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Entre la era progresista de Upton Sinclair (1878-1968) y los tiempos posmodernos de Robert

Parry (1949-2018), la industria del periodismo vivió un ciclo largo de consolidación,


hegemonía y decadencia que se atribuye, generalmente, a una misma raíz: la emancipación
del consumidor de noticias que hoy no requiere ya de la mediación de la gran prensa
para organizar su perspectiva del mundo. Entre burbujas de filtros y cámaras de eco, el
sesgo cognitivo de las audiencias (segmentadas hasta el infinito) inhibe la fuerza de control
de los medios que, antaño, controlaron el relato de Occidente. Traicionados y ofendidos por
un reguero de odiosos amateurs, (youtubers, influencers, trols y otras especies) que
seleccionan, editan y distribuyen información por vías horizontales, gratuitas y accesibles, la
gran prensa desprecia a los prosumidores del siglo XXI y prefiere imaginar (amén de
denunciar) que en el reino de las Fake News todo se maneja desde el Kremlin.

Y en esa neblina de nostalgia y resentimiento estábamos metidos cuando se murió Robert


Parry (1949-2018), uno de los grandes periodistas de investigación de Estados Unidos, que
obtuvo un discreto obituario de aquellos que lo calumniaron en la euforia inquisidora del
Russiagate. Y es que en el New York Times o el Washington Post, el respeto solo llega con
la muerte.

Robert Parry en sus contexto

La historia de Robert Parry resume las promesas rotas del cuarto poder, una institución
social que nunca representó el sueño de la publicidad ilustrada, o esta capacidad, primero
burguesa, luego proletaria, de revelar las trampas de la dominación y sus revestimientos
hipócritas (Habermas, 1981). De la divina autoridad de los reyes a la mano invisible del
mercado, la función de una prensa libre siempre fue publicitar aquello que el poder
constituido quería esconder promoviendo la vocería de todos los excluidos de la acción
política. Una prensa al servicio del pueblo. Esa era la promesa de la esfera pública. Y por
momentos -en los periódicos obreros de la Inglaterra victoriana, en la prensa migrante de
Nueva York o en las cooperativas de Libération o La Jornada- pareció posible.
Pero la prensa crítica terminó siendo más espejismo que realidad. Los periódicos
independientes del siglo XX nacieron para servir a sus anunciantes e integrar las díscolas
masas en el consenso del poder (Park, 1922) y aunque este esquema pareció derrumbarse
en la marea sesentera, fue algo coyuntural. En aquellos años de ira y pasión, una miríada de
luchas -contra Vietnam, por los derechos civiles y en favor del socialismo democrático-
devolvió al periodismo la ilusión de ser, otra vez, rabioso guardián de las libertades
públicas. La secuencia investigativa de la masacre de My Lai (1969), los Papeles del
Pentágono ( 1971) o el caso Watergate (1973) marcó por siempre a una generación de
jóvenes reporteros porque todo aquello prometía ser algo más que un ejercicio de
transparencia.

Para la generación de Robert Parry era verdad revelada que la investigación periodística,
más allá de evitar el abuso de poder, debía frenar la espiral de guerra, destrucción y
muerte que amenazaba, incluso, los cimientos de una democracia agonizante vaciada,
literalmente, de la presencia y la agenda de las clases subalternas y los enemigos -míticos o
reales-de Estados Unidos. Se trataba de impedir que el discurso de la Guerra Fría
dominara, de nuevo, la opinión pública. Y fue ese ambicioso élan vital el que permitió a
aquellos jóvenes irados vincular los motines de Detroit con los bombardeos de Saigón y
convertía el periodismo en una barrera total contra la colusión de los fuertes y la
desesperación de los débiles. Destello de esta ilusión fue la serie Lou Grant que yo veía,
doblada al español, en mis tiempos de adolescente. Y digo destello porque aquella serie,
cancelada en 1982, fue la cola de un cometa cuyo rastro se desvaneció en la cómplice
banalidad de los ochentas. Quizás esta sea la razón que los estudiantes de Ciencias de la
Comunicación en Bellaterra no supiéramos, a finales de los ochenta, quien era Robert Parry.

Periodismo capitalista o por qué la verdad no es asunto de los medios

La historia de esta derrota anunciada del periodismo de investigación peca de circular. Y


viene de lejos, Y de nuevo reúne, en forma extraña, las biografías de Upton Sinclair y
Robert Parry a través de un actor permanente del ecosistema mediático: Associated Press.
The Brass Check. A Study of American Journalism (1919) Aquel recuento de infamias lo
publicó por su cuenta y riesgo el propio Upton Sinclair para retratar la responsabilidad de la
gran prensa en el sistema de corrupción financiera y terror paramilitar que formó la saga de
los Baron Robbers (Carnagie, Rockefeller, Morgan, Gould, Vanderbilt o Melon). La premisa
era clara: “el periodismo estadunidense es una institución de clase que sirve a los ricos y
menosprecia a los pobres” (pág. 143). Pocos recuerdan hoy en día la traducción que hiciera
en 1961 Gregorio Selser bajo el combativo título de La ficha de bronce (la prostitución del
periodismo), pero cabe remarcar la cadena de pruebas que Sinclair aporta sobre las
ocultaciones y distorsiones que Associated Press organizó en sus cables de 1914 para
impedir que el gobierno federal mediara en favor de los mineros de Colorado. La
desinformación de la primera agencia de Estados Unidos determinó la suerte de 13 mujeres
e hijos de carboneros, asesinados a bocajarro tras el asalto de la Guardia Nacional a un
campamento de huelguistas un 20 de abril de 2104 en la que fue conocida como la matanza
de Ludlow.

El libre flujo de información para los periódicos de Estados Unidos se convirtió en un “muro
de concreto” (The Brass Check. A study of American Journalism , pág. 41) para proteger los
intereses de John D. Rockefeller y su Colorado Fuel and Iron Company mediante la supresión
de noticas (pág. 165) y los falsos reportes (pág. 170) convirtiendo la objetiva e imparcial
agencia en “el monopolio más férreo de América” (pág. 276). Lo que Sinclair esbozó en
su testimonio fue el omnívoro poder de determinación de agendas, narrativas y opiniones -
la Agenda Setting (McCombs & Shaw, 1972)- que una sola corporación de medios poseía
desde 1846. Fuerza que no se diluyó en el universo de las redes; sus noticas, enmascaradas
por otros logos mediáticos, producen 35 millones de engagements (likes y comentarios)
solo en Estados Unidos. Pero, antes y después, esta agencia sacrificó todo atisbo de
periodismo objetivo whatever It means. Lo denunció Upton Sinclair en 1914. Lo comprendió
Robert Parry en 1986.

Y, aun así, más perdió el segundo que el primero Sinclair permanece en el imaginario social
como artífice de un tiempo heroico donde, a caballo del viejo periodismo militante y el
nuevo periodismo comercial, unos pocos escritores -periodistas, pero también novelistas-
se alzaron contra los gigantes del capitalismo para relatar las raíces sangrientas de la
primera plutocracia mundial. Jack London (2001), John Reed (2017) o Upton Sinclair
(2012) inventaron el nuevo periodismo -narrativo, directo, intenso y comprometido- que
repescarían otros autores en la década de 1960. Aunque no pudieron evitar el reinado del
capitalismo monopolista y el colapso del socialismo americano, sus nombres no se
evaporaron con las ruinas de la utopía porque incluso como adversarios no podían ser
ignorados.

No puede decirse lo mismo de Robert Parry, un joven idealista que llegó al cuerpo de
prensa de Washington en 1977 cuando un metodista sureño prometía que en la Casa Blanca
no se mentiría de nuevo. Jimmy Carter duró un solo mandato y su sucesor recuperó el estilo
conspiracional de Richard Nixon contra los enemigos de siempre: los sandinistas, por
ejemplo. Y fue Robert Parry quien quiso desenmascarar el entramado de ilegalidades que
permitió financiar la guerra secreta contra Nicaragua.

Iran-contra o el Watergate que no fue

Parry tuvo todo para ser el nuevo Bernstein. Trabajaba en Associated Press, la mayor agencia
del mundo, y junto a Brian Barger, desveló el escándalo que (casi) terminó con Ronald
Reagan en 1986: el denominado Irangate, un escándalo de triangulación de fondos que
Oliver North, asesor especial del presidente Reagan, organizó a mediados de los ochenta
para financiar, gracia a la venta de armas al enemigo iraní, las operaciones de la contra
nicaragüense mediante una sofisticada red de lavadores de dinero, narcotraficantes y
agencias estadounidenses que incluía el acuerdo secreto entre la CIA y grupos de
narcotraficantes para el envío de pasta base de cocaína a Estados Unidos a cambio de
apoyo logístico para sus Freedoom Fighters de Centroamérica.

Y aunque parezca extraño, aquella exclusiva no terminó en la destitución de otro presidente


que mintió al congreso, sino en la renuncia de Parry al periodismo de clase mundial tras
descubrir su propio muro de concreto: los editores, con Keith Fuller a la cabeza, se negaban
a publicar sus textos y lo dejaban sin asignaciones relevantes para que tomara la puerta de
salida. Cuando en 1988 lo mandaron a reportear la vida sexual de un candidato demócrata,
decidió renunciar. Su historia catapultó, ciertamente, la investigación parlamentaria
sobre el caso Irán-Contra pero solo para terminar descubriendo, tras su paso por
Newsweek, que algunos de sus editores “consideraban una señal de patriotismo no
promover la destrucción de otra presidencia republicana”

Se enteró así que el espíritu setentero había muerto. La maquinaria periodística que una
década antes promovió el disenso con los poderes constituidos había retomado el viejo
estilo de la prensa capitalina soñado por el tecnocrático Lippmann: un lugar de mediación
entre élites amigas donde la información se canaliza en función de intereses mayores que el
pueblo no necesita saber. Como bien recordaba Robert Parry, la CIA aplicó las lecciones
de la guerra fría en suelo americano y explotó las debilidades de la prensa capitalista
(Sinclair dixit) para convertir los sabuesos de la investigación en periodistas empotrados al
servicio de Washington. Entre el exitoso concepto del manejo de percepciones y la notoria
derechización del cuerpo de prensa, Watergate terminó siendo la excepción a la regla.

Y así fue que Robert Parry se convirtió en un paria del sistema de medios y terminó
refugiado en un espacio virtual que prometía cambiar todo. Se llamaba entonces la World
Wide Web y sirvió como refugio temporal, mas limitado, para aquel periodismo de
investigación que había desaparecido de la prensa capitalina cuyo camino de colusión con
los poderes fácticos quedó en evidencia tras el fiasco de las armas de destrucción masiva en
Irak.

El último artículo de Robert Parry

Esta, y no otra, es la razón por la cual el nombre de Robert Parry lo recuerdan tan pocos. El
olvido es el resultado, atroz pero previsible, de una prensa de coludidos que apresura,
en esta nueva guerra fría, su conversión en maquinaria de propaganda. Por ello decidí
traducir el último artículo que publicara en su web de periodismo investigativo
Consortium.news el mes de diciembre de 2017 Murió de cáncer de páncreas pocos días
después con apenas 68 años de edad.

El periodismo empotrado se sigue cobrando sus deudas de sangre, mientras los jóvenes
que quisieron exorcizar la guerra fría en los setenta exigen, de viejos, una cruzada total
contra la Rusia eterna y malvada. Parry apostó su escaso capital contra este nuevo
macartismo y por ello no habrá ningún Spielberg que filme la hagiografía del brillante
reportero que luchó, hasta el último aliento, por una prensa libre de esos compromisos que
cimentan, una y otra vez, el camino de la destrucción.

Así que les dejó este testamento que escribiera en diciembre de 2017. Porque nunca viene
mal recordar que, a veces, los grandes periodistas pagan un alto precio por hacer su trabajo.

Una excusa y una explicación / Robert Parry

A los lectores que se han acostumbrado a tener a Consortiumnews como su fuente diaria de
noticias, me gustaría extenderles mi disculpa personal por la irregular producción de estos
últimos días. En Nochebuena, sufrí un ataque al corazón que afectó mi vista (especialmente
mi lectura y, por lo tanto, mi escritura), aunque aparentemente no ha habido más daños. Los
doctores también han estado trabajando en averiguar que pasó exactamente ya que nunca
he tenido presión arterial alta, ni tampoco he fumado jamás y en mi más reciente examen
físico no se encontró nada fuera de lo común. Quizás mi lema personal de que "todos los
días es un día de trabajo" tenga algo que ver con esto.

Quizás, también, fue un factor la implacable fealdad que domina hoy el Washington oficial
y el periodismo nacional. Parece que desde mi llegada a Washington en 1977 como
corresponsal de The Associated Press, la asquerosidad de la democracia y el periodismo
estadounidenses ha ido de mal en peor. En cierta forma, los republicanos intensificaron la
guerra de propaganda despiadada después de Watergate, negándose a aceptar que Richard
Nixon fuera culpable de alguna malversación extraordinaria (incluido el sabotaje de 1968 de
las conversaciones de paz de Vietnam del presidente Johnson para obtener una ventaja en
las elecciones, seguida luego por la política de sucia trucos y encubrimientos que acabaron
incluyendo el Watergate). En vez de aceptar la realidad que Nixon era culpable, muchos
republicanos simplemente aumentaron su capacidad para librar una guerra de información,
incluida la creación de organizaciones de noticias ideológicas para proteger al partido y sus
líderes de "otro Watergate".

Entonces, cuando el demócrata Bill Clinton derrotó al presidente George H.W. Bush en las
elecciones de 1992, los republicanos usaron sus medios noticiosos y su control del aparato
fiscal especial (a través del Juez Presidente de la Corte Suprema William Rehnquist y el Juez
de la Corte de Apelaciones David Sentelle) para desatar una ola de investigaciones enfocadas
a desafiar la legitimidad de Clinton, cuyo resultado final fue el descubrimiento de su
aventura con la pasante de la Casa Blanca Monica Lewinsky.

Así surgió la idea de que para derrotar a un oponente político no hacía falta establecer el
mejor argumento o despertar el apoyo popular, sino que bastaba desenterrar algún "delito"
que pudiera afectarlo. El éxito del Partido Republicano en dañar a Bill Clinton hizo posible la
disputada "victoria" de George W. Bush en 2000 en la cual Bush asumió la presidencia a
pesar de perder el voto popular y, casi con toda seguridad. el estado clave de Florida en
caso de que se hubieran contabilizado todos los votos emitidos bajo la ley estatal. Incluso
en la cúspide de su poder unilateral, Estados Unidos estaba adoptando cada vez más el
aspecto de una república bananera, excepto que sus apuestas en el mundo eran muy altas.

Aunque no me gusta la palabra "militarizar" pudo empezar a aplicarse al uso de la


“información" en Estados Unidos. El objetivo de Consortiumnews, que yo fundé en 1995, fue
utilizar el nuevo medio del Internet moderno para permitir que los viejos principios del
periodismo tuvieran un nuevo hogar, es decir, un lugar para revelar hechos importantes y
darles a todos su justa sacudida. Pero éramos solo una pequeña piedra en el océano. La
tendencia de usar el periodismo como otro simple frente en una guerra política sin límites
continuó: con demócratas y liberales adaptándose a las exitosas técnicas iniciadas
principalmente por republicanos y por conservadores adinerados.
La elección de Barack Obama en 2008 fue otro punto de inflexión cuando los republicanos
desafiaron nuevamente su legitimidad con afirmaciones falsas sobre su "nacimiento en
Kenia", una calumnia racista popularizada por la estrella de la televisión reality Donald
Trump. Los hechos y la lógica ya no importaban. Se trataba de usar todo lo que se tenga a
mano para disminuir y destruir a tu oponente.

Vimos patrones similares con las agencias de propaganda del gobierno de EE. UU
desarrollando temas para demonizar a los adversarios extranjeros y luego difamar de
“apologistas” a los estadounidenses que cuestionaron los hechos o desafiaron las
exageraciones. Este enfoque fue adoptado no solo por los republicanos (pensemos en el
presidente George W. Bush distorsionando la realidad de Irak en 2003 para justificar la
invasión de ese país bajo falsas presunciones), sino también por los demócratas que
promovieron descripciones dudosas o francamente falsas del conflicto en Siria (las cuales
incluían culpar al gobierno sirio de ataques de armas químicas pese a la sólida evidencia de
que fueron realizados por Al Qaeda y otros militantes que se habían convertido en punta
de lanza para el objetivo intervencionista neoconservador/liberal de eliminar la dinastía
Assad e instalar un nuevo régimen más aceptable para Occidente e Israel).

Una y otra vez hallaría legisladores, activistas y, sí, periodistas que se preocupaban menos
por una evaluación cuidadosa de los hechos y la lógica y más por lograr un resultado
geopolítico preestablecido. Y esta pérdida de estándares objetivos llegaba a las salas más
prestigiosas de los medios de comunicación estadounidenses. Esta perversión de los
principios – retorcer la información para ajustarla a una conclusión deseada- se convirtió en
el modus vivendi de la política y el periodismo estadounidenses. Y aquellos de nosotros que
insistimos en defender los principios periodísticos de escepticismo e imparcialidad fuimos
cada vez más rechazados por nuestros colegas, una hostilidad que surgió por primera vez
una hostilidad que surgió por primera vez entre la derecha y los neoconservadores, pero
que finalmente se filtró también al mundo progresista. Todo se convirtió en "guerra de
información".
Los nuevos parias

Por eso muchos de los que expusimos las principales irregularidades del gobierno en el
pasado hemos terminado como parias en la madurez de nuestras carreras. El legendario
periodista de investigación Seymour Hersh, quien ayudó a exponer los principales crímenes
de estado de la masacre de My Lai a los abusos de la CIA contra ciudadanos
estadounidenses, incluyendo espionaje ilegal y pruebas de LSD en sujetos desprevenidos,
tuvo que llevarse al extranjero su periodismo de investigación porque descubrió
inconvenientes pruebas que implicaban a yihadistas respaldados por Occidente en la
organización de ataques con armas químicas en Siria para que tales atrocidades pudieran
ser atribuidas al presidente sirio Bashar al-Assad. El pensamiento grupal anti-Assad es tan
intenso en Occidente que incluso la fuerte evidencia de eventos escenificados, como los
primeros pacientes que llegaron a los hospitales antes de que los aviones del gobierno
pudieran haber lanzado el gas sarín, fue relegada o ignorada. Los medios de comunicación
occidentales, así como la mayoría de las agencias internacionales y ONG se comprometieron
a preparar otro caso para el "cambio de régimen" y cualquier escéptico fue criticado como
"apologista de Assad" o "teórico de la conspiración" condenado en el camino la realidad de
los hechos.

Así que Hersh y expertos en armas como Theodore Postol del MIT se revolcaron en el fango
para favorecer nuevos grupos afines a la OTAN, como Bellingcat, cuyas conclusiones siempre
encajan perfectamente con las necesidades de propaganda de las potencias occidentales.

La demonización del presidente ruso Vladimir Putin y Rusia es solo la característica más
peligrosa de este proceso de propaganda, y es aquí donde los neoconservadores y los
intervencionistas liberales se unen de manera más significativa. Hoy en día, el enfoque de
los medios de Estados Unidos sobre Rusia es, en la práctica, 100% propagandístico. ¿Algún
ser humano consciente lee la cobertura rusa del New York Times o del Washington Post y
piensa que está recibiendo un tratamiento neutral o imparcial de los hechos? Por ejemplo,
la historia completa del infame caso Magnitsky no puede ser contada en Occidente, ni
tampoco la realidad objetiva del golpe de estado de Ucrania en 2014. El pueblo
estadounidense, y Occidente en general, está cuidadosamente protegidos de escuchar el
"otro lado de la historia". De hecho, incluso sugerir que hay otro lado de la historia te
convierte en un" apologista de Putin "o" títere del Kremlin ".

Al parecer, los periodistas occidentales ahora consideran que es su deber patriótico


esconder hechos clave que de otro modo socavarían la demonización de Putin y Rusia.
Irónicamente, muchos "liberales" que se formaron en el escepticismo ante la Guerra Fría y
las falsas justificaciones de la guerra de Vietnam insisten ahora que todos debemos aceptar
lo que nos provea la comunidad de inteligencia de EE. UU, incluso cuando se nos dice que
acatemos afirmaciones sin fundamento.

La crisis de Trump

Lo que nos lleva a la crisis que significa Donald Trump. La victoria de Trump sobre la
demócrata Hillary Clinton solidificó el nuevo paradigma de los "liberales" que abrazan toda
afirmación negativa sobre Rusia solo porque elementos de la CIA, el FBI y la Agencia de
Seguridad Nacional produjeron un informe el pasado 6 de enero que culpó a Rusia por
"piratear" correos electrónicos demócratas y liberarlos a través de WikiLeaks. No parecía
importar que estos analistas "elegidos a dedo" (como los llamó el Director de Inteligencia
Nacional, James Clapper) no evidenciaron evidencia alguna e incluso admitieron que nada
de lo dicho era un hecho.

El odio hacia Trump y Putin era tan intenso que las anticuadas reglas del periodismo y la
equidad fueron dejadas de lado. En una nota personal, me enfrenté a duras críticas incluso
de viejos amigos por negarme a alistarme en la "Resistencia" anti-Trump. El argumento era
que Trump era una amenaza tan excepcional para Estados Unidos y el mundo que debería
apuntarme a encontrar cualquier justificación para su derrocamiento. Algunas personas
vieron mi insistencia en los habituales estándares periodísticos como una suerte de traición.

Otras personas, incluidos los veteranos editores de los principales medios de comunicación,
comenzaron a considerar las acusaciones no comprobadas del Russiagate como un hecho
rotundo. No se toleró ningún escepticismo y denunciar el obvio sesgo entre los adversarios
de Trump en el FBI, el Departamento de Justicia y la comunidad de inteligencia era
considerado un ataque a la integridad de las instituciones del gobierno de los EE. UU. Los
"progresistas" anti-Trump se presentaban como verdaderos patriotas gracias a su
aceptación incuestionable de las aserciones sin pruebas de las agencias de inteligencia y
vigilancia de EEUU.

El odio a Trump se había convertido en una especie de invasión de los ladrones de cuerpos,
o tal vez muchos de mis colegas periodísticos nunca habían creído en los principios del
periodismo que había abrazado yo a lo largo de mi vida adulta. Para mí, el periodismo no
era solo una tapadera para el activismo político; era un compromiso con el pueblo
estadounidense y con el mundo para contar noticias importantes de la forma más completa
y justa que fuera posible; no inclinar los "hechos" para "conseguir" algún líder político "malo"
o "guiar" al público en la dirección deseada.

De hecho, creía que el objetivo del periodismo en democracia era darles a los votantes
información imparcial y el contexto necesario para que los votantes pudieran decidir usando
su imperfecta boleta electoral para que los políticos tomen medidas en nombre de la nación
La desagradable realidad que me transmitió el año pasado es que un número
sorprendentemente pequeño de personas en el Washington oficial y en los medios
noticiosos principales creen de verdad en la democracia real o en el objetivo de un
electorado informado.
Lo admitan o no, ellos creen en una "democracia guiada" donde las opiniones "aprobadas"
son exaltadas, independientemente de su ausencia de base fáctica, mientras la evidencia "no
aprobada" es ignorada o menospreciada independientemente de su calidad. Todo se
convierte en "guerra de información", ya sea en Fox News, la página editorial del Wall Street
Journal, MSNBC, el New York Times o el Washington Post. En lugar de proporcionar
información imparcial al público, se raciona en bocados diseñados para provocar las
reacciones emocionales deseadas con el fin de lograr un resultado político.

Como dije antes, gran parte de este enfoque fue iniciado por los republicanos en su errado
deseo de proteger a Richard Nixon, pero ahora se ha generalizado y ha corrompido
profundamente a los demócratas, los progresistas y el periodismo convencional.
Irónicamente, las desagradables características personales de Donald Trump -su propio
desprecio por los hechos y su grosera conducta personal- han despojado de su máscara a
la amplia fachada de la América oficial.

Lo que quizás sea más alarmante del año de Donald Trump es que la máscara se fue y, de
alguna manera, todas las partes del Washington oficial se revelan colectivamente como
espejos de Donald Trump, desinteresado de toda realidad, explotando la "información" para
fines tácticos, ansioso por manipular o estafar al público. Aunque estoy seguro de que
muchos anti-Trump se sentirán profundamente ofendidos por mi comparación de las
estimadas figuras del Establishment con el grotesco Trump, existe una coincidencia
profundamente preocupante entre el uso conveniente que hace Trump de los "hechos" y lo
que ha permeado la investigación del Russiagate

Mi apoplejía de Nochebuena me dificulta ahora leer y escribir. Todo me lleva mucho más
tiempo de lo que solía necesitar, y no creo que pueda continuar con el ritmo agitado que he
sostenido durante muchos años. Mientras amanece el año nuevo, pienso que, si pudiera
cambiar una sola cosa del periodismo estadounidense y occidental, sería para promover el
repudio colectivo a la "guerra de la información" en favor de un anticuado respeto por los
hechos y la equidad que nos permitiera crear, entre todos, un electorado realmente
informado.

Referencias
(s.f.).

Habermas, J. (1981). Historia y crítica de la opinión pública: la transformación estructural de la vida


pública . (J. R. Ramió, A. Domènech, & R. Grasa, Trads.) Barcelona: Gustavo Gili.

Lippmann, W. (2003). La opinión pública. (B. Guinea Zubimendi, Trad.) Madrid: Cuadernos de
Langre.

London, J. (2001). Gente del abismo. Barcelona: El Viejo Topo.

McCombs, M. E., & Shaw, D. L. (1972). The agenda-setting function of mass media. Public opinion
quarterly, 36(2), 176-187.

Park, R. E. (1922). The Immigrant Press and Its Control. Nurva York: Harper & Brothers.

Reed, J. (2017). Diez días que estremecieron el mundo. Madrid: Siglo XXI de España Editores.

Sinclair, U. (1919). The Brass Check. A study of American Journalism . Passadena, California:
Autopublicación.

Sinclair, U. (1961). La ficha de bronce: la prostitución del periodismo. (G. Selser, Trad.) Buenos
Aires: Palestra.

Sinclair, U. (2012). La jungla. Madrid: Traficantes de sueños.

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