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¡Basta ya!
Boletín Literario
Edición Especial
RELATOS
Año 13
Marzo – Abril 2018
N° 149
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Contacto:eduardoplanas2001@hotmail.com www.boletinliterariobastaya.blogspot.com
- Tel: 0351- 4886974 – 156170141. Esta revista se terminó de imprimir en Grafica 21 –
Duarte Quiroz N° 1702, Córdoba. Diseño y diagramación: Laura Pozzo Dibujos:
www.pinterest.com
CONTENIDOS
Se desanudo – Jorge Luis Carranza // Relatos breves de Lily Chavez // Las mujeres
de mi familia, Esa mujer que ves – Guillermina Delupi // La Escena – Nicolas Jozami //
Relatos breves de Claudia Tejeda // Inclusión - Daniel Montes de Oca // El maestro
Dupin – Mónica Ferrero // Persevera y cantarás – Gabriel Marco // Lunes – Ana
Paulinelli // Un cenicero de bronce – Martín Pinus // Borges y Orozco – Rafael Roldán
Auzqui // Cuando Güemes no era cheto – Cristina Ramb // Combustión de amor
sincero – Carlos Salinas // Una estatua móvil: El oso antártico – Eduardo Alberto
Planas // Microrelatos de Javier Almeida // Tras las huellas de (D)dios. La poesía de
Hugo Caamaño (1923-2015) – Roberto Hugo Esposto // Carta al purrete – Adrián
Valan // Las interrogaciones del poeta – Jorge Torres Roggero // El lado oscuro del
cordobesismo – Eduardo Alberto Planas // La peregrina y el alba – Alicia Loza // En
otro momento – Molly Bic // Dios – Alfredo Gómez Alonso // La muerte es pasto que
se puede pisar – Sergio Pravaz // El ejecutor, El bailarín oculto – Osvaldo Guevara //
Hace calor y huele a metal – Cesary Novek // Edgar Bayley: Oficio de viento y de
sombra – Alfredo Lemon // El “solamor” de Cleofé – Mario Trecek // La indígena de las
pepitas – Alvaro Olmedo // Emociones – Luis Héctor Gerbaldo // Tres anuncios por un
crimen: La fuerza hecha cine – Leonardo Arce
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Se desanudó
La justiciera
Desde de un final feliz, salió del cuento. Vestía, como siempre, una falda con
puntillas, capa roja y llevaba una canasta en el brazo. Estaba dispuesta a dar
un paseo por otros bosques pero de pronto, se detuvo en seco: ¿Cómo era
posible que se hubiera dejado engañar por el lobo? ¿Por qué no le había
hecho caso a su madre? ¿Cómo no advirtió que el lobo se había disfrazado de
abuelita? ¡Qué poco sabía del leñador que les había salvado la vida! En esos
pensamientos estaba cuando divisó en otro cuento al Sastrecillo Valiente con
un cinturón enorme que decía Siete de un golpe. Ella conocía la historia y la
fama del Sastrecillo y sin dudarlo le pidió que regresara con ella al cuento de
Caperucita para darle un verdadero escarmiento al lobo malo.
Maternidad
La esposa del punto tuvo gemelos. Han pasado unos meses y los dierecitos ya
gatean por toda la casa.
El empeño
Cuesta caminar entre tanta gente. Un hombre me lleva por delante, voltea la
cabeza y algo dice. Me detengo un momento para cerciorarme que la pequeña
caja sigue en el bolsillo de mi saco. Es ahí señora – indica con el dedo la
rubiecita cuando le pregunto por el Banco-. El edificio es enorme; un agente de
policía, al verme tambalear, me ayuda a subir las escalinatas. Casi dos horas
de cola. La fila avanza lentamente y el tiempo sumerge mi cabeza en la
angustia. Finalmente, tengo al dependiente frente a mí. Revisa lo que le
entrego mirándome por encima de los lentes. Pesa en la balanza el par de
aros, la cadena con crucifijo y la pulsera, hace operaciones en la registradora.
Cruje mi estómago en cada vuelta de manivela. Trescientos veinte, dice,
mientras coloca los billetes sobre la palma de mi mano. Balbuceo palabras que
salen a tientas de mi boca. Pienso en mi madre, vestida con su único trajecito y
en su cuerpo ya frío esperando, un ataúd que demora.
*
Lily Chavez
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Claro que no soy esa mujer que ves atravesar la puerta cada mañana. Claro
que no soy esa única mujer. ¿O es que acaso pensaste que iba a salir a la
calle así, sin protección alguna?
Esa mujer que ves es nuestro escudo, nuestra armadura contra un mundo
hostil e innecesario. Un mundo que nos haría añicos sin esta coraza que nos
he inventado a fuerza de años vividos, de errores cometidos y de aciertos
bienvenidos.
Esa mujer que ves, déjame que te diga, tiene en sus manos una tarea
indispensable: es la encargada de sostener al resto de nosotras; está a cargo
de encastrar en una sola pieza a todas las mujeres que soy, de armarnos en un
perfecto e indisoluble rompecabezas que nos muestre al mundo como una
única composición.
Pero a veces sucede que esa mujer fuerte y valiente que ves salir cada
mañana, esa mujer que porta sólo desafío en su mirada y que pareciera
llevarse el mundo por delante, esa mujer aguerrida que no le teme a nada
trastabilla, tropieza, se cae. Se da de bruces contra el suelo y hace trizas
nuestra coraza. Y entonces: la hecatombe.
Porque cuando eso sucede, cuando esa coraza que nos he construido se cae,
todas las mujeres que me habitan se sientan descalzas en el cordón de la
vereda, con los ojos húmedos puestos en la nada, con las manos perdidas en
el más irracional de los temores. Con la postura inexorable de los derrotados.
No se mueven. Ni siquiera parpadean: tienen el pánico pegado a la espalda.
Se limitan a observar nuestra coraza tirada en el piso, y se adueñan todas ellas
de una incapacidad absoluta por ayudar a reconstruirla.
Es que cuando eso sucede, se rompe la paz interior, se pierde el equilibrio, se
desarman los esquemas, estallan en mil pedazos las contradicciones.
Cuando eso sucede, las mujeres que me conforman se desparraman dentro de
mí. Resbalan, caen en oscuros precipicios, se pierden en selvas laberínticas,
emanan rabias pasadas, fagocitan recuerdos futuros, se vuelven inflamables,
inciertas, peligrosas. Deambulan por mi cuerpo sin rumbo preciso, se pierden
en callejones inhóspitos, no hallan ni ganas ni fuerzas por encontrar una salida
al caos en que se han visto sumidas por un simple resbalón.
Comprenderás entonces que no soy esa única mujer que ves. Comprenderás
ahora mi pedido: si algún día llegás a ver trastabillar a esa mujer que atraviesa
la puerta cada mañana, si la ves irse de bruces contra el piso, si al intentar
ayudarla te muestra el fondo de unos ojos desvaídos e imprecisos, tendele la
mano. Y ayúdala a levantarse. Por ella y por todas las que somos, es menester
que se rearme.
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La escena
Nicolás Jozami
Llegan antes que terminara la fiesta, exhaustos, con sabor a alcohol
en sus bocas, sacándose camperas y olor a cigarrillo para quedarse más livianos. Sin
hablarse, van a la habitación y sacan el colchón de la cama para traerlo al comedor,
las sábanas por un lado, la almohada rota por otro, la frazada al final. Es un esfuerzo,
se tocan las manos y se miran madrugándose, como se mira a alguien que está por
viajar, en una Terminal o Aeropuerto. Él va a la cocina y llena las dos pavas con agua,
la verde y la plateada, café y té seguramente, y enciende las hornallas. Coloca las
pavas sobre el fuego y mira sonriendo apenas la ventana que está pegada a la cocina.
Ella baja las persianas del comedor pequeño y cierra las puertas de la habitación y el
baño. Él saca dos tazas verdes, un saquito de té, que pone dentro de una taza, y el
frasco de café, que abre lentamente y lo vuelca en la otra. Acerca el tarro de azúcar y
apenas logra abrirlo porque ella ya está a su lado y lo mira con desconfianza, no vaya
a ser que no cumpla ahora, que siga con la máscara, si en la fiesta bailó con todos. Él
la vuelve a tomar de las manos y luego de la cintura y la besa, y caen sobre el colchón
como dos plomadas vencidas. Juegan a desvestirse, uno al otro, y en las prendas
íntimas las pavas comienzan a hacer un ruido, leve, levísimo y lejano, en ese comedor
pequeño. Él la aprieta contra su pecho desnudo y siente la piel arenosa, y la infamia
de su cuerpo, y aunque a ella nunca le gusta le quita la prensita color caramelo de
café y la deja sobre las camperas ahí al lado. Y se tocan y se respiran y ahora sí las
pavas, el ruido, que crece, y no sabe quién llorar primero, ya que primero se ríe ella, y
él no puede, y se besan fuerte, para lastimarse de presencia, y el azúcar que está en
los dos cuerpos uno sobre el otro, moviéndose, primero sin hacer ruido, las persianas
cerradas, las cortinas no, esa madera de las persianas del color de la prensita, y él
que no batió el café, y ella siembra su mano en el pelo de él, y no hablan, en la fiesta
sí lo hicieron, como dos entendidos, y los dos con anillos gastados, en jóvenes manos,
que transpiran el colchón del departamento, y ahora las pavas chillan, no se cuidan,
qué se siente, no, no vienen hermanos ni temores, y la audacia, de los dos, se miran,
recuerdan cuando él halló el billete de dos pesos con el teléfono escrito, las tres
primeras letras del nombre de ella y el mensaje dirigido únicamente a él, y la pava
verde que siempre hierve antes el agua, y contactarla, llamarla de corajudo o imbécil,
solitaria ella y el mensaje en la botella era un mensaje en el billete, que a él le dieron
de vuelto en la feria de frutas, ese día que amenazaba con lluvia y que su desamparo
estaba al borde de ser aceptado. Ella lo da vueltas, lo retira y le besa el ombligo, toma
la sábana gastada y la tira y la suspende por encima de ambos, tapándose, para
quedarse en esa cueva oscura con olor a infancia, el café y el té eran también para
calmar un poco el alcohol, y la máscara, un ratito, absoluto, juntos, y el orgasmo
estuvo después de atravesar la puerta del departamento, las pavas chillan más, y los
dos saben que no tomarán ahora el café ni el té, y vuelven a acariciarse como
animales prehistóricos, no humanos aún, recién llegados a la decisión, se les nota, y la
ventana de la cocina por la que entra un viento continuo, el pacto a respetar, el viento
sopla sobre las pavas que chillan, y después del billete de dos pesos y el encuentro,
en sucesivos entendimientos, claro que no es fácil, y la sonrisa cómplice aún por
teléfono, cuando se preguntaban por la sombra de la angustia, y las manos que no
transpiran ahora, acarician huellas, cicatrices, y el saquito de té negro, y el café negro
sin azúcar, las pavas escupen agua, y él su esperma que ella decidió, se fueron antes
de la fiesta, no a la hora exacta ni calculada, pero sí antes, y ya no hay ruido de las
pavas, y el viento nunca ingresa por la ventana pegada a la cocina, que está cerrada,
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y ellos tomados de la mano, cada uno con el color de la sangre del otro, y los
pulmones sin rostro, no hay más olor a alcohol, las tazas verdes esperando, el gesto o
ademán teatral, siempre, máscaras, como en la fiesta, como el día y la cara que puso
él en la feria de frutas, y el spleen y ella al recibir su práctico de historia, la verruga
angustiosa que no se ve, el departamento oscuro, no saben cuál de las dos pavas es
la color verde, que siempre hierve antes, la prensita sobre la ropa con olor a cigarrillo,
no le dan importancia al té ni al café, es sólo una costumbre, un simulacro, y la
ventana ahora cerrada, sin aire necesario, las pavas no chillan, los dos sienten a los
demás, y un sonido, oscuro, de hornallas abiertas sin fuego.
Nicolás Jozami
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La poesía es una manera de lavarte los pies del polvo de este mundo.
Los poetas somos servidores. Y sólo eso.
En llanta
Se sube por mis pies, liana de arena, hasta el ocio de mis pantorrillas. Me inclina ante
la vida en una reverencia de papel. Sólo respiro y muevo una mano. La cabeza es la
atleta que corre en el velódromo, con la bicicleta en llanta, detrás de lo inalcanzable.
Rara manera de sudar es sentarse a escribir.
La poesía me tiene a su servicio. Soy su taquígrafa.
A veces me dicta mal o yo no sé traducir sus neurosis. Nos peleamos bastante.
Pero sabe que no renuncio, que salgo a la carrera con los pies atados.
Para vivir.
Diluvio
Acto fallido
Un, dos, tres, desaparece detrás de sus dos manitos sobre los párpados.
Celebra su picardía a pura carcajada con mis caras de preocupación al buscarlo y mis
gestos de satisfacción cuando al fin lo encuentro.
Cuando es mi turno de esconderme, arruino el juego.
Tengo la piel dura y ya no me vuelvo invisible.
Milo me deja sola, repitiendo el intento. Y se va detrás de una pelota roja, moviendo la
cabeza.
Imagino que sabe que no tengo remedio.
Señales
Hay que dejar una señal plantada en el territorio de las células, para imponerse a la
biología.
Darle un poco de trabajo a los años, no entregarle todos los patios del cuerpo.
Desobedecer las leyes naturales- no hay por qué crecer como nos dicen-
Todos tenemos una foto en el alma por donde regresar a otra estatura y besar al niño
demorado. Hablo de la revolución de la ternura.
De perdonarnos los gestos adultos y salir a jugar con todos.
Claudia Tejeda
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Inclusión
El maestro Dupin
El maestro Dupin daba clases de violín a un muchachito de B° Alberdi, cerca del
Hospital de Clínicas la mañana del 29 de mayo de 1969, así que el Cordobazo lo tomó
tan de sorpresa como al mismo Comandante en Jefe del 3er. Cuerpo, Don Eliodoro
Sánchez Lahoz.
Apretando con el estuche del violín el corazón que se le desbandaba, Dupin comenzó
a recular hacia la Avenida Colón, tratando de encontrar un umbral amigo, entre las
barricadas armadas por los mismos vecinos, pero el barrio estaba cerrado a piedra y
lodo y, envuelto en la ventolina que arrastraba papeles, cajas y basura a medio
quemar, extravió completamente el rumbo.
El humo asfixiante, sumado a la desesperación que le hacían caer las lágrimas entre
pucheritos, le impidieron distinguir al dueño de la mano hospitalaria, que lo alzó como
a una marioneta y lo metió en un zaguán estrecho y después, a una habitación
precaria, donde alcanzó a distinguir varias personas. Unos con mamelucos de
obreros y otros con aire de estudiantes disparaban, ocasionalmente, más
aparentemente al aire que a un objetivo, unos con un revólver de culata quebrada y
otros con una escopeta de caza, entre las explosiones que desde la calle sacudían las
paredes.
Luego de unos minutos eternos que, nunca supo por qué él pasó debajo de una mesa,
manteniendo la misma posición de ñandú que parecía habérsele hecho carne,
mientras los otros se reemplazaban disparando y gritando desde atrás de las
ventanas, alguien ordenó salir antes de que llegaran los gendarmes. Y sin darse
cuenta, se descubrió corriendo a la calle detrás de la manada y corrió y corrió detrás
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de una silueta que le ofrecía una especie de protección maternal, con el estuche de
su violín como coraza y los ojos casi cerrados y siguió corriendo hasta que no pudo
más y después hasta que parecía que los hígados y hasta las bolitas de los ojos iban a
salírsele, como nunca supuso que podría correr un rascacuerdas sesentón como él…
y siguió corriendo todavía más y cuando, al fin, recuperó la conciencia estaba cerca de
la Estación Mitre y ya, unas cuadritas más, estaba su casa y su cama y su
calentadorcito Primus y sus partituras y toda su vida, serena, pacífica, perfectamente
intrascendente.
Mónica Ferrero
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Persevera y cantarás
Nictimene era una buena persona y adoraba a sus pequeñuelos, por eso
su familia no estaba ni enterada. Cuando fueron a comprobar la identidad del
cadáver y les informaron que se trataba nada más ni nada menos que de la
líder del PC apenas si pudieron reaccionar, la tía, mira vos, tan buena que
parecía, ahora envuelta en la bandera roja del martillo y la hoz. No paraban de
llegar flores de todo el país. Eran épocas muy duras para ser niño por aquel
entonces.
Gabriel Marco
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Lunes
El lunes es de esos días en que todo se inicia, la dieta,
la gimnasia, la puntualidad, y varios etcéteras más.
Allí estaba este lunes subido en la altísima escalera
que salía de la chimenea de la casita sola en la
inmensidad de la llanura.
Habían elegido cuidadosamente el sitio. El azar no
entraba en un proyecto tan delicado y complejo a la
vez. Se trata de un cambio sustancial en el modo de
vida que abarcaría a todo el género humano. Años
pergeñando la estrategia posible.
La subida ha sido ceremonial con el ascenso de cada
pie mayor concentración.
Bjork canta desde la casa y él la escucha con su
escafandra. Herencia de su abuelo Yuri, astronauta
olvidado, pero no para él.
Mantenían una conversación interminable, cuando
vivía, de cómo debería ser el mundo, no coincidía con
ninguno de los sistemas imperantes, decía que todos
estaban infectados. Que la comunicación era cada vez
más viral que no era de verdad. Recuerda estas cosas
y piensa qué feliz sería su abuelo si supiera todo esto.
Mientras, el canto funciona en su cabeza como un
himno sagrado.
Fue en Buenos Aires cuando escuchó a Bjork decir en
el recital que no pierdan el momento, que dejen de
filmar y sacar fotos con los celulares, que disfruten y se
lleven todo adentro de su cabeza y su corazón. Ese fue
el momento de iluminación y comenzó a darle forma al
proyecto. Esa mujer pequeña con ese vestidito rosado,
sutil bailando y cantando era seguramente un alma
gemela.
Ella lo escuchó atentamente y se plegó. Buscaron el
sitio y se instalaron con todos los instrumentos
necesarios a desarrollar lo que sería un golpe mortal a
todo el sistema. Porque Ivanovich y Bjork estaban
seguros que el sistema era uno solo.
Ya llega a lo más alto, al último escalón.
Se dará vuelta, la mirará y a la señal de ella todo
acabará.
Ninguna onda más en el planeta. Ninguna.
Luego subirá ella también por la misma escalera,
cantando, descalza, mirarán el cielo limpio y harán el
amor sobre la red caída.
Ana Paulinelli
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Un cenicero de bronce
A veces me ataca una imagen. Un cenicero de bronce repleto de colillas de cigarrillos
Parliament retorcidas, con marcas de lápiz labial fucsia. Eso es casi una figura
materna para mí. Noches enteras jugando a la canasta los dos.
Yo era casi un adolescente. Debo haber tenido trece o catorce años, a lo sumo quince.
Y el cenicero se vaciaba y se volvía a llenar de puchos. Sonó el teléfono. Atendió mi
madre. Era para mí. Miré extrañado. Ella también. Casi nunca recibía llamadas en la
semana y menos un fin de semana. Siempre quise que me llamaran o que me
visitaran, pero debo admitir que no era muy popular. Era una noche de sábado. Atendí.
Un amigo de la secundaria. Me preguntó qué estaba haciendo y qué pensaba hacer.
No eran cosas que yo me preguntara habitualmente. Nada, contesté. Me invitaba a
salir. Con dos amigas. El chico no era exactamente un amigo. Era un gordito con unos
anteojos tremendos, con un nombre muy extraño que no puedo descifrar. A veces mis
recuerdos son como esas colillas, retorcidos en distintos rincones de mi cerebro. Me
decía que fuera a su casa y que de ahí saldríamos para algún lado, que le prestaban
el auto y todo. Éramos compañeros, pero no compartíamos banco ni muchas horas
juntos. Conocía su casa, era enorme, con un gran parque y pileta y quedaba en el otro
costado de la ciudad. Dudé. Por un momento no supe qué contestar. Yo nunca había
salido con él. En realidad nunca salía con amigos. Ni con chicas, todavía. Lo hice
esperar en el teléfono mientras me daba vuelta para preguntarle a mi madre. No sé si
tuve la precaución de tapar el tubo con la mano para que no se escuchara mi voz
mientras preguntaba. Mi madre me miró sorprendida. Me preguntó quién era el chico,
no se acordaba de él. Le expliqué. Me preguntó hacia dónde iríamos. Le dije que no
sabía, que por ahí. Insistió en conocer el destino. El gordito esperaba del otro lado del
teléfono y todo se extendía demasiado. Me volví hacia el teléfono y le pedí
precisiones. Un bar cerca de su casa, me dijo. Vamos a ir a una lomitería, le dije a mi
madre. Bueno, me dijo, está bien. Estaba tan sorprendida de la situación como yo.
Aunque no estoy seguro de que haya sido exactamente eso lo que transmitía su
expresión. Nadie aprieta así las mandíbulas por una sorpresa. Le confirmé mi “sí” al
gordito. Te esperamos, me dijo. Fui a mi habitación a vestirme más apropiadamente
para la ocasión. Probé distintas camisas, pantalones y zapatos. Terminé poniéndome
una camisa de mi hermano mayor. No sé por qué uno cree que poniéndose las cosas
de los hermanos mayores se vuelve como cree que son ellos, más grandes y seguros.
Como los que comían el corazón de sus víctimas para adquirir sus fuerzas. Mientras
estaba frente al espejo, volvió a sonar el teléfono. Subí corriendo a atender. Mi madre
jugaba un solitario, mirando algo en la televisión. Era nuevamente el gordito. Creo que
el nombre empezaba con O. No vamos a poder salir, me dijo, se suspende. No supe
qué contestar. Me dio alguna fundamentación vaga, que las chicas no podían o que él
se tenía que quedar a cuidar a su hermanita. No importa, dije, no hay problema. Nos
despedimos. Un instante antes de colgar, me pareció escuchar risas detrás de su voz.
Martín Pinus
Borges y Orozco
Quiere la memoria -esa antojadiza y certera versión de lo real- que corriera el
año 1987. Mi interés por la obra de Borges -a quien conocí en una serie de
conferencias que ofreció en Córdoba-, me llevó a un evento internacional que
se le dedicara en Buenos Aires. No hacía mucho que él había fallecido.
Se me cruzó la idea de conocer personalmente a su viuda, cuando llegué al
auditorio donde se desarrollaban las disertaciones. Pero en ese momento no
estaba presente. La suerte fue otra: me encontré con escritores, críticos y
amigos del célebre literato; algunos nombres aún rondan mis recuerdos: Alicia
Jurado, Jaime Alazraki, María Esther Vázquez y Olga Orozco, entre otros.
Junto a Olga tomé asiento. De improviso, como si alguien fuera a tomar nota de
su palabra, entre la humorada y el homenaje, afirmó:
-Ahora que Borges no está, hasta los pájaros “borgean” …
Un nuevo neologismo se había sumado al universo borgeano.
Cristina Ramb
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larga. Tan chiquitas eran que se confundían con un sueño de diez minutos:
cortito y totalmente olvidable.
El corazón de Oliverio lo amenazaba constantemente y latía a su real antojo,
convirtiendo al pobre en una futura víctima más del desmedido, y para nada
aconsejado por los neurólogos, pediatras y cardiólogos, delirio de amor. Las
reflexiones terminaban siempre en el mismo lugar: o se animaba a hacer algo y
llamar su atención o el sueldo se le iba a ir en tranquilizantes. Y Oliverio se
animó.
Una tardecita cálida, de esas en que la ciudad está tan linda que parece que a
uno le cantaran en los oídos las hadas que aún sobreviven en la urbanidad, la
abordó a fuerza de mucho coraje. Fue patéticamente tierno y delirante.
Condenado irremediablemente al más encendido rechazo, pero fue justamente
eso, lo que llamó la atención de Julia y ante la predisposición coronada por una
sonrisa amplia, Oliverio se terminó de enamorar.
Pasaron los días y una noche, en que la luna empuñaba una guitarra y hacía
las delicias de los noctámbulos y desvelados, Julia y Oliverio se ardieron de
amor. Fueron, al principio, un fueguito pequeño y luego se convirtieron en una
gran hoguera en la cual se quemaron los dos sonriendo chochos de contentos.
Hasta que el viento, envidioso ante tanta risa, fue llevando en su aliento suave
los pedacitos que de ellos se desprendían ardiendo. Las manos de Oliverio
volaron hasta una ventana depresiva y acariciaron una y otra vez los nudillos
tensos de la madera, hasta que se levantó sutilmente la persiana.
Los pechos de Julia amamantaron la soledad de los bebes que traga la ciudad
y esconde perversamente en el anonimato del asfalto. Los ojos de ambos
mirotearon sin desengaño, los ojos vencidos de los solos y solas de los
alrededores.
Quedaron sobre la cama sólo dos bracitas ardiendo que nunca se terminaban
de consumir. Tenían forma de esperanza, porque así como el amor, la
esperanza es lo único que no se extingue.
Nota del Autor:
* Un brutal incendio devoró una casa en barrio Guemes, dejando como saldo
dos muertos. Los cadáveres fueron totalmente consumidos por el fuego.
Aunque se desconocen los motivos de este siniestro, lo inexplicable del mismo
es que el fuego, una vez controlado y reducido, vuelve con más fuerza a causa
de dos brasas que no se terminan de apagar nunca. Afortunadamente el fuego
no se ha propagado por las casas colindantes, aunque una nube de chispas
sobre vuelan el barrio esparciéndose por entre los vecinos y peatones de
ocasión.
*Extraído de “La Barriada”, periódico barrial de barrio Guemes.
Carlos Salinas
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Microrrelatos
Javier Almeida
Hotel
Koan Zen
Roshi Jalamadei
Javier Almeida.
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Onírica
Javier Almeida
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Por ser un poeta poco conocido y divulgado, vale hacer una breve
exposición de su obra. Ella está compuesta de La casa del canto (1985) que
reúne previas colecciones de poemas que van de 1953 a 1982, a saber: El
amor en las calles (1958), Imágenes fijas. Libro 1 (1970) e Imágenes fijas. Libro
2 (1976) [la primea edición era prologada por Rodolfo Modern]. Otros poemas
de esta colección están incluidos bajo los títulos “Mientras tanto”,
“Microcosmo”, “Hominidae” y “Desde la silenciosa actividad”. Anterior a esta
colección Caamaño había publicado Delirios de grandeza (1982), donde reúne
breves poemas en prosa (viñetas), algunos de los cuales fueron publicados en
el diario La Prensa. Más tarde edita El que manda de lejos (1990) y La llama
movediza (1997). Cierra su creación poética con dios (2002) y Homo homini
lupus (2006). Luego en 2007 Alción Editora de Córdoba publica Obra poética
que reúne todos los trabajos ya mencionados, con presentaciones y prólogos
de Hugo Abalde, Hugo di Florio y Leopoldo ‘Teuco’ Castilla. Más tarde en 2012
Ediciones del Dock edita Obra completa; edición que utilizaremos para nuestra
lectura.
Bibliografía
Caamaño, Hugo (2012). Obra completa. Buenos Aires: Ediciones del Dock.
_____. (2006). Homo Homini Lupus. Buenos Aires: Ediciones del Dock.
Hawking, S. y Mlodinow L. (2010). “La (escurridiza) teoría del todo”,
Investigación y Ciencia, diciembre, (43-46).
Heidegger, Martin (1994). “Aletheia (Heraclito, fragmento 16)”. En Conferencias
y artículos. Barcelona: Serbal. (225-246).
Savater, Fernando (1994) Ensayo sobre Cioran. Madrid: Espasa-Calpe.
Shakespeare, William (2015). Hamlet. Buenos Aires: Losada
Sylvester, Santiago (2006). “Poesía de pensamiento”. (Compilador Jorge
Fondebrider) Tres décadas de poesía argentina 1976-2006. Buenos Aires:
Libros del Rojas, UBA. (65-73).
Carta al purrete
Te fuiste tan joven que ya viví la misma cantidad de años en tu ausencia que
en tu presencia; lo que equivale a decir que te he extrañado la mitad de mi
vida.
No alcanzaste a ver casi ninguno de mis logros, y en mis peores momentos
necesité como el oxígeno mismo tu consejo y experiencia adquirida en la
universidad de la calle, de la cual fuiste egresado sobresaliente.
Tiempo después de tu partida sospeché, y hoy estoy seguro, que sabías que te
quedaba poco tiempo, pero fiel a tu esencia preferiste morir en la tuya que
cuidarte un poco más y cambiar tu manera de vivir. No es reproche.
Viviste y moriste como quisiste, no sé cuántos pueden ostentar ese privilegio; y
hasta tu muerte fue la que siempre imaginaste como ideal: un paro de repente
y a otra cosa.
Te agradezco los últimos meses que andabas empecinado en hablar y
aconsejar, algo muy raro en vos si no te lo pedían. Me sirvieron mucho tus
“apalabradas”, esa forma de hablar gauchesca y a veces graciosa que tenías
ayudaba a que tus palabras, dichos y consejos quedaran grabados más
fácilmente.
Muchas charlas fueron especies de profecías que se cumplieron al pie de la
letra; en otros temas sigo pensando distinto, pero aun así, a veces me sale
actuar igual que vos.
Hasta la música nos unió por primera vez esos últimos días tuyos, cuando
escuchamos esa noche en tu laburo “El arriero” versionado por Divididos; y
coincidimos cien por cien en aquel estribillo: “las penas y las vaquitas se van
por la misma senda, las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas…”
Te fuiste sin conocer a la Agus, la nena que siempre quisiste tener y en tres
intentos con la Pocha salimos varones. Al Facu, víctima de fiebre futbolera
desde el último mundial, comprador como pocos y luciendo la camiseta
albirroja hasta para dormir. Ni a Pantalla, la Ani, compañera de mi vida y
madraza de tus dos nietos; estoy seguro que se hubieran llevado de diez.
La otra noche en la cancha gritando un gol y mirando al cielo volví a ver tu cara
después de mucho tiempo: colorada, ojos vidriosos y hasta algún gesto
característico tuyo. ¡Que emoción volver a verte ahí.! Te andaba extrañando un
poco purrete…
P.D. Qué lindo sería que cuando yo no esté, al Facu y la Agus les pase lo
mismo. Dios quiera.
Adrián Valan
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don “de todas las familias/ de esta estancia”. Una poesía “in fieri”,
haciéndose, “¿tiene alguna explicación?”
Ángel Núñez, iniciándonos en los misterios del “ser que vive”, nos introdujo en
las vivencias del “ser que piensa”.
La peregrina y el alba
Él la acompañó hasta la terminal de ómnibus aquella tarde de verano. Pocas
palabras se dijeron. No hablaron del tema. Cargó la valija y se la entregó al
chofer para que la guardara en el baúl de los equipajes. Le dio el ticket. Le
compró un helado que ella tomó casi obligada; no podía disfrutar pensando que
el espacio que los separaba y que paradójicamente los unía era una vida. Le
dio un beso quizás en la mejilla, quizás en los labios, fugaz como la prisa que
advertía en él por marcharse, por quitarse de encima aquella nube: No estaba
preparado aún… Con una sonrisa tal vez, era lo mismo, le dijo: Te llamo.
Disfrutá.
Antes que el colectivo hubiera vomitado la última bocanada en el andén, él ya
había desaparecido. Ella, quietita y asustada terminaba sin ganas el helado
que él le había dejado como único consuelo para su soledad.
Pesado, arrancaba el monstruo su marcha hacia aquel lugar, adonde ni
siquiera quería ir ya; sola. Él pensaba que ella volvería y todo sería como
antes. Para él era mejor no pensar; borrar de la mente toda posibilidad de que
fuera realidad. Pero la realidad la tomaba a ella de la mano y no la dejaba ir.
Quería elegir y no podía. Habría elegido que él se hubiera alegrado, que la
hubiera acompañado en ese viaje que transitaba así por primera vez. Que se
hubiera jugado, que la hubiera besado, abrazado su vientre y que hubiera
llorado ante el milagro de la nueva vida. Pero no. Ella partía como siempre,
como si nada, a pasar sus vacaciones al campo, a la casa de su abuela; que ya
no la esperaría con los mates dulces y sus brazos de ramas anidadas de niños.
Su abuela habría reconocido el brillo primerizo de sus ojos y ella le hubiera
besado las manos con las lágrimas de su misma sangre.
Por ante la ventanilla comenzaron a pasar calles, negocios, niños, autos,
puertas de casas, y más puertas y más calles, niños, bicis, perros, abuelas,
casas, jardines, niños, madres, padres, negocios, negocios, gente y calles,
cada vez más rápido. El colectivo devoraba el camino y parecía querer alejarla
de su presente, de aquella realidad. La sacudió un fuerte dolor en el pecho,
parecía no poder respirar, no tener aire, una sensación de ahogo la apresaba.
Miró hacia afuera tratando de pensar en algo bello, como solía hacer, cuando
tenía una pena, como desde aquel día cuando para no morir aprendió a
imaginar ese otro mundo que brotaba sereno desde su interior. Sintió que no
podía soportar más esa angustia esquizofrénica de tener que pensar que todo
era como antes, que la niña de siempre partía de vacaciones como si nada,
callada. Miraba hacia los campos: una gran cinta verde se iba mezclando con
el gris del cielo y de vez en cuando alguna lagunita de barro y agua salpicaba
el costado; pasaban vacas, cercos, molinos, uno, otro, otro, los hilos de los
postes de luz con claveles del aire y nidos de pájaros. Los pájaros, ellos sí se
acompañaban…
Las garras apretaban cada vez más su pecho. Sacó un caramelo del bolso,
sintió el frío sudor en la frente y casi sin mirar se lo llevó a la boca esperando
sentir algún alivio. Casi no podía tragar, ya no escuchaba las voces sino un
parejo zumbido que la desesperaba aún más. Tomó entre sus brazos el bolso,
aquel que a tantos viajes la había acompañado, siempre el mismo, el de
cuerina marrón, que la señora le había traído una vez cuando volvió de un viaje
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Alicia Loza
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En otro momento…
Molly Bic
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Dios
¿La muerte?, no loco, la muerte no existe hasta que te arrima un poco la nariz;
es decir, uno anda por la vida y no piensa en la muerte; eso es ausencia, la
nada y ¿quién piensa en la nada? Los que laburan de eso, es decir, los
filósofos o los charlatanes de la tele, o los que hacen la guerra, o los políticos,
pero sino, ¿quién?
Vos vas por la vida y vivís, te dicen que murió fulano y se te viene a la
cabeza "no somos nada, hoy estamos, mañana no" y todas esas giladas pero
es por un rato, después seguís corriendo, andando, viviendo, ¿o no es más
linda la vida que la muerte?, sino, sos pasto para el psicólogo, esos comesesos
que encima de enrularte la sabiola, te cobran un ojo de la cara.
Decime, un buen par de tetas con dos buenos pezones adentro de un
escote ¿es la vida o es la muerte? ¿El gol del Diego del otro día, que te parece
que es? Es vida hermano, vida...si ya se, Videla y su mersa/corta/huevos son la
muerte pero ¿y? ¿Cómo los recuerda el pueblo a esos turros?; calzate los
zapatos de esos fulanos y contame hoy; ni con las tetas de la gorda Sarli les
cambiás la cara. No hermano; no te equivoqués.
¿Vos te tomaste un clericó en la pileta del municipal un día de esos en
que el calor raja la tierra y desnuda mujeres? Eso es vida; ¿metiste un gol con
la de palo en algún picado? ¿Pero no te acordás del Hacha Ludueña cuando le
decían Dios?; bueno, la Pepona Reinaldi para que no te sientas mal, cuando la
sacudió entre los hilos de la red desde 35 metros? ¿no viviste ahí?
El otro día -ya que hablamos de milicos- me contó el Pedro... ¿cómo
cuál Pedro?, el de Rawson che, ese que le hace a los versos y anda con los
bolsillos descosidos por las palabras, bueno, avivate mientras te cuento; ese
loco me dijo que había un flaco que parece que bajaron en la época de la
guerrilla y que era poeta. ¡Poeta!. Que lo parió, esos sí que están del marote,
pero cómo deben ganar con las minas... bueno, dijo que se llamaba Urondo y
parece que los milicos lo cosieron a balazos y sabes que decía el tipo, que iba
a vivir adentro de una palabra. ¡De una palabra!. Los cagó el Urondo ese a los
milicos; todavía se les debe estar meando de risa; además, parece que el
fulano se tomó antes la pastilla, ¿cómo cuál pastilla?, esa, la del veneno. Hasta
en eso los jodió; el Pedro me prestó un libro, todavía no lo empecé pero sabés
que pienso, que si algún día lo leo, vuelve a vivir, y que tenía razón; el flaco
vive adentro de una palabra, no lo mataron, entonces de que muerte me hablás
¿eh?; no existe hasta que vos te enrollás; somos inmortales hasta que dejamos
de serlo, pero somos inmortales; además... a las tetas que te dije, la pileta del
municipal y el gol en el picadito, agregále también la poesía, que yo no la
entiendo pero a ese tipo que dice el Pedro lo ayudó a seguir vivo. ¿O no?
Fijate Mollo, el violero de Divididos; se le cae mañana un piano en la
cabeza ¿y? ¿Vos vas a dejar de escuchar a Divididos?
Mirá hermano, mejor prendé la radio que está por empezar el partido y
por ahí la comprendés. Eso sí, tu vida depende de que gane Belgrano porque
si Talleres la emboca, vas muerto.
Sergio Pravaz
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El ejecutor
Osvaldo Guevara
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Cesary Novek
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razón y al alma en estrofas como estas: “una lluvia de azufre una bandera en
llamas, /cuando ella mira a lo lejos/ se disuelven las sombras y el crecimiento
llega”.
Dotado de un saber lírico libre de esquemas, dogmatismos o pedanterías,
Bayley consideraba –como muchos creadores hasta en la actualidad- que el
poema sirve para celebrar la existencia en contra de la muerte, cantar el
milagro de sentirse vivo aun en medio del dolor, las pérdidas o la soledad: “es
el momento mismo en que el amor/ brota un río verde en cada uno/ y nos
vuelve a otro sueño/ en otros corredores/ un cielo nuevo nos abre su puerta
lateral/ un pájaro un pulpo negro y blanco/ una arcilla un rayo un niño nos
recibe/ y el aire cambia y la tierra grita/ en nuestras bocas.”
Poseedor de un discurso transparente y al mismo tiempo reflexivo, sus
composiciones resultan acertadas y pulidas, aunque parezcan escritas al
conjuro de la libre expresión: “busco la marcha de cada letra/ la alegría de vivir
en el descuido de mi retorno.”
Es que el artista quiere encontrar en los actos cotidianos, la magia del día y
salir a buscar la verdad, que como reflejos de una luz trascendente, lo iluminen:
“ando por las calles desconociendo el mar excepcional/ me paro a conversar
con la larga mano de la llanura/ y sé de mí y del hondo kilómetro habitado”.
Pasiones
De esta manera se comprueba, que los versos se hilvanan ante la
contemplación de pequeños éxtasis, ante los susurros de la naturaleza, el
deambular de los hombres por aceras rápidas y la advertencia del reloj vital
marcando los límites: “me pregunto y es una pregunta inmoral / si servirá de
algo abrir esa puerta/ que da al patio a la tierra al viento/ a los pasos de la
gente/ me pregunto si servirá de algo escribir/ a estas horas de la noche/ en el
silencio de mi habitación con la puerta cerrada.”
Como si nunca se aprendiera a vivir, como si cada herida fuera nueva y cada
alegría algo por descubrir; el hacedor se sorprende del rostro proteico de la
realidad y ordena el caos circundante en contornos precisos: “hay palabras que
te seducen/ quieres salvar el estupor de tu horizonte aéreo/donde se sostiene
tu dispersa frescura/ el claro fondo de la estación hostil / el lienzo herido del
rechazo/ el tiempo/ bóveda franca/ empuje y árbol/ retina de su vuelo.”
No duran los momentos de plenitud y la eternidad es efímera en su magnífico
esplendor. No puede sostenerse el instante de la visión fulmínea del deseo, ni
permanecer demasiado en un conocimiento altivo: “y al desasirte/ al cuestionar
el mundo/ al apagar tu voz/ otra voz habrá nacido/ en forma innumerable/ en
otra senda/ tu día resurrecto/ tu pregunta al borde de las horas/ a la fuente
darán nuevo sentido”.
Perplejo, el celebrante considera que la realidad admite, tamiz de la
subjetividad mediante, la posibilidad de obtener sabiduría, experiencia y pasión,
vigilia y resurrección de los sentimientos, pureza y destrucción, olvido y
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remembranza: “los labios absortos /contradicen el móvil del día/ con el mismo
fuego/ hemos llegado y partido/ ningún camino podrá hacernos diferentes.”
También puede observarse que con un poderoso anhelo de comunicar su
espiritualidad, el escritor se ofrece a los demás, dibujando en sus
composiciones, las aristas de una interioridad ascética pero abierta a otros
espacios donde no hay muros ni paredes, y por donde circula un hálito de
esperanza puesta como un mensaje de cara al futuro social de la humanidad:
“para beber escucha/ para vivir también es necesario/ un rumor de cometas”…
“sólo unas palabras/ para recordar que estas no vanas palabras, son tus manos
que estrechan, latidos, señales anteriores a la torre de Babel”.
Antes de finalizar este breve análisis, quisiera remarcar asimismo que la
gravitación del amor se hace presente en los múltiples ámbitos convivenciales
que el poeta observa y que en frases limpias, como frutas frescas agradables al
paladar y a la garganta, permiten cantar y nombrar la cercanía de la mujer con
fino erotismo: “a cuanto hemos vivido/ los cuerpos oponen sus últimas páginas/
al pasar/ los hábitos de tu cuerpo se inclinan sobre mi boca/ y todas las
ventanas respiran cuando nacemos cada noche/ duramos en torno a nuestros
brazos/ comienzan las palabras a cada seducción de los cabellos/ nacemos en
la calle en el humo de las risas/ nuestro amor atraviesa las alas de los días
festivos”.
Luego de recorrer la obra de Edgar Bayley se comprueba así, que a través de
su vida, trascendiendo su quehacer laboral de empleado público, encauzó su
vocación literaria hasta lograr un arte poética desestructurada en lo formal pero
penetrante y sólida en su esencia: “he jugado he mirado es todo lo que tengo”;
“poesía, esperanza viril entre los hombres”.
Gracias a una estética inteligente su voz perdura como legado a las nuevas
generaciones, y su aliento nos renueva a intentar, con cautela, nuevos
horizontes de escritura: “no esperes nada/ sino la ruta del sol y de la pena/
nunca termina es infinita esta riqueza abandonada.”
Concluyendo, transcribo su pensamiento esclarecedor respecto del poeta y la
poesía, en ocasión de una visita a Córdoba poco antes de su fallecimiento: “El
poeta es ante todo, alguien que tiene la misión de no engañarse ni engañar a
los demás con falsas expectativas. Alguien cuyo cometido es velar para que el
verbo y la vida, el amor y la libertad no pierdan solvencia. Debe posibilitar que
el sueño, los hombres, las cosas, su condición y su acaecer individual, se
hagan presentes, con voz y autonomía en el poema, integrándose allí en una
estructura única y nueva. La poesía es un don, pleno goce de generosidad y
gentileza; un sortilegio, una merced, que a todos nos toca ganar y perder en
nuestra existencia y nuestra muerte.”
Alfredo Lemon
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El “solamor” de Cleofé
Por Mario Trecek
Ella no es “Teresita”. Es Teresa, “La Tere” y fue hasta que aquel hombre de
“brazos fuertes y barba oscura” la definió en ser la diosa romana Ceres,
vinculada más a la fecundidad, al verde, a la agricultura, al campo, a La
Palestina, Arroyo Cabral u Oliva, que a esa variante de “cristiana nueva”. No
tan santa, pero sí pródiga en milagros literarios.
Cleofé, María Teresa Andruetto, sigue con la zaga de esas mujeres que
hablan más, de más, que son rebeldes, mandonas, gritonas, apasionadas,
peleadoras, que hacen uso del lenguaje reconstruyendo afectos, identidad, y
sobre todo amor. “No quiero agua, ni plata, ni nada, quiero amor”. No soledad,
ni amor, no quiero “solamor”. Quiero amor.
Mario Trecek
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¡Era un desierto! Cuyo (o Cuyum) era una vasta tierra de arenas. Entre
bocanadas y polvaredas agitadas por el bravísimo Zonda, asomaban -apenas- unas
chozas de piedra, barro y lejanía. Loros y catas vivían a pleno vuelo en el terruño.
Lagunas encadenadas conformaban un gran rosario acuoso. Por esas aguas
tranquilas, los huarpes se deslizaban en canoas trenzadas en totora. Ellos se
destacaban por su alfarería. Acariciando arcilla y agua, concebían cuencos y cántaros
asombrosos. Eran amos y señores, amta del paisaje beige y celeste. Vivían
pacíficamente en comunidades, protegidos por algarrobales y la buena de Hunuc
Huar, el primero y más grande de los Dioses.
Hacia el sur de la tribu, bajo el algarrobo más añoso del lugar -ese que
prodigaba sombra y sabiduría- merodeaba una huarpe alta, flaca y huesuda. Mariana,
la llamaban. Era hija, acasllahue del cacique Cautacalá.
Siempre -siempre- estaba acompañada de una bestia negra, cruza de perro y
lobo (más lo segundo que lo primero). La bestia impresionaba con sus enormes
colmillos y los pelos hirsutos negro-amenazantes. Tenía los ojos incandescentes
incrustados, y de esos ojos emanaba una mirada contenida pero feroz. Nadie conocía
el origen de semejante salvaje... ni su destino.
Mariana era una mujer intrigante, se posaba bajo la horqueta mayor y ahí,
sentada sobre sus glúteos y con las piernas entrecruzadas, contaba esas fábulas y
relatos que a veces asustaban a los niños. Con maestría narraba historias de
ancestros, y sus preferidas… mitos de dioses y demonios. En su boca -desde siempre-
la indígena Mariana sostenía un cigarrillo a medio encender, a medio apagar. Pocos
conocían el origen de tan singular hábito, pero esa era una marca indeleble en su vida.
Por todo el Cuyum, Mariana y sus menesteres ya eran una leyenda.
A los indígenas adultos, esos que no se conformaban con historias fantásticas,
les vendía pepitas. ¡Sí… pepitas de oro! Atraídos por esos brillos, un día llegaron unos
hombres a caballo, recubiertos de ambición y metal. Rápido querían hacerse de
algunas, de muchas, de todas las pepitas que existían y que pudieran existir. Una
maldita tarde, sin vacilación y sin desmontar, la agarraron de la frondosa cabellera
negra y boca abajo la arrastraron por la tierra seca. Entre espinas y desolación, sus
codos y sus rodillas comenzaron a sangrar. La sangre dejaba un reguero bermellón,
pero ellos no la soltaban. Cuando el cuero cabelludo estaba a punto de desprenderse,
se detuvieron y sin soltarle la melena, la interrogaron en una lengua desconocida, pero
los ademanes y las exclamaciones eran elocuentes.
Otro de los hombres, ató al perro al algarrobo y con la culata del mosquete
largo, de un golpe seco, le partió el hocico. El animal quedó desfallecido... mutilado.
Mariana miró a los hombres de metal, por los ojos desorbitados, y la vena del cuello a
punto de estallar, rápido comprendió todo. Sin embargo, no estaba dispuesta a ceder
el tesoro escondido por siglos. Era la fuente de la vida, el brillo del sol, el metal más
hermoso que alguien imaginara jamás. Y pensó que: Nadie entrega la historia y sus
secretos por una intimidación.
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Alvaro Olmedo
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EMOCIONES
Estaba triste. Saber que ella lloraba o que se sumía en la desesperación, era
igual que sentir corroer su corazón. Él debía evitar ese dolor, pero no podía
hacerlo. La única opción era dejar fluir. Solo estaba permitido un tímido
consuelo.
No era mejor cuando ella recibía halagos o era seducida por algunos de esos
personajes que la rodeaban. Una charla cómplice con alguno de ellos,
generaba celos imposibles de soportar en una situación normal. No era éste el
caso, no podía celarla, ese sentimiento no le estaba permitido. Sería una
actitud egoísta de su parte. Celarla era impedir que ella pudiera transitar su
historia, condenarla a la soledad.
No podía tocarla, pero sentía su piel. Conocía el sabor de sus labios, aunque
nunca tuvo contacto con ellos. No conocía mejor momento que cuando ella,
brazos extendidos, rodeaba su cuello, y él tomándola de la cintura, recibía de
lleno su sonrisa. Pero solo sucedía en su imaginación.
Que terrible sensación era ésta. Tanta ansiedad contenida que debía refrenar
para que no se malogre el final. Definitivamente, el escritor estaba enamorado
de su protagonista.
El bailarín oculto
Desciendo hacia el río que circunda la ciudad, bajo el sol del domingo, una
fiesta dorada. El declive pedregoso me obliga a refrenar el paso.
Un hombre gordo me precede. Hasta que el suelo se remansa, da saltitos
grotescos de patinador sobre adoquines. El bolso de apariencia deportiva que
se bambolea en su espalda me resulta enigmático.
Ajeno a mí, camina resueltamente hacia la ribera en que se agolpan sauces
copiosos.
El gordito se interna entre los árboles y avanza paralelo a la corriente. Pienso
que sabe de un lugar más profundo para zambullirse, desbandando las aguas.
Lo sigo. Sus pisadas se alegran, se aligeran como si fuera a remontarse, hasta
que llega a un claro circular.
Ocupa entonces el centro de esa pista verde y mullida y saca del bolso unas
zapatillas que se calza con decisión de maratonista. Como respondiendo a una
música secreta, empieza a desgranar unos movimientos de danza
increíblemente ágiles. Sus piernas son flexibles como las de un bailarín de
ballet. Sus manos por momentos aletean, como si pudieran prescindir del
cuerpo para adueñarse del aire. La cara mofletuda y rojiza trasunta un éxtasis
etéreo.
Entusiasmado, piso una rama. El danzarín aéreo gira hacia donde estoy y me
escabullo detrás de un tronco. Cuando vuelvo a espiar, el claro está vacío.
Alzo los ojos, interrogante. Me ciega el resplandor y creo percibir, entre la
bruma de la luz, una figura que se eleva danzando, acribillada por la claridad.
Una figura rolliza que se torna traslúcida, se empequeñece, se diluye como un
globo en el azul.
Osvaldo Guevara
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Leonardo Arce
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