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Copete:

Hoy, domingo, se cumplen 250 años de la muerte del gran escritor satírico Laurence Sterne
(Clonmel, Irlanda, 24 de noviembre de 1713-Londres, 18 de marzo de 1768), uno de los
grandes excéntricos del canon occidental.

250 Aniversario de Laurence Sterne (1768-2018)


Yorick, la risa y la Muerte

Montserrat Álvarez
montserrat.alvarez@gmail.com

Hoy se cumplen doscientos cincuenta años de la muerte del reverendo irlandés Laurence
Sterne, fallecido un 18 de marzo como este, pero de 1768, un par de semanas después de
haber publicado, el 27 de febrero, la obra en la que estuvo trabajando en sus últimos días, A
Sentimental Journey through France and Italy (Un viaje sentimental a través de Francia e
Italia), con el nombre de Mr. Yorick.
Mr. Yorick es el seudónimo de Sterne y en parte fue también una suerte de alter ego que no
solo estampaba su firma de bufón shakesperiano en los sermones publicados por el clérigo
sino que, recurrente símbolo de la Muerte y del Muerto (el propio y tuberculoso Sterne),
cruza su obra, sus dichos y cartas, viejo bufón de la corte al que Hamlet de niño conocía y
apreciaba y cuyo cráneo exhumado levanta en la famosa escena del cementerio, pensando
en la finitud de la existencia.
Sterne, pese a su trágico sino de tísico condenado, es recordado ante todo como humorista.
Y, a fuer de ingenio, como el autor de una de las más temerarias aventuras de la literatura
dieciochesca, que desafía las convenciones lectoras prácticamente en todos los aspectos,
desde su estructura insólita hasta sus nada convencionales lecturas de otros –así, Tristram
define el Ensayo de Locke como «un libro de historia», «la historia de lo que ocurre en la
mente de un hombre»–, pasando por la tipografía y el diseño –así la página negra (la 73) del
capítulo doce del primer volumen, duro signo del fin de Yorick–. Publicada entre 1759 y
1767 en nueve volúmenes, The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman (La vida
y opiniones del caballero Tristram Shandy) rebosa de personajes inolvidables y grotescos
que en sabrosas viñetas «secundarias» nos cuentan episodios de sus vidas al margen del
relato «central» mientras recorremos tortuosos senderos junto al caballero de la corta nariz
y los largos monólogos y su extraño tío Toby, y con salvaje elocuencia el gran Sterne nos
habla en el feroz idioma de una sátira capaz de asesinar a carcajadas.
Como cumple a la sátira penetrar la realidad, pese a su brioso delirio Tristram Shandy es la
autobiografía ficticia de un tipo humano existente, un caballero inglés del siglo XVIII. Que,
lejos de exponer solo su historia, nos obsequia también –del más digresivo modo– con los
dichos y hechos de su madre, su padre, su ya mencionado tío y varios personajes más. Y si
la sátira hace en este libro ficción de la realidad, sus juegos narrativos hacen realidad de la
ficción (y viceversa): es Shandy, en diálogo con nosotros (a quienes se dirige variando –
cual si previera, jocosamente, que el lenguaje tendría que ser inclusivo un día– el género y
el número –«respetada señora», «querido señor», «amables lectores»–), quien nos habla de
las preocupaciones y propósitos del autor «real» (id est, Sterne), y no a la inversa.
Sterne fue temprano vecino de la muerte, con cuatro hermanos fallecidos cuando era niño y
un padre que, tras dejar Irlanda, no volvió a ver con vida. Lo rondó más de cerca desde una
noche en Cambridge que ensangrentó su cama: era la tuberculosis. Quizá por eso su alter
ego, Yorick, perece en el primer volumen de Tristram Shandy. En pocos autores está tan
presente la muerte. Gracias al éxito de este libro, Sterne pudo tratar de burlarla viajando
para mejorar su salud, y vivió en Francia de 1762 a 1764, primer intento seguido de una
mejoría breve. Volvió de 1765 a 1766, con el intervalo de un viaje a Italia. Allí lo pintó
Thomas Patch: Sterne el tuberculoso, como Tristram Shandy, se inclina ante la visita fatal
que acaba de tocar a su puerta. Meses después de volver a Inglaterra, Sterne sabía ya que
tenía poco tiempo: sus cartas lo dicen. «He empapado todos tus pañuelos de sangre», le
escribe a Eliza Draper, su amante. «¡Creo que vino de mi corazón!». Vivió diez meses más.
Publicó Un viaje sentimental y los suscriptores, con sus ejemplares, recibieron una disculpa
impresa del autor por entregarles dos volúmenes y no cuatro debido a su «mala salud»,
seguida de la intención expresa de entregarles «a comienzos del invierno» los dos que les
debía.
No pudo: murió un par de semanas después, a los cincuenta y cuatro años. La literatura del
siglo XXI no ha descubierto aún todo lo que él ya sabía. Mas su clarividencia no lo libró de
una ironía póstuma. Enterrado junto a la londinense iglesia de San Jorge, su cadáver fue
robado, vendido para fines de estudio en su alma mater, Cambridge, y disecado en clase de
anatomía; para estupor de los presentes, lo reconoció un alumno, y fue clandestinamente
devuelto a ese cementerio del que, cuando lo programaron para su reurbanización en 1969,
sus huesos fueron llevados a otro lugar de reposo, en un pueblo de Yorkshire en el que fue
vicario, Coxwold, y al que, ya célebre, encontraba aburrido y dejaba cada vez que podía
para ir a disfrutar de la animación de Londres. Como se suele decir, quién quiere pasarse
los días «enterrado» en una aldea.
«Solo los valientes saben perdonar», escribió Mr. Yorick en sus sermones. Quiero creer que
el intrépido Sterne, uno de los escritores más libres que han existido, aún se sigue riendo –
por toda la eternidad– de esa última broma de la Muerte.

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