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PROPOSICIÓN
DEL SEÑOR
BAKER
ANDREA
ADRICH
© Andrea Adrich, 2016
—¡Joder!
La palabra explota hasta llenar mi
boca mientras contemplo el extracto del
banco. El rojo que poseen los números
resalta tanto que me hace daño en los
ojos. Miro el resto de la
correspondencia que tengo entre las
manos y que acabo de coger del buzón.
La panorámica es desoladora: la factura
de la luz, la factura del gas, la factura
del agua, la factura del teléfono y una
tarjeta publicitaria de los almacenes
Harrieds, los más lujosos de Nueva
York, en los que solo por respirar en sus
ostentosas instalaciones de la Quinta
Avenida te cobran.
—¿Es que no hay más cosas que
pagar? —me pregunto a mí misma en
tono desesperado, centrando de nuevo
mi atención en el taco de facturas.
Inconscientemente me muerdo el interior
del carrillo; lo hago siempre que estoy
nerviosa, o desesperada, como es el
caso—. ¿Cómo voy a hacer frente a todo
esto? —digo en voz alta, poniendo los
ojos en blanco.
El estómago se me contrae en un nudo
que amenaza con trepar hasta la garganta
y estrangularme. A día de hoy, debo tres
meses de alquiler del apartamento en el
que vivo y el ingente número de facturas
que tengo en las manos y, para colmo de
males, Bill, el dueño del Gorilla Coffee,
la cafetería en la que trabajo desde que
me mudé a Nueva York, me debe cuatro
meses de sueldo. Un dinero que no veré
porque Bill está a punto de cerrar el
local, aunque asegura que me pagará una
parte antes de chaparlo. Dice que por mi
paciencia y por no haberme ido
dejándolo con el culo al aire, pero yo no
estoy nada convencida de ello. Bill tiene
tan poco dinero como yo.
Me paso la mano por la frente; he
comenzado a sudar por la preocupación
y el agobio que me supone no tener un
dólar. Lo peor (porque todavía tiene que
haber algo peor), es que el mes que
viene comienza el curso y a este ritmo
me va a ser imposible pagar las tasas de
la universidad.
—¿Qué voy a hacer? —me pregunto
angustiada—. Joder, ¿qué voy a hacer?
Resoplo, entre abatida e impotente.
En esos momentos suena el portero
automático. Su ruido chillón y
destemplado me sobresalta, haciendo
que de un respingo en el sofá. Aparto la
vista de las facturas y consulto el reloj.
Son las cuatro menos cuarto. Si no fuera
porque he quedado con Lissa, mi mejor
amiga, para que me acompañe al Gorilla
Coffee, apostaría a que es la casera, que
no pierde oportunidad para hacerme una
visita y recordarme, pese a que sabe la
delicada situación por la que estoy
atravesando, que le debo tres meses de
alquiler. La entiendo, pero no debería
presionarme tanto. El minúsculo
apartamento que me tiene arrendado es
uno de los doce o quince que posee en
toda Nueva York y, además, no se trata
de una joyita; no dispone de ningún tipo
de comodidades. De hecho, el bloque ni
siquiera tiene ascensor.
Dejo las cartas sobre la mesa, me
levanto y arrastro los pies hasta el
telefonillo, situado al otro lado del
salón.
—¿Sí? —digo, y en silencio rezo para
que sea Lissa.
—Soy yo —responde Lissa. Cierro
los ojos y respiro ligeramente aliviada
—. ¿Estás lista? —me pregunta.
—Sí. Me pongo las sandalias y bajo.
—Vale —contesta Lissa con su
imperturbable buen estado de ánimo.
Voy a la habitación, me pongo las
sandalias, salgo de casa y desciendo las
escaleras a toda prisa para no hacer
esperar a Lissa. Cuando me ve salir por
la vieja puerta del portal, repara en mi
expresión de abatimiento y frunce el
ceño.
—¿Está todo bien, Lea? —pregunta,
al mismo tiempo que se acerca y me da
un par de besos a modo de saludo.
Hago una mueca con la boca y niego
con la cabeza reiteradamente. A ella no
puedo mentirle. Primero porque es mi
mejor amiga y segundo porque me lo
notaría. Nunca se me ha dado bien
mentir.
—Estoy en números rojos y tengo un
montón de facturas que pagar. Aparte del
alquiler, la matrícula y las tasas de la
universidad —respondo. Aunque trato
por todos los medios de no sonar
alarmista, creo que no lo consigo, y es
que realmente la situación es crítica.
—¿Bill sigue sin pagarte los meses
que te debe? —me pregunta Lissa, que
está al tanto de la desastrosa situación.
Asiento en silencio con un ademán de
afirmación.
—Bill está endeudado hasta las cejas
—añado después de unos segundos
mientras echamos a andar calle abajo—.
No hay día que no vayan a la cafetería
un par de acreedores pidiéndole cuentas.
Y nunca mejor dicho y, sinceramente, no
me veo con fuerzas para exigirle nada.
Bastante mal lo estará pasando, y
tampoco creo que sirviera de mucho…
Lissa se mete la mano en el bolsillo
de su pantalón.
—Yo puedo prestarte… —Abre la
mano y cuenta mentalmente los billetes
arrugados que ha sacado del bolsillo y
unas cuantas monedas—… diecinueve
dólares y cincuenta y cinco centavos —
dice. Alza el rostro y me mira.
Sonrío ante su predisposición y su
buena voluntad.
—Te agradezco mucho el detalle,
Lissa —digo, sin que mi sonrisa
desaparezca de los labios—. Pero no
creo que tus diecinueve dólares con
cincuenta y cinco centavos me saquen de
ningún apuro.
—Lo sé. Ni siquiera me sacan a mí de
un apuro y eso que vivo con mis padres.
—Lissa vuelve a introducir el dinero en
el bolsillo del pantalón con desgana—.
¿Y qué vas a hacer? —me pregunta
—Tirarme por un puente —digo,
lanzando un suspiro al aire—. Estoy
buscando trabajo, pero nadie parece
querer en su plantilla a estudiantes —
respondo en un tono algo más serio—. Y
en los que sí nos quieren, están muy mal
remunerados. No me daría ni para pagar
el alquiler. —Hago una pausa y me
muerdo el interior del carrillo—. He
estado pensando… —comienzo a decir.
Nos paramos en un semáforo—. Quizá
deje la universidad.
Lissa abre sus grandes ojos azul
oscuro de par en par cuando me oye
decir eso y la cara refleja una expresión
que casi roza el horror.
—No puedes hacer eso. —Sus
palabras suenan como una orden—. Eres
una de las estudiantes con más provenir
de toda la universidad.
—No tendré ningún porvenir si me
toca mudarme debajo de un puente.
—Lea… —La voz de Lissa es de
reproche.
El semáforo se abre pero Lissa no se
mueve del sitio y yo tampoco. La gente
pasa a nuestro lado, esquivándonos para
no chocarse con nosotras.
—No puedo hacer otra cosa —digo,
tratando de justificarme de alguna
manera. Me adelanto unos pasos y
comienzo a cruzar el paso de peatones.
Lissa se apresura a venir detrás de mí
—. No sé… —continuo diciendo,
agobiada—. Tal vez solo deje los
estudios este año y busque un trabajo
serio. —Entrecomillo el «serio»
haciendo el gesto elocuente con los
dedos—, después puedo retomarlos…
Siempre hay tiempo. Puedo…
—Pero no es justo, joder —me corta
Lissa, que se muestra visiblemente
enfadada. Aunque no conmigo sino con
el mundo.
—Injusto o no, no puedo hacer nada
para remediarlo—concluyo.
—Pero perderás la beca que has
conseguido. Solo cubre la mitad de la
matrícula y de las tasas universitarias,
pero no recibirás ni un dólar si lo dejas.
Cuando Lissa acaba de decir esto,
estamos frente al Gorilla Coffee. Nos
detenemos frente a la puerta. Bajo los
hombros, abatida.
—Créeme que soy consciente de ello
—apunto.
Lissa advierte el desánimo en mi
rostro, que se ha acentuado durante
nuestra conversación, abre los brazos,
se adelanta unos pasos y me estrecha
afectuosamente contra ella.
—Lo siento —dice en tono de
disculpa—. Sé que lo sabes… Es solo
que me fastidia que tengas que sacrificar
tu carrera por… el puñetero dinero.
Cuando deshacemos el abrazo, tomo
aire y lo suelto de golpe para tratar de
contener las lágrimas que pugnan por
salir en torrente por mis ojos. Toda esta
situación me tiene nerviosa, agotada y
con el ánimo por los suelos. No sé cómo
atajarla y me produce una sensación de
vulnerabilidad e inseguridad que detesto
y que no soy capaz de sacudirme de
encima. Otra persona en mi lugar pediría
ayuda a sus padres, pero en mi caso es
imposible. Mi madre murió hace dos
años víctima de un cáncer de pecho y a
mi padre no se la pediría aunque me
tuviera que ir a vivir definitivamente
debajo de alguno de los más de dos mil
puentes que tiene Nueva York, o debajo
del mismísimo puente de Brooklyn y
tuviera que bañarme todos los días en
las frías aguas del río East. Nos
abandonó cuando yo solo contaba con
cinco años y es algo que creo que no le
perdonaré nunca.
—¿Tienes tiempo para tomarte un
café? —pregunto a Lissa, haciendo un
esfuerzo por mantener la compostura.
—Sí —responde ella—. Hasta las
cinco no entro a las prácticas.
—¿Con quién te toca?
—Con el señor Copeland.
—Ufff… Te acompaño en el
sentimiento —digo, lanzando un bufido
de burla—. Ese hombre es soporífero.
Cuando se pone a hablar es capaz de
hacerte perder el conocimiento.
—Estoy por saltarme la práctica —
dice Lissa, riendo mi chiste a
carcajadas—. Pero el señor Copeland
tiene la mala costumbre de pasar lista.
—Entonces es mejor que estés
puntual. El señor Copeland es muy
maniático con los que no acuden a sus
prácticas. Hay una leyenda negra que
dice que incluso suspende su asignatura
a los que no van… —comento.
Lissa suspira y mueve la cabeza a
ambos lados, resignada.
—Cogeré fuerzas con uno de esos
sabrosos cafecitos que preparas.
Asiento con una sonrisa.
CAPÍTULO 2
El corazón me da un vuelco.
—¡Lissa! —exclamo, fundiéndome
con ella en un caluroso abrazo cuando la
veo de pie en la puerta del cementerio
—. Gracias por venir.
—No podía faltar, cariño —dice,
secándome las lágrimas que ya ruedan
precipitadamente por mis mejillas—.
Tenía que estar aquí contigo.
Acompañándote.
Nos separamos un poco
—Pero… —balbuceo—, ¿cómo has
venido?
—Con Matt. Hemos venido en su
coche. Está buscando aparcamiento.
Alzo las cejas, sorprendida.
—¿En su destartalado escarabajo? —
pregunto.
—Sí.
—Vaya… Al final ese coche es como
un todoterreno —comento.
El rostro de Lissa adopta una
expresión seria.
—Es una pregunta tonta, Lea, pero,
¿cómo estás? —se interesa por mí.
Me encojo de hombros.
—Mal —respondo—. Decir lo
contrario sería mentir.
—Me imagino que no está siendo
fácil.
Muevo la cabeza, negando.
—Nada fácil… —confirmo.
Alzo la mirada y por encima del
hombro de Lissa veo al larguilucho de
Matt esperando pacientemente su turno
para hablar conmigo.
—Matt… —murmuro, yendo hacia él.
Mientras me estrecha entre sus brazos,
Lissa aprovecha para saludar a Darrell,
que está detrás de mí.
—Lo siento —dice Matt—. Lo siento
mucho, Lea.
—Gracias, y gracias también por
venir —le agradezco de corazón.
—Para eso estamos los amigos.
Matt duda si saludar a Darrell o no,
pero finalmente desiste cuando ve que él
no está mucho por la labor. Dirijo una
mirada a Darrell. Por alguna razón que
ignoro, no le quita el ojo de encima a
Matt, y mientras parece seguir cada uno
de sus movimientos como un perro
policía, tiene una expresión seria en el
rostro, una de esas que no logro
descifrar. ¿Qué demonios le pasa
siempre con Matt? ¿Por qué no le ha
saludado como ha hecho con Lissa? ¿Por
qué lo mira con tanto recelo?
—Ya ha llegado el féretro —me dice
tía Rosy al oído.
Entramos en el cementerio seguidos
por la comitiva y nos situamos alrededor
de la tumba, bajo un cielo cubierto de
unas nubes plomizas que amenazan con
descargar agua durante meses, como en
el diluvio universal. Mientras el cura
expone el sermón, pienso en todo lo que
me ha ocurrido en los últimos años y una
terrible sensación de soledad me invade.
Miro de reojo a Darrell, que se
encuentra estoicamente a mi lado. Él es
el primer problema del que me tengo
que ocupar. ¿Problema? ¿Desde cuándo
Darrell es un problema? Desde que me
dijo que no es capaz de sentir
emociones, que no es capaz de amar, que
no es capaz de enamorarse.
Niego para mí misma con la cabeza.
En cuanto lleguemos a Nueva York tengo
que hablar con él.
CAPÍTULO 59
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NOTA DE LA AUTORA:
http://elpais.com/diario/2008/04/22/so
http://blog.easypiso.com/habitacion-
cambio-de-sexo-una-tendencia-que-
sigue-aumentando/
http://www.antena3.com/programas/e
publico/noticias/hablamos-hombre-
que-ofrece-casa-cambio-
sexo_20140710571bb6ad6584a8abb580b