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CÓMO MATAR CHIGÜIROS

Por: Sandra Leal L.

Jeremías se limpió el sudor de su frente, a lo lejos se veía el camino que debían seguir. Metido
entre las montañas, alejado de la carretera, escondido por los árboles, esos eran los caminos que
lo hacían sentir más seguro.

-Es casi un día de camino Greñudo –le dijo el negro Acacio acercándose-. La gente no va a
aguantar.

-De malas mi negro, no podemos quedarnos aquí, es peligroso.

Se alejó un poco, no quería escuchar las quejas del grupo, sabía que estaban cansados. “Qué va,
así se les quita lo flojos a estos señoritos”, pensó como para darse a sí mismo una excusa por
hacerlos caminar de más. Se hizo a un lado para dejarlos pasar y quedar en la retaguardia, así
reparó en la gente que tenía ahí. Cuatro gomelitos del banco, todos ejecutivos de alto vuelo, y seis
mujeres que estaban ese día durante el asalto; sirvieron para escaparse. Estaban haciendo la
inteligencia a ver si alguna les servía para algo. Con todos ellos no se hacía ni para un “mandado” a
los Estados Unidos, pero al menos les podrían sacar alguna mosca para llevársela a la familia que
bien lo necesitaba.

Siguió al grupo para empujarlos a todos. A pesar del sol, el viento estaba fresco y ayudaba a pasar
sin tanta pena ese trayecto. Sacó su cantimplora y comenzó a repartir sorbos de agua en los
pocillitos que les habían pasado a cada uno. Una de las mujeres lo miró con rabia; poco le importó.
Se dio vuelta para dar agua a otro de los secuestrados cuando sintió algo frío que le caía por la
espalda, por lo que se devolvió con rapidez.

-¡Ah! ¡A usted qué le pasa señora! –exclamó levantando la mano, por lo que ella terminó de
espaldas en el suelo-. Le estoy ofreciendo agua, la estoy tratando amablemente, ¿y así me
responde?

Unos dedos gruesos detuvieron su puño, al tiempo que una mano pesada se posó en su hombro
obligándolo a darse vuelta.

-Déjela en paz –pidió con simpleza un rubio bajito, de hombros anchos y camisa de seda
manchada por el sudor.

-¡Usted no me viene a decir que debo hacer yo!

Jeremías Cabrales, “el greñudo”, era alto y musculoso. Estaba acostumbrado a ese tipo de peleas,
pero no contó con que el hombrecito rubio era ágil y rápido. Eludió con facilidad el golpe y como
relámpago le dio uno en pleno estómago al comandante guerrillero. Al quedarse sin aire los demás
vieron marcada su oportunidad de libertad. Hombres y mujeres le cayeron encima, tanto a él
como al negro Acacio que se acercó para ayudar a su jefe. Formaron montonera sobre ellos,
dispuestos a vencer si no por la fuerza, al menos por el número.
De repente sonó un disparo. Todos se levantaron activados por un resorte invisible. El líder
guerrillero tenía un revólver humeando en la mano y buscaba más balas en su mochila. Lo primero
que notaron fue cómo uno de los ejecutivos, el más joven, yacía en el piso con un hueco en la
frente. Quizás fueron dos segundos de estupor, pero al ver que una de las mujeres corría en
dirección a la parte más tupida del bosque, los demás, por imitación seguramente, la siguieron sin
permitirse un momento de reflexión.

Un disparo rompió el silencio de la desbandada, pero no la detuvo. Una mujer delgada y pequeña
cayó al suelo. El bandido de color, con el rifle levantado, afinó la puntería y disparó de nuevo. El
rubio de camisa de seda por el que había ocurrido todo chocó contra un árbol, dio con su espalda
en el suelo y jamás se volvió a levantar. Acacio, sin inmutarse siquiera, caminó unos metros hacia
adelante apuntando a una mujer de largo cabello negro y falda morada que corría desesperada.

-¡Deténgase hombre! –ordenó el comandante, llevando con la palma de su mano el cañón del rifle
hacia arriba de manera que el tiro se perdió en el aire-. Qué cree que hace, ¡no son una manada
de chigüiros con los que pueda armar una cacería! Se trata de personas y nos dan más plata si
están vivos.

-Qué va mi comandante, si fueran chigüiros serían más útiles.

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