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Breve historia de un país de inmigración

infobae.com/opinion/2018/03/04/para-todos-los-hombres-del-mundo

Fernando Iglesias

"Constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la


defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para
nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran
habitar en el suelo argentino". Así comienza la historia de lo que hoy llamamos República
Argentina. Así reza textualmente el preámbulo de la Constitución Nacional de 1853 que
fue la base sobre la que se edificó este país. "Para todos los hombres del mundo", dice. No
para los "hombres de buena voluntad", como creen algunos, ni los de alguna región del
mundo en particular, como creen otros.

Pues si bien el artículo 25º establecía que "el Gobierno federal fomentará la inmigración
europea", el 16º sancionaba que "la Confederación Argentina no admite prerrogativas de
sangre, ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos
sus habitantes son iguales ante la ley". Habitantes, dice; no ciudadanos. Las puertas del
país y las oportunidades de progreso estaban abiertas para todos. Para todos los hombres
del mundo.

A mediados del siglo XIX, mientras surgían decenas de naciones basadas en la


tradición de un grupo étnico-cultural -es decir: en la nación y su pasado- la
Argentina daba vuelta la cuestión sancionando una Constitución que se basaba en
el mundo y en el futuro. Serían sus beneficiarios también, y se legislaba y constituía para
ellos, los hombres de todo el mundo que en el futuro quisieran habitar el suelo argentino.
No sé si hay otros casos en el planeta, pero ese párrafo de la Constitución que abrió las
puertas del país a la llegada de mis abuelos y mi madre -y por lo tanto, a mi propia
existencia- fue el principal refugio para mi orgullo nacional, algo debilitado por los
genocidios, las guerras, las locuras políticas y económicas y el trato inmisericorde que los
argentinos nos propinamos unos a otros durante las décadas del tiempo de mi vida. Un
país cosmopolita, abierto al mundo no solo para el comercio sino para la
inmigración, no orientado a la preservación de una improbable tradición nacional
sino a la construcción esperanzada de un futuro. No había nada como eso. Para todos
los hombres del mundo.

Fue el comienzo de un gran país. El páramo pobre y dependiente del Alto Perú y el
Paraguay que este territorio había sido por siglos se transformó en una de las naciones
líderes del globo. Para el Centenario, 1910, Argentina poseía el sexto PBI per cápita
del planeta inmediatamente detrás de Inglaterra y delante de Suiza, Canadá, Bélgica,
Holanda y Dinamarca. No solo eso. En los veinte años anteriores (1890-1910) fue el país
que más creció de todos ellos, triplicando el aumento del PBI registrado por los Estados
Unidos. Y no era solo la economía agropecuaria la que crecía, sino también la industria, al
alucinante ritmo promedio del 5.5% anual entre 1875 y 1945; un año emblemático…

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Fuimos, como recuerda Vargas Llosa, un país del primer mundo antes de que
existiera el primer mundo. El faro de Latinoamérica. Nuestro sistema educativo era un
ejemplo no solo para este continente sino también para Europa. Las condiciones de vida
populares, y no solo las de la elite, estaban entre las mejores del planeta. Motivo por el
cual un incesante caudal de miles de emigrantes -mis abuelos, tus abuelos, los abuelos de
gran parte de la población nacional- desembarcaba cada año en las riberas del Plata.
Contrariando una de las nociones más oligofrenizantes del nacionalismo, la que supone
que para el éxito nacional es indispensable una población imbuida de orgullo patriótico e
ideas xenófobas, la Argentina alcanzó el cúlmine de su historia cuando era el país del
mundo con mayor porcentaje de población extranjera (29.9% en 1914) y se derrumbó en el
peor de sus abismos cuando el porcentaje de extranjeros cayó al mínimo registrado por
sus censos: 4.2% en 2001. No. Tampoco. Los autores del milagro auspiciado por la
Constitución de 1853 no fueron los rubios de ojos azules que Alberdi esperaba, sino -
principalmente- italianos y españoles. Con escándalo del nacionalismo argento, habían
entrado también al país cientos de miles de judíos. Para todos los hombres del mundo.

Pero lo bueno dura poco, y los dos ejes que habían sustentado aquel milagro -el mundo y
el futuro- fueron reemplazados -gracias a la obra demoledora del Revisionismo Histórico-
por sus dos categorías antitéticas: la nación y el pasado. Fue el inicio del desastre. Nos
volvimos reaccionarios y ombliguistas, y dos grandes líneas políticas surgieron del Ejército
Argentino, asumiendo por un siglo la representación de aquellas ideas. El Revisionismo
Histórico elitista parió al Partido Militar. El Revisionismo Histórico populista parió al
peronismo. Juntos dieron los golpes de 1930 y 1943, y ya nada volvió a ser como antes.

Primero se cerró la economía en nombre del interés nacional, y así fue que el
proteccionismo y su programa de substitución de importaciones acabó con el 5.5% de
crecimiento industrial promedio de la Argentina pastoril: bajaría al 4.9% entre 1946 y 1955,
y no detendría jamás su caída. Y cuando la economía se cerró y languideció, la
emigración y el porcentaje de extranjeros también fueron decayendo: del 29.9% de
1914 al 4.2% de 2001. Siete veces menos. Así, de ser un país exitoso e integrado al
mundo pasamos a ser el más lamentable ejemplo de decadencia nacional de la
Historia de la humanidad; un caso único de transición del desarrollo al
subdesarrollo. Y, lo peor de todo, nos convertimos en un país frustrado y resentido,
incapaz de admitir su propia culpa en su decadencia y listo para tomar como chivo
expiatorio al extranjero: los Estados Unidos, para los hijos del Revisionismo Histórico
populista; los bolitas y paraguas, para los del Revisionismo Histórico elitista. Qué pena…

Hoy, después de veinticinco años de votar a sabiendas corruptos que saquearon el país,
buena parte de los hijos de aquellos heroicos tanos y gallegos que lo construyeron
parecen convencidos de que el camino para mejorar la educación y la sanidad argentinas
pasa por impedirles el acceso a "los extranjeros". Y si bien son razonables algunas de las
medidas que se proponen (denegación del acceso al país a personas con antecedentes
penales, prohibición de tours sanitarios comercialmente organizados, exigencia de
reciprocidad a los países de origen, control de los tratamientos de alto costo, abolición de
subsidios sociales a no residentes, regulaciones estrictas en las provincias limítrofes, etc.),
campea también un clima de patrioterismo contra los extranjeros y propuestas

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demagógicas (denegación del tratamiento médico, arancelamiento de los estudiantes
universitarios, expulsión de los ilegales) cuyo único fundamento es la xenofobia; la
paradójica xenofobia de un país de tanos y gallegos que fue uno de los ejemplos más
exitosos de integración social y cultural de inmigrantes de la Historia.

Las razones que se esgrimen son muchas y variadas. Los tiempos y el mundo han
cambiado, se dice. Mis abuelos vinieron a trabajar, no a cobrar planes, se sostiene. No hay
suficiente trabajo ni recursos para todos, se afirma. El país estaba vacío y hoy somos
demasiados, se lamentan. En ningún país del planeta pasa esto, exclaman. Doce años de
exaltación retórica de la Patria Grande hábilmente mezclada con abusos de todo tipo
parecen habernos llevado al extremo opuesto: el de creer que la emigración es una
maldición que deja sin trabajo, educación ni salud a los argentinos; y que toda medida
restrictiva mejorará la vida de quienes tuvieron la suerte de que sus abuelos llegaran
primero. Y este es el primer punto a considerar, me parece. La idea de que el lugar del
nacimiento y la nacionalidad de los padres otorgan derechos preferenciales; que no es otra
cosa que la conjugación actual de las prerrogativas nobiliarias del Antiguo Régimen
monárquico que el liberalismo y el republicanismo democrático combatieron por siglos, y
que la Asamblea del año XIII abolió en nuestra tierra.

Pero no hay ningún mérito en haber nacido argentinos. No lo elegí yo, ni lo eligió
nadie. Nos pasó. Nos tocó en suerte -o en desgracia-, de ninguna manera como destino.
Es posible renunciar a él yéndose a otra parte, como hicieron nuestros abuelos, sin por
eso ser un traidor a la Patria (curiosamente, muchos padres cuyos hijos emigraron y sufren
discriminaciones nacionales que allá también existen proponen reeditarles en clave
argentina; como si no pudiéramos ser mejores que los demás en nada, como si una
injusticia se reparara cometiendo otra). Y es posible también adoptar el destino argentino
inmigrando a nuestro país. Como hicieron nuestros padres y abuelos, y como hacen hoy
miles de inmigrantes latinoamericanos tan pobres como ellos y que, mayoritariamente,
vienen a estudiar y a trabajar, como ellos.

Todos somos emigrantes, y emigrantes africanos, amados compatriotas. Nuestra


abuela común, Lucy, era africana. Así que todos venimos de allá, y no hay locales ni
extranjeros ni pueblos originarios que valgan. Originarios de África, eso somos. Emigrantes
e inmigrantes que se esparcieron por el planeta. Que mi abuelo haya llegado antes que el
de los bolivianos no es un mérito mío ni genera ningún derecho especial, ya que si ese
derecho especial hubiera existido los habitantes del país habrían podido rechazar la
entrada de mi abuelo. Como producto de aquel derecho de mis ancestros a entrar
libremente al país y residir en él no me siento en condiciones de negárselo hoy a
nadie. No sé ustedes.

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