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El milagro de las hojas.

Clarice Lispector

No, nunca me suceden milagros. Oigo hablar, y a veces eso me basta como esperanza. Pero
también me subleva: ¿por qué no a mí? Pues ya llegué a oír conversaciones de este tipo, sobre
milagros: “Me avisó que, al pronunciarse determinada palabra, un objeto querido se rompería”. Mis
objetos se rompen banalmente y en manos de las empleadas. Hasta me vi obligada a reconocer que soy
de aquellos que cargan piedras durante siglos, y no de aquellos que tienen servidos los guijarros
pulidos y blancos. Sí tengo visiones fugitivas antes de adormecerme -¿sería esto un milagro? Pero me
explicaron muy parsimoniosamente que esto incluso tiene nombre: “eidetismo”, capacidad para
proyectar en el campo alucinatorio las imágenes inconscientes.
Milagro, no. Sino casualidades. Vivo de casualidades, vivo de líneas que inciden una en la otra
y se cruzan y en el cruce forman un leve e instantáneo punto, tan leve e instantáneo que está más bien
hecho de pudor y secreto: apenas empezara a hablar de él, me encontraría hablando de nada.
Pero tengo un milagro, sí. El milagro de las hojas. Camino por la calle y con el viento me cae
una hoja exactamente en los cabellos. Esa peripecia en la serie de millones de hojas transformadas en
una única, y de millones de personas la peripecia de reducirse a mí. Esto me sucede tantas veces que
he llegado a considerarme modestamente la elegida de las hojas. Con gestos furtivos me saco la hoja
de los cabellos y la guardo en la cartera, como al más diminuto diamante. Hasta que un día, al abrir la
cartera, encuentro la hoja seca, encogida, muerta. La tiro, no me interesa un fetiche muerto como
recuerdo. También porque sé que nuevas hojas coincidirán conmigo.
Un día una hoja seca chocó con mis pestañas. Me pareció una gran delicadeza de parte de Dios.

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