro se dividen el calendario de fiestas
que se celebran en los santuarios edificados en la cima de cerros como La Campana, La
Verónica, La Tablita, Ayotuxco, El Cerrito, Huayamelucan por mencionar algunos. En
contraparte, los otros, los trabajadores de la noche se hacen presentes de manera velada en
estos mismos lugares, para trabajar en contra de lo ya trabajado pues mueven o quitan
algunos elementos de las mesas para revertir el efecto de la petición. Los guardianes o rocas
con geoformas son testigo de esta lucha constante entre los que curan y enferman, entre los
nuevos y los viejos, entre los santos buenos y los santos que son presa de la condición
humana y son capaces de enfermar o espantar.
El modo de vida de la mayoría de los socios del Divino Rostro que integran el
Quinteto ceremonial está cada vez menos ligado a la vida agrícola como sustento
económico primordial. Aquellos socios y socias con los que trabamos mayor cercanía
mantienen empleos vinculados a la albañilería y al comercio de frutas y verduras. Muchos
no viven ya en sus pueblos pues sus oficios los mantienen en permanente ocupación en
lugares tan diversos como las ciudades de México, Toluca, Santiago de Querétaro, Celaya,
Pachuca, etcétera. Las visitas al pueblo se explican por el compromiso de asistencia en las
diversas ceremonias a lo largo del año o en aquellas ocasiones que exijan la presencia del
mayor número de socios. Por supuesto que hay también campesinos ‘de tiempo completo’,
como el caso del mayor de La Concepción Xochicuautla, quien es, por ello, rara avis en el
grupo de socios, y cuyas glosas sobre la cosmovisión inherente al culto del monte suelen
ser diferentes del resto de los socios, menos vinculados a la vida ordinaria del medio
agrícola. El mëfis mayor de Ameyalco, por ejemplo, suele excusarse de cortar leña para las
fogatas en el monte, alegando tanto su avanzada edad como el hecho de que, según sus
palabras, “siempre fui albañil, nunca fui montero”.
El paulatino abandono de la labor agrícola y la aparición de una clase de trabajador
cada vez más dependiente de la comercialización o el salario, nos llevaron a pensar que las
diferentes versiones sobre los rituales, la cosmovisión o la narrativa mítica al interior de las
asociaciones existen no sólo como una natural diferencia entre legos e iniciados, sino
además entre socios que comparten una experiencia campesina de aquellos cuyas
actividades, residencia, edad y experiencia cotidiana revisten un sustrato totalmente
diferente, aunque no necesariamente distanciada totalmente del antiguo corpus de saberes.
El sistema chamánico cuyos integrantes vivían hasta hace una o dos décadas mayormente
dedicados a las labores agrícolas, no existe más, aunque los actuales bmëfs aún siguen
declarando su misión como una labor dedicada esencialmente al “mantenimiento” del
mundo, a la “reproducción de la semillas”. Sin embargo, son precisamente las asociaciones
emergentes (notoriamente más exitosas, congregando a un número mayor de fieles que las
que integran el Quinteto) las que se dirigen más a una suerte de mercado terapéutico,
relegando el “chamanismo de la comida” a un lugar cada vez menos prioritario. Son estas
asociaciones las que están brindando una mejor respuesta al embate de la migración y la
conurbación1.
Sin embargo, el Quinteto se sabe “único, electo y legítimo”. Las asociaciones que lo
integran reconocen enfáticamente su nivel de influencia, y se arrogan el derecho de
gestionar los cerros de poder. Todos sus miembros reconocen el poder del cerro de La
Campana dentro del Espinazo serrano y de su pueblo custodio, San Miguel Ameyalco,
como “la cabeza”. Los grandes acontecimientos ceremoniales se hacen primero ahí antes
que en los cerros que el resto de los pueblos resguardan, lo que implica casi
automáticamente reconocer a los mëfis de Ameyalco como los depositarios de los orígenes
del saber ceremonial en un incierto origen de la devoción. Así, es común escuchar que, por
ejemplo, el punto fue enseñado “a un viejito de Ameyalco” que lo divulgó como un saber
secreto a los demás pueblos elegidos, revelado a este ancestro anónimo por medio de
sueños: “quienes primero trabajaron fueron los compadres y las comadres de Ameyalco,
que es a quienes el Señor les dijo cómo debía hacerse su mandadito. El violín lo tocaban
señores grandes de Ameyalco, que saben los sones, las melodías y los tonos. Los violinistas
de antes se arrimaban con los de Ameyalco para aprenderles el modo…”, sostiene el mayor
de Xochicuautla. El primado de Ameyalco engendra una envidia que no es menor, como
trataré de demostrar.
Efectivamente, este origen “legítimo” es constante fuente de discordia.
Continuamente, con sigilo, se esparce la envidia en los pueblos o en las cumbres. Sabemos
de los actores, el escenario y el desarrollo del libreto: diversos grupos suben con fervor a
pedir o propiciar la lluvia, abriendo y destapando los agujeros por donde el tiempo escapa
de las entrañas del monte. Han enterrado sus mesas, ofrendas pródigamente cargadas de
romería, flores y frutas, tamales, huevos cocidos con carne de rana y pescado, además de un
pollo dorado en manteca de cerdo. El enterramiento no se haría correctamente sin
“salpicar” las ofrendas con palabras pronunciadas en voz media, en un otomí que con
frecuencia ni los propios asistentes entienden por ser palabras que vienen de un tiempo–
otro. Bajan del cerro para dirigirse a sus respectivos pueblos y ocuparse de su otra vida, la
pública y notoria, que implica desplegar sus destrezas en el comercio de frutas y verduras, o
el desempeño de la herrería, la albañilería, la herrería, la venta de escobas o sillas y mesas
de madera. Y mientras eso sucede, otros grupos suben al mismo cerro, para pedir que
suceda, en un tiempo breve, justamente lo contrario que los primeros grupos han pedido.
Estos grupos anónimos, especializados “en lo sucio, en lo negro”, transmitirán oraciones
contrarias a las expresadas por los grupos “de Dios”; también esparcirán sangre de borregos
en las cuatro esquinas de las capillas serranas, atajando el poder de los mëfis y del Divino
Rostro cerrando sus ojos, ya que “la sangre mala lo enciega (sic pro ‘enceguece’)” para
adueñarse temporalmente de la voluntad divina que gobierna el territorio, y, así, con una
intrépida sordidez (muestra sobresaliente de envidia y perversidad), esparcen sobre los
agujeros donde se enterraron los mandados limpios, pétalos de flores blancas y semillas de
capulín, pidiendo el granizo (enemigo sideral de la milpa), la destrucción la cosecha, la

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En este contexto aparece con rigor el tema del “relevo” que antes habíamos visto para el caso de los
manantiales. Con ocasión de la fiesta de año nuevo en el cerro de La Campana, se congregaron dos grupos de
danzantes de “Arrieros”, uno emergido del otro, “del original”. En ambos grupos había una competencia de
legitimidad y sus miembros tenían más o menos el mismo promedio de edad. Sin embargo, un viejo bmëfi me
aseguraba que el grupo disidente, “por ser nuevo”, tenía más energía que su grupo matriz. De la misma
manera explican los socios del Quinteto que los grupos “renovados” cuenten con más gente.
muerte y la extinción de los pueblos que antes subieron a pedir la lluvia buena y necesaria,
el aire mesurado: nuevamente, la comida.
El conjunto de estas acciones, verdaderas desinencias y conjuros dirigidos a provocar
el hambre de varios pueblos, suele hacerse por otros socios del Divino Rostro, encubiertos,
siempre desconocidos. “Nunca sabrás quién hizo el daño, quién hizo la chingadera, a no ser
que te los encuentres de frente, pero suben en la noche o entre semana. Se cuidan de no ser
vistos”, sostiene un mëfi para quien el origen de la envidia proviene directamente de la
cantidad y calidad del saber chamánico y el poder que éste acarrea:

A veces nos juntamos entre trabajadores, entre mëfis, y preguntamos: -a ver, ¿a ti Dios qué te
dio? ¿En qué eres chingón? ¿En qué eres el mayor? Y ahí se ve quién tiene qué cosa, quién
tiene qué poder. Porque no a todos Dios les dio de todo, a pocos les dio palabra completa. Y
ahí surge la envidia: ¿por qué Dios a unos les dio y a otros no?

Esta guerra2, simultáneamente oculta y conocida, es llevada a cabo por los mismos
hombres y mujeres alcanzados para transmitir el bien y el mal. De esta manera se verifica
en las sierras de Las Cruces y Montealto un doble juego predatorio que hasta ahora no se
había descrito con suficiencia: por un lado, la depredación divina para allegarse de
humanos cuya misión sea “trabajar sobre el mundo”, y por el otro, el constante latrocinio
humano que, cifrado en las claves de la brujería, se dirige en contra de pueblos enteros o
personas específicas, patrocinada siempre por la envidia. Es el envidioso el que pide
granizo para otros, muerte para otros, enfermedad para otros. Y es el mëfi, versado de los
dos caminos (limpio y sucio) el que logra conjurar los propósitos nefastos de la envidia.
Con frecuencia él mismo objeto del rencor y la codicia de los otros, este especialista sabe
que cada día juega entre dos filos: la agresión de Dios por no caminar ni trabajar “como se
pide y debe”, y la de sus pares que siempre están al acecho de querer robar aquello
recibido, no sin dolor e inclementes momentos de tribulación pues las diferencias y
oposiciones más fuertes provienen siempre del círculo propio o extenso.
Estos cismas no son lo anormal sino lo ordinario en las asociaciones del Divino
Rostro y son causa de conflictos que alcanzan escalas impensables. De hecho, es gracias a
la envidia que todo el sistema chamánico se mantiene activo, vigente y en continua
reflexión, es el lubricante de esta compleja y a veces descomunal máquina que es la religión
del monte. Por sospecha o por certeza, por indicios o murmuraciones, la envidia altera a tal
punto a los socios que cada que hay un servicio, Dios mismo alerta sobre las posibles
envidias que atentan contra sus cuerpos. Además, este poderoso sentimiento homologa a
todos los humanos bajo el tamiz de una desconfianza integral: en los cerros-santuario,
cualquier humano podría ser un compadre, un aliado, un brujo, un enemigo y un adorador
del diablo, tal es la explicación de las exageradas fórmulas de cortesía que acompañan cada
saludo, cada invitación aceptada para comer, cada favor o solicitud presentada, cada gesto y
palabra dicha en voz alta, cada mirada y cada silencio.
Pero la envidia también se cultiva con energía y finura dentro de la misma casa. Uno
de los mëfis mayores de Ameyalco me aseguró que en tiempos de sus abuelos la asociación
casi se había acabado por conflictos internos de los “viejitos”, quienes para evitar el control
de la asociación por un grupo contrario “terminaron embrujándose unos a otros hasta casi
lograr matarse entre todos; hará de eso unos 70 años”. Con ocasión de la aparición de una

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Literalmente, una operación de belicidad y rapacidad cosmopolítica que produce escasez y el hambre.
mëfi de la cual el Divino Rostro se está valiendo para introducir cambios en algunos
rituales, en una ceremonia de tránsito de año nuevo las comadres de Ameyalco trabajaron
diciendo que

Ustedes mis hijos de Ameyalco se me están durmiendo, se están descuidando. ¿Qué acaso no
me encanté yo en Ameyalco? ¿Qué acaso no fueron ustedes los que me descubrieron en la
cima del cerro? ¿Por qué vienen mis hijitos de Temoaya a querer hablar? ¿Porqué ellos dicen
lo que yo no he dicho? Si faldean mi mesa, si no respetan el trabajo, si no respetan a sus
mayores que son ustedes mis hijitos de Ameyalco ¿por qué los están dejando?

Los socios aludidos prefirieron no responder aunque la tensión en el aire podía


cortarse a navaja. Es posible esperar en esos momentos una discusión severa, una
confrontación más amplia, un enfrentamiento que resuelva o profundice la discordia. La
respuesta de “los dueños” del Divino Rostro de La Campana (socios de Ameyalco) fue por
supuesto la validación interna de un mensaje que los confirma como herederos de una
tradición que, puesta en peligro, evoca el valor de la ancestralidad para mantener la
custodia no sólo del cerro y el templo sino, más aún, de la memoria ritual que el milagro les
cedió y que en tiempos de conflicto el Divino Rostro les confirmó como herencia
acotadísima. Una semana después, los acusados socios de Temoaya, celebrando los
preparativos de su propia fiesta tutelar (12 de enero), realizaron un servicio que contradecía
aquel que se había expresado en La Campana:

Nadie es mi dueño porque yo soy dueño de todo y de todos. Nadie me agarra porque yo los
agarro primero. Yo los quiero a todos, todos los pueblitos son mi pueblito, no tengo
preferencias para naides. ¿Cuándo mis hijitas de Temoaya faldearon mi mesa? ¿Cuándo mis
hijitas de Temoaya no respetaron mi camino ni mis palabras? Ahora les pido que se cuiden,
sobre todo de mi hijito N. (mayor de Ameyalco): cuando vayan a La Campana acepten el
taquito que les ofrecen, si les convidan, yo voy a cuidarlos para que no les entre daño si ellos
quieren meterlo en la tortilla o el refresquito. Voy a envolver su comida para que no les entre
daño de ellos. Pero mis hijos está equivocados y un golpecito mío les va a llegar a su boquita.

CONCLUSIONES

Estas observaciones contrastan con el tono general que se aprecia en el grueso de las
pocas etnografías que existen sobre las asociaciones del Divino Rostro, en donde pareciera
ser que el conflicto es un valor ausente en la organización ceremonial, donde se invisibiliza
la discordia creando en el lector una falsa idea de armonización utópica entre pueblos
“unidos en la fe”: la rivalidad, insistimos, es lo ordinario. Si el íntimo y furtivo móvil que
impulsa estas energías es la envidia, las reglas de operación que mantienen en
funcionamiento el sistema deben admitir las acciones de rapacidad que circulan casi
incontrolablemente en la sierra. ¿Por qué Dios es corajudo? La respuesta de los mëfis
siempre apunta a una explicación que deja a salvo la generosidad de Dios, atribuyendo su
ira a la informalidad humana: “por que sus hijos somos inconstantes, flojos, descuidados.
Por eso se enoja el papacito, por eso nos reprende como un padre, para educarnos”. Esto
obliga al despliegue de una serie de cavilaciones y operaciones rituales para distinguir
entre una enfermedad o una desgracia que proviene del coraje de Dios o de la envidia
humana. Esta posible doble vía es la que decidirá si un humano es presa “de Dios o de la
gente”, lo que decidirá el futuro del enfermo como mëfi (“agarrado por Dios”) o como
simple “socio”, aquella persona rescatada de la envidia de sus vecinos.

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