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Estimado amigo:

Creo que ha llegado el momento de que te hable un poco de mí. Nací el 15 de


septiembre de 1160 en Borgoña, uno de los ducados más importantes del reino de
Francia, en el seno de una familia con un alto ascendente militar. Bueno, para ser
precisos, esa es la fecha de mi primer nacimiento, aunque del segundo, como
imaginarás, te hablaré más tarde.

Como decía, procedo de una familia eminentemente militar. Mi padre fue caballero de
alto rango en el ejército regular del ducado de Borgoña, bajo el mando, por aquel
entonces, del duque Hugo III, sucesor de Eudes II. Mis hermanos, todos excepto yo,
formaron parte de aquel prestigioso contingente bélico.

Por aquella época, la gran Francia vivía bajo el reinado de Felipe II, quien años más
tarde se uniría a Ricardo Corazón de León, representando al reino de Inglaterra, y a
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico Barbarroja, en la que se
denominó la Tercera Cruzada. En ella, participaron mi padre y hermanos, como parte
de la gran columna católica que intentó recuperar Jerusalén.

Pero, más allá de los hechos históricos que supongo conoces, te hablaré de mí. Mi
nombre es Philippe Ferrou y, como te decía, provengo de esa familia militar. Yo, al
contrario que mis hermanos, no me dediqué a la lucha armada. Por mis venas corre el
arte de la guerra, pero desde otra arista.

Desde pequeño mi padre, al igual que a mis hermanos, nos instruyó en el noble arte de
la espada. Aprendí como ellos, pero mi pasión no estaba en el campo de batalla, sino
intramuros, en la lectura de tratados militares, en el conocimiento de las artes de la
política y la guerra desde la teoría. Y así quedó demostrado con el paso del tiempo. No
pertenecí al ejército de Borgoña, pero sí pasé largo tiempo con mi padre, sentados,
disertando acerca de temas bélicos.

A pesar de que pudiera parecer que para él hubiera sido una ofensa que uno de sus hijos
no siguiera la tradición familiar, mi padre aceptó siempre de buena gana mi preferencia
por la literatura, sabedor de que no sería un gran guerrero, pero que utilizaría mi arma,
mi cabeza, para otras mejores tareas e igual de provechosas. Era un hombre fiero, bravo
y valiente, pero no exento de astucia y conocimiento.

Traslado a Venecia

Fui precoz en el acceso a las intrigas palaciegas y la diplomacia de la época. Tanto es así
que, mientras que las grandes potencias europeas tramaban un asalto definitivo a Tierra
Santa (fallido, por otra parte), y mientras mi familia preparaba con intensidad tal
acontecimiento yo, con tan solo 28 años, ya había abandonado mi Francia natal para
viajar al centro político del Viejo Continente: la ciudad-estado de Venecia.

Por aquella época, finales del siglo XII, Venecia vivía su esplendor, no solo a nivel
político, sino también económico. La astucia y voracidad de los aristócratas venecian0s
para los negocios le habían convertido en la mayor potencia del Mediterráneo, al punto
que ofrecía sus servicios como flota naval al propio Imperio Bizantino y poseía
excepcionales privilegios comerciales en varias posiciones del Mar Mediterráneo.
La República veneciana, más interesada en el comercio que en la expansión religiosa o
militar, aparecía como el intermediario mercantil ideal para los reinos mediterráneos de
cualquier religión a partir del siglo XII. Ahí es donde estaba, sin duda, mi lugar. Y así
viajé hasta Venecia, con las manos prácticamente vacías, pero el prestigio de mi apellido,
vinculado fuertemente a una familia de gran nombre en el sur de Francia. Pero no me
fue difícil alcanzar cotas altas en poco tiempo.

El conocimiento en el arte de la política me catapultó a círculos muy cercanos al dogo


Orio Mastropiero, que era quien entonces gobernaba con el mayor rango oficial, con
una titubeante capacidad, la gran Venecia. Mastropiero requirió de mis servicios para
fortalecer una posición que había empezado a ponerse en duda por la aristocracia
veneciana que lo había elegido para ese cargo.

Ciertas decisiones –alentadas por mí- le llevaron a recuperar el crédito perdido. Entre
ellas, su apoyo económico y militar a la Tercera Cruzada que lideraron las tres grandes
potencias europeas del momento: los reinos de Francia e Inglaterra, y el Sacro Imperio
Romano Germánico.

El apoyo a los grandes del Viejo Continente llevaba, como trasfondo, un triple objetivo:
adquirir parte del botín por el que se viajaba a Jerusalén –y principal motivo, en la
sombra, de esa cruzada-, ganar favor con las grandes potencias del momento y, por qué
no, conscientes de que el crédito nunca podría ser devuelto en su totalidad, anexionarse
territorios del Mediterráneo que pudieran servir como enclaves estratégicos para el
desarrollo del poder veneciano.

El Abrazo y la caída de Chipre

En poco tiempo, me había hecho con un poder tal, que era capaz de influir
notablemente en las decisiones del dogo. Mastropiero había vuelto a ganar poder, la
aristocracia le permitiría seguir en el cargo gracias a mi intervención, y eso me ofrecía
una posición muy ventajosa. De repente, me había convertido en su principal asesor
político y militar en cuestiones de estrategia. Su devoción hacia mí era alta.

Pero Mastropiero no era el único que valoraba mis hazañas. Mi nombre había viajado
por el Mediterráneo hasta orillas orientales. Más en concreto, hasta la isla de Chipre.
Allí se conocía del talento de Philippe. Y no precisamente para los humanos que
gobernaban aquel fundamental enclave del Mediterráneo central, sino para alguien
más…

Quizás, extasiado con el relato de mi temprana ascensión, había pasado por alto que,
por mucho que me envidies, no es oro todo lo que reluce en este joven tan dotado para la
intriga. Un gran defecto crecía en mí: mi insaciable pasión por la vida social nocturna.
Realmente, incluso podría decirte que dentro de ella había conquistado algún éxito
importante, pero también algún que otro fracaso.

Una noche del verano de 1888, a altas horas de la madrugada, salía de un festín en el
Palacio Ducal, considerablemente trastornado por la ingesta excesiva de vino, y vagaba
sin rumbo fijo por los callejones de Venecia… y noté una presencia extraña que me
perseguía desde la plaza de San Marcos hasta el Rialto… una persecución a la que, si en
principio no dí mayor importancia, juzgando como erróneos mis pensamientos
condicionados por el alcohol, sin embargo, que sería capital para mi futura vida… o,
mejor dicho, mi no vida…

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. En efecto, una sombra se abalanzó sobre mí
en uno de los callejones oscuros, suficientemente solitario para que no alertará a ningún
rezagado viandante… No recuerdo mucho, si te soy sincero, pero recuerdo una punzada
en el cuello… y, a los minutos, casi perdido el conocimiento, recuperarlo con un nuevo
líquido de color bermellón… que no era vino, pero que producía sobre mí un efecto
tanto o más placentero.

Sí, ese fue mi Abrazo. Tan sencillo y tan trascendental para el resto de mis días. Creo
que te hablo con confianza cuando te revelo la identidad de mi Sire y el motivo de su
elección. Su nombre es Licas Iannakis. Se trata de un vástago del clan Toreador, griego
de la isla de Chipre. Él junto a un grupo de cainitas Toreador se habían asentado
durante siglos en esa aparentemente pacífico emplazamiento, retirado de miradas
indiscretas y de la lucha intestina entre vástagos. Ellos controlaban Chipre en la sombra,
y así pretendían que perdurara por mucho tiempo.

Licas había abandonado Chipre asignado a una misión importante: mantener la


independencia y neutralidad chipriota de las luchas intestinas que se estaban
produciendo en todo el Mediterráneo, y de lo que estaba a punto de suceder un año más
tarde. Para ello, había elegido abrazarme, sabedor de que en mis manos estaba la llave
para que Venecia tomara partido y evitara la que parecía la inevitable Tercera Cruzada.

Es evidente que mi no vida cambió a partir de ese momento. Pero fue fácilmente
ocultable. Mastropiero estaba al corriente de mis andanzas nocturnas, por lo que no
opuso inconveniente a que empezara a reunirme con él a la caída del sol. Intenté en vano
convencerle de evitar Chipre como punto de asentamiento, pero la decisión estaba
tomada pese a mi advertencia, debido a la capacidad de convencimiento de nuevos
asesores, más preocupados con otros intereses… No fue mi culpa, lo juro.

Creo que más o menos ya sabes el resto de la Historia. La Tercera Cruzada se llevó a
cabo. Y, aunque no triunfó en la conquista de Jerusalén, los cruzados, cuando se batían
en retirada, ocuparon enclaves estratégicos en las inmediaciones de Tierra Santa. Entre
ellos, como no, la isla de Chipre. Los Toreador, así, perdían su influencia y dominio en
su coto privado. Te puedes imaginar cómo le sentó aquello a Licas. Y cuál sería mi
posición a partir de ese momento, cuando no había conseguido torcer el rumbo de la
Historia, aunque hiciera todo lo que estaba en mi mano para lograrlo. Desde aquel
momento, me convertí en un proscrito para mi Clan. Creo que no hubiera habido lugar
para las explicaciones.

Huída al corazón de Europa

No pasaría mucho tiempo, desde la caída de Chipre, en 1892, hasta que viniera por mí
en busca de mi muerte definitiva. Y, esa muerte no entraba en mis planes aún, máxime
con los privilegios que recién me otorgaba mi nueva no vida, la vida eterna… Así que no
tuve más remedio que huir, escapar de mi hogar veneciano, hasta un punto donde no se
me esperara… al lugar más recóndito de la Europa central… el sitio donde más difícil les
fuera encontrarme.
Es por eso por lo que me hallo hoy aquí. En este lugar lúgubre, lejos de todo cuanto
anhelo. Esperando volver, pero sin mucha esperanza. Paradójico, ¿eh? Es un castigo no
merecido. No fui responsable de la caída de Chipre, pero sí lo soy a los ojos de mi Clan.
Y, como comprenderás, el haber huido añade razones a esa creencia.

Pero seamos francos. Sinceramente, no creo que tenga la opción de sentarme frente a
frente con Licas, tomarme una copa de sangre, y explicarle los verdaderos motivos de la
caída de Chipre y, consecuentemente, el final de su dominio en aquel territorio plácido
en el que los Toreador habían vivido a la sombra del mundo, disfrutando de sus
placeres…

Aún, pese a que ya sabes de mi notable intelecto y de mi capacidad para urdir


estrategias, busco la fórmula para desanudar todo este lío. Sí, sé lo que estarás
pensando, suena todo demasiado contradictorio… pero es lo que hay. Pero, hasta los
sabios, saben que a veces las soluciones más complejas llegan en las acciones más
sencillas. Pero ello requiere su tiempo. Y, la única forma de ganarlo, es huyendo.

Bueno, amigo, espero no haberte cansado con esta historia. He intentado ser lo más
conciso que permite esta sucesión de desagradables acontecimientos. Confío en tu
discreción y en tu confianza para que me ayudes a mantener esta confesión en secreto y
no reveles a nadie mi paradero. Se te echa de menos.

PD: Por cierto, mi padre y mis tres hermanos nunca regresaron con vida de la Tercera
Cruzada, a la que entregaron hasta la última gota de su sangre. Mi último hermano
murió en el año 1193, en Nicosia.

Atentamente,

Philippe Ferrou

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