Está en la página 1de 4

LO QUE EL CORREÍSMO LE DICE A LA IZQUIERDA.

por Pablo
Ospina Peralta

Hace poco salió a la luz un libro colectivo en el que participé: “El Correísmo al
desnudo”. Varios amigos y amigas de las izquierdas independientes del gobierno
escribimos nuestro diagnóstico sobre el proceso político que vive el país y afilamos la
crítica. Para cualquiera que lo haya leído debe estar claro por qué no apoyamos a un
gobierno que se presenta como de izquierda y que levantó muchas de nuestras
expectativas al inicio. Yo nunca participé personalmente en el gobierno ni en su
movimiento político pero hasta la aprobación de la Constitución de Montecristi fui parte
de las amplias corrientes progresistas y revolucionarias que a pesar de las críticas que
podían emerger aquí o allí, apoyábamos su gestión. En esos años escribía yo en el diario
El Telégrafo y creo que se puede leer en esos editoriales una posición de apoyo crítico
desde la izquierda.

Varias lecturas críticas desde la derecha o desde el centro político han planteado que el
libro denuncia el correísmo como una “traición” a los valores de la izquierda y que al
hacerlo así, eludimos nuestra responsabilidad en el resultado final. ¿Qué le corresponde
a la izquierda en este desvarío entre autoritario y caudillesco? Estoy de acuerdo con
Alberto Acosta cuando dice que no podemos ser una izquierda que agrade a la derecha;
mientras más incómodos se pongan, es mejor. Pero creo que no siempre hemos sido
claros en decir qué del desastre ocurrido puede ser genuinamente atribuido a una
tradición auténtica de nuestra corriente de pensamiento y de acción que debemos
cambiar. En este artículo quiero poner mi grano de arena en esa autocrítica colectiva.

Personalmente jamás he hablado de “traición”. Mi interpretación del correísmo es que


siempre hubo corrientes políticas variadas en su seno y que las izquierdas fueron
paulatinamente desplazadas de la conducción del proceso. Nunca me hice grandes
ilusiones con el caudillo. Recuerdo una reunión con Fander Falconí poco antes de
asumir el gobierno donde le dije cuál era la comparación histórica que me parecía más
apropiada para el gobierno que estaba a punto de entrar en funciones: la asunción de
Jaime Roldós Aguilera en 1979. Un hombre progresista pero en modo alguno un
revolucionario. Recuerdo también un encuentro de iglesia de los pobres en Baños en
octubre de 2007, donde invitamos al entonces candidato a la Asamblea, Fernando Vega,
y él nos decía que Correa era un fiel exponente de la doctrina social de la Iglesia. En ese
tiempo nosotros queríamos más, y sigo pensando que el papel de las izquierdas
anticapitalistas es siempre empujar por más, por extender los límites de lo posible; pero
respecto a Rafael Correa, siempre hubo claridad de que no era un propulsor de cambios
revolucionarios.

Y en realidad obtuvimos más de lo que cabía esperar. No solo la retórica, el Plan del
Buen Vivir, o la Constitución, sino la inversión social y el regreso del Estado al espacio
vedado de la economía. En el libro hay muchos balances específicos que muestran que
en varios campos, como el minero o el agrario, las cosas empeoraron respecto al
neoliberalismo en lugar de mejorar porque el Estado fortalecido se empeña en empujar
lo que aquellos gobiernos intentaron pero no tuvieron fuerza para sostener. Son
desbalances perfectamente previsibles en un gobierno con tendencias tan dispares en su
interior y cuyos balances de fuerza cambian forzosamente en cada coyuntura. Yo no
estoy en la oposición porque el correísmo haya traicionado un programa anti –
capitalista más radical que habría sido el propugnado en 2006. Un análisis histórico
riguroso mostraría que no había tal programa más radical, salvo tal vez, en unos pocos
puntos como el ambiental.

Lo que sí cabía esperar era un gobierno que al hacer cambios progresistas desechando
lo más infame del neoliberalismo, contribuyera al fortalecimiento de las fuerzas que
pueden empujar por más. Que se ampliaran los espacios democráticos para el
crecimiento de las organizaciones populares, de su poder, de su preparación, de su
formación política. Que se propiciara la creatividad social en la solución de problemas.
Que el Estado favoreciera la autonomía de los sectores populares mejorando sin
condiciones ni obsecuencia su acceso a medios económicos y recursos organizativos.
Que se ampliaran las libertades civiles y el ambiente de participación protagónica de la
gente contribuyendo así a enfrentar las resistencias de la derecha o empujando desde
abajo a las fuerzas progresistas y de izquierda.

En todas esas expectativas puramente democráticas, nada revolucionarias, el correísmo


no puede ser calificado más que como un insólito paso hacia atrás bajo cualquier
parámetro que se lo mida. Por eso estoy en la oposición. Y todo eso empeoró
resueltamente desde la aprobación de la Constitución de Montecristi. No por la
Constitución, por supuesto, sino por el nuevo balance de fuerzas internas del correísmo.
Ya había signos preocupantes desde el principio, como toda la cruzada anti-
corporativista que hemos debido soportar desde 2007, pero desde que las izquierdas
quedaron marginadas de la conducción de Alianza País, se vino la noche.

Y es precisamente en este tema donde la tradición de las izquierdas, creo yo, carga con
un gran peso muerto del pasado. Aquí es donde yo pienso que tenemos una
responsabilidad ideológica e histórica. Las fuerzas de la izquierda más radical han sido
una potente fuerza democratizadora cuando están en la oposición y luchan desde la
sociedad civil. Pero las experiencias históricas de la izquierda radical en el gobierno
exhiben un despiadado, corrosivo, inquietante y trágico saldo de autoritarismo,
personalismo y retroceso en las garantías civiles mínimas. ¿Es una casualidad que las
experiencias revolucionarias del siglo XX fueran tan brutalmente personalistas? Desde
Stalin a Mao, pasando por Fidel Castro y Daniel Ortega, la concentración personal de
poder es una constante. Eso sin hablar de los récords de persecución política, viles
asesinatos, masacres, vigilancia policial y anulación del debate público. Frecuentemente
para defendernos de estas acusaciones decimos que en el capitalismo también hay todo
eso. Por desgracia es una defensa pobrísima: que sea malo aquí no lo hace bueno allá. El
socialismo tenía que ser mucho mejor. Y no lo fue; cuando menos, fue tan malo como el
remedo de democracia que vivimos en el capitalismo. Para mí, como lo leí una vez en
Mariátegui, el socialismo siempre fue una superación del liberalismo, no su abolición.

Se aducen muchas razones para semejante deriva tan lejana a la lucha de las
comunidades obreras y artesanales que dieron origen y sentido a las ideas socialistas.
Desde una historia intelectual plagada de misticismo milenarista hasta las
“desviaciones” y “errores” propias de toda empresa humana. Yo creo que una de sus
raíces más problemáticas para la izquierda anticapitalista es que se hunde en una de las
tensiones más profundas que debe resolver cualquier revolución verdadera. ¿Cómo
pueden sectores subalternos empobrecidos, dispersos, confinados en un localismo
extremo por la dominación, ser los protagonistas, vigilantes y dirigentes de un cambio
radical en las estructuras económicas y sociales vigentes? Si miramos la historia pasada,
siempre las nuevas clases que tomaron el poder y dirigieron los cambios de época eran
dominantes en la economía, la cultura y la sociedad antes de controlar el poder político.
Nada semejante ocurre con una revolución socialista si es verdadera. Se trata de hacer
un cambio social sin precedentes donde los dominados avancen por el sendero inédito
del fin de la dominación.

Ante semejante desafío, las experiencias socialistas, carentes de un poder social


suficiente para la inmensidad de la tarea emprendida, recurrieron al instrumento de un
partido centralizado (o de un ejército popular) y se acantonaron en el poder del Estado
para utilizarlo como una formidable palanca de la transformación. En tales condiciones,
cualquier contrapeso es una amenaza contra la transformación. Cualquier disidencia es
un riesgo para la unidad de acción necesaria para conducir una táctica flexible y
adaptada a la infinita complejidad de la política real. Ante tal necesidad insoslayable, no
es raro que las experiencias socialistas condujeran a una centralización incompatible
con una democracia profunda y deliberativa, como aquella que se prefiguraba muchas
veces en la vida subterránea en la que se hacía oposición al capitalismo.

El correísmo no es una revolución sino una serie de reformas más o menos tímidas,
otras más o menos profundas. Pero se comporta como si fuera revolucionario porque en
la gestualidad revolucionaria encuentra parte de su legitimación. Sostengo también que
se apoya en esta tradición de centralización y autoritarismo. No estoy diciendo que
Rafael Correa sea autoritario porque la izquierda que lo acompañó lo adornó con una
tradición autoritaria. Como dije antes, Rafael Correa no viene de la izquierda
anticapitalista sino de la doctrina social de la Iglesia. Estoy seguro que leyó mucho más
las Encíclicas de Paulo VI que los debates entre Rosa Luxemburg y Karl Kautsky sobre
el camino del poder. El caudillo tiene otras fuentes para abrevar del autoritarismo, que
es algo que hay por todos lados en nuestra sociedad, desde el gamonalismo (solo hay
que ver cómo trata a sus subordinados) hasta el velasquismo. Esta tradición no está en el
origen de los rasgos del correísmo sino en cómo contribuye a su legitimación actual.

Lo que esa tradición de la izquierda anticapitalista facilita es que el correísmo pueda


gozar del apoyo internacional de una parte significativa de la opinión pública
progresista mundial. Esas fuerzas han abrevado de una historia de subestimación del
daño provocado por los rasgos autoritarios, de centralización del poder y de
suplantación del protagonismo popular por parte de una serie de jacobinos iluminados.
A la izquierda latinoamericana y mundial, desde Atilio Borón hasta Ignacio Ramonet
pasando por Martha Harnecker, le parece secundaria la presencia de esos rasgos
personalistas y autoritarios. Se pueden pasar por alto esos pequeños problemas menores
frente a los beneficios geopolíticos que derivan del desafío imperial. Yo mismo tenía
visiones semejantes, sobre otros temas, antes de la caída del Muro de Berlín. Es lo que
nos lleva a mirar hasta con cierta simpatía a la tiranía sin nombre de Bashar – al – Assad
en Siria, como si los enemigos de nuestros enemigos fueran necesariamente nuestros
amigos. Rafael Correa no ha llegado, por supuesto, a los límites inauditos de la tiranía
en Siria y no puede ser considerado un fascista o un nazi. Esa caracterización sería una
exageración peligrosa.

Pero resta que es parte de nuestra tradición política subestimar esos rasgos inaceptables
en cualquier proceso de cambio. Yo creo que no solo debemos rechazarlos por razones
de principio sino también por razones instrumentales. Sin amplias libertades para
debatir, protestar, y disentir, como decía Rosa Luxemburg, la vida pública se estanca, se
degrada y muere. Y esto vale mucho más para los sectores populares que necesitan
mucho debate, mucha apertura y mucha libertad para manifestarse, para aprender de los
errores y para formarse en la experiencia de intervenir y tomar decisiones en la política.

No basta enunciar un deseo y afirmar una aspiración. El problema de fondo queda en


pie. ¿Cómo hacer una revolución verdadera sin caer en la trampa de instrumentos (sea el
partido sea el ejército sea el Estado) altamente centralizados, casi forzosamente
personalistas, y llenos de anticuerpos contra la crítica y el debate abiertos? Necesitamos
otra estrategia para la superación del capitalismo que también sea capaz de eludir el
sendero tan transitado y mutilante del insípido reformismo socialdemócrata. El
correísmo sí es, sí debe ser, una oportunidad para cuestionarnos profundamente en
nuestras propias tradiciones políticas y nuestra más preciada historia de éxitos y
fracasos. Solo así podremos hacer de esta frustración, una oportunidad.

También podría gustarte