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Dejo aparte dos cuestiones muy relacionadas: la del régimen político y las instituciones
republicanas –seguramente Hugo Quiroga hablará con autoridad de ellas, en este mismo
ciclo- , y la de la nación, entendida como una comunidad imaginada. Por “estado” me
refiero a las instituciones que organizan nuestra comunidad nacional, a las diversas
dependencias estatales y a quienes trabajan en ellas, a quienes genéricamente denominamos
la burocracia. Todo ello conforma un instrumento que define una posibilidad y un límite
para la acción de los gobiernos, que dirigen el estado.
También me refiero a otra función del estado, al que Émile Durkheim, uno de los padres
fundadores de la Sociología y a la vez eminente republicano, caracterizó como el lugar en
donde la sociedad piensa sobre sí misma. El estado es el lugar en donde se elaboran lo que
hoy se llaman políticas estatales o, si se quiere, proyectos nacionales.
La cuestión que me parece central para entender las peculiaridades de nuestro estado hoy,
sus problemas y sus límites, es la manera como se relaciona con los intereses sociales
organizados, a los que genéricamente llamaré corporaciones. Creo que esa relación
caracteriza el decurso del estado en el siglo XX hasta nuestros días, y a ella me referiré
especialmente, luego de esbozar sucintamente el proceso de construcción del estado en el
siglo XIX.
Entre 1810 y 1880 la tarea esencial de lo que sería la comunidad argentina fue la
organización del estado; en principio, quiénes integrarían el país y cuáles serían las bases
mínimas de su organización institucional. La Revolución de Mayo pulverizó todas las
legitimidades políticas existentes en la administración española, y el antiguo poder virreinal
se fragmentó hasta lo que por entonces fue su expresión mínima: las provincias constituidas
en torno de ciudades. Esos estados provinciales fueron durante mucho tiempo los únicos
poderes realmente existentes. Por encima de ellos había una aspiración: integrar todas
juntas un estado que, de acuerdo con las ideas y palabras de la época, habría de ser también
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una nación. Hacia esa aspiración se marchó, de manera zigzagueante, por el doble camino
de las guerras y los pactos y esbozos de organización.
Para los protagonistas, el gran conflicto estaba por entonces en la forma de organización
institucional y política. La Constitución de 1853 estableció que ella sería representativa,
republicana y federal. Lo republicano era un valor dado, aunque no estuvieran claras todas
sus implicaciones. Lo representativo sólo generaría cuestionamientos en el futuro. La
cuestión principal estaba por entonces en elegir o bien un régimen de unidad y
centralización, que beneficiaba a Buenos Aires, la provincia más fuerte, o un régimen
federal, que daría pie a una discusión más pareja entre las diferentes provincias.
La Constitución de 1853 sentó las bases institucionales del nuevo estado. Pero apenas fue
un hito en un camino que sólo concluiría en 1880. Antes de eso, la Guerra del Paraguay
colocó ante una situación límite al nuevo estado, que en medio del conflicto debió afrontar
no solo la guerra, sino el desafío y la insurrección franca de muchos gobiernos provinciales.
Estos siguieron, y recién en 1880, con el sometimiento de la provincia de Buenos Aires, el
último estado provincial rebelde, y la casi simultánea afirmación de la jurisdicción estatal
en las tierras del Sur, y poco después en las de Chaco, pudo decirse que el estado estaba
parado sobre sus pies, con sus instituciones básicas diseñadas y su poder reconocido.
En la segunda mitad del siglo XIX, con las alternativas mencionadas, se construyeron las
instituciones básicas del estado: las leyes o códigos y las agencias, como el ejército, el
correo, el presupuesto y el sistema fiscal, entre otras. Esta construcción estatal acompañó y
orientó la formación de un país nuevo. No es fácil reconocer en la Argentina de 1914,
cuando se levanta el Tercer Censo Nacional, a la de 1869, que ya era bastante distinta de la
de 1850. Las grandes novedades –es bien sabido- fueron la expansión de la producción
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Durante un lapso prolongado, que bien podría extenderse hasta la Primera Guerra Mundial,
el estado, que ya disponía de instrumentos eficientes para intervenir, pudo incidir en una
sociedad en construcción, magmática y maleable. Marchó por delante de ella y pudo
desarrollar los proyectos elaborados por sus dirigentes. Un análisis pormenorizado
encontrará tempranamente indicios de resistencias y de posibles modificaciones de los
designios estatales; pero, en conjunto, el estado pudo practicar una suerte de ingeniería
social, fruto de un consenso que surgió de intensos debates, muchas veces no saldados para
sus protagonistas pero que decantaron en propuestas acordadas.
Desde comienzos del siglo XX las cosas comenzaron a cambiar. A medida que la sociedad
se asentaba, se hizo más diversificada y compleja y en cada lugar comenzaron a fijarse los
intereses, cada vez más concretos, y a organizarse para su defensa. El interés de los
trabajadores estalló a principios de siglo y tuvo como voceros a los anarquistas, capaces de
transformar cualquier reclamo específico en la demanda de una sociedad justa, sin estado ni
patrones. Pero hacia 1915 el avance de la corriente sindicalista revela que los reclamos se
hacían más precisos, específicos y negociables.
Similar organización puede encontrarse en el mundo rural, en el que las demandas de los
chacareros, los jornaleros, los pequeños comerciantes, los terratenientes y los grandes
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El ejemplo del azúcar nos recuerda que la intervención ordenadora del estado –que podría
vincularse con algo similar al llamado interés general- incluye habitualmente elementos que
desequilibran el fiel de la balanza a favor de alguno de los intereses. En muchos casos la
regulación genera algún tipo de franquicia, de concesión especial. A veces, por
razonamientos indirectos, estas franquicias pueden justificarse en nombre del interés
general y ser consideradas como un traspaso de ingresos de los más a los menos
favorecidos o como el costo necesario del comienzo de algo. Pero sin solución de
continuidad, la franquicia puede derivar en un privilegio que excluye a unos y beneficia a
otros, y de allí puede pasarse a la prebenda lisa y llana: un obsequio que desde el estado se
hace a un grupo de interés. Si esto constituye o no una prebenda suele ser una cuestión
opinable. Por ejemplo, puede discutirse si hay un interés nacional en la protección del
azúcar tucumano o simplemente una prebenda, cuyos beneficiaros principales no son tanto
los tucumanos como el grupo Tornquist, dueño de la refinería de azúcar de Rosario.
En 1930 comienza una nueva etapa del estado, caracterizada por el despliegue de su
potencia. La crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial y el vasto proceso de
“nacionalización de las masas”, que culminó en los años cincuenta constituyeron el desafío
al que las elites políticas –que fueron diferentes a lo largo de estos años- respondieron con
una expansión de las capacidades estatales.
Con Perón se mantuvo el dirigismo de los años 30, que se amplió en dos sentidos: uno
llevaba a la autarquía económica y a la planificación y el otro se orientaba a la distribución
y a la justicia social. El primero expresaba la inspiración militar; el segundo, la línea
política de Perón, que se tradujo en la consagración legal de muchos derechos sociales y
también en una institución difícil de clasificar, la Fundación Eva Perón, para cubrir aquellas
zonas a las que el estado no llegaba.
Hubo una novedad fundamental en la relación entre el estado y los intereses, plenamente
desplegada en el caso de los sindicatos. La ley estableció el régimen que aún nos rige:
personería gremial, es decir una franquicia para la representación, que es revocable por el
estado, asignada a un único sindicato nacional por rama de industria, con descuento por
planilla de la cuota sindical. No es necesario agregar mucho acerca de lo que esto significó,
y aún significa, en la consolidación de los sindicatos y sus dirigencias. Por otro lado se
estableció el sistema de negociación salarial única: la Convención colectiva por rama de
industria, a cargo de tres partes, una sindical, una patronal y la tercera estatal. La
representación patronal única impulsó la integración de los distintos sectores empresariales,
que idealmente debían converger en la Confederación General Económica y sus
confederaciones de segundo grado. El modelo de confederación se extendió a los
profesionales, a los estudiantes y -si el tiempo lo hubiera permitido- a cualquier grupo
social identificable.
En los años posteriores a 1955, tan complejos políticamente, el estado siguió expandiendo
sus funciones y adquirió mayores capacidades para decidir sobre la fortuna del conjunto de
corporaciones que giraban en torno suyo.
Por una parte, la política globalmente denominada desarrollista, de Frondizi a Perón, que
dominó en esos años, con obvios matices y diferencias, incrementó esa participación. La
convocatoria a los inversores extranjeros para que asumieran el desarrollo de distintos
sectores industriales básicos –como el petróleo o los automotores, por ejemplo- se hizo
sobre la base de la concesión de franquicias: en el caso de los automotores, hubo
exenciones impositivas y sobre todo se aseguró a las empresas que se radicaban el
monopolio de un mercado interno cautivo. Eso les permitió producir a costos más altos que
en sus países de origen, en parte porque la maquinaria no era la más moderna y en parte
porque la reducida dimensión del mercado argentino dificultaba las economías de escala.
Lo mismo sucedió en cada caso, incluyendo las atractivas promociones regionales o
provinciales, que a veces solo sirvieron para instalar plantas ensambladoras. En otros casos,
como el de Aluar, planta productora de aluminio, se sumó un incentivo gigantesco: la
construcción de una presa hidroeléctrica y el suministro a bajo costo de electricidad, que
era el principal insumo.
Por otra parte, el fatídico ciclo trienal de la economía, tantas veces descrito, que tenía su
clímax en la devaluación, le daba al estado la facultad de una fabulosa traslación de
ingresos en el momento de la devaluación, y lo convertía luego en el árbitro de sucesivos
ajustes posteriores, en los que cada actor recuperaba sus posiciones, que, no por repetidos,
eran menos decisivos.
El ciclo trienal está en el centro de la intensa puja distributiva que se desarrolló en esos
años en torno de un estado gobernado por gobiernos débiles por su ilegitimidad y por el
peso de los llamados “factores de poder”. Su debilidad los convertía en presionables. Todos
los actores de lo que Portantiero calificó como “parlamentarismo negro” se organizaron de
manera aguerrida. El más notable fue el sindicalismo peronista, que según los casos
desplegó su acción en el campo corporativo y el político. Por entonces, y pasado el
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En ese juego -que ha sido caracterizado como de empate o suma cero- el sindicalismo
interactuó con varias corporaciones patronales, representantes de distintos segmentos del
interés empresario, enfrentadas en algunas cuestiones y coincidentes en otras. Otros actores
importantes eran las fuerzas armadas –tutores y a la vez defensores de un interés
corporativo- y la iglesia. Esto ocurrió en el gran escenario nacional. Hubo otros escenarios,
de menor espectacularidad pero igualmente conflictivos. Estaban por ejemplo los médicos,
o los laboratorios farmacéuticos, que tuvieron incidencia en la deposición del presidente
Illia.
Rodeado y jaqueado por las corporaciones, el estado fue perdiendo su iniciativa y su unidad
de criterio y resultó, más bien, el botín de quienes protagonizaban en torno suyo un duro
combate. Una decisión estatal –a veces bastaba la firma de un secretario de estado-
significaba beneficios espectaculares para quien ganaba una licitación, recibía un régimen
de promoción, obtenía una desgravación, un aumento general de salarios, una liberación de
precios, una protección arancelaria o una devaluación. Los privilegios se convirtieron en
groseras prebendas, como en el caso ya citado de Aluar, una empresa que combinaba a un
grupo empresarial nacional, fuerte en la CGE, y un grupo de altos oficiales de Aeronáutica,
que recibió el ya mencionado régimen promocional.
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Esta combinación de estado potente y lucha corporativa se vio, por última vez en esos
términos, durante la última y breve presidencia de Perón. Perón era un hombre de estado,
creía en el estado y estaba convencido de que la reconstrucción nacional pasaba, en primer
lugar, por su puesta en pie. El Pacto Social que imaginó retomaba los criterios de su
presidencia anterior: un poder político fuerte, en consonancia con las corporaciones, capaz
de arbitrar entre ellas y, en este caso, convocarlas a frenar la inflación. Para ello unificó la
CGT, cosa fácil, y también unificó la representación empresaria, cosa difícil pero lograda al
fin cuando todo el mundo ingresó, volens nolens, en la CGE. El 12 de junio de 1974, en lo
que fue su última aparición pública, en medio de un recrudecimiento de la inflación, unido
al desabastecimiento, Perón salió al balcón de la Plaza de Mayo para reprochar a los
firmantes infieles del Pacto el no haber sostenido con sus actos lo que habían declarado
aceptar. A los sindicalistas no les hubiera sido fácil hacerlo, pues estaban presionados por
una demanda incesante de sus bases, alentada por la ilusión de la vuelta de Perón y
motorizada por las direcciones más radicales. Tampoco a los empresarios, a quienes una
inflación apenas disimulada imposibilitaba atenerse a los precios máximos. La crisis, que se
desplegó en toda su intensidad en el año siguiente, desnudó los límites de esta relación
entre un estado inflado y carcomido y los vigorosos poderes corporativos.
“Achicar el estado es agrandar la nación” fue una exitosa consigna de los militares. Las
recetas neoliberales, traídas por el ministro Martínez de Hoz y su grupo, tuvieron un interés
singular para los militares. Vieron en la reducción del estado el achicamiento de las
corporaciones que habían vivido a su costa, especialmente los industriales protegidos y los
sindicatos. A la vez, ese achicamiento reduciría el botín estatal, en el que veían la fuente del
conflicto social. Se esperaba que el mercado pusiera orden y disciplina allí donde el estado
sembraba prebendarismo.
El estado abrió el mercado interno lo suficiente para iniciar la destrucción del sector más
débil de la industria nacional. La desocupación resultante se compensó con amplios
programas de obras públicas, que beneficiaron al otro sector de nuevos prebendarios, la
llamada “patria contratista”: los contratistas estatales, que además comenzaron a hacerse
cargo de parte de las actividades de las empresas estatales. Junto con ellos estaban los
militares, que además de gobernar el estado aprovecharon ampliamente, como corporación,
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En este proceso, las políticas estatales iniciaron un giro de 180 grados, que se completó en
los años noventa. En él hubo ganadores y perdedores, se inició la polarización de la
sociedad y se dañó gravemente la industria nacional, que hasta entonces había sido la base
de la producción y el empleo. No voy a abundar en este proceso, por otra parte bien
conocido. Solo señalaré que la máquina estatal quedó gravemente afectada, aunque la
magnitud de este daño tardó en hacerse evidente.
nueva versión de un pacto social, o para decirlo en los términos de la época, un Pacto de la
Moncloa. El Gobierno anduvo a tientas, sin acertar con las alianzas y recibiendo la presión
muy espectacular de la corporación sindical –que formaba pinza con la oposición peronista-
y la más solapada de los diversos segmentos del mundo empresario.
La reforma, que debía reducir y racionalizar el estado y además liberar a la economía de las
distorsiones de la injerencia estatal, creó sin embargo un nuevo lote de sectores que
recibieron importantes prebendas del estado o que aprovecharon, por su posición política
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privilegiada, el proceso de su desarme. Entre ellos estuvieron los beneficiados con las
privatizaciones de las empresas estatales, tanto los antiguos contratistas convertidos en
gerenciadores como los acreedores externos que transformaron sus bonos incobrables en
partes de las empresas privatizadas. Un buen grupo de dirigentes sindicales recibió
participación en las empresas privatizadas, y así algunos –como los de la Unión
Ferroviaria- agregaron a su condición de dirigentes gremiales la de empresarios del ramo.
Más en general, durante unos años muchos argentinos disfrutaron de un modo u otro de la
apreciación del peso derivada de la Convertibilidad. Todo ello explica lo débil de las
oposiciones a un cambio cuyos efectos habrían de sentirse poco después.
Por razones obvias, los militares dejaron de estar entre las corporaciones prebendadas. Pero
a los viejos beneficiarios corporativos –las distintas “patrias”- se agregó uno nuevo: los
políticos profesionales que, de manera bastante corporativa (es decir, sin grandes
diferencias entre colores políticos), participaron de los beneficios de esta liquidación del
capital estatal. Una manifestación de esta participación se encuentra en el espectacular
crecimiento de la corrupción, especialmente en torno del centro del poder que, de manera
discrecional, podía distribuir las prebendas. La imagen de la “carpa chica” expresa
adecuadamente esta situación.
voy a considerar aquí, pero señalaré una de ellas: bajo esta forma de protesta social una
nueva corporación se agregaba así al elenco de quienes reclamaban al estado.
Aunque se preparó en los años anteriores, la crisis de 2001 puso en evidencia la magnitud
del daño que la transformación iniciada en 1976 había producido en la sociedad. Algunos
de esos efectos eran inevitables, si se considera que el tipo de organización económica y
estatal instalado en 1930 había llegado a su límite. Otros resultaron agravados por la forma
irresponsable de realizar en los años noventa la reforma y ajuste del estado, al punto de que
sus dimensiones más racionales –que las tuvo- quedaron empequeñecidas. Expresiones
como “cirugía mayor sin anestesia” sintetizan esa modalidad de la reforma. Otras
consecuencias no tuvieron que ver necesariamente con la reforma del estado sino que
fueron generadas por la rapiña de los nuevos predadores constituidos en torno del proceso
de reforma estatal.
La crisis de 2001 generó un nuevo consenso, no tanto sobre las salidas de la crisis como
sobre sus responsables. Se trataba del Fondo Monetario Internacional y del neoliberalismo,
una fórmula global con parte de razón, pero que oscurecía responsabilidades más
específicas acerca de los modos de la reforma. Frente al neoliberalismo, la vuelta del estado
apareció como la solución, sin que ese cambio de rumbo estuviera acompañado por una
reflexión más profunda acerca de qué quedaba exactamente en pie del estado. Las políticas
proclamadas durante los años de Kirchner fueron presentadas como una recuperación del
papel del estado. La bonanza generada por la sorpresiva recuperación de los precios
internacionales de nuestros bienes exportables, traducida en superávit fiscal, apareció
como la prueba de la eficacia de esas políticas. El buen éxito de la política desarrollada por
el ministro Lavagna hasta 2005 ofreció una prueba adicional.
Buena parte de esas políticas estuvo orientada a contener la crisis social y paliar algunos de
los efectos negativos más evidentes y conflictivos. La depreciación del peso sirvió para
estimular a las empresas y recuperar una porción del empleo perdido, aunque estuvo lejos
de solucionar el problema de fondo. Pero el grueso de la acción del estado, posibilitada por
la holgura fiscal, se concentró en los subsidios, que eran ayudas estatales focalizadas y
divisibles. Sirvieron para contener las demandas, pero, además, en un contexto de
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ciudadanía muy deteriorado, fueron un excelente instrumento para producir los sufragios
necesarios para la sustentación de un poder presidencial concentrado.
Puesto en esos términos, es difícil sostener que ha habido un giro de 180 grados en la
política respecto de un estado que cada vez está más golpeado y rapiñado. A la vez, pueden
trazarse muchas similitudes entre dos largos gobiernos que han sido presentados como
opuestos o alternativos. Menem y Kirchner, que encabezaron los dos gobiernos peronistas
de la actual democracia, construyeron dentro de los marcos de la institucionalidad
republicana –forzada al límite pero no rota- un nuevo tipo de jefatura; es decir, una
adecuación de la tradición peronista al contexto de la democracia. Han encontrado a la vez
un modo de gobernar un estado sumamente deteriorado, a tal punto que sus mecanismos
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7. Balance y prospecto
Decíamos al principio que la opción entre liberalismo y estatismo, que en otros contextos
tiene sentido, no es aplicable a la Argentina. No hay estatismo posible con el estado en su
situación actual, y lo que se llama estatismo son en realidad abusos del Gobierno, dirigidos
contra la sociedad y contra el estado.
Esto coloca en un cierto punto las discusiones acerca de qué hacer con el estado. Hay pocos
que, en términos generales, discutan la conveniencia o necesidad de tener un estado en
forma, eficiente, capaz de hacer cumplir la norma y, como decía al principio recordando a
Durkheim, capaz de servir para que la sociedad piense sobre sí misma. Pero hay muchos
que, en su esfera específica de acción y sin hacer de ello una teoría, contribuyen a
mantenerlo en su nivel actual o inclusive a profundizar su deterioro.
El Bicentenario nos invita a pensar proyectos. Volvemos la mirada a otros momentos en los
que, de un modo u otro, se propusieron distintos proyectos; convocamos a la formulación
de proyectos y de acuerdos; incluso diseñamos proyectos. Pero todos ellos serán vanos si
no tenemos la herramienta estatal para ejecutarlos. En las condiciones actuales, cualquier
cambio ha de ser, me temo, la ocasión para que aparezca alguna variedad nueva de
depredadores. La misma posibilidad de pensar nuevos proyectos –si uno no cree en las
variantes tecnocráticas- depende de la existencia de un estado que alimente la circulación
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de ideas entre la sociedad civil, los funcionarios y los dirigentes políticos, aquella en la que
el gran republicano Émile Durkheim vio la clave del estado y de la república.