Está en la página 1de 40

NO ES COMO UNA RUBIA EN EL AVIÓN

NO ES COMO UNA RUBIA EN EL AVIÓN

#1
MARTES Y*TA

Natalia Romero

Andrea Franco
Primera edición: Buenos Aires, 2017
Impreso en Buenos Aires

Publicado por:
NO ES COMO UNA RUBIA EN EL
AVIÓN

Colección: Sofía Enecoiz y Selva Oliver

Diseño gráfico: Selva Oliver

Collage de tapa: Selva Oliver

Contacto:
noescomounarubia@gmail.com
NATALIA ROMERO
Natalia Romero

www.todaslascostas.blogspot.com.ar
HERIDA
Con la herida abierta,

me dijo.

No fue una noche tranquila,

tampoco la vez que vi los pájaros

acercarse al suelo

piar tan fuerte,

y no grité.

Fue la vez que dije no quiero.

Fue una tropa de caballos salvajes

atravesando su cuerpo

hasta llegar al mío.

El corazón me daba golpes en el pecho.

7
Ser la culpable

era una sentencia

y yo lo sabía.

Nunca preguntaron por mi herida.

Ahora puedo dejarla al descubierto

sin más refugio que el sol

para secar lo que duela.

Puedo vivir con la herida

en la punta de la mano

pero nunca como un arma.

El mal no es real,

quise decirle.

El mal es una confusión, pensé.

8
CRÍA
Es simple.

Ayer la ví,

mamá tenía un pantalón tiro alto

la cintura marcada

el pelo largo, los rulos sobre el cuello.

Una bufanda color azul

que seguro tejió la abuela.

Mamá había hecho un pacto con el mundo,

podría reconocerme si volviera

no he cambiado tanto con los años.

Podría escucharla si hago silencio.

Trato de oír 
pero a veces olvido la forma.
9
La tarde que vinieron los teros

dejaron tres huevos en medio del patio.

Salí a regar y cuando me acerqué

chillaron como si yo fuera una amenaza.

Salvajes cuidaban sus hijos

y sentí orgullo.

Sus huevos van a nacer

ellos viven para eso.

La vida de mamá

se les parece bastante.

10
TEMPERATURA
Entré a la pileta

y bajé los escalones

sin detenerme.

Una vez bajo el agua,

entero el cuerpo bajo el agua,

un nítido sentido de supervivencia

me despabiló.

Tengo un miedo menos pensé.

Me puse de rodillas

y fue,

la primera vez que el frío

se transformó.

11
MILAGRO

Alguien que podría nacer,

un almita dando vueltas, dijo.

Cerré los ojos

creí verla.

Era dorada y brillante

parecida a la luz  

que entra por la persiana

cuando amanece.

Puedo escribirle como si estuviera

de ese otro lado.

Como si pudiera pasar por el umbral

que también a mí

12
me nombra, el rumbo

que todos compartimos.

Nací

sin la pausa de estar cerca

del cuerpo quebrado que tuvo mamá.

Pude haber sentido

una fuga,

en el vientre donde crecí.

El almita debe saber todo eso

que después

al abrir su boca en este mundo

para poder vivir,

olvidará

va a olvidar.

13
EL TALA
Me asomo a la ventana

de la casa donde el patio es un monte.

Tengo puesto un saquito,

tela de algodón dulce.

Sale humo de la taza de compota que preparé,

ya es otoño.

Sobre los pastos secos en la huerta

los tordos negros, pequeñitos

uno a uno

como abejas que planean

y así, unos benteveos

aleteando fuerte

14
pían mientras picotean la hierba,

el resto de la cosecha.

Veo a los pájaros

saltar como si bailaran

sigo de pie frente al vidrio.

No puedo moverme

quiero que ahí permanezcan.

Poder verlos,

hacer su fiesta sobre el yuyal.

Pican y vuelan

pican y vuelan,

los benteveos

están armando sus nidos.

Los tordos van detrás.

15
Entonces me acuerdo del tala

que apareció atrás

alto y sin una hoja,

después de la poda del cañaveral.

Tronco grueso, añejo y noble

custodiaba la casa.

Los pájaros se acercan

pero el árbol aún no está listo.

Mientras la luz se apaga

él los ve pasar igual que yo.

Inmóviles, los dos

esperamos el secreto

que asoma por esos brotes verdes

que puedan decir,

16
tengo un corazón

he vuelto,

puedo sostener mi propia casa.

17
EL PASADO
Vas a estar bien, me digo

vas a estar bien.

Ese cielo, ¿vos viste ese cielo?

dice él,

era metálico y puro. Era inmenso.

18
QUÉ ES EL AMOR
Qué es el amor, me dijo.

Levanté la vista

vi sus ojos

plenos y dispuestos,

tenía en la pupila el rastro de una ola.

Tenía en las manos,

algo que había desprendido del jardín.

Qué es el amor, me dijo.

Esta mañana él la besó en los labios,

otra vez.

Le dejó la boca tibia

húmeda y floreciente.

19
Le dejó un agua.

Como nadar,

eso.

Abrir los brazos

dejar que el agua entre

inunde todo lo que tenga que inundar

y así destruya lo que tenga que destruir.

Abajo del agua todo resplandece.

Nadar

como pulir una madera hasta que encandile

como dejarse ir en una corriente

que no sabemos hacia dónde.

Qué es el amor, me dijo,

lo miré a los ojos

20
y no se ocultó

y sostuvo la oscuridad de la sombra en el fondo

y la claridad del sol en la superficie.

Una ola, y otra y otra.

Esto que escribo no alcanza nunca.

¿Qué es el amor? me dijo.

21
ANDREA FRANCO
Andrea Franco

andreafhoch@gmail.com
fb: /andrefhoch
SIEMPRE MAÑANA ES
MEJOR

Ella dice que el siempre mañana es mejor se aplica


siempre, aun después de vacaciones inolvidables, de
viaje en avión hacia playas paradisíacas, de caipiri-
ña bajo sombrilla de paja. La frase, repetida en la
punta de los dedos, cubre cualquier cosa que pueda
tocar, siempre mañana es mejor, y mientras vomito
tirada en el piso del baño, Lola grita que tampoco
cada día es el último día de mi vida, que no sea tan
pelotuda. Incapaz de hacer nada miro fijo, porque
tengo la asombrosa capacidad de mirar muy pero
muy fijo, para recordarlo todo. Desde el living co-
medor, ella vuelve a gritar y esta vez dice que si lo
necesito puedo ir a casa de su mamá, para que un
Reiki acelerado me armonice algo relacionado con
la energía vital universal; yo no creo en nada, salvo
cuando las puertas del subte se abren exactamente

25
en el lugar en el que estoy y todo mi ateísmo sien-
te haber sido tocado por la magia de algún dios del
subte. Escucho el obsesivo teclear de Lola desde el
living comedor, sus dedos largos y elegantes dejan
por sí mismos algo de sabiduría en el golpeteo lento
y premeditado, como si cada letra llegara después
de una búsqueda en la cual, para el mundo de Lola,
sólo una opción fuera la correcta. Abro la ducha
y me meto así como estoy, con el cuerpo-alma-ro-
pa sucia, la esponjaguante azul fue muy prácti-
ca hasta que me di cuenta de que en cierto punto
siempre hay que cambiarla de mano para enjabo-
nar el brazo que hasta entonces se utilizaba para
lavar. Me duele todo un poco y más que nada los
dientes que, apretados, me oprimen la mandíbula,
los siento latir, independizarse, silbar entre las co-
rrientes de aire; están rasposos por culpa del ácido
estomacal, del dolor que ya subió hasta las encías;
sin querer digo en voz alta los ojos no importan, los
dientes son más importantes y abro la boca debajo

26
de la ducha porque el mar lo cura todo y por ahora
de todo lo que hay a mano, esto es lo más parecido
que tengo. Pienso que todo es cíclico, y tal vez por
eso hoy, cuando de una vez por todas decido irme
de esta casa, todo parece igual al día en que llegué.

Salgo de la ducha y desde el interior de la toalla


miro en la pared la foto colgada que me regaló Max
el último día del último viaje; con un brazo afuera
del capullo-momia-caracol arranco la foto y son-
río al ver que detrás aún puede leerse en lapicera
azul algo borroneada Ilha do mel. Mi viaje, que le-
jos estuvo de la Ilha o de las paradisíacas playas del
verano de Lola, me encontró encerrada trabajando
sin descanso. Lola, en un gritopregunta, quiere sa-
ber si escuché lo último que me gritó, y como nadie
responde se materializa en la puerta de mi cuarto
para repetir con menor intensidad la anteúltima
pregunta formulada, algo sobre si yo también siento
la ansiedad en las rodillas cuando estoy en la para-
da de colectivo y no puedo aguantar para subir o

27
para irme a alguna otra parte en la que continuar
con la lectura que llevo en la cartera, quiere saber
si a mí también me pasa y si sólo recién entonces
me doy cuenta de lo mucho que me gusta el libro
que empecé. Porque no entiendo ni la mitad de lo
que dice, le digo que me deje pensarlo mientras me
cambio, y por un rato eso parece brindarle cierta
satisfacción, la suficiente como para volver al li-
ving comedor y al obstinado tecleo que repiquetea
por toda la casa. Al peinarme descubro que, en la
pantalla, la bandeja de entrada dice (1), y acerco
ojos-mano-boca al ver que esta vez escribe Max,
y entonces su mail, que más bien parece una carta
cerrada a presión con sello de cera, dice en pala-
bras de Max que todavía no puede recibirme, que
la semana que viene sería sí, por qué no, la semana
perfecta para que vaya, que me espera cada día más
y que Angra do rei es el lugar perfecto para insta-
larnos juntos y entre tanto perfeito al final lo úni-
co que pasa es que la que sigue esperando soy yo.

28
La tercera vuelta de la gomita es siempre la más
conflictiva y sólo da lugar a dos opciones: o la go-
mita cede bajo la presión, o en el mejor de los casos
el pelo queda ahí, atascado para siempre, en toda
la cilíndricaestrechez que la gomita permite. Lola,
impune, grita a su pantalla, y a mí me llega un tar-
tamudeo incoherente que dice todo es música, hasta
el vaivén de la hamaca amplificado por la falta de aceite,
y que también dice el flan con dulce de leche y crema,
eso es barrio, que dice cualquier cosa con tal de de-
cir. Los mails de Max se apilan unos sobre otros,
se acumulan, se apretujan y ocupan todos los po-
sibles cajones virtuales. Y mientras el contrato de
espera se vuelve insoportable, Brasil, por su parte,
crece exponencialmente: se multiplican las calzas de
lycra, las bikinis diminutas, los colores fluorecen-
tes que rigen la modacaribe, las filas de reposeras
donde el último envión de la ola refresca los pies y
las calles y la arena y el calor. No tengo nada, sólo
una fotopostal, sólo muestras salidas de algún cho-

29
ro de Pixinguinha o de una reproducción de algún
cuadro de Tarsila do Amaral. Me gustaría saber si
el mar me curaría los dientes-miedos-ojos o todo
lo demás. Con su boca perfeita hecha sonrisa, Max
fue lo único brasilero que conocí en Brasil. Lola
que sabe que yo no me voy a animar a este viaje,
ya no grita, escupe en un susurro el no te animás y
dice que entonces va a ir ella, porque alguien se tie-
ne que ir. Lo dice con toda naturalidad, como quien
puede decir cualquier cosa y luego llevarla a cabo.
Lola sabe que yo sé que ella puede, si quiere, to-
mar ahora mismo un avión a Brasil. Yo sé que ella
puede, si quiere, hacer sus habituales pases de ma-
gia y dejarme sin Max, sin Brasil, sin nada de nada.

30
MIL HOJAS

Y qué si no puedo volver a escribir nunca más. Qué


va a pasar. Qué voy a hacer con todo lo que se acu-
mula rápidas burbujas de soda que ascienden al en-
cuentro del aire libre al girar de la tapita. Aire libre,
Juan. Ya no tengo tiempo para escribir lo que no
se escribió antes, lo que dejé sin escribir. Juan dice
que la tarde de escritura parece haber sido otra vez
productiva, porque cociné más que nunca, y ahora
las tortas de queso de chocolate de manzana ocu-
pan todo el espacio y se amontonan en los estantes
para, de a poco, robar silenciosas-­‐frágiles-­‐impu-
nes el territorio de los libros, lámparas, portarre-
tratos y recuerdos de Brasil. Sigo el ritmo, y cada
lectura de cada ingrediente deja una cadencia, una
parte de mí que se acompasa, un canto coral que no
me deja ser solista. Tengo miedo, Juan, de no ser mi
propia voz. Juan dice que mi tiempo se lo gastó la
Humanidad, y que la Humanidad lo pierde en co-
mer comida en lugar de alimento balanceado, y si
ya ni los gatos se ocupan de cazar moscas-­‐pája-
ros-­‐ratas por qué nosotros deberíamos batir cla-
ras a punto de nieve, enmantecar y enharinar. Yo
digo que no gastamos sino que invertimos energía
para después comerla, como si en esa preparación
también dejáramos algo. Juan dice que lo único que
parezco haber dejado es la escritura y encima grito,
le grito. Cómo voy a dejarla, Juan, pensá que para
dejar hay que, primero, tener. Y qué pasa si todo
lo que hay son listas para ser tachadas, casilleros a
ser rellenados, ingredientes a ser mezclados y nada
más. Las tortas multicolores pretenden cumplir su
destino de tortas, y sé que por eso Juan las mira
impaciente sin querer preguntar qué vamos a ha-
cer esta vez con nuestra casa de pronto repostería.
No voy a comerlas, ni siquiera las voy a probar. Me
gustaría explicarle a Juan que para mí cocinar es
escribir sin leer, no quiero volver a la frase anterior,
no voy a releer: lo que importa está por resolver-
se en la siguiente línea-­‐palabra-­‐torta. Lo que so-
bra quedará ahí. Juan dice sentir lástima por toda
esa comida sobrante, desparramada por años a lo
largo de mi vida. Yo me pregunto por qué no tie-
ne más lástima de mis palabras, más lástima de mí.

Cuando atiendo el teléfono insistente la mamá de


Juan dice que hubiese querido acercarse hasta la
puerta de mi casa para hablar conmigo, pero vive
tan lejos y tiene que hacer tantas cosas y le faltan
las fuerzas para decirme que Juan tuvo un accidente
y murió camino al hospital. La gente siempre mue-
re camino al hospital, pienso, sin cámaras lentas ni
sonidos ahogados ni algún épico movimiento de
música clásica de orquesta sinfónica. Nada de eso.
Se murió, dice una voz diminuta adentro mío. Y
ahora sólo quedo yo, Juan, propietaria de la casa
de la viejabruja de Hansel y Gretel, arrinconada
entre tortas semiderretidas y el gato que saca la
lengua para probar la crema de un Lemon Pie. Es
un golpe bajo de tu parte haber muerto así nomás,

33
después de las tortas y del amor. Las tortas no me
van a servir de nada, no me alcanzarían las manos
para llevarlas a tu funeral. Alimento balanceado
te voy a llevar. La mamá de Juan, todavía del otro
lado del teléfono, me escucha preguntar por qué la
llamaron a ella y no a mí, si yo estoy más que segu-
ra de ser su contacto de emergencia, y pienso que
no habrá habido tiempo para buscar la obra social
con los respectivos contactos de emergencia, que
ni siquiera estoy tan segura de ser su contacto de
emergencia, y que probablemente debería cambiar
el mío en mi obra social. La mamá de Juan prefiere
no responder, situar mis palabras en algún listado
de cosas que la gente puede llegar a decir en esta-
do de límite-­‐shock-­‐muerte. Ahora dice que, si no
es mucho pedir para un momento así, le gustaría
que yo me encargara de escribir el obituario y al-
gunas palabras para el entierro, porque quién me-
jor que yo para escribir, quién sino la escritora.
Niego con la cabeza pero digo que sí. Y qué si no

34
puedo volver a escribir nunca más, Mirta-­‐Mar-
ta-­‐mamádeJuan. Si no puedo volver a escribir, qué.

El limbo, el peor de los espacios, es, sin embargo,


el espacio de la escritura, como si todo pudiera
suspenderse en los entretelones. Juan me despier-
ta con un sacudón y le digo que no quiero volver a
los lugares donde fui feliz. Él dice que el paraíso es,
por definición, un lugar perdido. Lo dice para po-
der abrir las cortinas y destaparme, todo en un solo
movimiento, con la impunidad-­‐maldad-­‐delicade-
za que lo caracteriza. Le digo que al final, después
de haber visto la cara de la muerte no pasó nada,
nada me cambió, no iluminó partes oscuras que no
sabía que guardaba en mí, ni siquiera ayudó a mi
falta de inspiración. La gata me mira esfinge a tra-
vés de un único rayo de sol que se proyecta sobre
el prolijo acolchado de flores. Cuánto más se puede
cocinar, Juan. Me levanto, y rumbo a la cocina ig-
noro el polvo que ya se acumula sobre los glaseados
de chocolate y el merengue suizo. Con uniforme de

35
dormir hago una recorrida por las alacenas para ver
qué falta y salgo a comprar. Sin alterar la rutina de
las últimas semanas, sólo me muevo por las cuatro
cuadras que conforman la manzana de mi casa, de
nuestra casa. Budín de naranja-­‐limón-­‐maracu-
yá; mousse de vainilla con frambuesas y cobertu-
ra de chocolate amargo, una cereza en el centro y
algunas más alrededor, y por qué no cerezas para
los budines y para la cheese cake. Me pregunto en
qué momento perdí el criterio, Juan, si habrá sido
cuando te conocí. Eso quedaría lindo en tu obitua-
rio: Juan, el sin criterio, el destruyerroba criterio, el
que nunca probó una sola de mis tortas que ahora
se pudren bajo el calor que oprime todo el departa-
mento cápsula de invernadero. En la revista no hay
recetas para obituarios, sólo tartas, pastas, pastel
de papas y nada me sirve. Se lo prometí a tu mamá,
Juan. Voy a la computadora y busco obituarios mo-
delo. Una cruz, y a continuación la familia escribe
el pésame y todo aquello que quiere que aparezca,

36
los nombres de la familia por orden de importan-
cia, la edad del difunto, localidad, fecha, motivo de
defunción; o, en cambio, primero la información
sobre dónde se realizará el velatorio y las exequias
u oficios religiosos y a continuación la familia es-
cribe el pésame; o Soledad Hernández Rodríguez,
quien en sus últimos momentos de vida dejó encar-
gada la publicación de esta esquela para manifes-
tar su perdón a los familiares que la abandonaron
cuando ella más los necesitó, sus hermanos Martín
y Manuel y su hija María por su absoluta falta de
cariño y apoyo durante su larga y penosa enferme-
dad; Nadia Ivanov se despide agradecida de todos
aquellos que la acompañaron en vida; Oswaldo Me-
dero Morales es ahora que la fe en Dios nos hace
más fuertes, nuestra tarea es mantener vivo tu re-
cuerdo en nuestras oraciones de cada día por haber
sido un hombre ejemplar. Nada me sirve de nada.

El gusto no dulce sino muy dulce del café cortado


en máquina expendedora del velorio es el de todos

37
los velorios, en loop, repetidos para siempre, y de
fondo un familiaramigo entra y llora, otro espera
en el marco de la puerta, y otro abraza con tal de
no dejarse abrazar. Del diario me preguntaron si
obituario modelo y yo a todo dije que sí. Modelo
esta bien, modelo es correcto y poco memorable
por definición. Juan me mira con ojos de reproche y
le digo bajito que estoy llena de palabras pero muda,
ideas de palabras que no existen, que se vaciaron,
que se fueron mucho antes de que se fuera él. No
me vas a perdonar nunca, Juan. Entro al baño y acá
encerrada todo es más fácil, y puedo olvidarme de
Mirtamarta que golpea la puerta al ritmo de un
solo dedo mientras pregunta si estoy bien y si ne-
cesito algo. Pienso en escribir. Pienso que escribir
podría meterme en un trance de salvación. Que po-
dría, incluso, traerte de la muerte, explicar las razo-
nes, justificarnos. El golpeteo se vuelve insistente y
escucho a la mamá de Juan decir que, en todo caso,
ella se ofrece voluntaria para leer cualquier cosa

38
que yo haya escrito, que yo haya decidido escribir.
Toco entonces los bordes de un papel doblado en
dos-­‐cuatro-­‐cuatromil en las profundidades de mi
bolsillo. Cualquier cosa, Juan. Tu mamá quiere aho-
ra salvarme dispuesta a reponer, en una sola lectu-
ra, todas mis historias que nunca leíste y todas mis
tortas que nunca probaste y todo el alimento balan-
ceado que nunca comimos y todo el aire que ocu-
paba el poco aire que me quedaba. Y qué si no hay
nada más para escribir. Y qué pasa si ese todo sobra
por siempre. Saco el papel y repaso uno por uno los
ingredientes para sólo después, silenciosa-­‐suave-­‐
única, deslizar la receta por debajo de la puerta.

39
40

También podría gustarte