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Las formas de la desigualdad

La riqueza actual no conecta con la propiedad, sino con la burocracia. En el otro extremo están los
trabajadores que carecen de una retribución digna porque las sociedades no los necesitan para crecer
JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA 17 SEP 2013 - 00:00 CET
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RAQUEL MARÍN

Escribía el sociólogo Barrington Moore que la desigualdad ha sido un hecho universal en las
sociedades humanas dotadas de escritura. Por ello, lo más interesante de este fenómeno no
es tanto su pura constatación, ni siquiera la medición del grado cuantitativo que alcanza, sino
el estudio de las formas concretas que adopta la desigualdad en cada sociedad y época
concretas, así como los principios que cada cultura utiliza para legitimarlas a los ojos de sus
miembros.

Dado que la desigualdad económica ha vuelto a ser un tema de actualidad, resulta


conveniente analizar las formas más llamativas que adopta esa desigualdad hoy en día en una
sociedad europea como la española. Porque si la desigualdad es una constante, las
desigualdades son distintas: si hablamos solo de la primera de una manera genérica corremos
el riesgo de recaer en clichés manidos que poco aportan a la comprensión de la realidad, por
muy cargados de emoción que estén. Así sucedía hace poco en este diario con un autor que
celebraba el redescubrimiento de que en la sociedad existen las clases que Marx estudió en
su momento. Un hallazgo de más que dudoso valor.

Aquí queremos contextualizar en su particular diversidad dos de las más llamativas


desigualdades económicas que tienen lugar entre nosotros. La primera, la de ese reducido
estrato social que acapara una porción de renta descomunal por relación a su tamaño
numérico, los que se suelen denominar como “upper-class”, y que en lenguaje más popular
son “los ricos”. La segunda, la del amplísimo estrato de los que están excluidos del trabajo
suficientemente remunerado, bien por hallarse en paro bien por poseer empleos que no
proporcionan un nivel de vida digno.

Con respecto a los ricos, hay que empezar con la constatación bastante obvia de que el siglo
XXI es en materia de desigualdad una época weberiana, no una marxista. Vamos, que la
riqueza no conecta con la propiedad sino con la burocracia, en concreto con la organización
gestora de los conglomerados empresariales y financieros. Como Max Weber anunció, el uso
exclusivista de la información por parte de quienes se sitúan en lo más alto de las burocracias
es lo que les permite fundar su poder, en este caso el de apropiación privilegiada de rentas. El
capitalismo actual es un capitalismo de gestores, no de propietarios. La propiedad de los
conglomerados empresariales o financieros se disemina entre los muchos, pero esos muchos
desinteresados confían la gestión a los pocos. Es un fenómeno económico conocido que ya
Adam Smith anotaba con preocupación en sus albores como posible fuente de “insensatez,
negligencia y derroche”, palabras que suenan a conocido después lo ocurrido anteayer en el
pistoletazo de salida de la crisis.

Solo desde la política podría controlarse el saqueo organizado de las élites


dirigentes
El gobierno corporativo se materializa en una relación de agencia descompensada, en la que
el agente domina al principal y es capaz de imponer sus propios intereses particulares a los
del conjunto que se le ha confiado, no digamos al de sus pasivos propietarios. Las empresas
son burocracias, como los partidos políticos, y por ello están sometidas a las mismas leyes de
hierro de la oligarquía de control. Y no se percibe, de momento, manera de desactivarlas
desde la propia economía.

De esta forma concreta de desigualdad económica interesa destacar dos aspectos: por un
lado, la proximidad amistosa de la élite managerialprivada con la élite político-burocrática, una
interpenetración (¿complicidad?) que contribuye a sostener el andamiaje con el que los
gestores desvían en su favor las rentas de situación correspondientes. Porque solo desde la
política podría controlarse esta forma de saqueo organizada. Pero la política no percibe
incentivos concretos para intervenir autoritariamente en ese mundo, algo que, por otro lado, le
generaría dificultades sin cuento en el corto plazo.

El otro aspecto es el de la legitimación social, es decir, los valores socialmente difusos que
permiten a este estrato obtener unos rendimientos tan descomunales sin mayor oposición. Las
sociedades occidentales aceptan hoy sin mayor cuestionamiento (también los medios
creadores de opinión son dirigidos por gestores) la idea de que los conocimientos o
habilidades especiales de un individuo legitiman sin más su renta superior, y además no
poseen ningún criterio sobre sus límites (¿cuántos cientos de miles de euros debe ganar un
cirujano cardiovascular o un gestor habilidoso de fondos?). Se cree, con inexplicable
ingenuidad, que hay un mercado que lo determina adecuadamente.

Esta aceptación acrítica de esta desigualdad concreta implica que no se percibe que el éxito
individual es en gran parte el fruto de una previa organización social muy compleja, de manera
que el mérito (si de tal hay que hablar) es social y no individual. De nada le valdría a Ronaldo
su peculiar habilidad con la pierna si no se hubiera desarrollado la sociedad en que crece.
Pero es que, además, existe una peculiar tautología en la explicación social funcionalista de la
desigualdadmanagerial: las élites afirman que su alta retribución se debe al hecho de que
desarrollan una actividad especialmente necesaria y apreciada, pero la única prueba de ello
es el hecho de que reciben una retribución muy alta. Una circularidad argumentativa carente
de corroboración externa. Y es que el darwinismo siempre fue una explicación “excesiva” en lo
social, pues justifica cualquier desigualdad existente por el simple hecho de existir.

Se sostiene el estatus de los perceptores de rentas medias con ayudas cuyo


coste se difiere al futuro
Por su parte, la exclusión económica de la parte de población que carece de empleo retribuido
dignamente obedece sin duda a razones económicas conectadas a la exposición a una
globalización acelerada. Quienes no pueden situarse en Occidente en un nicho particular de
trabajos protegidos de la competencia mundial, ven desplomarse su retribución o su
empleabilidad, que tiende a igualarse a la de sus homólogos orientales, y engrosan las filas de
un estrato nuevo: la de quienes, aun trabajando, no podrán vivir. Dicho de otra forma, parece
bastante cierto que las sociedades desarrolladas no pueden dar trabajo aceptable a todos sus
miembros: la contradicción fundamental es que todos necesitan trabajar para vivir, pero que la
sociedad no necesita del trabajo de todos para crecer.

El frío dato globalizador oculta, además, unas contradicciones de segundo orden que son tan
llamativas como deliberadamente ocultadas: las que operan entre generaciones o, si se
prefiere, entre el tiempo presente y el futuro. Las sociedades europeas son de hecho unos
sistemas económicos depredadores del futuro, y quienes viven razonablemente bien en ellas
lo hacen a costa de la exclusión de las generaciones más jóvenes. El sistema económico está
organizado para sostener el estatus de los perceptores de rentas medias mediante ayudas
públicas cuyo coste está diferido al futuro. De manera que la mayor parte de las generaciones
jóvenes nunca vivirán como sus precedentes, pero financiarán la prosperidad actual de estos.
Esta es una contradicción que ninguna ideología política de las existentes está capacitada
para asumir y desarrollar, por lo que se la ignora tanto en la práctica política como en el
discurso público. Por otro lado, no resulta difícil mantener engañada a la generación más
joven mediante el uso de utopías críticas sobre el sistema económico en general.

La crisis económica actual y su difícil salida está emborronando ese hecho: nunca habrá ya
buenos trabajos para todos porque nunca se precisará de tanto trabajo humano. Y si eso es
así, la única salida social posible es romper la conexión hasta hoy ineluctable entre trabajo y
supervivencia. La sociedad deberá garantizar la vida digna a todos con independencia de que
trabajen o no. Algo que implica un cambio revolucionario, no tanto en la práctica económica
(en donde en realidad se consumen ya hoy enormes esfuerzos fiscales para mantener
trabajos no necesarios), como en las mentes. Resultará muy difícil (y tendrá consecuencias
sociales probablemente insospechadas) avanzar en una desvinculación manifiesta entre
trabajo y vida. El paradigma del ser humano ha sido el del homo laborans durante la mayor
parte de su existencia en la tierra, y cambiar la conciencia de esa mismidad costará más que
cambiar la realidad objetiva misma. Y, sin embargo, no parecen existir muchas alternativas.

J. M. Ruiz Soroa es abogado.

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