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Siempre que nos enfrentamos al estudio del análisis del discurso, participamos de un panorama
teórico ciertamente problemático, debido a la gran proliferación de enfoques metodológicos y
epistemológicos.
Dicho análisis aparece, hoy en día, centrado en lo que se ha dado en llamar semiótica
(Kristeva, 1978; Bobes, 1979), ciencia que, surgida de las investigaciones de Peirce (CP, 1958)
(76)
y de la lógica simbólica moderna, se vale de planteamientos de carácter lógico, con los que
pretende, ante todo, alcanzar la exactitud y la verdad. Por su parte, la semántica lingüística
también participa de la lógica, (Husserl, 1982; Wingenstein, 1957), que, a su vez, se ocupa de
las [162] leyes del pensamiento y sus formas en conjunción con los sistemas de símbolos
adecuados, valiéndose de silogismos.
Posiblemente el marco teórico más fidedigno para esta clase de análisis es la semántica
filosófica (Wingenstein, 1953), siempre atenta al hallazgo del verdadero referente que
corresponde a un significado concreto (adecuación del signo al objeto que le pertenece).
Aunque la semántica del lenguaje de la filosofía, cuyo instrumento es el conocimiento, topa
con un obstáculo bastante común: la confusión entre significante y cosa significada, lo cual
tergiversa el mecanismo de la conceptualización y provoca la mayor parte de las
ambigüedades.
En el campo del discurso, cuya investigación inició a fondo Z. Harris (1952), inventor del
«discurso conectado», tiene especial relevancia el análisis practicado por los franceses. Nos
referimos a los que componen la Escuela francesa de análisis del discurso, quienes progresan,
desde la concepción del texto como producto, es decir, encerrado en sí mismo, de Harris, a la
del texto como proceso, que abarca, sin posibilidad de fisuras, el sujeto, el contexto y la
situación enunciativa.
La verdadera realidad del lenguaje no es el sistema abstracto de formas lingüísticas, ni el habla monologal
aislada, ni el acto psicofísico de su realización, sino el hecho social de la interacción verbal que se cumple es
uno o más enunciados. El enunciado, por muy amplio y crucial que pueda ser, sólo es un momento en el
proceso continuo de la comunicación verbal (1976: 118).
Todo análisis lingüístico supone la constitución de un corpus, es decir, de [163] un conjunto determinado de
textos a los que se aplica un método determinado. [...] Conviene que el corpus se presente con las propiedades
que le dan validez. Así, de la totalidad de enunciados de una época, de un hablante, de un grupo social, que
constituyen el universal del discurso, se extrae un conjunto de enunciados limitados en el tiempo
(homogeneidad sincrónica) y en el espacio (homogeneidad de la situación de comunicación). Entonces se
considera que ese corpus es representativo del conjunto de discursos (Dubois, 1969a: 117).
El corpus que hemos seleccionado es un pasaje de El Criticón de Gracián, rico, entre otras
cosas, en razonamientos lógicos, y, como decía Dubois, representativo de un conjunto de
discursos y de toda una época, de la que es prototipo.
En cuanto al método de trabajo, es de capital importancia dar con el adecuado al tipo de texto
que se examine. El que hemos elegido y que más se ajusta al modo de escribir de Gracián pone
el acento sobre dos aspectos esenciales del autor: el semantismo y la deducción argumentativa.
Consiste en ver quién toma la palabra dentro de un texto y examinar sus puntos de vista.
Consta de dos partes:
Este primer tipo de formulación manifiesta explícitamente los puntos de vista del YO mediante
categorías formales. Por ejemplo, en el enunciado Yo pienso que él esté equivocado, la marca
es doble:
- El empleo del pronombre personal yo, por el que el hablante se enuncia como tomando-
posesión de la palabra, y se coloca como figura-origen frente al interlocutor.
- El empleo del verbo pensar en unión con el subjuntivo, que da cuenta de la modalidad de
duda. (77)
Este segundo tipo de formulación manifiesta implícitamente los puntos de vista del YO
mediante la llamada técnica del discurso. Se trata de elegir la forma de expresión del discurso
desde el punto de vista enunciativo del YO. Por ejemplo: Yo no pienso opuesto a yo dudo.
[165]
En esta clase de formulación se encuentran todos los procedimientos que piden la conversión
de una sustancia del significado en forma y que se concretan en una clase de retórica general,
aunque no se trata de una retórica de la delimitación (réthorique de l'écart), (80) sino de una
retórica de elección y de sujeción en relación a la intención de comunicación. En este sentido,
y para evitar confusiones con la retórica de la delimitación proponemos para aquélla el nombre
de técnica del discurso. Algunas de estas figuras o técnicas son metáforas, metonimias,
hipérboles, antítesis, paradojas, polisemias, etc.
1. Los actantes.
Pottier afirma que la actancia es la relación que existe entre los diferentes actantes de un
enunciado (1968: 99-100):
A1 = agente
A2 = paciente
A3 = destinatario
A4 = beneficiario
En el ejemplo:
los actantes Pedro, María, libro, Pablo realizan una función semántica en el enunciado,
marcada por un relacionante (a, para), o por cero. [166]
Permiten averiguar la etiqueta semántica que resume el contenido del enunciado. Así, la
etiqueta sémica de Miéle sabe que esto es tan importante como emplear las últimas técnicas,
es:
La etiqueta sémica es, por lo tanto, la estructura de base de cada enunciado.
Todo discurso de tipo demostrativo (que intenta demostrar algo) entraña un razonamiento y
dos procesos: de deducción lógica (81) y de persuasión.
Por su parte, Ducrot, al referirse al lenguaje y a los procesos lógicos, admite que entre
determinados enunciados del lenguaje ordinario existen relaciones de inferencia, de tal manera
que si se admiten unos, hay que admitir forzosamente los otros. Y arguye que no se puede
tener por verdadero «algunos hombres son pícaros» sin reconocer «algunos pícaros son
hombres» (Ducrot, 1966: 3). En este caso hablamos de relaciones de inferencia lógica.
Lo fundamental en esta primera parte del análisis es localizar quién habla y cuales son sus
puntos de vista. En este pasaje de Gracián (83) hay un narrador (N) y dos personajes.
2.1.1. El narrador
2.1.1.1. Actante.
YO: el narrador.
TÚ: el lector.
ÉL: el primer personaje, los grandes hombres, el hablar, la presentación del segundo personaje.
2.1.1.2. Externo
El narrador habla en este pasaje de un náufrago antes y después de arribar a tierra, siguiendo
procedimientos objetivo-constativos:
«Desta suerte hería los aires con suspiros, mientras azotaba las aguas con los brazos...»
«pareció ir sobrepujando el riesgo...»
«Fluctuando estaba entre uno y otro elemento... cuando un gallardo joven... alargó sus brazos para recogerle en
ellos...»
«en saltando en tierra selló sus labios en el suelo... y fijó sus ojos en el cielo...»
Como puede apreciarse, el discurso objetivo supone todo lo exterior a una persona: herir los
aires, azotar las aguas, fluctuar, sobrepujar, alargar los brazos, sellar los labios, fijar los ojos,
en fin, todo lo que implica una acción.
2.1.1.3 Interno
«... que a los grandes hombres los mismos peligros o les temen o les respetan»
«... que como andan encadenadas las desdichas, unas y otras se introducen...»
«... gallardo joven al parecer y mucho más al obrar»
Dentro del interpretativo caben también las comparaciones, las metáforas y toda clase de
calificaciones dadas a las cosas:
La apreciación va marcada por un juicio que nadie puede verificar. Así, al comienzo de su
discurso, el narrador exclama:
2.1.1.3.2. Aproximativo
Siempre es una reflexión de carácter general. Es el caso de los proverbios y máximas, (85) que
llenan El Criticón:
a) «tanto pueden la costumbre y la crianza». Este enunciado es una conclusión o generalización a partir de dos
premisas:
1ª: imitaba con propiedad los bramidos de las fieras y los cantos de las aves
2ª: se entendía mejor con los animales que con las personas
conclusión: tanto pueden la costumbre y la crianza.
b) «que donde no media el artificio, toda se pervierte la naturaleza»: [170]
1ª: brillaba la vivacidad de su espíritu
2ª: trabajaba el alma por mostrarse
conclusión: si no hay arte, se deprava la naturaleza.
2.1.2. 1. Actantes
YO: el autor en el pensamiento del primer personaje
TÚ: el lector
ÉL: la vida, la muerte, la naturaleza, la malicia humana, el primer hombre, El Catón, la acción
humana, la fortuna.
2.1.2.2. Objetivo-constativo
El náufrago le habla a la vida:«No hay cosa más deseada ni más frágil que tú eres, y el que una
vez te pierde, tarde te recupera».
Sin embargo, en esta parte son más abundantes los razonamientos, los trozos subjetivos:
2.1.2.3. Interpretativo
- «Muy propio es de la ignorancia pueril el llamar a todos los hombres padres y a todas las
mujeres madres».
- «y del modo que tú hasta una bestia tenías por tal, creyendo la maternidad en la beneficencia,
así el mundo... a cualquier criatura la llamaba padre y aun le aclamaba dios».
En el discurso del primer personaje aparece una nueva categoría: el estimativo, procedimiento
por el que declara su posición respecto a una información dada. El algo que se piensa o se cree:
[171]
- «Madrastra se mostró la naturaleza con el hombre, pues lo que le quitó de conocimiento al nacer, le restituye
al morir...».
- «¡Oh tirano mil veces de todo el ser humano aquel primero, que con escandalosa temeridad fió su vida en un
(86)
frágil leño al inconstante elemento!».
- «En vano la superior atención separó las naciones con los montes y los mares...».
- «Desde hoy te estimaría como a perdida» (refiriéndose a la vida).
En cuanto al P2, hay un gran equilibrio entre los modos objetivo y subjetivo, ya que tan pronto
describe su encerramiento en el monte, los cuidados de la fiera y sus estratagemas para salir de
él, como cae en un soliloquio, el monólogo de sus pensamientos en alto sobre su esencia y su
existencia. Es común en este personaje la colocación de objetivo + subjetivo, es decir, el hecho
externo e inmediatamente detrás un razonamiento:
- «Me salteó de repente un tan extraordinario ímpetu de conocimiento (objetivo), que volviendo sobre mí
comencé a reconocerme» (interpretativo).
- «O bien: «¿Soy bruto como éstos?» (objetivo). «Pero no que observo entre ellos y entre mí palpables
diferencias» (interpretativo).
Ésta es la parte fundamental de nuestro método de análisis. En 1.2.1. se vieron los actantes y la
reducción sémica. Aquí sólo añadiremos un esquema concreto para analizar los distintos
enunciados y una ampliación o explicitación del razonamiento. [172]
En todo propósito hay un elemento conceptual (entidad): , que sirve de base a otra esfera
conceptual que se combina con el primer elemento:
1. Asertivo
- Presupositivo
- Evidencial
- Intensivo
- Implicativo
final
causal
- Explicativo semejanza
comparativo
analógico diferencia
metafórico
- Contrastivo
- Consecuencial
2. No-asertivo
- Hipotético-supositivo
- Restrictivo
2.2.2.1. Asertivo
b) Final: lleva la causa delante y el fin detrás. Se introduce con «para que, a fin de que», y
variantes como «esto es por lo que», «de aquí es que», etc., próximas a indicar consecuencia.
El contrastivo, opuesto a la identidad, funciona por oposición: «Pedro es alto, Luis es bajo». El
razonamiento contrastivo es el caso de la antítesis.
2.2.2.2. No-asertivo
1. Era ya real corona suya la mayor vuelta que el sol gira por el uno y otro hemisferio,
brillante círculo, en cuyo cristalino centro yace engastada una pequeña isla, o perla del mar o
esmeralda de la tierra.
- Actantes:
A1 = vuelta
A2 = corona
- Esquema lógico-semántico:
[176]
- Tipo de razonamiento:
F. I. = explicativo - causal
R. = metáforas:
= esmeralda de la tierra
- Razonamiento:
F. E. = estimativo + interpretativo
R. = antítesis: comenzar/acabar
3. Parecíale a la muerte teatro angosto de sus tragedias la tierra y buscó modo cómo triunfar
en los mares, para que en todos elementos se muriese
- Esquema lógico-semántico:
[Muerte creer que tierra <- teatro de tragedias <- angosto, y (= por eso) muerte triunfar
(locución espacial: en el mar) para muerte reinar en todas partes] [177]
- Razonamiento:
F. E. = interpretativo
F. I. = consecuencial + final
R. = metáfora:
tierra= teatro
= prosopopeyas:
parecíale a la muerte
4. ¡Oh suerte, oh cielo, oh fortuna, aún creería que soy algo, pues así me persigues, y cuando
comienzas no paras hasta que apuras!
- Esquema lógico-semántico:
[Náufrago creer ser algo (locución temporal: todavía), pues fortuna perseguir náufrago
(locución nocional: así), y si fortuna comenzar, entonces fortuna no-acabar (locución nocional:
hasta apurar].
- Razonamiento:
F. E. = interpretativo + interpretativo
F. I. = causal + implicativo
5. Desta suerte hería los aires con suspiros, mientras azotaba las aguas con los brazos,
acompañando la industria con Minerva
- Esquema lógico-semántico:
[Náufrago + herir - aires + con suspiros, náufrago + azotar - aguas + con brazos (ACCIÓN) -
náufrago + acompañar- industria (acción) (92) + con Minerva (pensamiento)
(PENSAMIENTO)].
- Razonamiento:
F. E. = objetivo + apreciativo
F. I. = contrastivo
R. = antítesis: aires / aguas, brazos / suspiros, industria / Minerva, pensamiento / acción [178]
6. Discurrió más el discreto náufrago: si acaso viviría destituido de aquellos dos criados del
alma, el uno de traer y el otro de llevar recados: el oír y el hablar. Desengañole presto la
experiencia, pues al menor ruido prestaba atenciones prontas, sobre el imitar con tanta
propiedad los bramidos de las fieras y los cantos de las aves, que parecía entenderse mejor
con los brutos que con las personas.
- Esquema lógico-semántico:
[Náufrago discurrir (suponiendo) isleño destituido (privado) del oír y el hablar; oír y hablar,
criados del alma; experiencia desengañar naufrago, pues isleño + prestar atención, (percibir) -
ruidos, isleño + imitar - bramidos de fieras, isleño + imitar - cantos de aves, tanto que isleño
entenderse con brutos +, isleño entenderse con personas-]
- Razonamiento:
personas
= comparación: entenderse mejor con los brutos que con las personas
7. Comenzó por los nombres de ambos, proponiéndole el suyo, que era el de Critilo,
imponiéndole a él el de Andrenio, (93) que llenaron bien el uno en lo juicioso, el otro en lo
humano
- Esquema lógico-semántico:
- Razonamiento:
F. E. = objetivo + interpretativo
F. I. = causal + contrastivo
8. Tú, Critilo, me preguntas quién soy y yo deseo saberlo de ti. Tú eres el primer hombre que
hasta hoy he visto y en ti me hallo retratado más al vivo que en los mudos cristales de una
fuente, que muchas veces mi curiosidad solicitaba y mi ignorancia aplaudía
- Esquema lógico-semántico:
Mas si quieres saber el material suceso de mi vida, yo te lo referiré, que es más prodigioso que
prolijo.
- Esquema lógico-semántico:
[Mas si tu quieres saber vida material mía, entonces yo contar vida mía a ti, vida prodigiosa
mía, vida prolija (larga) mía].
- Razonamiento:
R. = prosopopeyas:
mudos cristales
mi curiosidad solicitaba
mi ignorancia aplaudía
= antítesis: tú / yo [180]
= comparaciones: en ti me hallo retratado más al vivo que en los mudos cristales de una fuente
9. A los principios no sentía tanto aquel penoso encerramiento; antes con las interiores
tinieblas del ánimo desmentía las exteriores del cuerpo y con la falta de conocimiento
disimulaba la carencia de la luz, si bien algunas veces brujuleaba unas confusas vislumbres
que dispensaba el cielo, a tiempos, por lo más alto de aquella infausta caverna.
- Esquema lógico-semántico:
- Razonamiento:
F. E. = objetivo + objetivo
10. Una cosa puedo asegurarte: que con que imaginé muchas veces y de mil modos lo que
habría acá afuera, el modo, la disposición, la traza, el sitio, la variedad y máquina (95) de
cosas, según lo que yo había concebido, nunca atiné con el orden, variedad y grandeza desta
gran fábrica que vemos y admiramos.
[Critilo concluye poder asegurar algo: aunque imaginó, loc. temporal: muchas veces, la
disposición y máquina (variedad) de las cosas, no atinó (acertó) con el orden y la grandeza,
(loc. temporal: nunca), del grande y admirable mundo.
- Razonamiento:
R. E. = objetivo + objetivo
F. I. = intensivo + contrastivo
CONCLUSIONES
Las pautas teóricas y la aplicación del método al corpus nos lleva a poder construir el perfil
razonativo del autor a través de los razonamientos más frecuentes.
1. Objetivo-constativo: 10
2. Subjetivo:
Interpretativo: 6
Apreciativo: 3
Aproximativo: 1
Estimativo: 1
Intensivo: 1
Juicios de valor: 1
Implicativo: 2
Causal: 6
Explicativo
Final: 1
Consecuencial: 2 [182]
Semejanza: 3
Comparativo
Contrastivo: 9
Total del subjetivo: 41
3. No-asertivo:
Hipotético: 1
Restrictivo: 5
1º Interpretativo: 41
Los tres primeros 2º Constativo: 10
3º Restrictivo: 5
Conclusión de esta parte: mayor frecuencia del subjetivo, y dentro de éste, del contrastivo, El
causal, el apreciativo y el comparativo también juegan un papel importante.
Antítesis: 17
Metáforas: 6
Prosopopeyas: 5
Comparaciones: 3
Hipérboles: 2
Paronomasias: 2
3. Si sumamos las clases de razonamientos con las técnicas de discurso, la jerarquía es como
sigue: [183]
Referencias bibliográficas
BENVENISTE, E. (1970). «L'appareil formel de l'énonciation». Langages 17, 12-18.
JAKOBSON, R. (1966). Éssais de linguistique générale. París: Minuit (Vers. esp. E. Bombín y
F. Piñero (eds.). Madrid: Gredos, 1972).
PEIRCE, Ch. S. (1931-1958). Collected Papers of Sanders Peirce, vols. 1-8, C. Hartshorne, P.
Weiss and A. W. Burks (eds.). Cambridge: Harvard University Press.
Córdoba
1. INTRODUCCIÓN
Todo género literario se presenta como un fenómeno histórico que funciona como un modelo
de escritura para los autores y como horizonte de expectativas para los lectores. De la
existencia de los géneros da cuenta además el discurso crítico integrado en las actividades de
postprocesamiento (S. J. Schmidt, 1980) de las prácticas literarias. Desde estos supuestos, el
género literario se define como una categoría pragmática, sustentada en el carácter institucional
de la literatura, que desempeña un papel fundamental en el proceso de la comunicación
literaria, tanto en el plano de la producción como en el de la recepción, y como una categoría
textual pues el género se constituye en y por el texto mediante la aparición de una serie de
marcas o señales (Fowler, 1982: 106) que afectan a los niveles [186] semántico, sintáctico y
pragmático del discurso. (96) En este sentido, las marcas pueden pueden ser entendidas como un
sistema de convenciones que funcionan no como meras señales clasificatorias que indican la
pertenencia de la obra al género, sino como elementos de referencia genérica con los que se
construye la dimensión genérica propia de cada texto particular. Los textos que se incluyen en
la serie textual sirven de pauta genérica para la producción, (97) pero el género no es algo dado,
previo a la obra, sino que se conforma en el propio texto aunque para ello se utilicen
materiales, formas, temas, estilos, ya institucionalizados en el referente genérico (F. Cabo,
1992: 241).
La complejidad del fenómeno genérico requiere que su estudio sea abordado desde -al menos-
una triple perspectiva: histórica, crítica y teórica. Este trabajo se centra casi exclusivamente en
la perspectiva teórica pues trata de proponer una poética del género, elaborada a partir de la
abstracción de una serie de rasgos presentes en un amplio corpus de novelas históricas,
representativo de la evolución del género desde sus primeras muestras en el XIX hasta la
actualidad. No se pretende ofrecer un modelo ideal, un architexto al que las obras tendrían que
ajustarse para ser consideradas como novelas históricas. Al contrario, se quiere respetar el
dinamismo y la labilidad esenciales del fenómeno genérico y para ello se plantea un modelo de
rasgos mínimos y de gran rentabilidad semiótica que permita observar la continuidad de una
tradición genérica viva y fecunda, y a la vez un modelo lo suficientemente flexible y versátil
como para ser usado y manipulado por diferentes autores, adaptado a estéticas literarias muy
diversas, permeable a los cambios ideológicos del horizonte de recepción, y combinado con
otros referentes genéricos (por ejemplo con la novela de aventuras, de misterio, de tesis,
picaresca, policiaca o de aprendizaje). Dejamos, pues, para [187] otra ocasión (98) la
descripción diacrónica del género de la novela histórica.
Antes de pasar a los rasgos textuales, no podemos desdeñar la importancia que para la filiación
genérica de un texto poseen los elementos paratextuales detenidamente estudiados por Gérard
Genette (1982, 1987). En general, los autores de novelas históricas han mostrado una clara
conciencia genérica que les ha llevado a informar explícitamente al lector sobre su proyecto
semántico y pragmático, a matizar su posición respecto de otros textos de la serie y a precisar
el contrato genérico trazando desde las primeras páginas de la novela una estrategia de lectura.
A lo largo de la historia del género se detecta el predominio de títulos muy denotativos (Leo H.
Hoek, 1981: 171) tales como el nombre propio del personaje histórico protagonista, o la
referencia directa ya a la época del pasado en que transcurre la acción, ya al acontecimiento
histórico evocado, que se acompañan a menudo de subtítulos o de títulos secundarios que
precisan los datos cronológicos de la acción narrada.
Destaca también la frecuencia con que los autores se valen de prólogos y epílogos para
justificar el uso que han hecho de los materiales históricos, para declarar sus fuentes y para
defender la autonomía y los derechos de la ficción. Por otra parte, la trayectoria de la novela
histórica ha estado jalonada de debates, y cuestionamientos casi permanentes no sólo por parte
de críticos y lectores, sino incluso por los propios autores. (99) Así pues, nos hallamos ante un
género que ha producido un gran número de textos teóricos que contienen reflexiones
metagenéricas de gran interés para hacer el seguimiento de las posiciones que adoptan autores
y lectores frente a esa tradición textual y para comprobar la interacción de la novela histórica
con otros discursos culturales, fundamentalmente la historiografía y los códigos ideológicos.
[188]
La poética de la novela histórica se sustenta en tres rasgos constitutivos, los dos primeros de
carácter semántico y el tercero pragmático. (100)
El tercer rasgo genérico, índice fundamental para la configuración del lector implícito y para la
propuesta del pacto narrativo propio del género, consiste en la distancia temporal abierta entre
el pasado en que se desarrollan los sucesos narrados y actúan los personajes, y el presente del
lector implícito y de los lectores reales. La novela histórica no se refiere a situaciones o
personajes de la actualidad, sino que lleva a sus lectores hacia el pasado, hacia realidades más
o menos distantes y documentadas históricamente.
Cada uno de estos tres rasgos determina toda una serie de problemas compositivos, de
estrategias narrativas y de opciones estructurales muy varios que, sin pretensión de
exhaustividad, vamos a comentar.
Si la representación del semema asigna a una unidad cultural todas aquellas propiedades que, de forma
concordante, se le atribuyen en una cultura determinada, nada está mejor descrito en todos sus particulares que
la unidad correspondiente a un nombre propio. Eso ocurre ante todo en el caso de los nombres de personajes
históricos: cualquier enciclopedia nos dice todo lo que es esencial saber para identificar la unidad cultural
/Robespierre/, unidad situada en un campo semántico muy preciso y compartido por culturas diferentes (al
menos por lo que se refiere a las denotaciones; pueden variar las connotaciones, como ocurre con /Atila/ que
recibe connotaciones positivas sólo en Hungría).
El nombre del personaje histórico incorporado al mundo ficcional genera unas expectativas en
el lector diferentes a las que pueda generar un personaje imaginario, cuya existencia comienza
en el instante en que es nombrado en el texto por el narrador o por otro personaje. El nombre
propio pulsa resortes de la memoria, activa redes connotativas que integran la competencia
cultural de los lectores y plantea determinadas restricciones al novelista como veremos. Ahora
bien, el personaje sólo funciona como histórico en tanto que es reconocido como tal por los
lectores, es decir, siempre que exista un código común al escritor y a su público. (102) Con el
paso del tiempo, al cambiar los contextos culturales, puede ocurrir que los lectores ya no estén
en condiciones de reconocer a esas entidades como pertenecientes a la Historia y por tanto las
entiendan como ficcionales, dejando sin activar su dimensión histórica.
La utilización en el universo ficcional de entidades históricas destacadas y presentes en la
enciclopedia cultural de los lectores impone ciertas restricciones al novelista, que aumentan
proporcionalmente al grado de protagonismo que les confiera. El desarrollo y el desenlace de
un acontecimiento histórico así como la trayectoria biográfica fundamental del personaje están
trazados de antemano y los lectores esperan verlos confirmados en la novela (cfr. Turner,
1979: 344 y Rubin Suleiman, 1983: 149). El novelista deberá respetar los rasgos esenciales del
personaje o del acontecimiento histórico que hagan posible su identificación por el lector.
Según Roman Ingarden (1931: 207), si buscamos un caso en que los objetos figurados en una
obra literaria puedan ser considerados como «una representación de algo» nos saldrían al paso
las llamadas novelas históricas. En ellas se habla [191] de personajes y acontecimientos que el
lector sabe que efectivamente han existido, y a pesar de la diferencia de principio que separa a
los Julio César, Felipe II o Napoleón reales de los que aparecen en una novela, estos últimos
doivent-selon leur teneur-être suffisamment determinés pour pouvoir tenir le rôle, si l'on peut s'exprimer ainsi,
des vraies personnes, imiter leur caractère, leurs actions, leur situation existentielle et se comporter tout à fait
comme eux.
Ils doivent donc avant tout être des copies des personnes (choses, événements) qui ont existé et agi; mais en
même temps ils doivent réprésenter (repräsentieren) ce qu'ils copient.
Por tanto, el mundo ficcional de la novela histórica queda sometido a una serie de restricciones
de carácter semántico-pragmático desde el momento en que se elabora con entidades públicas
y conocidas en la enciclopedia de los lectores. Ahora bien, la novela histórica, como novela
que es, no está obligada a seguir con exactitud los datos históricos ni a respetar las versiones
oficiales de acontecimientos o de personajes. El género requiere una base histórica
documentada, pero admite diferentes grados de compromiso con ella, desde las novelas que
exhiben sus fuentes de información y se ajustan con rigor a los datos históricos subordinando a
ellos los demás componentes del mundo ficcional (lo que se ha llamado historia novelada),
hasta las que alteran conscientemente su base histórica rompiendo las expectativas del lector en
función de proyectos semántico-ideológicos y de designios estéticos diversos. (103) Entre estos
extremos cabe una extensa gama de combinaciones y posibilidades de juegos ficcionales que
requieren matizar los contratos genéricos en cada caso. (104)
Ahora bien, la ficcionalidad tiene una dimensión semántica pues las novelas crean mundos
ficcionales en los que intervienen personajes y suceden acontecimientos en un tiempo y un
espacio configurados narrativamente. Desde esta perspectiva, la novela histórica ofrece una
diégesis cuya consistencia está basada en la representación de hechos, situaciones o personajes
que ya han sido narrados en otros textos y cuya existencia empírica ha quedado atestiguada en
esos mismos textos, de manera que el lector los reconoce porque forman parte de su
enciclopedia cultural y los remite a un marco referencial extensional.
Por otra parte, no todos los asuntos históricos generan la misma expectativa ni son susceptibles
de provocar polémicas. Todo depende del impacto que todavía ejerza el personaje o el suceso
histórico del pasado en el presente de los lectores. En este sentido, puede decirse que en la
novela que recrea sucesos cercanos al presente se advierte una mayor implicación emocional e
ideológica tanto por parte del autor implícito como por parte de los receptores. (106)
La teoría de Darío Villanueva (1992) sobre el realismo intencional y la lectura realista puede
ser aplicada en parte a nuestro género en la medida en que la lectura de una novela histórica es
un tipo de lectura realista. Actualizar una novela histórica requiere del lector una [194]
confrontación entre el mundo referencial interno construido por el texto -lo que Benjamín
Harshaw (1984) denomina Internal Field of Reference- y sus propios referentes
historiográficos extratextuales -External Field of Reference-. Esta proyección de un mundo en
el otro es inevitable aunque admite variaciones según la preferencia que el lector conceda a
uno u otro campo de referencia.
2.3. Integración de lo histórico en lo ficcional: La modalización.
Las dominantes semántica y pragmática que acabamos de señalar guían la preferencia por
ciertas estrategias narrativas de modalización que faciliten tanto la credibilidad en la voz
narradora cuanto la incorporación de la información histórica en la diégesis ficcional.
Además de narrar la historia, el narrador, sea cual sea la modalización adoptada, debe
incorporar al discurso un considerable volumen de informaciones históricas y culturales que
son necesarias no sólo para que los lectores puedan seguir la acción y comprender las
situaciones y los conflictos, sino para cumplir el contrato genérico enseñar/aprender historia.
La novela histórica negocia con la enciclopedia de los lectores, con lo que éstos (se supone
que) saben sobre el tema y lo que (se supone que) ignoran y desearían saber. Y por eso
despliega un saber sobre el pasado histórico que se manifiesta en forma de digresiones
narratoriales, comentarios y pausas descriptivas. Tanto si se trata de un narrador omnisciente
heterodiegético como de un narrador homodiegético, aparece dotado de una competencia [196]
histórica y cultural superior a la del lector, y de ahí la dimensión didáctica que posee el género.
(108)
El carácter de reescritura que asume la novela histórica desde sus orígenes se ha textualizado
de formas diversas a lo largo de la evolución del género. Ya hemos señalado la conciencia
genérica de los novelistas históricos puesta de manifiesto en los prólogos, epílogos, notas,
advertencias al lector, etc. Pero más importante aún es la función de la metanarración en la
configuración de las novelas. Desde el principio, el predominio de las narraciones fenoménicas
dio lugar a que el narrador autorial introdujera en su discurso comentarios metanarrativos sobre
el manuscrito del que estaba copiando la historia (al modo en que ya lo hacía Cervantes con
respecto al manuscrito de Cide Hamete). Tales comentarios sirven para cuestionar la veracidad
o la credibilidad del primer autor, para contrastar esa versión con otras, etc. Esta presencia de
lo metanarrativo se ha ido acentuando en la evolución del género hasta llegar a constituirse en
un rasgo dominante de la narrativa histórica contemporánea tal como lo destaca Linda
Hutcheon (1988: 105-123), quien incluye esta clase de textos bajo el marbete de metaficción
historiográfica.
La novela histórica desemboca así en una reescritura lúcida que cuestiona la Historia como
relato que pretende hacerse pasar por la verdad de los hechos, por una copia transparente de lo
real, sin querer saberse narración y en cierta medida también ficción.
4. EL ANACRONISMO
La separación temporal entre el pasado diegético y el presente del mundo del autor y del lector
(112)
pone en funcionamiento el recurso lingüístico y narrativo del anacronismo. Siempre que se
evoca el pasado se proyectan en él juicios, valoraciones, interpretaciones propias del momento
presente. El anacronismo de la novela histórica consiste en que el pasado se reescribe y se
revisita con mirada de hoy, de modo que la imagen que se posee en la actualidad sobre el
pasado es la que determina su configuración artística. Veamos muy brevemente la función de
los tipos de anacronismo:
La actualidad del habla de los personajes y/o del narrador en una novela histórica que evoca
una época del pasado es un anacronismo necesario que entra en el pacto genérico de la novela
histórica y, en general, de toda literatura cuya acción se desarrolla en el pasado. Frente a este
anacronismo necesario, que apenas es captado como anacronismo por el lector, aparecen dos
posibilidades de anacronismo voluntario y estilístico: la arcaización del lenguaje y su
modernización, (113) ambas utilizadas por la novela histórica. La arcaización del habla de los
personajes y/o del narrador produce inevitablemente un efecto de pastiche que acentúa la
hipertextualidad de la novela histórica, el juego intelectual y artístico con el pasado y rebaja la
historicidad del texto al aumentar su grado de estilización. (114) [200]
Referencias bibliográficas
ALONSO, A. (1942). Ensayo sobre la novela histórica. El modernismo en «La gloria de Don
Ramiro». Madrid: Gredos, 1984.
FOWLER, A. (1982). Kinds of Literature. An Introduction to the Theory of Genres and Modes.
Oxford University Press.
- (1984). Temps et récit, II. La configuration du temps dans le récit de fiction. París: Seuil.
- (1992). Teorías del realismo literario. Madrid: Instituto de España Espasa-Calpe. [203]
Como todo ejercicio de discurso, el relato literario está sostenido por una voz, un sujeto de la
enunciación, cuya perspectiva configura la historia y, a la vez, modela una instancia
equivalente en posición de oyente de su voz a la cual el sujeto dirige la narración.
Comencemos por el proceso real de enunciación, aquél que pone en escena a autor y lector.
¿Cuál es, entonces, la relación del autor con la obra y con el lector? Evidentemente el autor es
responsable del conjunto de la obra, y cada elección, temática y formal, cada decisión, sobre el
destino de los personajes, sobre el curso de los acontecimientos, sobre la disposición gráfica de
lo escrito, cada innovación o aceptación de las convenciones literarias, incluso cada giro
expresivo, cada palabra, son atribuibles, en tanto manifestaciones de la escritura literaria, al
autor. El autor, diríamos, no se expresa en la obra en tanto subjetividad, sino que se manifiesta
en tanto escritor.
Aquello que hace de una individualidad polifacética algo específico como es ser, entre otras
cosas, un autor, sólo puede ser la obra que se le atribuye, y lo que es pertinente asociar a un
nombre propio de [205] autor se sustenta en el conjunto de rasgos de su escritura (Foucault,
1984).
En este sentido, la noción de autor no designa algo que va del interior del discurso al exterior
de quien lo produce, pero tampoco se consuma en el interior de una obra. El autor es al mismo
tiempo una exterioridad y una interioridad, se sitúa en la intersección entre hombre y obra,
constituyéndose, autor y obra, de manera recíproca. Concebimos al autor, entonces, como una
función, como una articulación entre dos términos (hombre-obra) que posibilita la emergencia
de un tercero (autor).
La obra, sabemos, constituye un universo dotado de autonomía, un mundo con sus leyes
propias, del cual quedan excluidos autor y lector, quienes no pueden interferir en el curso de
los sucesos que configuran la obra. Esto no quiere decir, sin embargo, que la obra no presente
manifestaciones de uno y otro. ¿De qué manera puede manifestarse el autor en la obra?
¿Cuáles son las posibilidades de hacer aparecer su figura en el universo creado?
Las manifestaciones del autor en la obra pueden ser de diversa naturaleza, ya sea que se trate
de una manifestación explícita, implícita o ficcionalizada.
Entendemos por manifestación explícita toda intervención mediante la cual el autor habla en su
propio nombre, en tanto creador de un universo de ficción que reflexiona acerca del mismo.
Diremos que son manifestaciones explícitas las dedicatorias, los prólogos, las notas al texto,
los comentarios insertos en la obra que aluden a ésta como mundo ficcional, con un estatuto de
existencia diferente a aquél en que vive su creador y que se refieren a los personajes como
entes de ficción no como entidades reales.
Así por ejemplo, al abrir las páginas de la vigésima edición de El mundo es ancho y ajeno
(Alegría, 1968 [1961]), encontramos un prólogo en el cual se vierten frases tales como:
La intención de llevar el indio a la novela, pese a las obras que ya tenía publicadas, me hacía confrontar dos
problemas difíciles. El primero: mostrar el espíritu indígena, lo que implicaba un tratamiento novelístico de
personajes. El segundo, según el tema que me había propuesto: presentar a un pueblo entero sin que se
debilitaran los personajes.
Es claro que estas frases, en tanto enunciados metatextuales referidos al proceso de creación de
la novela, no pueden sino ser proferidas [206] por el propio autor, quien hace explícitas sus
intenciones y preocupaciones a la hora de bosquejar un relato literario. El autor, en este tipo de
textos, habla de su propio quehacer, reflexiona sobre su práctica.
La segunda forma de manifestación del autor en la obra es la que hemos llamado manifestación
implícita, adaptando el concepto de «autor implícito» de Booth (1983: 70 y ss.). Entendemos
por manifestación implícita el conjunto de rasgos de la escritura, presentes en la configuración
general de todos los textos: las elecciones estilísticas, (117) el destino de los personajes, la
disposición gráfica (las marcas de finalización y comienzo de capítulos, encabezados,
numeración de partes, títulos, puntuación), las convenciones del género, en fin, todo aquello
que dé cuenta de las estrategias de composición de la obra constituyen el autor implícito.
Este conjunto de rasgos de autor interiorizados en la obra, esta versión de sí que el autor
ofrece, varía de una a otra obra dependiendo del propósito y necesidades específicas de cada
obra. Booth se refiere a las diversas versiones del autor implícito como las «diferentes
combinaciones ideales de normas» (1983: 71).
Una tercera forma de representación del autor es la que hemos denominado manifestación
ficcionalizada. El autor puede introducirse en el universo por él creado a condición de asumir
el mismo estatuto de existencia que los demás entes que pueblan ese universo. Así, el autor
puede ficcionalizarse como narrador, como personaje o como narratario. Al asumir alguno de
estos papeles podrá realizar las acciones propias de cada entidad ficcional: narrar (si se
representa como narrador), dialogar con los demás personajes y efectuar otras acciones propias
de su papel en tanto personaje-autor (si se ficcionaliza como personaje), o escuchar la historia
que un narrador le cuenta (si se presenta como narratario).
Estas apariciones del nombre propio del autor atribuido a un narrador, a un personaje o a un
narratario, no pueden confundirse ni con la figura del autor explícito ni con la del autor
implícito. La ficcionalización del autor tiene la función de borrar las fronteras entre
enunciación real o literaria, en la cual están implicados autor y lector, y enunciación ficticia,
cuyos protagonistas son narrador y narratario. Como otros procesos de ficcionalización de
entidades reales (piénsese en la mención de ciudades reales o de personas históricas en el
interior de [207] un relato literario), el nombre propio del autor no tiene simplemente una
función designativa sino que articula aquellos significados emanados del conocimiento previo
que el lector posee del autor a través de otras obras. (118)
Así, por ejemplo, sucede frecuentemente en los textos de Borges, en los cuales Borges es
receptor de una historia que él se limita a transcribir. Al final de «La forma de la espada»
(Borges, 1989 [1944]), Vincent Moon, narrador de su propia historia, dice: «Borges: a usted
que es un desconocido, le he hecho esta confesión. No me duele tanto su menosprecio.» Este
Borges a quien Moon le cuenta la historia no puede ser confundido con el propio Borges, quien
en tanto entidad perteneciente a un universo real no puede entablar un diálogo con sus
personajes, los cuales pertenecen a otro universo, el de la ficción. Pero tampoco puede ser
confundido con el autor implícito pues se le atribuyen frases y acciones que escapan a su
competencia, tales como el encuentro con Moon, la conversación de sobremesa entablada con
el Inglés de La Colorada, las preguntas formuladas. Aquí, el autor (o, mejor dicho su nombre)
aparece ficcionalizado en la figura de un narratario, y en tanto tal es comprensible que dialogue
con Moon y efectúe las acciones propias de un ente de ficción.
Estas tres posibles manifestaciones del autor en la obra, explícita, implícita y ficcionalizada, se
diferencian también por otros rasgos.
En cambio, en la forma de representación implícita, el autor no habla sino que escribe: son los
rasgos de la escritura los que acusan la presencia de una inteligencia narrativa que dispone las
partes de una obra, realiza elecciones estilísticas, selecciona estrategias narrativas, compone la
obra entera.
Por otra parte, pueden darse casos híbridos, esto es, que la figura del autor se manifieste
mediante dos formas a la vez. Es lo que sucede, por ejemplo, en El Periquillo Sarmiento
(Fernández de Lizardi, 1972 [1832]), al comienzo del segundo tomo, el cual se inicia con un
«Prólogo en traje de cuento». El título que encabeza estas paginas ya enuncia la hibridez del
texto: se trata de un prólogo (por lo tanto, está sostenido por la voz del autor explícito), pero
revestido de una forma literaria, el cuento (por lo tanto, la voz del autor se ficcionalizará
mediante voces de personajes).
Ha de estar Usted para saber, señor lector, y saber para contar, que estando yo la otra noche solo en casa, con la
pluma en la mano anotando los cuadernos de esta obrilla, entró un amigo mío de los pocos que merecen este
nombre, llamado Conocimiento...
El diálogo que a partir de aquí se desarrolla pone tanto en boca del autor como del
Conocimiento, afirmaciones sobre los lectores, los problemas de edición, el estilo, las críticas
de la obra, que manifiestan la actitud del autor explícito hacia su propia obra. Son una especie
de enunciados metatextuales (en tanto se trata de un tipo de texto como es un prólogo referido
a otro tipo de texto, la novela), reflexiones del autor acerca de su propio quehacer, presentadas,
como aclara el título, «en traje de cuento». Como si fuera consciente el autor de que la
presentación de sus propias preocupaciones, sin ningún ropaje literario, quiebran [209]
demasiado la continuidad del universo de ficción y entonces necesita disfrazar su voz de autor
con la máscara de la voz de los dos personajes del prólogo, el autor y el Conocimiento,
desdoblamiento de una misma figura: el autor explícito. Éste, al asumir características de
personaje, adopta el carácter híbrido de ser un autor explícito ficcionalizado.
Estas tres modalidades de manifestación del autor, explícita, implícita y ficcionalizada, nos
permiten concebir, de manera análoga, la figura del lector.
Sin embargo, es necesario señalar que estas dos figuras no son simétricas. El autor siempre
tendrá una posición en cierto modo privilegiada frente al lector, en el sentido que es él quien
puede realizar operaciones de manipulación sobre el lector, y no a la inversa. El lector ocupará
un lugar previsto por otro de antemano en el texto, y el rol que cumpla será aquél que le sea
asignado. El autor, diríamos, adopta el lugar de sujeto, y en tanto tal, su posición, en términos
de Benveniste (1978 [1971]), es trascendente con respecto al otro. En este sentido general, el
lector siempre será un lector implícito, puesto que cualquiera sea la forma de manifestación
que adopte el autor (explícita, implícita o ficcionalizada) siempre convocará al lector en tanto
destinatario del texto literario por él creado.
Ahora bien, teniendo en cuenta que, en un sentido profundo, la presencia del lector es siempre
implícita, podemos, sin embargo, considerar que hay diferentes modos de apelación, por parte
del autor, de esa presencia.
Si el autor hace explícita su presencia en el texto (sea en la dedicatoria, el prólogo, las notas o
los comentarios) las apelaciones al lector instaurarán una figura también explícita, y así como
el autor, en estas intervenciones, habla en su propio nombre y se refiere a la historia como un
universo de ficción, así también el lector es nombrado para explicitar el rol que se pretende que
asuma en la lectura del texto.
Diferente es la presencia del lector supuesta por el autor implícito. El autor implícito postula
un lector implícito, sin aludir explícitamente a él, en tanto modela un destinatario de sus
estrategias de enunciación y composición.
Si el autor implícito ofrece una versión de sí y, con ella, una perspectiva desde la cual observa
el mundo narrado, instaura un punto de mira que no sólo es el suyo sino también el del lector
previsto por el texto (Iser, 1978). [210]
El lector implícito es, decíamos, el destinatario de las estrategias enunciativas del autor
implícito, una competencia supuesta para descifrar los significados posibles del texto, un
cómplice del autor implícito en la exhibición de discursos y perspectivas ajenas.
Y de manera análoga, así como el autor puede ficcionalizarse en el texto como narrador,
personaje o narratario, así también el lector puede adquirir un carácter ficcional y asumir frente
a un autor-narrador el papel de un lector-narratario, o bien, frente a un autor-personaje el papel
de un lector-personaje.
En la novela de Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío (1991 [1959]), el autor aparece
ficcionalizado como narrador y asume las funciones de éste último, situándose a la vez como
autor del libro y como narrador testigo de la historia que narra. En su carácter de autor-
narrador instala frente a sí a un lector-narratario, al cual dirige tanto el texto literario creado
como la historia que narra. Veamos algunos pasajes:
De las fatigas, viajes y trabajos de tan apreciables publicistas, nos aprovechamos para dar a concer a los
lectores el rancho de Santa María de la Ladrillera y la familia que lo habitaba; porque es muy posible que
tengamos que volver, después de algunos años, a esta propiedad, que acontecimientos imprevistos hicieron
hasta cierto punto célebre (p. 2).
Mientras duermen, se levantan, se desayunan y don Espiridión va a la villa a buscar al canónigo, daremos a
conocer al lector a las brujas, con las cuales, antes que don Espiridión, teníamos las mejores y más cordiales
relaciones (p. 10).
A las nueve de la mañana todo el mundo podía verla, dos o tres días por semana -y muchos de los que lean este
libro la recordarán-, sentada junto al poste [...] (p. 14).
Como vamos presentando sucesivamente al lector familias enteras de personajes que sabe Dios (pues nosotros
mismos no lo sabemos) el paradero que tendrán, fuerza es que digamos dos palabras acerca de Gertrudis (p.
70).
Estas apelaciones al lector son proferidas por un autor-narrador que tanto alude a su narración
como universo de ficción («daremos a conocer al lector», «familias enteras de personajes»)
que como historia de la cual ha sido testigo tanto él mismo como posiblemente el lector («las
brujas, [...] con las cuales teníamos las mejores y más cordiales relaciones», «y muchos de los
que lean este libro la recordarán»). Al lector aquí aludido se le atribuye no sólo el papel de
destinatario de la novela sino también de oyente de una historia de la cual pudo haber sido
testigo.
El lector, entonces, si bien se define como una presencia implícita, puede ser objeto de
apelaciones explícitas, implícitas o ficcionalizadas.
La enunciación narrativa o el acto de narrar por el cual el narrador asume la posición de sujeto
de la enunciación para dirigirse a otro, al narratario, determina la configuración del universo
ficticio. Esta representación de la situación narrativa pone en escena a dos figuras: narrador y
narratario.
Ambas figuras actualizan la relación polarizada de las personas gramaticales: la relación yo-tú,
expresión lingüística de la subjetividad (Benveniste, 1978 [1971]). Para el narrador, como para
todo hablante, sólo es posible hablar en primera persona: el ejercicio discursivo instala al
hablante en el lugar del sujeto de la enunciacion y, como tal, es el que sostiene, mediante un Yo
digo que..., todo discurso. El narrador, en tanto figura del sujeto de la enunciación, se
reconoce, entonces, por ser quien asume el yo subyacente a todo enunciado, así como el
narratario se reconoce por ser quien asume el tú al cual se dirige implícitamente todo
enunciado. En el nivel de la narración o enunciación ficcional sólo dos personas gramaticales
entran en juego: yo, narrador, y tú, narratario. El nivel de la historia está ocupado por la tercera
persona gramatical (él), la no-persona, el objeto del discurso. En el nivel del relato, en tanto
discurso narrativo, virtualmente todas las personas gramaticales pueden aparecer; con todo, el
relato canónico, por estar centrado en los acontecimientos, en la historia, ha privilegiado la
tercera persona, de ahí que la aparición de la primera y de la segunda persona en el relato sean
percibidas como variantes de la tercera personal. (119) [212]
Para reconocer las diferencias entre estos tres modos de presencia nos basamos en dos rasgos
que a nuestro juicio caracterizan la figura del narrador: la destinación (o función narrativa de
dirigir a otro su discurso) y la verbalización (o voz). De estos dos rasgos, el primero es
inalienable, permanece fijo asegurando la estructura narrativa de un texto; el segundo, en
cambio, puede desplazarse, y entonces, la verbalización puede correr por cuenta del personaje.
Así, la presencia explícita del narrador se catacterizaría por dos rasgos: el primero, inherente a
su estatuto de narrador, es el desempeño de su función de destinar a otro su discurso, y el
segundo, la realización de tal función mediante una voz plena, identificable, distinta de las
voces de los personajes. Por lo general, los relatos en tercera persona en los cuales el
pronombre refiere de manera transparente a un tercero distinto de narrador y narratario,
permiten distinguir claramente entre el discurso del narrador y el discurso de los personajes.
Los segmentos pertenecientes a la voz del narrador manifiestan su estilo, su perspectiva, el
grado de información. En la novela Los de abajo, de Mariano Azuela (1969 [1960]), por
ejemplo, podemos observar claramente la distinción de voces: [213]
- Señá Remigia, emprésteme unos blanquillos, mi gallina amaneció echada. Allí tengo unos siñores que queren
almorzar.
Por el cambio de la viva luz del sol a la penumbra del jacalucho, más turbia todavía por la densa humareda que
se alzaba del fogón, los ojos de la vecina se ensancharon. Pero al cabo de breves segundos comenzó a percibir
distintamente el contorno de los objetos y la camilla del herido en un rincón, tocando por su cabecera el
cobertizo tiznado y brilloso (p. 30).
El estilo cuidado del narrador contrasta con las formas coloquiales del habla del personaje.
Ambas voces se diferencian también por las marcas gráficas que separan los discursos: la voz
del personaje, presentada en estilo directo, es introducida por el guión de diálogo, la voz del
narrador, separada por un blanco de la del personaje, muestra su distancia y su independencia
del discurso de este último. Cada vez que el narrador cede la voz al personaje hay marcas
gráficas que señalan este tránsito. Los relatos que realizan el modelo canónico presentan una
distinción clara entre las voces pues el narrador se muestra de manera explícita en su función
de narrar.
La presencia implícita del narrador se caracteriza, por una parte, por desempeñar la función de
destinar a otro su discurso, y por otra, por tener una voz ambivalente que tanto puede
mezclarse con la del personaje como representar la supuesta voz del narratario. Una de las
formas de narrador implícito es el llamado discurso indirecto libre, en el cual se funden las
voces de narrador y personaje de tal suerte que no se puede señalar puntualmente dónde
termina una y comienza la otra. El discurso del narrador se contagia de las formas expresivas
del personaje, asume su perspectiva temporal y espacial (el aquí y el ahora del personaje) pero
mantiene la tercera persona gramatical como marca de su distancia. Así, en Conversación en
La Catedral, de Vargas Llosa (1983 [1969]), frecuentemente la voz del narrador se funde con
la de algún personaje, como en el pasaje siguiente:
Gracias a las ocurrencias de Ludovico la espera se les hacía menos aburrida, don. Que su boquita, que sus
labios, que las estrellitas de sus dientes, que olía a rosas, que un cuerpo para sacudir a los muertos en sus
tumbas: parecía templado de la señora, don. Pero si alguna vez estaba en su delante ni a mirarla se atrevía, por
miedo a don Cayo. ¿Y a él le pasaba lo mismo? No, Ambrosio escuchaba las cosas de Ludovico y se reía,
nomás, él no decía nada de la señora, tampoco le parecía cosa del otro mundo, él sólo pensaba en que fuera de
día para irse a dormir (p. 349).
Los rasgos que tipifican el discurso del personaje, como el empleo del vocativo («don»), las
expresiones idiomáticas de la [214] región («templado», «en su delante»), las interrogaciones,
el adverbio de negación como respuesta, se entremezclan con los rasgos propios del discurso
del narrador: los personajes son nombrados con el pronombre de tercera persona o con su
nombre propio, lo cual acusa la presencia de una voz ajena que relata las palabras del
personaje. En estos casos, decimos que hay un narrador implícito con una voz ambivalente,
puesto que tanto remite al propio narrador como al personaje.
En los relatos en segunda persona, hay también un narrador implícito pues su voz ambivalente
remite, por un lado, al personaje en tanto actor de los acontecimientos, y por otro lado, esa voz
proviene del narrador (en tanto el pronombre de segunda persona lo implica) y remite al
narratario (representado por antonomasia mediante la segunda persona gramatical). La voz
narrativa se halla desplazada al nivel de la historia. Así el narrador de Aura, de Carlos Fuentes
(1984 [1962]), se expresa de la siguiente manera:
Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido
a ti, a nadie más. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de té que has estado bebiendo
en este cafetín sucio y barato (p. 11).
La segunda persona, presente en las desinencias verbales y en el pronombre personal, por una
parte, designa al personaje, en tanto actor de los hechos que se narran, y por otra, representa
implícitamente la situación comunicativa, señalando al narrador y al narratario. Designa al
personaje (como instancia del nivel de la historia) pues los enunciados, al poseer carácter
asertivo, configuran el universo de ficción; y desplaza la situación comunicativa (del nivel de
la narración al nivel de la historia) pues hay marcas de ambos participantes (saber,
valoraciones y perspectiva del narrador, saber supuesto del narratario). Sin embargo, no
podemos dejar de percibir la ambigüedad que provoca una narración en segunda persona,
siendo ésta la persona gramatical del interlocutor por antonomasia. La voz narrativa, que
proviene de la conciencia del personaje, sigue todos los movimientos de ésta y relata tanto sus
percepciones y meditaciones como las acciones que el personaje lleva a cabo. Si la voz del yo
de la narración se desplaza a ese yo que supone el uso del tú y que es, digamos así, una parte
de la conciencia del personaje, el tú de la narración se desplaza y constituye la contrapartida
del yo en ese desdoblamiento que implica todo diálogo consigo mismo. Se trata de la
representación de un diálogo interior en la conciencia desdoblada de un personaje. [215]
La presencia virtual del narrador se caracteriza por desempeñar su función de destinar a otro su
discurso careciendo de una voz que lo manifieste. Se trata de un narrador cuyo silencio es
elocuente. El narrador calla para que los personajes se expresen, pero su función narrativa
permanece y se evidencia en el recorte de los discursos de los personajes, la perspectiva
adoptada en la selección de los parlamentos, el saber limitado del narrador frente al de los
personajes. El narrador no habla sino que muestra. Es el caso de aquellos relatos en los cuales,
a la manera de la representación dramática, asistimos a los diálogos de los personajes sin
mediación aparente del narrador. Una novela como El beso de la mujer araña, de Manuel Puig
(1976), es un claro ejemplo de este tipo de presencia del narrador.
También hallamos un narrador virtual en los relatos en primera persona, en los cuales el
personaje realiza algún acto discursivo que suplanta la voz del narrador. Por ejemplo, El
Periquillo Sarmiento (Fernández de Lizardi, 1972 [1832]), presenta a un personaje que escribe
unos cuadernos destinados a moldear la conducta de sus hijos; en este caso, decimos que el
personaje escribe y el narrador virtual muestra, sin hablar, a un personaje en el ejercicio de la
escritura. (Excepto al final del relato, cuando el personaje ya no escribe sino que habla para
hacer entrega de los cuadernos: de todos modos, el narrador sigue siendo de carácter virtual,
pues es el personaje el que cita sus propias palabras: «... le dije: Toma estos cuadernos...»).
Aquí el yo de la enunciación, el narrador, destina como relato la historia del Periquillo que él
mismo escribe a sus hijos, a un narratario, el tú de la enunciación, que recibe esta historia
como verídica y a la cual accede de manera furtiva por no estar dedicada a su conocimiento.
La novela epistolar o aquella que asume la forma del diario íntimo de las memorias, sin
intervención verbal del narrador, serían otros [216] tantos ejemplos de narrador virtual con un
acto de enunciación compuesto.
3. A MODO DE CONCLUSIÓN
Referencias bibliográficas
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1. Barcelona: Emecé.
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Bibliografía teórica
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Stockholm: Almquist and Wiksell.
SEARLE, J. (l 975). «The Logical Status of Fictional Discourse». New Literary History 2.
1. Entre las muchas cuestiones que acucian a la teoría literaria de nuestro tiempo se encuentran
sin duda las que se refieren a la interpretación de los textos literarios. A este interés responden
las (relativamente) abundantes tentativas de definición de la naturaleza, objetivos y
procedimiento de la hermenéutica literaria (con mucha frecuencia camufladas tras marbetes
más modestas como los de la teoría de la lectura, el acto de leer, la recepción literaria, etc.). En
efecto lectura e interpretación constituyen las dos caras de un único fenómeno a través de cuyo
estudio trata de responderse a la cuestión de cómo se lleva a cabo la comprensión de los textos
literarios o, en otros términos, cómo se aprehende el sentido.
Otra razón más es que la competencia literaria no es una realidad innata sino adquirida (al
menos en el plano productivo). Dicha competencia supone tener a disposición un elevado
volumen de información -de la que el lector no siempre es plenamente consciente, si está
familiarizado con el universo de la literatura- respecto del funcionamiento de los textos, del
papel de los géneros en su constitución, etc., y en suma, respecto de la naturaleza convencional
de este mundo (cfr. Aguiar e Silva, 1977).
La concepción del discurso literario, por otra parte, como un decir indirecto, sea en su
modalidad directiva o declarativa, plantea otra dificultad no pequeña: que los mundos
proyectados en el texto son mundos imaginarios, ficticios, que no siempre se pliegan a las
exigencias de lo verosímil (Genette, 1991; Dolezel, 1988). Así, pues, el sentido de un texto es
una realidad evanescente o ambigua por su polivalencia o indeterminación, y, por consiguiente,
reclama del lector la máxima colaboración (Ingarden, 1931; Eco, 1979).
El proceso de lectura está lleno de escollos y la tentativas del lector por adueñarse del sentido
(de un texto) pueden convertirse fácilmente en una árida travesía que sólo un lector modelo (o
modélico por su cooperación) podrá superar. La necesidad de la interpretación va, pues, aneja a
la propia naturaleza de la literatura, a las peculiaridades de la comunicación literaria y, en
definitiva, al ámbito de la cultura.
Ahora bien ¿cómo se lleva a cabo el proceso interpretativo? ¿Cuáles son sus pasos y qué
saberes actualiza? Respuestas a estas preguntas no escasean a lo largo de la historia,
especialmente en el ámbito filosófico y, sobre todo, entre los estudiosos de las Sagradas
Escrituras. Propuestas más recientes -y de gran trascendencia- cuentan como patrocinadores a
Husserl, Heidegger, Dilthey, Gadamer, Hirsch Jr., U. Eco o P. Ricoeur, entre otros
(Domínguez Caparros, 1993; Gadamer, 1951; Ricoeur, 1965 y 1969). En las páginas que
siguen será objeto de análisis la propuesta de P. Ricoeur, no sólo por la solidez de su
planteamiento, sino por la [221] diversidad de tendencias que la integran y el carácter
armonizador que preside la actividad de este estudioso.
2. Es importante reseñar desde los comienzos que todo el discurrir de P. Ricoeur sobre el
fenómeno literario y sus posibilidades de interpretación se apoya en una rigurosa
argumentación de carácter ontológico -epistemológico a la que, por supuesto, no es ajena su
trayectoria filosófica y su constante preocupación por la interpretación de los textos
(escriturísticos preponderantemente, además de los literarios).
2.1. La Hermenéutica ricoeuriana cuenta -como toda disciplina que reclame para sí el atributo
de científica- con dos componentes explícitos: un objeto y un método de análisis (de su
exposición o desarrollo podrá deducirse el concepto de literatura subyacente).
El objeto de estudio no es otro que el sentido del texto y, más específicamente, lo que el autor
denomina mundo del texto. La investigación sobre el objeto se apoyará en una teoría o
concepción del texto con el fin de comprobar cuál es su capacidad y procedimientos de
mediación. Para el método -el «círculo hermenéutico»- Ricoeur vuelve los ojos a las
propuestas de Schleiermacher y Dilthey, aunque introduciendo importantes matices respecto de
sus momentos o componentes: explicación y comprensión. Ricoeur cambia el signo de la
contradicción, asignado por Dilthey, por el de la complementariedad. Explicación y
comprensión constituyen las dos operaciones básicas de lo que el autor denomina «arco
hermenéutico». [222]
Por otra parte, explicación y comprensión se correlacionan directamente con dos de las
dimensiones definitorias del texto literario (y, específicamente, narrativo): inmanencia y
trascendencia. La explicación apunta a la estructura textual y busca poner al descubierto los
mecanismos que regulan su constitución interna y su funcionamiento. La explicación -en
cuanto momento de raciocinio, descripción y clasificación de los constituyentes del texto-
corresponde exactamente a lo que pretenden los análisis estructuralistas. Ricoeur no sólo no
desecha este momento sino que considera que una buena explicación del texto prepara el
camino para una adecuada comprensión del mismo. A esta convicción responde el aforismo de
que explicar más es comprender mejor) (cf. Ricoeur, 1986: 208, 221, 137-159, 1983-85: II,
54).
Ahora bien, la explicación se justifica en última instancia como paso previo a la comprensión
(que constituye el objetivo último y la actividad envolvente). Siguiendo a Gadamer (1951: 232,
457), Ricoeur reconoce que comprender es ante todo comprenderse delante del texto (y como
reacción / respuesta a los estímulos / preguntas que el texto formula al lector). Mientras que la
explicación, en cuanto momento preocupado por lo estático del texto, tiene que ver con su
dimensión interna, la comprensión exige ineludiblemente el rebasamiento de sus límites. En
efecto, comprender un texto es, según el autor, «tomar el camino del pensamiento abierto por
el texto, meterse en el camino hacia el horizonte del texto». El camino al que alude Ricoeur
abre el texto hacia el referente y, en definitiva, plantea, como veremos muy pronto, la
necesidad de que el texto se trascienda a sí mismo para que tenga realmente sentido (Ricoeur,
1983-85: I, 151 ss.).
2.2. Fiel a su orientación filosófica, Ricoeur aborda la teoría del texto desde una perspectiva
epistemológico-ontológica. La naturaleza del texto se justifica a partir de su carácter mediador
entre lo que lo precede y lo que le sigue, al antes y el después. Así pues, el texto o mímesis II
representa el momento de la realidad configurada en el [223] texto puente a mímesis I o
realidad prefigurada y mímesis III o realidad prefigurada a través del acto de lectura. Ahora
bien, antes de entrar al examen de las tres mímesis vale la pena detenerse en otros aspectos y
dimensiones del texto (Ricoeur, 1983-85; cfr. III).
En primer lugar, sus rasgos. Según Ricoeur, son cuatro los aspectos característicos del texto: la
fijación del significado, autonomía respecto de la intención del autor, referencia y
universalidad de los destinatarios. Ricoeur enraíza su propuesta sobre el texto en la teoría del
discurso de E. Benveniste y también toma de él la distinción entre semiótica -la disciplina
encargada de examinar el plano intratextual, los signos- y, semántica que, a través del
significado, lleva a cabo la mediación entre el hombre y el mundo.Se trata de dimensiones
complementarias e irrenunciables en todo análisis mínimamente comprehensivo del texto
(requisito al que no responden los planteamientos estructuralistas, los cuales centran
exclusivamente su atención sobre el plano semiótico).
El primer argumento en favor de la apertura del texto se basa en el supuesto de que el lenguaje
no es una realidad autotélica y tiene el mundo como correlato ineludible, como su otro. El
discurso no puede dejar de referirse al mundo so pena de negar su esencia más íntima y a verse
reducido a puro significante (Ricoeur, 1983-85: 153). (121) Ricoeur reconoce con todo -
siguiendo a Frege- que en el texto literario se produce una suspensión de la referencia de
primer grado (y lo mismo cabe opinar respecto del sentido), pero como contrapartida se
potencia la referencia de segundo grado (la que surge a la luz de los códigos y convenciones
culturales y literarios) (cfr. Ricoeur, 1975 [1980]: 293 ss. 1983-85; I, 156 ss.).
La trascendencia del texto es defendida también desde otras perspectivas. La primera alude a
su dimensión retórica, esto es, a su gran capacidad para influir sobre el receptor -y, a través de
él, sobre la realidad que lo rodea- por medio de la crítica o denuncia, la defensa de una
determinada ideología, etc. En cualquier caso, resulta incuestionable el papel de la literatura en
el ensanchamiento de las experiencias del ser humano y, en especial, en la renovación
constante de nuestra percepción de la realidad, como señalan, desde postulados muy diferentes,
V. Sklovski (1917) y, sobre todo, J. Mukarovski (1977: 100-102).
Un argumento más -y, posiblemente, uno de los más definitivos se fundamenta en las ideas de
P. Benveniste a propósito de la vinculación entre subjetividad y lenguaje y, por supuesto, en su
teoría de la enunciación. Según el autor, a través de los deícticos personales y afines el
discurso no sólo conecta con un determinado contexto comunicativo sino que, principalmente,
se enraíza en la subjetividad del hablante. En este punto es la categoría genettiana de voz la
que permite a Ricoeur establecer la conexión entre enunciación y enunciado, entre la instancia
enunciativa del narrador -perceptor (en el caso del relato) y la subjetividad individual o
conciencia y, en suma, entre arte y vida (como se verá posteriormente, el tiempo-duración
funciona como garante de este contacto entre texto y mundo) (Cfr. Benveniste, 1966: I, 179-
187 y 1974: II, 70-81; Ricoeur, 1983-85: II, 168 ss.).
2.2.1. Todos los argumentos reseñados resaltan el carácter mediador del texto y rechazan, por
consiguiente, cualquier tentación de consideración inmanentista del mismo. Esta convicción se
verá definitivamente corroborada por la teoría de las tres mímesis y ciertos conceptos a ella
vinculados como son los de mundo del texto y tiempo ficticio.
En la exposición de sus ideas sobre la noción de mediación del texto Ricoeur reinterpreta los
viejos y revitalizados conceptos aristotélicos [225] de póiesis, mímesis y mythos. La mediación
es, en primer término, entre el antes y el después, la realidad que precede al texto y la
refigurada a través del acto de lectura. Dado que el texto proyecta un mundo ante los ojos del
lector, la afirmación de su naturaleza mediadora insiste en que dicho mundo -aunque se
constituye gracias al texto- forma parte de un proceso que mira en dos direcciones: el lugar de
donde extrae su inteligibilidad básica (mímesis I) y hacia los destinatarios que, a través de la
lectura, se apropiarán del mundo del texto (mímesis II).
En un sentido más preciso la mediación tiene que ver con la correlación entre los tres
conceptos anteriormente mencionados o, en otros términos, con la construcción de la trama. Se
trata de un activísimo proceso en el que el hacer literario se interpreta como representación de
una acción, esto es, como su configuración en el marco de la trama. La noción de construcción
implica que durante el proceso creador se lleva a cabo una intensa manipulación de los
materiales y, en definitiva, la constitución del mundo del texto (que, como se vio, se inscribe
en el ámbito, no lo de real-objetivo sino de lo posible).
Ahora bien, esta operación de configuración desempeña una labor de mediación en tres
dimensiones diferentes: integrando en un conjunto (historia) una serie de acontecimientos,
estableciendo la síntesis de materiales tan heterogéneos como los que supone toda acción -
hechos, gentes, medios, fines, circunstancias, valoración, etc.- y, finalmente, la trama es
mediadora en el plano temporal (algo no tomado en consideración por Aristóteles, más
preocupado por la lógica o causalidad narrativa que por la temporalidad). En palabras de
Ricoeur: la labor conciliadora de la trama se manifiesta en que extrae de la simple sucesión (de
hechos) una configuración; logra, a través de un fino trabajo de ajuste, la concordancia de lo
dispar y, en última instancia, introduce el sentido del tiempo.
Dicha manifestación se proyecta en los dos planos del texto: el sintagmático -en cuanto que los
acontecimientos constitutivos de la trama se suceden necesariamente unos a otros- y el
paradigmático, esto es, el de la configuración propiamente dicha. A través de la operación de
configuración asoma el tiempo -y, más que en ningún otro caso, cabe hablar aquí de él- puesto
que de ella resulta el verdadero sentir y sentido del tiempo. Tres son las razones en que cabe
apoyar esta afirmación: primero, porque por medio de la configuración, la simple sucesión de
acontecimientos se convierte en una totalidad significante; en segundo lugar, porque gracias a
la labor configuradora de [226] la trama, los hechos reciben su sentido definitivo a partir del
punto final, es decir, el momento desde el cual la historia narrada pueda ya ser contemplada
como un texto. De aquí concluye Ricoeur (1983-85: I, 139; II, 47 ss.) que «la reconsideración
de la historia narrada, regida como totalidad por su manera de acabar, constituye una
alternativa a la representación del tiempo como transcurriendo del pasado hacia el futuro,
según la metáfora bien conocida de la flecha del tiempo. Es como si la recolección invirtiese
el llamado orden natural del tiempo, al leer el final en el comienzo y el comienzo en el final,
aprendemos también a leer el tiempo mismo al revés, como recapitulación de las condiciones
iniciales de su curso de acción en sus consecuencias finales».
En suma, mímesis II se presenta como una fase del proceso literario en el que, a través de la
manipulación del material narrativo, se obtiene el sentido del tiempo y, vinculada a él, la
inteligibilidad del relato (1983-85: I, 134-9). Como se señaló anteriormente, mímesis II apunta
inevitablemente, a partir de su naturaleza esencialmente mediadora, hacia mimesis I y mímesis
III. Mímesis I funciona como punto de referencia a partir del cual tanto el autor como el lector
llevan a cabo las tareas que les son propias: la producción y la recepción o interpretación del
texto. Se trata, pues, de las condiciones de la precomprensión del texto o los saberes
compartidos por emisor y receptor, que se traducen en la práctica en un conocimiento de lo que
Ricoeur denomina red conceptual (esto es, de qué significa el obrar humano y cuáles son sus
elementos constitutivos). Este saber compartido constituye el fundamento de todo el trabajo de
representación literaria y, por supuesto, de la construcción de la trama (1983-85: I, 120 ss.).
Uno puede preguntarse en este punto cuál es la relación entre el conocimiento de la red
conceptual -o, lo que es lo mismo-, la posesión de una competencia que, según el autor, podría
muy bien denominarse comprensión práctica y la comprensión narrativa. «La respuesta a esta
pregunta -afirma Ricoeur (1983-85: I, 122)- exige la relación que puede establecerse entre
teoría narrativa y teoría de la acción, en el sentido dado a este término en la filosofía analítica
de lengua inglesa. A mi entender esta relación es doble. Es a la vez, una relación de
presuposición y de transformación».
Pero hay todavía otros aspectos que tienen que ver con la presuposición de mímesis I. En
primer lugar, la mediación simbólica que ejerce la comprensión práctica respecto de la
composición narrativa. El término símbolo alude aquí al hecho de que el significado de la
acción narrada viene predeterminado por cada cultura (que es la que aporta las reglas para su
interpretación: piénsese en el valor de hechos como el engaño, el robo, la poligamia, el
aborto...). Así, pues, es plenamente congruente afirmar que la acción es inteligible, en primer
término, gracias a su carácter simbólico (al valor que le ha asignado una determinada
comunidad, el cual es, ante todo, como ya reconocía Aristóteles, de naturaleza ético-moral)
(Ricocur, 1983-85: I, 123-7).
Pero, el apoyo último y definitivo de mímesis I a mímesis II no es otro que el tiempo. En este
punto Ricoeur aprovecha la distinción heideggeriana entre intra-temporalidad -el tiempo
existencial-, historicidad -cuando los acontecimientos se organizan y adquieren sentido a la luz
del trayecto vital de una persona- y, finalmente, la temporalidad. Ésta es la dimensión más
profunda del tiempo ya que, en realidad, abarca desde el presente el pasado y el futuro. La
vinculación se produce en el plano de mímesis I entre el tiempo narrativo y la intra-
temporalidad o ser-en-el-tiempo, un tiempo no lineal, guiado por el cuidado (1983-85: I, 128-
134). En suma, la inevitable conexión entre mímesis I y mímesis II constituye un argumento
decisivo en favor de la apertura del texto al mundo y, correlativamente, al sentido y a la
referencia. En el fondo se trata del paso -característico de la literatura, según Aristóteles- del
orden ético al poético (cf. Pozuelo, 1993: 129).
2.2.2. Ahora bien, la trascendencia del texto mira también hacia delante, hacia el receptor que
es quien hace suyo el mundo del texto (esto es, su sentido). La recepción-interpretación se
materializa en el [228] acto de lectura y se define como el ámbito propio de mímesis III: el
proceso por medio del cual la realidad configurada en el texto es refigurada a través de la
actividad lectora. En este punto vuelve a ser operativa la categoría genettiana de voz en cuanto
que facilita la consideración del texto narrativo como mensaje dentro de un proceso general de
comunicación. Es ésta precisamente la que permite pasar de mímesis II a mímesis III. En
cuanto a la realidad de ficción, el texto carecerá de sentido sin este último paso: «... la
narración tiene su pleno sentido cuando es restituida al tiempo del obrar y del padecer en la
mímesis III» (Ricocur, 1983-85: I, 144).
Así, pues, mímesis III representa el encuentro de dos mundos -y sus respectivos tiempos- el
configurado en el texto y el existencial del lector. Con la recepción del texto se cierra el ciclo
de las mímesis a través de un proceso evidentemente circular -aunque no vicioso, señala
Ricoeur- en el que el final se aclara y justifica por su referencia al principio y viceversa
(gracias siempre a la mediación del momento intermedio o mímesis II).
En el análisis del papel de la lectura -actividad que facilita el paso de mímesis II a mímesis III-
Ricoeur se apoya en las propuestas de la Estética de la Recepción y, más específicamente, en la
doctrina de W. Iser sobre el acto de lectura y la de H. R. Jauss acerca de la recepcion. «Para
los dos -opina Ricoeur (1983-85: I, 152)- el texto es un conjunto de instrucciones que el lector
individual o el público ejecutan de forma pasiva o creadora». La observancia de estas
instrucciones permite al lector hacerse con el mundo proyectado en el texto y la fusión de sus
respectivos horizontes de expectativas y, en definitiva, acceder no sólo al sentido sino a la
referencia -una referencia metafórica o de segundo grado- del texto y, correlativamente, a su
temporalidad. Éste es el punto -como se ha señalado repetidas veces a lo largo de este trabajo-
hacia el que se orienta la hermenéutica de Ricoeur, una hermenéutica centrada en el mundo del
texto y no tanto en la reconstrucción de la intención del autor (Ricoeur, 1983-85: I, 158).
La teoría de la lectura implica, según el autor, la alianza entre Poética, Retórica y Teoría de la
Comunicación (1985: III, 231 ss.). La importancia de la Poética se comprende a partir de la
constatación de que la composición condiciona la lectura de un texto. La Retórica insiste, por
su parte, en el activo papel del texto en cuanto que a través de él el autor busca la persuasión,
esto es, la adhesión del lector respecto de determinadas tesis o sistemas de valores (en el
sentido apuntado por W. C. Booth). La Teoría de la Comunicación, finalmente, permite ver el
[229] texto como parte de un proceso de interacción en el que intervienen factores diversos
(emisor, receptor, etc.), pero esta perspectiva tiene otras consecuencias de gran alcance para
Ricoeur. La más importante sin duda es el desbloqueo de la obra, su apertura hacia el exterior a
través de la referencia (1983-85: I, 151-160). ¿Qué tipo de referencia? Del tiempo ante y sobre
todo.
Ricoeur considera que el tiempo narrado -o, si se prefiere, la práctica narrativa- puede aportar
soluciones a las aporías del tiempo en el ámbito filosófico. En realidad la respuesta a los
múltiples interrogantes del tiempo requiere un diálogo entre tres disciplinas: la historiografía,
la filosofía fenomenológica y la crítica literaria. La parcialidad de los diversos planteamientos
filosóficos -entre los que destacan los de San Agustín, Husserl y Heidegger- tiene mucho que
ver con la naturaleza invisible del tiempo (de acuerdo con el enfoque kantiano, al que se suma
Bajtín) (Ricoeur, 1983-85: 160-166; Bajtín, 1975: 237 ss.). Así, pues, queda en manos de la
narración histórica y literaria la solución de los problemas planteados por la temporalidad.
En lo que sigue me ocuparé de las implicaciones del tiempo narrativo-literario en este
controvertido asunto. Las razones de esta preferencia por parte de Ricoeur son de doble índole:
una la naturaleza esencialmente temporal del relato y, en segundo lugar, el hecho de que la
novela -especialmente, la contemporánea- ha convertido el arte de narrar en una inmensa
galería de los modos de sentir el tiempo. Desde esta perspectiva la hermenéutica de Ricoeur se
transforma en una disciplina encargada de analizar los diversos modos de configuración del
tiempo. Todas las operaciones comprendidas en el arco hermenéutico -básicamente,
explicación y comprensión-, además de tomar en consideración el proceso implicado en la
teoría de las tres mímesis. Es preciso reconocer -señala Ricocur (1983-85: II, 42 ss.)- que la
novela contemporánea ha invertido de forma drástica los modelos tradicionales de
representación temporal hasta el punto de levantar sospechas (bastante razonables, en ciertos
casos) sobre los vínculos entre tiempo y narración. Sin embargo, cuando se llega a tales
conclusiones a lo que se alude generalmente es a la cronología, no a la temporalidad que, en
cuanto constituyente básico del relato, es algo a lo que éste no puede renunciar sin
autrodestruirse simultáneamente. Ésta es la gran tesis de Ricoeur: la afirmación de la plena
identificación entre temporalidad y relato (Ricoeur, 1983-85: 112-136; Garrido Domínguez,
1992).
Ricoeur encuentra en la distinción entre tiempo del contar (Erzählzeit), tiempo de lo contado
(erzählte Zeit) y el tiempo de la vida [230] o experiencia de tiempo (Zeiterlebnis), propuesta
por P. Müller en su Morphologische Poetik, los argumentos para rechazar, por inadecuados y
excesivamente asépticos, los análisis estructuralistas y, específicamente, los de G. Genette
sobre Proust. Es precisamente el tiempo vivido el que permite constatar la operatividad de la
voz narrativa, no tanto en cuanto categoría estrictamente técnica del relato, sino sobre todo a
partir de su capacidad para establecer un puente entre el tiempo narrado y el tiempo de la vida
(el primero o tiempo de mímesis II remite inevitablemente al tiempo prefigurado de mímesis I,
el tiempo de la experiencia, hacia el que apunta también mímesis III a través de ese encuentro
entre los mundos del texto y del lector) (cfr. Ricoeur, 1983-85: I, 128). Es dicha experiencia la
que justifica el empleo de determinadas técnicas y de lo que Genette denomina «juegos con el
tiempo» y no al revés; en suma, lo que impide el enclaustramiento del texto y del tiempo en su
interior (Ricoeur, 1983-85: II, 136-157).
Las diferencias e implicaciones entre los conceptos de punto de vista y voz son importantes
para Ricoeur por sus claras repercusiones temporales. La posible correlación con las nociones
de enunciado y enunciación y el hecho de que la forma verbal característica del relato sea el
pretérito son hechos que ponen bien a las claras que los acontecimientos [231] narrados son
vistos como algo pasado respecto del momento de su narración. Es también esta distinción la
que facilita los juegos con el tiempo, aunque el objetivo último de los mismos no puede ser
otro -si no se pretende negar la trascendencia del texto- que el de articular una experiencia del
tiempo en los planos de la configuración y de la refiguración. Lo que esto quiere decir es que la
experiencia ficticia del tiempo exige el encuentro constante entre el mundo del texto y el
mundo del lector y, én suma, la apertura del texto hacia el exterior. La experiencia del tiempo
se perfila como la dimensión temporal de un mundo virtual, de una realidad posible, como es
la que el texto proyecta. Dicha experiencia es posible gracias al texto narrativo en un doble
sentido (aunque parezca paradójico): por su capacidad intrínseca para articularla en el marco
de la trama o configuración pero, también, por su innegable proyección hacia el exterior -
hecho que le permite entrar en confrontación con el mundo del lector y ser objeto del proceso
de refiguración a través de la lectura. Es especialmente este hecho el que hace posible referirse
al mundo del texto como una trascendencia inmanente.
Como se ha dicho repetidas veces, el tiempo constituye el aspecto que mejor pone de
manifiesto esta dimensión inmanente / trascendente del texto y la narración literaria
(específicamente, la novela), el lugar donde mejor se plasman las múltiples y diversas
sensibilidades sobre el tiempo. La novela se ha convertido en el siglo XX en un auténtico
laboratorio donde se experimenta con ese organismo incorpóreo pero enormemente consistente
que es el tiempo (Ricoeur, 1983-85: II, 179-181). Ahora comienza a percibirse con claridad el
razonamiento de Ricoeur y el proceso implicado en el arco hermenéutico: la experiencia del
tiempo se encuentra en el punto de partida de dicho proceso gracias a la intermediación del
texto. La hermenéutica ricoeuriana no se detiene en una reclamación de la apertura o
trascendencia del texto sino que hace de la experiencia del tiempo el trampolín que une el texto
al mundo que lo precede (y de donde procede) al lector.
Los análisis de Ricoeur sobre determinadas obras de V. Woolf, Proust o T. Mann son bastante
elocuentes. A ellas pueden añadirse sin duda otros que han venido a confirmar las tesis
defendidas por el autor en los sagaces análisis consagrados a las obras de los autores antes
mencionados. Cabe destacar, entre otros, los dedicados por Pozuelo a algunos relatos cortos de
J. Cortázar (Pozuelo, 1989: 169-184). En ellos se pone de manifiesto el conflicto entre el
tiempo sentido -el tiempo de la conciencia o la memoria- y el tiempo cronológico y, sobre
todo, cómo sólo desde el tiempo interior puede explicarse no [232] sólo la concepción del
tiempo sino las aberraciones presentes en el plano puramente discursivo en relatos como «El
perseguidor», «La autopista del sur» o «La noche boca arriba», entre otros (Garrido
Domínguez, 1992).
Así, pues, la clave hermenéutica del tiempo narrativo apunta inevitablemente hacia la vida a
través de la conciencia, a través de una subjetividad, y reclama la abolición del tiempo de los
relojes como factor explicativo último. Es más, sólo si se prescinde del tiempo exterior
adquiere pleno sentido el tiempo-duración. Éste es un hecho que han venido a confirmar
numerosos testimonios de novelistas durante los últimos tiempos. El testimonio de I. Aldecoa
insiste en el papel de la conciencia en cuanto responsable de las expansiones y concentraciones
del tiempo; en una palabra alude a la duración como dimensión profunda del tiempo: «El
tiempo no tenía medida fija. Los hechos contaban el tiempo... el golpe en la piedra y la
continuación de la historia, y separándolos un gran silencio, que daba lugar a pensar, es
decir, a que transcurrieran años, verdaderos años, en un solo momento.» (122)
La contraposición tiempo crónico/tiempo subjetivo es permanente en El jinete
polaco.Aludiendo a este último se dice: «... un tiempo que posee sus propias leyes tan ajenas a
las del mundo exterior, a las del tiempo exterior como un país innacesible a todos los
extranjeros e invasores». Un poco más delante se vuelve a insistir en este asunto: «... estos
relojes no sirven para medir un tiempo que únicamente ha existido en esa ciudad, no sé
cuando, en todos los pasados y porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien
soy, para que los rostros y las edades se congregaran ante mí como en el baúl insondable de
Ramiro Retratista, para que Nadia sucediera en mi vida.» (123)
A partir de ese día, la memoria fue ya la única razón y el único paisaje de mi vida.
Abandonado en un rincón, el tiempo se detuvo y, como [233] un reloj de arena cuando se le da
le vuelta, comenzó a discurrir en sentido contrario al que, hasta entonces, había mantenido.
Nunca volví a sentir la angustia de acercarme a una vejez que, durante mucho tiempo, me
había resistido a aceptar como la mía. Nunca volví a acordarme de aquel viejo reloj que,
abandonado en un rincón, colgaba inútilmente en la pared de la cocina. De pronto, el tiempo y
la memoria se habían confundido y todo lo demás Sla casa, el pueblo, el cielo, las montañasS
había dejado de existir, salvo como recuerdo muy lejano de sí mismo.» (124)
Los testimonios -las teorías explícitas del tiempo- podrían continuar en una lista bastante
extensa; con todo, me interesa reseñar en este momento la concepción del tiempo subyacente a
determinados relatos (las teorías implícitas). J. Cortázar ofrece en sus relatos algunas de las
plasmaciones más interesantes y logradas de ese hecho ya constatado de que a través del arte y,
en especial del arte narrativo, se accede a ciertas dimensiones temporales que sólo la
subjetividad puede justificar. Baste el ejemplo de La noche boca arriba. Este relato representa
un caso límite. En su interior se mezclan, se superponen dos historias, dos tiempos, con
idéntico protagonista: el hombre que se encuentra en circunstancias extremas. Durante su
convalecencia en el hospital el motorista accidentado sueña que es perseguido por los indios de
una tribu rival, apresado y conducido al altar del sacrificio. El relato pone, pues, de manifiesto
la entreveración de dos historias con un rasgo común: la amenaza de un grave peligro para
quien las protagoniza. El personaje vive muy cartesianamente a caballo entre dos mundos, el
de la realidad y el del sueño o delirio, hasta tal punto que toma por un sueño lo que es real y
viceversa. La paradoja -y aquí reside seguramente el valor simbólico del relato- es que el
personaje no discierne entre la realidad del mundo al que pertenece, una tribu americana, y un
mundo muy posterior al que accede a través del sueño y, lo que es más importante, al que toma
equivocadamente por real. Del relato se concluye, primero, que la realidad incluye no sólo el
mundo objetivo inmediato, sino también el ámbito de los sueños, los deseos, etc.; en segundo
lugar, que la ficción narrativa hace posible la vivencia simultánea en dos tiempos
objetivamente separados (cfr. Albadalejo, 1992: 50-51). El sueño, la ficción, permite al hombre
fugarse del mundo inmediato aunque eso tiene un precio: uno vuelve a encontrarse siempre
irremediablemente con el mundo; la huida es [234] puramente ilusoria. Así, pues, sólo el
tiempo interior puede justificar de algún modo unos hechos que contradicen las más
elementales normas del tiempo crónico o convencional. Es un hecho que aparece confirmado
en otros relatos del propio Cortázar como La autopista del sur, Continuidad de los parques, o
el Perseguidor.
El último ejemplo corresponde a Azorín. Se trata de Una flauta en la noche. El relato -
organizado en torno a tres ejes temporales convencionales: 1820-1870, 1900- constituye una
auténtica fábula del tiempo. En él el tiempo presenta rasgos contradictorios e incluso
paradójicos; por un lado, cambia incesantemente (como se comprueba en el progresivo
envejecimiento de personas y cosas) pero, simultáneamente, puede decirse que el tiempo, el
tiempo profundo, es siempre el mismo, un tiempo circular. Es algo que la historia -un relato
especular por triplicado- deja bien a las claras. El niño que toca la flauta en las primeras horas
de la noche en la vieja ciudad dentro de la primera historia es el anciano que acompaña y
enseña al niño que toca la flauta en la segunda; y uno de los niños que acompañan al anciano
en la segunda historia, el que no toca la flauta, es el anciano que regresa a la vieja ciudad
después de pasar largos años en Madrid y, por azares del destino, se instala en una fonda que
resulta ser su antiguo hogar. Durante el paseo nocturno escucha la música delicada y triste de
una flauta tocada por un niño al que acompaña un anciano. Lo que la historia viene a decir es
que, por debajo de los cambios accidentales, fluye un tiempo esencial, que se mantiene
constante (un tiempo encarnado no sólo en la repetición de la misma historia, sino en esa
ciudad antigua cuyos sólidos caserones resisten los envites del tiempo externo). Así, pues, es la
sensación o vivencia del tiempo la que justifica la articulación de la historia en el marco del
texto.
3. De la doctrina de P. Ricoeur hay que concluir que el texto en cuanto mediación remite
inevitablemente a la realidad (la experiencia del obrar humano y lo que implica) y, por tanto,
que es mimético, pero no representación directa de tal realidad. El texto construye y contiene
un mundo ficticio -un mundo virtual y sin consistencia en el mundo actual, pero cuya
inteligibilidad depende en gran medida de la experiencia y conocimiento de este mundo. Otra
parte de la inteligibilidad procede del conocimiento o familiaridad con los modos de proceder
del sistema literario: carácter simbólico de los modos de trasposición del obrar humano a
través de la acción narrativa, los géneros, naturaleza del discurso ficcional, etc. En el caso del
texto narrativo es el tiempo el que posee las claves interpretativas del texto en cuanto que,
[235] a través de él -y por encima de todas las posibles manipulaciones a que es sometido en el
plano superficial- se facilita su enraizamiento en la conciencia individual. Así, pues, más que
del tiempo narrativo lo correcto sería hablar del sentido y vivencia íntima e individual del
tiempo (entendido, en última instancia, como sentido de la existencia y emparejado al respecto
con el bajtiniano de cronotopo (cfr. Bajtín, 1975) cuyas raíces son también filosóficas).
Es importante señalar que el modelo de texto presentado por Ricoeur no contradice en absoluto
las teorías de la ficción más recientes (es obvio que tampoco las más antiguas) y exigentes en
cuanto a la autonomía del texto. Su interpretación del concepto de verosimilitud como realidad
vinculada a la construcción de la trama -a esa operación que lleva a cabo la síntesis de lo
heterogéneo y la concordancia de lo dispar- y a la coherencia interna. Es preciso admitir, por
tanto, que el texto permite superar las posibles dificultades en este sentido y se vuelve legible a
la luz de su construcción y de la lógica interna del mundo proyectado en él (cfr. Dolazel,
1980). A la luz de estos datos no puede sino concluirse que la propuesta de Ricoeur es, además
de teórica y metodológicamente rigurosa, respetuosa para con las peculiaridades del fenómeno
literario. Sin duda, la hermenéutica de Ricoeur se apoya en una epistemología y ontología que
privilegian el objeto, la realidad, y la capacidad del sujeto para adentrarse en su conocimiento
(cualquiera que sea la vía por la que éste se lleve a cabo). De ahí el papel instrumental
asignado al texto en esa relación (dialéctica), un papel determinante no obstante en cuanto que
a través de él ese conocimiento adquiere formas concretas y la realidad se vuelve inteligible.
Quizás podría objetarse en este sentido que la hermenéutica ricoeuriana rezuma un optimismo
excesivo respecto de la capacidad del receptor para hacerse con el sentido -o, mejor, el mundo
del texto- en todos los casos. (cfr. Maceiras, 1991). Como el propio autor reconoce, la
literatura del siglo XX -el relato, en particular- parece haberse empeñado en problematizar la
relación del receptor con el texto a base de atentar y desestabilizar los modos tradicionales de
construcción de la trama o llevando al extremo las audacias innovadoras.
Con todo, la realidad es terca y los propios análisis de la Estética de la Recepción -cuyos
postulados Ricoeur acepta- demuestran palmariamente la heterogeneidad de los lectores y las
enormes dificultades -a veces, insuperables- que el lector ha de vencer para adueñarse del
sentido del texto. En estos casos, obvio es, el proceso hermenéutico se ve bloqueado y la
comprensión del texto condenada al fracaso, no tanto porque los pasos a seguir no estén
correctamente señalados -epistemológicamente el planteamiento es irreprochable- sino por la
incapacidad del lector para enfrentarse a ciertos textos que rehuyen deliberadamente amoldarse
a patrones establecidos (pienso en este momento en el ejemplo de Conversación en la
Catedral, título al que podrían añadirse otros del propio Vargas Llosa).
¿Quiere esto decir que el planteamiento de Ricoeur no es adecuado y que ofrece respuestas
poco satisfactorias respecto de cómo se lleva a cabo la comprensión de los textos literarios? Ni
mucho menos; me parece que su eficacia ha quedado sobradamente probada en las páginas
precedentes. Conviene señalar que el propio autor es (más o menos) consciente de estas
dificultades cuando, refiriéndose al hecho de que muchos relatos modernos carecen de
conclusión en el sentido tradicional del término, afirma: «... más allá de toda sospecha, es
necesario confiar en la [237] institución formidable del lenguaje. Es una apuesta que tiene en sí
misma su justificación (cf. Ricoeur, 1983-85: II, 47).
Esta fe inquebrantable en la capacidad del lenguaje para captar y reflejar la realidad (y,
correlativamente, en la del ser humano) constituye el fundamento epistemológico del riguroso
discurrir de Ricoeur y, como se ha visto, de su teoría sobre el texto literario. Dicho fundamento
se ve enriquecido colateralmente por otras consideraciones mas específicamente literarias. La
concepción de la literatura como fenómeno comunicativo, la defensa de la naturaleza y
capacidad retórica del texto y la aceptación de los postulados de la Estética de la Recepción le
permiten abrir el texto al mundo y, de manera muy especial, al receptor. El texto, viene a decir
Ricoeur, no puede ser nunca un punto final, porque se hace eco del mundo y al mundo apunta a
través de la imaginación del lector. Con palabras que recuerdan mucho las tesis de U. Eco al
hablar de la obra abierta. P. Ricoeur afirma que todo texto abre, a través del proceso de lectura,
una ventana al mundo.
Referencias bibliográficas
GARRIDO DOMÍNGUEZ, A. (1992). «El discurso del tiempo en el relato de ficción». Revista
de Literatura 54, 107, 5-45.
MACEIRAS, A. (1991). «Paul Ricoeur: una ontología militante». En Paul Ricoeur: los
caminos de la interpretación, Calvo y R. Ávila (eds.), 45-66. Barcelona: Anthropos.
MUKAROVSKI, J. (1975). Escritos de Estética y Semiótica del arte. Barcelona: Gustavo Gili,
1977.
POZUELO, J. Mª. (1989). «Tiempo del relato y representación subjetiva». En Temps du récit,
169-184. Madrid: Casa de Velázquez.
SKLOVSKI, V. (1917) «El arte como artificio». En Teoría de la literatura de los formalistas
rusos (1965), T. Todorov (eds.), 55-70. Buenos Aires: Signo, 1970.
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