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El Apóstol San Juan era natural de Betsaida.

Sus padres
fueron Zebedeo y Salomé; y su hermano, Santiago el
Mayor. Formaban una familia de pescadores que, al
conocer al Señor, no dudaron en ponerse a su total
disposición: Juan y Santiago, en respuesta a la llamada de
Jesús, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los
jornaleros, le siguieron; Salomé, la madre, sirviéndole con
sus bienes en Galilea y Jerusalén, y acompañándole hasta
el Calvario.

Juan había sido discípulo del Bautista cuando éste estaba


en el Jordán, hasta que un día pasó Jesús cerca y el
Precursor le señaló: “He ahí el Cordero de Dios”. Al oír
esto, junto con San Andrés, fue tras el Señor y pasó con El
aquel día. Nunca olvidó San Juan este primer encuentro.

Volvió a su casa, al trabajo de la pesca. Poco después, el


Señor le llama definitivamente a formar parte del grupo de
los Doce.

San Juan era, con mucho, el más joven de los Apóstoles;


tendría menos de veinte años cuando correspondió a la
llamada del Señor, y lo hizo con el corazón entero, con un
amor indiviso, exclusivo.

Toda la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y


Maestro; en su fidelidad a Jesús encontró el sentido de su
vida. Ninguna resistencia opuso a la llamada, y supo estar
en el Calvario cuando todos los demás habían retrocedido.

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Pedro, Santiago y Juan formaron el grupo predilecto de
Jesús. Los tres presenciaron su Transfiguración, le
acompañaban en el momento de la resurrección de la
hijita de Jairo, fueron testigos de su agonía en el huerto de
Getsemaní.

Entre las predilecciones particulares que el Maestro


reservó a San Juan, recordemos que en la Última Cena le
dejó reclinar la cabeza sobre su costado, que fue el único
discípulo suyo que estuvo al pie de la Cruz, que poco antes
de morir en ella le dejó encomendada a su Madre.

Junto con San Pedro preparó, por encargo de Jesús, la


Cena pascual y comprobó que el sepulcro estaba vacío en
la misma mañana de la Resurrección.

En los episodios posteriores a ésta, los dos aparecen


constantemente juntos, defendiendo, por ejemplo, a Jesús
ante el Sanedrín y soportando sus increpaciones. A los dos
hallamos juntos predicando y bautizando a las
muchedumbres, en los días inmediatos a Pentecostés. Los
dos van a Samaria para invocar allí al Espíritu Santo sobre
los ya bautizados, es decir: para administrarles la
Confirmación.

Sabemos que predicó en Samaria, que asistió al Concilio de


Jerusalén en el año cincuenta, que llevó al lado de la Virgen
María una vida muy recogida, la cual continuó después de
la Asunción de la Madre de Dios.

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En el ocaso del primer siglo reaparece con toda su
prestancia su figura; dominando el fin de la era apostólica
con una majestad incomparable, debida al poder de su
palabra y al prestigio de su autoridad.

San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San


Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una
segura fuente de información sobre el Apóstol

La Tradición nos enseña que entre la muerte de San Pedro


y San Pablo y la ruina de Jerusalén, Juan fue a establecerse
en Éfeso, seguido de una verdadera colonia de cristianos
de Jerusalén, lo cual se explica perfectamente por el
movimiento de dispersión que tuvo lugar en aquellos
tiempos de guerra judaico-romana y de crisis de la Ciudad
Santa, poco antes de su temida ruina, anunciada por
Jesucristo, y consumada el año 70.

Cuando habían desaparecido todos los “testigos de la


Palabra”, los oyentes de Jesús, quedaba allí Juan, que
había visto al Maestro con sus ojos, y le había tocado con
sus manos, y había recogido las últimas palabras de su vida
mortal.

Es Tertuliano, el gran apologista (siglos II-III), quien cuenta


que San Juan sufrió en Roma la terrible prueba del aceite
hirviente. La tradición señala como lugar del hecho la
Puerta Latina: un campo de las afueras de la Urbe, al
principio de la vía que atravesaba el Lacio.

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Podemos imaginar la escena: El venerable anciano ha sido
echado, con las manos atadas, en una gran caldera llena
de aceite que hierve y chisporrotea; los verdugos atizan el
fuego y le contemplan estupefactos, reza el Mártir con los
ojos fijos en el Cielo; se le ve sereno, alegre.

Se desiste de traer nuevas cargas de leña y de revolver el


brasero; es inútil: nada puede hacer daño a la carne
virginal de aquel hombre prodigioso; el fuego le respeta y
el aceite que arde es para él como un rocío.

Tertuliano lo narra con emoción, añadiendo que el


Evangelista, después de haber salido incólume del
perverso baño, fue relegado, por orden imperial, a una
isla. Este martirio lo festeja la Iglesia el 6 de mayo.

Consta históricamente que fue la de Patmos, en el mar


Egeo, árida, agreste, volcánica; allí tendrá las visiones del
Apocalipsis y permanecerá largos meses, hasta la muerte
de Domiciano, para regresar a su Éfeso querida, amparado
por una amnistía general.

Fue entonces cuando escribió su Evangelio. Él mismo nos


revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. “Todas
estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es
el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida
en Su nombre”.

Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de


los otros tres y es una obra teológica tan sublime que,
como dice Teodoreto, “está más allá del entendimiento
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humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo
enteramente”.

La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está


debidamente representada por el águila que es el símbolo
de San Juan el Evangelista.

También escribió el Apóstol tres epístolas. A lo largo de


todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de
caridad.

La tradición nos ha transmitido un hermoso anecdotario


de la última vejez del Apóstol. Entusiasta de la pureza de
la fe, no se recató de manifestar su más absoluta
repugnancia contra las primeras herejías que en la Iglesia
aparecieron.

San Ireneo cuenta que habiendo ido Juan, en cierta


ocasión, a los baños públicos de Éfeso, vio que estaba en
ellos el hereje Cerinto y salió inmediatamente afuera,
diciendo: “Huyamos de aquí; no sea que vaya a hundirse el
edificio por haber entrado en él tan gran adversario de la
verdad”.

Contra Cerinto, precisamente y otros herejes como los


Ebionitas, que negaban la divinidad de Jesucristo, escribió
el cuarto Evangelio a ruegos de los Obispos de Asia.

San Jerónimo, en su libro Sobre los Escritores Eclesiásticos,


dice que San Juan vivió hasta los días del Emperador

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Trajano (98-117) y falleció sesenta y ocho años después de
la Pasión del Señor.

De acuerdo con San Epifanio, San Juan murió


pacíficamente en Efeso hacia el tercer año del reinado de
Trajano, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años.

Como fruto de esta fiesta, debemos considerar que San


Juan nos enseña a amar a Jesucristo, al prójimo y a la
Santísima Virgen.

En primer lugar, San Juan nos ofrece en toda su vida uno


de los más bellos modelos de la caridad a Jesucristo.

Sus actos como sus escritos no son más que inspiraciones


de la caridad.

Fue la caridad la que inspiró su pureza virginal y sus


correrías evangélicas, primero a través de las ciudades de
Israel y los campos de Samaría, y después de Pentecostés,
a través del Asia, en donde funda iglesias, consagra
obispos, combate a los herejes.

Su caridad le condujo, en la noche de la Pasión, en medio


de un pueblo enfurecido, para buscar a su amado, y, en el
mismo día de la Pasión, estuvo al pie de la Cruz para servir
de consuelo a Jesús, ya que no podía servirle de defensa.

Y después de la muerte de Jesús, la caridad le hizo desafiar


el destierro, el martirio, el aceite hirviendo y el furor de los
tiranos.
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Porque San Juan amó mucho, Jesús reunió en él todos los
favores repartidos entre los otros: lo hizo a la vez Apóstol,
Evangelista, Profeta, Obispo, Doctor, Mártir, Confesor,
Virgen, Patriarca y Fundador de las iglesias de Asia.

Jesús dejó desbordar sobre él tesoros de luz: le hizo alzar


la vista hasta el seno del Padre para contemplar la
generación del Verbo, estamparla en su Evangelio y leer en
lo porvenir los combates de la Iglesia, sus dolores y su
triunfo; la caída de la idolatría y los sucesos de los últimos
tiempos.

En segundo lugar, vemos que, si los otros Evangelistas no


han hecho sino indicar el precepto de la caridad, a San Juan
le ha sido dado desenvolverlo en toda su belleza.

Es él quien nos enseña que la caridad evangélica es un


mandamiento verdaderamente nuevo, por la perfección a
que debe elevarse; que es el carácter distintivo del
cristiano; que nuestra caridad debe modelarse por el
mismo amor que Jesucristo tiene a los hombres; que ha de
perdonar cuanto mal nos hagan, y no oponer sino amor a
la ingratitud y a la indiferencia; que debe tomar por
modelo algo más alto, cual es el amor que se tienen las tres
Divinas Personas.

Finalmente, San Juan amó siempre a la Santísima Virgen


como a Madre de Jesús; y este título le bastaba al discípulo
a quien amaba Jesús.

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Después la amó como a su propia Madre, en virtud del
legado que Jesús le hizo al morir, diciéndole: Hijo mío, he
aquí a tu madre.

El era su ángel tutelar, su consuelo, su apoyo, su refugio.

Desde la muerte del Salvador, la recibió en su propio


hogar, viuda afligida y madre dolorosa y desconsolada; le
prodigó los más solícitos y tiernos cuidados y mientras
vivió proveyó a sus necesidades.

Aprendamos de San Juan a amar a Jesucristo; a amar al


prójimo; a amar de un modo especial a la Santísima Virgen.

Tomemos la resolución de hacer todas nuestras acciones


por amor a Dios; de amar al prójimo con un amor
generoso, que sepa soportar y perdonar; de avivar nuestro
amor hacia la Santísima Virgen.

Hoy, en su festividad, contemplamos al discípulo a quien


Jesús amaba con una santa envidia por el inmenso don que
le entregó el Señor, su propia Madre.

Todos los cristianos, representados en Juan, somos hijos


de María.

Hemos de aprender de San Juan a tratarla con confianza.


El recibe a María, la introduce en su casa, en su vida.

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Los autores espirituales han visto en esas palabras que
relata el Santo Evangelio una invitación dirigida a todos los
cristianos para que pongamos también a María en
nuestras vidas.

María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos


acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su
maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra
Madre.

Que San Juan Evangelista nos alcance estas gracias y todas


las otras que nuestra alma necesita.

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