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Recarga

Recibí el pedazo de plástico desgastado mientras pensaba que la peatonal es el


lugar en donde iba a morir. Después de 3 años ya sabía que no tenía que pensar mucho,
así que no me dejé llevar por eso. Mi brazo automáticamente puso la tarjeta en una de las
maquinitas amarillas.
- ¿Cuánto? - pregunté sin levantar la mirada de la máquina.
- Veinte- respondió una vieja muy bajita de chaleco de lana, y me dio un billete de
quinientos pesos.
Lo vi y la putié un poco adentro, pero no podía hacer otra cosa. Seguí. Abrí de un
golpe la caja registradora de repuesto, y empecé a buscar y contar cambio. Tampoco fue
tanto trabajo. Le entregué la tarjeta, el recibo y los billetes - en ese orden - y la línea
avanzó.
El sol estaba en su punto más alto ese día de diciembre cuando el único ventilador
del puesto dejó de funcionar. Terminé de cargar una tarjeta, y cerré la persiana de la
ventanilla del puestito. Podía escuchar los reclamos de veinte personas afuera, pero no le
presté atención. Para qué le prestaría atención.
Le di un par de golpes al ventilador, pero éste permanecía inmutable en su
inutilidad. Ahí empezó a largar olor a quemado. Le tiré un whatsapp al jefe para avisarle, y
esperé.
Todo pliegue de mi cuerpo estaba cubierto de transpiración espesa; miel, o baba de
caracol. Sentía los pelitos del bigote mojados, la remera pegada a la panza, y como si la
mugre de la peatonal terminara inevitablemente sobre mi cuerpo. Un imán. Cerré los ojos
y me tiré contra el fondo del puestito. Incluso así con todo eso, la oscuridad no era total.
No era negra, sino marrón como el Suquía, o como las cloacas. El centro huele a cloaca,
yo trabajo en el centro, yo huelo a cloaca. Pensaba demasiado de nuevo.
Salí detrás del puesto y meé la pared que me daba la espalda todos los días.
Miraba el piso; caca de palomas y escupitajos, y mi contribución. Levanté la mirada del
piso ahora mojado y vi que Lucía, la chica nueva que trabajaba en el puesto de flores de
en frente, me estaba mirando. Le tiré un beso con una mano y me cerré el jean con la
otra. Me dio vuelta la cara, pero un día de esos se va a dejar de hacer rogar.
A mitad de cuadra me compré una coca, y a la media hora de ponerme a boludear
con los vendedores ambulantes llegó el jefe con una caja que tenía el ventilador de
reemplazo. Incluso en ese día de calor abrumante el tipo no cambió su uniforme: jean
demasiado apretado, camisa manga larga a cuadritos y zapatos de cuero alargados, de
punta cuadrada. Nos saludamos con un movimiento de la cabeza, y cuando el jefe
terminó de colocar el nuevo aparato, se fue sin decirme nada. Al irse, retomé el laburo.
En la jaula de chapa, prendí la radio y el ventilador nuevo, y antes de hacer nada
me dejé caer de nuevo contra el fondo. El ventilador no tenía suficiente fuerza como para
secarme. Saqué del bolsillo del jean mi billetera, y de ésta la foto de mi hija. Cerré los ojos
y en mi mente la vi apretándome fuerte el dedo. Estaba pensando de nuevo. Guardé la
foto, me putié y reabrí la ventanilla.
Karen Palacio.

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