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Graeme Simsion

El Proyecto
Esposa
Traducción del inglés de
Magdalena Palmer
Título original: The Rosie Project

Ilustración de la cubierta: W. H. Chong

Copyright © Graeme Simsion, 2013


Publicado por primera vez por The Text Publishing Co., Australia, 2013
Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2013

Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.


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ISBN: 978-84-9838-554-0
Depósito legal: B-23.951-2013

1ª edición, octubre de 2013


Printed in Spain

Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1


Capellades, Barcelona
Para Rod y Lynette
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Puede que haya encontrado una solución al Problema


Esposa. Como sucede con tantos avances científicos, vis­
ta en retrospectiva resultaba evidente, pero de no ser por
una serie de acontecimientos imprevistos es poco proba­
ble que hubiera dado con ella.
La secuencia la inició Gene al insistir en que diese
una conferencia sobre el síndrome de Asperger que él se
había comprometido a pronunciar previamente. La hora
programada era de lo más inoportuna. La preparación de
la conferencia podía compaginarse con la ingesta del al­
muerzo, pero esa noche había reservado noventa y cuatro
minutos para limpiar el baño. Me enfrentaba a tener que
elegir entre tres opciones, ninguna satisfactoria.

1. Limpiar el cuarto de baño después de la con­


ferencia, con la resultante pérdida de horas
de sueño y la consecuente reducción de mi
rendimiento físico y mental.
2. Reprogramar la limpieza para el martes si­
guiente, con los resultantes ocho días de higie­
ne personal deficiente y el consecuente riesgo
de enfermedad.

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3. Rechazar pronunciar la conferencia, con el
resultante perjuicio a mi amistad con Gene.

Presenté el dilema a Gene, que como siempre tenía


una alternativa.
—Don, pagaré a alguien para que te limpie el baño.
Una vez más le expliqué que todas las empleadas do­
mésticas, a excepción quizá de la mujer húngara de falda
corta, cometían errores. La Mujer Falda Corta, anterior
empleada de Gene, había desaparecido tras surgir cierto
problema entre él y Claudia, su mujer.
—Te daré el móvil de Eva. Pero no me menciones.
—¿Y si me pregunta? ¿Cómo responderé sin men­
cionarte?
—Dile que la has llamado porque es la única em­
pleada del hogar que conoces que limpia bien. Y si me
menciona, no digas nada.
Éste era un desenlace excelente, ejemplo del talento
de Gene para solucionar problemas sociales. A Eva la
satisfaría que se reconociera su competencia y quizá hasta
fuese apta para asumir esa tarea de forma permanente, lo
que dejaría libre una media de trescientos dieciséis minu­
tos semanales en mi programación de tareas.
El problema de la conferencia había surgido cuando
a Gene se le presentó la oportunidad de mantener rela­
ciones sexuales con una profesora chilena que asistía a un
congreso en Melbourne. Uno de los proyectos de Gene
es mantener relaciones sexuales con mujeres de todas las
nacionalidades posibles. Como catedrático de Psicología
está sumamente interesado en la atracción sexual huma­
na, que él considera, en gran medida, determinada gené­
ticamente.
Dicha creencia es del todo consecuente con su for­
mación como genetista. Sesenta y ocho días después de
que me contratara como investigador de posdoctorado,

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lo ascendieron a director del departamento de Psicología,
un nombramiento muy controvertido con el que se pre­
tendía posicionar la universidad como líder en psicología
evolutiva e incrementar su perfil público.
En el período que trabajamos juntos en el departa­
mento de Genética mantuvimos muchas discusiones inte­
resantes que continuaron tras su ascenso. Eso ya me habría
bastado para considerar satisfactoria nuestra relación, pero
además Gene me invitó a cenar a su casa e interpretó otros
rituales de amistad que derivaron en una relación social.
Su esposa Claudia, psicóloga clínica, también es ahora
una amiga, lo que suma un total de dos.
Durante un tiempo, Gene y Claudia intentaron ayu­
darme con el Problema Esposa. Lamentablemente, su
enfoque se basaba en el paradigma tradicional de citas
que yo había abandonado porque las probabilidades de
éxito no justificaban el esfuerzo ni las experiencias nega­
tivas. Soy alto, inteligente y sano, tengo treinta y nueve
años, un estatus relativamente elevado y unos ingresos
superiores a la media como profesor adjunto; lo lógico
sería que le resultase atractivo a una amplia gama de mu­
jeres. En el reino animal conseguiría reproducirme sin
problemas.
Sin embargo, hay algo en mí que no atrae al género
femenino. Nunca me ha sido fácil hacer amistades y, al
parecer, los defectos que originan este problema también
han afectado a mis intentos de establecer relaciones ro­
mánticas. El Desastre del Helado de Albaricoque es un
buen ejemplo.
Claudia me había presentado a una de sus muchas
amigas. Elizabeth era una informática muy inteligente
con un problema de visión que corregía con gafas. Men­
ciono las gafas porque Claudia me enseñó una fotografía
y me preguntó si eran un problema. ¡Una pregunta in­
creíble, viniendo de una psicóloga! A la hora de evaluar

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la idoneidad de Elizabeth como compañera potencial
—alguien capaz de proporcionar estímulo intelectual,
compartir actividades y quizá llegar hasta el apareamien­
to—, la primera preocupación de Claudia era mi reac­
ción ante la montura elegida, que seguramente respondía
a la recomendación del óptico. Éste es el mundo en que
me ha tocado vivir. Luego Claudia me dijo, como si fue­
ra un problema:
—Es de ideas muy firmes.
—¿De base científica?
—Supongo.
Perfecto. Era como si Claudia me hubiera descrito
a mí.
Nos citamos en un restaurante tailandés. Los restau­
rantes son campos de minas para los ineptos sociales y yo
estaba nervioso, como suele ocurrirme en situaciones se­
mejantes. Pero tuvimos un inicio excelente: ambos llega­
mos justo a las 19.00 horas, según lo acordado. La mala
sincronización acarrea enormes pérdidas de tiempo.
Sobrevivimos a la comida sin que ella me criticara por
ningún error social. Es difícil mantener una conversación
mientras te preguntas si estás mirando la zona corporal
adecuada, pero siguiendo la recomendación de Gene me
concentré en sus gafas, lo que derivó en cierta imprecisión
en el proceso de ingesta de alimentos que ella no pareció
advertir. Muy al contrario, mantuvimos una conversación
muy productiva sobre los algoritmos de simulación. ¡Era
una mujer tan interesante! Yo ya empezaba a plantearme
la posibilidad de una relación permanente.
El camarero trajo la carta de postres y Elizabeth de­
claró:
—No me gustan los postres asiáticos.
Aquélla era con toda seguridad una generalización
endeble basada en una experiencia limitada, y quizá ten­
dría que haberla identificado como una señal de adver­

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tencia. Pero me brindó la oportunidad de realizar una
sugerencia creativa:
—Podríamos tomar un helado al otro lado de la calle.
—Qué buena idea. Siempre y cuando tengan de al­
baricoque.
Estimé que progresaba adecuadamente y no pensé
que la preferencia por el albaricoque fuera a plantear
problema alguno.
Me equivocaba. Aunque la heladería disponía de una
amplia oferta de sabores, se habían acabado las existencias
de albaricoque. Yo pedí un cucurucho doble de chocolate
picante y regaliz, y le dije a Elizabeth que especificara su
segunda preferencia.
—Si no tienen albaricoque, paso.
No podía creérmelo. Todos los helados saben casi
igual debido al enfriamiento de las papilas gustativas,
sobre todo los de sabores frutales. Le propuse el mango.
—No, gracias, estoy bien así.
Le expliqué con cierto detalle la fisiología del enfria­
miento de las papilas gustativas. Predije que si adquiría
un helado de mango y uno de melocotón sería incapaz
de distinguirlos y, por extensión, lo mismo se aplicaba al
albaricoque.
—Son sabores muy diferentes. Si eres incapaz de
distinguir el mango del melocotón, allá tú —repuso ella.
Nos hallábamos ante una simple discrepancia objeti­
va que podía resolverse empíricamente en un pispás. Pedí
dos helados pequeños de ambos sabores, pero cuando el
empleado acabó de prepararlos y me volví para pedir a
Elizabeth que cerrase los ojos a fin de efectuar el ensayo,
había desaparecido. ¡Vaya con la base científica! ¡Y las
ciencias informáticas!
Después Claudia me dijo que tendría que haber aban­
donado el experimento antes de que Elizabeth se mar­
chara. Evidentemente. Pero ¿en qué momento? ¿Dónde

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estaba la señal? Ésas son las sutilezas que no alcanzo a
captar, como tampoco por qué una acentuada sensibilidad
respecto a enigmáticas preferencias por ciertos sabores de
helados debe considerarse un prerrequisito para ser pareja
de alguien. Parece razonable suponer que algunas mujeres
no exigen eso; por desgracia, encontrarlas resulta increí­
blemente difícil. El Desastre del Helado de Albaricoque
me había costado toda una noche de mi vida, una pérdida
de tiempo sólo compensada por la valiosa información
sobre los algoritmos de simulación.

Me bastaron dos almuerzos para investigar y preparar la


conferencia sobre el síndrome de Asperger sin sacrificar
nutrientes, gracias a que había wifi en la cafetería de la
biblioteca de Medicina. Apenas conocía los trastornos del
espectro autista, pues no formaban parte de mi especiali­
dad. El tema era fascinante. Juzgué adecuado centrarme
en los aspectos genéticos del síndrome, que posiblemente
el público desconocería. La mayor parte de las enferme­
dades derivan parcialmente de nuestro adn, aunque en
muchos casos todavía no lo hayamos descubierto. Mi
propio trabajo se centra en la predisposición genética a la
cirrosis hepática. Dedico un alto porcentaje de mi horario
laboral a emborrachar ratones.
A partir de los libros y artículos de investigación que
describen los síntomas del síndrome de Asperger, llegué
a la conclusión provisional de que muchos no eran más
que variaciones de la función cerebral erróneamente ca­
lificadas como trastorno médico porque no se ajustaban
a las normas sociales —en realidad, convenciones socia­
les— que reflejan las configuraciones humanas más co­
munes, no su espectro al completo.
La conferencia estaba programada para las 19.00 ho­
ras en un colegio cercano de las afueras. Calculé un trayec­

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to en bicicleta de doce minutos y me concedí tres minutos
más para encender el ordenador y conectarlo al proyector.
Llegué a las 18.57, según lo previsto, veintisiete mi­
nutos después de haber dejado en mi piso a Eva, la em­
pleada doméstica de falda corta. Aunque habría unas
veinticinco personas merodeando ante la puerta del aula,
reconocí de inmediato a Julie, la convocante, gracias a la
descripción de Gene: «Una rubia de tetas grandes.» En
realidad, sus pechos sólo presentaban una pequeña des­
viación estándar del tamaño medio en relación con su
peso corporal y no eran una característica destacable. Se
trataba más bien de una cuestión de elevación y expo­
sición derivada de su elección de indumentaria, que me
pareció muy práctica para una calurosa noche de enero.
Debí de excederme en el tiempo dedicado a verificar
su identidad, porque me miró de un modo extraño.
—Usted debe de ser Julie —le dije.
—¿Qué quiere?
Bien. Una persona práctica.
—Indíqueme dónde se halla el cable vga, por favor.
—Ah, usted es el profesor Tillman. Me alegro de que
haya podido venir.
Me tendió la mano, pero yo la rechacé con un gesto.
—El cable vga, por favor. Son las dieciocho horas
cincuenta y ocho minutos.
—Tranquilo, nunca empezamos antes de las siete y
cuarto. ¿Le apetece un café?
¿Por qué la gente valora tan poco el tiempo de los
demás? Ahora mantendríamos la inevitable charla trivial.
Podría haber pasado esos quince minutos en casa practi­
cando aikido.
Hasta ese momento había centrado mi atención en
Julie y la pantalla del fondo de la sala. Entonces eché un
vistazo alrededor y reparé en que había pasado por alto a
diecinueve personas. Eran niños, en su mayoría varones,

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sentados en pupitres. Víctimas del síndrome de Asperger,
supuse. Casi toda la literatura médica del síndrome está
dedicada a los niños.
Pese a su dolencia, aprovechaban el tiempo mucho me­
jor que sus padres, que parloteaban sin ton ni son. La ma­
yoría operaba con dispositivos informáticos portátiles. Te­
nían edades comprendidas entre los ocho y los trece años.
Esperaba que hubiesen prestado atención en sus clases
de ciencias, pues mi material daba por supuestos conoci­
mientos básicos de química orgánica y estructura del adn.
Entonces advertí que no había respondido a la pre­
gunta del café, así que lo hice:
—No.
Por desgracia, debido al retraso, Julie ya había olvi­
dado la pregunta.
—No quiero café —expliqué—. Nunca tomo café
después de las quince horas cuarenta y ocho minutos, pues
repercute en la calidad del sueño. La cafeína tiene una vida
media de entre tres y cuatro horas, por lo que es una irres­
ponsabilidad servir café a las diecinueve horas a menos
que la persona destinataria pretenda estar despierta hasta
pasada la medianoche, lo cual le impediría dormir las ho­
ras adecuadas si tiene un trabajo convencional.
Intentaba aprovechar la espera ofreciendo un consejo
práctico, pero al parecer ella prefería hablar de trivialidades.
—¿Cómo está Gene? —preguntó.
Era a todas luces una variante de la fórmula de inte­
racción más común: «¿Cómo estás?»
—Está bien, gracias —respondí, adaptando la res­
puesta convencional a la tercera persona.
—Ah. Creía que estaba enfermo.
—El estado de salud de Gene es excelente, salvo por
seis kilos de sobrepeso. Esta mañana ha ido a correr y esta
noche tiene una cita; si estuviera enfermo sería incapaz
de salir.

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Julie no pareció muy satisfecha y más tarde, al recon­
siderar la interacción, comprendí que Gene le había men­
tido acerca de los motivos de su ausencia, seguramente
para evitarle la sensación de que aquella conferencia no
era importante para él y justificar el envío de un orador
menos prestigioso como sustituto. Resulta casi imposible
analizar una situación tan compleja que incluye el enga­
ño, imaginar la respuesta emocional de otra persona y
además preparar una mentira plausible mientras alguien
aguarda a que contestes a su pregunta. Sin embargo, eso
es exactamente lo que la gente espera que hagas.
Por fin encendí mi ordenador y empezamos, ¡con die­
ciocho minutos de retraso! Tendría que hablar un 43 por
ciento más rápido para terminar a las 20.00 horas, según
lo previsto, un objetivo prácticamente imposible de alcan­
zar. Acabaríamos tarde, lo que arruinaba toda mi progra­
mación para el resto de la noche.

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2

Había titulado mi charla «Precursores genéticos de los


trastornos del espectro autista», para la que contaba con
algunos excelentes diagramas de estructuras del adn. Sólo
llevaba nueve minutos hablando, más rápido de lo habi­
tual a fin de recuperar el tiempo perdido, cuando Julie me
interrumpió.
—Profesor Tillman, como la mayoría de los presen­
tes no somos científicos, quizá debería ser un poco menos
técnico.
Esta clase de afirmación resulta irritante en grado
sumo. La gente puede hablarte de las supuestas caracterís­
ticas de un Géminis o un Tauro y pasarse cinco días vien­
do un partido de críquet, pero no tiene tiempo ni interés
en aprender las nociones básicas de lo que nos constituye
como seres humanos.
Continué con mi exposición según la había prepara­
do. Era demasiado tarde para cambiarla y seguro que parte
del público estaba lo bastante informado para entenderla.
No me equivocaba. Un varón de unos doce años le­
vantó la mano.
—¿Dice que no es probable que haya un solo mar­
cador genético implicado sino varios y que la manifesta­

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ción global depende de la combinación específica? ¿Afir­
mativo?
—¡Exacto! Además de factores ambientales. La si­
tuación es análoga al trastorno bipolar, que...
Julie interrumpió de nuevo.
—Para los que no somos genios, aclararé que creo
que el profesor Tillman está recordándonos que el sín­
drome de Asperger es algo con lo que se nace. No es culpa
de nadie.
Me horrorizó el uso de la palabra «culpa» con todas
sus connotaciones negativas, en especial en boca de al­
guien con autoridad en la materia. Abandoné mi decisión
de no desviarme de los aspectos genéticos. Sin duda la
cuestión había estado tiempo debatiéndose en mi sub­
consciente, lo que quizá motivó que alzara el tono.
—¡Culpa! El síndrome de Asperger no es ningún de­
fecto. Es una variante. Y potencialmente una gran venta­
ja. El síndrome de Asperger se asocia con organización,
concentración, ideas innovadoras y objetividad racional.
Una mujer del fondo de la sala levantó la mano.
Como yo estaba concentrado en el razonamiento, cometí
un pequeño error social, pero lo corregí sobre la marcha:
—¿Sí, la mujer gord... con sobrepeso del fondo?
Ella vaciló y miró alrededor antes de preguntar:
—¿Objetividad racional es un eufemismo de ausen­
cia de emoción?
—Un sinónimo —repuse—. Las emociones pueden
causar grandes problemas.
Decidí que sería útil ofrecer un ejemplo, recurrir a
una historia en la que el comportamiento emocional tu­
viese consecuencias desastrosas.
—Imagine que está escondida en un sótano. El ene­
migo los busca a usted y sus amigos. Todos tienen que
guardar absoluto silencio, pero su bebé se pone a llorar.
—Hice una imitación, un recurso típico de Gene para que

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el relato sea más convincente—: ¡Buaaaaaa! —Tras una
pausa dramática, añadí—: Usted tiene una pistola.
Se alzaron manos por todas partes. Julie se levantó de
un brinco mientras yo continuaba:
—Con silenciador. El enemigo se acerca, los matarán
a todos. ¿Qué haría usted? El bebé berrea...
Los niños estaban impacientes por aportar sus res­
puestas. Uno gritó: «¡Dispara al bebé!», y pronto todos
clamaban: «¡Dispara al bebé, dispara al bebé!»
—¡Dispara al enemigo! —chilló el chico que había
planteado la pregunta genética.
—¡Tiéndeles una emboscada! —exclamó otro.
Las sugerencias llegaban cada vez con más rapidez:
—¡Usa el bebé como cebo!
—¿Cuántas armas tenemos?
—¡Tápale la boca!
—¿Cuánto puede sobrevivir sin respirar?
Como esperaba, todas las ideas venían de los «enfer­
mos» de Asperger. Los padres no aportaban sugerencias
constructivas y algunos incluso intentaban reprimir la crea­
tividad de sus hijos.
Alcé las manos.
—Se acabó el tiempo. Buen trabajo, chicos. Todas las
soluciones racionales han venido de los «aspis». El resto
estaba incapacitado por la emoción.
—¡Vivan los aspis! —gritó un muchacho.
Había leído esta abreviatura en la literatura médica,
pero tuve la impresión de que era una novedad para los
chicos. Al parecer les gustó, y pronto todos estaban de pie
en las mesas y sillas con los puños en alto, coreando «¡Vi­
van los aspis!». Según mis lecturas, los niños con síndrome
de Asperger suelen adolecer de falta de confianza en si­
tuaciones sociales. Su eficacia en la resolución del proble­
ma parecía haberles proporcionado un alivio temporal, pero
sus padres seguían sin proporcionarles un refuerzo po­

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sitivo: gritaban y en algunos casos hasta tiraban de ellos para
bajarlos de las mesas. Daba la impresión de que les preocu­
paba más la observancia de las convenciones sociales que
el progreso de sus hijos.
Consideré que me había explicado de forma convin­
cente y Julie no creyó necesario seguir con la genética. Los
padres parecieron centrarse en reflexionar sobre lo que sus
hijos habían aprendido y se marcharon sin interaccionar
conmigo. Sólo eran las 19.43, un resultado excelente.
Mientras guardaba mi ordenador portátil, Julie soltó
una carcajada.
—Oh, Dios mío. Necesito una copa.
No estaba seguro de por qué compartía esta informa­
ción con alguien que sólo conocía desde hacía cuarenta
y seis minutos. Yo también planeaba consumir algo de
alcohol al volver a casa, pero no veía ningún motivo para
informar de ello a Julie.
—Oiga, nunca usamos esa palabra, «aspis» —añadió
Julie—. No queremos que crean que forman parte de una
especie de club.
Más connotaciones negativas provenientes de alguien
a quien supuestamente pagaban para ayudar y estimular.
—¿Como la homosexualidad?
—Touché. Pero es distinto. Si ellos no cambian, no
tendrán relaciones auténticas; nunca encontrarán pareja.
Era un argumento razonable que yo entendía muy
bien, dadas mis propias dificultades en ese ámbito. Pero
Julie cambió de tema.
—Pero ¿dice usted que hay cosas... cosas útiles...
que hacen mejor que los no Asperger? Además de matar
bebés.
—Por supuesto. —Me pregunté por qué los involu­
crados en la educación de personas con características
especiales no reparaban en el valor y la demanda de mer­
cado de tales atributos—. Hay una empresa en Dinamar­

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ca que contrata aspis para las pruebas de aplicaciones
informáticas.
—No lo sabía. La verdad es que está haciéndome ver
las cosas desde otra perspectiva. —Me miró un instan­
te—. ¿Tiene tiempo para una copa? —Y me puso una
mano en el hombro.
Di un respingo. Contacto inapropiado, sin duda. Si
yo le hubiese hecho eso a una mujer, seguro que me habría
metido en un buen lío, posiblemente una queja por acoso
sexual ante la decana con graves consecuencias para mi
carrera. Pero, claro, nadie iba a criticar a Julie por eso.
—Lamentablemente, tengo otras actividades progra­
madas.
—¿No hay flexibilidad?
—Desde luego que no.
Ahora que había conseguido recuperar el tiempo per­
dido, no pensaba volver a sumir mi vida en el caos.

Antes de conocer a Gene y Claudia tuve dos amigas. La


primera fue mi hermana mayor. Aunque era profesora de
Matemáticas, no tenía mucho interés por los avances en
su campo. Vivía cerca; me visitaba dos veces por semana
y en ocasiones también de forma aleatoria. Comíamos
juntos y hablábamos de trivialidades como los aconteci­
mientos en las vidas de nuestros familiares o las interac­
cio­nes sociales con nuestros colegas. Un domingo al mes
íbamos a Shepparton a comer con nuestros padres y
nuestro hermano. Estaba soltera, lo que bien podía de­
berse a que era tímida y convencionalmente no atractiva.
A consecuencia de una grave e inexcusable negligencia
médica, ahora está muerta.
La segunda amiga era Daphne, cuyo período de amis­
tad se solapó con el de Gene y Claudia. Se había mudado
al piso de arriba tras el ingreso de su marido, aquejado de

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demencia, en una residencia. Debido a un problema en las
rodillas exacerbado por la obesidad, Daphne apenas podía
andar, pero era muy inteligente y empecé a visitarla con
regularidad. No tenía títulos académicos y había ejercido
el tradicional papel de ama de casa, lo que yo consideraba
un inmenso desperdicio de talento, sobre todo porque sus
descendientes no le devolvían los cuidados prestados. Ella
sentía curiosidad por mi trabajo y emprendimos el Pro­
yecto Enseñar Genética a Daphne, que resultó fascinante
para ambos.
Empezó a cenar regularmente en mi casa debido a la
considerable economía de escala que supone cocinar para
dos personas en lugar de preparar dos comidas indepen­
dientes. Todos los sábados a las 15.00 horas visitábamos a
su marido en la residencia, que estaba a 7,3 kilómetros de
distancia. Yo combinaba aquel paseo de 14,6 kilómetros
empujando su silla de ruedas con una interesante conver­
sación sobre genética, y después leía mientras ella hablaba
con su marido, cuyo nivel de comprensión, aunque difícil
de evaluar, era indudablemente bajo.
Daphne se llamaba así por la planta cuya floración
coincidía con su fecha de nacimiento, el 28 de agosto. En
todos sus cumpleaños su marido le había regalado dafnes,
lo que ella consideraba un acto romántico en grado sumo.
Se lamentó de que, por primera vez en cincuenta y seis
años, aquel acto simbólico no tendría lugar en su siguien­
te cumpleaños. La solución era evidente y, antes de lle­
varla en silla de ruedas a mi casa para celebrar su setenta
y ocho aniversario, adquirí cierto número de esas flores
para regalárselas.
Daphne enseguida reconoció la fragancia y rompió
a llorar. Temí haber cometido un terrible error, pero ella
me explicó que sus lágrimas eran un síntoma de felicidad.
También le impresionó la tarta de chocolate que le había
preparado, pero no con igual intensidad.

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Mientras comíamos hizo una declaración increíble:
—Don, serías un marido maravilloso.
Aquella afirmación se contradecía tanto con el re­
chazo que solían mostrarme las mujeres que me quedé
momentáneamente perplejo. Después le expuse los he­
chos: la historia de mis intentos de encontrar pareja, em­
pezando con la hipótesis infantil de que me casaría al ha­
cerme mayor y mi posterior abandono de esa idea cuando
resultó evidente que no era apto.
El argumento de Daphne era simple: hay alguien para
cada uno de nosotros. Estadísticamente, su afirmación
era casi correcta; por desgracia, las probabilidades de que
yo encontrase a dicha persona eran cada vez más bajas.
Pero aquello creó cierta inquietud en mi cerebro, como
sucede con los problemas matemáticos que sabemos que
tienen solución.
Repetimos el ritual de las flores en sus dos cumplea­
ños siguientes. Los resultados no fueron tan espectacula­
res como la primera vez, pero también le compré regalos
—libros de genética— y ella se mostró encantada. Me
dijo que su cumpleaños siempre había sido su día prefe­
rido. Yo sabía que eso era normal en los niños debido a
los regalos, pero no lo esperaba de un adulto.
Noventa y tres días después de la tercera cena de
cumpleaños, mientras íbamos a la residencia de ancianos
hablando de un artículo de genética que Daphne había
leído el día anterior, se hizo patente que había olvidado
algunos aspectos significativos. No era la primera vez que
últimamente le fallaba la memoria, de modo que organicé
una evaluación de sus funciones cognitivas. El diagnósti­
co fue enfermedad de Alzheimer.
La capacidad intelectual de Daphne se deterioró rá­
pidamente y pronto nos fue imposible mantener nuestras
charlas sobre genética, pero continuamos con las comi­
das y los paseos a la residencia de ancianos. Ahora Daph­

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ne hablaba sobre todo de su pasado, en especial de su
marido y su familia, así que me formé una visión global
de lo que puede ser la vida matrimonial. Siguió insis­
tiendo en que podría encontrar una compañera compa­
tible y gozar del elevado nivel de felicidad que ella había
expe­rimentado en su existencia. Investigaciones adicio­
nales confirmaron que los argumentos de Daphne tenían
corrobo­ración científica: los hombres casados son más
felices y longevos.
El día que Daphne me preguntó «¿Cuándo volverá a
ser mi cumpleaños?», comprendí que había perdido la
noción del tiempo. Decidí que era aceptable mentir para
optimizar su felicidad. El problema era encontrar un
ramo de dafnes fuera de temporada, pero obtuve un éxito
inesperado. Conocía a una genetista que trabajaba en la
alteración y extensión del período de floración de las
plantas con fines comerciales, la cual facilitó algunas daf­
nes a mi florista, y luego simulamos una comida de cum­
pleaños. Repetía el procedimiento siempre que Daphne
preguntaba por su aniversario.
Llegó un momento en que tuvo que reunirse con su
marido en la residencia de ancianos. Como la memoria le
fallaba cada vez más, celebramos sus cumpleaños más a
menudo, hasta que acabé visitándola a diario. La florista
me dio una tarjeta de fidelidad especial. Calculé que Da­
phne había alcanzado la edad de doscientos siete años en
número de cumpleaños cuando dejó de reconocerme, y
trescientos diecinueve cuando ya no respondió a los ra­
mos de dafnes y dejé de visitarla.

No esperaba volver a tener noticias de Julie. Como siem­


pre, mis conjeturas sobre la conducta humana se demos­
traron erróneas. Dos días después de la conferencia, a
las 15.37, un número desconocido llamó a mi teléfono.

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Julie dejó un mensaje pidiéndome que la llamara y dedu­
je que me había olvidado algo en la sala de conferencias.
Nuevo error, pues Julie quería seguir hablando del
síndrome de Asperger. Me alegró que mi charla hubiese
sido tan influyente. Sugirió que quedásemos para cenar;
no era el entorno ideal para una conversación productiva,
pero, como suelo cenar solo, sería fácil programarlo. La
investigación preliminar era otra cuestión.
—¿Qué temas específicos le interesan?
—Oh. Pensé que podríamos hablar en general... para
conocernos un poco.
Aquello sonaba excesivamente vago.
—Necesito al menos concretar unas líneas generales
del tema a tratar. ¿Qué le resultó más interesante de lo
que dije?
—Bueno... supongo que eso de las pruebas informá­
ticas en Dinamarca.
—Pruebas de aplicaciones informáticas. —Sin duda,
tendría que investigar—. ¿Qué le gustaría saber?
—Me preguntaba cómo los encuentran. La mayoría
de los adultos con síndrome de Asperger no saben que
lo tienen.
Era verdad. Entrevistar a candidatos aleatoriamente
parecía una forma muy ineficaz de detectar un síndrome
cuya prevalencia se estimaba en menos del 0,3 por ciento.
—Supongo que usarán un cuestionario como filtro
preliminar —aventuré a modo de hipótesis.
Antes de terminar la frase, ya había visto la luz. No
en sentido literal, por supuesto. ¡Un cuestionario! Era la
solución obvia. Un instrumento científicamente válido,
de diseño específico y que incorporase las mejores técni­
cas actuales para cribar a las malgastadoras de tiempo, las
desorganizadas, las exigentes con los sabores de helado,
las susceptibles al acoso visual, las pitonisas, las lectoras
de horóscopos, las obsesas de la moda, las fanáticas reli­

26
giosas, las veganas, las espectadoras de deportes, las crea­
cionistas, las fumadoras, las analfabetas científicas y las
homeópatas, hasta llegar, idealmente, a la compañera per­
fecta o, siendo más realistas, a una preselección de candi­
datas manejable.
—¿Don? —Era Julie, que seguía al teléfono—. ¿Cuán­
do quieres quedar?
La situación había cambiado. Las prioridades eran
otras.
—Imposible. Tengo la agenda completa.
Iba a necesitar todo el tiempo disponible para el
nuevo proyecto.
El Proyecto Esposa.

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