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Pensar la Nación. Juan Quintar – Carlos Gabetta (comps).


Luis Alberto Romero. Cap. 8- El estado como problema y como
solución.
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El Bicentenario constituye un desafío para la reflexión y una invitación para examinar, de


un golpe de vista, el pasado y el futuro de la Argentina. En ese diagnóstico y pronóstico, el
tema del estado es sin duda central y, en un cierto sentido, prioritario.

Dejo aparte dos cuestiones muy relacionadas: la del régimen político y las instituciones
republicanas –seguramente Hugo Quiroga hablará con autoridad de ellas, en este mismo
ciclo- , y la de la nación, entendida como una comunidad imaginada. Por “estado” me
refiero a las instituciones que organizan nuestra comunidad nacional, a las diversas
dependencias estatales y a quienes trabajan en ellas, a quienes genéricamente denominamos
la burocracia. Todo ello conforma un instrumento que define una posibilidad y un límite
para la acción de los gobiernos, que dirigen el estado.

También me refiero a otra función del estado, al que Émile Durkheim, uno de los padres
fundadores de la Sociología y a la vez eminente republicano, caracterizó como el lugar en
donde la sociedad piensa sobre sí misma. El estado es el lugar en donde se elaboran lo que
hoy se llaman políticas estatales o, si se quiere, proyectos nacionales.

La cuestión que me parece central para entender las peculiaridades de nuestro estado hoy,
sus problemas y sus límites, es la manera como se relaciona con los intereses sociales
organizados, a los que genéricamente llamaré corporaciones. Creo que esa relación
caracteriza el decurso del estado en el siglo XX hasta nuestros días, y a ella me referiré
especialmente, luego de esbozar sucintamente el proceso de construcción del estado en el
siglo XIX.

1. La organización del estado, 1810-1880

Entre 1810 y 1880 la tarea esencial de lo que sería la comunidad argentina fue la
organización del estado; en principio, quiénes integrarían el país y cuáles serían las bases
mínimas de su organización institucional. La Revolución de Mayo pulverizó todas las
legitimidades políticas existentes en la administración española, y el antiguo poder virreinal
se fragmentó hasta lo que por entonces fue su expresión mínima: las provincias constituidas
en torno de ciudades. Esos estados provinciales fueron durante mucho tiempo los únicos
poderes realmente existentes. Por encima de ellos había una aspiración: integrar todas
juntas un estado que, de acuerdo con las ideas y palabras de la época, habría de ser también
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una nación. Hacia esa aspiración se marchó, de manera zigzagueante, por el doble camino
de las guerras y los pactos y esbozos de organización.

La cuestión de cuáles de esos estados provinciales integrarían el nuevo estado permanecía


por entonces abierta. En 1816 existían muchas posibilidades. Lo de la Banda Oriental se
definió en 1828, aunque es posible que algunos pensaran en una revisión de la decisión. La
situación de otras provincias permaneció, en alguna medida, indefinida. A eso hay que
sumarle el caso de todos los territorios no controlados por ningún estado.

Para los protagonistas, el gran conflicto estaba por entonces en la forma de organización
institucional y política. La Constitución de 1853 estableció que ella sería representativa,
republicana y federal. Lo republicano era un valor dado, aunque no estuvieran claras todas
sus implicaciones. Lo representativo sólo generaría cuestionamientos en el futuro. La
cuestión principal estaba por entonces en elegir o bien un régimen de unidad y
centralización, que beneficiaba a Buenos Aires, la provincia más fuerte, o un régimen
federal, que daría pie a una discusión más pareja entre las diferentes provincias.

La Constitución de 1853 sentó las bases institucionales del nuevo estado. Pero apenas fue
un hito en un camino que sólo concluiría en 1880. Antes de eso, la Guerra del Paraguay
colocó ante una situación límite al nuevo estado, que en medio del conflicto debió afrontar
no solo la guerra, sino el desafío y la insurrección franca de muchos gobiernos provinciales.
Estos siguieron, y recién en 1880, con el sometimiento de la provincia de Buenos Aires, el
último estado provincial rebelde, y la casi simultánea afirmación de la jurisdicción estatal
en las tierras del Sur, y poco después en las de Chaco, pudo decirse que el estado estaba
parado sobre sus pies, con sus instituciones básicas diseñadas y su poder reconocido.

2. El estado se organiza y construye la sociedad, 1860-1916

En la segunda mitad del siglo XIX, con las alternativas mencionadas, se construyeron las
instituciones básicas del estado: las leyes o códigos y las agencias, como el ejército, el
correo, el presupuesto y el sistema fiscal, entre otras. Esta construcción estatal acompañó y
orientó la formación de un país nuevo. No es fácil reconocer en la Argentina de 1914,
cuando se levanta el Tercer Censo Nacional, a la de 1869, que ya era bastante distinta de la
de 1850. Las grandes novedades –es bien sabido- fueron la expansión de la producción
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pampeana, la construcción de ferrocarriles y otras grandes obras de infraestructura, y la


inmigración masiva, que cuadruplicó la población en pocas décadas. Hay que agregar que
si bien esta transformación siguió los estímulos y orientaciones provenientes de un mundo
occidental en expansión –la división del trabajo-, requirió sin embargo una importante
acción del estado en cada una de las cuestiones: ocupación militar del territorio, reparto de
las tierras fiscales, fomento y garantía de las inversiones, realización de aquellas obras
básicas poco atractivas para los inversores privados, y constitución del sistema monetario y
rentístico. Fueron decisiones políticas que dieron al proceso una cierta orientación.
Agreguemos a esto dos políticas de estado decisivas para la conformación de la nueva
sociedad: el sistema de educación pública y todo lo hecho desde el estado por la
nacionalización de la sociedad.

Durante un lapso prolongado, que bien podría extenderse hasta la Primera Guerra Mundial,
el estado, que ya disponía de instrumentos eficientes para intervenir, pudo incidir en una
sociedad en construcción, magmática y maleable. Marchó por delante de ella y pudo
desarrollar los proyectos elaborados por sus dirigentes. Un análisis pormenorizado
encontrará tempranamente indicios de resistencias y de posibles modificaciones de los
designios estatales; pero, en conjunto, el estado pudo practicar una suerte de ingeniería
social, fruto de un consenso que surgió de intensos debates, muchas veces no saldados para
sus protagonistas pero que decantaron en propuestas acordadas.

3. El despertar de los intereses

Desde comienzos del siglo XX las cosas comenzaron a cambiar. A medida que la sociedad
se asentaba, se hizo más diversificada y compleja y en cada lugar comenzaron a fijarse los
intereses, cada vez más concretos, y a organizarse para su defensa. El interés de los
trabajadores estalló a principios de siglo y tuvo como voceros a los anarquistas, capaces de
transformar cualquier reclamo específico en la demanda de una sociedad justa, sin estado ni
patrones. Pero hacia 1915 el avance de la corriente sindicalista revela que los reclamos se
hacían más precisos, específicos y negociables.

Similar organización puede encontrarse en el mundo rural, en el que las demandas de los
chacareros, los jornaleros, los pequeños comerciantes, los terratenientes y los grandes
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comercializadores, por citar solo las principales, se combinan por entonces en un


contrapunto complejo. En el campo de la salud, por señalar otro ejemplo, los médicos se
diferencian de los curanderos, pero también de los farmacéuticos, los kinesiólogos o los
anestesistas, al tiempo que empiezan a dibujarse las especialidades médicas.

En este contexto de especificación y deslinde, todos apelaron al estado para regular o


arbitrar, fijando los marcos legales de los conflictos, que se expresaban a través de sus
voceros corporativos. La democracia política abrió una puerta para quienes estaban fuera
de las corporaciones. El Centro Azucarero, primer lobby argentino, presionó
tempranamente y con éxito para proteger la producción tucumana, pero el presidente
Yrigoyen pensó también en sus votantes porteños y en la conveniencia de abaratar el
azúcar que consumían, lo que le ganó la inquina de los tucumanos.

El ejemplo del azúcar nos recuerda que la intervención ordenadora del estado –que podría
vincularse con algo similar al llamado interés general- incluye habitualmente elementos que
desequilibran el fiel de la balanza a favor de alguno de los intereses. En muchos casos la
regulación genera algún tipo de franquicia, de concesión especial. A veces, por
razonamientos indirectos, estas franquicias pueden justificarse en nombre del interés
general y ser consideradas como un traspaso de ingresos de los más a los menos
favorecidos o como el costo necesario del comienzo de algo. Pero sin solución de
continuidad, la franquicia puede derivar en un privilegio que excluye a unos y beneficia a
otros, y de allí puede pasarse a la prebenda lisa y llana: un obsequio que desde el estado se
hace a un grupo de interés. Si esto constituye o no una prebenda suele ser una cuestión
opinable. Por ejemplo, puede discutirse si hay un interés nacional en la protección del
azúcar tucumano o simplemente una prebenda, cuyos beneficiaros principales no son tanto
los tucumanos como el grupo Tornquist, dueño de la refinería de azúcar de Rosario.

La referencia a Yrigoyen recuerda también que en 1916 ya ha terminado la época de la


ingeniería social pura. Por otro lado, desde la Primera Guerra Mundial, la economía y sobre
todo las finanzas públicas se volvieron muy complicadas de manejar. Nada en el mundo va
de lui même. Con el fin de la Guerra se inicia una profunda crisis social, que termina en
1922 pero deja sus huellas: el Ejército interviene en cuestiones de orden público y un vasto
sector social, defraudado por el estado, constituye la Liga Patriótica. La acción
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gubernamental del gobierno democrático debe atender a muchos ámbitos de negociación y


la construcción de las agencias respectivas queda muy retrasada. El único funcionario
estatal que en tiempos de Yrigoyen podía ocuparse de negociar con los sindicatos –aparte
del propio presidente- era el jefe de Policía. La preocupación radical por el “interés social”
se expresará en decretos presidenciales antes que en leyes, y la más célebre intervención
mediadora de Alvear será, en el caso del azúcar tucumano, un laudo presidencial.

4. El apogeo del estado potente, 1930-1955

En 1930 comienza una nueva etapa del estado, caracterizada por el despliegue de su
potencia. La crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial y el vasto proceso de
“nacionalización de las masas”, que culminó en los años cincuenta constituyeron el desafío
al que las elites políticas –que fueron diferentes a lo largo de estos años- respondieron con
una expansión de las capacidades estatales.

En la década del 30 el despliegue fue notable. Con Pinedo y Prebisch se solucionó la


cuestión del financiamiento estatal y se desplegaron los mecanismos para controlar las
grandes variables: el tipo de cambio, la tasa de interés, las importaciones, el crédito. El
estado encaró grandes proyectos públicos, como los caminos o el desarrollo de YPF. La
burocracia estatal se consolidó con la participación de economistas –el grupo que se reunió
bajo la dirección de Raúl Prebisch-, ingenieros y militares (el presidente Justo reunía
ambas calificaciones). Por otra parte, el estado avanzó en el terreno de la
institucionalización de las negociaciones corporativas con los grandes intereses. El Tratado
Roca-Runciman, donde hubo ganadores y perdedores, puede ser entendido en ese sentido.
Más claramente, lo hizo a través de las Juntas Reguladoras, para lo que se convocó a
representantes de cada uno de los intereses identificados. Con la Iglesia hubo una gran
negociación corporativa –que completa el gobierno en 1943-, lo mismo que con el Ejército,
cada vez más interesado en cuestiones estatales. No se avanzó mucho en cambio en la gran
cuestión del conflicto industrial y sindical. Tampoco en otras cuestiones más finas, que
hubieran requerido la intervención de un Congreso que en muchos casos las analizó, pero
no se decidió a poner punto final a sus discusiones, rematándolas con una ley.
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La potenciación del estado se completó durante la década peronista, luego de que el


gobierno militar –con fuerte incidencia de Perón- cortara varios de los nudos gordianos
pendientes, como la cuestión sindical.

Con Perón se mantuvo el dirigismo de los años 30, que se amplió en dos sentidos: uno
llevaba a la autarquía económica y a la planificación y el otro se orientaba a la distribución
y a la justicia social. El primero expresaba la inspiración militar; el segundo, la línea
política de Perón, que se tradujo en la consagración legal de muchos derechos sociales y
también en una institución difícil de clasificar, la Fundación Eva Perón, para cubrir aquellas
zonas a las que el estado no llegaba.

Hubo una novedad fundamental en la relación entre el estado y los intereses, plenamente
desplegada en el caso de los sindicatos. La ley estableció el régimen que aún nos rige:
personería gremial, es decir una franquicia para la representación, que es revocable por el
estado, asignada a un único sindicato nacional por rama de industria, con descuento por
planilla de la cuota sindical. No es necesario agregar mucho acerca de lo que esto significó,
y aún significa, en la consolidación de los sindicatos y sus dirigencias. Por otro lado se
estableció el sistema de negociación salarial única: la Convención colectiva por rama de
industria, a cargo de tres partes, una sindical, una patronal y la tercera estatal. La
representación patronal única impulsó la integración de los distintos sectores empresariales,
que idealmente debían converger en la Confederación General Económica y sus
confederaciones de segundo grado. El modelo de confederación se extendió a los
profesionales, a los estudiantes y -si el tiempo lo hubiera permitido- a cualquier grupo
social identificable.

En la negociación, el estado asumió la responsabilidad de la conciliación de los intereses.


Pero se trató de un estado un poco diferente del clásico, y cada vez más confundido con el
movimiento peronista. Las Veinte verdades peronistas, convertidas en Doctrina nacional,
se convirtieron en texto estatal. Los jefes de ambos –estado y movimiento- serían la misma
persona. Esto explica un doble movimiento, característico de aquellos años: la peronización
de las corporaciones e instituciones y su instalación en el estado, como ocurrió con los
sindicatos. La “comunidad organizada” sostenida por Perón -una combinación de tomismo,
nacionalismo estatal y principio de líder- integró ambas dimensiones.
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5. estado, corporaciones y conflicto, 1955-1976

En los años posteriores a 1955, tan complejos políticamente, el estado siguió expandiendo
sus funciones y adquirió mayores capacidades para decidir sobre la fortuna del conjunto de
corporaciones que giraban en torno suyo.

Por una parte, la política globalmente denominada desarrollista, de Frondizi a Perón, que
dominó en esos años, con obvios matices y diferencias, incrementó esa participación. La
convocatoria a los inversores extranjeros para que asumieran el desarrollo de distintos
sectores industriales básicos –como el petróleo o los automotores, por ejemplo- se hizo
sobre la base de la concesión de franquicias: en el caso de los automotores, hubo
exenciones impositivas y sobre todo se aseguró a las empresas que se radicaban el
monopolio de un mercado interno cautivo. Eso les permitió producir a costos más altos que
en sus países de origen, en parte porque la maquinaria no era la más moderna y en parte
porque la reducida dimensión del mercado argentino dificultaba las economías de escala.
Lo mismo sucedió en cada caso, incluyendo las atractivas promociones regionales o
provinciales, que a veces solo sirvieron para instalar plantas ensambladoras. En otros casos,
como el de Aluar, planta productora de aluminio, se sumó un incentivo gigantesco: la
construcción de una presa hidroeléctrica y el suministro a bajo costo de electricidad, que
era el principal insumo.

Por otra parte, el fatídico ciclo trienal de la economía, tantas veces descrito, que tenía su
clímax en la devaluación, le daba al estado la facultad de una fabulosa traslación de
ingresos en el momento de la devaluación, y lo convertía luego en el árbitro de sucesivos
ajustes posteriores, en los que cada actor recuperaba sus posiciones, que, no por repetidos,
eran menos decisivos.

El ciclo trienal está en el centro de la intensa puja distributiva que se desarrolló en esos
años en torno de un estado gobernado por gobiernos débiles por su ilegitimidad y por el
peso de los llamados “factores de poder”. Su debilidad los convertía en presionables. Todos
los actores de lo que Portantiero calificó como “parlamentarismo negro” se organizaron de
manera aguerrida. El más notable fue el sindicalismo peronista, que según los casos
desplegó su acción en el campo corporativo y el político. Por entonces, y pasado el
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chubasco inicial, la confirmación de la Ley de Asociaciones Profesionales permitió la


consolidación de una burocracia sindical con mayor independencia del poder
gubernamental que en tiempos del peronismo, y ducha, bajo la conducción de Augusto
Vandor, en el arte de presionar y negociar.

En ese juego -que ha sido caracterizado como de empate o suma cero- el sindicalismo
interactuó con varias corporaciones patronales, representantes de distintos segmentos del
interés empresario, enfrentadas en algunas cuestiones y coincidentes en otras. Otros actores
importantes eran las fuerzas armadas –tutores y a la vez defensores de un interés
corporativo- y la iglesia. Esto ocurrió en el gran escenario nacional. Hubo otros escenarios,
de menor espectacularidad pero igualmente conflictivos. Estaban por ejemplo los médicos,
o los laboratorios farmacéuticos, que tuvieron incidencia en la deposición del presidente
Illia.

Una característica de estas corporaciones aguerridas es que frecuentemente lograron


incorporar a algunos hombres suyos en la burocracia estatal, en el área donde se definían
los temas de su interés. Fue común que abogados laboralistas relacionados con los
sindicatos ocuparan cargos en el Ministerio de Trabajo, hombres de la Sociedad Rural en el
de Agricultura, y que hubiera gente de la Confederación Médica en Salud o de la Iglesia en
Educación, defendiendo los subsidios a los colegios católicos. Estas “burocracias bifrontes”
jugaron más bien en el sentido de defender dentro del estado los intereses de las
corporaciones que el estado debía controlar. Así el estado se asemejó –según una feliz
comparación- a un queso gruyère, muy grande y con muchos agujeros.

Rodeado y jaqueado por las corporaciones, el estado fue perdiendo su iniciativa y su unidad
de criterio y resultó, más bien, el botín de quienes protagonizaban en torno suyo un duro
combate. Una decisión estatal –a veces bastaba la firma de un secretario de estado-
significaba beneficios espectaculares para quien ganaba una licitación, recibía un régimen
de promoción, obtenía una desgravación, un aumento general de salarios, una liberación de
precios, una protección arancelaria o una devaluación. Los privilegios se convirtieron en
groseras prebendas, como en el caso ya citado de Aluar, una empresa que combinaba a un
grupo empresarial nacional, fuerte en la CGE, y un grupo de altos oficiales de Aeronáutica,
que recibió el ya mencionado régimen promocional.
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Otro caso notable, ilustrativo de esta colonización, es el de la gestión de la Ley de Obras


Sociales. Lo estudió la historiadora Susana Belmartino. Comenzó bajo la presidencia de
Onganía, que se jactaba de haber establecido la unidad de mando en el gobierno, y
transcurrió en dos secretarías del Ministerio de Seguridad Social. En la de Salud Pública, el
secretario discutió largamente con la Confederación Médica un sistema de seguro único de
salud. En la de Promoción de la Comunidad, el secretario negoció con la CGT la
universalización del régimen de obras sociales, que potenciaba la franquicia gremial hasta
transformarla en una verdadera prebenda. Finalmente, los avatares de la política, y sobre
todo la movilización popular de fines de los años sesenta, dieron el triunfo a los
sindicalistas, convocados de urgencia por el gobierno militar para salir de la crisis social y
política.

Esta combinación de estado potente y lucha corporativa se vio, por última vez en esos
términos, durante la última y breve presidencia de Perón. Perón era un hombre de estado,
creía en el estado y estaba convencido de que la reconstrucción nacional pasaba, en primer
lugar, por su puesta en pie. El Pacto Social que imaginó retomaba los criterios de su
presidencia anterior: un poder político fuerte, en consonancia con las corporaciones, capaz
de arbitrar entre ellas y, en este caso, convocarlas a frenar la inflación. Para ello unificó la
CGT, cosa fácil, y también unificó la representación empresaria, cosa difícil pero lograda al
fin cuando todo el mundo ingresó, volens nolens, en la CGE. El 12 de junio de 1974, en lo
que fue su última aparición pública, en medio de un recrudecimiento de la inflación, unido
al desabastecimiento, Perón salió al balcón de la Plaza de Mayo para reprochar a los
firmantes infieles del Pacto el no haber sostenido con sus actos lo que habían declarado
aceptar. A los sindicalistas no les hubiera sido fácil hacerlo, pues estaban presionados por
una demanda incesante de sus bases, alentada por la ilusión de la vuelta de Perón y
motorizada por las direcciones más radicales. Tampoco a los empresarios, a quienes una
inflación apenas disimulada imposibilitaba atenerse a los precios máximos. La crisis, que se
desplegó en toda su intensidad en el año siguiente, desnudó los límites de esta relación
entre un estado inflado y carcomido y los vigorosos poderes corporativos.

6. Deshacer el estado y generar nuevos prebendarismos, 1976-2006


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La crisis desplazó un poco el interés en los poderes corporativos y colocó al estado en el


centro del debate, sobre todo porque se relacionó la situación local con las nuevas ideas
neoliberales, por entonces en boga en el mundo, sobre la necesaria reforma y ajuste del
estado. Pensadas en contextos muy diferentes, con estados distintos del nuestro, esas ideas
se tradujeron, a lo largo de más de tres décadas, en una reducción de la acción estatal,
incluso en aquellas áreas que todo el mundo considera irrenunciables, como la educación,
la seguridad y la salud; y también, en la destrucción de sus agencias, particularmente las
encargadas de la regulación y el control de áreas donde actúan los intereses fuertes. Esto
estuvo acompañado de un renovado desarrollo de los intereses prebendarios.

a. Los militares y el estado

“Achicar el estado es agrandar la nación” fue una exitosa consigna de los militares. Las
recetas neoliberales, traídas por el ministro Martínez de Hoz y su grupo, tuvieron un interés
singular para los militares. Vieron en la reducción del estado el achicamiento de las
corporaciones que habían vivido a su costa, especialmente los industriales protegidos y los
sindicatos. A la vez, ese achicamiento reduciría el botín estatal, en el que veían la fuente del
conflicto social. Se esperaba que el mercado pusiera orden y disciplina allí donde el estado
sembraba prebendarismo.

En realidad eran dos proyectos superpuestos. La liberalización del mercado financiero, en


un contexto de elevada inflación y de fluencia mundial de capitales, creó un mecanismo
que permitió el florecimiento de lo que luego se llamó la “patria financiera” y suministró al
país abundante “plata dulce”, al tiempo que echó las bases de la primera gran crisis del
nuevo orden, en 1981, y del tremendo endeudamiento externo con el que el país carga
desde entonces, endeudamiento que condicionó y limitó durante mucho tiempo la acción
estatal.

El estado abrió el mercado interno lo suficiente para iniciar la destrucción del sector más
débil de la industria nacional. La desocupación resultante se compensó con amplios
programas de obras públicas, que beneficiaron al otro sector de nuevos prebendarios, la
llamada “patria contratista”: los contratistas estatales, que además comenzaron a hacerse
cargo de parte de las actividades de las empresas estatales. Junto con ellos estaban los
militares, que además de gobernar el estado aprovecharon ampliamente, como corporación,
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de su situación privilegiada y constituyeron el tercer gran beneficiario de los nuevos


negocios que habilitaba el estado. Esta acrecida participación de grandes grupo de interés
no aseguró el orden; por el contrario, en un contexto de baja legalidad, abrió las puertas
para soluciones violentas de los conflictos, como por ejemplo la disputa por el Ente
Mundial 78, dirimida a favor de la Marina luego del asesinato de un general.

En este proceso en el que unos prebendados remplazaron a otros, se inició la sistemática


destrucción del estado, mediante la reducción de sus instrumentos y capacidades de control.
Por otra parte, el terrorismo clandestino del así llamado “estado nocturno” afectó al “estado
diurno”, supuestamente normal, y corrompió sus prácticas, normas y ética. Un caso
extremo de esa profunda corrupción institucional, que va más allá de los hombres, es el de
la Policía Bonaerense, que no puede, aún hoy, eliminar las consecuencias de su
participación secundaria en la guerra sucia.

En este proceso, las políticas estatales iniciaron un giro de 180 grados, que se completó en
los años noventa. En él hubo ganadores y perdedores, se inició la polarización de la
sociedad y se dañó gravemente la industria nacional, que hasta entonces había sido la base
de la producción y el empleo. No voy a abundar en este proceso, por otra parte bien
conocido. Solo señalaré que la máquina estatal quedó gravemente afectada, aunque la
magnitud de este daño tardó en hacerse evidente.

b. El interludio del retorno democrático

Los años de Alfonsín –que en su momento creímos refundacionales- fueron apenas un


interludio. Se basaron en una ilusión poderosa: la democracia como panacea de los males
de la sociedad, cuyos reclamos se potenciaban por la fuerza de la misma ilusión. Poco a
poco se descubrió que para cumplir con sus propósitos al gobierno democrático le faltaba la
herramienta esencial: un estado eficaz, capaz de contener las demandas sociales y
corporativas y de trazar un rumbo. Lo que hubo, en cambio, fue inflación, exacerbación de
las demandas y, como antaño, crisis.

En el manejo de los conflictos corporativos hubo también en el gobierno de Alfonsín una


ilusión: suponer que la buena voluntad política –que no era tan grande como se lo
proclamaba- podía extenderse al mundo corporativo y que sobre la base de la buena
voluntad, y de una inyección de democracia en el mundo corporativo, podía asentarse una
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nueva versión de un pacto social, o para decirlo en los términos de la época, un Pacto de la
Moncloa. El Gobierno anduvo a tientas, sin acertar con las alianzas y recibiendo la presión
muy espectacular de la corporación sindical –que formaba pinza con la oposición peronista-
y la más solapada de los diversos segmentos del mundo empresario.

Respecto del estado, la cuestión de su ineficiencia en general se manifestaba en un aspecto


muy visible: su déficit, con su conocida secuela de emisión e inflación. Encarar ambas
cuestiones hubiera significado enfrentarse aún más con intereses sólidamente afirmados,
empezando por los de los sindicatos estatales. En ese sentido, la fracasada reforma sindical
de 1984 desalentó al Gobierno respecto de insistir en ese camino. Por esos u otros motivos,
Alfonsín fue eludiendo el tema hasta 1987. Luego de la derrota electoral intentó avanzar
por el camino de la reforma y racionalización estatal, precisamente, cuando ya carecía de la
fuerza política para encararlo. Debió soportar –ironías de la vida- la defensa de los
llamados “intereses nacionales” por parte de los principales dirigentes peronistas, que en
esos años cultivaban un encendido discurso nacionalista, para pasarse con armas y bagajes
dos años después al tren de Carlos Menem.

c. Menem retoma el impulso de 1976

En 1989, de manera sorpresiva, Carlos Menem decidió aplicar el programa neoliberal de


reforma y ajuste del estado. La profunda crisis de ese año debilitó a las corporaciones y
creó el consenso necesario para emprender un camino nuevo. Su versión de tal programa se
centró en la privatización de las empresas del estado, con lo que logró reducir los
problemas fiscales más acuciantes. La transferencia a los gobiernos provinciales de la
educación y otros servicios mejoró aún más las cuentas del Gobierno –aunque condenó al
déficit fiscal a las provincias-, y poco después el establecimiento de la Convertibilidad fija
–el uno a uno entre el peso y el dólar- frenó la inflación y posibilitó un nuevo ingreso
masivo de fondos externos, en momentos en que el mercado mundial de capitales recobraba
su fluencia. Ese flujo hizo pensar que la combinación entre convertibilidad y
privatizaciones constituía la solución definitiva para el déficit fiscal estatal y la inflación.

La reforma, que debía reducir y racionalizar el estado y además liberar a la economía de las
distorsiones de la injerencia estatal, creó sin embargo un nuevo lote de sectores que
recibieron importantes prebendas del estado o que aprovecharon, por su posición política
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privilegiada, el proceso de su desarme. Entre ellos estuvieron los beneficiados con las
privatizaciones de las empresas estatales, tanto los antiguos contratistas convertidos en
gerenciadores como los acreedores externos que transformaron sus bonos incobrables en
partes de las empresas privatizadas. Un buen grupo de dirigentes sindicales recibió
participación en las empresas privatizadas, y así algunos –como los de la Unión
Ferroviaria- agregaron a su condición de dirigentes gremiales la de empresarios del ramo.
Más en general, durante unos años muchos argentinos disfrutaron de un modo u otro de la
apreciación del peso derivada de la Convertibilidad. Todo ello explica lo débil de las
oposiciones a un cambio cuyos efectos habrían de sentirse poco después.

Por razones obvias, los militares dejaron de estar entre las corporaciones prebendadas. Pero
a los viejos beneficiarios corporativos –las distintas “patrias”- se agregó uno nuevo: los
políticos profesionales que, de manera bastante corporativa (es decir, sin grandes
diferencias entre colores políticos), participaron de los beneficios de esta liquidación del
capital estatal. Una manifestación de esta participación se encuentra en el espectacular
crecimiento de la corrupción, especialmente en torno del centro del poder que, de manera
discrecional, podía distribuir las prebendas. La imagen de la “carpa chica” expresa
adecuadamente esta situación.

Para el conjunto de la sociedad, el costo de esa reforma fue la reducción en la prestación de


servicios estatales básicos, muy sensible en el área de la educación, la salud y también la
seguridad, así como el deterioro de los órganos y agencias estatales de control,
desmanteladas junto con las privatizaciones. Una consecuencia profunda y durable fue el
gran aumento de la desocupación, proveniente de la crisis económica, que arrasó con buena
parte de las empresas locales, y de la fuerte contracción del empleo en las empresas
privatizadas. De ese modo se profundizó el proceso iniciado en 1976: una amplia fracción
de la sociedad quedó sin empleo y a la vez sin la protección de los servicios que hasta
entonces había ofrecido el estado de manera universal. Por otra parte, y simultáneamente,
una parte importante quedó sin la protección que hasta entonces habían ofrecido los
sindicatos. Poco a poco ese lugar fue ocupado por nuevas organizaciones sociales -
genéricamente llamadas piqueteras a partir de su modalidad de protesta- que reclamaron
por los derechos de los excluidos. El fenómeno piquetero tiene muchas dimensiones que no
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voy a considerar aquí, pero señalaré una de ellas: bajo esta forma de protesta social una
nueva corporación se agregaba así al elenco de quienes reclamaban al estado.

d. ¿Un nuevo giro con Kirchner?

Aunque se preparó en los años anteriores, la crisis de 2001 puso en evidencia la magnitud
del daño que la transformación iniciada en 1976 había producido en la sociedad. Algunos
de esos efectos eran inevitables, si se considera que el tipo de organización económica y
estatal instalado en 1930 había llegado a su límite. Otros resultaron agravados por la forma
irresponsable de realizar en los años noventa la reforma y ajuste del estado, al punto de que
sus dimensiones más racionales –que las tuvo- quedaron empequeñecidas. Expresiones
como “cirugía mayor sin anestesia” sintetizan esa modalidad de la reforma. Otras
consecuencias no tuvieron que ver necesariamente con la reforma del estado sino que
fueron generadas por la rapiña de los nuevos predadores constituidos en torno del proceso
de reforma estatal.

La crisis de 2001 generó un nuevo consenso, no tanto sobre las salidas de la crisis como
sobre sus responsables. Se trataba del Fondo Monetario Internacional y del neoliberalismo,
una fórmula global con parte de razón, pero que oscurecía responsabilidades más
específicas acerca de los modos de la reforma. Frente al neoliberalismo, la vuelta del estado
apareció como la solución, sin que ese cambio de rumbo estuviera acompañado por una
reflexión más profunda acerca de qué quedaba exactamente en pie del estado. Las políticas
proclamadas durante los años de Kirchner fueron presentadas como una recuperación del
papel del estado. La bonanza generada por la sorpresiva recuperación de los precios
internacionales de nuestros bienes exportables, traducida en superávit fiscal, apareció
como la prueba de la eficacia de esas políticas. El buen éxito de la política desarrollada por
el ministro Lavagna hasta 2005 ofreció una prueba adicional.

Buena parte de esas políticas estuvo orientada a contener la crisis social y paliar algunos de
los efectos negativos más evidentes y conflictivos. La depreciación del peso sirvió para
estimular a las empresas y recuperar una porción del empleo perdido, aunque estuvo lejos
de solucionar el problema de fondo. Pero el grueso de la acción del estado, posibilitada por
la holgura fiscal, se concentró en los subsidios, que eran ayudas estatales focalizadas y
divisibles. Sirvieron para contener las demandas, pero, además, en un contexto de
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ciudadanía muy deteriorado, fueron un excelente instrumento para producir los sufragios
necesarios para la sustentación de un poder presidencial concentrado.

Los subsidios fueron esporádicos, arbitrarios y discrecionales, y correspondieron a un estilo


de gobierno de emergencia. Lejos de reparar los daños producidos en las instituciones del
estado, sus agencias y su burocracia, prescindieron de ellas o las destruyeron
sistemáticamente, cuando alguna de ellas podía poner un límite a ese estilo de gobierno de
emergencia. El caso del INDEC, muy conocido, es paradigmático no solo de la decisión de
eliminar lo que obstaculizaba la política cotidiana, sino del desinterés por la planificación
de políticas de mediano o largo plazo. Se me ha dicho que algunas agencias estatales, como
el INTA o el CONICET, mejoraron sustancialmente durante esta administración. Es
posible, aunque en el caso del CONICET, que conozco, se trata de una tendencia anterior.
Pero en general, diría que se trata de áreas que no afectaban la acción del Gobierno, que no
imponían limitaciones, y en las que no había cuestiones de manejo de recursos que las
hicieran interesantes para los prebendarios depredadores. Mi experiencia personal en un
terreno muy familiar para los historiadores es que al aparecer algún pequeño botín
disponible, las buenas direcciones profesionales son rápidamente sustituidas por otras más
adecuadas para la depredación.

Finalmente, el estado comenzó a recuperar la propiedad y gestión de algunas de las


empresas privatizadas, con procedimientos que reconstruían viejos prebendarismos o
consolidaban a un nuevo grupo de prebendados constituidos en torno del Gobierno. Porque,
finalmente, la corrupción denunciada tuvo una dimensión infinitamente mayor que la
supuesta en el caso del gobierno de Menem.

Puesto en esos términos, es difícil sostener que ha habido un giro de 180 grados en la
política respecto de un estado que cada vez está más golpeado y rapiñado. A la vez, pueden
trazarse muchas similitudes entre dos largos gobiernos que han sido presentados como
opuestos o alternativos. Menem y Kirchner, que encabezaron los dos gobiernos peronistas
de la actual democracia, construyeron dentro de los marcos de la institucionalidad
republicana –forzada al límite pero no rota- un nuevo tipo de jefatura; es decir, una
adecuación de la tradición peronista al contexto de la democracia. Han encontrado a la vez
un modo de gobernar un estado sumamente deteriorado, a tal punto que sus mecanismos
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normales de comando han dejado de funcionar. No es fácil aseverar si en 1989 ya estaba


tan deteriorado que otro manejo era imposible, o que esto ha sido consecuencia de su modo
de gestión. Pero la consecuencia es que durante veinte años hemos tenido un estado
golpeado, manejado por golpeadores.

7. Balance y prospecto

Decíamos al principio que la opción entre liberalismo y estatismo, que en otros contextos
tiene sentido, no es aplicable a la Argentina. No hay estatismo posible con el estado en su
situación actual, y lo que se llama estatismo son en realidad abusos del Gobierno, dirigidos
contra la sociedad y contra el estado.

El estado argentino está afectado en sus agencias, en su burocracia y en su normatividad.


También está dañado su prestigio ante la sociedad, así como el valor socialmente asignado
a la norma. Finalmente, es un estado a merced de los predadores, que existían antes de
1976, pero que desde entonces no solo se han diversificado sino que han actuado con
mucha mayor libertad. Quien controla el Gobierno puede utilizar al estado para hacerse
rico.

Esto coloca en un cierto punto las discusiones acerca de qué hacer con el estado. Hay pocos
que, en términos generales, discutan la conveniencia o necesidad de tener un estado en
forma, eficiente, capaz de hacer cumplir la norma y, como decía al principio recordando a
Durkheim, capaz de servir para que la sociedad piense sobre sí misma. Pero hay muchos
que, en su esfera específica de acción y sin hacer de ello una teoría, contribuyen a
mantenerlo en su nivel actual o inclusive a profundizar su deterioro.

El Bicentenario nos invita a pensar proyectos. Volvemos la mirada a otros momentos en los
que, de un modo u otro, se propusieron distintos proyectos; convocamos a la formulación
de proyectos y de acuerdos; incluso diseñamos proyectos. Pero todos ellos serán vanos si
no tenemos la herramienta estatal para ejecutarlos. En las condiciones actuales, cualquier
cambio ha de ser, me temo, la ocasión para que aparezca alguna variedad nueva de
depredadores. La misma posibilidad de pensar nuevos proyectos –si uno no cree en las
variantes tecnocráticas- depende de la existencia de un estado que alimente la circulación
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de ideas entre la sociedad civil, los funcionarios y los dirigentes políticos, aquella en la que
el gran republicano Émile Durkheim vio la clave del estado y de la república.

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