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Marina Garcés.
LA EXCEPCIONALIDAD DE LO POLÍTICO
Siempre estamos a punto de romper, a punto de ser rotos, sosteniendo un presente que no
sabemos exactamente cómo funciona ni si realmente lo hace. En este marco se inscribe la
idea de que lo político no es una dimensión estructural de la sociedad, sino un
acontecimiento excepcional y discontinuo: Mientras que la gestión y la economía gobiernan
la normalidad, lo político tiene unos tiempos, espacios y lenguajes que interrumpen todos los
demás. Ya sea como creación o suspensión, como novedad o disenso, lo político es
concebido como corte o como desvío, como algo irreductiblemente otro respecto a los
modos de funcionar social.
Hegel veía a la negatividad como movimiento del desarrollo del espíritu absoluto en sus
formas concretas.
Kant veía en la insociabilidad y en la guerra los mecanismos de una dinámica moral de la
historia hacia el progreso
La historia real de las revoluciones lo pone en entredicho. Emancipada de su fin final, la idea
de emancipación prolifera, estalla, se disemina en una multiplicidad de tiempos y de lugares
discontinuos e irreductibles.
Todo se hace potencialmente político, pero no se sabe cómo ni cuándo puede acontecer. Por
eso mismo la narración basada en fines y consecuencias se clausura, junto con la idea de
resultado y futuro. La emancipación se conjuga en presente, uno discontinuo y autosuficiente.
Se abre un campo y tiempos nuevos para la experimentación política, para la transformación
de ámbitos de la vida que habían quedado a la sombra de la gran política y de sus promesas
de futuro. Se proponen nuevas gramáticas, se dibujan nuevas cartografías, aparecen nuevos
sujetos portadores de prácticas y lenguajes que tifien el ámbito político y lo contagian de
expectativas nuevas que sitúan lo político en un impasse.
En este impasse se abren múltiples líneas de pensamiento que ensayan conceptualmente los
territorios y las prácticas de otras políticas.
Para la primera opción el signo de lo político es la novedad, para el segundo la alteridad que
puede hacer su aparición en ese entre. Para la primera hacer política es crear nuevas
posibilidades de vida como forma de resistencia presente. Para la segunda se trata de abrir
intervalos tanto en la realidad como en el lenguaje en los que sea realidad irreductible pueda
irrumpir y ser acogida en su capacidad de distorsión de lo dado.
La excepcionalidad es la lógica de ambas opciones.
En ambos casos el compromiso se entiende como una respuesta a algo –novedad o alteridad-
que viene a interrumpir el orden en el que nos encontrábamos.
Nos cuesta detectarlos, ante cada acontecimiento dudamos si es o no decisivo, ante cada otro
sospechamos que hay en él mucho de lo mismo. No es que nos volvamos relativistas, es que
en una realidad que se ha puesto en crisis a sí misma, ya no sabemos distinguir entre los
buenos y los malos cortes, entre rupturas prometedoras y rupturas amenazadoras. ¿Qué es
nuevo cuando todo se cae?
Ante estas dificultades hay una tendencia al repliegue hacia lo conocido, a esquivar el no-
saber, a querer madurar buscando filosofías políticas más clásicas. Por ejemplo, aquellas que
abordan el problema del nosotros desde la teoría hegeliana del reconocimiento, situada en el
escenario de una contemporaneidad multicultural y específicamente marcada por la
experiencia de la diversidad.
EL RECONOCIMIENTO, ENTRE LA INDIFERENCIA Y LA GUERRA
Hegel propuso pensar el reconocimiento como un acto mediante el cual los individuos
disociados y enfrentados caminaban en su formación hacia la intersubjetividad plena, hacia la
comunidad reconciliada del espíritu en la que el yo es un nosotros y el nosotros es un yo. Ese
es el espejismo de la primacía del individuo sobre la comunidad. Sólo en la comunidad
reconciliada, en la que los individuos en lucha se han entregado, se han perdonado y han
acogido la diferencia absoluta, puede el individuo ser uno mismo plenamente. La
intersubjetividad es la verdad contenida en la pluralidad de las conciencias que el camino del
Espíritu va a desplegar. Sólo es posterior desde el punto de vista de la historia, pero no desde
el punto de vista del concepto. Desde ahí cada uno es él mismo y ya es otro y ningún
individuo se termina en su entidad, en su propia piel. Cada uno está enlazado con el que está
a su lado en el seno de la universalidad. El reconocimiento propone una experiencia del
nosotros como una experiencia dialéctica de la identidad.
Hegel contaba con la perspectiva teológica del perdón y la reconciliación como realización
final del reconocimiento. Desde nuestra perspectiva posmoderna¸ no hay reconciliación
sino un espacio cada vez más violento para la afirmación y la negación de identidades.
La reciprocidad se encalla en la guerra.
Lo que está claro hoy más que nunca en el mundo es que nuestra interdependencia no se da
únicamente en el plano de la construcción dialógica de nuestras identidades. Se da a un nivel
mucho más básico, mucho más continuo, mucho menos consciente: se da al nivel de
nuestros cuerpos. Hoy ya no es posible hacer ver que no vivimos en manos de los otros, ya
no es posible encerrar las relaciones de dependencia en el espacio opaco de la domesticidad.
Si la conciencia puede entrar en relaciones dialógicas de reconocimiento, el cuerpo, en
virtud de su finitud, está ya siempre inscrito en relaciones de continuidad. No le hace falta
hacer presente al otro, frente a frente, para reconocerle. En la vida corporal, el otro está ya
siempre inscrito en mi mismo mundo.