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TEMA 5: LA VIRGEN MARÍA


1. MARÍA EN LA SAGRADA ESCRITURA

La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento


LG 55 La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en
forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así
decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación
en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal
como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior más plena revelación, cada vez
con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es
insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres
caídos en pecado (cf. Gen., 3,15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo
nombre será Emmanuel (Is., 7,14; Miq., 5,2-3; Mt., 1,22- 23). Ella misma sobresale entre los humildes y
pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras
larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando
el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los
misterios de su carne.
La revelación del nacimiento virginal tenía ya sus antecedentes en el AT, en narraciones según las
cuales notables antepasados, como Isaac (Gn 18) y Samuel (1 Sm 1), fueron concebidos y nacieron de un
seno materno, según los cálculos humanos, estéril. En consecuencia, el profeta Isaías (7,14) puede anunciar
al incrédulo rey Acaz que Dios mismo realiza la salvación y que ésta no proviene del hombre ni a través del
hombre. Si la madre (Is 7,14) es designada como ALMAH, ello no significa necesariamente VIRGEN
-según la lexicografía del AT y según los textos ugaríticos, recientemente descubiertos-. Sin embargo, el
objeto de la promesa del profeta es probablemente, bajo el nombre Enmanuel, el Mesías salvador, cuya
procedencia permanece misteriosamente oscura. Los LXX, con su traducción PARTHENOS, han entendido
Is 7,14 como profecía del nacimiento virginal. En todo caso, Is 7,14 es interpretado en Mt 1,23 como
predicción del nacimiento virginal.

María en el Nuevo Testamento


Aunque sin mencionarla por su nombre, PABLO habla de María en Gál 4,4s como la mujer que dio
a luz al Hijo enviado por Dios. Aquel niño nacido de ella es el Hijo que preexiste ya antes en el Padre (Rom
1,3), de figura y condición divina, enviado por el Padre en la imagen de la carne como expiación por los
pecados (Rom 8,3). El escaso interés de Pablo por las noticias históricas sobre la vida terrena de Jesús
reaparece también a propósito de la biografía de María. Lo cual despierta interés desde el punto de vista de
la salvación en su perspectiva teológica. Se explica así que sólo en una ocasión mencione a la madre del
Hijo de Dios, y aún esto, en su teología, en el marco del acontecimiento historicosalvífico de la misión del
Hijo preexistente como salvador. Pablo no menciona la concepción virginal de Jesús en María por obra del
Espíritu, ni tampoco la niega, porque a diferencia de los sinópticos, su punto de partida es la preexistencia
del Hijo de Dios, y no se interroga a partir de la humanidad de Jesús, cómo esta humanidad está
fundamentada, ya en el momento de su nacimiento, en una acción de Dios que constituye su origen.

MARCOS inicia su evangelio con la confesión de fe de que Jesucristo en “el Hijo de Dios” (Mc
1,1). Este Hijo es Jesús de Nazaret, que afirma ante el sumo sacerdote que es el “Mesías e Hijo del Bendito”
(Mc 14,61). Este Jesús no es un ser divino mitológico. Es un hombre real y verdadero. Con un giro inusual
(que no se menciona al Padre), dice de Jesús que es “hijo de María” (Mc 6,3). De este modo en marcos se
expresa la historicidad del hombre Jesús de Nazaret a través de la persona histórica de “María, la Madre de
Jesús” (Mc 3,31).
En el inicio de la actividad pública de Jesús, sus familiares intentaron hacerle volver a casa, porque
habían oído decir –o ellos mismos pensaban- que estaba fuera de sí (Mc 3,21.31). El sentido teológico de
esta información consiste en señalar que no pude deducirse la misión de Jesús a partir de su origen natural
religioso y familiar ni brota del suelo de la tradición religiosa del judaísmo contemporáneo, sino que lo
desborda. Aquí se crea una nueva relación, en virtud de la cual se llega a ser “hermano y hermana y madre
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de Jesús” (Mc 3,35) cuando los hombres se sitúan en el nivel en el que cumplen la voluntad de Dios y
reconocen el poder divino y la misión de Jesús como mediador del Reino de Dios escatológico.

Además de esto, MATEO 1-2 y LUCAS 1-2 nos ofrecen en la historia de la infancia de Jesús
importantes noticias acerca de María. Mateo y Lucas narran conjuntamente los esponsales de María y José
(Mt 1,18; Lc 1,27), descendiente de David y por quien Jesús recibe el derecho de la filiación davídica (Mt
1,16; Lc 1,27); la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35); el nacimiento de María virgen
(Mt 1,23); el nacimiento en Belén (Mt 2,1); la residencia de la familia en Nazaret (Mt 2,23). A diferencia de
una opinión que se remonta a los Santos Padres (Agustín y otros), la exégesis actual sostiene en su mayoría
que Lc 1,34 no presupone un voto de virginidad hecho anteriormente por María; por el contrario, se admite
que María intentaba contraer con José un matrimonio en todas sus consecuencias, y solamente la elección
para Madre de Cristo decidió su futura virginidad. El NT deja en suspenso el hecho de si María era también
de descendencia davídica; sin embargo, ya la tradición textual de Lc 2,4-5 lo afirma, y posteriormente
también Justino. Junto a cierta coincidencia en su contenido, las historias de la infancia de Mateo y Lucas
son tan distintas en su texto que no se puede hablar de una influencia literaria del uno en el otro. Ambas
narraciones de la infancia proceden de dos corrientes distintas de tradición. Por tanto, los datos en que
coinciden se encontraban contenidos en una tradición más antigua y más amplia, existente antes de ambos
evangelios. Tal tradición se halla atestiguada en el NT por Mt y Lc independientemente (y por ello
doblemente). Además, tanto la narración de la infancia de Mateo como la de Lucas presentan rasgos judíos
veterotestamentarios. Mateo se caracteriza por las numerosas pruebas de que se han cumplido las profecías
del AT (Mt 1,23; 2,6) y por el influjo manifiesto del midrash de Moisés. En Lc es posible reconocer todavía
el estilo arameo de la traducción griega. La descripción de la religiosidad sacerdotal en la casa de Zacarías
(Lc 1,5-80) y de la vida judía en general con sus normas a propósito de la circuncisión, del templo y de la
peregrinación a él, demuestran la familiaridad con el judaísmo. Los tres himnos (Lc 1,46-55. 68-79; 2,29-
32) han sido compuestos con palabras del AT y dentro de su espíritu. Los relatos se remontan, pues, a
círculos palestinenses judeocristianos.
María en la Anunciación

LG 56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de parte de la
Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida.
…Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la
Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de gracia" (cf. Lc., 1,28), y
ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc.,
1,38). Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la
voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagró
totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de
la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. …Por eso, no pocos padres antiguos en
su predicación, gustosamente afirman: "El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia
de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe"; y
comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y afirman con mayor frecuencia: "La
muerte vino por Eva; por María, la vida".

Según JUAN 2,1-11, María aparece junto a Jesús en las bodas de Caná. Las palabras de Jesús en Jn
2,4 muestran la distancia entre madre e hijo, que se halla condicionado por la voluntad del Padre. Sin
embargo, la fe y el ruego de María terminan por mover a Jesús, y en la narración ella aparece como señora
de la casa (2,5), aunque quizás porque ya es Señora en la Iglesia.
La escena de María al pie de la cruz (Jn 19,25-27) no sólo manifiesta la honda preocupación de Jesús
por su madre, sino que encierra un sentido más profundo, dado que en Juan muchas narraciones adquieren
una transparencia simbólica. María recibe a Juan como hijo y con él, recibe las tareas de la Iglesia y a ésta
misma.
También la visión de APOCALIPSIS 12,1-18 parece contemplar, tal como puede tener lugar en una
visión, en la figura de la mujer revestida de Sol diversas cosas en una misma realidad. La mujer representa a
Israel, del que procede el Mesías, pero sobre todo a la Iglesia. El ver en la mujer concretamente a María
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como Madre del Jesús histórico (Ap 12,5), es una opinión muy en boga, pero del todo problemática si se
tiene en cuenta el contexto, sobre todo el v. 17.

2. VIRGINIDAD Y MATERNIDAD DE MARÍA

MARÍA ES VERDADERA MADRE DE DIOS

La herejía adversa y el dogma


La negación de la verdadera naturaleza humana de Cristo condujo a la negación de la verdadera
maternidad de María; la negación de la verdadera divinidad de Cristo llevó consecuentemente a la negación
de que María fuera la Madre de Dios. Los nestorianos impugnaron directamente que María fuese Madre de
Dios, no reconocieron el título de Theotokos y la consideraron solamente madre del hombre o Cristotokos
(madre de Cristo).

María es verdadera Madre de Dios (de fe).


En el símbolo apostólico la Iglesia confiesa que el hijo de Dios “nació de María virgen”. Por ser
Madre del Hijo de Dios, María es Madre de Dios. El Concilio de Efeso (431) proclamó con San Cirilo, en
contra de Nestorio: “Si alguno no confesare que el Emmanuel [Cristo] es verdaderamente Dios, y que, por
tanto, la Santísima Virgen es Madre de Dios (Theotokos) porque parió según la carne al Logos de Dios
hecho carne, s.a”; Dz 113. Los concilios ecuménicos que le siguieron a éste repitieron y confirmaron esta
doctrina: Calcedonia (451): contra el error monofisita: "antes de todos los siglos es engendrado por el
Padre... y en los últimos días por nosotros...engendrado de María virgen, Madre de Dios en cuanto a la
humanidad"; II Constantinopla (553) repite la fórmula de Calcedonia. El C.Vat II en LG asume el mismo
tema sin hacer mayor profundización salvo en la línea de la maternidad espiritual # 61. María es Madre
nuestra en el orden de la gracia. Eso se debe a que María al ser Madre de Cristo es Madre de la Cabeza de
un gran Cuerpo místico del cual nosotros somos los miembros. Desde la encarnación es Madre nuestra, en la
Cruz esa maternidad es explicitada Jn 19,25-27.

El dogma de la maternidad divina de María comprende dos verdades:


1°. María es verdadera madre, es decir, ha contribuido a la formación de la naturaleza humana de Cristo con
todo lo que aportan las otras madres a la formación de fruto de sus entrañas.
2°. María es verdadera Madre de Dos, es decir, concibió y parió a la segunda persona de la Santísima
Trinidad, aunque no en cuanto a su naturaleza divina, sino en cuanto a la naturaleza humana que había
asumido.

Prueba de Escritura y de tradición


La Sagrada Escritura enseña la maternidad divina de María, aunque no con palabras explícitas, pues
por un lado da testimonio de la verdadera divinidad de Cristo, y por otro testifica la verdadera maternidad de
María. María es llamada en la Sagrada Escritura: “Madre de Jesús” (Jn 2,1); “Madre de Él” (Mt 1,18;
2,11,13 y 20; 12,46; 13,55), "que venga la Madre de mi Señor" (Lc 1,43) Kyrios es sinónimo de Dios. El
profeta Isaías anuncia claramente la verdadera maternidad de María: “He aquí que la virgen concebirá y
parirá un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (7,14). Con palabras muy parecidas se expresa el ángel en
la embajada que trae a María: “He aquí que concebirás en tu seno y parirás un hijo a quien pondrás por
nombre Jesús” (Lc 1,31). Que María sea Madre de Dios está dicho implícitamente en las palabras de Lc
1,35: “Por lo cual también lo santo que nacerá [de ti] será llamado Hijo de Dios”, y en Gál 4,4: “Dios
envió a su Hijo nacido de mujer”. La mujer que engendró al Hijo de Dios es la Madre de Dios.

Los santos padres más antiguos, al igual que la S.E., enseñan la realidad de la verdadera maternidad
de María, aunque no con palabras explícitas. SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA dice: “Porque nuestro
Señor Jesucristo fue levado por María en su seno, conforme al decreto de Dios de que naciera de la
descendencia de David, mas por obra del Espíritu Santo” SAN IRENEO se expresa así: “Este Cristo, que
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como Logos del Padre estaba con el Padre… fue dado a luz por una virgen”. Desde el siglo III es corriente
el título Theotokos. De ello dan testimonio Orígenes, Alejandro de Alejandría, Eusebio de Cesarea,
Atanasio, Epifanio, los capadocios, etc. San Gregorio Nacianceno (382) escribe: “Si alguno no reconociere
a María como Madre de Dios, es que se halla separado de Dios”. San Cirilo de Alejandría fue el principal
defensor, contra Nestorio, de este glorioso título mariano.
A la objeción de Nestorio de que María no era Madre de Dios porque de ella no había tomado la
naturaleza divina, sino únicamente la humana, se responde que no es la naturaleza como tal, sino la persona
la que es concebida y dada a luz. Como María concibió y dio a luz a la persona del Logos divino, que
subsistía en la naturaleza humana, por ello es verdadera Madre de Dios. Así pues, el título de Theotokos
incluye en sí la confesión de la divinidad de Cristo.

VIRGINIDAD PERPETUA DE MARÍA


El sínodo de Letrán el año 649, presidido por el Papa Martín I, recalcó los tres momentos de la
virginidad de María cuando enseñó que “la santa, siempre virgen e inmaculada María… concibió del
Espíritu Santo sin semilla, dio a luz sin detrimento [de su virginidad] y permaneció indisoluble su
virginidad después del parto” (Dz 256); lo mismo declaró Pablo IV en 1555 (Dz 993).
Lo que aquí se afirma no es la excepción a una regla biológica, ni el origen de Jesús a partir de una
unión teógama al modo de las que se describen en los mitos egipcios y helenistas. El tema básico aquí es el
proceso –superior a todas las posibilidades de la naturaleza y a la capacidad d comprensión humana- de la
autocomunicación de la Palabra eterna (el Hijo) de Dios en la existencia concreta de un hombre histórico sin
la mediación de las dos causas creadas que actúan en la generación sexual. La concepción virginal no es la
causa de la filiación eterna del Logos y de la asunción de la naturaleza humana de Cristo en la relación del
Hijo eterno al Padre, sino su efecto y su representación simbólica en el marco de condiciones de la
experiencia humana. La fe se dirige inmediatamente a la acción de Dios y a su actualización en el efecto,
esto es, en la concepción por la virgen María y el nacimiento de ella del Hijo eterno de Dios hecho hombre.
Así, la causa metafísica de la encarnación es la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo, mientras
que la concepción por y el nacimiento de la virgen María constituyen el símbolo real de dicha encarnación.
El sentido de la fe en la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo no se descubre en el
horizonte de un caso biológico excepcional, sino tan solo en el horizonte teológico del hecho singular de
que Dios no asume un hombre ya existente y se expresa a través de él, sino que Dios mismo se hace
hombre.

La relación entre la concepción virginal y maternidad divina no es sólo algo de hecho, sino que
además:
- una acción generativa de varón es esencialmente incapaz de producir una generación divina.
- una concepción sobrenatural sólo podía tener como fruto al Verbo de Dios.

Virginidad antes del parto


María concibió del Espíritu Santo sin concurso de varón (de fe).
Los adversarios de la concepción virginal de María fueron en la antigüedad los judíos y los paganos
(Celso, Juliano el apóstata), Cerinto y los ebionitas; en el tiempo moderno los racionalistas, que procuran
buscar en Is 7,14 o en las mitologías paganas el origen de la creencia en la concepción virginal de María.
Todos los símbolos de la fe expresan la creencia de la Iglesia en la concepción (activa) virginal de
María. El símbolo apostólico confiesa: “Qui conceptus est de Spíritu Sancto”; (Dz 86).
El Lc 1,26s, vemos testimoniado que María llevó vida virginal hasta el instante de su concepción
activa: “El ángel Gabriel fue enviado por Dios… a una virgen… y el nombre de la virgen era María”.
La concepción virginal de María fue predicada en el AT por el profeta Isaías en su célebre profecía
de Emmanuel (7,14): “por tanto el mismo Señor os dará una señal: He aquí que la virgen [ha ‘alma]
concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel [Dios con nosotros]”.

El judaísmo no llegó a entender en sentido mesiánico este pasaje. Pero el cristianismo lo refirió
desde un principio al Mesías, pues vio cumplida la señal; Cf. Mt 1,22s. Como por la descripción que sigue a
la profecía (Cf. Is 9,1ss), resulta claro que Emmanuel es el Mesías, no podemos entender por ‘alma ni a la
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esposa del rey Acaz ni a la de Isaías, sino a la madre del Mesías. Los judíos salieron en contra de esta
interpretación cristiana arguyendo que la versión de los Setenta no traducía bien el término ha ‘alma por la
virgen, sino que debía hacerlo por la joven. Semejante argucia no tiene razón de ser, pues la palabra ‘alma
en el lenguaje bíblico denota siempre una doncella núbil e intacta; Cf. Gen 24,43, con Gen 24,16; Ex 2,8;
Sal 67,26; Cant 1,2. El contexto exige la significación de “virgen”, pues solamente hay un signo
extraordinario cuando una virgen concibe y da a luz como virgen.

El cumplimiento de esta profecía de Isaías queda testimoniado en Mt 1,18ss: “Estando desposada


María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo…”
Y Lc 1,34s.: “Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? E ángel le contestó y
dijo: [El] Espíritu Santo vendrá sobre ti y [la] virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”. Como María
vivía en legitimo matrimonio con José, éste era el padre legal de Jeús; Lc 3,23: “el hijo de José”, según se
creía.

Los Padres dan testimonio unánime de la concepción virginal de María: San Ignacio de Antioquía:
“Nacido verdaderamente de una virgen”. Comenzando por San Justino, se propugna la interpretación
mesiánica de Is 7,14, se insiste en que las palabras del texto hay que entenderlas en el sentido de que la
madre de Emmanuel concebirá y dará a luz como virgen.

Virginidad en el parto
María dio a luz sin detrimento de su integridad virginal (De fe por razón del magisterio universal de
la Iglesia).
Is 7,14 "La virgen concebirá y dará a luz": es la misma la persona que concibe y da a luz, y lo hace siendo
virgen.
Lc 1,35: "Lo que nacerá santo será llamado hijo de Dios" En griego hay cuatro lecturas siguiendo esta
"nacer santo" es lo opuesto a nacer en pecado, es decir "de las sangres". Por tanto, nacer santo equivale a
nacer virginalmente.
Lc 2,7 (texto de la purificación): 1) dice tres veces "la ley del templo" implica el carácter meramente ritual
de esta ceremonia. 2) purificación del "ellos" no sólo de María; por tanto María tenía tanta necesidad de ser
purificada como José, es decir, ninguna. 3) Al citar el AT se omite la parte referente al sacrificio de
purificación. María no tenía nada que purificar.

Desde los primeros años del s. IV aparecen, con diversas variantes, fórmulas trimembres acerca de
la virginidad de María antes, en y después del parto. Su fundamento se encuentra en a maternidad virginal
asumida en virtud de su disposición a creer. A partir de este enunciado cristológico sobre la virginidad de
María antes del parto se sigue –con un sentido más acusadamente mariológico de la afirmación- la
insistencia en el proceso mismo del parto, derivada del hecho de que María da a luz realmente al Dios
hombre y Redentor y que en la secuencia de su absoluta entrega humana al acontecimiento de la Redención,
no tuvo ninguna relación con José ni, por tanto, otros hijos. El contenido de fe de la virginidad de María
antes, en y después del parto y, por consiguiente su virginidad perpetua, está testificado por todos los Padres
de la Iglesia. Esta virginidad perpetua, que encuentra su expresión en la fórmula trimembre ha sido recibida
en al Iglesia como doctrina de fe vinculante (ejm. el el II concilio de Constantinopla, canon 6).
Más allá y por encima de la errónea interpretación del dualismo gnóstico de la virginitas in partu
entendida como negación de la humanidad de Jesús (Tertuliano), esta doctrina eclesial debe ser entendida en
el sentido de la realidad de la encarnación. No se trata, pues, de singularidades fisiológicas del
alumbramiento (por ejemplo que no se abriera el canal del parto, o que no se rompiera el himen ni se
produjeran los dolores propios de las parturientas), sino de la influencia salvadora y redentora de la gracia
del Redentor sobre la naturaleza humana, que había sido “vulnerada” por el pecado original. Para la madre,
el parto no se reduce a un simple proceso biológico. Crea una relación personal con el hijo. Las condiciones
pasivas del alumbramiento se integran en esta relación personal y están internamente determinadas por ella.
La peculiaridad de la relación personal de María con Jesús está definida por el hecho de que su Hijo es el
Redentor y de que su relación con él debe ser entendida en un amplio horizonte teológico. Los padres de la
Iglesia entienden que el paralelismo Eva-María ofrece la posibilidad de situar el acontecimiento del
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alumbramiento del Redentor en línea antitética con la sentencia del castigo (las penalidades) contra Eva, en
la que los dolores del parto de la mujer son expresión de la creación herida por el pecado (Gen 3,16).
También el proceso natural del parto, fundamentado en la creación, se ha visto condicionado y
afectado por las experiencias del alejamiento del hombre frente a Dios, que es su origen y su fin. En el acto
del alumbramiento (como en otras realizaciones humanas básicas) se perfila una diferencia entre la
pasividad del suceso a que se ve sometida la parturienta y su voluntad de comportamiento activo, es decir,
de integración personal en la totalidad del acontecimiento. En perspectiva antropológica, esta diferencia se
experimenta como “dolor”, desintegración y amenaza. Pero en virtud de la respuesta afirmativa a la
encarnación de Dios, debe contemplarse la relación de María con Jesús, incluido el acto del alumbramiento,
en el horizonte de la salvación escatológica que ha acontecido en Cristo.
Por consiguiente, el contenido del enunciado de fe no se refiere a detalles somáticos fisiológicos y
empíricamente verificables. Descubre, más bien, en el nacimiento de Cristo los signos anticipados de la
salvación escatológica del tiempo mesiánico, ya iniciado con Jesús (cf. Is 2,35;Ez 44,1). En la interpretación
teológica de la liberación de “dolores” de María en el acontecimiento del parto del Redentor debe también
tenerse en cuenta la doctrina, testificada por la Biblia, del seguimiento de María hasta la cruz (Jn 19,25) la
espiritualidad cristiana reconoce –de acuerdo con el modelo de María- que en todo parto que una mujer
acepta en la fe hay una experiencia de la salvación ya venida escatológicamente.

La Virginidad de María después del parto


A partir del s. III (y prescindiendo de algunas indicaciones en la literatura extracanónica), la
virginidad de María también después de parto alcanza el rango de tema teológico.
Si la maternidad divina de María no se reduce a un simple episodio biográfico, sino que es el rasgo
fundamental que define su relación con Dios y, por tanto, el esquema total de su vida, se plantea de forma
inevitable la pregunta teológica de su género de vida. “La que por designio de la Divina Providencia fue en
la tierra la esclarecida Madre del divino Redentor y en forma singular la generosa colaboradora de entre
todas las criaturas y la humilde esclava del Señor” (LG 61) se sabía obligada al servicio de Cristo y del
Reino de Dios de una manara tal que “por el amor del reino de los cielos” (Mt 19,12) renunció a la
consumación del matrimonio con José, su legítimo esposo, de modo que después de Jesús, no tuvo ningún
otro hijo. Se opusieron a esta convicción de la fe de la Iglesia, que se fue asentando sólidamente en el curso
de los siglos III y IV, los anticomarianitas Joviniano y Bonoso de Sárdica. Jerónimo mantuvo en el año 381
una viva polémica para rechazar un ataque de Helvidio. El II concilio de Constantinopla del 553 y el sínodo
Laterano del 649 testifican que la Iglesia universal aceptaba esta evolución de la historia de los dogmas.
Esta convicción de fe se enfrenta al problema, de tipo exegético-histórico, de que en el NT no existe
ningún testimonio positivo en su favor. Se diría, incluso, que a primera vista los pasajes bíblicos que hablan
de los hermanos del Señor (Mc 3,31,6,3; 1Cor 9,5; Jn 2,12; 7,3-12) testifican en contra.
No presenta ninguna contradicción la formulación “Y hasta el momento en que ella dio a luz un hijo,
él [José] no la había tocado” (Mt 1,25), porque lo que aquí se afirma, al final de la unidad narrativa, es el
hecho de que José no era el padre carnal de Jesús. Nada se dice sobre acontecimientos posteriores.
Llama la atención de que los “hermanos y hermanas de Jesús” no se diga nunca que fueran “hijos” o
“hijas” de María o, como cabría esperar del lenguaje bíblico cuando se quiere indicar que se trata de
verdaderos hermanos, “hijos de la misma madre” (Dt 13,7; Jue 8,19; Sal 50,20). Dado que en el pasaje que
habla de quienes son los verdaderos familiares de Jesús no se trata de establecer históricamente el auténtico
grado de parentesco, sino de destacar la relación con Jesús en la fe diferenciándola de la que se basa en los
lazos de sangre, no resulta claro qué quiere significar la expresión “hermanos y hermanas”. Según el uso
lingüístico hebreo y arameo y de otras numerosas lenguas hasta nuestros mismos días, la palabra “hermano”
puede aplicarse a familiares del primer y segundo grado, es decir a los hermanos y a los primos (cf. Gen
13,8; 14,14; 24,48). Este entramado conceptual pudo pasar literalmente de la comunidad palestina a la
lengua griega, en la que el vocablo indica mucho más precisamente que el hermano es el pariente en primer
grado. Apoyándose en el protoevangelio de Santiago y en Clemente de Alejandría, Orígenes entiende que
los hermanos de Jesús son hijos de un primer matrimonio de José. Jerónimo, en cambio, afirma –con una
autoridad que ha sido determinante para la tradición exegética occidental- que se trata de primos de Jesús.
El enunciado de fe se basa aquí en un argumento de conveniencia y surgió de la reflexión creyente.
La primitiva Iglesia entendió la virginidad de María como una afirmación sobre su importante referencia
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humana total, personal e historicosalvífica al Dios de a revelación y a la realización histórica de esta


revelación en la vida de Jesús. A la singularidad de esta concepción y de este alumbramiento responde
también la singularidad de la relación de María con Dios. Y así, esta maternidad virginal se convierte en el
núcleo y en el centro personal de su relación con Dios y de la realización de su vida.
Las ideas mariológicas de los padres de la Iglesia respecto de la virginidad de María después del
parto se formaron sobre todo en el contexto del ideal cristiano del celibato por el reino de los cielos (Mt
19,12) y del consejo evangélico a favor de este género de vida cristiano dedicado “a las cosas del Señor”
(1Cor 7,25-38).
La base de la argumentación no es una ascesis hostil al cuerpo, sino la convicción de que María
estuvo totalmente dedicada al reino de Dios. Se advierte así que la figura cristiana de la vida en virginidad
no se contradice con la concepción cristiana del matrimonio, ni mucho menos ha sucumbido a una ascesis
gnóstica maniquea enemiga de la creación, alimentada por el motivo de una liberación para una vida
espiritual superior, emancipada de los poderes más bajos de la materia y de la sexualidad. La virginidad
cristiana brota de un acto absolutamente personal de la fe y del amor y de la disposición de entrega al
servicio. La abstinencia sexual no es un valor en sí. Es tan solo un medio para aceptar el carisma de un
servicio específico de una manera que marca la totalidad de la persona. De done se sigue que la entrega de
María al servicio de la obra salvífica de Dios en la encarnación del Logos no puede reducirse a los
momentos puntuales de la concepción y el nacimiento de Jesús. María no fue madre del Logos encarnado en
una situación singular, para retornar a continuación a una “vida de familia” normal. No existe una relación
de secuencia temporal entre su virginidad y el matrimonio con José. Aquella virginidad marcó
profundamente este matrimonio. Del mismo modo que en este caso singular, incomparable e irrepetible el
Dios hecho hombre no surge de las posibilidades de la criatura (mediante la generación sexual y según el
orden de la naturaleza), así también María, en cuanto madre virginal de Dios, entra en una relación
absolutamente singular con la divinidad. De donde se sigue que debe hablarse de su matrimonio con José de
una manera tal que no reduzca ni menos aun anule las características personales de María como virgen y
como progenitora de Dios.
La fe católica proclama a María como la siempre virgen, que en su renuncia permanente a toda
relación sexual con un hombre ha realizado su entrega virginal al Señor. Desde el siglo IV se habla de la aeì
parthénos. Este aeì se desdobla, desde el siglo VII (sínodo de Letrán del año 649), en el lenguaje teológico
en los tres momentos. Pablo IV en "Cum Quorundam" define que la virginidad referida a María abarca
antes, durante y después del parto. La virginidad En el parto, desde el siglo III, entienden los Padres y
Teólogos, por lo general, que implica un parto sin dolor y sin lesión corporal de la madre, pero esto no
puede ser calificado de dogma, ya que no es seguro si la opinión representada en este punto constituye un
testimonio unánime de fe o una mera interpretación teológica. Recientemente se ha planteado la cuestión de
si un parto en su sentido normal debería implicar necesariamente una lesión de la virginidad en el parto o si
ésta quedaría suficientemente salvada por el hecho de que el parto de María no es consecuencia, como el
parto natural, de una cópula carnal precedente.

3. INMACULADA CONCEPCIÓN

DOGMA
María fue concebida sin mancha de pecado original (de fe).
"Para honor de la santa e individua Trinidad, para gloria y esplendor de la Virgen Madre de Dios,
para exaltación de la fe católica y aumento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor
Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos que
la doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de
pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, está revelada por Dios;
y, por tanto, ha de ser creída firme y constantemente por todos los fieles": PÍO IX, Bula definitoria
"Ineffabilis Deus" (8.12.1854): DS n. 2800.

Explicación del dogma


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a) Por concepción hay que entender la concepción pasiva. El primer instante de la concepción es aquel
momento en el cual Dios crea el alma y la infunde en la materia orgánica preparada por los padres.
b) La esencia del pecado original consiste en la carencia culpable de la gracia santificante, debida a la caída
de Adán en el pecado. María quedó preservada de esta falta de gracia, de modo que comenzó a existir
adornada ya con la gracia santificante.
c) El verse libre del pecado original fue para María un don inmerecido que Dios le concedió, y una ley
excepcional (privilegium) que sólo a ella se le concedió (singulare).
d) La causa eficiente de la concepción inmaculada de María fue la omnipotencia de Dios.
e) La causa meritoria de la misma son los merecimientos salvadores de Jesucristo. De aquí se sigue que
María también tenía necesidad de redención y fue redimida de hecho. Por su origen natural, María, como
todos los demás hijos de Adán, hubiera tenido que contraer el pecado original, más por una especia
intervención de Dios fue reservada de la mancha del mismo. De suerte que María también fue redimida por
la gracia de Cristo, aunque de manera más perfecta que todos los demás hombres. Mientras que estos son
liberados de un pecado original ya existente, María, Madre del Salvador, fue preservada antes de que la
manchase aquél. Por eso el dogma de la concepción inmaculada de María no contradice en nada al dogma
de la universalidad del pecado original y de la indigencia universal de redención.
f) La causa final de la concepción inmaculada es la maternidad divina de María.

Prueba de Escritura y de tradición


+ La doctrina de la concepción inmaculada de María no se encuentra explícitamente en la S.E. Según la
interpretación de numerosos teólogos, contiénese implícitamente en las siguientes frases bíblicas:

Gen 3,15 (Protoevangelio): “Voy a poner perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la
simiente suya; ésta [la simiente o linaje de la mujer] te herirá la cabeza, y tú le herirás el calcañar”.
El sentido literal de este pasaje podría ser el siguiente: Entre Satanás y sus secuaces, por una parte, y
Eva y sus descendientes por otra, habrá siempre una incesante lucha moral. La descendencia de Eva
conseguirá una completa y definitiva victoria sobre Satanás y sus secuaces, aunque ella misma será herida
por el pecado. En la descendencia de Eva se incluye al Mesías, por cuya virtud la humanidad saldrá
triunfante de Satanás. Concibiendo de forma individual la simiente de la mujer y refiriendo esta expresión al
Salvador (tal vez debido al autós con que la traduce la versión de los Setenta), se llegó a ver en “la mujer” a
María, madre del Salvador. Esta interpretación, directamente mesiánico-mariana, es propuesta desde el siglo
II por algunos Padres, como Ireneo, Cipriano, León Magno, etc. Pero la mayoría de los Padres, entre ellos
los grandes doctores del oriente y occidente, no dan tal interpretación. Según ellos, María y Cristo se hallan
en una enemistad total y victoriosa contra Satanás y sus partidarios. De ahí concluyó la teología de la
escolástica tardía y de los tiempos modernos que la victoria de María contra Satanás no hubiera sido
completa si la virgen hubiera estado algún tiempo bajo su poder. Por tanto, maría entró en el mundo sin
mancha de pecado original.
La bula Ineffabilis hace mención aprobatoria de la interpretación mesiánico-mariana “de los padres y
escritores eclesiásticos”, pero no da ninguna interpretación auténtica del pasaje. La encíclica Fulgens
Corona, reclamándose a la exégesis de los santos padres y escritores eclesiásticos, así como de los mejores
exegetas, aboga por la interpretación mesiánica, que muchos teólogos consideran como el sentido pleno
intentado por el Espíritu Santo, y otros como el sentido típico (Eva tipo de María) de ese pasaje.

Lc 1,28: “Dios te salve agraciada”. La expresión “agraciada” hace las veces de nombre propio en la
alocución del ángel y tiene que expresar, por tanto, una nota característica de María. La razón más honda de
que sobre María descanse de manera especial el beneplácito de Dios en su elección para la dignidad de
Madre de Dios. Por consiguiente la dotación de gracias con que Dios adornó a María por haberse
complacido en ella tiene que ser de una plenitud singular. Pero su dote de gracias únicamente será plena si
es completa no sólo intensiva, sino también extensivamente, es decir si se extiende a toda su vida,
comenzando por su entrada en el mundo.

Lc 1,41: Santa Isabel, henchida del Espíritu Santo, dice a María: “Tú eres bendita entre las mujeres, y
bendito es el fruto de tu vientre”. La bendición de Dios, que descansa sobre María, es considerada
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paralelamente a la bendición de Dios, que descansa sobre Cristo en cuanto a su humanidad. Tal paralelismo
sugiere que María, igual que cristo, estuvo libre de todo pecado desde el comienzo de su existencia.
Ni los padres griegos ni los latinos enseñan explícitamente la concepción inmaculada de María. Sin
embargo, este dogma se contiene implícitamente en sus enseñanzas, ya que propone dos ideas
fundamentales que, desarrolladas lógicamente, llevan al dogma:
a) La idea de la perfectísima pureza y santidad de María. San Efrén dice: “Tú y tu madre sois los únicos que
en todo aspecto sois perfectamente hermosos; pues, en ti, Señor, no hay macilla, ni mácula en tu Madre”.
La frase de s. Agustín según la cual todos los hombres debieran sentirse pecadores, “exceptuada la santa
Virgen María, la cual por el honor del Señor pongo en lugar aparte cuando hablo del pecado”, hay que
entenderla, de acuerdo con todo el contexto, en el sentido de que la virgen se vio libre de todo pecado
personal.
b) La idea tanto de la semejanza como de la antitesis entre María y Eva. María, por una parte es semejante a
Eva en su pureza e integridad antes del pecado; por otra parte, es todo lo contrario que ella, ya que Eva fue
causa de la perdición y María causa de la salud. San Efrén enseña: “Dos inocentes, dos personas sencillas,
maría y Eva, eran completamente iguales. Pero sin embargo, más tarde la un fue causa de nuestra muerte y
la otra acusa de nuestra vida”.

Evolución histórica del dogma


Desde el siglo VII es notoria la existencia en el oriente griego de una festividad dedicada a la
concepción de Santa Ana, es decir de la concepción pasiva de María. La festividad también se difundió en
occidente, a través de la Italia meridional, comenzando primero en Irlanda e Inglaterra bajo el título de
Conceptio Beatae Virginis. Fue al principio objeto de esta fiesta la concepción activa de Santa Ana (según
referencia del protoevangelio de Santiago).
A principios del siglo XII dos monjes británicos, Eadmer, discípulo de San Anselmo de Cantorbery,
y Osberto de Clare, defendieron la concepción (pasiva) inmaculada de María, libre de toda mancha de
pecado original. Eadmer fue el primer que escribió una monografía sobre esta materia. En cambio San
Bernardo de Claraval, con motivo de haberse introducido esta fiesta en Lyón (1140), la desaconseja como
novedad infundada, enseñando que María había sido santificada después de su concepción, pero estando
todavía en el seno materno. Por influjo de Bernardo los principales teólogos de los siglos XII y XIII (Pedro
Lombardo, Alejandro de Hales, Buenaventura, Alberto Magno, Tomás de Aquino) se declararon en contra
de la doctrina de la Inmaculada. No hallaron el modo de armonizar la inmunidad mariana del pecado
original con la universalidad de dicho pecado y con la indigencia de redención que tienen todos los
hombres.
El camino acertado para hallar la solución definitiva lo mostraron el teólogo franciscano Guillermo
de Ware y su discípulo Duns Escoto (+1308). Este último señala que la animación debe preceder sólo
conceptualmente y no temporalmente a la santificación. Gracias a la introducción del término praeredemtio
(prerredención) consiguió armonizar la verdad de que María se viera libre de pecado original con la
necesidad que también ella tenía de redención. La preservación del pecado original es, según Escoto, la
manera más perfecta de redención. Por tanto, fue conveniente que Cristo redimiese a su madre de esta
manera. La orden franciscana se adhirió a Escoto y se puso a defender decididamente, en contra de la orden
dominicana, la doctrina de la festividad d la inmaculada concepción de María.

El concilio de Basilea se declaró el año 1439 (que no tiene validez ecuménica desde 1437), a favor
de la Inmaculada concepción. Sixto IV (1471-1484) concedió indulgencias a esta festividad y prohibió las
mutuas censuras que se hacían las dos partes contendientes. El concilio de Trento, en su decreto sobre el
“pecado original”, hace la significativa aclaración de que “no es su propósito incluir en él a la
bienaventurada y purísima virgen María Madre de Dios”. San Pío V condenó en 1567 la proposición de
Bayo de que nadie, fuera de Cristo, se había visto libre de pecado original, y de que la muerte y aflicciones
de María habían sido castigo de pecados actuales o del pecado original. Paulo V (1616), Gregorio XV
(1622) y Alejandro VII (1661) salieron en favor de la doctrina de la Inmaculada. Pío IX, después de
consultar a todo el episcopado, la elevó el 8 de diciembre de 1854 a la categoría de dogma.
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4. LA ASUNCIÓN DE MARÍA
"Después de haber elevado insistentemente a Dios nuestras preces suplicantes y de haber invocado
la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó su particular benevolencia a
la Virgen María, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte,
para aumento de la gloria de la misma Madre augusta, y para gozo y júbilo de toda la Iglesia: en virtud de
la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y Nuestra,
proclamamos, declaramos y definimos que es dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de
Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial": PÍO XII, Constitución apostólica "Munificentissimus Deus" (1.11.1950): DS n. 3903.
Reviste gran importancia, tanto histórica como teológica, la última mención de María en el NT,
donde se la describe dentro del círculo de la naciente Iglesia, esperando la venda del Espíritu Santo (Hch
1,14). No existen noticias históricas seguras acerca del lugar, el momento y el modo de su muerte. Las actas
apócrifas del tránsito de María, del siglo VI, mencionan una asunción corporal de la virgen. Aunque esta
noticia no tiene ningún valor histórico, indica, de todos modos, que el tema era conocido como problema.
En Oriente se celebraba ya en el s.VI, y en Occidente desde los siglos VII y VIII, la fiesta de la Dormición
de María. La fiesta del recuerdo de su muerte y de su tránsito, unida a la idea de la incorrupción de su
cuerpo, se designa en Occidente bajo la denominación de la asunción de María al cielo. La idea de que la
muerte de María tiene una destacada significación para la fe surge como resultado de aplicar a la virgen las
sentencias bíblicas generales sobre el destino de los muertos (1Tes 4,14). La equiparación del bautizado con
la muerte y resurrección de Cristo (Flp 3,12; Ef 2,5); Col 3,3) y la esperanza de la visión plena de Dios
(1Cor 13,12; Jn 3,2), en conexión con el dogma de la virginidad y la divina maternidad de María y la
conciencia de su profunda vinculación con la obra salvífica de Cristo han llevado a la conclusión de que
Maria está ya, como ser humano, totalmente consumada en Dios y de que en su destino se perfila ejemplar y
tipológicamente el destino asignado por Dios al hombre
La convicción de fe de la asunción de María al cielo está, desde el principio, estrechamente
relacionada con la confianza en la intercesión de María, que se encuentra, como todos los santos y mártires,
cerca del Señor glorificado y que, en virtud de su mediación actual, ayuda y sostiene a la Iglesia peregrina
en su camino hacia la unión definitiva con Cristo, su cabeza. También los grandes teólogos de Oriente
defendieron, desde los siglos VII y VIII, la doctrina de la sunción corporal de María al cielo (Germano de
Constantinopla, Juan Damasceno, Teodoro Estudita).
En Occidente se fue acentuando cada vez más en el curso de la Alta Escolástica, el convencimiento
de que el cuerpo de María, que había concebido al Logos y había sido Templo del Espíritu Santo, no podía
caer bajo la corrupción derivada del pecado original (Tomás de Aquino). La mayoría de los teólogos
admiten –en contra de algunas pocas opiniones discrepantes- la muerte corporal de María. La muerte no es
sólo castigo por la culpa original, sino también una realidad antropológica fundamentada en la finitud de la
naturaleza, que guía el proceso evolutivo de la libertad finita bajo la modalidad de su consumación (la
visión eterna de Dios).
En la Escritura no hay que buscar citas explícitas de esta verdad revelada. Pero tal vez en el siglo IV
encontramos un testimonio explícito en el apócrifo de Melitón, en el que se afirma la resurrección de María
y su elevación a los gozos del cielo, y al que Gregorio de Tours dio una gran difusión en occidente. Pero ya
mucho antes, es decir, a partir del siglo II, encontramos en los Santos Padres el tema de la asociación de
María-nueva Eva con Cristo-Segundo Adán, en la lucha contra el diablo. Lucha que termina con la victoria
total sobre el demonio (cfr. Gn 3,15). Victoria que es ante todo sobre el pecado y la muerte (1 Cor 15,21-26.
54-57). Muerte y pecado que en Cristo fueron vencidos totalmente con su admirable resurrección y en los
cristianos serán vencidos con la resurrección que esperamos. Ahora bien, María asociada a la obra de Cristo
que venció al pecado, no quedaría totalmente asociada a su victoria completa sin la glorificación corporal.
Esto es lo que en definitiva ha intuido el pueblo cristiano en la liturgia más antigua con la fiesta de la
DORMICIÓN, celebrada en Jerusalén desde el siglo VI y que en siglo VII se establece en Roma con el
nombre de "Asunción de Santa María". Por eso, cuando Pío XII consultó a los obispos si se podría definir la
asunción de María como dogma de fe, la unanimidad del pueblo de Dios se manifestó en que de las 1181
respuestas episcopales, sólo 6 dudaban de si esa verdad estaba o no revelada. Hubo otras 22 respuestas
negativas; pero no por la cuestión de fondo, sino porque no estimaban oportuna una nueva definición.
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Desde el punto de vista especulativo, la peculiaridad de la plena consumación de María no puede


consistir en una relación entre el alma y el cuerpo distinta de la de los demás seres humanos, sino en la
intensidad de su unión con Cristo y con su voluntad salvífica universal respecto de la Iglesia y de la
humanidad. Con la muerte llega a su consumación le relación personal del hombre con Dios en Cristo y en
su Espíritu. Puede darse diversos grados de intensidad, que afectan también la unión interna y la integridad
de la naturaleza humana, que existe en alma y cuerpo. El enunciado central del dogma de la Asunción dice
que dado que María tuvo, en la fe y en la gracia, una vinculación tan singular con la obra redentora de
Cristo, participa también de su forma resucitada como la primera criatura plena y absolutamente redimida.
Por tanto, su diferencia respecto de los restantes santos consiste en que ella es, en sí misma, y en virtud de
su profunda vinculación con la obra redentora, el prototipo y modelo de los redimidos y en que su
intercesión tiene, en lo que respecta también a la plenitud de la humanidad entera en la parusía de Cristo,
una significación más elevada, un mayor radio de alcance y una intensidad más honda.

5. EL CULTO A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA


En atención a su dignidad de Madre de Dios y a la plenitud de gracia que de ella se deriva, a María le
corresponde un culto especial, esencialmente inferior al culto de latría (adoración), que sólo a Dios es
debido, pero superior en grado al culto de dulía (veneración) que corresponde a los ángeles y a todos los
demás santos. Esta veneración especial recibe el nombre de culto de hiperdulía.
La Sagrada Escritura nos ofrece los fundamentos para el culto a María, que tendría lugar más tarde
con aquellas palabras de la salutación angélica (Lc 1,28), y con las palabras de alabanza que pronunció santa
Isabel, henchida por el Espíritu Santo (Lc 1,42); y además con la frase profética de la Madre de Dios (Lc
1,48): “por eso desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones”, e igualmente por una
alabanza que dijo una mujer del pueblo (Lc 11,27): “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te
amamantaron”.
En los tres primeros siglos, el culto a María está íntimamente unido con el culto a Jesucristo. Desde
el s. IV se encuentra ya formas de culto independiente a María (oraciones, himnos de la natividad…). San
Ambrosio y san Jerónimo pone a María como modelo de virginidad e invitan a imitarla. Tomó gran auge el
culto a María por haberse reconocido solemnemente en el concilio de Efeso 431) la maternidad divina.
Sucesivamente se ensalzará a María en sermones, himnos, en su honor se construyen Iglesias, se introducen
muchas festividades, etc.
Ante el culto de los santos, la Reforma denuncia un supuesto oscurecimiento de la autoría única y
exclusiva de Dios en la salvación. Únicamente en Dios debe ponerse la confianza en la salvación y sólo de
él debe esperarse la reconciliación, que no tiene otro fundamento que la benevolencia divina, no la oración y
los méritos de los santos, que deberían supuestamente mover a Dios a misericordia. En opinión de Lutero,
“cuando alguien se aparta de Cristo como de severo juez y busca refugio en María, dulce y maternal, la
convierte en una especie de diosa”.
El culto y la invocación de los santos sólo son entendidos correctamente cuando se expone su
fundamentación teológica y su práctica en el tratado de la Eclesiología, no en el de la soteriología.
Apoyándose en el II Concilio de Nicea del 787 y en el de Trento e 1563, también el II Conc. Vat.,
distingue entre la adoración, que sólo compete a Dios, y la veneración, que puede tributarse a los santos
como figuras señaladamente marcadas por la gracia divina. Es convicción de fe católica que puede
invocarse a los santos en el cielo, que ellos oran por nosotros y que no hay aquí parecido ninguno con la
idolatría ni en modo alguno está en contradicción con la mediación única de cristo.
El Concilio Vat. II alertaba a los fieles tanto contra la desvalorización como contra una errónea y
extremosa práctica de los cultos marianos. Del mismo modo que se dan en la doctrina una jerarquía y
secuencia de verdades de acuerdo con su conexión y su orientación al fundamento común, se da también
una coordinación interna en el ámbito global de la liturgia, la piedad y la oración cristiana:
María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada sobre todos los ángeles y los
hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón
es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la
Bienaventurada Virgen en honrada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus
peligros y necesidades acuden con sus súplicas. Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del
Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e
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imitación, según palabras proféticas de ella misma: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones,
porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso" (Lc., 1,48). Este culto, tal como existió siempre en la
Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo
Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las
diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la
doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser
de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf.
Col., 1,15- 16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col., 1,19), sea mejor
conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos. (LG 66).

María, mediadora de todas las gracias


El Vaticano II, dedicó el último capítulo de Lumen Gentium a María. El Concilio no dudó en tributar
a la Virgen María los títulos tradicionales de ABOGADA Y MEDIADORA (Cfr. LG nn. 60-62). Por el
concilio sabemos, por tanto, que la Iglesia no duda en confesar a María como medianera de todas las
gracias, siempre con una función subordinada a la de Cristo, único mediador. La mediación de María no
resta ni añade nada a la dignidad y eficacia de la mediación de Cristo, único salvador.

LG 60 Único es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: "Porque uno es Dios y uno el Mediador
de Dios y de los ho mbres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por
todos" (1 Tim., 2,5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna manera obscurece
ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo
salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace
del Divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella
depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de
los creyentes con Cristo.

LG 62 Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en
que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la
consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador,
sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Con su amor
materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan
contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia
es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se
entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador. Porque
ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el
sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así
como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la
única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que
participa de la fuente única.
El título utilizado desde la Edad Media tardía, de CORREDENTORA, que aparece también en
algunas ocasiones, en del magisterio de la Iglesia (DH 3370), sólo pretende expresar, con otras palabras, la
cercanía de María a la obra salvífica de Cristo, pero bajo ningún concepto borrar o difuminar la diferencia
esencial –es decir, no sólo gradual- respecto de la actividad soteriológica de Cristo, redentor y mediador
único (1Tim 2,5). No obstante, dada la posibilidad de erróneas intelecciones, el Concilio Vat. II, evitó,
expresamente, el empleo de ese título.

Las iglesias surgidas de la Reforma han rechazado estos dogmas marianos por razones epistemológicas
(falta de fundamentación escriturística), objetivas y teológicas (amenaza a la acción única de Dios e la obra
salvífica y a la mediación exclusiva de Cristo). Las Iglesias ortodoxas se mantienen a distancia de estas
declaraciones doctrinales sobre todo desde el punto de vista formal de la pretensión de autoridad y de
infalibilidad papal subyacente en ellas.

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