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Salida de emergencia

¿Cómo vivir con la irrefutable certeza del fracaso y la imposibilidad de cualquier esperanza?
De un tiempo para acá hay en el ambiente una sensación fundamentalmente ambigua e
inquietante que se mueve entre la angustia y deseo (por mucho ingenuo) de cambio y
“progreso”. Por una parte, los acontecimientos actuales (y los que se ven venir) nos llenan de
proyecciones de un futuro desolador que nos hacen sentir como parte de una máquina que
camina hacia el abismo y que no podemos detener. Contrario a esto, nuestro presente
inmediato nos exige tomar el toro por los cuernos para buscar una salida, una alternativa, un
camino o un método que nos lleve de alguna forma a esa fantasía comunitaria de un mundo
mejor. Ambas sensaciones se dan en una unidad indisoluble que se agita internamente como
un vaso lleno de nitroglicerina y éxtasis.

Vivir en esta contradicción tiene sus consecuencias. Se trata de una paradoja que consiste
básicamente en la búsqueda de una vía de escape en un panorama donde la misma idea una
salida es un contrasentido. En efecto, no podemos salir. Tampoco podemos quedarnos
adentro. No estamos en un no-lugar, pues de hecho estamos vivos y llenos de
responsabilidades y lazos. Tampoco nos sentimos como en casa, la misma ciudad es hostil
con nosotros y las proyecciones solo auguran torturas mayores. Entonces ¿qué queda de
nosotros? ¿dónde estamos? En cierto modo podemos responder que vivimos atrincherados,
esquivando balas, esperando un milagro, tirados en el mierdero, azorados, etc. Esto explica
que tomemos vías desesperadas, que caminemos por caminos inexplorados y, por lo mismo,
caigamos como carne de cañón fresca y joven. Además, ya no sabemos en qué bando
estamos, sin mente pasamos del lugar del oprimido al del opresor incluso cuando tenemos el
yugo al cuello y tres rifles apuntando a nuestra cabeza. Se trata de un fuego cruzado en el que
muchas veces la única alternativa es escoger un bando y luchar hasta el final. En ese sentido,
la desesperación inherente a dicha ambigüedad solo tiene una consecuencia inevitable: un
impulso constante e irrefrenable de barbarie y sevicia con unos o con los otros. Escapar no
es otra cosa que un acto de profundo odio para con uno mismo y los demás.

Por eso, no debemos formular la pregunta con la que inicié este escrito, ya que supone que
tenemos esperanzas y sueños. No debemos olvidar que esas esperanzas no son nuestras, como
casi todos nuestros pensamientos, sino que se trata de la vigencia de un pasado inmemorable
al que pertenecemos y con el cual nos encontramos endeudados hasta nuestra última gota de
sangre. Con este recuerdo podemos tomar distancia y ver la desesperanza con otros ojos y,
así, ver cómo la misma idea de un destino insalvable o la búsqueda de alternativas son
ficciones que sostienen nuestra zona de confort. ¿Por qué? Evidentemente nunca ha habido
alternativa, es decir, siempre somos responsables. Es decir, los problemas del país, de la
sociedad (ese engendro deforme), de las comunidades, de las familias y de la pareja no son
en el fondo situaciones límite sino el modo en el que estas son posibles. Por ejemplo, no es
posible un presente como el que nos toca a nosotros (los colombianos) sin ese conflicto que
desangra nuestra tierra, lo que nos revela que nosotros no debemos comprendernos más allá
de dicha barbarie. Esto significa que somos barbaros y que de una u otra forma (incluso
cuando buscamos cambiar cosas) nos mantenemos en la misma dinámica que refuerza tanto
dolor y desesperación. Es decir, no es que no haya cambio, sino que la forma en que
entendemos las “salidas” y el “futuro mejor” se sostiene sobre el mismo problema que
intentamos solucionar y, por tanto, estamos condenados a repetir los mismos errores.

Entonces ¿qué debemos hacer? No hay respuesta, como dice mi mamá “lo único que estamos
obligados a hacer en la vida es morirnos”. Sin embargo, desde esta perspectiva pienso que lo
primero que podríamos considerar es en qué medida participamos y contribuimos a la
conformación de ese “país de mierda” del que tanto nos quejamos. Esto nos podría señalar
algo que todos se esfuerzan por callar: que el problema es nuestro y que hemos contribuido
de una u otra forma a acumular bultos y bultos de caca. De este reconocimiento ha de hacerse
patente nuestra responsabilidad con aquello de lo que vivimos quejándonos. Hacer esto es
absurdamente complicado, muchas veces es más fácil tomar un camino desesperado (como
la militancia ingenua o el hedonismo de pobre) que aceptar que el mierdero es nuestro y que
limpiarlo implica salir de ese narcisismo pendejo que construye a diario tanta red social y
televisión (por no hablar de los videojuegos). Esto no se logra apenas hablando en los bares
y refugiándose en la autocomplacencia idiota del bohemio sabelotodo. Implica un voto de
disciplina que se hace efectivo como la búsqueda constante de una tranquilidad de
conciencia que nos ayude a ponernos de pie ante la muerte. Es más, exige todo un arte del
olvido y del recuerdo. Exige poder recordar el olvido en el que vivimos y buscar allí un voto
con los demás que están untados como nosotros, lo cual implica dejar a Satanás a un lado y
ver en el contrarío mucho más que un demonio o en el amigo algo más que un santo. Por otra
parte, exige ser capaces de lograr olvidar el recuerdo de un pasado mejor. Esto es un cliché,
evidentemente no hay fantasía más peligrosa que aquella que nos llama a la utopía. Más bien,
es necesario acostumbrarnos a ser una generación distópica y a buscar al interior de dicha
tensión esas salidas de emergencia que se abren allí donde evitamos la autocomplacencia del
mártir o la actitud apocalíptica del hedonista asalariado.

Omar Camilo Moreno Caro

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